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CAPÍTULO 16

Skyler se dijo que, si quería dejar de llamar la atención, debía dejar de correr, así que aflojó la marcha y siguió caminando a paso vivo. Pero sudaba a mares, estaba jadeando y no dejaba de mirar atrás para cerciorarse de que nadie lo seguía. Le daba la sensación de que todo el mundo lo miraba, de que todo el mundo se daba cuenta del terror que lo dominaba. Y, ciertamente, los transeúntes lo miraban con extrañeza. Todas las personas que circulaban por la acera parecían tener un motivo para estar allí y un lugar al que dirigirse. Él carecía de lo uno y de lo otro, y ni siquiera tenía claro qué debía hacer a continuación. Había corrido llevado por el instinto, escogiendo las calles que, por algún motivo, le parecían menos peligrosas, del mismo modo que un zorro perseguido por la jauría se refugia siempre en la espesura.

Leyó un letrero: Washington Square.

Verse rodeado por una multitud hizo que Skyler se sintiera aún más expuesto. La gente, además, le susurraba cosas. Unos individuos que iban y venían por el parque se acercaban a él y, haciéndose los desentendidos y sin casi mover los labios le decían: «María, maría», «Caballo», «Hielo negro», «Sinsemilla». No entendía el significado de aquellas palabras y, al principio, la misteriosa actitud de los hombres le hizo creer que trataban de advertirle de algo, quizá de un peligro. Sin embargo, cuando se volvía hacia ellos para preguntarles, los hombres se alejaban, y cuando los seguía, trataban de quitárselo de encima.

– Mierda, lárgate de una vez -le dijo un hombre que vestía pantalones y camisa negros y llevaba un sombrero vaquero color crema.

Skyler salió del parque y caminó dos manzanas hasta llegar a un café. Se sentó a una mesa situada en el rincón más oscuro y una joven que llevaba un top transparente le preguntó qué deseaba.

– Café -respondió.

– ¿Solo o con leche?

Skyler se limitó a asentir con la cabeza. La camarera se encogió de hombros y se alejó para volver minutos más tarde con una taza que dejó sobre la mesa. Bebió el café a pequeños sorbos, reflexionando sobre su situación y preguntándose adonde podía ir. No deseaba dormir de nuevo en Central Park. Sacó el dinero que Jude le había dado y lo contó; dudaba mucho de que con esa cantidad pudiera hacer gran cosa.

A su espalda brillaron de pronto unas luces que convergieron en un pequeño escenario donde apareció un joven y fornido negro que movía los mandos de una pequeña caja negra. Sonó un estridente chirrido musical, tras el cual el hombre agarró un micrófono, se lo acercó a los labios y comenzó a gritar palabras que resultaban difíciles de entender. Al tiempo que cantaba, el negro movía espasmódicamente el cuerpo. Skyler se levantó de su silla y fue a la caja, situada junto a la salida.

– ¿Cuánto es? -preguntó.

– Quince dólares.

Skyler puso cara de asombro.

– Quince dólares. Cinco por el café, y diez por el espectáculo.

Frunció el entrecejo y sacó un billete de diez y otro de cinco. Era casi un tercio de todo su capital.

– Oiga, por si no se había enterado, en este planeta se estila dejar propina -rezongó la cajera mientras iba hacia la puerta.

Él la miró desconcertado.

– Desde luego -murmuró ella, en un aparte-. Menudo gilipollas.

Skyler salió de nuevo a la calle. Las mejillas le ardían y seguía con la sensación de que era el centro de todas las miradas. ¿Cómo era posible que en un lugar tan inmenso y con tanta gente yendo en todas las direcciones todos parecieran estar pendientes de él?

Caminó tres manzanas hasta llegar a una amplia avenida. En la esquina, unos hombres jugaban al baloncesto en una cancha rodeada por una cerca metálica de tres metros de altura. Skyler conocía el deporte gracias a la televisión. Los hombres se movían con tal rapidez que resultaba difícil seguir el movimiento de la pelota. El sudor corría por las frentes y las espaldas de los jugadores, que se arremolinaban bajo la cesta, saltando y dándose codazos y caderazos, todos intentando hacer canasta.

De pronto Skyler se volvió y le pareció ver una figura conocida al otro lado de la avenida: un cuerpo fornido y una gran cabeza. Pero no lograba ver bien al hombre. El sol se reflejaba en la ventanilla de un coche estacionado y parecía que el individuo tenía una mancha blanca en la cabeza. Un ordenanza. No estaba totalmente seguro, pero el miedo le atenazó el estómago. Se volvió de nuevo hacia los jugadores y después giró otra vez la cabeza. El hombre de la acera de enfrente estaba mirando en otra dirección y no había visto a Skyler. ¿Sería posible?

Esta vez, Skyler ni siquiera hizo el intento de contenerse. Corrió calle abajo, dobló una esquina y se metió en el primer local abierto. Se encontró en el interior de una sala mal iluminada. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, miró en torno y vio a media docena de hombres que hojeaban revistas. Se dirigió al fondo de la sala y entró en otra pequeña habitación de la que salía un oscuro pasillo flanqueado por varias puertas. Abrió una y pasó al interior. Se encontró en un cubículo que estaba a oscuras salvo por la luz que se filtraba por un tabique de cristal transparente, tras el cual una mujer semidesnuda bailaba con lascivos movimientos. La bailarina llevaba únicamente un minúsculo taparrabos y sus enormes pechos, que eran como globos llenos de agua y le llegaban casi hasta el ombligo, oscilaban de un lado a otro con cada uno de los movimientos. Skyler vio cómo la forzada sonrisa de la bailarina se convertía en mueca de alarma en cuanto la mujer advirtió su presencia en el interior de la pequeña cabina. En ese mismo momento, un hombre que había permanecido sentado más adelante se puso en pie. Su primera reacción fue de sorpresa y la segunda, de indignación.

– ¿Qué cono haces aquí?

Skyler vio que la mujer tocaba una palanca que hizo caer una cortina metálica tras el cristal, con lo que la cabina quedó en una oscuridad casi total. Notó que una mano lo agarraba por el brazo izquierdo y comenzó a retroceder. Tanteando a su espalda, encontró el tirador de la puerta y lo hizo girar al tiempo que retorcía el cuerpo, consiguiendo que la mano del desconocido le soltase el brazo. Pero el hombre lo agarró inmediatamente por la camisa. Él se retiró, oyó el sonido de un desgarro, echó a correr hacia el fondo del pasillo y salió por una puerta trasera que daba a un callejón. Corrió por él, dobló una esquina y volvió a encontrarse en la atestada acera.

Dos palabras acudieron a su mente y las pronunció sin darse cuenta siquiera de que lo hacía:

– ¡Cristo bendito!

Se alejó a paso vivo, volviéndose de cuando en cuando para mirar hacia atrás. Recordó que Jude había hecho lo mismo en el metro. Cuando estaban los dos en el bar, Jude parecía sinceramente preocupado por el bienestar de Skyler. Se preguntó si debería intentar reunirse con él. ¿Podía fiarse de Jude después de la experiencia en la habitación alquilada? ¿Le habría tendido Jude una trampa?

Tras recorrer cuatro manzanas, llegó a una boca de metro y, sin pensarlo dos veces, bajó por la escalera como un conejo metiéndose en su madriguera. Oyó el estruendo de un tren que se aproximaba, se detuvo ante una garita, dejó un dólar en la ventanilla, y luego otro, y recibió a cambio una ficha que insertó en el torniquete.

– ¡Eh, oiga…! -gritó el empleado mientras Skyler se hacía el sordo y se alejaba rápidamente andén abajo-. ¡Se deja usted el cambio!

El tren iba llenísimo. Skyler escrutó todos los rostros que lo rodeaban, pero no vio nada sospechoso. Ningún mechón blanco, ningún ordenanza. Fue hasta el fondo del vagón, miró hacia el interior del vagón posterior, e hizo lo mismo con el anterior. En ninguno detectó nada raro. El estruendo del tren y los traqueteos del vagón lo estaban sacando de quicio. Las náuseas se apoderaron de él. Aunque se moría de ganas de bajarse en la siguiente estación, cuando el tren se detuvo, hizo un supremo esfuerzo de voluntad y permaneció en el vagón. Tenía que seguir, debía poner más distancia entre él y el ordenanza, en el caso de que el hombre que había visto fuera efectivamente un ordenanza. Otra estación, y otra, y otra, y otra más… En cada una de ellas, el deseo de huir se hacía más fuerte, pues el vagón estaba cada vez más y más atestado y le parecía más y más asfixiante y siniestro.

Llegó al límite de su resistencia y decidió apearse. Al entrar en la siguiente estación se colocó frente a las puertas, saltó al andén en cuanto se abrieron y echó a correr entre la masa de pasajeros. Cruzó rápidamente el torniquete de la salida, subió los peldaños de la escalera de dos en dos y al fin vio en lo alto un retazo de cielo azul. Pero en cuanto coronó el tramo de escaleras y se vio al fin en la calle, una nueva multitud lo rodeó, una turba humana.

Los hombres tropezaban con él y lo apartaban lanzando gritos e imprecaciones, y Skyler fue arrastrado por la turbamulta. Vio puños que se agitaban en el aire y rostros que reflejaban pánico e indignación. De pronto sintió un golpe en las costillas. Un codo lo había golpeado fuertemente. Su propietario miró a Skyler, le dijo que lo sentía y masculló:

– ¡Malditos polis!

Skyler alzó la cabeza y vio que en la calle había caballos empujando a la multitud hacia las aceras; los jinetes eran policías cuyos rostros estaban protegidos por grandes viseras de plástico transparente. Según los asustados caballos avanzaban, la multitud se replegaba y algunos hombres caían y eran pisoteados. Pero cuando los caballos retrocedían, la multitud se echaba adelante, como si estuviera deseosa de abalanzarse sobre los policías.

Skyler observó que los hombres que lo rodeaban llevaban cascos y de que algunos de ellos agitaban pancartas. Trató de salir de la multitud a codazos, pero un hombre con camiseta amarilla le cortó el paso. Luego la masa lo empujó hacia adelante y, al cabo de unos momentos, se vio justo enfrente de los caballos. Uno de los animales se le acercó y estuvo a punto de aplastarle un pie con uno de sus cascos. Skyler gritó y su grito se unió a los de los hombres que lo rodeaban. De pronto, los caballos retrocedieron como por arte de magia. Pero en su lugar apareció un pelotón de policías a pie que iban protegidos con escudos y blandían porras.

Skyler trató de huir, pero la multitud a su espalda empujaba y no dejaba de agitarse, y no logró abrir un hueco. Se volvió hacia un lado; la policía había formado un cordón en torno a los manifestantes y avanzaba hacia él empujando con los escudos y golpeando con las porras. Skyler sintió el golpe de una de ellas en las espinillas. A su lado, un hombre lanzó un grito. Skyler perdió el equilibrio y comenzó a caer hacia atrás viendo cómo una porra se alzaba en el aire por encima de su cabeza. La vio descender hacia sí como en cámara lenta, y luego sintió un lacerante dolor en la coronilla. Cayó entre un bosque de piernas que no dejaban de agitarse, y notó que alguien caía encima de él. Después se desplomó en la acera y perdió el conocimiento.

Jude fue en metro hasta el centro de la ciudad y se apeó en la estación de City Hall. Decidió matar el rato dando un paseo por el parque. Se comió un perrito caliente con col agria y reflexionó sobre su situación sentado en un banco. Se preguntó cómo le estaría yendo a su sosia, y pensó en Tizzie, en lo enternecedoramente protectora que se mostraba hacia Skyler. Pensó en Raymond, y se preguntó para qué querría hablar con él. Sin duda, para algo relacionado con lo de New Paltz. Jude también deseaba hablar con el federal, pero antes quería resolver unas cuantas dudas. Y ahí era donde encajaba McNichol. Es curioso, se dijo. Hace una semana ni siquiera había oído hablar de ese forense, y ahora tiene entre sus manos la clave de mi destino.

De forma casi mecánica, no dejaba de mirar a los paseantes que iban y venían por el parque. Ninguno de ellos le pareció sospechoso. No se veía a nadie corpulento ni con un mechón blanco en el cabello. Le asombró lo pronto que se había acostumbrado a estar pendiente de si alguien lo seguía. Ni que lo hubiera estado haciendo toda mi vida, se dijo. Es asombrosa la rapidez con la que te acostumbras a las situaciones más disparatadas, e incluso a una tan absurda como ésta. Un día tu doble entra por la puerta y, bingo, tu vida se convierte en otra película. Qué estupendo sería despertarme de pronto en mi cama y darme cuenta de que todo esto no ha sido más que una pesadilla.

Lanzó un suspiro y consultó su reloj: las 3.50. Sacó la agenda, comprobó la dirección y recorrió a pie las tres manzanas que lo separaban de Foley Square. El edificio al que se dirigía estaba situado cerca de los juzgados de lo criminal y era una torre de oficinas que albergaba en su interior varias agencias dependientes del gobierno del estado. Jude debía de haberlo visitado media docena de veces, siempre para investigar alguna supuesta corruptela. Subió en el ascensor hasta el piso 32, y se encontró ante una acristalada oficina en cuya puerta no aparecía nombre alguno. En la sala de espera, el escritorio de la recepcionista estaba vacío. Se metió por un corredor de suelo enmoquetado que tenía en las paredes anacrónicos ceniceros metálicos, y lo siguió hasta encontrar el despacho que buscaba, el 3209. Abrió la puerta.

Encontró a McNichol sentado a un escritorio, con un montón de carpetas ante sí. La habitación era una mezcla de despacho y laboratorio. Contenía varios archivadores metálicos y una larga repisa sobre la que había un ordenador y varias piezas de equipo básico: un microscopio, cajas de portaobjetos, un separador centrífugo. Desde la amplia ventana se divisaban los concurridos puentes del East River y las casas y las chimeneas de Brooklyn.

Tras los saludos preliminares, que por algún motivo fueron extrañamente formales, McNichol le ofreció un café y Jude aceptó encantado. Mientras servía el café en una taza adornada con el dibujo de unos conejos fornicando, el forense explicó que solía hacer trabajos sueltos para los depósitos de cadáveres de la ciudad.

– Debido a la reducción de la cifra de homicidios, han tenido que despedir a cierta cantidad de forenses auxiliares… Lo cual es uno de los efectos indeseables del descenso de la criminalidad. Faltan cadáveres para mantenerlos ocupados a todos. Pero de pronto hay rachas inesperadas en las que a la gente le da por matar más de la cuenta, y los cuerpos se amontonan. Entonces me llaman a mí.

Jude se dijo que lo mejor era comenzar con una buena andanada de halagos, ese movimiento de apertura cuyos felices resultados nunca dejaban de sorprenderlo. Le agradeció efusivamente a McNichol el favor que le había hecho, y añadió que siempre había estado seguro de que si en el mundo había alguien capaz de resolver el enigma de las dos muestras de cabello, y de decirle si procedían o no de la misma persona, ése alguien era, sin duda, el forense de Ulster County.

– Bueno, bueno -respondió McNichol-. Admito que fue un reto. Por mucho que pensaba, no se me ocurría por qué me había sometido usted a esa prueba. Hasta que de pronto lo comprendí todo, y estoy seguro de que no me equivoco.

Jude se limitó a alzar ligeramente las cejas perplejo, indicando con ello a su interlocutor que continuase.

– Me acordé de un reportaje que su periódico publicó hace años sobre los diez mejores jueces y los diez peores jueces. Un trabajo muy interesante, por cierto. Estuvo muy bien el truco de enviar un mismo acusado ante cada uno de los jueces. Así que supongo que están ustedes haciendo algo parecido con los forenses de la ciudad y sus alrededores, para ver cuáles son los mejores y cuáles los peores. Porque en otro caso, sus motivos para pedirme lo que me pidió, querido amigo, escapan totalmente a mi comprensión.

Jude no confirmó ni desmintió las alegaciones del forense. No quería hacer nada que pudiera irritarlo, pues se estaba aproximando el crucial momento en el que la información sale al fin a la luz.

– ¿Y a qué conclusión llegó usted? -preguntó con voz suave.

– No tan de prisa. No tan de prisa. -dijo McNichol alzando una mano en actitud de guardia deteniendo el tráfico-. Déjeme hablarle primero del viaje, y luego le contaré a qué destino me llevó.

El forense cruzó los brazos sobre el escritorio, como si se dispusiera a emprender un largo relato, y Jude se retrepó en su sillón, dispuesto a escuchar.

– ¿Le suena a usted el nombre de Leonard Hayflick? -inquirió McNichol como si aquélla fuera la pregunta más natural del mundo.

Jude, que había sacado su cuaderno pero no estaba tomando notas, negó con la cabeza.

– Lástima. El tipo no es ni más ni menos que el anatomista más destacado de la época moderna. Fue un coloso de la investigación sobre el envejecimiento. ¿Quién dijo que el mundo era justo? Todos conocen a James Watson y Francis Crick, Universidad de Cambridge, 1953… El mito completo, hasta lo de que luego se fueron a un pub y declararon que habían desentrañado el secreto de la vida… Cosa que, indiscutiblemente, era cierta.

– Supongo que se refiere usted al descubrimiento del ADN. La doble hélice.

– Exacto. El singular suceso que abrió una nueva era en la genética. Hayflick realizó una proeza similar, sólo que en el campo de la gerontología.

– ¿Qué hizo?

– Le extrajo unas células a un feto y las cultivó en un disco Petri. Lo hizo en 1961, y actualmente nos resulta difícil recordar lo rudimentarios que eran por entonces nuestros conocimientos. En aquellos días se consideraba que el envejecimiento era un proceso irremediable, controlado por el destino biológico. Uno envejece porque el cuerpo se le gasta, como una máquina cuyas partes terminan cayéndose a pedazos a causa del uso. La piel se arruga, el pelo se cae, el cerebro se encoge, las arterias se obstruyen. No se puede evitar. La gente nacía, vivía un cierto número de años y luego se moría. Y eso, más o menos, era todo. Naturalmente, hasta cierto punto, las personas podían alargar o acortar esos límites. Normalmente, vivía más una bibliotecaria abstemia que un poeta maldito que se inspiraba atiborrándose de ajenjo. Pero en términos generales, se consideraba que la duración de la vida era algo prescrito. Cien años como máximo. Tal era el dictado de la naturaleza. Naturalmente, hoy en día sabemos que todo eso eran paparruchas.

– Sí, eso me acaban de decir.

– Pues le han dicho bien. Créame, los avances en el terreno de la prolongación de la vida que se producirán en los próximos cincuenta años lo dejarán atónito. Las generaciones futuras evocarán con consternación esta época, en la que la esperanza de vida no alcanzaba los ochenta años. ¿Ha hecho usted el recorrido de los cháteaux del Loira? Cuando el guía muestra a los turistas las camas que no miden más de metro y medio y las minúsculas armaduras de los caballeros medievales, todos se sorprenden de lo bajita que era antes la gente. Bueno, pues en el futuro se evocará nuestra época del mismo modo. ¿Recuerda la sorpresa que le produjo enterarse de que Alejandro Magno murió a los treinta y tres años? Las generaciones futuras sentirán la misma sorpresa por el hecho de que Einstein murió a los setenta y seis.

El forense clavó la mirada en Jude y, tras una pausa, continuó:

– Y todo comenzó con Hayflick. Él fue quien le puso el cascabel al gato del envejecimiento. Él hizo la pregunta clave: ¿por qué se produce el envejecimiento? ¿Se debe a que las células individuales se agotan y llegan a incapacitar todo el organismo humano? ¿O se produce porque algún deterioro relacionado con la edad que se produce en alguna parte del organismo hace que las células se agoten? ¿Cuándo pierde un ejército una batalla decisiva? ¿Cuando son tantas las bajas que los soldados que quedan ya no pueden mantener el terreno, o cuando un general comprende que sus tropas van a sufrir una derrota aplastante y da la orden de rendición? La metáfora, por cierto, es mía, no de Hayflick.

»Lo que Hayflick hizo fue realizar un experimento que, como todo los grandes experimentos, visto en retrospectiva parece muy sencillo. Colocó las células del feto en el disco Petri para ver cuánto vivían por su cuenta. No tenían que hacer nada, no tenían que efectuar ningún trabajo en beneficio de ningún organismo humano. Únicamente tenían que hacer lo que a las células les resulta natural hacer, dividirse y multiplicarse. Cosa que hicieron. Unas cincuenta veces. Y luego murieron. Después Hayflick repitió el experimento con células extraídas de una persona de setenta y cinco años. Antes de morir, las células también se dividieron, pero sólo veinte o treinta veces.

– O sea que los soldados siempre terminan muriendo.

– Olvídese de la metáfora -dijo bruscamente McNichol-. La vida real es más complicada. En la vida real, las cosas no tienen que ser de un modo o de otro. En la vida real, mueren miles de soldados y, además, el general se rinde.

McNichol se puso en pie y comenzó a acompañar sus palabras con ademanes.

– Lo importante es que las células del anciano de setenta y cinco años eran efectivamente más viejas que las del feto. Lo importante es que Hayflick estableció que la duración de la vida de la célula tiene un límite natural, que a partir del momento de su nacimiento, se divide unas cincuenta veces y luego entra en la senectud.

– Entonces, si existe un límite natural, no es posible evitar el envejecimiento.

– Muy al contrario, eso significa que tal esperanza sí existe. En biología, las cosas no suceden porque sí. En la naturaleza, nada es tan natural como para que el hombre no pueda modificarlo. Si existe un límite es porque algo marca ese límite. Porque hay algo que hace que exista ese límite -explicaba cada vez más entusiasmado-. ¿No lo comprende? En su interior, las células tienen un reloj que les indica cuándo ha llegado su momento. Y el hecho de que exista ese reloj significa que podemos encontrarlo y manipularlo y que, con el tiempo, podemos incluso aprender a cambiarlo de hora. Podemos hacer que la célula viva más tiempo. Y eso es justamente lo que hacemos.

– ¿Dónde?

– En laboratorios repartidos por todo el mundo. Los científicos están descubriendo genes que retrasan la senectud en organismos sencillos. La evolución tiene un único esquema, así que en nuestros organismos existe la misma secuencia genética. Gran parte del trabajo más importante lo realiza un protozoo unicelular que vive en las charcas y que es el que nos ha dado la clave del reloj.

– ¿Cuál es el reloj?

– Los telómeros.

– ¿Telómeros?

– Tiras de ADN que están en los extremos de nuestros cromosomas. Como usted sabe, los cromosomas son largos filamentos de ADN que contienen las instrucciones genéticas de la célula. Al final de cada uno de ellos hay un telómero. Han comparado a los telómeros con los pequeños remates de plástico que tienen en la punta los cordones de los zapatos para evitar que se deshilachen. Lo telómeros cumplen un cometido parecidísimo. Cada vez que se divide, la célula pierde una pequeña parte de sus telómeros, de modo que la tira se hace cada vez más corta según la célula va envejeciendo. Cuando la célula alcanza el límite Hayflick de cincuenta divisiones, el telómero ya no es más que un minúsculo fragmento. Ése es el momento en que la célula alcanza la vejez y entra en su declive. Así empieza la muerte de la célula.

»O sea que la edad de la célula no tiene nada que ver con el tiempo cronológico según nosotros lo experimentamos. Y, si reflexiona sobre ello, se dará cuenta de que es lógico, ya que, para empezar, el tiempo es una concepción humana artificial. La edad de las células está relacionada con la cantidad de trabajo que efectúan, con la cantidad de veces que tienen que dividirse. A eso se debe que la piel de una persona que se ha pasado la vida tomando el sol esté mucho más arrugada que la de otra que ha permanecido a la sombra; las células de la piel del fanático del bronceado tienen que reproducirse constantemente para sustituir a las que los rayos ultravioletas van destruyendo. Se ven obligadas a trabajar más, y por eso sus telómeros son más cortos.

– Fascinante -dijo Jude-. Pero, sea por el motivo que sea, el caso es que, en último extremo, la célula tiene que morir.

– Pero… ¿tiene realmente que morir? O, mejor dicho, ¿tiene que morir a una edad tan absurdamente temprana? -decía McNichol, en tono cada vez más melodramático-. Ocurre que las células vivas son extraordinariamente eficientes. Son creaciones magníficas, consumen comida, expulsan los deshechos, hacen su trabajo y tienen una fuerte membrana protectora. Un mundo perfectamente equilibrado en el interior de un microcosmos. Son un mecanismo tan extraordinario, que no hay ningún motivo para creer que existe un límite natural a su longevidad.

»Eso lo sabemos por nuestros estudios de las células cancerosas, que se duplican incesantemente, generación tras generación, hasta el extremo de que los experimentos para contar el número de sus divisiones son casi literalmente interminables. En los laboratorios existen células cancerígenas que viven durante décadas en un disco de Petri tras otro. Para todos los efectos prácticos, son inmortales.

– ¿Y cómo lo logran?

– Sí, ¿cómo? El secreto está en una enzima llamada telomerasa, que actúa como un pequeño equipo reparador. Cada vez que un fragmento de telómero se pierde a causa de la división celular, la telomerasa lo sustituye de forma que el filamento nunca se reduzca. El cordón del zapato no se deshilacha, por así decirlo, porque le cambian la punta de plástico. La telomerasa está presente en las células cancerosas. También aparece en las células de los óvulos y el esperma porque, como es natural, esas células deben mantenerse jóvenes, puesto que han de pasar a la descendencia. Pero la enzima no se halla presente en las células normales y corrientes, aunque las células normales podrían producirla. Tienen un gen para tal fin, pero está desactivado.

– ¿Quiere decir que si las células tuvieran esa enzima vivirían más tiempo? ¿Ésa es la teoría?

– No es una teoría, sino un hecho demostrable. Los científicos del Centro Médico de la Universidad Southwestern de Texas han inyectado en células humanas el núcleo de la enzima que produce el gen. Por cierto, encontraron el modo de conseguir el gen estudiando nuestro pequeño protozoo de las charcas, que produce ingentes cantidades de telomerasa. Tras la inyección, los telómeros recuperaron su longitud juvenil y las células siguieron dividiéndose tan contentas mucho después de alcanzar el límite de su media de vida. Las células resultaron rejuvenecidas.

– O sea que ya se ha descubierto la fuente de la juventud que tanto buscó Ponce de León.

– No, el envejecimiento es un proceso mucho más complicado. Por un lado, no todas las células siguen las mismas reglas. Las del cerebro y del corazón, por ejemplo, actúan de modo distinto. Pero desde luego, se trata de un primer paso importante que confirma el hecho de que el cuerpo humano, como todos los organismos vivos, posee una notable capacidad para la autoreparación. A fin de cuentas, resulta que no somos máquinas.

Concluida su disertación, McNichol volvió a tomar asiento. Aunque le interesaba todo lo que acababa de oír, Jude no acababa de entender qué relación tenía con su propio caso. Pasó una página de su cuaderno -indicio de que deseaba ir al grano-, dio un sorbo a su café, que ya estaba frío, y clavó la mirada en los ojos del forense.

– Señor McNichol… Doctor McNichol, todo eso es de lo más interesante pero, si no le importa decírmelo, ¿qué tiene que ver con los dos mechones de pelo que le entregué?

– Son antecedentes, muchacho. Antecedentes. Sin mi pequeña conferencia, y si me he extendido demasiado lo lamento, a usted no le sería posible comprender lo que hice ni cómo alcancé la conclusión a la que llegué.

– ¿De qué conclusión habla?

– Como supongo que usted imaginará, todas esas investigaciones han tenido un fuerte impacto en la especialidad a la que yo me dedico. En los últimos años, la ciencia forense ha avanzado a pasos agigantados, y hoy en día estamos haciendo cosas con las que ni siquiera soñábamos en mis tiempos de estudiante de medicina.

– Sí. Vaya al grano, por favor.

– Bien. Lo que ocurrió fue que realicé una prueba normal de ADN, comparando las dos muestras de cabello. Como sabe, esa prueba consiste en cotejar secuencias genéticas y nos permite establecer si dos muestras distintas proceden de una misma persona. La posibilidad de error es mucho menor que en la prueba de las huellas dactilares. Por lo general, podemos establecer la identidad del propietario dentro de unos márgenes que excluyen la posibilidad de una coincidencia.

– Sí, ya sé. ¿Y qué averiguó?

– Pues, muy sencillo. Averigüé que el ADN de ambas muestras era idéntico. En este caso, la posibilidad de que una coincidencia así se produzca en dos personas distintas es, aproximadamente, de una entre cuatrocientas mil y, por tanto, desdeñable. O sea que el resultado que obtuve indica inequívocamente que las dos muestras de cabello procedían de la misma persona.

– Pero también podrían proceder de gemelos idénticos, ¿no?

– Sí, claro. Los gemelos idénticos no tienen las mismas huellas dactilares, ya que éstas se forman en una etapa posterior del desarrollo del feto. Pero sí tienen la misma constitución genética, de modo que dos especímenes de ADN extraídos a gemelos idénticos serían exactamente iguales. Pero en este caso descarté la posibilidad de gemelos.

– ¿Cómo? ¿Por qué?

– Eso nos lleva de nuevo a los telómeros. Recientemente, hemos desarrollado y perfeccionado un nuevo tipo de prueba del ADN llamada RFLPS, siglas que significan polimorfismo de la restricción de la longitud del fragmento. Este procedimiento logra diferenciar los organismos analizando las pautas derivadas de la división de su ADN. La longitud de los telómeros nos permite hacer un cálculo aproximado de la edad de la persona. No se trata de algo exacto, desde luego, pero la técnica es lo bastante sofisticada como para establecer una diferencia de edad entre dos muestras. Y eso es lo que logré hacer en el caso de los mechones que usted me dejó.

– ¿Y a qué conclusión llegó, doctor McNichol?

– Una de las muestras, la de la bolsa que marcó como A, procedía de una persona que era cinco años más joven que la de la muestra B. Año más, año menos.

– Pero… pero… -tartamudeó Jude-. Eso no es posible.

– Exacto. No sería posible si las muestras procedieran de gemelos idénticos. ¿Cómo pueden existir gemelos idénticos de edades distintas? Así que encontré la solución, que si lo desea puede publicar en su periódico, y la solución es…

– ¿Sí?

– Que las dos muestras proceden de la misma persona, y supongo que esa persona es usted. Usted me entregó dos mechones más o menos idénticos de su cabello, sólo que uno era alrededor de cinco años más joven. O sea que se cortó el mechón hace cinco años y lo ha conservado hasta ahora.

Jude se quedó en silencio.

– Lo que se me escapa totalmente -siguió McNichol-, es cómo se le ocurrió guardar durante tanto tiempo un mechón de su cabello. Supongo que no tuvo la clarividencia de saber que, andando el tiempo, haría un reportaje sobre el tema.

Jude cerró su cuaderno de notas lentamente. Le dio las gracias a McNichol por su trabajo, le estrechó la mano y le dijo que volvería a ponerse en contacto con él si se le ocurrían nuevas preguntas. McNichol quiso saber cuándo se publicaría el reportaje en el periódico, y Jude respondió que no tenía ni idea.

Al salir vio que una recepcionista ocupaba el escritorio que al entrar había visto vacío. Era una joven de ojos penetrantes que parecían denotar inteligencia. Jude le preguntó qué organismos oficiales ocupaban aquellas oficinas.

– Varios organismos comparten el mismo espacio: federales, estatales y locales.

– ¿Algunos de esos organismos son policiales?

– Pues sí.

– ¿El FBI?

– Sí, el FBI entre otros. ¿Por qué lo pregunta?

Jude no respondió, y tampoco lo hizo cuando la mujer le preguntó el nombre y el motivo de su presencia allí. En vez de ello se dirigió a los ascensores y tuvo la suerte de llegar cuando las puertas de uno se abrían.

Llamó a Tizzie desde un teléfono público de Astor Place, e hizo lo posible para que su voz no denotara la preocupación que sentía. Ella no respondió inmediatamente. Jude consultó su reloj, eran pasadas las cinco. La secretaria ya debía de haberse ido. ¿Seguiría Tizzie allí? Comenzó a tabalear con los dedos sobre la repisa de la cabina.

– Vamos, contesta de una vez…

Al fin al otro extremo del hilo sonó la voz de Tizzie.

– Tizzie, escucha. Skyler ha desaparecido. Fui a su habitación y no está allí. El conserje me dijo que se largó.

– ¿Por qué? ¿Adonde puede haber ido?

– No tengo ni idea. El conserje no supo decírmelo. El tipo no ha sido de mucha ayuda. Al principio creyó que yo era Skyler, y comenzó a echarme una bronca por bajar por la escalera de incendios. Me dijo que usarla está prohibido por la ley, y añadió que no quería verme más por allí. Le dije que Skyler era mi hermano menor y le pregunté si sabía adonde podía haber ido, pero el tipo no sabía nada. Lo único que dijo fue que Skyler parecía asustado y que daba la sensación de que huía de algo.

– Pero… ¿de qué iba a huir?

– Sabe Dios, pero por lo visto estaba despavorido. Más tarde hablaremos de eso. Tengo tantas cosas que contarte… Te quedarás pasmada. Algunas de las piezas del rompecabezas están encajando en su lugar. Pero antes tengo que ir a buscar a Skyler. ¿Puedes pasar por mi casa por si se le ocurre llamar? No estoy seguro, pero creo que tiene mi teléfono.

– De acuerdo.

– Y cuando vayas por allí, mantén los ojos bien abiertos. Quizá Skyler haya ido mi casa, pero si está realmente asustado, puede que no. Tal vez tema que ellos lo busquen allí.

– Jude… ¿quiénes son «ellos»?

– Luego te lo cuento.

– No seas tan misterioso. Te comportas de una manera muy rara y das la sensación de estar sumamente alterado.

– Más tarde te daré todas las explicaciones que quieras. Ahora tengo que irme.

Tizzie dijo que iría inmediatamente al apartamento.

Jude detuvo un taxi y le dijo al conductor que lo llevara a Central Park.

– ¿A qué altura?

Aquél era el problema, Jude no tenía ni la más remota idea. Y como el parque se extendía desde la calle Cincuenta y nueve hasta la Ciento diez, era totalmente imposible efectuar una búsqueda minuciosa. Le dijo al chófer que lo dejara en el cruce de la Setenta y dos y la Quinta. Tendría que confiar en la suerte.

Se retrepó en el asiento pensando en ello. Bueno, ¿adonde iría yo si estuviera en su lugar? A fin de cuentas, Skyler y yo somos prácticamente idénticos. Alguna ventaja tiene que tener el hecho de que seamos… de que estemos tan íntimamente relacionados.

Ni siquiera en aquel monólogo interior se atrevía a utilizar la palabra que se le había venido varias veces a la cabeza durante su conversación con McNichol.

Cuando ésta apareció, sin aliento, con su melena y su vestido blanco, los hombres que ya habían salido de las celdas comenzaron a lanzar silbidos y a piropearla.

Mientras se hallaba en el calabozo de la comisaría del distrito Diecisiete, a Skyler le permitieron hacer más de una llamada telefónica. A fin de cuentas, estrictamente hablando, no estaba detenido.

Lo habían llevado allí con el resto de los trabajadores de la construcción, fornidos hombretones que durante la manifestación habían lanzado gritos e imprecaciones, pero que curiosamente se mostraron pasivos una vez estuvieron en el interior de la furgoneta policial. Camino de la comisaría, bromearon con los policías y charlaron entre ellos como si aquello no fuera más que una divertida e inofensiva aventura. Skyler, sentado en un rincón de la furgoneta, miraba al exterior a través de la malla metálica de la ventanilla. Estaba petrificado. No tenía ni idea de lo que ocurría, ni de adonde los llevaban, ni por qué. La pierna y la cabeza le dolían, y cuando se tocaba la coronilla notaba el cabello lleno de sangre seca.

Incluso antes de que llegaran a la comisaría de la calle Cincuenta y uno, los obreros de la construcción señalaron a Skyler a los agentes que iban delante y les dijeron que lo habían detenido por error. Los policías no les prestaron demasiada atención. Una vez llegaron a su destino, los obreros fueron encerrados en dos grandes calabozos entre risas y chanzas, como si todo lo que estaba sucediendo no fuera más que una divertida broma. Las puertas metálicas quedaron abiertas y al cabo de poquísimo tiempo apareció un abogado sindicalista, para averiguar cuáles eran las acusaciones, que fue tomando nota de los nombres de los detenidos. Cuando llegó a Skyler, le hizo unas cuantas preguntas y lo sacó de la celda. Lo llevó ante el canoso sargento de guardia, que, tras escuchar al abogado, le dijo al detenido que podía marcharse. Skyler estaba a punto de salir por la puerta cuando el sargento lo miró de arriba abajo y le preguntó:

– ¿Tienes algún sitio al que ir?

Negó con la cabeza y el policía le dijo que podía usar el teléfono si quería. Skyler sólo podía llamar a una persona, y el sargento buscó el número y se lo marcó.

– Haz que le echen un vistazo a esa herida de la cabeza -le aconsejó el hombre momentos antes de que llegase Tizzie.

Jude paseaba de arriba abajo por la sala de su apartamento mientras Skyler y Tizzie tomaban té sentados en el sofá. Skyler les contó que estaba tumbado en la cama de su habitación y había oído a alguien en el rellano. También les relató su fuga por la escalera de incendios, su posterior carrera por las calles, durante la cual había visto a un ordenanza, o a alguien que se le parecía mucho. Huyendo de él había entrado en un local donde había una mujer desnuda, luego se metió en el metro y al final terminaron arrestándolo. Jude no acababa de creerse que los enemigos de Skyler hubieran logrado dar con él. Dijo que el tipo del rellano podía haber sido cualquiera, y que dudaba de que en una ciudad tan grande Skyler hubiera ido a tropezarse con la gente que lo perseguía. Sin duda, a Skyler le estaba jugando una mala pasada su imaginación.

Después Jude les pidió a los dos que le escucharan atentamente.

– ¿Recuerdas que te hablé de unos individuos llamados ordenanzas? -le pregunto a Tizzie.

– Sí, claro. Por lo que dijiste, son tipos horribles.

– Bueno, pues según Skyler, los tres tienen más o menos el mismo aspecto. Y yo pude darme cuenta de que al menos dos de ellos sí lo tenían cuando me siguieron por los túneles del metro la noche que los vi por primera vez.

– Ah, comprendo -dijo de pronto Tizzie-. Si realmente son tres, y realmente son idénticos, entonces nos enfrentamos a un fenómeno totalmente nuevo.

– No entiendo -dijo Skyler.

– Los trillizos idénticos no existen -dijo Jude-. Al menos, no se producen de modo natural. Para crearlos haría falta la intervención humana.

Jude les explicó que había llevado a McNichol muestras del cabello de los dos y que los resultados de la prueba del ADN demostraban que eran idénticos en todos los aspectos salvo en el de la edad. Y mientras esbozaba las líneas generales de su explicación para aquel asunto, se encontró con que ya no le resultaba tan difícil emplear la palabra que antes no se había atrevido a utilizar, y con que en realidad no le era posible exponer su ideas si no hacía uso de ella.

Así que tomó aliento y, clavando la mirada en los ojos de Skyler, anunció:

– Hasta ahora hemos pensado que existía una relación entre nosotros, que tal vez fuéramos hermanos. Pero creo que nuestra relación es aún más íntima. Creo que tú eres mi clon.