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Tizzie caminaba con paso decidido por el campus de la Universidad de Columbia. A los estudiantes que tomaban el sol en las escalinatas, la mujer y sus dos acompañantes debían de parecerles un trío sumamente peculiar. Ella abría la marcha, elegantemente vestida y con la cabellera al viento, detrás iba Jude, despeinado y con su cuaderno de notas asomando por el bolsillo de la chaqueta de pana, y finalmente Skyler, a quien el corto cabello rubio y las gafas de sol le daban un aspecto ciertamente extraño.
Se acomodaron en una de las filas traseras del anfiteatro y miraron al corpulento caballero que ocupaba el estrado, el doctor Bernard S. Margante.
El jefe de la sección de ciencia del Mirror no había vacilado ni un microsegundo cuando Jude lo telefoneó para pedirle consejo. «Si lo que te interesa es la genética -le dijo-, Margante es tu hombre.» Jude buscó información sobre el científico. Había escrito estudios con títulos tan enrevesados como «La transferencia nuclear en los blastómeros procedentes de embriones de vaca tetracelulares».
Afortunadamente, la clase que se disponía a dar formaba parte de un cursillo de introducción. Varias docenas de estudiantes de verano vestidos con un mínimo de ropa se repartieron por los asientos del anfiteatro y procedieron a dejar sus libros amontonados en el suelo.
Margante hizo unos cuantos comentarios preliminares, anunció que la semana siguiente pondría un examen y gastó un par de bromas. Luego le echó un vistazo a sus notas, se dirigió a la pizarra y dibujó cinco círculos en ella. Junto a Jude, un muchacho abrió su cuaderno y copió el dibujo.
– Como cualquiera puede darse cuenta -comenzó Margarite-, esto son óvulos. -Hizo una pausa, como para admirar su obra, y prosiguió-: Huevos de rana. ¿Por qué los biólogos sienten tanto cariño por los huevos de rana? Porque son grandes, diez veces mayores que los óvulos humanos. Y, como crecen en el exterior del cuerpo del anfibio, nos es posible observarlos -añadió arrojando la tiza al otro lado de la sala.
Margarite tenía fama de ser un profesor algo histriónico.
– Bueno, todos vosotros sabéis lo que ocurre cuando un óvulo es fertilizado. Crece y se divide en dos, y luego cada una de esas mitades se divide a su vez, y así sucesivamente. Al final, lo que tenemos es una bola de células, un embrión. Y, a medida que se van produciendo las nuevas divisiones, las células se especializan. Algunas se convierten en piel, otras en ojos, otras en una cola, otras en la médula espinal, etcétera. Y al cabo de poco tiempo tenemos un bebé de rana que, cuando crezca, será diseccionado por alumnos de séptimo grado, o bien terminará sirviéndole de almuerzo a algún francés.
«Todos los animales superiores pasan por el mismo proceso, incluidos los seres humanos, aunque en nuestro caso, con un poco de suerte, el desenlace no es el mismo.
El comentario suscitó un murmullo de risas corteses y el profesor continuó:
– Pero los humanos llevamos el proceso hasta casi la exageración. En la edad adulta, cada uno de nosotros tiene en el cuerpo unos nueve billones de células.
El muchacho sentado junto a Jude anotó la cifra con todos los ceros.
– Así que la primera pregunta que se plantearon los primeros investigadores fue cómo se producía el fenómeno. ¿Por qué ciertas células saben que deben convertirse en músculo y otras saben que deben convertirse en hueso? ¿Cómo llegan a diferenciarse? ¿Por qué una célula cerebral, por ejemplo, no puede volver a la fase de embrión para luego convertirse en otra cosa? Los científicos creían, y es una suposición lógica, que esa capacidad se va perdiendo a lo largo del proceso de reproducción. Cuando una célula se divide, las dos mitades resultantes poseen menos información que la célula original. La célula embrionaria inicial puede hacer de todo, pero sus sucesoras no, y cuanto más se reproducen, menos cosas son capaces de hacer. Así que, para cuando llegan a convertirse, por ejemplo, en células hepáticas, ya no pueden convertirse en ninguna otra cosa.
«Durante cincuenta años, probar y refutar esa hipótesis básica se convirtió en el Santo Grial de la biología.
Margarite mencionó media docena de nombres, y procedió a repasar sus teorías y experimentos. Habló de los zoólogos que habían dividido los óvulos, o los habían perforado, o los habían descompuesto en el laboratorio. Incluso uno de ellos, Hans Spemann, utilizó minúsculos cabellos sacados de la cabeza de su hijo recién nacido para atarlos y darles nuevas formas… «Como un payaso manipula un globo hasta convertirlo en un pato o en un conejo.»
– Luego a Spemann se le ocurrió algo muy ingenioso. Tomó un huevo fertilizado de salamandra y lo estranguló hasta darle forma de pesa de halterofilia. El núcleo que contenía el material genético permaneció a un lado y comenzó a dividirse y subdividirse normalmente. Mientras esto sucedía, Spemann abrió lo suficiente la parte más angosta para que uno de los núcleos pasara al otro extremo de la pesa. Luego apretó fuertemente el nudo y logró escindir las dos partes. Se quedó con un embrión en desarrollo en un extremo y con una única célula en el otro.
«¿Qué iba a suceder? ¿Se convertiría la única célula en un embrión por sus propios medios, pese a que su núcleo ya se había subdividido cuatro veces? ¿Retendría aún la suficiente información genética como para lograrlo? La respuesta, naturalmente, fue sí. La única célula terminó siendo un gemelo idéntico del embrión mayor.
«¿Alguien se siente capaz de decirme cómo se llama lo que hizo Spemann?
No hubo voluntarios.
– Procede de una palabra griega que significa retoño.
Una muchacha de las primeras filas alzó una mano.
– Lo que hizo fue un clon -aventuró insegura.
– Sí -exclamó Margarite-. Hizo un clon. Fue algo tosco, primitivo, y tuvo que usar un montón de cabellos de bebé para conseguirlo, pero el caso es que hizo un clon. Obligó a un embrión de salamandra a desprenderse de una parte de sí mismo, y luego convirtió esa parte en una réplica exacta de la salamandra.
Jude y Skyler se miraron. El sonido de la palabra clon seguía impresionándolos.
– Spemann, por cierto, tuvo lo que él llamó un «sueño fantástico» hace sesenta años. ¿Y si fuera posible coger un óvulo y extraerle el núcleo? ¿Y si luego fuera posible sacarle el núcleo a otra célula, una que ya estuviese bien desarrollada y diferenciada, e insertarlo en el óvulo? ¿Qué sucedería? ¿Se desarrollaría? ¿Actuaría el óvulo como si no ocurriese nada anómalo, aunque tuviera que comenzar su vida con un viejo núcleo que ya llevaba tiempo dando vueltas por el mundo?
»Bueno, pues lo que tan fantástico parecía sólo tardó una generación en hacerse realidad. Trasplante nuclear es el nombre que recibe el proceso, y se consiguió por primera vez a comienzos de los años cincuenta. Los autores de la proeza fueron Robert Briggs y Thomas King, en el Instituto de Investigaciones sobre el Cáncer, de Filadelfia.
Margante mencionó a continuación una letanía de nombres de científicos que habían conseguido avances en aquel campo.
– Y, naturalmente, por último llegamos a las cinco de la tarde del 5 de julio de 1996. El momento en que nace la mundial-mente famosa oveja Dolly. Ian Wilmut y Keith Campbell, del Instituto Roslin de Edimburgo, tomaron una célula de la glándula mamaria de una oveja hembra y la metieron en el interior de un óvulo no fertilizado al que previamente le habían extraído el núcleo. La clave estuvo en poner a la célula en estado quiescente, cosa que Campbell consiguió privándola de alimento. Eso la hizo más adaptable a su nuevo entorno. Dolly pasará a la historia como el primer mamífero que fue clonado de una célula adulta.
»La moraleja de esta historia -concluyó Margante, tras consultar su reloj-, es que nunca hay que darse por vencido. En el terreno de la ciencia, si algo se puede hacer, tarde o temprano alguien lo hará. Por eso, cuando la gente me pregunta si algún día se clonarán seres humanos, yo contesto: «Si se puede, claro que sí.»
«Como dijo Robert J. Oppenheimer antes de construir la bomba atómica: «Si algo es técnicamente factible, tarde o temprano alguien lo plasma en la realidad.»
– O sea que estás convencido de que tú y yo somos clones -dijo Skyler con un deje de agresividad en la voz.
Estaban en el reservado de un bar llamado Subway Inn, en la calle Sexta. Tizzie y Skyler se sentaban el uno junto al otro, y Jude frente a ellos. El local estaba escasamente iluminado y en la máquina de discos sonaba una vieja pieza de Dave Brubeck, Take Five. Tizzie bebía bourbon y Jude una cerveza Beck's. Skyler había probado la bebida de Jude y había pedido lo mismo.
– No estoy seguro al ciento por ciento -dijo Jude-. Admito que la idea resulta descabellada, pero es la única que aclara todo lo que está ocurriendo. ¿Cómo, si no, explicas que tú y yo nos parezcamos tanto, que tengamos incluso el mismo ADN, y que sin embargo no seamos de la misma edad?
– Quizá sí lo seamos. Quizá ese tipo… ¿cómo se llama?
– McNichol.
– McNichol. Quizá se equivocó al realizar la prueba. -Es posible, pero esa prueba no es lo único. -¿Qué más hay?
Antes de continuar, Jude dio un largo trago de cerveza. -El reconocimiento médico que te hicieron. Hoy telefoneé y me dieron los resultados.
– ¿Y…?
– Hablé con mi médico de cabecera, que ya había regresado. El hombre estaba absolutamente hecho un lío, creía que debía de tratarse de un error.
– ¿Por qué? -preguntó Tizzie.
– En primer lugar… -empezó a decir Jude mirando a Skyler-. Esto te gustará. El doctor dijo que me hallaba en una espléndida forma física, que llevaba años sin estar tan bien. Delgado y en forma, y añadió que mi organismo parecía el de alguien bastante más joven que yo. Te paso los cumplidos a ti, ya que a ti te corresponden.
Los labios de Skyler esbozaron una sonrisa.
– Pero los análisis de sangre lo dejaron atónito. Dijo que las células inmunes que yo había desarrollado a causa de la hepatitis que padecí hace tres años habían desaparecido por completo. Esto le pareció absurdo. Dijo que lo primero que se le ocurrió fue que habían cambiado accidentalmente las muestras de sangre, pero desechó esta posibilidad debido a que en todos los demás aspectos la sangre era idéntica a la mía. El doctor, como te digo, estaba auténticamente perplejo.
– Sí, bueno, la explicación de eso ya la conocemos. Yo nunca tuve hepatitis. No creo que nadie de la isla la haya tenido. ¿Y qué?
– Las similitudes con mi verdadera sangre eran tan grandes que el doctor excluyó totalmente la posibilidad de un error. O sea que ahí tenemos una prueba más de que nuestros organismos y nuestros genes son idénticos.
– Lo mismo ocurriría si fuéramos gemelos. -Sí, pero el médico también encontró algo que indicaba una diferencia de edad. Vio en mi radiografía que… -Querrás decir mi radiografía.
– Sí, claro, tu radiografía. El médico la comparó con una que me habían sacado a mí en una consulta anterior. Dijo que se había producido una reversión en la densidad ósea, que el adelgazamiento natural se había invertido y los huesos eran ligeramente más gruesos. Como ocurriría si yo fuese cinco o seis años más joven. El doctor estaba tan confuso que consultó con un radiólogo y éste le confirmó el fenómeno. No es extraño que esté perplejo ni que comience creer que mi caso merece figurar en los libros de récords.
Skyler asimiló la información en silencio, acabó su cerveza y clavó la mirada en Jude.
– Coges una muestra de mi cabello y la mandas analizar a mi espaldas -dijo-. Me envías a tu propio médico. ¿A cuántas pruebas más piensas someterme? ¿Qué otras sorpresas te sacarás de la manga?
Se puso en pie y fue a la barra a por otra cerveza.
– La verdad es que tiene razón -opinó Tizzie-. No le faltan motivos para estar molesto. Debe de sentirse como un conejillo de Indias. Esta situación no puede resultarle nada cómoda.
– Tampoco es cómoda para mí -respondió Jude-. Hace una semana, yo me consideraba una persona normal y corriente. Y ahora me encuentro con que soy una especie de fenómeno de feria.
– El que se siente como un fenómeno de feria no eres tú, sino él.
Skyler regresó y comenzó a hablar antes incluso de sentarse.
– Muy bien, digamos que es cierto. ¿Por qué iba alguien a hacer algo así? ¿Por qué iba alguien a ponerse a fabricar clones?
– No lo sé. Pero lo que sí sé es que tanto tu niñez como la mía fueron sumamente anómalas. A mí me criaron en Arizona, en una extraña secta, y perdí a mis padres sin siquiera llegar a conocerlos. Tú creciste en esa absurda isla en la que prácticamente todos tus movimientos y pensamientos estaban controlados. Ninguno de nosotros conoció a nuestros padres. Nos parecemos. Actuamos de manera similar. Pero yo soy más viejo que tú. ¡Por el amor de Dios, dame otra explicación!
– No puedo -dijo Skyler en voz baja-. Y si las cosas sucedieron como dices, todas las explicaciones que se me ocurren son a cuál más odiosa.
La expresión de Tizzie cambió al oír aquello.
– Así que, de momento -siguió Skyler-, no hablemos de las posibles explicaciones.
– De acuerdo.
Tizzie le mostró su vaso vacío a Jude.
– ¿Qué tal si vas a buscarme otro whisky? -le pidió.
– Claro.
Cuando Jude se alejó de la mesa, Tizzie le puso a Skyler una mano sobre el brazo y le dirigió una sonrisa. Él, sin poderse contener y casi temblando, alzó una mano y la colocó sobre la de ella.
– Ya sé que no es fácil -dijo Tizzie.
Skyler no se atrevió a decir nada, pero la miró fijamente a los ojos.
Cuando Jude regresó, los tres permanecieron callados durante un buen rato. Al fin Skyler rompió el silencio.
– Dime algo -le dijo a Jude-. ¿Tú qué opinas? ¿Que yo soy tu clon o que tú eres mi clon?
– Que tú eres mi clon.
– ¿Por qué?
– Porque yo soy mayor.
– Ya.
– ¿No estás de acuerdo?
– Digamos que yo no lo veo así.
– Pues ¿cómo lo ves?
– Los dos procedemos del mismo óvulo. Tú, simplemente, fuiste el primero en usarlo.
Cuando salían del bar, Jude se volvió hacia Skyler y sonrió.
– Por cierto -dijo-. Hay otra cosa.
– ¿Qué?
– Sé de buena fuente que durante el próximo año te van a salir las muelas del juicio. Y probablemente sufrirás de lo que los dentistas llaman alvéolo seco. Y, puedes creerme, te va a doler endemoniadamente.
Jude fue en el metro hasta South Ferry y, mientras subía las escaleras que conducían a la terminal del ferry de Staten Island, decidió dar un rodeo. Había tomado una decisión pero no estaba orgulloso de ella.
Se acercó a un quiosco de prensa y pidió un paquete de Camel. Rompió el celofán, golpeó la cajetilla contra el índice izquierdo y sacó un cigarrillo. Era asombroso, pensó, las mañas y ritos del hábito de fumar no se olvidaban. ¿Cuánto tiempo llevaba sin probar un cigarrillo? Casi dos años.
Lo encendió con rápidos movimientos, no fuera a ser que su conciencia le creara dificultades y aspiró profundamente. Fue como si una mano invisible le estrujara los pulmones. Se mareó un poco y notó que la sangre le circulaba por las venas como si éstas se hubieran contraído. Luego llegó la incomparable sensación de calma.
Pero la calma no tardó en convertirse en furiosos remordimientos. ¿Cómo podía ser tan débil? Trató de apaciguar su conciencia buscando excusas para su debilidad. A fin de cuentas, su vida se estaba volviendo del revés debido a causas que escapaban totalmente a su control. ¿Quién podría contenerse en unos momentos como aquéllos? Catapultó el cigarrillo con el dedo medio -otro viejo hábito- y escuchó el siseo cuando la colilla cayó en el agua. Después subió a bordó del ferry.
No vio a Raymond por ninguna parte. Miró su reloj. Eran las diez en punto de la noche. Recorrió un par de veces las dos cubiertas, mirando a los pasajeros que permanecían sentados en los bancos de madera o apoyados en las barandillas exteriores: hombres de negocios y obreros que regresaban a casa, enamorados que habían salido a dar un paseo. Lo de quedar en el ferry había sido una tontería. Cuando Jude llamó a Raymond a su casa para concertar el encuentro y el federal propuso que se vieran en el ferry, a Jude le pareció algo teatral. Sin duda, su amigo había visto últimamente muchas viejas películas en televisión. Pero Raymond aseguró que, de todas maneras, tenía que tomar el ferry. ¿Adonde tendría que ir a aquellas horas? Jude se dijo que tal vez se había equivocado de barco y sería mejor que volviera a tierra a esperar el siguiente. Pero ya era tarde para eso, pues el ferry había soltado amarras y se estaba separando del muelle.
Jude reanudó sus paseos hasta que, de pronto, algo en la cubierta inferior le llamó la atención. Un limpiaparabrisas se movía sobre el cristal delantero de un Lexus negro. En el interior del vehículo le pareció ver una mano que le hacía señas. Naturalmente, no podía tratarse sino de Raymond. El federal sentía debilidad por las apariciones espectaculares. Y, además, un encuentro así tenía una ventaja adicional para un agente del FBI paranoico, ya que colocar micrófonos ocultos en el interior de un coche resultaba muy complicado.
– ¿Cómo estás?
Antes de decir nada más, Raymond esperó a que Jude estuviera dentro del coche.
– Lo cierto es que estoy hecho una mierda -respondió Jude, que no estaba de humor para pérdidas de tiempo-. No logro dormir ni concentrarme en mi trabajo. Estoy metido en algo que rebasa totalmente mi comprensión. Me siguen dos psicópatas y creo que mi vida corre peligro.
– Ya. Y tu salud también correrá peligro si continúas fumando.
– O sea que me viste antes de subir al ferry.
– Ya me conoces, yo siempre estoy ojo avizor. -Podrías haberme dicho algo, he recorrido el barco tres veces.
– En realidad han sido cuatro.
Jude lo miró fijamente. Raymond era un hombre razonablemente atractivo al que le faltaban dos años para cumplir los cuarenta, tenía el rostro enjuto, tristes ojos de color pardo, las mejillas surcadas por pequeñas cicatrices de acné y canas en los aladares. Llevaba una cara camisa azul de cuello abierto.
– ¿Por qué no me lo cuentas todo desde el principio? -le preguntó a Jude.
– El principio ya lo conoces. Fue el asesinato de New Paltz, aunque no logro entender cómo encaja ese crimen en todo lo que me está ocurriendo. -Refréscame la memoria.
– Fue un domingo. Me encargaron el trabajo y yo… -¿Quién te encargó el trabajo? -¿Y eso qué más da?
– Yo tengo mucha más experiencia que tú en estas cosas, así que responde a la puñetera pregunta.
– Fue el redactor jefe de los fines de semana, un tipo llamado Leventhal. Pero eso no hace al caso.
– Si no te importa, seré yo quien juzgue lo que hace o no hace al caso. Por lo que pude ver, el Mirror no le dio mucha importancia a tu artículo.
– Es cierto. Sólo publicaron un par de párrafos en páginas interiores.
– ¿Te explicaron por qué?
– No. Simplemente dijeron que había otra historia más interesante. Ésa es la prerrogativa de los jefes, ellos deciden qué importancia se da a cada noticia y utilizan celosamente tal privilegio.
– Sí, ya lo supongo. Continúa.
– Bueno, ya sabes lo que averigüé en New Paltz, que no fue gran cosa. El hombre al que McNichol identificó como la víctima resultó ser un juez local. Tú mismo me lo dijiste. Y el tipo estaba vivito y coleando. Lo más extraño es que cuando entré en su sala de audiencias y me vio por poco le da un síncope.
– Un momento, no tan de prisa. ¿Por qué volviste? ¿Te ordenaron que hicieras un seguimiento de la historia?
– No, no, qué va. Aquí comienzan los absurdos. Verás, me habían comentado que andaba por ahí un individuo que se parecía a mí como una gota de agua a otra. Una noche el tipo apareció de golpe y porrazo en mi apartamento, y pude darme cuenta de que, efectivamente, era mi doble exacto. Al principio pensé que era mi hermano gemelo y que nos habían separado al nacer. Pero no es así, porque resulta que el tipo es más joven que yo.
Jude miró a Raymond esperando que su rostro reflejara sorpresa o escepticismo, pero no fue así.
– ¿Te importa que fume? -preguntó Jude.
– No, qué demonios. Pero creía que lo habías dejado.
– Y lo dejé, pero no me gusta ser esclavo de mi fuerza de voluntad.
– Muy gracioso. Pero no has respondido a mi pregunta. ¿Por qué volviste a New Paltz?
– Resulta que el cadáver que encontraron allí tenía una herida muy extraña en el muslo. Ya te hablé de ella. Era del tamaño de un cuarto de dólar, y parecía como si alguien hubiese arrancado la carne, quizá porque en aquel punto había una marca identificadora. Al menos, ésa fue la teoría de McNichol. Resulta que mi doble, que, por cierto, se llama Skyler, tiene una marca en ese mismo lugar. Así que relacioné ambas cosas. -¿Cómo era esa marca?
– Un tatuaje de Géminis. Ya sabes, los gemelos del zodiaco. Y así es como Skyler me dijo que los llamaban en la isla. Géminis.
– ¿Isla?
– Sí. Según Skyler, hay muchos como él, y todos ellos crecieron en una isla, atendidos por médicos que se ocupaban de ellos y los mantenían en perfecto estado de salud.
– Ya.
Ahora que estaba contando su historia, a Jude le daba la sensación de que todo resultaba ridículo, que era imposible tomárselo en serio, y casi esperaba que Raymond se burlase de él y que, de algún modo, todo aquel endiablado asunto se quedara en agua de borrajas. Pero Raymond, lejos de burlarse, parecía estar siguiendo el relato con gran atención.
– ¿Y te dijo tu doble dónde estaba esa isla?
– No. Aunque te cueste creerlo, no lo sabe. Huyó de allí escondido en una avioneta, e ignora incluso en cuál de los estados se halla la isla.
– ¿Y por dónde anda ahora el tal Skyler?
– Por ahí. Eso no tiene importancia.
– Quizá si la tenga. Quizá esté en peligro. ¿No se te ha ocurrido pensarlo?
Jude permaneció unos momentos en silencio. Durante los últimos días, apenas había pensado en otra cosa.
– Volvamos a lo del juez. Dices que el tipo se quedó de piedra al verte.
– Entré en su sala de audiencias y, como te he dicho, en cuanto me vio casi se desmaya. Tuvo que suspender la vista.
– ¿Y a ti su aspecto no te resultó familiar?
– No, qué va. En mi vida lo había visto.
Raymond guardó silencio y apretó un botón para bajar la ventanilla del acompañante a fin de que saliera el humo. Escrutó la oscura cubierta de vehículos y, una vez se hubo cerciorado de que no había nadie en los alrededores, miró de nuevo a Jude.
– ¿Quién más está al corriente de lo que te está pasando?
Una pequeña alarma se disparó en el cerebro de Jude.
– Nadie.
– ¿Nadie en absoluto? ¿Te has guardado todo esto para ti solito?
– ¿A quién iba a contárselo? Reconoce que la historia no puede resultar más disparatada.
– ¿No le dijiste nada a tu novia, ni a algún amigo?
Jude hizo un movimiento de cabeza vagamente negativo.
– Dices que unos individuos te andan siguiendo.
– No estoy seguro de si es un solo tipo o son dos. Si son dos, se parecen muchísimo; ambos son fornidos y tienen un mechón blanco en el pelo. Según Skyler, proceden de la isla. Al parecer, son una especie de encargados de seguridad. Los vi en el metro, y te juro que algo que me pareció detectar en ellos hizo que la sangre se me congelara en las ventas.
Jude fue a apagar el cigarrillo en el cenicero, pero vio que éste estaba lleno de monedas y de tabletas medicinales.
– Zantac -explicó Raymond-. Para mi úlcera de estómago. En días como éste, las necesito. Salgamos.
Subieron por la escalera y se dirigieron a la cubierta de popa. La noche era espléndida y estaba tachonada de luces: las parpadeantes estrellas, el cálido brillo de los tragaluces de los yates y remolcadores de la bahía, las ventanas de los rascacielos… La corona de la estatua de la Libertad resplandecía con brillo verdoso.
– Raymond -dijo Jude-. Necesito saber lo que está sucediendo. ¿Qué me puedes decir?
– No mucho -respondió Raymond con la mirada al frente, perdida en la noche-. Sólo cuatro cosas. Hay una especie de secta, cuyo nombre ni siquiera sé, pues no dejan de cambiarlo. Comenzó en los años sesenta, y la formaron un grupo de destacados doctores e investigadores médicos. La mayor parte de ellos estaban relacionados con universidades como Johns Hopkins, Harvard y otras cercanas a Boston. Su líder era un brillante investigador, uno de esos tipos carismáticos. Ya sabes a qué me refiero, de esos que, cuando uno los conoce, cae inmediatamente bajo su influjo convencido de que el tipo es capaz de cualquier cosa y de que tiene las llaves del universo. Y uno está dispuesto a abandonarlo todo y a seguirlo hasta donde sea.
»El tipo se metió en líos en alguna facultad de medicina. No sabemos exactamente cuál, porque los expedientes han desaparecido, cosa que, por cierto, es típica de ese grupo. Saben cubrir bien sus huellas. Ni siquiera conocemos la identidad del líder. El caso es que el tipo realizaba investigaciones sumamente avanzadas sobre el tema de la longevidad, o sobre la ingeniería genética, o sobre la biología molecular. No sé lo que ocurrió pero, al parecer, el fulano se pasó de la raya con sus experimentos e infringió todas las normas que supuestamente controlan ese tipo de estudios. El caso es que, una de dos, o le dieron la patada, o el tipo recogió sus bártulos y se largó con ellos a otra parte. Y varios científicos se fueron con él. Se establecieron en Arizona y allí siguieron durante algún tiempo. Luego se pusieron en contacto con gente muy acaudalada, sobre todo de California. Hubo un multimillonario en particular, un tal Samuel Billington. Al tipo le salía el dinero por las orejas, pero por lo visto no quería que la muerte lo despojara de su riqueza. Era uno de esos chiflados que se consideran por encima de todo, incluso por encima de las leyes biológicas. Así que, durante una época, en los años setenta, se hizo cargo de la financiación. Lo cual no le sirvió de mucho, porque al cabo de poco tiempo falleció.
Raymond se quedó en silencio. Jude pensó que su compañero sólo había hecho una pausa, pero por lo visto ya había dicho todo lo que tenía que decir.
– Y luego ¿qué?
– Apenas nada. El rastro del grupo desaparece.
– ¿O sea que los del FBI no sabéis nada más?
– Apenas nada. Nadie siguió ocupándose del asunto. No era de alta prioridad.
– O sea que ni siquiera conocéis el nombre del tipo, ¿verdad?
– No. Conocemos el nombre que utilizó posteriormente, doctor Rincón. Suponemos que se trata de un alias, ya que en ninguna parte hemos encontrado constancia de que exista un médico llamado así.
– Pero… ¿y la isla? ¿Sabéis dónde está o lo que allí ocurre?
Raymond se encogió de hombros.
– La verdad es que ése es un expediente cerrado. Los grupos o sectas de ese tipo abundan. No existe motivo alguno para reabrir la investigación. No parece que nadie esté quebrantando ninguna ley.
– Pero esos tipos, los ordenanzas…
– Un par de sujetos con aspecto de matones que viajaban en el metro. Eso no significa nada.
– Raymond, por Dios… Skyler es idéntico a mí. Pero más joven que yo.
– Sí, ya sé lo del reconocimiento médico.
Jude se sorprendió pero se abstuvo de decir nada.
– ¿Qué conclusión sacas tú? -le preguntó a Raymond.
– Dime tú lo que piensas.
A Jude comenzaban a irritarle las evasivas de su compañero.
– Alguien lo creó, por el amor de Dios. Skyler es un clon.
Raymond ni siquiera parpadeó.
– Y estoy seguro que tú lo sabías -siguió Jude-. Y también estoy seguro de que querías que yo estableciese la conexión. ¿Por qué, si no, me ibas a facilitar la identidad del juez?
– No seas absurdo. ¿Cómo iba yo a saber que tu doble tenía un tatuaje en el muslo?
Pero Jude tenía la certeza de que sus sospechas no iban desencaminadas.
– Quieres que me implique en el asunto, ¿verdad? -preguntó-. Quieres que trabaje para ti, que sea la liebre que hace correr a los galgos.
Raymond se irguió y miró hacia la parte de proa.
– Escucha. No disponemos de mucho tiempo. Esto es lo que debes hacer. Cuéntame dónde está ese tal Skyler, y tal vez al menos podamos protegerlo.
– No, eso no te lo puedo decir.
Raymond lo miró mal.
– O sea que desconfías. Con todo el tiempo que llevamos conociéndonos y con todas las cosas que hemos pasado juntos, y tú recelas de mí.
– No es eso, Raymond. Lo hago por él. Cuanto menos sepa la gente de Skyler, mejor.
Jude se dio cuenta de que el otro no creía en sus palabras. Raymond no dejó la menor duda al respecto.
– No me vengas con cuentos -dijo.
– Lo siento. Estoy haciendo lo que honradamente considero mejor.
Raymond volvió a mirar por encima del hombro.
– Bueno, ya hemos llegado -dijo en tono algo desabrido, como si creyese que Jude estaba cometiendo un gravísimo error-. Tengo que largarme.
Dio media vuelta dispuesto a alejarse, pero Jude lo agarró por un brazo.
– Vamos, Raymond, por favor. Lo que está en juego es mi propia vida. Necesito información, ayuda.
Raymond se sacudió la mano de Jude.
– No puedo hacer nada por ti ni darte información -le dijo en voz baja-. Pero estás con la mierda hasta el cuello. Has agarrado a un monstruo por la cola. No sabes de qué clase de monstruo se trata, ni sabes lo peligroso ni lo grande que es, ni lo afilados que tiene los dientes. Ándate con ojo, con muchísimo ojo. Actúa con sensatez. Piensa bien todo lo que hagas. Y no te fíes de nadie. Absolutamente de nadie, pese a lo próximo que pueda estar a ti.
Raymond bajó a la cubierta de vehículos y Jude se quedó observando cómo los coches desembarcaban en Staten Island. Después tuvo que esperar quince minutos a que se iniciara el viaje de regreso a Manhattan. Mientras el ferry cruzaba la bahía, permaneció apoyado en la barandilla, mecido por el barco. Pensó en todo lo que le había dicho Raymond y volvió a sentirse dominado por la exasperación.
Llamó al encargado de la sección de Local para decirle que no iría por el periódico en un par de días, quizá más. El hombre le preguntó qué le pasaba y, cuando Jude contestó que estaba resfriado y que quizá tenía la gripe, lo hizo con plena conciencia de que su voz no sonaba como la de un enfermo. Colgó convencido de que el «Que te repongas» de su compañero había sido inequívocamente sarcástico. Al demonio. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse.
Hizo rápidamente el equipaje para él y para Skyler. Tras meter un par de camisas y un par de pantalones en una bolsa, fue en el coche hasta el domicilio de Tizzie, donde su clon había optado por quedarse, pues no deseaba volver a la habitación de Astor Place. Tizzie y Skyler lo estaban esperando en la escalinata de entrada, tomando el sol como si no tuvieran una sola preocupación en este mundo. Qué imagen tan incongruente, se dijo Jude mientras estacionaba. Tizzie lo saludó moviendo los brazos, se puso en pie como de mala gana y se desperezó echando hacia atrás la espalda. La joven llevaba unos pantalones cortos color caqui y una camisa azul anudada por encima del ombligo. Jude pensó que estaba guapísima. Se apeó y le tiró las llaves del coche. Ella abrió el maletero, metió su pequeña bolsa de viaje y fue a acomodarse en el asiento delantero. Cuando Jude accionó el encendido, Tizzie hizo girar el dial de la radio hasta que encontró una estación que emitía música de Mozart. Skyler subió en la parte de atrás y Jude puso el coche en movimiento.
Bajó por la Undécima Avenida y se metió por el túnel Lincoln sin dejar de mirar el retrovisor para ver si los seguía algún vehículo. Una vez abandonaron el túnel por la sinuosa rampa de salida y se encontraron en los campos de Nueva Jersey, Jude se sintió más a gusto. La ciudad ya había quedado atrás. Miró a Tizzie, que le sonrió, y se dio cuenta de que era la primera vez en mucho tiempo que la veía sonreír. Desde que todo aquel asunto comenzó, se había mostrado extraña y distante.
– Qué gusto da alejarse de todo -dijo Jude-. Arizona, allá vamos.
– Tres personas en busca de un turbio y sombrío secreto -comentó ella.
Jude miró por el retrovisor a Skyler, quien, serio y preocupado, miraba por la ventanilla hacia las refinerías de petróleo.
– Vamos, Skyler, anímate. Si te portas bien, quizá te lleve a ver el Gran Cañón.
Skyler lo miró a través del retrovisor y respondió con una ligera sonrisa. Jude experimentó una leve pero familiar sensación: el deseo de protegerlo, de cerciorarse de que nada malo le ocurría. Pensaba en él como en un hermano menor.
Conducía a gran velocidad, con un brazo reposado en la ventanilla abierta y el pie sobre el acelerador, entrando constantemente en el carril rápido para adelantar a cuanto coche aparecía ante sí. Por un lado, quería dejar atrás Nueva York; y por otro, resultaba estupendo, casi terapéutico, ir al volante de un coche potente, sin pensar en nada que no fuese la carretera y la conducción. No pararon a comer hasta que estuvieron dentro de la zona amish de Pennsylvania. Abandonaron la autopista de peaje por una de las salidas, y no tardaron en encontrar un restaurante de carretera en el que servían grandes hamburguesas saturadas de cebolla.
Tizzie se sentó al volante y se puso las gafas, pues era miope. De regreso a la autopista, rebasaron un coche de caballos en cuyo pescante iba un hombre vestido de oscuro que ni siquiera los miró.
– ¿Quién era ése? -preguntó Skyler.
Tizzie le habló de los amish y de sus creencias religiosas, que los hacían repudiar todo modernismo. Y, respondiendo a la pregunta de cuál era su religión, le explicó que había crecido en una familia de ateos, pero que últimamente había comenzado a leer la Biblia y cada vez la atraían más sus enseñanzas.
– Pero yo creía que la ciencia contradecía a la religión -dijo Skyler-. ¿Cómo puede ser religiosa una persona que cree en la ciencia?
– No hay ninguna contradicción -respondió ella-. Muchos grandes científicos son personas religiosas. Algunos de ellos dicen que cuantas más cosas aprenden y descubren, más firme es su fe en que el universo está gobernado por fuerzas que rebasan nuestra comprensión.
– Me alegro de oírlo -comentó Skyler tras reflexionar sobre ello-. En la isla no nos permitían leer la Biblia. La única persona que hablaba de ella era Baptiste, que a veces nos leía pasajes del libro del Apocalipsis. Decía que en él se profetiza el final del viejo mundo y el triunfo de la ciencia.
– Es un texto alegórico, y la gente lo interpreta como mejor le parece.
Aquel intercambio hizo sonreír a Jude. Tizzie se ha erigido en mentora y guía del chico, se dijo. Y tengo que admitir que él aprende de prisa. Y lo más extraño era lo orgulloso que él mismo se sentía de Skyler.