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CAPÍTULO 18

Jude y Skyler aguardaban sentados en un banco de la Unidad de Atención a los Animales de la Escuela de Agricultura de la Universidad de Wisconsin. El día antes habían llegado en coche a Chicago. Tizzie había ido a visitar de nuevo a sus padres, que vivían en Milwaukee, y ellos habían decidido entrevistarse con otro de los científicos recomendados por el encargado de la sección de Ciencia del periódico. Jude había llamado de antemano para concertar una cita so pretexto de hacer unas entrevistas para un trabajo periodístico.

El campus, situado al borde del lago Mendota, era inmenso. La Escuela de Agricultura, situada en el 1675 de Observatory Drive, era una especie de pequeña granja, con un silo y un gran establo rojo conectado con los corrales para los animales. Sin embargo, constituía la vanguardia de los trabajos de investigación que estaban conduciendo la embriología hacia nuevos y brillantes horizontes.

Por el corredor se acercaba un joven cuyo largo cabello le rozaba los hombros; vestía camisa a cuadros, pantalones negros y calzaba botas vaqueras. Hasta que el joven les ofreció la mano, no comprendieron que aquél era el hombre al que habían ido a visitar. El doctor Julián Hartman era un biólogo especializado en células eucariotas, y tenía tal pericia en transferir núcleos de una célula a otra que lo llamaban «el hombre de las manos de oro». También se decía de él que un día no muy lejano sería galardonado con el premio Nobel.

Hartman debió de notar la expresión de sorpresa de los dos hombres.

– Ya sé -dijo de buen humor-. Todo el mundo me imagina más viejo de lo que en realidad soy.

El científico les mostró rápidamente el laboratorio, que era mucho menor de lo que esperaban y constaba únicamente de tres salas. Una albergaba un gran congelador con veinte pequeñas puertas dirigido por medio de un sistema computerizado de control de temperatura. Las otras dos salas estaban dedicadas a trabajos de laboratorio. Cada una de ellas tenía dos grandes microscopios invertidos de doble visión provistos de sistemas hidráulicos de manipulación.

En una pared había un panel iluminado similar a los que usan los radiólogos, pero que, en vez de radiografías, mostraba fotos aumentadas de óvulos. La mayoría de éstos estaban adheridos por succión a un dispositivo de retención de punta roma. Otros estaban perforados por una pipeta de cristal fina como una aguja que se asemejaba al tubo de un aspirador. Y el núcleo que estaba extrayendo parecía una pequeña pelota que encajaba a la perfección en su interior.

En pie ante las fotos, Hartman explicó paso a paso cómo se extraía el núcleo de un óvulo no fertilizado y se colocaba en su lugar otro núcleo al que luego se sometía a una pequeña descarga -1,25 kilovoltios durante 80 microsegundos- para completar la fusión y darle el impulso inicial al proceso de división celular.

– Una descarga eléctrica para empezar. Cuando uno piensa en Frankenstein, resulta irónico, ¿no? Quizá, a fin de cuentas, Mary Shelley no iba desencaminada.

No lejos de ellos colgaba un tablero lleno de fotos de animales. Había reses, ovejas, conejos e incluso ratones blancos. Muchos aparecían en grupos de dos, tres y cuatro. Jude los examinó de cerca y se dio cuenta de que todos los animales del mismo grupo tenían exactamente el mismo aspecto.

– Mis hijos -dijo Hartman, que había seguido la mirada de Jude-. A mi esposa le saca de quicio que hable así de ellos.

Señaló un retrato de dos ovejas que miraban estúpidamente a la cámara desde detrás de un pesebre lleno de paja.

– Mabel y Muriel. Mi primer éxito. Aún están vivitas y coleando. En realidad, ahora las dos ya son madres. Yo no he producido todos los animales de las fotos. En todo el mundo, los científicos que nos dedicamos a estas investigaciones no somos más de tres o cuatro, y siempre que obtenemos un éxito le enviamos una foto a los demás. Nos gusta lucirnos.

– Pero… ¿por qué? -preguntó Skyler-. No me refiero a por qué mandan fotos, sino a por qué hacen estos experimentos. ¿Qué esperan conseguir?

– Las aplicaciones prácticas potenciales son incontables -respondió Hartman-. Imagine, por ejemplo, que fuera posible mantener células congeladas para conservar el material genético de las especies en peligro. Podríamos recuperarlas siempre que quisiéramos y crear tantos animales como fueran necesarios.

El científico tomó la foto de una oveja.

– Ésta es Tracey -siguió-. La produjeron en el Instituto Roslin, el mismo lugar en el que crearon a Dolly. La han hecho portadora de un gen que produce una enzima llamada alfa uno antitripsina, que se encuentra en su leche, y ordeñando a Tracey es posible extraerla. Se trata de algo de gran importancia, pues ésa es la proteína que les falta a los que sufren de enfisema pulmonar.

»Se están realizando otros muchos trabajos para eliminar enfermedades, producir proteínas farmacéuticas y posibilitar el trasplante de órganos entre especies distintas. En muchos aspectos, los cerdos son donantes ideales, pero el cuerpo humano rechaza sus órganos. Si pudiéramos modificar las células porcinas, tendríamos un suministro ilimitado de órganos para trasplantes. ¿Sabían ustedes que en Estados Unidos todos los años mueren tres mil personas que se hallan en la lista de espera para conseguir un trasplante, y que otras cien mil mueren antes de entrar siquiera en esa lista?

»Los ganaderos siempre tratan de producir animales campeones. Una vaca perfecta. Imaginen lo que supondría poder producir cientos de vacas como ésa. O quizá se podría invertir el proceso. Producir millares de embriones en el laboratorio y escoger luego los que se deseen, modificándolos aquí y allá añadiendo o quitando un gen. Y luego, cuando se haya conseguido la vaca auténticamente perfecta, por medio de la clonación se podrían producir infinitas copias.

»E1 factor clave es el número. La modificación genética es un proceso difícil. No se sabe dónde hay que insertar el gen, ni tampoco se sabe dónde va a terminar. Pero si pudiéramos cultivar en el laboratorio miles de millones de células, no sería necesario insertarlas con precisión. Ni siquiera nos hace falta saber exactamente cómo funciona el proceso. Sólo es preciso identificar la célula indicada. Luego se seleccionarían únicamente las células portadoras de la modificación que necesitamos. Cuando se dispone de millones de células, se pueden modificar todas en bloque, y buscar luego las que se necesitan.

– O sea que, básicamente -dijo Jude-, es como imitar el proceso de evolución, sólo que haciéndolo todo a la vez.

– En efecto -dijo Hartman con una resplandeciente sonrisa.

– Y el que efectúa la selección es usted, y no la naturaleza, ni Dios, ni el medio ambiente, ni las circunstancias.

– Así es.

– ¿Y esos experimentos nunca salen mal?

Hartman sonrió.

– Mire, no voy a decir que no existan problemas. El asunto es complicado. Lo cierto es que sometemos a una pequeña célula a un montón de manipulaciones. La violentamos y la hacemos pasar por una importante operación quirúrgica. Implantamos un conjunto de cromosomas extraños y quizá los cromosomas no se encuentren en estado de reposo, quizá se dividan de forma asincrónica con las células embrionarias. Es inevitable que muchos embriones mueran. Los doctores Wilmut y Campbell produjeron a Dolly pero, antes de conseguirlo, en distintas etapas del proceso murieron doscientos setenta y seis embriones.

– ¿Y no se producen ejemplares que viven pero con anomalías?

– Desde luego. De ellos no se oye hablar, como es natural. Circulan todo tipo de informes y rumores acerca del gigantismo.

– ¿Gigantismo? ¿En qué consiste?

– Simplemente, en que los animales crecen demasiado. A veces son excesivamente grandes para que la madre sustituía pueda alumbrarlos. La mayor parte de los clones de reses producidos por la compañía Grenada de Texas padecieron esa anomalía. Aún no sabemos qué la causa.

»Compréndanlo, la vida no es perfecta. Los errores se dan incluso en la naturaleza. O especialmente en la naturaleza. Llega un momento en que uno tiene que inclinarse ante ese hecho. Se sabe que el cuerpo cambia con la edad. ¿Qué supone eso para las células individuales? Ellas también cambian. Se reproducen una y otra vez, y en el proceso aparecen pequeños errores. Las proteínas interpretan o copian mal todos esos kilómetros de ADN. Es como una fotocopiadora que está constantemente en funcionamiento y cuyas copias no sólo se hacen crecientemente difusas, sino que pierden letras en algunos lugares o las ganan en otros. Cuando ya se han efectuado millones de copias, el documento resulta poco menos que ilegible.

«Entonces, ¿qué ocurre si le quitamos el núcleo a una vieja célula y lo ponemos en el interior de un óvulo nuevo? ¿Conseguimos realmente un óvulo fertilizado nuevecito dispuesto a enfrentarse a los retos de la vida? ¿O lo que conseguimos es un viejo y fatigado núcleo en el interior de un óvulo joven? La respuesta a esa pregunta no la conoce nadie. ¿Y sabe usted cuándo la conoceremos?

Jude negó con la cabeza.

– La conoceremos si comienzan a aparecer muchos seres humanos de extraño aspecto.

Concluida la visita guiada por el laboratorio, Hartman se sentó a una mesa de madera próxima a su escritorio.

– Dígame una cosa, doctor Hartman, ¿es posible clonar seres humanos? -preguntó Skyler, que había permanecido casi todo el rato en silencio.

La sonrisa de Hartman sugería que al hombre le habían hecho la misma pregunta infinidad de veces.

– Lo cierto es que las condiciones necesarias están dadas. La fertilización in vitro, que es con mucho lo más esencial, es un hecho desde 1971. La técnica de enucleación del ADN no hace sino avanzar. La congelación de células espermáticas y ovulares se efectúa desde hace años. O sea que disponemos ya de todas las herramientas esenciales. Si podemos hacerlo con mamíferos menores, podemos hacerlo con seres humanos. En realidad, sólo existe un obstáculo.

– ¿Cuál?

– La oposición del público. La ética. Muchas personas consideran que ese tipo de cosas van contra la naturaleza o contra los designios de la naturaleza.

– Pero… Si hubiera un grupo que hiciera caso omiso de las consideraciones éticas, ¿le sería posible, por ejemplo, producir un niño, clonarlo, congelar el clon y luego, años más tarde, reactivarlo?

– Desde luego. Ya se dispone de la tecnología necesaria. A lo que usted se refiere es a combinar dos procedimientos que ya existen y que se conocen perfectamente: la clonación y la criopreservación. En marzo de 1988 en Los Ángeles nació un niño de un embrión que había permanecido congelado siete años y medio. Creyeron que habían batido un récord hasta que se enteraron de que un niño nacido en Filadelfia procedía de un embrión que había permanecido congelado cuatro meses más.

«Naturalmente, para efectuar una clonación retardada haría falta tener razones de peso. ¿Quién iba a querer tener un niño para luego, años más tarde, producir un duplicado exacto? Para una cosa así, sólo se me ocurre una razón aceptable.

– ¿Cuál? -preguntó Jude.

– El dolor. Si quisiera usted muchísimo a un hijo, y ese hijo muriese, y la pérdida se le hiciera insoportablemente dolorosa, tal vez tratara usted de recrearlo. Naturalmente, conseguirlo al ciento por ciento sería imposible, ya que el proceso de clonación desatiende los factores psicológicos y los demás elementos fisiológicos que forman una personalidad. Y, de todas maneras, tal posibilidad presupone que el progenitor piensa ya en la sustitución del niño antes de que éste nazca, lo cual es llevar las cosas demasiado lejos hasta para un pesimista rematado.

– Ha dicho que sólo se le ocurre una razón aceptable -dijo Skyler-. ¿Cuál sería una razón inaceptable?

– Resulta demasiado absurda. Pertenece al ámbito de la ciencia ficción y nunca podría plasmarse en la realidad.

– Pero, aunque sea hablar por hablar, ¿cuál sería esa razón?

– Crear un banco de órganos de repuesto. Antes hablábamos de los trasplantes de órganos. Pese a todos nuestros progresos, a ese respecto todavía estamos en la prehistoria. Aún tenemos que atiborrar al paciente de drogas inmunodepresoras que unas veces producen el efecto deseado y otras no. Creamos grandes bancos de datos informáticos para buscar esa médula ósea que necesitamos entre mil. Ponemos a la gente en listas, esperando que otra gente sufra accidentes fatales. Imaginen lo que supondría poder efectuar un trasplante sin el temor de que el sistema inmune del organismo lo rechace. El órgano trasplantado no sería ajeno, ya que tendría una constitución genética idéntica a la del órgano al que debía sustituir. Todos esos millares de maravillosos centinelas que están adiestrados para combatir a los intrusos, los leucocitos antígenos y los linfocitos T, se quedarían tranquilos y el cuerpo daría la bienvenida con los brazos abiertos al nuevo órgano. Ése ha sido el sueño de los cirujanos durante treinta años, desde el momento en que Christian Barnard introdujo el corazón de una mujer de veinticuatro años muerta en un accidente automovilístico en el pecho de un hombre de cincuenta y cinco años, Louis Washkansky, concediéndole con ello dieciocho años más de vida.

Hartman se había apasionado hablando y parecía un poco azorado por ello. Jude y Skyler permanecían en silencio.

El científico cogió un papel de su escritorio y, con uno de los bolígrafos que llevaba en el bolsillo superior de su bata, escribió algo en él y se lo tendió Skyler.

– Podemos seguir hablando. Ésta es mi dirección. Vengan esta noche a cenar. A las siete en punto. Excuso decirles que la cena será informal.

– Una última pregunta -dijo Jude-. ¿Existe un registro de trasplantes? Se puede acceder a la lista que usted acaba de mencionar y ver cuántos trasplantes se han realizado.

– Desde luego -respondió Hartman-. El banco de datos del sistema informático contiene todos los trasplantes que se han efectuado en todos los hospitales del país. Si lo desea, le puedo conseguir un permiso para acceder a él.

– Sí, se lo agradecería mucho.

Tizzie tomó un taxi para ir a su casa y mientras el vehículo avanzaba por Lake Drive, una avenida flanqueada por robles, la joven sintió el aguijonazo de la nostalgia. Reconocía cada uno de los árboles, cada uno de los recodos del camino. Todos ellos encerraban recuerdos para ella, incluso recuerdos tan remotos que Tizzie no alcanzaba a precisarlos, pero sabía que estaban allí. El mundo de su niñez, tan seguro y ahora tan lejano, seguía ejerciendo un fuerte influjo sobre ella.

Había crecido como hija única, y nunca alcanzó a comprender el gesto de conmiseración que hacía la gente al enterarse de tal circunstancia. Para ella había sido fantástico ser el centro del cariño de sus padres, y que no hubiera nadie que compitiera por su afecto y ni siquiera por su atención. Podía hacer pucheros a los quince años o dárselas de persona madura a los doce. Cuando por la noche le entraba miedo y lloraba, su padre y su madre acudían corriendo. A veces, sólo lloraba para ponerlos a prueba, y ellos nunca fallaron. Los dos acudían a consolarla, pero cuando Tizzie evocaba tales incidentes, siempre eran las manos de su padre tendidas hacia ella lo que recordaba.

La familia pasó sus primeros años en el oeste, pero Tizzie era a la sazón demasiado pequeña para tener recuerdos claros de aquella época, y luego sus padres compraron la casa en White Fish Bay. No recordaba gran cosa del lugar del que procedían, pero sí el día que llegaron, la emoción de la mudanza, de ver todas las pertenencias familiares metidas en un inmenso camión. Los otros niños del vecindario se reunieron en la acera para echarle un vistazo a los muebles y enseres de los recién llegados, y Tizzie hizo como si no los viera. Pero al cabo de un par de días, todos los chiquillos eran ya amigos suyos.

Su padre era médico y, durante algún tiempo, tuvo su consulta en un anexo de la casa. A ella le encantaba aquel lugar, los olores de los medicamentos, el maletín negro, el estetoscopio, la balanza… En un par de ocasiones se metió allí a hurtadillas y se escondió en un armario para espiar mientras su padre examinaba a los pacientes. Años más tarde, cuando el número de pacientes aumentó, el doctor se trasladó a una clínica que tenía pabellones de ladrillo y zonas verdes, y Tizzie se quedó con la antigua consulta como cuarto de juegos. Cubrió las paredes con pósters de The Carpenters, Abba y, posteriormente, de grupos de heavy metal.

Su infancia había sido idílica, salvo por una época en la que sufrió terribles pesadillas y los anocheceres eran un período de incipiente terror. Pánico nocturno fue un término que oyó en una ocasión de labios de su padre mientras éste hablaba en privado con su esposa. Tizzie lo oyó teorizar en el sentido de que tales terrores eran causados por el impacto que sobre la mente infantil tenía el concepto de la muerte. El tío de Tizzie había fallecido hacía poco y en el funeral la pequeña tuvo ocasión de ver el inmóvil y frío cadáver. Su padre había dicho que lo de las pesadillas no era más que una fase pasajera, y así fue, pero Tizzie era consciente de que, de algún modo, la experiencia la había dejado marcada.

Ben, el fallecido, había sido su tío favorito. Aparecía en la ciudad al volante de un descapotable rojo y se la llevaba a dar paseos en los que superaba con mucho el límite de velocidad permitido. Era como hacer novillos. Si Ben era el hijo pródigo, el otro tío de Tizzie, Henry, era su polo opuesto, la seriedad personificada. Apenas dirigía la palabra a su sobrina y ni siquiera parecía advertir su presencia. En las pocas ocasiones en las que Henry le habló, ella se sintió como si estuviera ante la directora de su colegio. Sin embargo, era un hombre importante en aquella casa y tuvo una gran influencia en la crianza de la niña. Cuando Henry iba a visitarlos, los padres de Tizzie siempre estaban pendientes de él y bebían sus palabras. La pequeña tenía muy claro que nunca debía mostrarse descortés con él.

Como muchos hijos únicos, Tizzie estuvo muy mimada y protegida. La salud de la pequeña era la consideración preponderante. Le daban vitaminas y complejos dietéticos; su padre la examinaba cuando tenía el más mínimo síntoma y sus vacunas siempre estaban al día. Las rayas a lápiz en la pared que señalaban su crecimiento no eran una frivolidad, sino el indicador de un organismo saludable. Su padre le prometió regalarle un reloj de oro si cumplía los dieciocho sin haber encendido un solo cigarrillo, y amenazó con tenerla castigada un mes en caso contrario. Tizzie se ganó el reloj.

No obstante, predecible y proverbialmente, la adolescencia de Tizzie fue tempestuosa. Comenzó a pelearse con sus padres -sobre todo con su madre, pero también con su padre- y a amenazar con irse de casa. Y un día lo hizo, tras haber ahorrado el dinero para el pasaje de autobús hasta San Francisco. Su sueño era unirse a los hippies, sólo que, naturalmente, llegó a la ciudad con quince años de retraso. North Beach se había convertido en un erial poblado por drogadictos y vagabundos. Una noche, hallándose Tizzie alojada en un hotelucho de mala muerte, dos hombres la asaltaron y le robaron. Al día siguiente la muchacha llamó a su familia y su padre le mandó dinero para volver a casa. Después de eso, ya no volvió a marcharse lejos hasta que tuvo que ir a la universidad. Y cuando se fue a Berkeley tuvo la desagradable sensación de que abandonaba a sus padres.

Ahora que ya estaban achacosos, Tizzie deseaba hacer algo por ellos, darles lo que tanto necesitaban: una niñita a la que cuidar. Pero ya estaba muy crecida para eso, y lo único que podía hacer era demostrarles lo mucho que los quería y seguir los dictados de tío Henry que, como siempre, sabía exactamente qué se debía hacer.

En esta ocasión, Tizzie iba dispuesta a hacerles a sus padres varias preguntas nada cómodas.

El taxi se detuvo frente al domicilio familiar, una casa blanca de madera con postigos verdes, típica de Nueva Inglaterra. Pese a los desperfectos en la fachada y a la maleza que crecía entre las plantas del jardín, a Tizzie el edificio le seguía pareciendo imponente y majestuoso.

Sus padres no bajaron a abrir cuando llamó al timbre, lo cual no era buen indicio. Abrió con su llave, dejó su bolsa de viaje en el recibidor, subió la escalera y encontró a sus padres descansando en el dormitorio. Le impresionó que ambos pareciesen mucho más débiles y frágiles que en su última visita, sólo unos cuantos días atrás.

Jude y Skyler podrían haber reconocido la casa de Julián Hartman en Johnson Street por la camioneta roja oxidada que había aparcada delante y por el aspecto general de moderado abandono que tenía el edificio. Las ventanas de la parte delantera estaban abiertas de par en par y se oían las notas de Up on Cripple Creek, interpretada por The Band. La casa hacía juego con la personalidad del científico, un hombre que tenía ocupaciones más importantes que cortarse el cabello.

Hartman les dio la más cordial de las bienvenidas y les presentó a su esposa, Jennifer, que era bioquímica. La mujer les estrechó la mano mientras un pequeño le tiraba de la falda y otros tres niños, en distintos grados de desnudez, corrían y brincaban por el recibidor. El aire estaba impregnado del fuerte aroma de la carne asada. Hartman les puso bebidas en las manos -margaritas en copas altas, con sal en el borde- y los condujo hacia el patio trasero, donde había seis personas sentadas en sillas plegables. Hartman presentó a los recién llegados.

– Estábamos hablando de vuestro tema favorito… ¿de qué si no? -dijo Hartman-. Aquí, Bailey -explicó señalando con un movimiento de cabeza a un joven flaco y con gafas- se acaba de ganar la repulsa general por hacer una pregunta tonta. Quería saber si los clones humanos tendrían alma. Yo le he explicado que serían exactamente como gemelos idénticos, sólo que no de la misma edad.

– En realidad, serían menos idénticos que una pareja de gemelos.

La que había hablado era una microbióloga llamada Ellen. Jude la reconoció porque la había visto en el laboratorio a primera hora de aquella tarde.

– Los gemelos idénticos -continuó la mujer- tienen algo en común que no existiría en el caso de los clones: han compartido un mismo seno materno. Es durante esos nueve meses cuando comienzan las influencias externas. Y éstas son numerosas y tienen gran peso. La dieta materna, los estimulantes, las hormonas, la edad de la madre… Infinidad de cosas. Y apenas sabemos nada acerca de cómo influyen esos factores en el desarrollo del feto. Aun en el caso de que los clones nacieran de la misma madre, lo harían en épocas diferentes, así que, para todos los efectos, procederían de úteros distintos.

»Y, como es natural, tras el nacimiento entran en acción el resto de las variables de época, lugar y cultura. Aunque permanecieran en la misma familia, su evolución sería diferente. El orden de nacimiento carece de importancia entre los gemelos idénticos. Es absurdo decir que uno es ocho minutos mayor que el otro. Pero si en vez de ocho minutos son ocho años, nos enfrentamos a una nueva dinámica de la relación entre hermanos. Imagínate tener un hermano menor que posee exactamente la misma estructura genética que tú. ¿Cómo te sentirías si él sacase mejores notas que tú, o si fuera el tonto de la clase? O imagínate que fueras el menor. Sería inevitable que crecieras con un inmenso complejo de inferioridad.

Skyler y Jude se miraron.

– Supongo que vosotros dos sois hermanos y que por eso, como ha dicho Hartman, estáis interesados en el tema.

Jude asintió con la cabeza y Hartman volvió a tomar la palabra:

– La importancia de las influencias ambientales es incalculable. Por eso me desespero cada vez que me preguntan si algún día clonaremos a un futuro Adolf Hitler o a un futuro Albert Einstein. Podéis creerme, se necesita mucho más que unos genes erráticos para crear a un monstruo como Hitler. Estoy seguro de que alguien con la misma estructura genética pero con una educación distinta podría haber sido un agradable y pacífico pintor vienes. En cuanto a Einstein, podríamos comenzar a clonarlo ahora y terminar el día del juicio final, y dudo de que uno solo de sus clones lograra entender la teoría de la relatividad.

– A eso me refería cuando mencioné lo del alma -dijo Bailey, que era psicólogo-. Imaginaos a Einstein sin su genialidad, o a Hitler sin su maldad. Imaginaos a un hermano menor tan desesperado por ser como su hermano mayor que lo imita en todo, o a un hermano mayor que intenta desesperadamente vivir de nuevo por medio de su hermano menor. ¿No se perderá algo en el proceso? Si allanamos las montañas y rellenamos los valles, ¿no acabaremos encontrándonos con que tenemos entre las manos algo inocuo, homogéneo y anónimo?

– Tonterías -dijo Hartman-. El mero hecho de que hayas utilizado la palabra desesperado en los ejemplos que acabas de poner demuestra lo humanos que serán los clones. No se tratará de autómatas. Serán capaces de sentir las emociones más extremas, buenas y malas, como el resto de los mortales. Y en cuanto a los Einstein y a los Hitler, en el futuro también los tendremos, pero no porque los cultivemos, sino simplemente porque las variables inherentes a la herencia y al ambiente son tan inmensas que es inevitable que sigan naciendo seres excepcionales para lo bueno y para lo malo.

– No te olvides del ADN mitocondrial -dijo Ellen. -¿Qué es eso? -preguntó un hombre de cierta edad cuyo nombre se le había escapado a Jude.

– Es un ADN que procede únicamente de la madre. Se encuentra en el citoplasma de la célula, no en el interior del núcleo. Eso significa que la transferencia nuclear no lo afecta. No estamos hablando de muchos genes, sino de unos sesenta entre cien mil; pero desempeñan un papel en la producción de enzimoproteínas, que son importantes para el desarrollo del feto. De modo que los gemelos idénticos tendrían el mismo ADN mitocondrial, pero los clones no. Pensándolo bien, lo que de veras constituye una aberración de la naturaleza son los gemelos idénticos. Si los gemelos no existieran y los científicos los hubiéramos producido, un populacho armado de antorchas nos habría expulsado de la ciudad, como en las películas de Frankenstein.

En aquel momento avisaron de que la cena estaba lista. El grupo se desplazó al interior de la casa y todos se sentaron en torno a una alargada mesa de roble sobre la que había fuentes con patatas, ensalada y otros acompañamientos. Hartman comenzó a cortar grandes pedazos de carne.

El hombre que se sentaba a la derecha de Skyler, Harry Schwartzbaum, aún no había dicho ni palabra, y Jennifer Hartman se volvió hacia él.

– Está usted muy callado, profesor -le dijo.

Todos eran profesores, pero ella parecía llamar a Schwartzbaum por tal título en deferencia a su especialidad, la filosofía, que lo elevaba al rango de los graves y profundos pensadores.

– Pensaba en un libro que leí hace dos semanas -contestó Schwartzbaum-, el diario de un conde español del siglo XVI, don José Antonio Martínez de Solar. Martínez escribió acerca de absolutamente todo lo que interesaba en su mundo, que era el de la Sevilla del año 1501. Escribió incisivos comentarios acerca de la moda en el vestir, la alta sociedad y la iglesia española.

»Pero sobre lo que no escribió, y es a eso a lo que voy, es sobre un suceso que ocurrió apenas diez años atrás. Colón zarpó de un puerto próximo a Sevilla y descubrió el Nuevo Mundo. Ése fue un viaje que dobló la extensión del mundo conocido, pero Martínez ni siquiera lo mencionó porque no alcanzó a ver su importancia. Creo que los hombres podemos vivir sucesos y descubrimientos trascendentales sin darnos cuenta de su importancia.

»De igual modo, creo que la clonación, y al decir clonación incluyo todo lo que va desde el proyecto Genoma Humano hasta la ingeniería genética, es el avance científico más trascendental de la era moderna. Sobrepasa con mucho el descubrimiento de la física atómica. El átomo nos permitió manipular el mundo externo. Al concentrarnos en los isótopos, fuimos capaces de obtener la fisión nuclear y alterar ciertos compuestos inestables. Los genes nos permiten manipular el mundo interno, a nosotros mismos, y es imposible calcular a qué nos puede llevar eso.

Varios de los presentes manifestaron su conformidad asintiendo con la cabeza.

– Imaginad, por ejemplo, el salto cualitativo que supondría conseguir cuadruplicar la inteligencia humana. Sabemos que sólo utilizamos una ínfima parte de nuestro cerebro. Habéis mencionado a Einstein. ¿Y si él hubiera sido capaz de sacar el máximo partido posible de su intelecto? ¿O qué ocurriría si aumentásemos la longevidad humana, de modo que la vida útil de una mente creativa fuese tres veces lo que es ahora? Imaginad que el propio Einstein pudiese haber trabajado productivamente durante cien años en vez de cuarenta. Sería posible que un mismo hombre pudiera dominar varias disciplinas distintas, como por ejemplo la astronomía, la biología molecular y la neurología. Ese hombre sería capaz de aunar las distintas facetas del conocimiento humano. Desde los tiempos de Samuel Johnson, en el Londres del siglo XVIII, no ha habido una persona que pudiera afirmar que conocía cuanto era digno de conocerse.

– Todos habláis de las ventajas y beneficios -dijo Bailey-, y no queréis admitir que también existen graves riesgos. -¿Como cuáles? -preguntó Hartman. -Como la disminución de la diversidad. La naturaleza tiende a la diversidad y a la heterogeneidad. La clonación va en la dirección opuesta y, en ese sentido, atenta contra la naturaleza. ¿Qué me decís de las historias que se cuentan acerca de las variedades genéticamente alteradas de trigo y algodón? Son perfectas. Cada grano es supernutritivo, cada copo está repleto de fibra. Y, sin embargo, cuando aparece un nuevo hongo o un nuevo tipo de insecto, la cosecha íntegra desaparece de la noche a la mañana. Todas las plantas son idénticas y no existen variaciones mutantes que sobrevivan al ataque y puedan continuar reproduciéndose hasta la próxima generación.

– Pero supongo que no creerás que eso mismo puede ocurrirles a las personas -dijo Hartman-. Nadie propone que todos los habitantes del planeta sean iguales.

– No, claro que no. Pero si el proceso queda a merced de la selectividad humana, puedes apostar hasta tu último dólar a que no volverá a nacer gente interesante. Se acabaron los Franz Kafka, y los Vincent van Gogh, y los Stephen Hawking. Si el proceso está controlado por algo distinto al puro azar, el resultado será la disminución de la variedad genética mundial, tanto en las plantas, como en los animales, como en nosotros mismos.

Schwartzbaum terminó de comer y apartó su plato. -Aunque sea a riesgo de parecer presuntuoso, me gustaría dejar clara cuál es mi opinión -dijo-. En la naturaleza se produce una gran lucha entre la especie y el individuo. La especie sólo ansia reproducirse, mientras el individuo ansia la inmortalidad para sí. Una cosa implica cambio y mutación, la otra inmutabilidad y estancamiento. Se trata de un conflicto irresoluble.

– Hablas como uno de esos fanáticos de la biología evolucionista -dijo Jennifer-. Esos que afirman que nuestro único propósito en la vida es pasar nuestros genes a la siguiente generación y luego estirar la pata.

– Sí, Jennifer. El sexo y la muerte están relacionados. Entre los organismos menores, que tienen períodos de vida reducidos, la estrategia de supervivencia más común consiste en esparcir la semilla lo más ampliamente posible para luego desaparecer en la noche. Una vez has procreado, la naturaleza pierde todo interés por ti. Así que disfrutamos de los breves momentos que permanecemos sobre la escena y luego ya no se vuelve a tener noticia de nosotros. Hasta ahora, las especies son las que han salido ganadoras en ese juego. En el caso de que no seamos Shakespeare, ¿cómo podemos aspirar a alcanzar la inmortalidad si no es teniendo descendencia, y esperando que esa descendencia se parezca en algo a nosotros? Pero de pronto la ecuación se modifica. Ahora podemos tener descendientes idénticos a nosotros. Como individuos, podemos alcanzar una cierta inmortalidad. Lo conseguimos suprimiendo la mutación y sustituyéndola por la duplicación. Resulta muy significativo que la clonación sea la única forma de reproducción de la que el sexo está excluido. Al fin hemos roto la tradicional conexión entre el sexo y la muerte. Las mujeres serán capaces de concebir hijos sin la intervención de los hombres.

– No parece una perspectiva muy divertida -comentó Bailey.

– Pues no sé qué decirte -contestó Jennifer, y ella y Ellen se echaron a reír.

– ¿Conocéis los trabajos de los británicos Adam Eyre-Walker y Peter Keightley? -preguntó Hartman-. Han demostrado que los seres humanos conservamos en nuestro genoma más mutaciones negativas que otros animales. Experimentamos algo así como 4,2 mutaciones por cada generación, de las cuales 1,6 son perjudiciales.

– Resulta milagroso que aún sigamos en el mundo -dijo Bailey.

– En efecto, así es. Y eso nos aboca, al menos especulativamente, hacia una cierta teoría acerca de los propósitos del sexo. Lo cierto es que el sexo no es una forma eficaz de reproducción. Aceptémoslo, es demasiado complicado. Dos personas tienen que encontrarse, deben saltar chispas… Es una especie de lotería. ¿Para qué tanta molestia? Estamos aquí. ¿Por qué no dividirnos nosotros solitos, como las amebas? Eso simplificaría considerablemente la vida.

– Sí, ¿por qué no?

– Porque hay que evitar todas esas malas mutaciones. El sexo es el único modo de conseguir que dos series distintas de cromosomas se mezclen, cancelando así las mutaciones adversas. Es como si, con cada generación, se barajara de nuevo el mazo de naipes.

– Ya sabía yo que tenía que existir un motivo práctico -dijo Jennifer.

Las mujeres rieron de nuevo.

– En mi opinión -dijo Schwartzbaum-, la reproducción asexual es el narcisismo llevado a sus últimos extremos. Es el colmo del regodeo ególatra. Lo único que importa es la continuidad del yo. La dirección que seguimos está muy clara. El día de mañana, las personas se parirán a sí mismas.

– Adiós, Eros -dijo Hartman.

– Hola, Tánatos -dijo Bailey.

– Hablando del mañana… -comenzó Ellen mirando su reloj-. Yo tengo que madrugar.

Aquello marcó el final de la cena. Los invitados, charlando unos con otros, salieron a la noche plagada de insectos. Hartman les había pedido a Jude y a Skyler que se quedaran, y mientras Jennifer acostaba a los niños, los hizo pasar a una salita. La casa había quedado en un silencio casi total.

Hartman les ofreció una copa, que rechazaron, y comenzó a servirse una para sí.

Tras dirigir una mirada a Skyler, Jude decidió contarle a Hartman, al menos en parte, lo que les estaba ocurriendo. Le explicó que se habían encontrado hacía poco y que creían que eran hermanos, aunque de distintas edades. Y que, por absurdo que pareciera, estaban considerando la posibilidad de que fueran clones.

Al oír aquello, Hartman se echó a reír.

– Ya me parecía que tu interés por los detalles se debía a algo más que a la curiosidad profesional. No, no me digáis nada. ¿Por qué no me dejáis hablar a mí? -dijo riendo de nuevo-. Como si no hubiera hablado bastante.

»Ya me había dado cuenta de que, pese al cabello teñido de rubio, os parecéis muchísimo. Pero quiero tranquilizaros. Lo que os estáis preguntando, lo que probablemente teméis por poco sentido común que tengáis (al menos yo, en vuestro lugar, lo temería), es totalmente imposible. Repito, es imposible. Así que olvidaos de esa posibilidad, borradla de vuestras mentes.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Skyler, sorprendido por la certeza con que había hablado Hartman-. ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Por una razón muy sencilla. ¿Cuántos años tienes? ¿Veinticinco? ¿Veintiocho?

Skyler se encogió de hombros.

– Yo tengo treinta -dijo Jude.

– O sea, más aún. Bueno, pues la tecnología necesaria para eso que estáis pensando existe en la actualidad, eso es indiscutible, pero hace treinta años no existía. A no ser, claro, que la clonación la hicieran seres de otro planeta, porque a los de éste les era imposible.

– ¿Estás seguro?

– Desde luego -respondió Hartman, y permaneció unos momentos en silencio mientras repasaba los nombres de una lista mental-. Todos los científicos que nos dedicamos a esta especialidad sabemos lo que hacen los demás. Eso se debe, en parte, al compañerismo y, en parte, a la rivalidad. Ya visteis las fotos y las postales que tengo en mi oficina. Podría recitaros los nombres de todos los que me las mandaron y, probablemente, deciros además dónde están en estos momentos.

Hartman hizo una pausa y vaciló, como si temiera haber cometido un lapsus.

– Bueno, hace un montón de años había un tipo… Pero lleva muchísimo tiempo sin dar señales de vida. Creo que lo echaron de Harvard o de la Universidad de Chicago por rebasar los límites de lo éticamente permisible. Tenía fama de brillante y de excéntrico. Desapareció de la faz de la tierra, y sabe Dios lo que fue de él. Todo esto ocurrió hace mucho, en los años sesenta. Durante los años setenta se volvió a hablar de él, porque por lo visto le concedieron un premio en Holanda. Nadie supo si el que fue a recogerlo fue el propio interesado o no. Como veis, el tipo era de lo más misterioso.

– ¿Cómo se llamaba?

– Su nombre verdadero no lo conozco. Sé que utilizaba uno bastante raro. Ricard o algo por el estilo.

– ¿Rincón?

– Exacto. Muy bien. ¿Cómo lo sabías?

– He oído hablar de él.

– Bueno, pues no te preocupes por el tal Rincón. Lleva siglos sin dar señales de vida. Si últimamente ha descubierto algo importante, ha sabido guardar muy bien el secreto. A los científicos no nos gustan los secretos. Nos gustan los premios. Así que ya podéis iros tranquilizando. -El hombre miró a sus dos interlocutores de arriba abajo y añadió-: Yo diría que, si os acabáis de conocer, es que sois gemelos separados al nacer. Eso no tiene nada de malo ni de preocupante. Sucede de cuando en cuando. No tenéis por qué buscar otra explicación.

Jude y Skyler le dieron las gracias y fueron con su anfitrión hasta el recibidor. Jennifer bajó a despedirse y les dio sendos besos en las mejillas.

– Por cierto -dijo la mujer-. ¿Qué os ha parecido la carne?

– Muy sabrosa -contestó Skyler.

– Me alegro de que os haya gustado. Es una especie de receta casera con la que solemos agasajar a nuestros invitados. Es medio cabra, medio vaca. Una quimera. Mi esposo la creó.