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Jude y Skyler fueron hasta Milwaukee para reunirse con Tizzie. Le había dicho a Jude por teléfono que prefería que no fueran a recogerla a su casa, y había insistido en que sería mejor para todos que los tres se reunieran en el centro de la ciudad, en la vieja estación de autobuses. A él esto no le pareció un buen indicio, pero no quiso darle demasiada importancia.
Fueron hasta la terminal en el coche de Jude, que ahora tenía el parabrisas salpicado de huellas de insectos y el suelo lleno de mapas y de vasos de café vacíos. Tizzie los esperaba sentada en el bordillo con la pequeña bolsa de viaje en el suelo. Al verlos, los saludó con un ademán y se puso en pie. Skyler, que estaba ansioso de verla, se apeó del coche en seguida y la abrazó con toda naturalidad; Tizzie le devolvió el abrazo. Luego el hombre cogió su bolsa para meterla en el maletero, y ella lo dejó hacer.
En cuanto Tizzie se sentó en el coche a su lado, Jude se dio cuenta de que había pasado por malos momentos.
– ¿Las cosas andan mal por tu casa? -preguntó.
Tizzie contestó que sí.
– Y tu padre. ¿Cómo se encuentra?
– Está muy viejo. Cada vez se le notan más los años. Y a mi madre le ocurre lo mismo.
Jude asintió reflexivamente.
– Así es la vida -dijo.
– Ya lo sé -respondió ella malhumorada-. Pero no es eso lo que me preocupa.
– Entonces, ¿qué te preocupa?
Tizzie lo miró arrepintiéndose de haberle hablado en mal tono.
– Perdona. En estos momentos no quiero hablar de ello. Cuéntame qué hicisteis vosotros. ¿Descubristeis algo?
– Algunas cosillas. Lo suficiente para saber que estamos en el buen camino. Naturalmente, no tengo ni idea de hasta dónde demonios nos llevará ese buen camino.
Le resumió las conversaciones con Hartman y le explicó detalladamente todo lo que había averiguado.
– Es asombroso -siguió-. Al principio, lo de la clonación parece complicado, pero oyendo hablar a Hartman da la sensación de ser la cosa más sencilla y factible del mundo. Te entran ganas de hacerlo tú mismo.
– Ése es el sello distintivo de todos los grandes científicos -intervino Skyler.
– ¿Cómo? -preguntó Jude sorprendido por el comentario.
– Un científico toma una serie de complicadas nociones teóricas y experimenta con ella hasta reducirla a sus elementos esenciales. Y tratando de comprender tales elementos, a veces tropieza por azar con alguna verdad fundamental. Como Karl Popper dijo: «La ciencia puede ser descrita como el arte de la simplificación sistemática.»
– ¿Te refieres al filósofo Karl Popper? Cristo bendito, ni siquiera sabes dónde te criaste pero conoces a Karl Popper.
– Las nociones básicas son lo primero -repuso Skyler.
Cruzaron Chicago y siguieron en dirección oeste, hacia las grandes llanuras. Con el ánimo levantado, viajaron raudos por las carreteras interestatales, cruzando pequeñas poblaciones y pasando entre campos en los que pastaba el ganado.
No dejaban de charlar, pues Skyler los había impresionado. Había aprendido con gran rapidez a arreglárselas en el mundo moderno y ya realizaba perfectamente las pequeñas tareas que para Tizzie y Jude eran el pan nuestro de cada día: hacer llamadas telefónicas, poner gasolina en las estaciones de servicio, dar propina en los restaurantes de carretera. Y seguía aprendiendo cosas nuevas con un entusiasmo y un optimismo que resultaban casi enternecedores y que contrastaban con el cansancio y el malestar que a veces sentía Jude.
– Quiero conducir. Enséñame -dijo de pronto Skyler cuando circulaban a considerable velocidad por la Ruta 70 de Kansas.
– Por el amor de Dios -respondió Jude-. Tenemos prisa. No podemos entretenernos.
– ¿Por qué no? Así nos distraeremos un poco -sugirió Tizzie, desde el asiento trasero.
Salieron de la interestatal y no tardaron en llegar a una carretera secundaria que discurría entre campos de maíz. Jude detuvo el coche en el centro de la desierta carretera y se acomodó en el asiento del acompañante. En el exterior el calor del mediodía era sofocante y se oía el canto de las cigarras. Jude le explicó a Skyler para qué servían los distintos mandos, le hizo un resumen de las normas básicas de circulación y soltó el freno de mano. El coche comenzó a avanzar lentamente. Skyler movió el volante, y el vehículo osciló suavemente y fue aumentando de velocidad según el pie de Skyler iba apretando el acelerador.
– Esto es pan comido -dijo, agarrando el volante con fuerza.
Se concentró por unos momentos en la carretera y luego se volvió hacia Jude y le dirigió una sonrisa.
– ¡Así se conduce! -gritó Tizzie.
– No está mal, pero ve con cuidado -le aconsejó Jude.
Skyler apretó a fondo el acelerador y el coche cobró vida con una fuerza que dejó al joven sorprendido. Levantó el pie por un momento y volvió a pisar a fondo. El coche adquirió velocidad inmediatamente y comenzó a dar fuertes bandazos. Jude salió despedido contra la portezuela de su lado.
– ¡Más despacio! -gritó-. ¡Más despacio!
Tenía la cabeza por debajo del nivel de la ventanilla y sólo podía ver a Skyler, petrificado en el asiento del conductor, pero notó que los neumáticos rodaban sobre tierra y piedras y el roce de la vegetación contra el bastidor. De pronto, el vehículo se estremeció violentamente y, sin dejar de seguir avanzando, se ladeó. Las plantas de maíz comenzaron a pegar contra el parabrisas.
El coche se detuvo al fin. Por una de las ventanillas asomó una panocha. En el aire del interior del vehículo, el polvo se arremolinaba. Skyler permanecía inmóvil, aún con las dos manos sobre el volante, pálido y asustado. Jude se volvió a mirar a Tizzie, que estaba sentada en el suelo y tenía los ojos muy abiertos. Cuando vio la alarma que reflejaba el rostro de Jude, la joven no pudo evitar echarse a reír, y siguió riendo hasta que él mismo, contagiado, también estalló en carcajadas. Momentos más tarde, Skyler se unió al risueño coro. Sus carcajadas, graves y resonantes, eran parecidísimas a las de Jude.
Más tarde pararon a un granjero que iba en tractor. El hombre amarró unas cadenas al coche y lo sacó del maizal. Le dieron diez dólares y se fueron a un restaurante, en el que pidieron unos sandwiches de pavo en salsa. A mitad del almuerzo, Jude miró a Skyler, que estaba sentado frente a él, y adivinó lo que el joven estaba pensando.
– Quieres probar otra vez, ¿a que sí? -preguntó.
– Pues sí.
– Por encima de mi cadáver.
Y de nuevo los tres se echaron a reír.
Al llegar a las afueras de Denver, tomaron dirección sur por la Ruta 25 y no tardaron en divisar un parpadeante tubo de neón en forma de reata, el distintivo de un motel Frontier. Detuvieron el coche frente a una edificación de dos pisos cuya entrada principal estaba flanqueada por ruedas de carreta a las que les faltaban tres o cuatro radios. La recepcionista, una joven y robusta negra que llevaba una blusa a cuadros y se cubría con un sombrero vaquero gris, les tendió las tarjetas de registro.
– ¿Dos habitaciones o tres? -preguntó.
– Tres -contestó Tizzie.
Rellenaron las tarjetas con nombres falsos. Skyler se fijó en el que escribía Jude para poner él lo mismo. Luego, con el equipaje a cuestas, se metieron por un lóbrego pasillo y, tras dejar atrás una máquina expendedora de hielo y otra de refrescos, llegaron a sus habitaciones y abrieron las puertas en rápida sucesión, de un modo que a Jude le resultó vagamente cómico.
– Estoy molida -dijo Tizzie mirando a sus dos compañeros-. Hasta mañana.
Todos se dieron las buenas noches.
La habitación de Jude tenía la habitual forma de L y contenía una cama doble sin cabecera, cortinas de poliuretano blancas y plateadas, y una larga cómoda de falso roble situada bajo un gran espejo pegado a la pared. Sobre la cómoda, junto a un abridor metálico de cervezas empotrado en el muro, había un televisor. La luz procedente de una de las lamparitas de noche creaba un óvalo de claridad en el techo.
Se sentó en la cama, descolgó el teléfono y marcó un número que se sabía de memoria. Seis timbrazos -a aquellas horas de la noche apenas había nadie en la redacción- y, tras ellos, una voz.
– Local.
– Hola -saludó Jude-. ¿Quién eres?
El otro vaciló receloso. Pero había percibido en la voz de Jude una cierta nota de autoridad, así que se identificó.
– Oye, soy Jude. Sólo llamo para ver cómo va todo… Estoy enfermo y llevo un tiempo sin ir por ahí, ya sabes… Probablemente, aún tardaré unos días en volver… -explicó, y le pareció que su voz sonaba demasiado insegura-. Cuando me sienta mejor…
– Jude -dijo el hombre, que por fin había logrado atar cabos-. ¿Eres tú?
– Sí.
Jude notó como si el otro hubiera tapado el micro de su teléfono. Se produjo un silencio de casi un minuto. Cuando Jude estaba a punto de colgar, la voz sonó de nuevo:
– ¿Desde dónde llamas?
– Desde mi casa. Sigo enfermo. No necesito nada. Sólo llamaba para deciros que… bueno… voy mejorando.
El de la redacción volvió a tapar el micro y esta vez Jude sí colgó.
Luego se dijo que había hecho el tonto. O no debería haber llamado a nadie, o debería haber llamado a otra parte, quizá a la casa de alguno de los reporteros, para que diera el recado en la redacción. ¿Podrían localizar la llamada? ¿Y para qué demonios iban a hacerlo? Ahora sí que te estás portando como un paranoico.
Sin embargo, la llamada lo dejó preocupado y con la sensación de que había corrido un riesgo. Hasta aquel momento se había considerado a salvo escondido en las enormes y anónimas llanuras del interior del continente. Pero una simple llamada telefónica había dado al traste con aquella sensación de seguridad. Volvía a estar inmerso en aquella maldita pesadilla.
Se quitó los zapatos y se tumbó en la cama a ver la televisión, pero no logró distraerse. Una extraña depresión fue apoderándose de él, una sensación de ansiedad que nunca antes había experimentado. Pensó en llamar a Tizzie o a Skyler para invitarlos a una copa. Se acercó a la ventana, levantó un poco la cortina y miró hacia fuera. En el exterior, al otro lado del estacionamiento, parpadeaba una luz de tráfico. La noche era lóbrega e inhóspita. Jude se apartó de la ventana, se desnudó y se metió en la cama.
Los ruidos de la noche le llegaban por doquier. El murmullo de una conversación, las risas enlatadas de una telecomedia. Aguzó el oído tratando de oír algo en la habitación de Tizzie, pero no percibió nada. Intentó desentenderse de los ruidos y, poco a poco, se fue quedando dormido. Las pesadillas no tardaron en llegar: sueños claustrofóbicos en los que él huía de indecibles horrores arrastrándose por túneles y cruzando a la carrera enormes grutas subterráneas. Despertó sobresaltado y cubierto de sudor.
Poco a poco, su corazón fue volviendo al ritmo normal. En el dial luminoso del despertador vio que eran las 3.00. Permaneció con la cabeza apoyada en la almohada y los ojos muy abiertos. Acostumbrado ya a la oscuridad, le era posible distinguir los contornos de la habitación. Le pareció oír algo al otro lado de la puerta, unos tenues pasos en el corredor. Aguzó el oído. ¿No era aquél el sonido de un tirador que giraba lentamente, ni aquél el chirrido de una puerta al entreabrirse? Saltó de la cama y fue a pegar la oreja a la puerta. Nada. Si había alguien, ya se había ido.
Jude se vistió a la luz que salía del cuarto de baño. Descorrió las cortinas de la ventana, se palpó los bolsillos para cerciorarse de que llevaba la tarjeta de la puerta y salió al pasillo. Al llegar ante la puerta de Tizzie se detuvo unos momentos a escuchar, pero no oyó nada y siguió caminando hasta el vestíbulo. La joven negra seguía allí, leyendo un libro a la luz de una lamparita de noche, y se sobresaltó al verlo aparecer.
– Me olvidé algo en el coche -murmuró Jude, y continuó hasta la puerta.
En el exterior, el aire era tibio y agradable. Jude caminó a lo largo del edificio, en dirección al estacionamiento. Luego, mientras avanzaba tras los oscuros coches, fue contando las ventanas de las habitaciones hasta llegar a la suya, la que tenía las cortinas descorridas. Se detuvo y miró disimuladamente las ventanas que había junto a la suya. Ambas estaban a oscuras.
De nuevo en el vestíbulo, le dirigió una sonrisa a la recepcionista, pero ésta apenas levantó la mirada de su lectura.
Mientras cruzaban la ciudad de Wagon Mound, Nuevo México, camino de Santa Fe, Jude, que iba al volante, miró a Skyler, quien ocupaba el asiento contiguo al suyo, y le pidió que volviera a hablarles de la isla.
– Cuéntanos todo lo que no nos hayas contado -dijo-. De principio a fin. No te olvides de nada. Explícanos todo lo que recuerdes, por insignificante que te parezca. Tal vez hayamos pasado por alto alguna pista que pueda aclararnos un poco las cosas.
Estaba anocheciendo. Durante horas, el cielo oriental había estado encapotándose, y ahora, a lo lejos, vieron que la tormenta estallaba al fin y que la lluvia comenzaba a caer a raudales sobre la llanura. Tizzie iba detrás, tumbada en el asiento y con los pies en el borde de una de las ventanillas. Jude la creía dormida, pero no estaba seguro de que así fuera.
Skyler miró por la ventanilla y pareció reflexionar sobre lo que Jude acababa de pedirle. Luego abrió la guantera y sacó el paquete de Camel de Jude.
– ¿Te importa que pruebe uno?
– No seas estúpido -dijo Jude con el entrecejo fruncido-. ¿Qué quieres? ¿Enviciarte? Los cigarrillos matan.
– Mira quién fue a hablar.
– Sí, bueno…
Skyler encendió el cigarrillo, se llenó la boca de humo y lo dejó salir en una nube que le envolvió el rostro. Probó de nuevo, y esta vez se metió el humo hasta el fondo de los pulmones. Inmediatamente, sufrió un ataque de tos. Miró el cigarrillo que aún sostenía en la mano.
– ¿Qué le encuentras a esto?
– Es un gusto que se adquiere con el tiempo.
– Cristo bendito -exclamó Skyler apagando el cigarrillo en el cenicero.
Tizzie levantó la cabeza.
– El tabaco es un veneno -dijo, y volvió a tumbarse.
Skyler miró por la ventanilla y, aún entre toses y carraspeos, comenzó su relato. Hablaba lenta y pausadamente, con voz carente de emociones, exponiendo los detalles de su vida en la isla con el cuidado de quien extiende ante sí las cartas de un solitario. Mientras hablaba, siguió mirando al exterior, como si el extraño paisaje de tierra parda y roja, de verdes colinas y arbustos, le diera ánimos.
Relató sus primeros recuerdos, habló de Raisin y de cómo dejaba las cabras en el aprisco oculto para dedicarse a recorrer los bosques. Habló del día que conocieron a Kuta, y del ataque de epilepsia de Raisin, y de cómo Raisin se había convertido en una especie de agitador.
Mencionó también las cosas desagradables, los frecuentes reconocimientos médicos, las inyecciones y las píldoras, la disciplina y los ordenanzas, y que algunos miembros del grupo de edad desaparecían de pronto.
– ¿Y todo eso no te parecía extraño? -lo interrumpió Jude-. Lo de que la gente estuviese perfectamente saludable y luego, de pronto, se pusiera tan enferma que hubiera que operarla.
– No, en absoluto. Para nosotros, la vida era así. No conocíamos otra cosa. No olvides que no teníamos… mucha información. Aquello nos parecía lo normal. Durante mi infancia y primera juventud, nunca tuve ningún motivo para pensar que mi vida tuviese nada de raro. En realidad, durante mucho tiempo, nunca reflexioné sobre mi vida, ni para bien ni para mal.
La lluvia los alcanzó. Cayó de pronto a mares sobre el parabrisas y percutió con fuerte estruendo sobre el techo del vehículo. Jude puso en funcionamiento los limpiaparabrisas, que al principio ensuciaron el cristal delantero. Pero éste no tardó en quedar limpio y les permitió ver el fortísimo chaparrón que estaba cayendo sobre la carretera.
La tormenta hizo que Skyler recordase su huida por las marismas.
Luego contó la fuga de Raisin y su muerte.
– En el servicio fúnebre, Baptiste y los otros hablaron con tal emoción que casi parecían sinceros. Pero yo sabía que no lo eran. A fin de cuentas, ellos fueron los responsables de todo.
– ¿Viste tú o vio alguien el cuerpo de Raisin? -preguntó Jude.
– No. Estaba metido en un ataúd. Exponerlo hubiera sido demasiado cruel. Debía de estar hinchado y horrible.
Jude encendió un cigarrillo y bajó un poco el cristal de la ventanilla para que saliera el humo. Entraron unas salpicaduras de lluvia y le mojaron el cuello, pero él ni siquiera reparó en ello.
Skyler estaba hablando de su desilusión.
– Se produjo gradualmente, como una de esas ideas que, una vez se te ocurren, ya no las olvidas. Recuerdo haber leído que, a finales del siglo XV, los europeos llegaron a aceptar el hecho de que la Tierra no era plana. Creo que algo parecido me sucedió a mí. Poco a poco, mis creencias más básicas, el propio terreno que pisaba, se fueron hundiendo bajo mis pies. Se desmoronaron y sentí como si yo mismo me desplomase en el vacío. Ya no sabía a qué carta quedarme respecto a nada.
Tizzie habló por segunda vez desde el asiento posterior, lo cual sobresaltó a Jude, pues no se había dado cuenta de que estaba escuchando.
– Háblanos de Julia -le pidió con voz suave.
Y Skyler lo hizo. Les contó cómo era Julia de niña y que él, casi sin darse cuenta de que lo hacía, siempre la buscaba durante las clases, echaba un rápido vistazo para cerciorarse de que su alborotada mata de cabello estaba cerca. Habló del vínculo existente entre Julia, Raisin y él.
– Creo que, en el fondo, yo me sentía celoso -siguió-. Pensaba que Julia debía de querer a Raisin más que a mí. Resultaba lógico, porque él era mucho mayor, y más fuerte, y más inteligente. Por eso cuando se puso enferma y la operaron, cuando le dejaron aquella gran cicatriz en la espalda, yo me escabullí en el interior de la enfermería para verla y nos cogimos de las manos… Eso fue para mí el comienzo de un mundo nuevo y maravilloso.
Contó cómo Julia y él se habían consolado mutuamente tras la muerte de Raisin. Y finalmente, relató cómo llegaron a tener relaciones sexuales después de que ambos hubieron dejado de tomarse las píldoras, lo cual les produjo un renovado vigor. Explicó la señal que usaban para concertar sus citas -la piedra bajo el roble-, evocó sus encuentros en el viejo faro en cuyo interior revoloteaban los pájaros, y las intensas emociones que sintieron al tocarse. Según hablaba, la emoción lo fue embargando, y al fin tuvo que hacer una pausa.
Notó algo sobre el hombro. Era la mano de Tizzie. El contacto fue ligero, pero lo dejó estremecido.
– Pero… ¿cómo era ella? -preguntó Tizzie.
Skyler aspiró profundamente.
Parecidísima a ti.
Lo pensó pero no lo dijo. Se volvió hacia ella para mirarla y sintió como si le leyera los pensamientos. Permaneció unos segundos callado, por temor a que se le escapara algo.
Después habló del día en que el doctor Rincón llegó desde el continente para visitarlos. Los jiminis y el resto de los habitantes de la isla se prepararon durante días y días. Lo embellecieron todo, cortaron el césped del campus, y hasta la casa grande quedó presentable. Los jiminis vieron con asombro cómo llegaba avión tras avión cargado de invitados bien vestidos que luego se dirigieron a la mansión. Más tarde llegó el propio Rincón, aunque a los jiminis no les permitieron verlo y tuvieron que quedarse encerrados en los barracones. Aquella noche, Skyler y Julia discurrieron un osado plan: se escabullirían de los barracones y espiarían la reunión. Se habían subido a un árbol próximo a la casa grande y miraron por una ventana del piso de arriba, pero no lograron ver al doctor Rincón. Luego entraron a hurtadillas en el sótano. Julia se metió en un montaplatos y subió al primer piso, donde se estaba celebrando la reunión. La joven entreabrió la puerta del pequeño ascensor y miró por el resquicio mientras el fundador hacía uso de la palabra. Pero, debido a su defectuosa visión, la muchacha no pudo ver bien a Rincón, y Skyler se arrepintió de permitir que Julia corriera aquel riesgo. Ella no tardó en regresar y los dos volvieron a toda prisa a sus barracones.
– Julia oyó a Rincón mencionar una y otra vez «el cordero», y nosotros pensamos que estaba hablando de Cristo, pues estábamos familiarizados con la expresión «el cordero de Dios». Pensamos que le había entrado una especie de fiebre religiosa. Ahora comprendo que estaba hablando de Dolly. Debían de temer que la noticia acerca de la clonación les afectara de algún modo.
La lluvia amainó primero y después, tan súbitamente como había comenzado, cesó por completo. Jude desconectó los limpiaparabrisas. El negro asfalto de la carretera estaba lleno de charcos de los que se levantaban finas nubes de vapor.
Skyler habló de sus crecientes dudas y recelos, de la incursión a la sala de archivos y del descubrimiento del cuerpo de Patrick. Contó también que Julia intentó aprender el manejo de los ordenadores, y que creía haber descubierto la contraseña para acceder a los archivos.
Y, al fin, llegó a la parte que más temía: el último capítulo. Entrecortadamente, habló de la muerte de Julia, de cómo había desaparecido y él, desesperado, corrió desde la cabaña de Kuta hasta el barracón de las chicas, para dirigirse luego a la casa grande, donde encontró el cuerpo de la muchacha en el depósito de cadáveres del sótano, sobre la mesa de mármol, serenamente blanca y hermosa, pero grotescamente mutilada, abierta en canal, con las entrañas arrancadas.
Cuando terminó de explicar aquello, ya no tuvo ánimos para seguir hablando de su fuga ni de ninguna otra cosa.
En el coche reinaba el silencio. Jude encendió un cigarrillo. En el asiento de atrás, Tizzie, con las rodillas levantadas y abrazada a ellas, ladeó la cabeza para mirar a través de la ventanilla salpicada de gotas de lluvia.
– Dios mío, Skyler… cómo lo siento -dijo Jude al fin alargando una mano y palmeando la rodilla de su compañero.
Le había enternecido la historia de Skyler y la franqueza y la vulnerabilidad con que el joven la había relatado. Volvía a experimentar el deseo fraterno de proteger a Skyler. El mundo era un lugar grande y peligroso, y Skyler no estaba capacitado para enfrentarse a él. Jude tendría que ocuparse de que nada malo le ocurriese.
Sin embargo, al mismo tiempo que trataba de consolar a Skyler, estaba pensando en otra cosa. Durante su largo relato, Skyler había dicho algo que disparó un gigantesco timbre de alarma en la cabeza de Jude, ya que, aparentemente, confirmaba una sospecha que llevaba algún tiempo albergando. Y también había comenzado a sentir un nuevo recelo, éste de menor envergadura. Decidió que en cuanto se detuvieran para pasar la noche, trataría de salir de dudas.
Llegaron a Albuquerque y tomaron tres habitaciones situadas en la planta baja de un pequeño hotel de la avenida Central. Mientras se daba un baño caliente con la bañera llena hasta casi el borde, Jude reflexionó sobre la situación. Una vez se hubo secado y puesto unos vaqueros y una camisa limpios, se dirigió a la habitación de Skyler. Antes de llamar, aguardó unos momentos inmóvil frente a la puerta y le pareció oír voces dentro. Golpeó un par de veces con los nudillos.
Tizzie también estaba allí, sentada a los pies de la cama. La joven pareció turbada, y el propio Jude se sintió un poco incómodo, pero dejó de lado tal sensación y, mirando fijamente el rostro de Skyler, que tanto se parecía al suyo, dijo:
– Quiero enseñarte una cosa. Espero equivocarme, pero si no es así, procura no perder la calma.
Metió la mano en el bolsillo y sacó un papel doblado que procedió a desplegar y extender cuidadosamente sobre una mesa. Era la foto del juez que había cogido del archivo del periódico. Skyler la miró fijamente, con la boca entreabierta. Al ver la expresión de sorpresa que se extendió por sus facciones, Jude comprendió que sus sospechas estaban bien fundadas. Skyler conocía al retratado.
– ¿De dónde has sacado esto? -preguntó sorprendido y confuso.
– Es una foto del juez del que te hablé, el de New Paltz. Sospecho que la persona que asesinaron allí, quienquiera que fuese, tenía exactamente su mismo aspecto.
– ¿Qué sucede? -quiso saber Tizzie-. ¿De qué habláis? -Parece mayor -dijo Skyler-. Los ojos y el cabello son algo distintos, pero por lo demás es exacto a él… -Eso me temía -murmuró Jude. Skyler se sentó en la cama y se quedó serio y cabizbajo. -Vamos -insistió Tizzie-. Jude, por el amor de Dios, cuéntame lo que pasa. ¿De quién estáis hablando?
– De Raisin -dijo Jude-. No murió en el barco mientras intentaba huir de la isla. Eso fue una comedia. Llegó al continente y se dirigió a New Paltz, intentando probablemente localizar a su doble, el juez. Quizá incluso averiguó cuál era el nombre de su sosia antes de irse de la isla, y tal vez ése fue precisamente el motivo de su fuga. Quizá, lo mismo que Julia, logró averiguar la contraseña de los ordenadores.
– ¿Y qué fue de él? -preguntó Tizzie.
– Probablemente se puso en contacto con el juez y ellos lo mataron.
– ¿Y quiénes son ellos? -preguntó Tizzie perpleja.
– Eso es precisamente lo que tenemos que averiguar. Pero me apostaría cualquier cosa a que los responsables fueron esos matones del mechón blanco, los ordenanzas.
– O sea que, sean quienes sean, están dispuestos a todo -dijo ella-. Incluso a utilizar a los ordenanzas como asesinos.
– ¿Y a quién te refieres tú al decir «ellos»? -le preguntó Jude volviéndose hacia ella.
Pero Tizzie, preocupada, respondió con otra pregunta.
– ¿Y si esos ordenanzas están en estos momentos siguiendo nuestra pista?
No obstante, Jude seguía pensando en la pregunta que él le había hecho, y en aquellos momentos no se sentía con ánimos para tranquilizar a la joven. Sabía que luego, cuando volviera a su cuarto y recordase la conversación, volvería a darle vueltas y más vueltas al asunto.
Skyler tenía un aspecto terrible. El color había desaparecido de su rostro y la frente se le había perlado de sudor. Se tumbó en la cama y se volvió cara a la pared. Jude temió haberle dado la noticia de lo de Raisin con demasiada brusquedad. Tizzie le preguntó si se encontraba mal, le tocó la frente con la palma de la mano y dijo que parecía tener algo de fiebre.
Skyler dijo que deseaba quedarse solo. Sus acompañantes salieron de la habitación y cerraron la puerta con suavidad.
En el pasillo, Tizzie cogió a Jude por el codo.
– ¿Cómo supiste que el cuerpo era de Raisin? -preguntó.
– No estaba seguro, era una simple sospecha. Pero una sospecha bastante fundada. McNichol, el forense de Ulster County, identificó inicialmente el cuerpo como el del juez. El ADN era el mismo. Por lo tanto, se trataba de un clon. Y no fueron tantas las personas que huyeron de la isla. Además, recordé que el juez estaba tomando Depakote, que se usa para el tratamiento de la epilepsia. Una de las organizaciones a las que el juez pertenecía se dedicaba a reunir fondos para la investigación de desórdenes neurológicos. Hasta que oí la historia de Skyler, no supe que Raisin también sufría de epilepsia.
Tizzie lo miraba impresionada.
– ¿No te das cuenta? -continuó él-. Cada uno de los que están en esa isla es un clon de alguien del continente. Ése es el motivo de que los tuvieran allí. Una legión de dobles, eso es lo que son. Todo esto no es más que un horrible experimento.
Jude era consciente de que lo que estaba diciendo preocupaba a Tizzie, pero necesitaba airear las dudas que a él mismo lo estaban reconcomiendo.
– Hay algo que no entiendo en absoluto. Cuando el juez me vio, se llevó un susto de muerte. Prácticamente, se cayó de su sillón. Y no me explico por qué… En mi vida lo había visto. ¿Qué tengo que ver yo con él, o qué tiene que ver él conmigo?
»Y otra cosa. Cuando McNichol efectuó la autopsia, tomó muestras de los órganos para luego analizarlos, y alguien forzó la entrada en el quirófano y robó las muestras. ¿Por qué lo hicieron? Lo lógico habría sido que fuera para destruir las pruebas, de modo que a nadie le resultara posible demostrar que el cadáver era el de un doble. Pero, entonces, ¿por qué no se llevaron también las muestras de ADN? Fueron éstas las que al final establecieron la identidad del cadáver. Es absurdo, y la única explicación que se me ocurre es que no supieran lo que estaban haciendo. Pero no creo que fuera así. Querían aquellas muestras por algún motivo.
Tizzie, que parecía casi tan alarmada como Jude, retiró la mano del codo de éste. Dijo que se sentía indispuesta y que no le apetecía cenar. Dio media vuelta y se dirigió hacia su habitación. Jude la observó alejarse, con los hombros caídos, cosa inusitada en ella. Deseó seguirla, pero al comprender que hacerlo sería un error sintió un súbito aguijonazo de soledad.
Jude llamó al servicio de habitaciones y pidió un sándwich de jamón y queso, Coca-cola light, patatas fritas y café. Mientras esperaba a que se lo trajesen, abrió el ordenador y lo enchufó a la salida del teléfono. Se conectó a la red y no tardó en encontrar la página web de W en Jerome, Arizona. De nuevo la pantalla se llenó con la extraña imagen del lagarto encaramado a la roca. Entró en la sala de chat, en la que se estaba desarrollando un animado debate.
– ¿…Recuerdas a Titón?
– ¿A quién?
– A Titón… un personaje de la mitología griega. Era un joven y atractivo príncipe. Un día, Aurora, la diosa del amanecer, se enamoró de él. Quiso tomarlo como esposo, pero al fin y al cabo Titón no era más que un simple mortal con un lapso de vida corto, así que Aurora acudió a Zeus y le pidió que le concediera la vida eterna. Zeus lo hizo, y Aurora se llevó a Titón a su palacio. Durante años, todo fue bien y la pareja disfrutó de una permanente dicha. Pero hubo algo que Aurora olvidó.
– ¿El qué?
– Se le olvidó pedir para su príncipe el don de la juventud eterna. Así que Titón envejeció más y más, hasta que perdió toda su fortaleza, el cuerpo se le encogió, y su voz se convirtió en un débil quejido. El pobre sufría todo tipo dolores y apenas podía moverse. Se encogió tanto que Aurora lo metió en un cesto y lo dejó en un rincón de su palacio, donde Titón, que se sentía totalmente infeliz, sólo deseaba morir. Pero no podía, así que siguió encogiéndose y encogiéndose, hasta que al fin se transformó en cigarra, cosa que siguió siendo por el resto de la eternidad.
– Entiendo lo que dices, pero, a pesar de todo, sigo queriendo vivir muchos años. Pensándolo bien, ¿qué tiene de malo la vejez?
– Todo. La dentadura se te echa a perder, bajas de estatura, caminas como un inválido, pierdes el control de la vejiga, te quedas sin memoria… ¿Le llamas a eso vivir?
– Bueno, ya conoces el viejo dicho: donde hay vida hay esperanza.
– Tonterías. Prefiero mil veces al doctor Kevorkian.
– Veo que tenemos a un nuevo visitante. Hola, Ludita. Estamos hablando sobre la vejez y aquí, el amigo Maquiavelo, es de los que prefieren vivir de prisa y morir joven. ¿Qué opinas tú?
Jude escribió la primera tontería que se le ocurrió.
– Creo que la vejez es demasiado buena para desperdiciarla en los ancianos.
– Ja ja. Eres tan gracioso como tu nombre.
– ¿Alguno de vosotros ha hablado recientemente con Matusalén? -preguntó Jude yendo al grano.
– ¿Quién es?
– Yo lo conozco, pero ya no viene por aquí. Llevo varias semanas sin hablar con él. ¿Por qué?
– Por nada. Simple curiosidad. Otra cosa: ¿por qué se llama esta web Jerome Arizona?
– No lo sé.
– Creo que porque en Jerome estaban los propietarios de la web cuando ésta apareció, hace mucho tiempo. Pero ninguno de ellos ha vuelto a asomar por aquí.
– ¿Quiénes eran ellos? -preguntó Jude.
– No lo sé.
– Yo tampoco.
Jude no deseaba permanecer conectado a la red más tiempo del imprescindible.
– Tengo que marcharme -escribió.
– Okey. Recuerda: dentro de un minuto, te quedarán sesenta segundos menos de vida. Ja ja.
– Y hace un minuto a ti te quedaban sesenta segundos más de vida. Ja ja.
Salió de la sala de chat y, estaba a punto de apagar el ordenador, cuando advirtió que el icono del buzón estaba parpadeando. Alguien le había mandado un e-mail. Hizo clic sobre el icono, e inmediatamente apareció un mensaje en la pantalla cuyo remite no reconoció inmediatamente. En aquel preciso momento sonó una discreta llamada en la puerta, y a Jude el pulso se le aceleró, pues un sexto sentido le dijo que la que llamaba era Tizzie.
Leyó rápidamente el nombre del e-mail: procedía de la Universidad de Wisconsin y lo enviaba Hartman.
Se levantó y fue a abrir la puerta. En el umbral había un joven camarero sosteniendo una bandeja en alto. Servicio de habitaciones.
Jude lo dejó entrar. El camarero quitó la tapa de la bandeja, en la que había un pequeño sándwich rodeado de queso derretido. El camarero aceptó el dólar de propina sin articular palabra, salió y cerró la puerta con la prosopopeya de un mayordomo inglés.
Jude dejó la bandeja junto a la ventana y miró hacia la oscura y desierta calle. Pasó un coche lleno de adolescentes cuyas carcajadas se filtraron por el cristal hasta el interior de la habitación. Luego volvió el silencio. El sándwich estaba frío y correoso; lo dejó por la mitad y se comió las patatas fritas, empujándolas con tragos de coca-cola. Después bebió a sorbos el tibio café, con la vista en la calle. Pensó en su situación, en todas las posibilidades y permutaciones. Se sentía como caminando a tientas por la oscuridad. La alusión a la mitología griega le hizo pensar que se hallaba en el interior de un laberinto, doblando recodo tras recodo, a derecha e izquierda, sin ir a ninguna parte, pero consciente de que ante sí o a su espalda podía hallase el temido Minotauro, el monstruo con cabeza de toro y cuerpo de hombre, que se alimentaba de carne humana.
De pronto se fijó en la pantalla del ordenador portátil, que seguía encendida.
El mensaje de Hartman rebosaba cordialidad, pero era bastante sucinto.
He estado pensando en vosotros y preguntándome cómo irían vuestras indagaciones. Espero que recordéis mis sabios consejos. Cuanto más pienso en vuestra situación, más me convenzo de que estoy en lo cierto. Otra cosa que creo debéis saber: un par de días después de que os marchasteis, aparecieron por aquí dos hombres preguntando por vosotros. Eran del FBI, o al menos eso parecían indicar las placas que llevaban. No les dijimos gran cosa, aunque tampoco teníamos mucho que decir. Y no los invitamos a nuestro plato especial. Un abrazo, Hartman.