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CAPÍTULO 20

Siguiendo por la Ruta 40, llegaron a Flagstaff, Arizona, una ciudad situada entre pinares en lo alto de las montañas. Cuando llegaban a las afueras vieron tres toscas cruces clavadas en el suelo, cada una de ellas con un nombre pintado con rotulador.

De la autopista pasaron a una calle con semáforos llena de restaurantes de comida rápida y de hoteles: Burger King, Eco-no Lodge, Hilton, Hampton Inn, Del Taco, Sizzler y Denny s. En una gasolinera de Texaco vendían calaveras de res hechas de arcilla y polícromas piezas de alfarería hopi.

Tizzie ya se sentía mejor, pero Skyler, que iba atrás, se había pasado casi todo el viaje dormitando. Seguía encontrándose mal.

Jude buscó un lugar en el que alojarse. Estacionó frente a una casa de dos pisos situada frente a la pizzería Sbarro's y la hamburguesería Mountain Jacks. En el cristal de una de las puertas traseras un cartel anunciaba: Se alquilan habitaciones. Jude se apeó del coche y miró calle arriba y calle abajo. Se hallaban en el campus de la Universidad Northern Arizona. Por la calle se veía a infinidad de jóvenes estudiantes informalmente vestidos.

Jude volvió a meterse en el coche y puso el motor en marcha.

– ¿Por qué no alquilamos una de esas habitaciones? -preguntó Tizzie.

– El sitio es demasiado familiar. Seguro que la patrona mete las narices en los asuntos de todo el mundo y chismorrea con los vecinos. Llamaríamos demasiado la atención. Necesitamos un sitio anónimo, por el que pasen tantos viajeros que nadie se fije en nadie.

Enfilaron la Ruta 17 y setenta kilómetros más al sur Jude encontró lo que buscaba en Camp Verde, una moderna y anónima encrucijada de caminos. En una esquina había una gasolinera Giant en la que los precios se anunciaban con letras de más de medio metro de altura. Enormes surtidores de autoservicio permanecían a la sombra de la marquesina protectora. Enfrente había un Taco Bell y, separado de él por dos estacionamientos, un Country Kitchen. Al otro lado de la calle se veía un centro comercial coronado por un mástil de más de diez metros.

Un gran letrero azul y blanco con letras amarillas llamó la atención de Jude: Best Western. Junto a la puerta del motel-restaurante, un letrero verde y blanco anunciaba: Desayuno $2,99. El edificio, de ladrillo rojo, tenía dos plantas y era de forma rectangular, con amplias puertas color marrón y ventanas cuadradas cubiertas por dentro con tupidas cortinas que impedían el paso de la luz. En el centro del edificio, una escalera ascendía hasta una galería a la que daban las puertas de las habitaciones del segundo piso.

Jude entró a registrarse. Por la fuerza de la costumbre, pidió tres habitaciones. Al rellenar las tarjetas de registro, marcó con una cruz la casilla de pago en efectivo. La mujer del mostrador lo examinó de arriba abajo y miró hacia el coche, dentro del cual seguían Tizzie y Skyler. Exigió el pago por anticipado de dos noches de estancia. Jude metió la mano en un bolsillo y sacó un fajo de billetes grandes -el resto de los 4 000 dólares que había retirado en Nueva York- y, manteniendo el dinero por debajo del mostrador, separó doscientos y se los tendió a la mujer. La recepcionista le extendió un recibo y le dijo que podía estacionar el coche en el aparcamiento, situado en la parte posterior del edificio.

Se acomodaron en sus habitaciones, donde el calor era sofocante y tuvieron que conectar el aire acondicionado. Luego se reunieron a tomar café en el restaurante.

– Y ahora ¿qué? -preguntó Tizzie.

– Voy a husmear por ahí -dijo Jude-. Tú puedes hacer lo que quieras. En cuanto a él -añadió señalando a Skyler con un movimiento de cabeza-, creo que le vendrá bien acostarse y descansar.

– ¿No quieres que te acompañe?

– No, sólo voy a echar un vistazo -mintió Jude.

Echó a andar por la calle en dirección sur. La ciudad era bastante anodina, un simple conglomerado de viviendas, tiendas y escuelas. Su único rasgo notable era un espléndido panorama de lejanas montañas coronadas de nieve. Encontró con facilidad el Ayuntamiento y, una vez en él, se dirigió al Registro Civil, situado en el sótano. Oprimió un timbre y el sonido del zumbador hizo aparecer a un funcionario de mediana edad que pareció alegrarse de que alguien rompiera la monotonía de su jornada.

– ¿Qué desea? -preguntó sonriente.

Jude sacó una fotocopia de su partida de nacimiento y dijo que estaba de paso por la ciudad y sentía curiosidad por ver el documento original. El hombre le echó un vistazo a la fotocopia, se sentó a un ordenador y estuvo largo rato tecleando. Hizo una pausa para observar la pantalla y luego siguió tecleando. Al fin negó con la cabeza y regresó al mostrador.

– Pues debió de nacer usted en la parte alta de la zona montañosa. Porque en la época de su nacimiento, a los niños que nacían más allá de Cottonwood no los inscribían aquí, sino en la Mesa, en la reserva india -le explicó a Jude, quien lo miró desconcertado-. Así que, si quiere ver su partida de nacimiento, tendrá que subir hasta allí.

El hombre le indicó cómo llegar. Jude le dio las gracias y volvió a su coche. En el siguiente cruce, giró a la derecha por la 260, una angosta y sinuosa carretera que discurría entre promontorios cubiertos de hierba, arbustos y grandes rocas alisadas por la erosión. Llegó a Dead Horse Park, y a partir de allí la carretera no dejó de ascender en dirección a la Mesa. El fuerte viento impulsaba las plantas rodadoras contra las barreras de protección de la carretera.

Durante un tramo, la carretera discurrió paralela al seco cauce de un arroyo, pasando de orilla a orilla a través de angostos puentes. Cuando Jude miró hacia abajo, vio que el fondo estaba cubierto de rocas redondeadas que brillaban al sol. Llegó hasta un inmenso promontorio rocoso que tenía una extraña forma, parecida al puño de un gigante. Al acercarse, experimentó una extraña sensación de familiaridad. Y cuando rebasó el promontorio y siguió ascendiendo por la cuesta, la sensación persistió.

Todo en el paisaje -el calor, el sol reflejándose en los fragmentos de mica, los arbustos, la hierba y la tierra rojiza- se combinaba para retrotraerlo a su infancia. Sabía que había estado en aquellos lugares anteriormente. El recuerdo se fue formando poco a poco, como la foto de una Polaroid. Él iba en la parte posterior de un coche, un descapotable, el viento le revolvía el cabello y el ardiente sol caía implacable sobre él. Alguien conducía. Su padre. Al enfocar el objetivo del recuerdo, pudo ver su nuca, los cabellos que se agitaban al viento, los hombros caídos. Se sentía seguro, protegido y entusiasmado, todo al mismo tiempo. ¿Adonde se dirigían? No tenía ni idea pero tampoco le importaba, porque había depositado toda su confianza infantil en un adulto. Aquélla era una sensación que no volvió a experimentar.

Dobló un recodo del camino y la visión se esfumó, pero lo dejó confuso. Apretó el acelerador y le gustó sentir la potencia del coche al tomar las curvas, siempre cuesta arriba. Al fin llegó a una pequeña meseta y allí, a la derecha, donde el funcionario del Registro Civil le había dicho que lo encontraría, había un camino de tierra que descendía por un cañón. Un polvoriento letrero indicaba que por allí se iba a la reserva india de Camp Verde.

Se metió por el camino, que discurría por el fondo del cañón durante casi un kilómetro. A ambos lados se alzaban enormes promontorios rocosos entre los que sólo existía la separación suficiente para que el camino los atravesara. Luego los promontorios quedaron atrás y Jude vio ante sí una polvorienta llanura y un grupo de edificios de madera.

El coche se detuvo entre una nube de polvo frente al edificio principal. Atado a una pequeña cerca de estacas había un burro con una manta de colores sobre el lomo. El animal volvió la cabeza para mirar a Jude cuando se apeó del coche. El calor era asfixiante y Jude notó quebrarse la hierba bajo sus pies como si estuviera petrificada.

Oyó el zumbido de las moscas que volaban en torno al burro y que éste trataba de espantar con movimientos de cola. Frente al coche, sobre la cerca de madera, Jude vio un lagarto de más de un palmo de longitud sentado a la sombra. Rodeó la cerca sin que el lagarto le quitara ni por un momento la vista de encima.

Traspuso el umbral de la puerta del edificio, en cuyo interior encontró a dos mujeres y un viejo, los tres de raza india. Sólo el viejo lo saludó, con una leve inclinación de cabeza. Jude le explicó lo que buscaba y, sin decir palabra, el hombre lo condujo a una habitación del fondo, tres de cuyas paredes estaban llenas de viejos ficheros. Después lo dejó solo. En el cuarto había una única ventana cuyos gruesos cristales resultaban casi opacos a causa del polvo. Las tablas del suelo crujían al pisarlas. Hacía un calor achicharrante y en su camisa no tardaron en formarse grandes manchas de sudor bajo las axilas.

Localizó el archivador que buscaba y lo abrió. Estaba lleno de viejas fichas de cartulina. En todas aparecían nombres y fechas y, en algunas, la huella dactilar de un niño. La mayor parte de los nombres eran navajos. Siguió hojeando las fichas y no tardó en encontrar una con su nombre. Estaba escrita a mano, con recargada caligrafía. Fecha de nacimiento: 20 noviembre 1968. Lugar de nacimiento: Jerome, Arizona. Peso: 3,172 kilos. El nombre del médico que atendió el parto era ilegible. De pronto, se detuvo sorprendido. El nombre que aparecía en la ficha era Judah. Resultaba extraño. ¿Por qué había creído durante todos aquellos años que era Judas? ¿Quién se lo había dicho? ¿Su padre? Allí estaba el nombre de su padre: Harold. El de su madre parecía haber sido borrado. Resultaba extraño.

Cerró el cajón del archivador, abrió otro y comenzó a examinar su contenido. Tampoco ahora tardó en dar con lo que buscaba: el nombre de Joseph Peter Reilly. Reilly había nacido cinco meses después que él. Jude ya suponía que la ficha estaría allí, pero pese a todo seguía resultando sorprendente verla ante sí, escrita con la misma florida caligrafía, y darse cuenta de que tanto él como el juez habían pasado la primera infancia en aquellas montañas. Sin embargo, eso no explicaba el sobresalto que se llevó Reilly al verlo. Después de tantísimos años, era muy poco probable que el juez lo hubiera reconocido. De algún modo, Reilly sabía quién era Jude, y que ambos habían pasado la infancia en la misma secta del desierto.

Al fin, con un nudo en la garganta, buscó la tercera partida de nacimiento, la que deseaba no encontrar. Pero, naturalmente, también estaba allí. Jude permaneció largo rato con la mirada en la ficha.

Pasó más de una hora examinando los archivos, buscando más fichas escritas con la misma letra; pero eran simplemente demasiadas y resultaba imposible examinarlas todas. El calor era sofocante y el descubrimiento que acababa de hacer lo hacía sentirse deprimido, así que al cabo de un rato cerró el sexto cajón y, dejando una docena larga sin abrir, salió del cuarto de archivos. El viejo le dirigió una inclinación de despedida. Jude abrió la puerta y salió a la calle. Sobre la cerca seguía el mismo lagarto de aspecto inescrutable, casi malévolo.

Subió al coche e inició el regreso a Camp Verde.

Para cuando Jude regresó, Skyler estaba más animado y tenía mejor aspecto. Permanecía sentado en la cama viendo reposiciones de viejas telecomedias. Tizzie paseaba de arriba abajo y no dejaba de quejarse de que se estaba volviendo loca de aburrimiento. Así que decidieron irse a pasar la noche en Phoenix para «tomarse un descanso», como dijo ella.

Mientras iban por la Ruta 17 en dirección sur, en paralelo al barranco de Agua Fría y perdiendo altitud a tal rapidez que notaban el efecto de la presión en los oídos, Tizzie y Jude tuvieron una discusión. Empezó en el estacionamiento del Best Western, cuando Tizzie se ofreció a llevarlos en su coche.

– ¿Tu coche? -preguntó Jude-. ¿De qué coche hablas?

– Del que alquilé. No creerías que iba a pasarme todo el día cruzada de brazos.

– ¿Y cómo pagaste?

– Con tarjeta de crédito.

– Pueden localizarnos por ella -le dijo furioso-. ¿Por qué crees que he tenido tan buen cuidado de pagar en todas partes con dinero en efectivo?

– No creo que localizarnos sea tan fácil -respondió ella-. Y, aunque lo sea, para cuando lo hagan, nosotros ya no estaremos aquí.

– Cometiste una estupidez. En Nueva York me estaban vigilando, y a Skyler y a mí deben de andar buscándonos por todas partes. Y tú, con tu imprudencia, probablemente les has indicado por dónde deben iniciar la búsqueda. Si van detrás de mí, también van detrás de ti, recuérdalo -le espetó mientras ella le escuchaba en silencio-. Ayer mismo te preocupaba que los ordenanzas nos siguieran. ¿Ya lo has olvidado?

– No.

Pasaron una rampa de frenado para camiones, un desvío que iba a parar a una larga cuesta arriba que parecía una pista para saltos de esquí. Luego llegaron al letrero que marcaba la desviación a la Ruta 260 que Jude había tomado anteriormente.

– De todas maneras, ¿dónde demonios estuviste? -preguntó Tizzie-. Nos dejaste solos durante un montón de horas.

Jude no prestó atención a la pregunta. Tenía que conseguir que a Tizzie se le metiera en la cabeza lo grave que era la situación. Le habló del e-mail de Hartman.

– ¿El FBI? -preguntó ella-. ¿Por qué iban a buscarnos los federales? ¿Qué motivo pueden tener para meterse en un asunto como éste?

– Ojalá yo lo supiera, porque entonces también sabría en qué clase de lío estamos metidos. Lo único que tengo claro en estos momentos es que no podemos confiar en nadie. En nadie en absoluto. Y también sé que no debemos facilitar el trabajo a nuestros perseguidores dejando pistas por todas partes. Las tarjetas de crédito son lo primero que investigan.

Tizzie se quedó en silencio y Jude creyó que la había convencido. Cuarenta minutos más tarde, tras cruzar el desierto, llegaron a Phoenix. La transición del desierto y los cactus a las autopistas y los centros comerciales resultó tan brusca que les dio la sensación de que faltaba una zona intermedia. Pasaron ante un Economy Inn, un Souper Salad y una sucesión de gasolineras, bancos y clínicas. Todas las calles tenían el mismo aspecto. No se veía a nadie en las aceras y las paradas de autobús estaban igualmente desiertas.

Al fin llegaron a Mr. Lucky, un bar especializado en música country situado en la calle Grand que tenía un gran letrero luminoso en la fachada con la figura de un comodín. Estacionaron en un aparcamiento lleno de camionetas. Cuando abrieron las puertas del coche, el calor los golpeó como un ardiente manotazo. En el camino hacia la entrada pasaron junto a una pareja que se besaba a la sombra del edificio.

– Bueno, Skyler, ahora vas a conocer la auténtica Norteamérica -dijo Jude.

Entraron en el local. El gemido de los violines de una banda country ahogaba el sonido de las voces. El aire de la sala estaba lleno de humo de cigarrillos. Sobre una pista de baile de madera, hombres con sombreros vaqueros, pantalones ceñidos y botas, y mujeres en blusa y shorts bailaban formando fila. Por el sistema de megafonía anunciaron una oferta especial: botellas de cerveza a cincuenta centavos.

Jude encendió un cigarrillo y, sonriendo de oreja a oreja, declaró:

– Éste es un sitio de los que a mí me gustan.

Se abrió paso hasta la barra y momentos después reapareció con tres jarras de cerveza en las manos. Luego los tres se dirigieron a la parte posterior del local y salieron a un corral de rodeo circundado por una barrera de madera con la inscripción: Aquí termina el asfalto y comienza el oeste. Se encaramaron a la tribuna de espectadores, encontraron tres puestos libres y se sentaron a beber sus cervezas bajo el sol.

En una cercana torre de madera mostraron un letrero con un nombre y por el sistema de megafonía anunciaron la identidad del próximo desbravador. En el otro lado del ruedo, una puerta de madera se abrió de pronto y por el toril salió un vaquero, con un número en la espalda, montado en un novillo. Se sujetaba con una mano entre las piernas mientras agitaba en el aire el otro brazo tratando de evitar que el encabritado animal lo derribase. Cinco segundos más tarde, el desbravador cayó al suelo entre las patas del novillo. Salieron al ruedo dos hombres agitando banderas para distraer al animal, y el vaquero aprovechó para ponerse en pie y echar a correr hacia la barrera cojeando perceptiblemente.

Cuando se terminaron las cervezas, Tizzie fue a por más. Por el toril apareció otro vaquero a lomos de otro novillo. Jude observó a Skyler, que no perdía detalle del espectáculo.

– Ya sé lo que estás pensando -dijo-. Que te gustaría probar.

Skyler lo miró sonriendo, y Jude comprendió que había acertado.

– A mí me ocurre lo mismo -dijo.

– Ten en cuenta que yo no soy exacto a ti -respondió Skyler.

Acabaron sus cervezas y en la siguiente ronda Jude se pasó al whisky. Después de beberse tres o cuatro vasitos comenzó a tener dificultad para enfocar la mirada. Mientras por el toril salía el siguiente desbravador, a Jude comenzó a darle vueltas la cabeza. Contemplando el espectáculo se preguntaba ociosamente de parte de quién debía ponerse: ¿del vaquero que trataba desesperadamente de no caer, o del animal que trataba con no menor desesperación de librarse de su jinete? Le pidió un cigarrillo a un hombre sentado tras él y, al encenderlo, casi se quemó los dedos con la cerilla.

Tizzie no le quitaba ojo.

– Tómatelo con calma, Jude -aconsejó.

– La verdad es que este paseo por el callejón de los recuerdos resulta un poco difícil de asimilar. ¿Tú nunca has sentido la comezón de la nostalgia? -le preguntó Jude con evidente doble intención.

– Estás borracho.

Él interpretó el comentario como la invitación a otra ronda. Como sus compañeros no se apuntaron, se dirigió al bar y se sentó en una banqueta. Se bebió otro whisky de un trago y pidió más.

– Tranquilo, amigo -le dijo la camarera-. Creo que por esta noche ya has bebido bastante.

Él la miró con ojos turbios.

– Se terminó la celebración -siguió la mujer en tono amable.

– No es una celebración, sino todo lo contrario -murmuró Jude.

En aquel momento Tizzie y Skyler aparecieron en la barra diciendo que ya era hora de irse. Lo ayudaron a ponerse en pie y lo condujeron a través del bar, del bullicio y de la música hasta el exterior. Jude sintió la bofetada del calor y notó que alguien le registraba los bolsillos en busca de las llaves del coche. Oyó que Tizzie le decía a Skyler:

– Yo conduzco.

Y lo depositaron en el asiento trasero.

– No te puedes fiar de nadie -murmuró-. De nadie en absoluto.

El coche se puso en marcha y salió del estacionamiento. Jude trató de enfocar la mirada en la cabeza de Tizzie, cuyos cabellos se recortaban contra los faros de un coche que llegaba de frente.

Cerró los ojos y lanzó un suspiro. Estaba exhausto. Lo único que deseaba era dormir durante una semana. En su ebriedad, deseó que Tizzie se sentara a su lado, le acunara la cabeza en el regazo y le acariciase el cabello al tiempo que le murmuraba que no se preocupase, porque todo saldría bien. El sueño no se hizo realidad, ni tampoco Jude lo esperaba.

Tizzie condujo lenta y cuidadosamente. Los faros del coche que iba detrás en ningún momento dejaron de molestarla. La joven advirtió que el vehículo tomaba por los mismos desvíos que ella en todos los cruces de la Ruta 17 hasta llegar al Best Western. Recordó su pelea con Jude de aquella tarde. El mero temor a que ese coche los estuviera siguiendo demostraba bien claramente que Jude tenía razón.

Jude se levantó temprano y combatió la resaca con dos tazas de café solo y un desayuno de huevos revueltos y beicon. En recepción pidió una llave maestra que luego utilizó para entrar en la habitación de Tizzie y recoger las llaves del coche. Las encontró en la cómoda, sobre un montón de billetes arrugados. La joven dormía boca arriba, con un brazo sobre la frente.

En el exterior, el cielo era entre rosado y azul, y estaba salpicado de pequeñas nubes. El calor aún no había empezado.

Avanzó por la Ruta 17 en dirección sur, tomó el mismo desvío por la 260 Oeste y pasó ante la gran roca con forma de puño de gigante, pero esta vez, al llegar al desvío de la reserva india, siguió recto. La carretera se hizo cada vez más estrecha y empinada. Cruzó la pequeña población de Cottonwood y al llegar a la 89 dobló a la izquierda en dirección a Jerome. La carretera seguía subiendo y en la distancia se divisaban las cumbres de la cordillera Black Hills.

Esperaba volver a experimentar la misma sensación de familiaridad, de cosa ya vista, pero no fue así. El agreste y quebrado paisaje no evocaba en él recuerdo alguno. En la ladera de uno de los montes divisó las instalaciones de una vieja mina, y más adelante volvió a ver otras similares. Las curvas de la carretera se hicieron cada vez más cerradas, y el coche coleó varias veces al tomarlas. Llegó a un barranco cuyo cauce estaba teñido de rojo, indicación de que había en las proximidades una vieja mina de cobre. Más tarde, tras pasar ante una quebrada sobre la que se alzaban las esqueléticas estructuras de unas viejas casas, vio un letrero que anunciaba: Jerome. Y, bajo el nombre: «Altura, 1600 metros.» Y, más abajo: «Fundada en 1876.»

Recordó lo que había leído acerca del lugar. Jerome fue en tiempos un lugar próspero debido a las minas de cobre, plata y oro que había en los alrededores. En su momento de mayor auge, allá por los años treinta, alcanzó los quince mil habitantes. Luego el precio del cobre se hundió y el número de habitantes descendió igualmente, hasta que quedaron sólo cinco mil, en su mayoría mineros, borrachos, tahúres, rufianes y prostitutas. Los mineros siguieron trabajando en la vieja United Verde, a las órdenes de Phelps Dodge, hasta que, en 1953, la mina se agotó por completo, todos se fueron y el lugar se convirtió en un pueblo fantasma. Recientemente había recuperado una parte de su vitalidad debido a la llegada de los hippies, que se habían instalado en las viejas casas y vivían de vender baratijas a los turistas.

El camino descendió durante un trecho y volvió a ascender en una cuesta tan larga y pronunciada que Jude notó que la espalda presionaba con fuerza contra el respaldo. A mitad de la ascensión, el camino comenzó a deteriorarse. Había largos tramos sin barrera de protección y la calzada estaba llena de piedras y tierra que se habían desprendido. Jude conducía despacio y en zigzag para sortear los obstáculos. En determinado momento, cuando el coche pasó por encima de un montón de tierra y las ruedas delanteras se elevaron, creyó percibir un movimiento en el retrovisor. Parecía como si más atrás, en el mismo camino, hubiera un coche ascendiendo por una pronunciada cuesta. A partir de entonces no le quitó ojo al retrovisor, pero el otro coche no tardó en desaparecer tras un promontorio. Al fin, su automóvil coronó la cumbre y Jude vio aparecer ante sí la pequeña altiplanicie sobre la que se alzaban las casas y las calles de Jerome.

La calle mayor estaba llena de grietas y socavones, pero no se hallaba del todo desierta. Vio varios coches y a media docena de personas caminando por las calles. Una de las aceras estaba llena de escaparates de tiendas. Muchas de éstas se hallaban cerradas y sumamente deterioradas, pero otros locales estaban abiertos: una pizzería, un bar, una cafetería y un museo. La calle describía una curva y volvía sobre sí misma a un segundo nivel, donde las estructuras de madera se alzaban formando extraños ángulos. En el centro estaba el viejo edificio de tres pisos del hotel Central. Las barandillas de sus triples balcones parecían en perfecto estado de conservación. El camino continuaba más allá.

Jude, haciendo caso a su instinto, siguió hacia adelante montaña arriba. Junto al camino había postes telefónicos inclinados o caídos, casas a medio terminar y viejas y renegridas cabañas abandonadas hacía décadas.

Tres minutos más tarde, llegó a un camino lateral de tierra. Se metió por él y, kilómetro y medio más adelante, encontró una pequeña población. Estacionó el coche, lo cerró y echó a andar por el centro de la única calle. En los alrededores no había nadie. Vio una antigua barbería, con el escaparate roto y las hierbas trepando por los viejos asientos de cuero. Toda una sección de las fachadas se había derrumbado hacia atrás y, por encima de los restos de las casas, se veía un espectacular panorama de valles verdes y rojas colinas que se prolongaba hasta perderse de vista.

Entró en una destartalada y polvorienta tienda. Mientras caminaba sobre las crujientes tablas vio, en la penumbra, hileras de cubos de madera vacíos y largas filas de estantes no más llenos. En un rincón descansaba una vieja caja registradora de complicados adornos. El polvo lo cubría todo y en su superficie se advertían los surcos que a su paso habían dejado los lagartos. Jude salió a la calle.

El local contiguo era un bar. Junto a la puerta, un viejo letrero anunciaba que el propietario del local había sido Thomas J. O'Toole. En el interior, la capa de polvo tenía dos dedos de grosor. La barra medía siete metros de largo y llegaba hasta la altura del pecho. Sobre ella, un gran espejo, típico de las tabernas del Oeste. En una mesa de madera había una botella sin destapar cuyo contenido parecía haberse solidificado.

Dos puertas más allá había una casa de tablas cuya pintura verde casi había desaparecido. Los ventanales delanteros estaban cubiertos con una lámina de hojalata oxidada sujeta a la pared por medio de unos alambres. Jude empujó la puerta. El recibidor estaba vacío, y se veían pisadas en el polvo que cubría los peldaños de la escalera. Entró en una salita, de cuyas ventanas aún pendían los restos de unos amarillentos visillos de encaje. En un rincón había una máquina de coser Singer de pedal y, junto a ella, una silla de madera. Bajo la silla, un par de viejos zapatos.

En la parte de atrás encontró un porche de madera salpicado de piedras y matojos; parecía en tan mal estado que Jude decidió no poner a prueba su resistencia. Volvió al recibidor y subió la escalera levantando pequeñas nubes de polvo. En el piso superior, el techo era bajo y el pasillo angosto y oscuro. Miró en el primer dormitorio, que estaba vacío salvo por una mecedora y una estantería que contenía una docena de libros viejos; empujó la mecedora y los balancines dejaron alargados surcos en la alfombra de polvo que cubría el suelo. De pronto le pareció oír un sonido en la planta baja y permaneció inmóvil durante casi un minuto. No volvió a oír nada. En el segundo dormitorio vio una escoba que alguien había utilizado para limpiar a la perfección uno de los rincones, donde habían dejado un colchón manchado y un plato con una vela. En el suelo había un morral, y sobre él un ejemplar abierto de la revista Penthouse. La fecha era de hacía tres meses.

De pronto, Jude respingó. Se oía un estruendo, una especie de rugido lejano que parecía hacer vibrar incluso las paredes de la habitación. El sonido se hizo más y más fuerte. Al principio pensó que se trataba de un corrimiento de tierra que iba a sepultarlo vivo, pero luego se dio cuenta de que era el ruido de unos motores. Corrió al dormitorio principal y se asomó a la ventana cuando el rugido alcanzaba ya niveles ensordecedores. Un grupo de motoristas estaba atravesando el pueblo entre una nube de polvo. Los motoristas eran cinco o seis, hombres corpulentos cuyos protuberantes abdómenes reposaban sobre los depósitos de gasolina. El grupo desapareció camino adelante tan rápidamente como había aparecido.

Mientras los seguía con la mirada, Jude reparó en el camino que seguía ascendiendo hacia la montaña. Y, súbitamente, supo que tenía que seguir por allí. Le era imposible explicar cómo lo sabía; pero lo sabía. Bajó la escalera, salió a la calle y miró en torno. Y se dio cuenta de que, desde su llegada a esos parajes, algo lo tenía desconcertado o, mejor dicho, lo que lo tenía desconcertado era la ausencia de algo; la ausencia de aquella inefable sensación de familiaridad que experimentó la primera vez que enfiló la Ruta 260. Si había crecido en aquella zona y había pasado allí su infancia, ¿por qué no recordaba nada de todo aquello? ¿Y por qué de pronto sabía con toda certeza que el lugar al que deseaba llegar se encontraba siguiendo el camino de montaña?

Fue hasta su coche y vio que un poco más abajo se hallaba estacionado otro vehículo, un Cámaro azul. ¿Sería el coche que había visto por el retrovisor? Le echó un buen vistazo: matrícula de Arizona, nada fuera de lo normal. Y ni rastro de su propietario.

Montó en el coche, lo puso en marcha y al cabo de cinco minutos llegó a una desviación a la derecha, un angosto sendero de tierra lleno de agujeros y surcado por rodadas. Un maltrecho cartel señalaba el camino hacia la mina Gold King. Jude supo, incluso antes de fijarse en el polvo que levantaban los motoristas, que por allí debía desviarse. Todo lo que lo rodeaba le era familiar: los árboles, la inclinación del terreno, el aspecto del cielo. Era como si de pronto hubiera vuelto a su pasado a través de una puerta mágica. La sensación resultó al mismo tiempo estremecedora y tonificante.

El camino era corto. Tras una breve cuesta, llegaba a la cima de una colina. Cuando Jude bajó la vista desde el interior del coche fue como si mirase hacia el cráter de un volcán. Allá abajo había una mina a cielo abierto y un grupo de edificios de madera compuesto por viejos almacenes, dormitorios, despensas y una docena de cobertizos. También se veían grandes montones de piedras y un tendido ferroviario. Y en el centro un gran horno de fundición gris provisto de una gigantesca chimenea de ladrillo rojo. Jude la recordó inmediatamente. La había visto desde todos los ángulos posibles. Se conocía al dedillo todo aquel paisaje, sólo que ahora, comparándolo con las imágenes que durante tantos años habían dormitado en su memoria, todo le parecía mucho más pequeño, casi liliputiense.

Condujo lentamente por la vía de acceso que corría paralela al borde de la mina. En la ladera, un poco más arriba, había una pequeña cabaña frente a la cual se hallaban las motos, apoyadas en sus soportes. Sobre una de ellas, un hombre que llevaba una camiseta negra fumaba un cigarrillo sin quitarle ojo a Jude. El periodista detuvo el coche antes de llegar al sendero de descenso hacia la mina, y estacionó en un pequeño istmo que separaba la mina de la alta escarpadura desde cuya cima se dominaba todo el valle Verde.

Jude cogió una linterna de la guantera y echó a andar camino abajo. En algunos tramos, la bajada era tan pronunciada que tenía que clavar los talones en la tierra. Al llegar abajo, el instinto le dijo que debía seguir derecho. Entró en un gran edificio que en tiempos había albergado las oficinas de la explotación minera. Muchas generaciones de botas habían dejado su cóncava huella en los peldaños de madera. Creo que he estado aquí cientos de veces, se dijo Jude. Volvió sobre sus pasos y, desde el umbral de la entrada, examinó el paisaje. Qué extraño hallarse allí, como un gigante de regreso en el hogar, contemplando aquellos minúsculos edificios y la chimenea, que era lo único que no parecía misteriosamente empequeñecido.

De pronto, y con la misma certidumbre que lo había conducido hasta allí, supo adonde debía dirigirse a continuación. Salió del edificio y dejó que sus pies lo llevaran a través del campamento y por un sendero quebrado que conducía hacia la cumbre de la colina. Siguió caminando y al fin se detuvo frente a un enorme orificio abierto en el costado de la montaña. Era la entrada de la mina subterránea. Se metió por ella y tocó las ásperas paredes de roca con la palma de la mano derecha. Luego se dio media vuelta y contempló el paisaje: los tejados de los edificios, la fundición, la chimenea… Todo encajaba a la perfección con el molde de sus recuerdos. Sin saber por qué, sintió una extraña inquietud.

Giró sobre sus talones y se adentró veinte pasos en el túnel, hasta que las sombras lo envolvieron. Encendió la linterna y la apuntó arriba y abajo; su haz iluminó el techo de la galería, que estaba formado por una masa compacta de tierra y rocas. De algún remoto lugar de su recuerdo surgieron prudentes advertencias acerca del peligro que suponían los derrumbes y los corrimientos de tierra, y Jude volvió a sentir el terror infantil a ser enterrado vivo. Pese a ello, siguió adelante y, según se adentraba en el oscuro pasadizo, se fue sintiendo más y más tranquilo. Llegó a una intersección; a la izquierda había una gran galería surcada por los raíles que utilizaban las vagonetas de mineral, y en el barro endurecido se veían nítidamente las huellas de los cascos de las muías. Pero Jude sabía que debía desviarse por el túnel de la derecha, que era de menor tamaño.

Unos treinta metros más adelante, el túnel descendía y pasaba bajo unos pandeados soportes de madera. Después se estrechaba hasta el extremo de que a Jude le era posible tocar ambas paredes a la vez. Y fue entonces cuando volvieron, redoblados, sus miedos infantiles. Una oleada de claustrofobia lo envolvió pro(luciéndole tal impacto que decidió sentarse y permanecer sin moverse un buen rato. Transcurridos diez minutos completos, se levantó, siguió caminando y llegó a otra bifurcación. Esta vez torció a la izquierda y se dio cuenta de que había seguido una gran flecha blanca pintada en la superficie de la roca. Recordaba de algo aquella flecha. Treinta metros más adelante tuvo que detenerse ante los restos de un antiguo derrumbamiento. Una viga se había partido y una de sus mitades se hallaba atravesada en el túnel; la tierra y los cascotes habían formado una barrera que impedía totalmente el paso. Jude sintió una complicada mezcla de emociones: por un lado, no iba a poder llegar a un destino que lo atraía con fuerza inexplicable; y por otro, casi le alegraba tener que dar media vuelta y volver al exterior.

Pero entonces se dio cuenta de que bajo la media viga no había nada, sólo una oscura oquedad. Apuntó el haz de la linterna hacia el hueco. Lo que se había desplomado no era sólo una viga, sino todo un techo, bajo el cual había quedado una especie de pasadizo de poco más de cincuenta centímetros de altura. Quizá podría atravesarlo gateando. Lo inspeccionó detenidamente con la linterna; se estrechaba hacia el fondo, lo cual quería decir que correría el riesgo de quedarse atascado… o quizá algo peor. Podía alterar el precario equilibrio de las maderas y los cascotes y provocar un nuevo derrumbamiento. Miró de nuevo el angosto pasadizo tratando de dominar el pánico que le oprimía el pecho. Se puso a gatas y se tumbó de bruces. Bajó la cabeza y comenzó a reptar, con la linterna por delante, impulsándose con los pies en el suelo de roca. Cerró los ojos y siguió avanzando. Notaba la humedad de la roca que lo rodeaba, la inmensidad de la pétrea crisálida en cuyo interior se hallaba, y percibía lo viciado que estaba el aire que le entraba en los pulmones. A mitad del pasadizo se detuvo y abrió los ojos. Fue un error, pues la madera de arriba y la roca de debajo parecían converger formando una especie de cuña. Las paredes del pequeño túnel se hallaban a menos de un palmo de su nariz. Cerró de nuevo los ojos y siguió reptando: otros quince centímetros, otro palmo… Notó el roce de un madero en la espalda y oyó un sonido. Algo se había movido y vio que del bajo techo caía un reguero de polvo que formó rápidamente un pequeño montículo sobre el suelo.

Y, de pronto, llegó al final del pasadizo. Sacó las piernas y se puso en pie jadeando. Pero no permaneció inmóvil mucho rato. Un somero vistazo a la luz de la linterna le bastó para darse cuenta de que ya casi había llegado a su destino. Caminó otros diez metros y el túnel se abrió bruscamente: estaba en la boca de una gran caverna. El suelo era de roca lisa y los costados se alzaban como muros. Del techo pendían cables eléctricos de los que colgaban casquillos de bombilla, había tuberías de agua y, cosa aún más sorprendente, también había mobiliario y equipo. Jude recodaba aquella sala. La había conocido de niño.

Movió lentamente el haz de la linterna en todas direcciones y vio los restos del equipo que en otro tiempo estuvo allí instalado: largas mesas blancas de superficie esmaltada, fregaderos dobles, estantes para almacenar matraces, probetas y microscopios, e incluso perchas para las batas y las mascarillas. Era el emplazamiento ideal para un laboratorio: aislado bajo tierra del mundo exterior, sin contaminantes, con una temperatura constante y unas condiciones casi herméticas. Jude se dijo que aquél también era el escondite perfecto.

Inspeccionó la sala. Daba la sensación de que nadie había pasado por allí en mucho tiempo. Abrió los cajones, examinó los estantes, miró en los cubos de basura. Se lo habían llevado todo menos el equipamiento más básico. En un rincón se veía un montón de basura. Entre los desperdicios había cajas de cartón vacías, un pequeño aparato esterilizador al que le faltaba el cable eléctrico, pilas usadas y varios pares de guantes de látex. Cerró los ojos y trató de imaginar el lugar plenamente equipado y funcionando, pero las imágenes parecían hallarse fuera de su alcance.

Entonces oyó un ruido.

Procedía del túnel por el que había llegado y era una especie de tenue rumor que muy bien podía ser el de unos pasos. Apagó la linterna y, cuando la caverna quedó totalmente a oscuras, distinguió un punto de luz al fondo del túnel cuya intensidad parecía fluctuar como si estuvieran manipulando la mecha de un quinqué. Jude no tardó en comprender que se trataba del haz de una linterna yendo y viniendo por el túnel. Sintió un escalofrío y notó un nudo en la boca del estómago. Se desplazó hacia un lado de la caverna. Tanteando, tocó la pulida superficie de una mesa, luego nada, luego la pared de roca y, siguiéndola, llegó hasta un gran armario. Se escondió sigilosamente tras él y esperó, siempre con la vista fija en el pequeño punto de luz.

El sonido aumentó de volumen. Jude comprendió que su perseguidor, quienquiera que fuese, estaba atravesando el mismo angosto túnel que él había usado. Por un instante se planteó la posibilidad de correr hasta el túnel para caer sobre el intruso en el momento en que éste saliera del pasadizo. Sin embargo, no se movió de su escondite. Los gruñidos de alguien haciendo esfuerzos sonaban tan cerca que Jude comprendió que ya era demasiado tarde para hacer nada contra su perseguidor.

La luz era más brillante y se movía de un lado a otro. Sin duda, el intruso ya se había puesto en pie. Jude se pegó a la pared y permaneció inmóvil, sin respirar apenas. Los segundos discurrieron lentos, hasta que la luz inundó la sala como una explosión. El haz de la linterna del intruso iluminó el otro extremo de la sala y Jude, medio cegado, alcanzó a distinguir el redondo borde metálico de la linterna, el fuerte haz abriéndose en V y la tenue forma de la mano que la empuñaba.

El desconocido se desplazó hacia el muro contra el que estaba Jude y, lentamente, comenzó a rodear la sala sosteniendo la linterna ante sí como si fuera un escudo protector. Jude contuvo el aliento mientras el intruso seguía acercándose. Cuando estuvo prácticamente a su lado, lo agarró con ambas manos. La linterna rodó sobre el suelo de roca, y su haz iluminó el techo y las paredes de la caverna. Un breve grito de sorpresa y un movimiento de resistencia. Jude sintió el golpe de un brazo bajo la barbilla, pero no soltó al intruso y logró derribarlo. Cayó al suelo sobre él, lo agarró por un brazo y se lo retorció cruelmente a la espalda. El desconocido quedó inmóvil y dijo:

– Jude ¿eres tú?

La voz era débil, sonaba asustada.

Jude tanteó con la otra mano y encontró su linterna. La encendió y la apuntó hacia abajo.

– ¡Tizzie! -exclamó-. ¿Qué demonios haces tú aquí?