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CAPÍTULO 22

– ¿Estás segura de que has mirado bien? ¿En cada grieta, en cada orificio?

Jude preguntaba por preguntar, por hacer algo, para tener la sensación de que se estaban enfrentando juntos al problema en vez de sumirse cada cual en su desesperación.

La joven, que estaba sentada sobre la mesa metálica, en vez de responder se limitó a negar con la cabeza con aire ausente. Jude no dejaba de ir de un lado a otro, mirando con ojos nuevos cada uno de los objetos de la caverna, tratando de discurrir alguna forma de usarlos para escapar del encierro.

Por encima de todo, intentaba apartar la obsesión de que respirar le resultaba cada vez más difícil, de que el oxígeno se estaba agotando. No era capaz de calcular ni el cubicaje métrico de la caverna ni el tiempo de vida que les quedaba. Estaba convencido de que antes los mataría la asfixia que el hambre. Le espeluznaba pensar en que ambos terminarían dando boqueadas, tratando de respirar aire e inhalando en su lugar mortíferas bocanadas de dióxido de carbono.

Miró a Tizzie, sentada en la mesa, con el cabello revuelto y las piernas colgando. La joven alzó la vista y sus ojos se encontraron. Le sonrió, débil pero animosamente. Él le devolvió la sonrisa, se aproximó a la mesa, se sentó junto a la joven y la abrazó, tanto para tranquilizarla como para tranquilizarse él mismo.

– Debo admitir que elegiste un lugar endemoniado para que hiciéramos las paces -dijo.

Ella le dirigió una cálida sonrisa.

– No quería que nada te distrajera.

– Pues lo conseguiste.

– ¿Cuánto tiempo crees que nos queda? -preguntó ella con súbita seriedad.

– ¿Quieres decir si no logramos salir de aquí?

– Sí.

– No lo sé -respondió, y fingió que efectuaba el cálculo por primera vez-. Un par de días, más o menos, -añadió consciente de que sería menos.

– Qué raro -dijo ella-. Por lo que respecta al mundo exterior, hemos desaparecido como por ensalmo. Supongo que terminarán encontrando tu coche, y quizá lleguen a deducir lo que fue de nosotros.

– Es posible.

– Me quedan tantas cosas por hacer. Mis padres… No sé cómo se las arreglarán. Me necesitan. Y Skyler, sin nosotros, estará perdido. Pensándolo bien, es casi gracioso. Se suponía que yo iba a vivir hasta los ciento cuarenta años y apenas he logrado cumplir los treinta.

– Lo mismo que yo. Sólo que yo nunca pensé pasar de los sesenta.

– Yo no dejaré nada atrás. No quedará ningún vestigio de mi paso por este mundo. Tú, al menos, dejas a Skyler. En cierto modo, es como si siguiera existiendo una parte de ti.

– Puede, pero yo no tengo esa sensación.

– Pero él lleva tus mismos genes. Quizá logre pasarlos a la próxima generación.

– Eso es algo de lo que preferiría ocuparme yo mismo.

– Pero al menos tendrás descendencia. Tu estirpe continuará.

– Bonito consuelo.

El comentario resultó áspero, cosa que él no había pretendido, pues entendía que Tizzie trataba de consolarle de algún modo, y él lo agradecía.

Siguieron sentados en la mesa, el uno junto al otro, enlazados, mirando hacia las rocas de arriba.

– Espero que la mesa pueda con los dos -dijo la joven. Y luego añadió-: ¡Se me ocurre una idea! ¡No sé si dará resultado, pero merece la pena probar!

Saltó de la mesa y Jude la imitó. La joven agarró con ambas manos el borde de la mesa y la levantó un par de centímetros del suelo.

– Recuerdo haber leído que a veces, en las viejas minas, construían un sistema de soportes secundario. Es como un segundo techo, con sus vigas y puntales, situado bajo el primero. Podríamos utilizar esta mesa del mismo modo, para aguantar la tierra mientras cavamos bajo ella.

Jude alzó también la mesa.

– No sé si resistirá lo suficiente -dijo, y soltó la mesa, que cayó con un fuerte golpe-. Si quieres, lo podemos intentar. Cualquier cosa es mejor que quedarnos cruzados de brazos.

La mesa era de acero macizo, más pesada de lo que Jude había esperado, lo cual era muy conveniente. La llevaron hasta el otro lado de la caverna y se metieron por el túnel, haciendo un par de paradas para descansar. La mesa tenía casi el mismo ancho que el pasadizo y no sería mucha la tierra que cayese por los laterales. Jude, que iba delante, continuó caminando, con la linterna sujeta bajo el brazo izquierdo. Cuando llegaron al comienzo del derrumbe, posaron cuidadosamente las patas de la mesa en el suelo. Después se metieron bajo la mesa y arquearon las espaldas para elevarla. Lograron hacerla avanzar unos quince centímetros, hasta que quedó justo al pie de la pirámide de tierra y cascotes. Después regresaron a la caverna.

Cogieron otra mesa, ésta de menor tamaño, la llevaron al túnel y la colocaron de costado sobre la primera, de modo que cubriera todo el ancho del pasadizo y que su tablero impidiese que la tierra se desplomase tras ellos y les cerrase la salida hacia la cueva. Encontraron unos cuantos instrumentos con los que les sería posible cavar: un cuchillo, un bote de hojalata, el mango de una hacha y un cucharón. Cogieron también dos grandes cajas de cartón para meter en ellas la tierra y llevarla hasta la caverna.

Jude gateó hasta quedar situado bajo la mesa, encajó la linterna en una grieta de modo que su haz apuntase hacia adelante, y tanteó el muro de tierra y piedras. Alzó el cucharón con mano temblorosa y comenzó a arañar el muro con él. La tierra estaba suelta. Extrajo un cucharonazo y un montón de arcilla y guijarros cayó sobre el suelo de roca. Luego otro y otro más. Frente a Jude no tardó en formarse un pequeño montón.

– No sé qué decirte -dijo con el gesto torcido-. Me siento como Sísifo empujando el maldito peñasco monte arriba. En cuanto saco un poco de tierra, cae otro poco en su lugar.

– Prueba más arriba -le recomendó Tizzie.

La tierra de la parte alta estaba húmeda, por lo que a Jude le fue posible cavar un agujero de más de un palmo de profundidad. Luego lo amplió y comenzó a trabajar más abajo, mientras Tizzie utilizaba el bote de hojalata para recoger la tierra y meterla en las cajas de cartón. Luego la joven fue con las cajas hasta la caverna y allí las vació. Al cabo de una hora, Jude había logrado abrir un hueco ligeramente más alto que la mesa y que se adentraba medio metro en el derrumbe. Cuando salió de debajo de la mesa, se colocó junto a Tizzie y entre los dos empujaron con todas sus fuerzas hacia adelante.

– Tenemos que empujar a la vez -dijo Tizzie-. Ésa es la clave. Y no aflojes hasta que toquemos fondo.

Empujaron, pero la mesa no se movió. Las patas delanteras estaban atascadas en las grietas del suelo.

– Esto es como la peor de mis pesadillas -masculló Jude. Se agachó y gateó hasta quedar a cuatro patas bajo la mesa-. A la de tres. Una… Dos… Tres.

Inmediatamente, Jude alzó la espalda con todas sus fuerzas y logró levantar la mesa un par de centímetros. En el mismo instante, Tizzie empujó el tablero hacia adelante con tal fuerza que la joven perdió el equilibrio y se golpeó el hombro contra la mesa. Ésta salió disparada y fue a estrellarse contra el muro de tierra, produciendo un desprendimiento de guijarros y arcilla que cayó sobre el tablero y por los costados, a ambos lados de Jude. Todo quedó a oscuras. La linterna se había caído de su grieta, y Jude la buscó a tientas por el suelo. En cuanto la encontró, salió de debajo la mesa. Tizzie dirigió el haz de su linterna hacia el sucio rostro de su compañero y vio que, bajo el tizne, Jude estaba pálido como el papel.

– Lo siento -dijo-. Había olvidado el terror que te produce la idea de ser enterrado vivo.

– Sí, es que soy muy raro.

– Bueno, algo hemos progresado. Si la tierra sigue estando húmeda, podremos abrirnos paso. Seguro que por aquí cerca hay algún manantial subterráneo. Quizá fue eso lo que provocó el derrumbe.

– No me irás a decir que crees que fue accidental, ¿verdad? Poco antes del derrumbamiento me pareció oír un ruido. Pisadas o algo así. Creo que había alguien más en la mina.

– Bueno, tal vez quien sea haya muerto en el derrumbe -dijo ella sarcástica-. A lo mejor encontramos su cadáver.

– Gracias. Es todo un incentivo para seguir cavando.

Cambiaron de puesto. Ahora Tizzie se encargaba de cavar y Jude de sacar la tierra. La joven utilizaba el cuchillo. Lo clavaba en la tierra usando el mango del hacha a modo de martillo, sin importarle las cascadas de tierra que caían en torno a ella. Jude descubrió que podía desplazar la mesa él solo y hacerla avanzar unos cuantos centímetros a cada empujón. La mesa resultaba cada vez más y más difícil de mover, pero ahora la excavación avanzaba mucho más de prisa.

AI cabo de cuatro horas, se habían adentrado tanto en el derrumbe que la mesa menor situada sobre la primera tocaba ya el derrumbe. Volvieron a la caverna, cogieron otra mesa y la colocaron en el pasadizo, pegada al extremo de la que habían estado usando. Luego descansaron unos minutos tumbados en el suelo.

A estas alturas, Jude sudaba tinta cada vez que tenía que colocarse debajo de la mesa. La claustrofobia lo dominaba y no dejaba de imaginar las cosas más terribles. ¿Y si el derrumbe era tan extenso que no lograban perforarlo hasta el final? ¿Y si la mesa, que ya estaba casi inmovilizada por el enorme peso que tenía encima, se atascaba y no les era posible seguir moviéndola? ¿Y si el oxígeno se agotaba?

Tizzie, por su parte, parecía impertérrita. Jude no podía evitar sentir una enorme admiración por ella. Hizo un comentario en tal sentido y ella se puso en pie limpiándose las manos en la parte posterior de sus vaqueros.

– Simplemente -le respondió-, tengo la gran suerte de carecer por completo de imaginación.

De nuevo Jude se sintió impresionado por su compañera: por su energía, por su confianza y resistencia, por su fortaleza y su belleza.

– Si salimos de esto… -comenzó.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– No te librarás de mí así como así.

– Primero lo primero -dijo Tizzie con una sonrisa-. Volvamos al tajo.

Ahora le tocaba a Jude trabajar en la excavación. La tierra del derrumbe parecía más suelta y pudo sacarla a puñados. Mientras lo hacía, le daba la sensación de sentir, por encima de él, las tensiones a las que estaba sometida la enorme masa del derrumbe. Trataba de no pensar en lo que estaba haciendo, ni en la mole de tierra que tenía por encima de él, la fina corteza que podía ceder en cualquier momento… Sacó una piedra del tamaño de un puño y al hacerlo provocó la caída de un gran montón de arcilla arenosa. Después de eso, siguió trabajando más despacio y con mayor cautela.

Media hora más tarde, le pareció oír algo similar a un gemido lejano. Tizzie, que estaba tras él llenando la caja de cartón, alargó una mano y le tocó la espalda. Y en aquel preciso instante, el túnel se estremeció y empezaron a caer piedras y arena hasta que la tierra se precipitó con estruendo en torno a la mesa. Tizzie y Jude se pegaron al suelo instintivamente. El periodista empuñó la linterna con una mano y con la otra agarró la mano de su compañera. Todo temblaba a su alrededor, al principio ligeramente y luego con enorme violencia. Se quedaron paralizados, conteniendo el aliento, incapaces de hacer nada.

Jude tenía el alma en vilo. Su cabeza era un torbellino, pero no de ideas. No trataba de discurrir una forma de escapar, porque hacerlo era imposible. Simplemente, permanecía agazapado, tenso, como un animal en el momento de máximo peligro. Simplemente, esperaba vigilante, dispuesto a actuar, mientras la decisión de si vivía o moría la tomaba la suerte.

El polvo llenaba el aire de su pequeño agujero subterráneo. Pero, al menos, ya no se oía el estruendo de la tierra cayendo sobre ellos por todas partes, lo cual quería decir que el desprendimiento había cesado de momento y que ellos, de momento, seguirían con vida.

Tizzie fue la primera en hablar, y su tono -un susurro asustado, como si temiera que su voz pudiese provocar una nueva avalancha- fue suficientemente expresivo.

– Vuélvete y mira. Estamos atrapados.

Jude apuntó su linterna hacia atrás. Allí, en vez del túnel extendiéndose bajo la segunda mesa, que había sido su salvavidas y su vía de regreso hacia la caverna, había un sólido muro de tierra. La mesa había quedado aplastada, reducida a un simple borde metálico que asomaba por la parte inferior de la montaña de tierra. Los cascotes del derrumbe habían inundado el pasadizo y se extendían hasta sabía Dios dónde. Estaban perdidos, encerrados en un espacio no mucho mayor que un ataúd.

El polvo se estaba posando, pues en aquel angosto encierro no había aire suficiente para que sus partículas flotasen durante demasiado tiempo. Jude trató de pensar en algo, pero estaba demasiado asustado para que se le ocurriera ningún plan. Y, además, no había plan que valiese. La situación era clara. Estaban atrapados y si no lograban salir de allí, morirían. Y tenían que cavar hacia adelante, no hacia atrás. Eso era todo. A partir de aquel momento, la supervivencia no dependía de la estrategia, sino del aguante, de la suerte… y del oxígeno.

Jude empuñó el mango del hacha y Tizzie, el cuchillo, y apretados el uno contra el otro atacaron a la vez el muro que tenían ante sí. Ya no les preocupaba causar nuevos derrumbes. Aquél no era momento de cautelas, sino de intentar desesperadamente salvar sus vidas. Cavaban y echaban la tierra hacia atrás, trabajando febrilmente, tratando cada uno de superar al otro, sudando, jadeando…

Jude tocó algo duro con el mango del hacha. Apartó con las manos la tierra por encima y por debajo del obstáculo y vio lo que ocurría.

– Es la viga -exclamó-. Recuerda. Tuvimos que entrar reptando. Quizá podamos salir del mismo modo.

– A no ser que el derrumbe también haya obstruido la otra parte del pasadizo.

– De ser así, estamos listos.

Comenzó a cavar bajo la viga. La tierra estaba tan suelta que le era posible sacarla a puñados. Metió la mano tan adentro como le fue posible y luego tanteó… No encontró nada: sólo aire, vacío. Apuntó hacia adelante el haz de la linterna y éste no se reflejó en nada. Jude acercó la cara al hueco y le pareció que le resultaba más fácil respirar. Amplió el agujero e hizo una seña a Tizzie. -Tú primero. -No, pasa tú delante.

Él se tumbó de bruces y comenzó a reptar. Metió la cabeza en el agujero e, impulsándose con los pies en el suelo y moviendo las caderas, no tardó en tener la mitad del cuerpo dentro de la fisura. Notaba la fría tierra bajo él y la madera por encima presionándolo. El pasadizo era mucho más angosto ahora que antes, al entrar. Le resultaba imposible henchir totalmente los pulmones. El maldito pánico volvía a apoderarse de él: le parecía que el resquicio se iba haciendo más y más angosto, y que terminaría atascado, atrapado. Y justo en aquel momento se dio cuenta de que había dejado de avanzar. Algo lo detenía. Trató de seguir adelante y sintió cómo un minúsculo reguero de tierra le caía sobre el rostro. Quedó inmóvil. Comprendió lo que ocurría: el cinturón se había enganchado en un fragmento de la madera de la viga. Retrocedió unos centímetros, sacó el aire de sus pulmones, contrajo todos los músculos y deslizó la mano por debajo de su estómago. Se desabrochó la hebilla trabajosamente y, poco a poco, fue sacando el cinturón de las trabillas de los pantalones. Luego, aplastándose contra la roca, siguió su avance. Un centímetro, otro más… Lo consiguió. ¡Estaba libre! Minutos más tarde se hallaba en pie en el pasadizo, al otro lado del angosto resquicio que quedaba bajo la viga, más allá del derrumbe.

Se arrodilló para dirigir el haz de la linterna hacia el interior, y la luz pegó en la coronilla de Tizzie. Ésta ya estaba reptando para salir y Jude oyó los gruñidos y bufidos de la joven, que trataba de pasar el cuerpo a través del angosto resquicio. El espacio era tan reducido que a Jude le parecía imposible que su cuerpo hubiera pasado por allí. De no ser porque la alternativa era una muerte horrible, ni siquiera se habría atrevido a intentarlo.

– Adelante, ya casi lo has conseguido -animó a su compañera.

Momentos más tarde, la cabeza de Tizzie asomaba ya por el hueco. La joven alargó los brazos y Jude tiró de ellos con tal fuerza que la sacó del resquicio casi de golpe. La abrazó fuertemente y ella correspondió con igual vehemencia. Luego Jude se separó un poco de ella y la miró a los ojos.

– No sé tú, pero yo no veo la hora de largarme de aquí.

Dicho esto, echó a andar hacia la salida.

Los esperaba una sorpresa final: otro derrumbe bloqueaba la salida del túnel principal. Pero Tizzie dijo conocer un desvío. Se metió por un pequeño pasadizo descendente que había a la derecha y que parecía curvarse en dirección opuesta a la que ellos deseaban ir. Jude no estaba seguro de que debieran seguir por allí, y así se lo dijo a Tizzie.

– Confía en mí -respondió ella-. Es asombroso. Ciertas cosas de mi infancia no las recuerdo en absoluto, pero estas cuevas las tengo indeleblemente grabadas en la memoria.

El pasadizo conducía a una pequeña cámara cuyo inclinado techo llegaba por el fondo casi hasta el suelo.

– ¿Recuerdas este sitio? -preguntó Tizzie.

– No. ¿Debería recordarlo?

– Pues no sé. Pero yo sí lo recuerdo. Creo que aquí también veníamos a jugar.

– En estos momentos, lo único que me importa es salir de aquí cuanto antes.

Ella lo condujo hasta el fondo de la recámara, donde el techo casi se unía con el suelo, y Jude advirtió que bajo el techo quedaba un espacio abierto de varios palmos. Pasaron por él y se encontraron en el interior de una cámara contigua. Bajaron por una superficie rocosa, saltaron sobre una gran grieta del suelo, y llegaron al fin a un nuevo túnel que los llevó a la parte delantera de la mina.

Diez minutos más tarde, la pareja se hallaba en el exterior, bajo el tibio sol del atardecer.

– Por Dios, qué gusto -dijo Tizzie con la vista alzada hacia el cielo.

– La verdad es que pensé que no lo conseguiríamos.

– ¿Sigues creyendo que el derrumbe ha sido provocado?

– Me parece muy posible.

– Si eso es cierto, ellos deben de habernos oído. Ellos lo saben todo.

– Es posible.

Al cabo de menos de media hora, Jude creyó encontrar la prueba de que sus sospechas no carecían de fundamento. Habían ascendido desde la mina a la angosta franja de terreno en la que había estacionado su coche.

El vehículo no estaba allí.

Se acercó al borde de la escarpadura y miró hacia el valle. Los indicios eran inequívocos: un ancho y profundo surco de más de siete metros en la tierra roja, rocas desplazadas, grandes rozaduras en los troncos de los árboles de más abajo. Siguió el rastro con la mirada y mucho más abajo, en el fondo del valle, vio un amasijo de acero y cristales.

– Quizá han sido ellos o quizá cualquiera -dijo Tizzie-. Quizá algún tipo poco sociable que detesta las visitas.

Jude recordó a los motoristas. Alzó la vista hacia la cabaña frente a la cual habían estado las motos y vio que habían desaparecido.

Anduvieron kilómetro y medio camino abajo, en dirección a Jerome, para llegar hasta el coche de Tizzie, que estaba estacionado al borde de la carretera, en un recodo. El sonido del motor inundó de alegría el corazón de Jude.

En vez de seguir hacia Jerome, enfilaron la 89 A en dirección a Prescott, atravesando el monte Mingus. Un fuerte viento azotaba su pelada cima. Hacía mucho frío y a la sombra de las rocas aún se veían sucios restos de nieve. Un cartel indicaba la altitud: 2 360 metros. No se veía a nadie, y los pocos pinos que había por los contornos eran escuálidos y estaban inclinados a causa de la fuerza del viento.

Al bajar por la otra ladera del monte, el coche se embaló tanto que Tizzie tuvo que reducir la marcha e incluso pisar el freno de cuando en cuando. El vehículo coleaba al tomar las curvas y sus ocupantes notaban en los oídos el zumbido del cambio de presión.

Pasaron junto a un letrero orientado en la otra dirección: Jerome.

Diez minutos más tarde llegaron a un cañón metido entre las montañas en el que había un grupo de edificios. Todas las estructuras eran de madera sin pintar, estaban provistas de porches de madera y paseos entarimados, y se apoyaban unas en otras como lápidas en un cementerio. Un cauce seco, cuyos bordes aparecían erosionados por las riadas, atravesaba la población, cuyo nombre no era visible por ninguna parte.

Uno de los edificios era un bar de carretera, y Tizzie y Jude decidieron hacer un alto en el camino. Frente al local había estacionados seis o siete vehículos, camionetas y todoterrenos en su mayoría.

Tizzie miró sus propias ropas y las de Jude, que estaban igualmente perdidas de tierra.

– Vaya, estamos hechos un asco -dijo-. Yo puedo ponerme el jersey que siempre llevo en el coche, pero tú tendrás que ir así.

En el interior del bar, el fuego de una chimenea que ocupaba todo el fondo del local producía una luz fluctuante. Sobre la chimenea colgaban unas astas que parecían de ciervo. Aunque parezca mentira, del techo pendían corbatas cortadas.

Los cuatro hombres que permanecían, cada cual por su lado, ante la barra, se volvieron a mirarlos cuando entraron, pero nadie les dio las buenas tardes ni pareció encontrar nada raro en el aspecto de los recién llegados. Tizzie era la única mujer del local, excepción hecha de una camarera de pelo ensortijado que lucía una minifalda negra.

Se acomodaron en un reservado y se turnaron para entrar en el baño a asearse lo mejor que pudieron. Cuando Tizzie reapareció, ya con la cara lavada, dos de los hombres la miraron con interés. La camarera les tomó el pedido: dos cervezas.

Tizzie bebió a pequeños sorbos; Jude vació de un trago la mitad del contenido de su jarra, la dejó sobre la mesa y se pasó el dorso la mano por los labios.

– ¿Sabes una cosa? -preguntó-. Jerome tiene su propia página web en Internet. Se llama W, que significa doble tú. ¿Lo captas?

– Lo capto. ¿Y qué hay en la página web?

– Un chat de gente que discute sobre los horrores de la vejez. Un tipo en particular, Matusalén, parecía muy perspicaz e informado.

– ¿Formará parte del grupo?

– Lo cierto es que no dejaba de cantarle las alabanzas a la longevidad. Casi parecía un predicador.

– No me sorprende. No cabe duda de que nos enfrentamos a fanáticos.

– Sí. Pero también están locos de atar. Esa cámara subterránea que vimos es parecida a las instalaciones que construía el gobierno durante la guerra fría para evitar que los soviéticos se enterasen de nuestros secretos. -¿Y qué?

– Pues que no comprendo que, al mismo tiempo que se toman tantas molestias para guardar algo en secreto, tengan una página en Internet. Resulta absurdo.

– Quizá sea una forma de relaciones públicas. Ya sabes, hacer que se discuta sobre el tema, concienciar al público, airear sus opiniones.

– ¿Para qué?

– Tarde o temprano tendrán que salir de la clandestinidad. Es imposible que algunas personas vivan ciento cuarenta años y que el resto no se entere. Quizá se estén preparando para ese día.

Jude pensó que tal vez Tizzie tuviera razón, pero no se quedó convencido. Una vez más, reflexionó sobre lo mucho que ignoraban acerca del Laboratorio. Ni siquiera sabían cómo operaba ni cuáles eran sus objetivos.

– Antes, mientras estaba en el baño, recordé algo. Me dijiste que sospechabas que tu tío Henry te iba a pedir que me espiases.

– Sí.

– Si lo hace, debes responder que sí, que lo harás -le dijo, y ella lo miró desconcertada-. Nos conviene que estés próxima a ellos. Tienes que conseguir que confíen en ti. Es el único modo de que averigüemos qué demonios pretenden.

– Jude, no hablarás en serio, ¿verdad? -preguntó Tizzie, aunque en el fondo sabía que su compañero sí hablaba en serio y que, además, tenía razón-. ¿Quieres que me convierta en una agente doble?

– Mal puedes ser una agente doble, porque, según dices, a mí nunca me espiaste.

Ella le tendió la mano a través de la mesa.

– Jude, comprendo tu recelo. Me gustaría encontrar el modo de convencerte de que los dos estamos en el mismo bando.

– Los tres, Skyler, tú y yo.

– Sí.

– Contra ellos.

– Sí. Contra ellos.

– Bueno, infiltrarte en el Laboratorio sería un buen modo de convencerme.

Cuando salieron del local, los hombres de la barra ni siquiera alzaron la mirada. En el exterior ya estaba oscureciendo.

Mientras bajaban de la montaña en el coche, Jude advirtió que unos faros los seguían. Reparó en ellos porque de pronto, como surgidas de la nada, en su retrovisor aparecieron unas luces brillantes que al reflejarse en el espejo lo deslumbraron.

Se lo dijo a Tizzie, y ésta le comentó que la noche anterior, cuando regresaban de Mr. Lucky, a ella también le había dado la sensación de que la seguían.

– Pero no estoy segura de que fueran esos mismos faros.

– No me digas que puede ser una coincidencia, porque estoy más que harto de coincidencias.

Jude aceleró y el coche de detrás hizo lo mismo, manteniendo la distancia. Tomó una curva con peligrosa rapidez, derrapó y casi se salió a la cuneta. El coche de detrás se rezagó por unos momentos y luego, en una recta, recuperó terreno y volvió a ponerse a la misma distancia de antes.

– Tal vez sea alguno de los del bar -dijo Tizzie-. Una colección de tipos de lo más desagradable. ¿Te fijaste en cómo nos miraban?

– Puede, pero no quiero averiguar si estás o no en lo cierto.

Jude pisó a fondo el acelerador y el coche, que iba cuesta abajo, casi se despegó del pavimento. A través del aro del volante, Jude veía la aguja del velocímetro cada vez más inclinada hacia la derecha, pero no deseaba apartar la vista de la carretera para averiguar a qué velocidad iban. Miró el retrovisor: los faros habían vuelto a rezagarse, pero no tanto como era lógico esperar. Parecía claro que el coche iba tras ellos.

Tizzie se ajustó el cinturón de seguridad. Iban cada vez más de prisa y tomaban las curvas derrapando. En una de ellas, el parachoques posterior estuvo a punto de rozar la barrera protectora. Tizzie bajó la vista y vio el valle allá abajo y las luces diseminadas que relucían en la penumbra crepuscular. Después miró a Jude, que tenía las manos crispadas sobre el volante y la vista fija al frente.

Jude siguió pisando a fondo y al fin consiguieron aumentar la distancia entre ellos y el coche que los seguía. Éste se mantenía al menos una curva por detrás, de modo que sus faros ya no se reflejaban en el retrovisor. Al fin alcanzaron las estribaciones de la montaña, cerca ya del valle, y se encontraron ante un tramo recto de carretera que se perdía de vista. A la derecha, en el arcén, había una señal de peligro.

De pronto, Jude apagó los faros y siguió conduciendo a gran velocidad y casi totalmente a oscuras.

– Pero… ¿qué haces? -exclamó Tizzie.

– Agárrate -fue cuanto respondió Jude dando un brusco volantazo a la derecha.

El coche cruzó un trecho sin pavimentar y comenzó a ascender por una pronunciadísima cuesta. Tizzie notó el estómago en la boca, como si estuviera en un avión a punto de rizar el rizo. Las estrellas parecieron moverse hacia abajo en el parabrisas y la joven contrajo todos los músculos, segura de que el coche iba a estrellarse. Luego, de pronto, las ruedas comenzaron a rodar sobre gravilla y las pequeñas piedras rebotaron en la parte inferior del chasis. Poco a poco, sólo mediante la fuerzas combinadas de la gravedad y la fricción, el coche perdió rápidamente velocidad y al fin se detuvo por completo.

Jude apagó el motor, bajó la ventanilla y quedó a la escucha.

– Estamos en una rampa de frenado para camiones -dijo-. Creo que le hemos dado esquinazo al que nos seguía.

Y así había sido. Permanecieron unos minutos en lo alto de la rampa para estirar las piernas y tranquilizarse. Jude se fumó un cigarrillo y contempló junto a Tizzie cómo el sol desaparecía por el oeste y el brillo de las estrellas parecía aumentar de intensidad.

Mientras conducía en dirección a Camp Verde, Jude se sentía muy preocupado. Su primera intención fue no compartir sus tribulaciones con Tizzie, pero luego se dijo que ya había habido suficientes secretos entre ambos. No dejaba de recordar el agrado que le produjo la total sinceridad, casi de confesionario, de que había hecho gala Tizzie mientras estaban el interior la mina.

Pisó el acelerador.

– Tizzie, estoy pensando una cosa. Tenemos que aceptar el hecho de que quienes nos seguían no eran un simple grupo de gamberros con ganas de divertirse a nuestra costa sacándonos simplemente de la carretera.

– Lo sé. Yo estaba pensando lo mismo.

– Si nuestras sospechas son ciertas, eso puede significar que existe una relación entre el que nos seguía, el derrumbe y el hecho de que mi coche se despeñara.

– Sí, es muy probable que así sea. Lo cual significa que han decidido eliminarnos. Y en tal caso, esa sensación de la que hablaste, de que por algún motivo te querían con vida, se ha quedado sin base, si es que alguna vez la tuvo, lo cual no me parece muy probable. -De repente apoyó las manos en el salpicadero, se volvió furiosa hacia Jude y le gritó-: ¡Por el amor de Dios, no vayas tan de prisa! Nos vamos a matar.

Iban a ciento treinta por hora, de noche y por una carretera desconocida.

– Tenemos prisa -dijo Jude.

– ¿Por qué?

– Por lo que estaba a punto de decirte. Si van tras nosotros, es que nos siguieron hasta aquí. Y si nos siguieron hasta aquí, saben dónde nos alojamos. Y eso significa que Skyler está en peligro.

Veinte minutos más tarde, el coche entraba en el estacionamiento del motel Best Western. Inmediatamente vieron que la puerta de la habitación de Skyler estaba entreabierta y se mecía a impulsos de la leve brisa. Tizzie lanzó una exclamación ahogada.

Antes incluso de que Jude apagara el motor, la joven ya había salido del coche y estaba subiendo los peldaños de la escalera de dos en dos, apoyándose para ello en la barandilla. A mitad del tramo se detuvo, se miró la mano y la puso a la luz para ver mejor el viscoso líquido rojo que manchaba sus dedos.

Luego continuó subiendo. Llegó a la puerta de la habitación en el momento en que Jude comenzaba a ascender por la escalera. La joven entró en el cuarto y accionó el interruptor de la luz. Jude ya no la veía, pero supo que había hecho algún horrible descubrimiento. Y lo supo por el largo y penetrante grito.

Corrió tras ella y la vio plantada en el centro de la habitación, demudada, con la boca aún abierta. Alzó una mano y abarcó con vago ademán toda la habitación: la cama revuelta, la ropa tirada por todas partes y las paredes amarillentas manchadas de sangre.

Skyler despertó ofuscado en una extraña habitación estéril en la que todo era blanco. Se sentía como si flotase en el aire, cerca del techo. Aunque en realidad estaba recuperando el conocimiento, a él le daba la sensación contraria: creía que estaba dormido. Y no sólo dormido, sino soñando. Y no sólo soñando, sino teniendo una pesadilla.

Veía como a través de un filtro de gasa blanca, y todo le parecía difuso, de otra dimensión. Los ruidos sonaban amortiguados. Las personas se movían con lentitud, como si se encontrasen bajo el agua, y hablaban en una extraña jerga. Todas vestían impecables uniformes blancos que parecían refulgir bajo la luz. Por debajo de la cofia de una mujer que evolucionaba silenciosamente por la sala, asomaba un halo de cabello rubio. Ese detalle en particular golpeó con peculiar fuerza al joven, que hizo un desesperado esfuerzo por salir de su estupor.

Lo que se le acababa de ocurrir era tan espantoso que no deseaba otra cosa que despertar inmediatamente de aquella pesadilla, pero cuanto más espabilado se sentía, más aterradora le resultaba la situación. No deseaba despertarse y descubrir que la sala estaba realmente allí, que todo aquello estaba sucediendo de veras. Porque la pesadilla consistía en que él había vuelto a la isla y estaba dentro de la casa grande, en el quirófano del sótano.

¿Por qué, si no, iba a hallarse en aquella cama y rodeado de médicos?

¡Médicos! Sólo de pensar en aquella palabra, la sangre se le congelaba en las venas.

Decidió mover un pie como prueba. Lo hizo y notó que el tobillo se doblaba, que los dedos se encogían, percibió el tacto de la sábana. No estaba dormido. ¡Esto está sucediendo de veras!

La neblina se estaba disipando. Skyler comenzaba a ver con mayor claridad. Lo de arriba eran las baldosas acústicas del techo. Distinguía las formas y las junturas. Una gran cortina blanca corría por el centro de la sala, dividiéndola en dos. En un rincón, colgado del techo, había un televisor en funcionamiento.

¿Dónde estoy?

Había una enfermera vuelta de espaldas a él; movía el codo como si estuviera escribiendo, y Skyler alcanzó a ver la parte inferior de una tablilla. La mujer dio media vuelta y fue hacia él. Skyler cerró los ojos y se hizo el dormido.

Notó que la mujer se inclinaba sobre él y percibió su aliento, que olía a almendras.

– ¿Estás despierto? ¿Estás despierto? ¿Me oyes?

Su voz tenía un extraño acento que le resultaba desconocido.

– ¿Me oyes? Si me oyes, abre los ojos. ¿Hablas inglés? Skyler se hizo el muerto.

– ¿Hablas inglés? ¿Español?

Skyler no movió ni un músculo. Mantuvo los ojos cerrados, tratando de no apretar demasiado los párpados, y se esforzó en respirar acompasadamente. No le resultó fácil, y no estaba seguro de poder seguir fingiendo mucho tiempo, ya que el deseo de hacerse un ovillo para protegerse era cada vez más intenso.

¿Qué estará haciendo esa mujer?

Afortunadamente, la enfermera se apartó; Skyler oyó sus pasos yendo hacia los pies de la cama y se arriesgó a abrir un ojo. La mujer volvía a estar de espaldas. Su piel era color canela y su uniforme, blanco e impoluto.

Entró otra figura borrosa. Un hombre, al parecer.

Skyler cerró los ojos y contuvo los deseos de saltar de la cama y gritar: «¿Quiénes sois? ¿Qué sitio es éste?»

– ¿Aún no se ha despertado? -dijo el hombre.

– No -respondió ella con aquel extraño acento-. Sus constantes mejoran, pero no recupera el conocimiento.

– Es el caso más raro que he visto en mi vida. Lo trajo una ambulancia y nadie tiene ni idea de quién es. No lleva documentación y, encima, no reacciona.

Ahora Skyler comenzaba a sentir cosas, una opresión en el pecho, un peso en el brazo derecho, que estaba tendido sobre la cama y fuera de su vista. A lo lejos se oían otros sonidos, la risa enlatada de un concurso de televisión, un murmullo de voces, y algo más… algo que jamás había oído y que consistía en una serie de pitidos y chasquidos.

– Yo creo que se trata de una reacción violenta a algún narcótico de nuevo cuño. Sea lo que sea, espero que su consumo no esté extendido. Eso era lo que nos faltaba. Otra droga tóxica en las calles -se quejó el hombre con claro desagrado-. Hoy en día, la gente se mete cualquier cosa en el cuerpo.

El hombre y la mujer se dirigieron juntos a la puerta y salieron de la habitación.

Skyler se incorporó. Notó un tirón en el pecho y se miró. Le habían adherido con esparadrapo unos cables que se prolongaban por encima del blanco cobertor de algodón. A su lado había un artilugio, una especie de perchero metálico sobre ruedas del que colgaba una gran bolsa de plástico. Parece sangre. Pero lo que mayor terror le infundió fue que de la bolsa de sangre salía un tubo, y que el tubo estaba pegado a él. Podía ver el líquido rojo bajando por el tubo y desapareciendo por debajo de un vendaje. Alzó el brazo y el flujo del líquido se hizo más lento.

Se está metiendo en mi cuerpo.

Siguió los cables con la mirada. Luego cerró la mano izquierda en torno a ellos y los levantó. Los cables se curvaban hacia abajo y luego otra vez hacia arriba, terminando en una máquina que tenía dos pantallas verdes, en las que unas líneas y unos puntos se movían de forma reiterativa. Aquélla era la máquina que producía los pitidos y los chasquidos.

Trató de calmarse. No estás en la isla. Tú conoces el quirófano de la casa grande y no es como esto. Estás en otro lugar.

Intentó recordar cómo había llegado allí, qué había ocurrido. No lo consiguió. Sólo sabía que había estado en la habitación del motel. Se esforzó por recordar algo más pero no pudo; veía el rostro de Tizzie y después el de Julia.

Notó que el pánico aumentaba en su interior. Se dijo que no debía ceder a él. No obstante, no pudo evitarlo, pues era como una ola que se iniciaba en su interior y luego se abalanzaba al exterior. No dejaba de crecer, hasta que se convirtió en algo inmenso, tan grande como la sala, amenazando con aplastarlo. Los médicos, las enfermeras, los uniformes…

¡Tengo que salir de aquí!

Tiró violentamente de los cables arrancándoselos del pecho y notó que la carne se desgarraba. ¡Los sonidos! Los intermitentes pitidos se convirtieron en uno agudo y continuo. ¡Biiiiiip!

Agarró el tubo y tiró de él. No cedió, así que cogió un borde del vendaje, lo rompió… y contempló con horror la aguja de cristal que le perforaba la vena. El pitido continuaba. ¡Biiiiiip! Cogió la aguja y tiró de ella. Comenzó a brotar sangre por todas partes, de su vena y del tubo. Éste comenzó a moverse como una manguera suelta, poniéndolo todo perdido de líquido rojo: el blanco cobertor, el suelo, su brazo, su pecho. El sonido se hizo ensordecedor.

¡Lo van a oír! ¡Lo van a oír!

No le quedaba más alternativa que huir. Saltó de la cama, vestido con una especie de pantalones de pijama, y trató de caminar, pero de pronto se sentía débil, muy débil… ¿o era que no podía sostenerse en pie porque resbalaba en la sangre? Perdió el equilibrio y cayó de nalgas. Permaneció unos momentos en el suelo, desde donde, por debajo de la cama, podía ver pies corriendo y oír el sonido de voces alarmadas. Notó que unos brazos lo levantaban y volvían a ponerlo sobre la cama. Unas personas lo obligaron a mantenerse tumbado… Aquellos uniformes y aquellas caras de nuevo, demasiado próximas a él. Una jeringa hipodérmica.

Un súbito pinchazo en el brazo.

– Bueno, con esto se calmará.

Las manos seguían sujetándolo, sólo que ahora también parecían empujarlo, así que no tardó en encontrarse en el fondo de un pozo, hundiéndose bajo el peso del agua. Esta hacía que todo pareciese borroso, los rostros, la cofia blanca de la enfermera. Y también amortiguaba los sonidos. Se estaba hundiendo, volviendo a su sueño, a su pesadilla.

Quizá, a fin de cuentas, sí que estaba en la isla, en el sótano de la casa grande. Quizá…, se dijo, y éste fue su último pensamiento antes de perder la conciencia, ¡quizá nunca llegué a salir de ella!