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CAPÍTULO 23

Jude y Tizzíe irrumpieron en la sala de urgencias en el momento en que atendían a un joven moreno y picado de viruela de una herida de arma blanca. Estaba borracho y no dejaba de debatirse, e hicieron falta dos enfermeros para sujetarlo a la mesa de curas mientras un médico, con las enguantadas manos manchadas de sangre, desinfectaba la herida.

Habían llegado al hospital en un dos por tres, una vez la propietaria del motel se hubo calmado lo suficiente para explicarles lo que había ocurrido. En cuanto los vio, la mujer les gritó que se había llevado un susto de muerte al ver aparecer a Skyler sangrando en la oficina de recepción, y su susto no hizo sino aumentar cuando el hombre cayó redondo al suelo.

– Su amigo estuvo a punto de morir -dijo-. Resultó que él mismo se había cortado. Pero también estaba enfermo. ¿Cómo se les ocurrió dejarlo solo todo el día?

La mujer había llamado a una ambulancia, lo cual provocó una desagradable visita de la policía. Los agentes le hicieron un montón de preguntas y cumplimentaron un montón de papeles. Todo se complicó muchísimo debido al hecho de que ella no sabía nada en absoluto de sus huéspedes, aparte de los nombres garrapateados en el libro de registros. Lo de que Jude había pagado las habitaciones por adelantado y en efectivo les interesó particularmente a los policías.

Sin embargo, cuando miró bien a Tizzie y advirtió la angustia que reflejaba su rostro, la actitud de la propietaria se dulcificó, y llegó al extremo de ofrecerle una taza de café de una cafetera de filtro situada en lo alto de una estantería. Tizzie no la aceptó. Mientras la mujer le daba la dirección del hospital, Jude fue a su habitación a ponerse una camisa y unos pantalones limpios.

Ahora, en la sala de urgencias, los dos trataban en vano de conseguir que el médico les hiciera caso. Tizzie carraspeó.

– Dispense -dijo lo bastante alto como para hacerse oír por encima de los gruñidos y resoplidos del borracho, que seguía debatiéndose.

– Lo siento, pero ahora estamos ocupados -dijo el médico hablando por encima del hombro-. Y, de todas maneras, ustedes no pueden estar aquí.

Cruzaron unas puertas batientes y llegaron a un mostrador, donde preguntaron si habían atendido recientemente a un hombre con una mano herida.

– Hace un par de horas -respondió una enfermera, tras teclear en un ordenador y echarle un vistazo a la pantalla-. Aquí está. Ingresado a las 18.20 horas. Internado a las 19.10. No llevaba documentación y no logramos sacarle su nombre. -La mujer alzó la vista, miró escrutadoramente a Jude-. Es usted su hermano, ¿no? -le preguntó, y Jude asintió con la cabeza-. Ya me parecía. Pueden entrar a verlo si quieren. Habitación 360, en el tercer piso. El ascensor está al fondo del pasillo a la izquierda.

Jude y Tizzie hicieron ademán de irse.

– Un momento -dijo la enfermera-. Necesito un nombre. Y la dirección. Y los datos de su seguro médico.

– Ahora volvemos y nos ocupamos de todo eso -contestó Jude, tomando a Tizzie por el codo-. Primero queremos ver a mi hermano y cerciorarnos de que está bien.

Las puertas del ascensor se abrieron y ambos entraron en la cabina.

La puerta de la habitación 360 estaba cerrada. Tizzie y Jude la abrieron sigilosamente y se deslizaron al interior. El cuarto estaba a oscuras, salvo por la lamparita de noche de la cama más próxima, que estaba desocupada. Más allá había una cortina echada y, tras ella, se oía el agudo sonido de un monitor cardíaco. Tizzie se adelantó y miró al otro lado de la cortina.

Skyler dormía como un leño.

Tenía una mano vendada, estaba entubado, recibiendo el contenido de una bolsa de plástico llena de sangre que colgaba de un soporte situado junto a la cama, y tenía un tubo de oxígeno en la nariz. En la mesilla de noche, el monitor seguía emitiendo pitidos mientras el punto verde se movía rítmicamente en la pantalla.

– Así, dormido, no parece capaz de destrozar el cuarto de un motel -comentó Jude.

Tizzie se acercó a la cama y tomó en la suya la mano buena de Skyler.

– Debió de tener una crisis de pánico -dijo la joven-. ¿Qué le ocurrirá?

– Sabe Dios. Habiendo crecido en esa isla, lo más probable es que haya montones de enfermedades a las que jamás se ha visto expuesto. Puede tener cualquier cosa.

Jude tocó con la palma de la mano la frente de Skyler y la notó ligeramente febril.

– El corte se lo hizo él mismo -continuó-. En la pila del baño había cristales rotos y mucha sangre. Probablemente, tuvo miedo de desangrarse, fue presa del pánico y salió a toda prisa.

Miró a un rincón, en el que se hallaban los vaqueros de Skyler, que en realidad eran de Jude, arrugados sobre una silla. Estaban manchados de sangre.

– Para él debe de haber sido todo un trago -dijo Tizzie-. Ya sabes cómo detesta a los médicos, lo mucho que le asustan debido a sus recuerdos de infancia.

En aquel momento entró un atildado joven con el rostro cubierto de pecas. Les sonrió cordialmente y les tendió la mano.

– Soy el doctor Geraldi. Me alegro de que nuestro paciente tenga visita. No sabemos nada sobre él. Ni siquiera su nombre.

Se estrecharon las manos. El médico miraba escrutadora-mente a Jude.

– Sí -dijo Jude-. Somos parientes.

– ¿Hermanos?

– Sí.

El doctor miró a Skyler y luego, con un movimiento de cabeza, indicó a los dos visitantes que salieran al pasillo. Jude y Tizzie lo siguieron hasta una oficina. Geraldi les hizo seña de que se sentaran y a continuación procedió a bombardearlos con preguntas: la edad de Skyler, su historial médico, sus síntomas recientes. ¿Sabían si era drogadicto? ¿Se había comportado últimamente de forma extraña? Jude y Tizzie le dijeron todo lo que sabían, lo cual era muy poco, pero no le hablaron del auténtico pasado de Skyler.

El doctor Geraldi no dejaba de mover la cabeza.

– Nunca había visto nada como esto. No sé a qué atenerme.

– Ha perdido mucha sangre -dijo Jude.

– Ya, pero hay otra cosa. El corte que tiene en la mano es bastante feo, pero no es el problema principal. Estoy aprovechando la transfusión para administrarle urocinasa.

– ¿Qué es eso?

– Se usa en la terapia trombolítica.

– ¿Cómo?

– Para el corazón.

– ¿Intenta decirnos que ha tenido un ataque cardíaco?

– Sí, pero no estoy totalmente seguro.

– ¿Qué quiere decir?

– Algunos de los síntomas coinciden: náuseas, mareos, palidez, poco aliento y, desde luego, dolores en el pecho. Eso fue, al menos, lo que logré deducir. Por cierto, cuando lo trajeron estaba extraordinariamente alterado. Le hicimos un electrocardiograma en el que aparecían ondas Q. Ése es otro indicio.

– Pero no está usted seguro.

– No. El IAM es frecuente entre los viejos, pero en alguien de su edad…

– ¿IAM?

– Dispense. Infarto agudo de miocardio. Una estenosis de la arteria coronaria debida a la formación de placas arterioescleróticas… No es una cosa… frecuente. ¿Dicen que tiene veinticinco años?

– Sí.

– Sin embargo, cuando le he examinado los ojos, he visto ciertos indicios de calcificación. Eso puede terminar en cataratas. ¿Dijo si sufría de visión borrosa?

– No.

– Y dice usted que en su familia no hay antecedentes de enfermedades cardíacas.

Jude se removió incómodo.

– Que yo sepa, no.

– Supongo que, si los hubiera, usted lo sabría.

– Sí, claro.

El doctor Geraldi sonrió levemente.

– Pero hay otros síntomas que no entiendo. Es como si todo su cuerpo estuviera defendiéndose de una infección masiva, pero no logro localizarla. Le hice un análisis preliminar de sangre y… es muy extraño. Quizá mañana sepamos más. He ordenado que le hagan un examen completo. Mientras tanto…

– ¿Qué?

– Seguiremos como hasta ahora.

– Pero… ¿se pondrá bien?

– Sí, creo que sí. Sus constantes vitales ya han mejorado.

Podemos administrarle un hipotensor y agentes que ayuden a reducir los niveles de colesterol, y quizá drogas contra la angina de pecho. Ojalá supiera lo que le ocurre. Los síntomas son confusos.

– ¿Puede volver a sucederle? -quiso saber Tizzie.

– Es posible. No se puede descartar esa posibilidad. ¿Seguro que a su hermano nunca le había ocurrido algo como esto?

Aunque no estaba seguro de nada, Jude asintió con la cabeza.

– Bueno, pues quiero creer que no hay nada de lo que preocuparse. Naturalmente, puede tratarse de un virus raro. Suele suceder. Aparece de la nada, el paciente se encuentra muy mal durante un tiempo y luego la dolencia desaparece.

Aquella noche, Tizzie y Jude fueron a cenar a un restaurante llamado Big Bull Steak House. La mesa a la que los condujeron estaba llena de platos sucios, y un mozo mexicano fue a retirarlos con una bandeja de plástico. Mientras el hombre disponía el servicio de mesa, Jude habló con él en español.

En cuanto la camarera les llevó el agua, Jude le pidió un J &B, y otro en cuanto hubieron terminado de encargar la cena. Los dos whiskies obraron su efecto, pues, antes de tomar el primer bocado de carne, Jude ya se sentía en las nubes. Tizzie era abstemia.

Aunque la enfermedad de Skyler les aguó en parte la cena, Tizzie y Jude tuvieron oportunidad de hablar largo y tendido por primera vez en varias semanas. Aquella noche, entre ellos no hubo secretos, ni frases a medias, ni largos silencios.

Los efectos de la sinceridad son asombrosos, se dijo Jude mirando a Tizzie a la fluctuante luz de la vela que ocupaba el centro de la mesa. Se fijó en su fuerte barbilla, en sus refulgentes ojos, en sus elegantes hombros, y se dio cuenta de lo mucho que la deseaba y de la cantidad de tiempo que había transcurrido desde la última vez que durmieron juntos.

Alargó la mano hacia el otro lado de la mesa y ella la tomó en la suya.

– Ya sé lo difícil que es esto para ti -dijo Tizzie, y él se limitó a sonreír-. Tú eres el que soporta toda la carga, el que toma las decisiones, el que hace los planes… Tú eres el que nos mantiene en marcha. -Lo miró a los ojos y añadió-: Quiero que sepas que me doy cuenta de ello y lo valoro.

La joven le palmeó la mano y Jude pensó que aquello no era buen indicio.

Tizzie apartó la mirada y se quedó en silencio. Jude trató de adivinar sus pensamientos.

– No soy capaz de imaginarme a otra mujer con tu mismo aspecto -le dijo de pronto.

Había puesto el dedo en la llaga. Tizzie se echó hacia adelante en su silla.

– Ni yo tampoco. Por eso todo este asunto me resulta tan extraño. Te pasas la vida pensando que eres única… y luego te enteras de que por el mundo hay alguien exacto a ti. Y, si no exacto, parecidísimo. Alguien que tal vez piense y sienta como tú. Hubiera dado cualquier cosa por conocer a Julia y ver… No sé…

– ¿Qué?

– No sé. Todo. Cómo soy vista desde fuera. Qué impresión produzco en los demás. Cómo podría ser de haber crecido en circunstancias totalmente distintas.

– No hubieras averiguado nada de eso. Ella no hubiera sido como tú, y tú deberías saber eso mejor que nadie.

– Sí, claro que sí. Sin embargo,… es extraño. He leído infinidad de estudios sobre gemelos, pero, cuando la cosa te ocurre a ti, todo es distinto. Deja de ser ciencia y se convierte en algo íntimo, que llega hasta la misma médula de tu personalidad.

La joven jugueteó con la vela. Le arrancó un poco de cera e hizo una bola con ella. Jude recordó la cueva. ¿Era posible que el incidente hubiese ocurrido hacía sólo cinco horas?

– ¿Sabes qué he estado pensando? Mis padres me adoran. Harían cualquier cosa por mí. Sin duda ellos pensaban que lo que estaban haciendo era maravilloso: multiplicar por dos mi esperanza de vida. A pesar de ello, durante todos estos años no mencionaron para nada lo más importante: Julia. Y hubo un buen motivo para su silencio. -La joven bebió un sorbo del whisky de Jude y prosiguió-. No sabían cómo decírmelo. En cierto modo, se sentían avergonzados, porque se daban cuenta de que lo que habían hecho estaba mal. Ellos no son… Bueno, no son personas inmorales. El hecho de que abandonaran el Laboratorio lo demuestra. ¿Qué será de ellos ahora?

– Quizá puedan ayudarnos. Seguro que saben más de lo que te contaron.

– Están muy delicados de salud. No va a ser fácil.

Tizzie dejó caer la bola de cera sobre la mesa.

– Dios mío, ¿por qué lo hicieron? ¿Acaso no reflexionaron? Me siento usada, violada. Como uno de esos indígenas que, cuando los fotografían, piensan que les han arrebatado el alma.

– Pero no es así.

– Pero a mí me da esa sensación.

– Julia no era como tú -dijo Jude atropelladamente-. Como tú no hay nadie, Tizzie. Eres única, tu alma está intacta… Y, además, eres una mujer extraordinariamente bella.

Ella sonrió, y la sonrisa le marcó unos atractivos hoyuelos en las mejillas.

– Eso ha sonado muy bien. ¿No tienes más cosas bonitas que decirme?

– Toneladas.

Bajo la mesa, Jude puso una mano sobre la rodilla de Tizzie.

Apareció la camarera para ofrecerles café, pero ellos lo rechazaron. Tizzie se dirigió al baño y Jude pidió la cuenta por señas. Cuando le llevaron la factura, se puso en pie, vio al mozo mexicano y se acercó a él para despedirse. Charlaron unos momentos y Jude le dio una propina de veinte dólares. El amplio rostro del mexicano reflejó sorpresa, y sus ojos oscuros lo siguieron hasta la caja, donde Tizzie se reunió con él. Jude pagó la cuenta y salieron del local.

– ¿De qué hablabas con el mexicano? -quiso saber Tizzie.

– De nada.

Ya era tarde. Conducía Tizzie, que era la que no había bebido. Los luminosos de las gasolineras y de los restaurantes de comida rápida estaban apagados. La autopista se extendía ante ellos como un oscuro río. La luna estaba en lo alto y ellos se sentían como si fueran las únicas personas del mundo que aún estaban despiertas.

Todas las luces del motel estaban apagadas. Las tarjetas de sus habitaciones los aguardaban en los casilleros de recepción. Alguien había cerrado la puerta de la habitación de Skyler y fregado la barandilla. Olía levemente a desinfectante.

– ¿Una última copa? -preguntó Jude, ya frente a la puerta de su cuarto.

Tizzie contestó que no y añadió que necesitaba imperiosamente tomar un baño.

Entraron en sus respectivas habitaciones. Un minuto más tarde, Jude oyó una llamada en su puerta y el pulso se le aceleró.

Tizzie estaba en el umbral, con una mano en la cadera.

– La bañera de mi cuarto no funciona. El tapón no encaja.

Jude la dejó pasar. Momentos más tarde, a través del resquicio de la puerta del baño entornada, oyó agua cayendo en la bañera. Encendió el televisor, estaban pasando una vieja película en blanco y negro. La dejó puesta, pero no le prestó atención. Cogió una Budweiser del minibar y se la bebió directamente de la botella.

Al fin, tras mucho ruido de agua, Tizzie salió del baño en-* vuelta en una nube de vapor y cubierta por dos toallas, una en torno a la cintura y la otra en torno al pecho. La joven llevaba entre las manos sus ropas, hechas un reguño.

Jude palmeó la cama invitándola a sentarse en ella. Tizzie lo hizo, sin soltar sus ropas. Él la besó suavemente en el cuello, y notó en la nuca el húmedo cabello de la joven.

Tizzie se apartó de él.

– Jude -dijo irguiéndose.

A Jude su nombre le sonó a puerta cerrándose.

– El día ha sido muy largo.

Él, a la defensiva, asintió con la cabeza.

– Carreteras de montaña, derrumbes, una experiencia próxima a la muerte. Yo diría que es demasiado para una sola chica. Estoy muerta de sueño.

– Es curioso. No has mencionado a Skyler.

– Porque lo de Skyler aún está pendiente. Y no soporto pensar en ello.

Tizzie salió del cuarto y Jude siguió un rato tumbado en la cama, bebiendo cerveza y viendo la película, de cuyo argumento nunca llegó a enterarse.

A la mañana siguiente madrugaron y, tras un rápido desayuno, se dirigieron al hospital. La puerta de la habitación de Skyler se hallaba abierta, pero la cortina estaba echada. Sobre una mesita había una bandeja de desayuno sobre la que se veía un plato mediado de tortitas nadando en sirope. Tizzie descorrió la cortina.

El paciente estaba sentado en la cama, en actitud alerta. Se alegró muchísimo al verlos y los abrazó a los dos con fuerza. Por la acogida que les dispensó, resultaba evidente que el joven había pasado por una experiencia horrorosa.

Skyler apenas recordaba nada de su enfermedad. Según dijo, sólo se acordaba de cosas aisladas: la sangre en las paredes del motel, la bajada por las escaleras, el sobrecogedor aullido de la sirena de la ambulancia.

– ¿Te ha visto el médico? -preguntó Tizzie-. ¿El doctor Geraldi?

– No.

A continuación Skyler les preguntó dónde habían estado el día anterior y le contaron que habían quedado atrapados en un túnel de la mina Gold King del que sólo lograron salir excavando, que habían perdido el coche de Jude y que luego un misterioso vehículo los siguió por la carretera.

– Cristo -dijo Skyler-. Comparado con lo vuestro, lo mío no fue nada.

También le contaron lo que habían hablado, y le explicaron lo de la confesión de Tizzie.

Skyler miró a Jude entre inseguro y retador.

– O sea que ya sabes lo de Julia, ¿no? -preguntó.

– Sí -respondió Jude, pensando que era raro que Skyler hubiese dicho «lo de Julia» en vez de «lo de Tizzie».

Skyler apartó la mirada y quedó en silencio, lo cual preocupó a Jude. Debe de sentir remordimientos por haberme ocultado un secreto, se dijo. Y de pronto se dio cuenta de que estaba atribuyéndole los mismos sentimientos que él mismo experimentaría en su lugar.

Tizzie cubrió de atenciones al enfermo. Le consiguió una almohada más y le puso más hielo en el agua. Luego salió a buscar café para Jude y para ella. Mientras la joven estaba fuera, Skyler permaneció recostado en el montón de almohadas y Jude apoyado en el marco de la ventana. No se les ocurría nada que decir y el silencio se les hizo incómodo.

Tizzie regresó con dos tazas de espuma de poliestireno que contenían agua caliente con un ligero sabor a café. La joven contó que se había encontrado con Geraldi y lo había acosado a preguntas.

– El doctor ya ha recibido los resultados de varios de los análisis y está menos preocupado, aunque sigue sin saber qué tuviste. Está convencido de que fue algún virus misterioso, y dice que lo importante es que ya te sientas mejor. Más tarde pasará por aquí y creo que te dará de alta.

Jude tenía cosas que hacer, por lo que dejó a Tizzie cuidando de Skyler.

Se detuvo un momento en los teléfonos públicos del vestíbulo del hospital y, en una guía telefónica, miró los departamentos gubernamentales y consultó las páginas amarillas. Anotó las direcciones. Primero, se dirigió en el coche a la Dirección de Vehículos de Motor y estuvo haciendo cola durante cinco minutos, viendo cómo funcionaba el departamento. Luego salió a fumar un cigarrillo, volvió al coche y se alejó.

Encontró al fotógrafo en la dirección que figuraba en las páginas amarillas. El estudio se hallaba situado sobre una cafetería. La oficina era minúscula y estaba llena de fotos retocadas de niños sonrientes y de familias felices.

La secretaria, que mascaba chicle con la boca abierta, anotó el nombre que Jude le dio -naturalmente, falso- y le hizo seña de que se sentase. Cinco minutos más tarde, Jude estaba posando para el fotógrafo, un joven flaco y larguirucho que no logró entender por qué su cliente rechazaba sus bonitos telones fotográficos -una librería llena de volúmenes encuadernados en piel, un bucólico paisaje con cascada, una puesta de sol en Nueva Inglaterra- y prefería retratarse ante un fondo rojo que, según el hombre comentó, era tan anodino como el que utilizaban para las licencias de conducir de Arizona. El joven se sintió doblemente confuso cuando, a mitad de la sesión fotográfica, Jude insistió en cambiarse de camisa y en peinarse con el pelo echado hacia atrás.

Mientras esperaba las fotos, Jude se tomó un café en la cafetería y leyó el periódico. No había sucedido gran cosa, pero una breve gacetilla le llamó la atención. En Georgia se había descubierto un cuerpo irreconocible a causa de las múltiples mutilaciones que había sufrido y que, además, había sido eviscerado. Hacía menos de una semana habían encontrado un cadáver similar. La policía buscaba al que los periódicos habían bautizado como «ladrón de vísceras». Jude se quedó pensativo. ¿Nuevos cadáveres mutilados? ¿Sería una simple coincidencia?

Ya con las fotos en un bolsillo, cruzó en coche la ciudad hasta llegar al restaurante Big Bull. Ahora venía la parte difícil. Estacionó, rodeó el edificio y entró por la puerta de la cocina, situada en la parte posterior. La puerta estaba abierta y se hallaba junto a un aparato de aire acondicionado que zumbaba a toda potencia y que no enviaba aire fresco a los que trabajaban en la cocina. Los cocineros, los pinches y los mozos sudaban a mares. Todos lo observaron con curiosidad pero nadie le dijo nada. Encontró al mozo mexicano y, por su expresión al verlo, se dio cuenta de que el hombre lo recordaba de la noche anterior. Los dos salieron a la calle para hablar.

La conversación duró diez minutos. Jude ofreció un cigarrillo al mexicano y estuvieron unos momentos hablando de esto y de aquello. Después vino la petición, hecha con tacto pero también con firmeza: «Sin duda tú sabes dónde puedo conseguir lo que busco. Es para un amigo, para alguien que probablemente está en la misma situación que muchos amigos tuyos.» La charla se cerró con otros dos billetes de veinte dólares. Una hora más tarde, Jude se encontraba en una zona de chabolas situada en las inmediaciones de Phoenix. Los senderos de tierra se entrecruzaban unos con otros, y conducían a estacionamientos de caravanas, y a polvorientos solares en los que se alzaban chabolas y cobertizos repletos de niños y pollos. El lugar se parecía a ciertos barrios de Ciudad de México.

Tuvo que detenerse a cada poco para preguntar y le pareció que algunos de los residentes se hacían los ignorantes. Al fin, divisó el pequeño cartel escrito a mano que le habían indicado que buscase y que decía: Documentos(1). Estacionó el coche y, cuando se disponía a entrar, un corpulento mexicano que apoyaba en la puerta un antebrazo del tamaño de un jamón le cortó el paso. Por encima del hombro del hombre, Jude pudo ver una gran fotocopiadora Xerox, que no podía resultar más incongruente en aquel rústico lugar.

Conseguir lo que deseaba le llevó cuarenta y cinco minutos, otros seis cigarrillos, ciento cuarenta dólares y todo el poder de persuasión que pudo ejercer con su rudimentario español. Se bebió una cerveza caliente mientras la máquina hacía su trabajo y el hombre, sentado a un improvisado escritorio, manejaba los cuchillos, las tijeras y las láminas de plástico que eran las herramientas de su oficio.

– Pero… ¿por qué dos? -preguntó-. ¿Y por qué el mismo apellido pero dos nombres distintos?

– Por razones familiares -dijo Jude por toda contestación, y con aquello quedó zanjada la cuestión.

Jude llegó en el coche a un pequeño barranco flanqueado por unas grandes escarpaduras rocosas. En lo alto distinguió algunas aberturas y se preguntó si aquellas cuevas estuvieron en tiempos habitadas por los indios del desierto. Quizá las utilizaron como último reducto. Tal vez vivían en el valle y, en los casos de emergencia, se retiraban allí arriba con toda la comida que podían transportar.

Más adelante se encontró con la civilización: una gasolinera y una fábrica de cemento. La carretera se hizo más ancha y su superficie pasó a ser de asfalto negro. Vio un letrero que le llamó la atención y le hizo reflexionar en algo que venía rondándole la cabeza, como uno de esos nombres que uno no logra recordar. El recuerdo, vago pero fuerte, lo asaltó por primera vez cuando estaba en la reserva india de las montañas. Desde entonces, había vuelto a pensar en ello varias veces.

Miró su reloj. Ir allí supondría un desvío de varias horas pero, si se daba prisa, dispondría del tiempo necesario. Cuando llegó a la carretera principal tomó rumbo sur en dirección a Tucson. Las onduladas colinas estaban punteadas por cactus saguaro, con los brazos alzados como si fueran víctimas de un atraco.

El Museo del Desierto de Sonora, de Kinney Road, estaba situado en un valle, al final de una empinada y sinuosa carretera que partía de Gates Pass, en el Tucson Mountain Park. En la entrada había un patio bien cuidado con espacios sombreados y porches abiertos. Más allá se alzaba el edificio principal, que era de estuco.

Estacionó junto a un autobús del que salía un grupo de estudiantes de secundaria. Los jóvenes formaban grupos en la acera, autosegregados en razón de su sexo. Las chicas tomaron la delantera, charlando y susurrando entre ellas, mientras los chicos se quedaban atrás, bromeando y empujándose unos a otros.

Jude pagó los 8,95 dólares de la entrada y esperó a que los estudiantes pasaran. Mató el tiempo en la tienda de regalos mirando las postales, las pulseras de plata, los collares de cuentas y las pinturas indias en arena. Sobre un estante había un montón de periódicos y, por reflejo, le echó un vistazo a los titulares. En el

(1) En español en el original. (Nota de la t.)

mundo no estaba sucediendo nada importante.

Esperaba que la visita compensara el gasto. Comenzaba a sentirse preocupado por el dinero. Si Skyler tenía que permanecer una larga temporada en el hospital, muy pronto se quedarían sin fondos. Naturalmente, siempre le quedaba el recurso de volver a su vieja identidad y cargar los honorarios a su propio seguro médico, pero eso suponía que podrían localizarlo. Por otra parte, cuanto más tiempo se quedasen por aquellos contornos, más pistas dejarían a sus perseguidores.

Se dirigió al lugar en el que comenzaba el museo. Desde allí partían varios senderos que comunicaban los distintos pabellones de estuco. No vio moros en la costa, así que se dirigió directamente al edificio color chocolate de techo plano y gruesos muros que quedaba a su derecha y en el que un cartel anunciaba: Reptiles e invertebrados. El interior estaba en penumbra y por unos momentos el deslumbrado Jude no logró ver nada. Percibió el acre olor de la orina y el sudor, y sus ojos se fueron acostumbrando a la falta de luz. A su derecha había un terrario. Sobre la tierra compacta, entre las ramas y troncos sin corteza que llenaban el suelo, descansaban grandes tortugas, inmóviles bajo sus enormes caparazones. A su izquierda, en otro terrario similar, había monstruos de Gila de más de un palmo de longitud. Sus cuerpos eran negros y estaban moteados por manchas de color entre rojo y naranja.

Más adelante estaban las serpientes, unas inmóviles, como dormidas, y otras que se deslizaban sigilosamente entre las piedras y las ramas. Frente a ellas, unos cuantos niños, tan inmóviles como lo habían estado las tortugas, contemplaban fascinados a una serpiente de cascabel enroscada alrededor de un tronco.

Al fin Jude llegó a la sección de los lagartos. Los había a docenas, de todos los colores y tamaños. Unos tenían la cola corta; otros, larga; algunos poseían crestas dorsales con forma de dientes de sierra; a otros les colgaban de la barbilla finas papadas de piel escamosa. Los había que apenas eran visibles entre el barro o que se hallaban encaramados como centinelas en lo alto de troncos. Cuanto más se fijaba Jude en el interior de las jaulas de cristal, más lagartos distinguía. La mayor parte de ellos permanecía inmóvil, pero de cuando en cuando algunos iban de un lado a otro sin propósito aparente, moviéndose con una rapidez que tenía algo de alarmante.

Podía acercarse y mirar a los animales a los ojos. Había un lagarto cornudo tejano (Phynosoma cornutum) de cuerpo plano salpicado de púas y rostro de aspecto diabólico. Y una iguana común (Iguana iguana) de más de medio metro, que se aferraba al tronco de un árbol con finos dedos que terminaban en largas uñas negras. Y luego estaba la iguana chuckwalla (Sauromalus obesas), que medía cuarenta centímetros y poseía un extraño cuerpo bicolor y luminiscente. Según el cartel explicativo, el animal tenía el hábito de esconderse en grietas y, cuando se sentía amenazado, hinchaba el cuerpo de forma que fuera imposible arrancarlo de su escondite. No es mala defensa, se dijo Jude.

Pero aún no había dado con lo que buscaba.

Volvió al exterior y siguió un sinuoso camino que lo condujo a través de los recintos rodeados por fosos donde se exhibían leones de montaña, osos negros, puercoespines, lobos mexicanos, ciervos de cola blanca.

Y de pronto lo vio: solo en su pequeño recinto, situado en el lugar más árido y caluroso del parque.

El lagarto era idéntico al que había visto hacía un par de días ante la oficina de la reserva india. También estaba encaramado a un madero, y lo miraba con un solo ojo, sin parpadear.

Jude se acercó más. Contempló la gruesa piel, las escamas con forma de diamante, la curvatura de la boca, que confería al animal una expresión de crueldad. Advirtió que sus costados subían y bajaban casi imperceptiblemente. Miró fijamente el único ojo visible del lagarto, la pupila esférica que parecía un negro pozo sin fondo.

Y, de pronto, Jude recordó. Había visto antes reptiles como aquél. Los conocía de su infancia, los había visto de cerca durante años. Claro, se dijo. Eso es. Teníamos lagartos. Los cuidábamos. A su cerebro acudió una imagen: él, de niño, con las manos apretadas contra el cristal, con la vista fija en los negros y profundos ojos de los lagartos.

El momento de evocación quedó interrumpido por la súbita aparición de una figura a su izquierda. Se volvió y vio a una mujer de treinta y tantos años, con el rubio cabello recogido en una cola de caballo y gafas de gruesa montura. La recién llegada le dirigió una sonrisa.

– Lo veo muy interesado -dijo-. Son mis favoritos.

Jude se fijó en la placa de identificación que la mujer llevaba en el bolsillo superior de su traje de chaqueta: Encargada. Depto. reptiles.

– ¿Por qué son sus favoritos? -le preguntó Jude con una sonrisa.

Y en aquel momento se dio cuenta de que en el pequeño recinto había otra media docena de lagartos como el que estaba contemplando. Por primera vez, leyó el letrero pegado a la barandilla: Lagarto cola de látigo.

– Tienen características ciertamente peculiares -contestó ella.

– ¿Ah, sí? ¿Qué hace nuestro amigo?

– En realidad, es amiga.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabe a cuál de ellos me refiero?

– Da lo mismo a cuál se refiera -respondió la mujer sonriendo-. Son partenogenéticos. Ésa es su característica más sobresaliente.

– ¿Qué significa eso de «partenogenéticos»?

Por el rabillo del ojo, Jude pudo ver que se aproximaba la pandilla de ruidosos adolescentes con exceso de hormonas en la sangre.

– Significa que se reproducen sin necesidad de que un óvulo sea fecundado -explicó la encargada-. En otras palabras, todos los ejemplares de esta especie son hembras.

Jude quedó boquiabierto.

– ¿No hay ningún macho? ¿Y cómo se las arreglan?

– Pues la verdad es que bastante bien. Se duplican a ellas mismas perfectamente por medio de una rudimentaria clonación. De resultas de ello, cada una es exacta a todas las demás. En muchos aspectos, eso parece hacerles la vida más fácil. Yo diría que los miembros de esta pequeña colonia son bastante felices.

La mujer se estiró la chaqueta y se acodó en la barandilla.

Sonó un coro de risas que se fue haciendo más fuerte. Los chicos y chicas intercambiaban codazos y señalaban hacia el lugar en el que un lagarto cola de látigo estaba montando a otro, en posición inequívocamente coital.

Jude miró a los lagartos y luego a su compañera.

– ¿Y cómo explica usted eso?

– Un comportamiento de lo más intrigante. De cuando en cuando, una hembra monta a otra. Es como si guardaran un recuerdo latente.

– ¿Recuerdo latente? ¿De qué?

– Del acto sexual.

Mientras conducía de regreso al hospital, Jude no pudo evitar hacer un chiste a su propia costa: Recuerdo latente del acto sexual, pensó. Igualito que yo.

En la tienda de regalos del hospital, Tizzie compró un paquete de maquinillas de afeitar desechables, un bote de espuma de afeitar, un frasco de loción para después del afeitado, un cepillo de dientes y un tubo de Colgate. Le apetecía comprarle cosas a Skyler. Miró en un expositor de revistas por si veía algo que pudiera interesarle. ¿Esquive? ¿Vanity Fair? ¿Newsweek? Resultaba extraño. No le habría costado nada escoger revistas para Jude, pues ella conocía sus gustos en cuanto a lectura. Pero Skyler… ¿qué preferiría él? ¿Tendría los mismos gustos que Jude? Le daba la sensación de que no. Miró una y otra vez. Había tanto para elegir… ¿Por qué ninguna de las revistas le resultaba atractiva?

¿Dónde estaría Jude? Se había ido hacía horas. Consultó su reloj. Seis horas, para ser exactos. ¿Qué estaría haciendo? No era que a ella le disgustase quedarse sola con Skyler, pues resultaba estupendo verlo recuperado, volviendo a ser el de siempre. Lo había ayudado a caminar arriba y abajo por el pasillo, y pudo darse cuenta de que, cada vez que lo tocaba, a él prácticamente se le ponía la carne de gallina, lo cual a Tizzie no dejaba de resultarle gratificante.

La cajera sumó el importe de las compras en la caja registradora, lo metió todo en una bolsa, cobró y le devolvió el cambio.

– Muchas gracias -dijo Tizzie.

– Gracias a usted -respondió la muchacha con una sonrisa.

Cuando se volvía, dispuesta a salir, miró fortuitamente hacia la ventana que daba a la calle, donde el sol caía de plano y se reflejaba en las ventanillas de un par de coches. Y de pronto vio algo o, mejor dicho, a alguien, y se quedó petrificada. Ahogó una exclamación. ¿Sería posible? ¿Estarían engañándola sus ojos? Y es que al otro lado de la calle, mirando a uno y otro lado como si se dispusiera a cruzar, había un hombre fornido y con un mechón blanco en el cabello.

Ella nunca lo había visto antes, pero había oído su descripción de labios de Skyler y de Jude. ¿Podía tratarse de una coincidencia? Tenía el palpito de que no. Y cuanto más miraba al hombre, más convencida estaba de que éste era uno de los ordenanzas.

Dejó caer su bolsa al suelo y, sin hacer caso del sorprendido «¡Eh, oiga!» de la cajera, salió corriendo al pasillo. Siempre a la carrera, dejó atrás la zona de recepción y las oficinas de la planta baja y, por una escalera lateral, subió hasta el tercer piso y abrió de golpe la puerta. Miró rápidamente a ambos lados y echó a correr pasillo abajo en dirección a la habitación de Skyler. Cuando entró, el joven se estaba quedando adormilado.

Tizzie lo sacudió casi con violencia.

– ¡Levanta! ¡Aprisa! ¡Tenemos que irnos!

Él la miró sobresaltado y sin entender.

– ¡Vamos, de prisa! He visto a uno de esos hombres en la calle. A un ordenanza. ¡Seguro que te anda buscando!

Skyler saltó de la cama, cogió sus pantalones, se los puso y corrió hacia la puerta. Sin camisa y con los pantalones manchados de sangre, tenía aspecto de loco. Llamaría la atención a un kilómetro de distancia, lo cual sería peligroso.

La cama contigua a la de Jude tenía la cortina corrida en torno a ella, pues habían admitido a un nuevo paciente. Tizzie abrió uno de los cajones empotrados en la pared. Estaban de suerte. La joven cogió una camisa de hombre, unos pantalones y unos zapatos y siguió a Skyler pasillo abajo. Se metieron en el hueco de la escalera y, una vez allí, Skyler se cambió y dejó los viejos pantalones sobre la barandilla. Bajaron hasta el sótano, donde entreabrieron una puerta y miraron a través del resquicio. La puerta correspondía al Departamento de Radiología. En la sala de espera, tres pacientes aguardaban turno. Los tres alzaron la mirada curiosos.

Tizzie y Skyler siguieron hasta la parte delantera del hospital, dieron con otra escalera y subieron por ella. La puerta de acceso a la planta baja tenía una ventanilla rectangular de cristal y tela metálica. Skyler miró por ella y, aunque estaba sobre aviso, lo que vio lo dejó petrificado: apoyado en el mostrador de recepción había un ordenanza, que, aparentemente, estaba pidiendo alguna información. El hombre volvió el rostro en su dirección y Skyler se apartó instintivamente de la ventanilla.

Luego volvió a mirar. El hombre avanzaba ahora por el pasillo principal. ¡Iba en su dirección! Skyler agarró a Tizzie, la empujó hacia un rincón y se colocó ante ella. Si se abría la puerta, ésta los ocultaría. Indicó a Tizzie por señas que no hiciera ruido, y los dos se quedaron allí, escuchando inmóviles los pasos que se acercaban. Los pasos se detuvieron frente a la puerta, y Tizzie y Skyler casi oyeron al hombre pensar, tratar de discernir qué hacía. Luego, al cabo de lo que pareció un siglo, las pisadas siguieron adelante y se perdieron. Skyler miró de nuevo por la ventanilla y vio la parte posterior de la cabeza del ordenanza, en la que el mechón blanco apenas era visible. El hombretón se dirigía hacia el fondo del pasillo, en dirección opuesta a la que ellos debían tomar. Sólo en aquel momento se dio cuenta Skyler de que Tizzie llevaba rato apretándole el brazo.

Abrieron la puerta y vieron cómo el ordenanza llegaba a un recodo del pasillo, doblaba por él y desaparecía. Ellos se dirigieron al vestíbulo. De nuevo notó Skyler la mano, ya relajada, de Tizzie en el brazo. Así enlazados, pasaron ante el mostrador de recepción.

– Ah, vaya -le dijo la recepcionista a Skyler-. Hace un momento vino un hombre interesándose por su hermano. Me preguntó por el paciente que tenía un hermano gemelo idéntico. Lo mandé a la habitación. -Miró hacia el fondo del pasillo y añadió-: Si se da usted prisa, quizá lo alcance.

– No, no se preocupe -se apresuró a decir Skyler-. Ese hombre no nos cae nada bien.

– En realidad -intervino Tizzie-, no podemos verlo ni en pintura.

– ¿Podría usted hacernos un gran favor? -le pidió Skyler-.Cuando vuelva por aquí, no le diga nada de que nos ha visto.

– Desde luego. A mí tampoco me cayó bien. Me pareció como antipático.

En el exterior, el sol era cegador y se reflejaba en las señales de tráfico, en las ventanas de los edificios e incluso en el pavimento, de modo que Tizzie y Skyler quedaron tan deslumbrados que ni siquiera vieron a Jude, que llegaba en el coche. El periodista tuvo que tocar el claxon y llamarlos en voz alta desde el otro lado del cruce.

– Larguémonos de aquí -dijo Tizzie en cuanto se hubo acomodado en el asiento trasero.

Comenzaron a contarle lo del ordenanza a Jude. Y éste pisó inmediatamente el acelerador. Para cuando sus compañeros terminaron de explicarle su fuga del hospital, ya habían recorrido cinco manzanas.

– Esas ropas no terminan de gustarme -comentó Jude, después de echarle un buen vistazo a Skyler-. Se nota que no son tuyas. Lo malo es que no podemos volver al motel a recoger el equipaje. Sería demasiado peligroso.

Metió la mano en un bolsillo, sacó una de las licencias de conducir de Arizona y se la entregó a Skyler.

– Aquí tienes tu nueva identidad.

Skyler miró la foto. No estaba mal. Podía pasar por una suya. Leyó el nombre.

– ¿Harold James?

– Sí, pero todos te llamamos Harry. Yo soy Edward. Puedes llamarme Eddie.

– ¿Los hermanos James? -preguntó Tizzie-. ¿Como los ladrones de trenes? ¿No te parece un poco descarado?

– No, qué va.

– Por cierto -dijo Tizzie, mientras el coche pasaba a gran velocidad ante el letrero que indicaba la proximidad del aeropuerto-, ¿adonde vamos?

La respuesta fue un bálsamo para los oídos de la joven:

– Lejos, muy lejos.

Cambiaron de avión en Phoenix, en cuyo aeropuerto se detuvieron el tiempo suficiente para comer algo. Jude compró el Arizona Republican y lo leyó mientras se tomaba una taza de café. No encontró nada interesante. Tizzie se fue a comprar más artículos de aseo -su segunda intentona del día-, y Skyler recorrió las tiendas en busca de algo que ponerse, pero no encontró nada.

A pesar de que a Jude no le pareció buena idea, compraron los pasajes con la tarjeta de crédito de Tizzie, ya que no había otro modo de pagarlos. De todas maneras, se dijo, el pasaje de avión de Tizzie estaba extendido a su nombre, así que no había forma alguna de cubrir del todo la pista.

Mataron media hora paseando por el moderno terminal, antes de dirigirse al mostrador de facturación de American Airlines y hacer una larga cola. Cuando llegó su turno y les pidieron la documentación, mostraron tres licencias de conducir.

– ¿Equipaje? -preguntó el empleado.

– No llevamos -respondió Jude. -El otro puso cara de sorpresa y el periodista añadió-: Nos gusta viajar sin estorbos.

Y evitó la broma que estuvo a punto de hacer, pues su aspecto ya era bastante extraño y resultaba absurdo llamar más la atención.

Pasaron por la inspección de rayos X, y se dirigieron hacia la sala de embarque, en la que se mezclaron con el resto de los viajeros. Cualquiera que los mirase podría haberlos tomado por una familia norteamericana típicamente atípica: dos hermanos gemelos y una esposa que volvían de unas vacaciones al sol. La única pregunta que la gente podía hacerse era cuál de los dos hermanos era el marido.

Diez minutos más tarde avisaron de la salida de su vuelo. Irían sin escalas hasta Washington.