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CAPÍTULO 24

El taxi dejó atrás el monumento a Washington, siguió por la Elipse hasta el Capitolio y continuó en dirección al sector sudoeste. Una vez allí, Tizzie, Jude y Skyler decidieron alojarse en una pensión barata llamada Potomac View. El nombre inducía a error, pues el río sólo era visible en una acuarela mal pintada que colgaba de la pared del vestíbulo, por encima de un montón de folletos de turismo.

Por la mañana, Tizzie decidió llamar a Nueva York, a su trabajo. Era un riesgo calculado. Tarde o temprano tenía que dar señales de vida, y cuanto más tarde fuera, mayores sospechas infundiría su comportamiento. Además, tampoco quería permanecer demasiado tiempo perdida, no fuera a ser que sus padres la necesitasen.

Como concesión a la creciente inquietud de Jude, la joven fue en taxi hasta el centro de la ciudad para telefonear desde el hotel Hay Adams. Eso no haría que la llamada fuese más difícil de localizar, pero llevaría a sus perseguidores hasta un concurridísimo hotel situado en el epicentro político de la nación.

En cuanto a Jude, durante el desayuno había decidido recurrir a Raymond. Lo necesitaban. Tizzie, Skyler y él no tenían los recursos para enfrentarse al Laboratorio, eso estaba claro. Si querían llegar hasta el fondo de aquel turbio asunto, necesitaban la infraestructura del FBI. Y, francamente, sería un alivio dejar que otros se ocupasen de aquel maldito asunto.

Pero… ¿se mostraría el FBI receptivo? ¿A qué se enfrentaban exactamente? ¿A unos asesinos? Sin duda. Para empezar, allí estaba el cadáver de New Paltz. Aunque resultaba poco menos que imposible colgarle a alguien concreto aquel asesinato. ¿A qué más se enfrentaban? ¿A una conspiración para efectuar investigaciones médicas ilegales? Muy probablemente. Pero…

¿hasta qué punto estaba interesado el FBI en aquel tipo de cosas? Raymond le comentó que en tiempos el Laboratorio tuvo su propio expediente, pero también añadió que dicho expediente se hallaba ahora prácticamente cerrado. Había cosas más urgentes. Y además estaba lo que Hartman había dicho acerca de que unos agentes del FBI los habían seguido hasta Wisconsin. Así que al menos había alguien del FBI que seguía interesado por el asunto.

Las dudas no dejaban de agobiarlo. ¿Tendría Raymond autoridad suficiente para conseguir que la agencia interviniera en el asunto? Quizá Jude tuviera que presentarse con Raymond para conseguir la autorización de sus superiores. Y, pensándolo bien, ¿hasta qué punto podía confiar en el propio Raymond? Él mismo le había recomendado que no se fiase de nadie, pese a lo próximo que pudiera estar a él. Viéndolo en retrospectiva, parecía que el federal lo hubiese dicho pensando en Tizzie. ¿Sabía Raymond de la existencia de la muchacha? Aunque también podía ser que el consejo aludiese al propio Raymond. No te olvides, se dijo Jude, de que Raymond ha venido ocultándote información desde el principio. Pero… ¿por qué le iba a aconsejar a Jude que recelase de él mismo? ¿Le habría dicho aquello Raymond si él formase parte de algún tipo de conspiración? Y, por otra parte, aquélla podía ser una buena estratagema: ¿qué mejor forma había de ganarse la confianza de Jude? Sin embargo, debía tener en cuenta que fue Raymond quien le dio el nombre del juez, permitiéndole con ello dar el primer paso de aquella larga y descabellada carrera. Y eso parecía avalar la sinceridad del federal.

Decidió dejar de devanarse la cabeza. Si uno se ponía a dar vueltas y más vueltas, terminaba mareado. Agarra el toro por los cuernos. Plántate allí. Lleva a Skyler. Sin previo aviso, sin darles tiempo a preparar una trampa. Y de todas maneras, con aquellos ordenanzas y sabía Dios quién más persiguiéndolos, el edificio del FBI era, probablemente, el lugar en el que más seguros se encontrarían.

Jude y Skyler tomaron un taxi.

– A la central del FBI.

El conductor, un africano de oscura tez que llevaba una camisa estampada de vivos colores, los miró por el retrovisor, primero a uno y después al otro. De un reproductor de casetes brotaba música africana occidental. Suena como Sunny Ade, se dijo Jude, y miró el nombre que aparecía en la licencia. Efectivamente, el taxista era nigeriano.

Tizzie estaba más que alarmada. Dejó en la pensión una nota para Jude y Skyler -no tenía tiempo para esperarlos- y luego se dirigió en taxi al aeropuerto. Una vez allí, se abrió paso hasta la cabeza de la cola y compró un pasaje. Media hora más tarde se hallaba en el aire, camino de Milwaukee.

El asunto parecía grave. Tizzie había intentado deducir del tono de su secretaria hasta qué extremo llegaba la gravedad, pero, naturalmente, no lo consiguió.

– Dijeron que debía usted ir inmediatamente. Su madre está muy delicada y no saben cuánto durará.

– ¿Cuándo llamaron?

– Hace sólo un par de horas.

¿Trataban de dulcificarle el golpe dándole sólo la mitad de la información? ¿Encontraría a su madre muerta cuando llegara a la casa?

Resultaba extraño, pues siempre había pensado que su padre sería el primero en desaparecer. A fin de cuentas, él era el que más trabajo y agobios había tenido. Su madre había sido una figura secundaria que se limitaba a estar allí, al fondo de la escena. Se ocupaba de la casa y de la cocina mientras su marido atendía a los pacientes, o efectuaba viajes de trabajo, o discutía sobre temas trascendentales con el tío Henry. Su madre había llevado una vida mucho más tranquila, sabedora siempre de lo que tenía que hacer y haciéndolo a su aire.

Tizzie no soportaba enfrentarse a la dura realidad. Probablemente, había pensado que su padre sería el primero en morir porque era su muerte la que más temía. Adoraba a su madre, a la que sabía que en cualquier momento podía recurrir y de cuyo permanente apoyo estaba segura. Sin embargo, su padre era todo su mundo. El sol, las estrellas y la luna en una sola pieza. Tizzie lograba imaginar la vida sin su madre, pero no sin su padre.

Y, cómo no, también sentía remordimientos. Se ahogaba en ellos. Para ella, era como hurgar en una herida para averiguar hasta qué punto duele. Evocó los más cálidos recuerdos familiares que albergaba en su memoria. Una sucesión de imágenes desfiló por su imaginación: su madre atendiéndola cuando ella estaba enferma, aguardándola despierta para cerciorarse de que volvía sana y salva de sus citas con compañeros de estudios, vendándole el pie en la playa después de que se lo cortó con el afilado borde de una concha.

Un nuevo recuerdo de infancia apareció de pronto, surgido de la nada: ella, en brazos de su madre, durante un largo trayecto en coche. ¿Adonde iban? Sí, estaban marchándose de Arizona. Era el largo viaje hasta Wisconsin, y tenía miedo, porque estaba dejando atrás a todos sus amigos e iba a iniciar una nueva vida. Pero también tenía miedo por otra razón… ¿Por qué? Quizá porque, de algún modo, percibía que sus padres estaban asustados. Pero… ¿por qué lo estaban?

¿Cuántos recuerdos como aquél permanecerían aún ocultos en su memoria, esperando aflorar?

Tizzie viajaba en clase turista. A su lado, un hombre dormitaba, y su cabeza no dejaba de caer una y otra vez sobre el hombro de Tizzie. El almuerzo llegó en el interior de una bolsa: un sándwich, un pedazo de queso, una manzana y un cuchillo de plástico. En el asiento de atrás, un niño no paraba de llorar. Pero ella apenas se daba cuenta de nada.

Nunca, desde aquel largo y lejano viaje en coche, había estado tan asustada.

Y resultó que no le faltaban razones para sentirse así. Cuando el avión aterrizó al fin y los pasajeros desembarcaron, Tizzie se encontró con que en la terminal la estaba esperando una pequeña delegación.

Se le cayó el alma a los pies cuando vio entre los presentes a su tío Henry. Antes de que nadie dijera ni una palabra, por las expresiones que tenían todos los que la aguardaban, comprendió que había llegado demasiado tarde.

Sin duda, su madre ya había muerto.

El Edificio Hoover era grande e impersonal, un anónimo monolito que se alzaba en la avenida Pennsylvania.

Bajaron del taxi cien metros antes e hicieron a pie el resto del camino. Era una costumbre de Jude cuando iba a realizar entrevistas importantes, y para él ya se había convertido en una superstición, en una especie de rito inofensivo para conseguir que la entrevista saliera bien. Y, bien mirado, ninguna de las entrevistas que había hecho en su vida era tan importante como aquélla.

Jude hizo una llamada desde los teléfonos públicos del vestíbulo mientras Skyler paseaba nerviosamente.

Le pusieron inmediatamente.

– Raymond -comenzó Jude.

Se produjo una breve pausa. Jude imaginó a Raymond esforzándose en hablar con voz normal.

– Jude. ¿Dónde demonios estás?

No lo había conseguido. En su tono había una nota de urgencia.

– Aquí mismo. En Washington. Tengo que hablar contigo.

– Dime dónde estás e iré a verte.

– Quizá yo vaya a verte a ti.

– Ah, muy bien… ¿Cuándo?

A Jude le pareció percibir un matiz de satisfacción en la voz del federal.

– ¿Qué tal ahora mismo?

– Muy bien. Estupendo. -Una pausa, tras la cual Raymond añadió-: ¿Estás solo?

¿Para qué darle la satisfacción?

– Sólo estamos yo y mi sombra -repuso diciéndose: espero que esto resulte lo bastante ambiguo.

– Muy bien. Te espero. ¿Cuánto tardas en llegar aquí?

– Ya estoy aquí.

– ¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

– Estoy abajo, en el vestíbulo.

– Mierda. ¿Por qué no lo has dicho antes? Ahora mismo bajo.

– De acuerdo.

Colgó el teléfono. De pronto sentía dudas. Qué demonios, la suerte estaba echada. Al menos, volvía a formar parte del juego. Pero, entonces, ¿por qué experimentaba aquella inseguridad, por qué estaba tan poco convencido de haber hecho lo más adecuado? ¿Por qué notaba aquella desazón interior, aquel principio de temor?

Echó un vistazo a su alrededor. Había un control de seguridad, una garita de cristal atendida por vigilantes de paisano. Ante la garita había una pequeña cola formada por empleados que volvían del descanso de media mañana. Le sorprendió el modo de vestir de los hombres que entraban y salían por las puertas principales. Era normal, incluso elegante; él casi había esperado ver los anodinos trajes grises y los cortes de pelo de estilo militar de la época Hoover. Además, también había un montón de mujeres.

Al otro lado del los detectores de metales se hallaba el mostrador de recepción en el que se entregaban los pases de seguridad a los visitantes. Más allá estaban los ascensores. También había un quiosco de prensa con montones de diarios y revistas expuestos. Hacía fresco, y Jude notaba la corriente causada por los ventiladores del sistema de aire acondicionado.

¿Dónde estaba Skyler? Oteó rápidamente el vestíbulo. Al fin lo vio, al otro lado, aún con aquella ridícula camisa que había cogido en el hospital de Arizona. El joven estaba mirando las fotos enmarcadas que había en la pared.

Las fotos correspondían a los miembros del cuadro directivo de la agencia y estaban dispuestas en una pirámide jerárquica. Los altos mandatarios ocupaban la parte superior. En la cima estaba el director del FBI, debajo el subdirector, luego los directores adjuntos, después los jefes de división y así sucesivamente. Dos de las veinte fotos eran de mujeres. Skyler miraba los retratos con gran atención. Jude se le acercó y se volvió por si veía a Raymond, pues no deseaba que la llegada de éste lo cogiera por sorpresa.

Y entonces oyó una exclamación ahogada surgida de los labios de Skyler. Estaba paralizado y miraba con ojos muy abiertos una de las fotos. Después se volvió y miró a Jude. El periodista advirtió en sus ojos que lo que acababa de ver lo había dejado sobrecogido.

Skyler echó a correr de pronto y Jude lo vio cruzar el vestíbulo en dirección a la puerta principal.

El joven tropezó violentamente con una mujer que entraba. La gente se volvía hacia él boquiabierta, pero nadie hizo nada por detenerlo. Jude echó a correr tras él en un intento fallido de alcanzarlo antes de que llegase a la puerta. A través de los cristales lo vio allí, en la calle, mirando a uno y otro lado, inseguro, casi cómico, tratando de decidir en qué dirección corría.

– ¡Jude! ¡Jude!

Alguien lo llamaba a su espalda, pero Jude no hizo caso. Corrió hasta la puerta, la empujó con todas sus fuerzas y un segundo más tarde ya volvía a hallarse en la húmeda calle, viendo cómo Skyler se alejaba a la carrera.

Corrió tras él, pero no logró alcanzarlo.

Dos manzanas, tres, cuatro. Skyler no aflojaba el paso. Jude veía su cabeza desplazándose rápidamente entre la multitud que llenaba la acera. En varias ocasiones, Skyler se volvió, vio que Jude lo seguía, y continuó corriendo.

Es extraño, pensó Jude. Parece como si huyera de mí.

Sin embargo, no era así. Muy al contrario. Skyler deseaba cerciorarse de que Jude iba tras él.

Momentos más tarde, cuando Jude llegó a un parque, se detuvo a tomar aliento y no vio a Skyler por ninguna parte, oyó que alguien lo llamaba con voz queda.

Era Skyler, que estaba sentado en un banco, parcialmente oculto por un macizo de rododendros. Estaba sin aliento.

– ¿Qué ha pasado? -exclamó Jude-. ¿Por qué echaste a correr?

– La foto -explicó Skyler-. La del subdirector. Eagleton.

– ¿Qué pasa con él?

– Lo había visto antes. En la isla. Cuando el doctor Rincón fue allí de visita, Eagleton formaba parte de su séquito.

El sobrio funeral se celebró en la capilla de la iglesia congregacionalista de Lake Drive.

La asistencia fue mayor de lo que Tizzie esperaba: sus padres tenían más conocidos de los que ella imaginaba. Muchos eran ancianos, viejas de aspecto dulce, con sombreros y guantes blancos, y viejos de arrugados rostros y pantalones impecablemente planchados. Todos se sabían al dedillo el ritual y el protocolo de los funerales. Lo único raro era que Tizzie apenas conocía a ninguno de ellos.

Su padre estaba excesivamente delicado para asistir al servicio, lo cual hizo que las cosas fueran aún más difíciles para Tizzie.

Después, los asistentes fueron a la que había sido la casa de los padres de Tizzie para dar el pésame. Había preparado un enorme buffet -ensaladas de todo tipo, huevos rellenos, canapés de atún y de jamón, cestos llenos de pan y pastelillos de cabello de ángel-, más que suficiente para que todos quedaran ahítos. Tizzie no sabía de dónde había salido aquello. Le daba la extraña sensación de que todo lo manejaban invisibles expertos en pompas fúnebres.

No comió nada. Y no porque la comida no fuera de su gusto, sino porque no tenía el menor apetito. Durante el servicio fúnebre se había mostrado serena, e incluso participó en el canto de los himnos. No se sintió anegada por la emoción ni próxima a las lágrimas. Muy al contrario, se sintió vacía, insensible. Aparte de los morbosos pero incontrolables esfuerzos por imaginar el cadáver en el interior del ataúd, apenas había pensado en su madre. Fue su padre el que durante todo el funeral ocupó sus pensamientos.

Por eso, mientras los visitantes seguían en la planta baja, Tizzie abandonó su puesto de anfitriona junto a la puerta y corrió escalera arriba en dirección al que había sido el dormitorio de sus padres. ¿Cuántas veces, durante su infancia, no habría hecho ella girar aquel tirador de cristal biselado para entrar en el sanctasanctórum? Ahora, Tizzie casi sintió que daba marcha atrás en el tiempo, que se iba haciendo pequeña según los años la iban abandonando, como Alicia en el país de las maravillas. En la penumbra del dormitorio vio a su padre, en la cama, con la cabeza apoyada en un montón de almohadas. El hombre apenas reparó en su presencia. Tizzie se sentó en el borde de la cama y lo miró. Ya apenas quedaba vida en él. Lo abrazó, escondió la cara en su hombro y acarició los ralos cabellos blancos.

Y en aquel momento se dio cuenta de que en la habitación había otra persona.

Sonó un ligero carraspeo procedente del sillón situado en un rincón del dormitorio. Tizzie no necesitó más para saber inmediatamente quién estaba allí, era tío Henry.

– ¿Qué tal estás, querida? -preguntó el hombre-. ¿Cómo lo sobrellevas?

A ella le pareció que la pregunta no era sincera y que, por tanto, no merecía respuesta. Y tampoco quiso darle a su tío la satisfacción de ver que la había sobresaltado. Así que se encerró en un estoico silencio.

Tío Henry alargó la mano y encendió una lámpara de piel. La luz hirió los ojos de Tizzie, pero no iluminó en absoluto a su tío, que seguía hundido en el sillón, fuera del alcance de la luz.

– Sé lo apenada que te sientes. Todos estamos tristes. Quizá para el mundo exterior tu madre no era una persona demasiado… -movió una mano en el aire como buscando la palabra adecuada-…impresionante. Sin embargo, los que la conocíamos y queríamos, sabíamos valorar sus cualidades.

El padre de Tizzie se removió en la cama.

– Y resulta especialmente doloroso que desaparezca uno de los miembros del grupo de más edad, uno de los fundadores, por así decirlo. Y que su muerte sea tan prematura.

El hombre había pronunciado aquella última frase en un susurro. Hizo una pausa y, en actitud casi profesoral, prosiguió:

– Sin embargo, no debemos mirar hacia atrás. Tenemos que seguir adelante. Hemos de pensar en los vivos. En los que aún tienen la existencia por delante, o en los que aún se siguen aferrando a ella… Como, por ejemplo, tu padre.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Tizzie con ojos refulgentes.

– Nada que tú no sepas -respondió con voz seca, casi dura-. Tu padre no está nada bien. -Eso ya lo sé. -¿De veras lo sabes?

A ella le extrañó aquella réplica.

– Pues claro que lo sé.

– Entonces, ¿por qué no haces algo?

– No sé a qué te refieres.

– ¿Por qué no colaboras con nosotros? Somos el grupo que intenta ayudarlo. Intentamos encontrar una cura para lo que mató a tu madre. No te engañes, no se murió de vieja.

– ¿Cómo lo sabes?

– Vamos, Tizzie. Tú misma viste la rapidez con que la ancianidad se apoderó de ella. Envejeció treinta años en los últimos cinco. ¿Alguna vez habías visto algo parecido?

Tizzie permaneció en silencio, limitándose a negar con la cabeza.

– Y a tu padre le está ocurriendo lo mismo.

– ¿Se trata de una enfermedad?

– Quizá. Tenemos a varias personas tratando de dilucidar esa cuestión, intentando encontrar una vacuna para el mal que aflige a tu padre. Quizá algún día tú misma te unas a la investigación. Te sobra capacidad profesional para ello.

– ¿Es eso lo que quieres que haga? ¿Investigar?

Tío Henry tosió y se llevó un pañuelo a la boca para echar en él las flemas.

– Todavía no. En estos momentos puedes hacer algo mucho más importante. Tenemos enemigos. Necesitamos saber quiénes son y qué hacen.

A Tizzie se le cayó el alma a los pies.

– ¿Qué puedo hacer?

– Muy sencillo, informarnos de lo que ellos han averiguado.

– ¿Lo que ellos han averiguado? ¿A qué te refieres?

De pronto, la voz del hombre cambió, se hizo dura.

– No te hagas la tonta conmigo.

– No me hago la tonta. Lo que deseas es que espíe a Jude.

– Ahora sí te estás portando como la hija digna de tu padre. Queremos que nos informes sobre Jude… pero no sólo sobre él.

– También queréis que os informe sobre Skyler.

– Exacto.

Tizzie miró a su padre, cuyo aspecto no podía ser más frágil.

– ¿Y servirá de algo?

– Claro que sí.

– Entonces, cuenta conmigo -dijo ella.

– Espléndido.

– ¿Qué… tengo que hacer?

– Abajo, en el estudio, encontrarás papel. Sólo tienes que anotar todo lo que recuerdes: dónde han estado, qué han hecho, qué han dicho. Tómatelo con calma, espera a que la gente se marche, cosa que ya no tardará en ocurrir. Me gustaría que tu informe estuviera listo para esta noche.

– De acuerdo.

– Gracias, cariño.

– Lo anotaré todo. Estuvimos juntos… viajamos al oeste… estuvimos en Jerome.

– Estupendo. No te olvides de nada. Más adelante tendrás que hacer otras cosas.

Tío Henry apoyó ambas manos en los brazos del sillón, se puso en pie y apagó la luz. La habitación quedó en penumbra.

– ¿Ayudarás a papá? -preguntó Tizzie.

– Sí, cariño. Y no sólo yo, sino también otros. Todos debemos arrimar el hombro.

El hombre fue hacia la puerta y se volvió para mirar a su sobrina.

– Quédate con él. Creo que tu padre se da cuenta de quién eres. Resulta enternecedor veros a los dos juntos.

– Adiós, tío Henry.

– Adiós, cariño. Me alegra que me hayas hablado de tus correrías por el país con esos dos muchachos. No hay nada como la sinceridad para que la verdad resplandezca. Naturalmente, ya sabíamos lo de vuestro viaje.

Tizzie oyó las pisadas del hombre alejándose por la escalera. Resultaba difícil decir si el comentario sobre la sinceridad había sido o no sarcástico. Tío Henry lo había dicho como si estuviera hablando con una niña, la misma niña que, años atrás, había hecho girar aquel tirador de cristal biselado.

Jude se sentía agitado a causa de lo que de modo accidental habían descubierto. Sus implicaciones eran alucinantes.

Condujo a Skyler a un pequeño bar de la calle K y, una vez en él, se acomodaron en un reservado para poder pensar con calma. Jude pidió cerveza para los dos.

O sea que Frederick C. Eagleton, el poderoso subdirector del FBI, uno de los puntales de la sociedad norteamericana, estaba implicado en aquel… ¿qué? En aquella conspiración.

Eagleton no era exactamente un personaje popular, pero sí muy conocido entre los políticos, los periodistas y cuantos seguían con interés los juegos de poder que tenían lugar en Washington. Desde los tiempos de Hoover, ningún director había vuelto a tener poderes absolutos; algunos incluso habían sido simples figuras decorativas. Pero el subdirector era otro cantar. Al subdirector no lo ponía y quitaba a capricho el presidente. El subdirector era una figura tan constante y ubicua como la próxima administración pública, y sobrevivía de una presidencia a la siguiente, acumulando más y más información, aumentando el tamaño de los expedientes, haciendo y recibiendo favores. Si el director era la figura decorativa, el subdirector era el que, con mano de hierro, movía las palancas y apretaba los botones. ¿Para qué servían aquellas palancas y aquellos botones? Jude no tenía ni la menor idea.

Si Eagleton estaba implicado en el asunto, ¿quién más lo estaría? Sólo Dios sabía cuál era la magnitud de aquel asunto. Y, si se trata de una conspiración, ¿qué la mantiene en pie? Si existe una telaraña, ¿hasta dónde llega y cuál es la araña que ocupa su centro? Rincón, desde luego. Pero… ¿cómo lo hace? Jude bebía su cerveza a pausados sorbos. Y… ¿cuál sería exactamente la implicación de Eagleton? ¿Lo habrían sobornado para que protegiese al Laboratorio? ¿Estaría el hombre en la nómina del grupo? Eso era absurdo. Si estaba en la nómina, ¿para qué iba a viajar hasta la isla? No era el tipo de cosas que hacen los empleados. Por como Skyler lo había descrito, más que un viaje de trabajo se trató de una peregrinación. Eagleton fue con los otros sólo para rendir pleitesía a Rincón.

Pero… ¿por qué? ¿Qué podía ofrecerles Rincón? Sólo había una respuesta que tuviera algún sentido: podía ofrecerles vivir más tiempo. Con tal de lograr eso, ciertas personas estarían dispuestas a cualquier cosa. Sobre todo, las personas que ocupaban cargos de poder.

Pero las cuentas no cuadraban. Eagleton era un hombre ya maduro, de sesenta años más o menos. Según lo dicho por Hartman, el tipo era demasiado viejo para que hubieran hecho un clon suyo al nacer. Sesenta años atrás, antes de la segunda guerra mundial, por entonces, nadie soñaba siquiera con la clonación. No existía la tecnología necesaria. Los únicos que tenían clones eran los hijos del Laboratorio, los cuales rondaban los treinta años. Como yo, se dijo.

Jude había llegado a un callejón sin salida y decidió dejar todas aquellas preguntas para más tarde.

Bebió otro sorbo de cerveza mirando a Skyler. Comenzaba a acostumbrarse a verlo al otro lado de la mesa de un bar.

Habían tenido muchísima suerte al ver la foto de Eagleton. Aquella pequeña pieza hizo que un gran fragmento del rompecabezas cayera en su lugar. La implicación de Eagleton explicaba el interés que el FBI sentía por el caso: las intervenciones telefónicas, los agentes que habían aparecido por Wisconsin buscándolos. Y quizá también explicase por qué los habían seguido mientras iban en el coche, en el caso de que, efectivamente, los hubieran seguido.

Además, el descubrimiento planteaba otra pregunta. ¿En qué bando estaba Raymond? Lo mismo podía ser amigo que enemigo. ¿Quién sabía de parte de quién estaba el federal? ¿Quién sabía de parte de quién estaba nadie?

De pronto Jude se dio cuenta de algo. Alzó su vaso y lo chocó con el de Skyler.

– ¿Sabes una cosa? -dijo-. Raymond, el tipo del FBI con el que íbamos a entrevistarnos, sólo pretendía una cosa. Desde el principio ha querido conocerte, establecer contacto contigo. Él me pidió que te llevara conmigo. Y ahora ya sabemos por qué.

– ¿De veras lo sabemos?

– Desde luego. ¿No te das cuenta? Tú eres la clave. Eres como la piedra de Rosetta.

– ¿Cómo?

– Es una piedra que sirvió para descubrir la clave de los jero…

– Ya sé qué es la piedra de Rosetta. Lo que no sé es de qué demonios hablas.

– Tú eres la única persona que puede ayudarlos a dar con la clave del misterio -explicó Jude con creciente nerviosismo-. Si Eagleton forma parte de ese grupo, de esa conspiración, es indudable que no está solo. Hay otros, y todos están unidos al grupo, de algún modo y por alguna razón que no alcanzamos a adivinar. Pero nadie del mundo exterior sabe quiénes son. Los federales necesitan a alguien que los identifique. Y ese alguien eres tú. Eres un testigo presencial, ¿no te das cuenta? Aquel día, en la isla, los viste a todos reunidos. A toda la congregación.

– Pues sí, y no me lo recuerdes.

– Qué estúpido he sido. Durante todo el tiempo he tenido a mi lado a una fuente de información tan valiosa que el FBI daría cualquier cosa por acceder a ella, y no me he dado cuenta.

– Me alegro de que al fin me aprecies en lo que valgo.

– Sin bromas. Esto es importante.

Jude dejó su vaso sobre la mesa y se puso en pie.

– No te muevas de aquí. Ahora vuelvo.

Al cabo de un par de minutos estaba de regreso, llevando entre las manos un montón de diarios y revistas que había comprado en el quiosco de prensa más próximo.

Dejó los periódicos sobre la mesa y fue abriéndolos al azar. Todos contenían gran cantidad de fotos.

– Hojéalos. A ver si encuentras alguna cara que te resulte conocida.

– ¿Bromeas?

– No, hombre. Inténtalo.

Y mientras Skyler hojeaba los periódicos, Jude le echó un vistazo al Washington Post, al New York Times, al Mirror y a otros diarios.

Una de las noticias le llamó la atención. El «ladrón de visceras» había cometido otro asesinato, el tercero. El cadáver estaba irreconocible a causa de las mutilaciones, y le faltaban las visceras. Lo habían encontrado en un bosque de Georgia, no lejos de los lugares en que habían descubierto a los otros dos. El Post informaba a fondo de la noticia; en el Times le dedicaban cuatro párrafos; en el Mirror no figuraba.

Apuesto a que entre las heridas hay una del tamaño de una moneda de cuarto de dólar, situada en la parte interior del muslo derecho, se dijo. Pero es lógico que la policía no haya hecho pública esa información, pues oculta un detalle clave que, supuestamente, sólo el asesino conoce.

Y en aquel instante Skyler hizo también un descubrimiento. El joven lanzó una exclamación ahogada y varias cabezas se volvieron hacia el reservado que ocupaban los dos hombres.

– He dado con uno -dijo bajando la voz-. Mira.

Los propietarios de las cabezas perdieron el interés y dejaron de mirarlos.

Skyler tenía el dedo puesto sobre la frente de un financiero mundialmente famoso, un banquero llamado Thomas L. Smiley. A Smiley le sobraban razones para sonreír, ya que a la edad de treinta y cinco años había decidido invertir en una compañía de software que estaba empezando y la inversión no pudo resultar más provechosa. Aquél no fue más que el principio de una carrera salpicada de resonantes y lucrativos éxitos. Compraba empresas a diestro y siniestro, con el acierto de escoger las que sólo necesitaban una pequeña inversión de dinero para que su precio se pusiera por las nubes. Poseía el toque de Midas y, a los sesenta años, se le calculaba una fortuna personal de varios cientos de millones de dólares.

En la foto aparecía un atractivo y bronceado individuo sonriendo a la cámara durante una fiesta benéfica que se había celebrado en el Museo Metropolitano de Nueva York. A su lado, colgada de su brazo, posaba una elegante dama de la mejor sociedad neoyorquina.

– Lo vi aquel día. Estoy seguro. Voló hasta la isla en una avioneta. Lo reconocería en cualquier parte: la misma barbilla, la misma sonrisa jactanciosa. Esperaba que todos estuvieran pendientes de él… y todos lo estaban.

– Bingo. Y ya van dos… ¡y sólo Dios sabe cuántos quedan!

Dos cervezas más tarde, Jude tuvo otra de sus inspiraciones y salió del bar como una exhalación llevándose a Skyler casi a rastras.

Tomaron un taxi. Comenzaba a lloviznar y en las aceras empezaban a abrirse paraguas.

– ¿Y para qué hemos de ir a ese sitio? -preguntó Skyler.

– Simplemente para dar un paseo por los augustos corredores del lugar en el que se deciden los destinos de la nación.

Se apearon en el Capitolio y entraron en el edificio mezclados con los turistas. La tarde estaba ya mediada. Ante el detector de metales se había formado una pequeña cola compuesta principalmente por grupos familiares que aguardaban para efectuar la visita turística.

Al principio no tuvieron suerte. Skyler miraba a todos aquellos con los que se cruzaban por los pasillos del Capitolio. Se asomaron a varias oficinas y pasearon por los amplios corredores. Mientras simulaban examinar el busto de algún político famoso, lo que en realidad hacían era estar pendientes de las conversaciones de los congresistas. Encontraron un despacho de atención al público en el que pudieron examinar las fotos que contenía el directorio del Congreso, un grueso volumen forrado en piel. Incluso se unieron a un grupo de congresistas, y con él llegaron hasta el andén de un tren eléctrico subterráneo. Lo tomaron, fueron al edificio Samuel Rayburn y regresaron.

Jude estaba ya a punto de arrojar la toalla cuando de pronto advirtieron que todos los congresistas se movían con paso presuroso en una misma dirección. Un guardia les explicó que era necesario que hubiera quórum para la votación de una enmienda presupuestaria. Aquél sería el último acto legislativo antes de que en el Congreso comenzaran las vacaciones de verano. No resultaba extraño que todos estuvieran tan impacientes por votar.

Se encaminaron a la galería reservada para los visitantes. Skyler se situó en un asiento de primera fila y miró desde lo alto hacia el salón de sesiones. El presidente del Congreso dio un golpe de maza y anunció que se iba a efectuar un recuento de asistentes. Los congresistas accionaron los conmutadores que encendían las lucecitas del tablero de recuento situado en uno de los laterales.

Skyler le dio con el codo a Jude. -Ese de ahí, el de la cuarta fila a la derecha. Jude miró al hombre que su compañero indicaba. Era un individuo bajo y regordete, con gafas de montura oscura y una calva que relucía por debajo de los largos cabellos que trataban sin el menor éxito de disimularla.

– Creo que lo conozco, pero no estoy seguro. Tendría que verlo de frente.

Localizaron el escaño del hombre en el folleto de turismo que tenía por título «Conozca a sus representantes». Aquel puesto correspondía a la delegación de Georgia.

Diez minutos más tarde, finalizada la votación, un mazazo del presidente dio por concluida la sesión y los congresistas se pusieron en pie. Cambiaron apretones de manos, abrazos, se despidieron con estentóreas voces y desaparecieron con la rapidez de los niños en el último día de clase.

Jude y Skyler tuvieron que preguntar varias veces hasta que llegaron a la oficina que buscaban. La puerta del despacho 316 estaba cerrada. La pasaron de largo y fueron a detenerse al fondo del corredor, cerca ya de la rotonda. Muchas de las puertas que daban al corredor se abrieron, y por ellas salieron hombres y mujeres dispuestos a comenzar cuanto antes las vacaciones. Pasados diez minutos, cuando ya apenas había ajetreo, la puerta 316 se abrió y salió el hombre bajo y con gafas. Visto desde el nivel del suelo, su cuerpo tenía forma de aguacate.

El hombre fue derecho hacia donde ellos estaban. Los dos se escondieron rápidamente tras una estatua de William Jennings Bryan en la que éste aparecía en actitud oratoria, con una mano tendida hacia adelante y la otra sobre el corazón.

– Míralo bien -dijo Jude, que permanecía oculto tras la estatua.

El hombre salió a paso rápido del corredor y giró sobre sus talones encaminándose hacia una puerta que estaba en la otra dirección.

Vuélvete, le ordenó mentalmente Skyler. ¡Vuélvete!

El hombre continuó derecho y llegó a la puerta. En aquel momento Jude lanzó un estrepitoso estornudo que resonó en todo el corredor.

El hombre se volvió. Skyler le echó un buen vistazo y se metió también tras la estatua de Bryant. Cuando salió de nuevo, el hombre había desaparecido y el ruido de la puerta al cerrarse aún resonaba en la rotonda.

Skyler sólo dijo una palabra:

– Bingo.

– Aún tenemos que hacer escala en otro puerto -dijo Jude mirando su reloj-. Si nos damos prisa, todavía llegaremos a tiempo.

En el taxi le dio a Skyler una conferencia sobre la Primera Enmienda, la libertad de prensa y las glorias del Cuarto Poder. Cuando en una democracia falla todo lo demás, dijo, cuando uno está desesperado y no sabe a qué recurrir, siempre puede buscar la salvación en los periódicos.

– Y por eso ya me siento cabreado por lo que estamos a punto de descubrir -declaró.

Las oficinas ejecutivas de la Wolrdwide Media Inc. ocupaban los tres últimos pisos de un moderno edificio de la avenida Connecticut. Desde allí, Tibbett y sus ejecutivos podían -figurativa y literalmente- mirar desde arriba a la Casa Blanca.

Una vez en el interior del edificio, Jude recordó que el vestíbulo tenía una salida en cada extremo. Hordas de empleados estaban ya saliendo por ambas puertas. Lo cual no les convenía, pues si Jude y Skyler se apostaban en una de las puertas, el hombre al que buscaban podía salir por la otra. El único remedio era tratar de atajarlo en el piso duodécimo. Jude sabía por una visita anterior a Washington -que realizó cuando, por algún motivo, el jefe del departamento lo invitó a la fiesta anual que daba el club de prensa de la capital- que la compañía tenía allí su propia zona de recepción. Los ejecutivos que bajaban de los pisos altos cambiaban allí de ascensores para llegar al vestíbulo.

Jude también sabía que en el piso duodécimo habría una recepcionista que les pediría la documentación. Él tenía su credencial de prensa del Mirror, pero ¿qué haría Skyler? Él era el que contaba. Quizá, si sabían enrollarse bien, les permitieran pasar.

Resultó que se había preocupado en vano. Cuando salieron del ascensor, el escritorio de la recepcionista estaba vacío, lo mismo que el resto de la sala. En el rincón había un televisor en funcionamiento, sintonizado, cómo no, con la cadena de televisión Tibbett.

Todo lo que se veía, desde los tiradores de las puertas hasta las estructuras de acero de las sillas, era ultramoderno. Una de las paredes estaba ocupada por ventanas de cristal color humo que llegaban desde el suelo hasta el techo. Todo aquel vidrio producía la sensación de que la oficina estaba suspendida en el espacio, como si se tratara del interior de una carlinga. De hecho, Tibbett era un apasionado del vuelo, y por todas partes había elementos decorativos relacionados con la aviación: modelos de aviones, hélices montadas en la pared y un cenicero de cristal con una foto de Charles Lindbergh.

Frente al elevador había un mullido tresillo de cuero. Jude le indicó a Skyler que se sentara en uno de los sillones y le tendió un periódico de la pila que había junto al escritorio de recepción. -Si es necesario, utilízalo para taparte la cara. No lo olvides: tú tienes que verlo a él, pero él no tiene que verte a ti.

Jude aguardó en el recodo de un pequeño pasillo que conducía al servicio de caballeros.

No tuvieron que esperar mucho. Cinco minutos más tarde, bajó un ascensor y varios hombres salieron de la cabina y se dirigieron rápidamente hacia los ascensores que descendían hasta el vestíbulo. Uno de ellos se movía con la segura autoridad de los jefes ejecutivos. Atisbando discretamente desde su rincón, Jude confirmó que se trataba de Tibbett.

¡Y de pronto Tibbett se apartó del grupo y se dirigió derecho hacia él!

Jude se retiró rápidamente al interior del servicio. Oyó pasos tras de sí y se metió en una de las cabinas. De pie sobre el inodoro, esperó conteniendo el aliento. Oyó abrirse la puerta, luego unos pasos, una cremallera que bajaba, el sonido de un hombre orinando, y luego el del agua de la cisterna al caer. Al fin volvieron a sonar los pasos, y la puerta se abrió y se cerró.

Jude aguardó un par de minutos antes de atreverse a salir del servicio.

Skyler estaba de pie en la sala.

– Estaba preocupado por ti -dijo-. El tipo parecía capaz de tirarte por la ventana.

– ¿Te resultó conoci…?

– No necesitas preguntarlo. Lo recuerdo con toda claridad, porque llegó a la isla pilotando su propio avión.

El comentario hizo reflexionar a Jude. Aquella noche, en la pensión, accedió a la página web del Mirror y rebuscó entre las fotos de Tibbett hasta encontrar la que buscaba. En ella, el magnate inmobiliario aparecía vestido con una camisa safari color marrón, posando para la cámara en algún lugar de los trópicos. Al fondo se veían palmeras y el morro de un pequeño avión.

– Mira -dijo Jude-. ¿Es éste el avión?

– Desde luego. Recuerdo el nombre, Lorelei. Y recuerdo algo más. Éste es exactamente el mismo tipo de avión en el que me oculté para fugarme de la isla.

Jude miró el nombre y vio que, debajo, había una pequeña insignia. Se acercó más a la pantalla para observarla. Se trataba de una pequeña W.