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Jude y Skyler hicieron los preparativos para el viaje al sur. Al fin, al cabo de tanto tiempo de intentar encontrar el modo de localizar la isla, disponían de una pista sólida -la foto del avión- que podía llevarlos en la dirección adecuada.
Pero antes necesitaban dinero y un coche.
Jude llamó a Tom Mahoney, un viejo amigo que trabajaba en la redacción de Washington del Mirror, y quedó con él en una hamburguesería. Mahoney era toda una leyenda. Llevaba en el periodismo político más tiempo del que nadie alcanzaba a recordar, y los almuerzos, cócteles y cenas a los que había asistido durante su carrera habían dejado su huella, ya que el hombre pesaba 120 kilos y acostumbraba a tomar la primera ronda de tragos poco después del mediodía. Pero se trataba de un reportero extraordinario: conocía montones de anécdotas, tenía infinidad de teléfonos privados de personajes famosos y en cualquier momento era capaz de sacarse un buen titular de la manga.
Él y Jude se conocían desde los tiempos en que Mahoney era flaco, cuando Jude probó suerte como corresponsal en el extranjero de la Associated Press y Mahoney trabajaba para la UPI. Se habían conocido con ocasión de un golpe de estado que tuvo lugar en Nigeria. Ambos habían visto en la parte posterior de un Mercedes el cuerpo acribillado a balazos del jefe del Estado; Mahoney no pudo utilizar el telex para enviar su crónica y Jude, pese a ser de la competencia, se portó como un caballero. Envió el reportaje por él, aunque, naturalmente, lo hizo después de haber mandado el suyo. Mahoney no había olvidado aquel favor.
– ¿Qué necesitas? -preguntó.
– Dos mil -respondió Jude, y le agradó ver que Mahoney no torcía el gesto-. Y un coche.
– ¿Estás metido en algún lío?
La respuesta a tal pregunta resultó imposible de exagerar.
Terminaron sus hamburguesas y estuvieron un rato hablando de los viejos tiempos.
– Tú pagas -dijo Mahoney a la hora de la cuenta.
Caminaron hasta el banco de Mahoney, que se hallaba a menos de dos manzanas, el hombre sacó el dinero y se lo dio a Jude en billetes de cincuenta. Luego le entregó las llaves de su casa y le dijo dónde podía encontrar las llaves del Volvo estacionado en la parte trasera del edificio.
– Luego me dejas las llaves en el buzón. Trudy me abrirá… si no está demasiado cabreada conmigo.
Mahoney le deseó suerte, le estrechó la mano, dio media vuelta y echó a andar. Jude sintió una oleada de afecto viendo cómo su amigo se alejaba con paso decidido por la acera, sin apartarse para ceder el paso a nadie.
Después de recoger el coche, Jude hizo una rápida llamada para decirle a Tizzie que se marchaban de Washington, y para comunicarle lo que habían averiguado hasta el momento. Tizzie parecía nerviosa y no pudieron hablar durante mucho rato. Luego Jude y Skyler pasaron el resto de la tarde en la biblioteca del Congreso. Jude utilizó su verdadero nombre y la credencial del Minor para conseguir que el bibliotecario los recibiera en su oficina. Tras una breve entrevista, el hombre les permitió utilizar la sala de investigación. Los condujeron a una gran recámara carente de ventanas situada en los sótanos del edificio. El lugar estaba desierto, salvo por tres tipos con pinta de ratones de biblioteca que parecían haber pasado sus vidas allí.
A lo largo de una pared había una serie de cubículos. Jude y Skyler se acomodaron en uno que tenía una gran mesa vacía y un ordenador en un rincón.
En primer lugar pidieron mapas -náuticos, topográficos, todo tipo de mapas a todo tipo de escalas-, en los que apareciese la costa de Carolina del Sur, de Georgia y de Florida oriental. Los extendieron sobre la mesa como si se encontraran en un despacho de estado mayor.
Jude bajó de la web la foto de Tibbett junto al avión e imprimió una copia. Dejó ésta junto al ordenador, se conectó a la red y procedió a buscar docenas y docenas de documentos referentes a avionetas. Al fin, encontró una que parecía encajar, una Cherokee monomotor de cinco plazas. Hizo clic sobre «Datos técnicos» y dio con lo que buscaba: capacidad del depósito, consumo de combustible y velocidad máxima. Calculó que la autonomía de vuelo a depósito completo era de más o menos mil kilómetros.
Con un compás que le prestó un ayudante de biblioteca y guiándose por la escala del mapa, marcó la distancia máxima. Luego centró el compás en el punto que representaba a Valdosta -el lugar en el que había aterrizado Skyler-, y describió un semicírculo, creando un arco que se adentraba en el océano e incluía una gran sección de litoral.
– La isla tiene que estar en algún punto de este semicírculo -dijo.
Jude contempló el mapa con desaliento. La zona de mar y de tierra era mucho más extensa de lo que había pensado; por el sur abarcaba hasta la península de Florida y por el norte casi hasta Washington.
– Ahora esfuérzate en recordar algo, algún detalle del paisaje, cualquier cosa que nos ayude a ubicar la isla.
Pidieron libros de referencia sobre las islas de la zona y eliminaron las mayores y mejor conocidas, como Hilton Head, Pawley's, Ossabaw, Santa Elena, las Santa Catalina y Sapelo. Las posibilidades de que una secta médica coexistiera con un centro turístico de lujo eran decididamente escasas. A continuación consultaron libros sobre las labores agrícolas en las plantaciones, cultura gullah, antiguas tribus indias. Los hojearon todos tratando de dar con algo, cualquier cosa, que evocase algún recuerdo en Skyler. No encontraron nada.
– Maldita sea -masculló Jude-. Algo tiene que haber. Esfuérzate.
Skyler se esforzaba. Cerró los ojos y recordó todo lo que pudo. Intentó calcular el tamaño de la isla, su forma, incluso su distancia del continente. Pero lo único que alcanzaba a ver con el ojo de la imaginación era la gran superficie del mar y la densa masa de los bosques. Sus recuerdos eran demasiado vagos y no se podían convertir en cálculos de hectáreas o kilómetros.
Hicieron una pausa para tomar café. En cuanto hubo dado el primer sorbo, Skyler tuvo una feliz idea.
– Se me ocurre una cosa -dijo-. ¿Recuerdas que te hablé de un faro abandonado? Ése podría ser el hito que buscamos.
Volvieron a la sala de referencias y encargaron libros sobre viejos faros, rutas marinas y lugares señalados de las marismas costeras. Los examinaron cuidadosamente, página a página, pero no encontraron ni una sola imagen que le recordara a Skyler su precioso escondite.
– ¿Y el huracán? -preguntó Jude-. Comentaste que un huracán había alcanzado la isla… No me refiero al huracán de Valdosta, sino a uno de hace muchos años. Intenta recordar en qué año fue.
Skyler intentó hacerlo. Cogió un lápiz e hizo unos cuantos cálculos. Pensó un poco más y al fin declaró que probablemente había sido en 1989. Jude se conectó con Nexis y pidió la información.
– Si conseguimos el nombre del huracán, podemos obtener los datos meteorológicos -explicó-. Y con ellos nos será posible trazar sobre el mapa el recorrido de la borrasca. Eso reducirá bastante el campo de nuestra búsqueda.
Esperó mientras el ordenador buscaba.
– Aquí está -dijo al fin-. Huracán Hugo. Alcanzó Charles-ton, Carolina del Sur. Vientos constantes de doscientos veinte kilómetros por hora. Causó grandes estragos.
– Ése fue -dijo Skyler-. Hugo. Recuerdo que oí el nombre por la radio.
– ¿Cómo dices?
– Que sí, que era Hugo.
– Pero, ¿cómo lo sabes?
– Lo oí en la radio de Kuta.
Jude lo miró, esperanzado.
– ¿Y no recordarás por casualidad las letras del identificativo de la emisora?
Skyler comprendió por dónde iba su compañero.
– ¡Claro que sí! WCTB.
Jude cerró los libros y enrolló los mapas.
– Creo que ya tenemos suficientes pistas -dijo-. ¿Qué hacemos aquí perdiendo el tiempo?
Se dirigieron en el Volvo a la pensión para recoger sus escasas pertenencias, pero no pudieron llegar a su destino. La calle estaba cerrada por coches patrulla y camiones de bomberos, cuyos pilotos luminosos giraban y cuyas radios no dejaban de parlotear. Los bomberos, calzados con botas de goma y cubiertos con brillantes impermeables amarillos, estaban sacando las mangueras, que salían de los camiones como el sedal sale del carrete de una caña de pescar. Jude estacionó el coche a tres manzanas de distancia y regresaron al lugar. En la otra acera, varios policías uniformados mantenían a raya a la multitud. Jude y Skyler se abrieron paso hasta la primera fila.
– Jude… Ése es el edificio donde estaba la pensión.
A poco más de un metro de Skyler había un policía.
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó.
El agente lo miró fijamente durante tres o cuatro segundos antes de responder:
– Un incendio.
– ¿Hay heridos?
– No.
– ¿Qué lo produjo?
– No se sabe bien. Quizá haya sido una explosión de gas.
Contemplaron los daños. El aire estaba lleno de humo o de polvo. La fachada del edificio había volado por las nubes y de ella sólo quedaba un montón de cascotes. Los tejados de los edificios contiguos estaban inclinados hacia la recién abierta cavidad. El muro posterior aún aguantaba, de modo que era posible ver en él la distribución de los pisos que faltaban: parte de una escalera, las blancas líneas de escayola que marcaban la ubicación de los tabiques, parte de la madera de los techos. El espectáculo tenía algo de patético, como si el edificio arruinado fuera una descomunal casa de muñecas.
Resultaba difícil reconocer la pensión en la que, hacía sólo unas horas, habían pasado la noche.
Jude agarró a Skyler por un brazo y señaló hacia el otro lado de la multitud. Un hombre corpulento estaba mirando el edificio como el resto de los curiosos, pero de cuando en cuando se volvía y estudiaba a la gente que lo rodeaba.
Skyler contuvo el aliento mientras esperaba que el hombre se volviese en su dirección. Quería ver si tenía un mechón blanco en el cabello.
El hombre se volvió. No tenía ningún mechón.
Jude y Skyler se abrieron paso entre la gente y regresaron rápidamente a su coche.
Estaban asustados y decidieron que aquél era el momento oportuno para marcharse de la ciudad.
La emisora de radio WCTB ocupaba una blanca y destartalada casa que se alzaba en un solar lleno de matojos de la calle Gloucester en Brunswick, Georgia. Tenía una parabólica y una antena emisora de más de diez metros que parecía salida de los años cuarenta. Las ventanas estaban cerradas, y la puerta delantera, pintada con los colores ashanti -amarillo, naranja y verde-, también cerrada. Junto a un árbol del que colgaba un columpio hecho con un neumático, había una mesa y una silla.
Mientras estacionaban en las proximidades, Jude y Skyler percibieron un mantenido y vibrante sonido de tambores que salía del interior del edificio. Mientras salía del coche, Skyler recordó las antropomórficas casas de los viejos dibujos animados en blanco y negro, que corrían, brincaban y bailaban con tal entusiasmo que sus postigos se desprendían.
El viaje había sido rápido. Mientras circulaban por la Ruta 95, dejando atrás Savannah, para luego enfilar por la vieja carretera de la costa, la Ruta 17, fue como si retrocedieran en el tiempo. El aire se tornó húmedo y en él se percibía el olor de las magnolias y los duraznos. Luego, más adelante, les llegó el fuerte aroma salino de las marismas. Volver a percibir los olores y los sonidos de toda una vida le produjo a Skyler un efecto relajante. Le agradaba haber vuelto al lugar en el que de las ramas de los árboles pendían líquenes y donde la gente parecía disponer de todo el tiempo del mundo.
Caminaron hasta el edificio de la emisora. Skyler llevaba seis latas de cerveza que había comprado en una licorería situada detrás de una estación de servicio Texaco. Estuvieron largo rato aporreando la puerta delantera y, al fin, durante una pausa publicitaria de la programación, un negro les abrió. El hombre, que lucía una camisa de colores explosivos y llevaba puestos unos grandes auriculares de los que salía un cable que colgaba hacia el suelo, los miró de arriba abajo y se hizo a un lado franqueándoles la entrada.
Jude comenzó a dar explicaciones, pero en seguida se tuvo que callar. El negro se sentó a una consola, conectó sus auriculares y accionó dos conmutadores en el momento en que terminaba la publicidad.
A través del cristal que separaba la sala de control del pequeño estudio, Jude y Skyler vieron al disc-jockey, un negro que llevaba grandes gafas de espejo y hablaba al micrófono en una mezcla de inglés y gullah.
– Escuchen, la próxima canción es estupenda para bailar -dijo en gullah.
Cuando comenzó a sonar el disco, el hombre salió de la cabina. Medía casi dos metros y les sacaba la cabeza a Jude y Skyler. Su apretón de manos era auténticamente demoledor.
– Bozman -anunció sin una sonrisa.
Jude y Skyler se presentaron.
El técnico de sonido bajó la música unos cuantos decibelios y pudieron charlar. Su mirada no dejaba de ir de Skyler a Jude y de Jude a Skyler.
– Dos hermanos blancos -dijo al fin-, uno criado en el norte y el otro en el sur. Podríais organizar vuestra propia guerra civil.
Y, dicho esto, lanzó una estentórea carcajada. Volvió a meterse en la cabina, se sentó frente al micrófono y puso otro disco.
– Y ahora uno que a las chicas os encantará.
Cuando Bozman regresó junto a ellos, Skyler le tendió una cerveza.
– Dat de bes -le dijo.
El hombre se irguió en su silla, le dio a Skyler una palmada en la espalda y sonrió de oreja a oreja.
– ¿Dónde aprendiste a hablar gullah? -le preguntó en gullah.
Intercambiaron un par de frases en esa lengua y Skyler tradujo para Jude:
– Me ha preguntado dónde aprendí a hablar gullah. Yo le he dicho que cerca de aquí, que Kuta me enseñó. Bozman lo conoce, y dice que es un gran músico.
– Pregúntale… Déjalo, yo mismo lo hago. -Jude se volvió hacia el discjockey y le dijo-: ¿Sabes dónde vive Kuta? ¿Cómo se llama su isla?
Bozman lanzó una cavernosa risa y señaló a Skyler.
– Él debería saberlo, si creció por estos contornos.
– Eso es precisamente lo extraño. Vivió mucho tiempo allí, pero no conoce el nombre del lugar, y…
El discjockey volvió a su cabina. Nuevo parloteo, nuevo disco.
Transcurridos treinta minutos y consumidas tres cervezas, seguían sin dar con el nombre de la isla. Bozman, que no se explicaba cómo era posible que Skyler creciera sin saber en qué lugar del mundo se encontraba, sólo conocía a Kuta de oídas. Admiraba su música pero ignoraba dónde vivía.
De pronto Skyler tuvo una inspiración.
– Bozman… -dijo-. ¿Sabes algo de una rebelión de esclavos, de todo un grupo de africanos que, al desembarcar de la nave que los trajo a través del océano, volvieron inmediatamente al mar, se adentraron en él andando y se ahogaron?
La pregunta dio en el blanco.
– Claro. Todo el mundo conoce esa historia. Eran indígenas igbo. En mayo de 1803, el barco que los traía arribó a Dunbar Creek. Los esclavos entonaron un himno a su dios, Chukwu, v luego se adentraron en el océano y echaron a andar hacia la Madre África. En memoria de ese suceso, el lugar es conocido hoy en día como Ebo Landing.
– Pero… ¿en qué isla está?
Bozman pronunció el nombre como si les estuviera haciendo un regalo.
– Isla Cangrejo -dijo sonriendo de oreja a oreja y separando las palmas de las manos, como señalando lo fácil que había sido encontrar respuesta a la gran pregunta.
El discjockey incluso sacó un viejo mapa de un cajón y les enseñó dónde se hallaba la isla. Era la más exterior de un grupo de ocho y no estaba lejos; se encontraba a unos sesenta kilómetros litoral abajo.
Qué nombre tan prosaico, pensó Jude. El camuflaje perfecto para un cometido infernal. Miró la forma de la isla en el mapa: incluso parecía un cangrejo, con el cuerpo redondo y una angosta península que la unía a una isla menor y que parecía una pinza.
Skyler y Jude se despidieron de los dos negros con sendos apretones de manos. El técnico de sonido se sentó ante la consola y el discjockey regresó a su cabina. Bozman colocó ambas manos sobre el micrófono, como si se dispusiera a cantar, pero no lo hizo. En vez de ello, se lanzó a una cháchara tan rápida que Skyler no comprendió casi nada de lo que decía.
Pero sí entendió palabras sueltas, y habría jurado que oyó a Bozman pronunciar el nombre de Kuta. El disco que puso a continuación era de jazz, hot jazz de Nueva Orleans, y Skyler también habría jurado que el trompetista no era otro sino Kuta.
Decidieron pasar la noche en el Days Inn situado en la salida 11 de la Ruta 95. Preguntaron en recepción dónde se podía comer bien y el empleado les dio la dirección de un restaurante llamado Pelican Point, que sólo estaba a diez kilómetros por la carretera 99. Fueron allí y disfrutaron de una excelente cena marinera. Para cuando regresaron al motel ya había anochecido.
Skyler estaba nervioso y no tenía sueño. Se quedó levantado hasta tarde viendo viejas películas por televisión, y no se durmió hasta cerca de la una. Jude entró a saco en el minibar y se bebió un par de whiskies que lo dejaron fuera de combate. Se despertó a las cinco de la mañana y no logró conciliar de nuevo el sueño.
Se acordó de Tizzie y pensó en llamarla. No había hablado con ella desde que se marchó de Washington, pero no deseaba correr el riesgo. Sabía que la joven estaba representando el papel de espía y debían actuar con cuidado y astucia. Lo mejor que podía hacer para proteger a Tizzie era mantenerla en la ignorancia de las cosas importantes. Y aquello era importante.
Pensó en lo que harían al día siguiente. Irían al embarcadero situado detrás de la tienda Homer's de cebos y aparejos de Landing Road. Aquél, según les había dicho la camarera del Pelican Point, era el mejor sitio para alquilar una lancha. Pagarían en efectivo. Luego se dirigirían hacia la isla, y… Y a partir de aquel punto resultaba imposible hacer planes, porque no había modo de saber qué ocurriría. Comenzó a sentir un fuerte vacío en el estómago.
Llevaban días y días intentando averiguar el nombre de la isla, pero en ningún momento se habían planteado qué demonios harían si conseguían llegar hasta ella. Echar un buen vistazo. Espiar a los del Laboratorio. Reunir la mayor cantidad posible de información. Estupendo, pero… ¿cómo? ¿Escondiéndose entre los arbustos con unos prismáticos? Y luego ¿qué? A la fría luz del amanecer, los grandiosos planes que había forjado bajo el influjo del alcohol la noche anterior -planes para acabar con el Laboratorio y liberar a los clones, y detener a Baptiste e incluso a Rincón si éste se hallaba en la isla-, no le parecían sino las patéticas fantasías de un aspirante a héroe. Tenía que enfrentarse a la realidad. Lo cierto era que no tenía ningún plan, salvo el de llegar a la isla e, improvisando sobre la marcha, averiguar todo lo que le fuera posible… Y todo ello evitando que lo detuvieran. Porque, en caso de que los detuvieran… -Jude no se hacía ilusiones-, no era probable que pudieran escapar.
El vacío de su estómago aumentó, y sabía que no era a causa del hambre. Dio vueltas y más vueltas en la cama, tratando inútilmente de dormirse, y cuando ya las sábanas estaban húmedas de sudor y hechas un reguño logró conciliar el sueño.
Despertó sobresaltado e, inmediatamente, debido a la luz que se filtraba por las cortinas, se dio cuenta de que habían transcurrido bastantes horas. Miró su reloj. Cristo, eran las diez de la mañana. Se levantó, se vistió y fue a llamar a la puerta de Skyler. Skyler llevaba una toalla en torno a la cintura y Jude vio que del baño salían densas nubes de vapor: se había estado duchando. Aquello irritó a Jude. Skyler debía de llevar un buen rato en pie. ¿Por qué no lo había despertado? El día empezaba mal, y eso que ni siquiera habían salido del motel.
Las cosas no mejoraron una vez salieron. Fueron hasta la costa y les costó trabajo encontrar un sitio en el que dejar el Volvo. En el primer lugar, en un arbolado tramo de carretera, el propietario de una casa tipo rancho situada en las proximidades les dijo que se largasen de allí. Los dos lugares siguientes estaban vacíos, pero el coche habría llamado mucho la atención allí detenido. Al fin se metieron por un camino que conducía hasta las marismas y, al llegar al final, encontraron una zona semioculta entre un grupo de pacanas. Aparcaron el coche junto a un destartalado Buick con el radiador oxidado.
El camino de regreso fue más largo de lo que esperaban, y para cuando llegaron a Landing Road sudaban copiosamente. La tienda de cebos y aparejos Homer's daba a la carretera. Al otro lado había una dársena en la que la hierba crecía hasta la cintura. En el centro de la orilla, se veía un muelle flotante sujeto a cuatro viejos pontones que le permitían subir y bajar con la marea. Cuatro lanchas estaban amarradas a él. A la derecha, la carretera continuaba sobre un angosto puente de madera que parecía construido con traviesas ferroviarias. Cruzaba un brazo de mar que luego se dividía en los canales que discurrían entre las docenas de islas de las marismas.
Tres hombres estaban sentados en sillas frente a la tienda, bajo el desvencijado techo del porche. Uno de ellos, un individuo de cabello entrecano y rostro bronceado les dirigió una distraída inclinación de cabeza. Los otros dos no alzaron la vista ni reaccionaron ante la presencia de Jude y Skyler; uno de ellos estaba contando una larga historia acerca de un viaje a Mobile, y hablaba con tal lentitud y haciendo tantas pausas que Jude no supo si lo iría a interrumpir o no.
Al fin, preguntó por Homer.
El que estaba haciendo el relato alzó la mirada, lanzó un escupitajo que fue a caer sobre el polvo, los miró de arriba abajo y señaló hacia su espalda. Jude entró en el local.
Homer era un joven que iba desnudo de cintura para arriba y llevaba unos desteñidos vaqueros azules. En el bíceps derecho tenía un tatuaje del ratón Mickey sosteniendo una daga de cuya punta caían pequeñas gotas de sangre color rojo anaranjado. El hombre no se mostró desagradable, e incluso charló con ellos sobre el tiempo -según dijo, el último huracán había sido el peor que se recordaba-, pero cuando Jude le preguntó si podía alquilarles una lancha, torció el gesto y dejó de hablar. Skyler entró en el local y la vista de Homer fue de uno a otro repetidamente, como si se muriese de ganas de hacer una pregunta.
– Queremos alquilar una lancha -dijo Jude.
– Yo no alquilo lanchas -contestó.
Jude señaló un cartel escrito a mano que había sobre un barril lleno de lombrices y que decía: Se alquilan lanchas por días.
– Hemos dejado el negocio -explicó Homer inexpresivo.
– Es que hemos de ir a una isla. A la isla Cangrejo. ¿Nos puede usted llevar?
– ¿Además de la lancha, también quieren contratar mis servicios?
– Exacto.
Jude se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes. Probablemente, hacerlo no fue la mejor táctica, pero no había llegado hasta allí para que un patán echara por tierra sus planes.
– Pagaré lo que sea.
Aquello pareció cambiar la situación. Homer miró por un momento el dinero e inmediatamente apartó la vista.
– Les costará ochenta dólares.
– De acuerdo.
– Y tendrán que esperar a la hora del almuerzo -explicó Homer abarcando el local con un ademán-. Estoy solo en la tienda.
– Le daré cien dólares si nos vamos ahora mismo.
Homer se rascó la cabeza y miró hacia el viejo reloj situado sobre la caja registradora. Eran las doce y diez.
– Supongo que no pasará nada porque hoy cierre un poco antes. Voy a por mis cosas.
Homer salió por una puerta del fondo del local y Jude y Skyler lo esperaron fuera.
Transcurridos unos minutos, Jude volvió a entrar y oyó la voz de Homer hablando por teléfono, aunque no logró entender lo que decía. El timbre del teléfono no había sonado, así que era Homer el que había hecho la llamada. Pero… ¿a quién?
Para cuando Homer hubo cerrado el local, tras tapar los barriles de lombrices y gusanos, dejarlo todo en su lugar y apagar las luces, eran cerca de las doce y media. Cogió su caña de pescar y la dejó en la lancha. Se alejaron del embarcadero a las 12.35.
Skyler se situó en la proa y se inclinó contra la brisa cuando la lancha abandonó la ensenada y adquirió velocidad. Olfateó el aire. Una pequeña garceta aleteó y remontó el vuelo. Todo en torno a él -el cielo, la pálida luz, el olor de las marismas- le resultaba abrumadoramente familiar.
Jude, situado en el centro de la lancha, tenía un sinfín de preocupaciones, como, por ejemplo, dónde desembarcarían y si alguien oiría el sonido del motor. Le sorprendía lo bien que Skyler parecía encajarlo todo. Lo miró desde detrás. Ni que hubiera salido a pescar cangrejos, se dijo. No parecía tener ni una sola preocupación en el mundo.
Sin embargo, Jude se equivocaba. Skyler a duras penas lograba contener su emoción. Mirase donde mirase, encontraba algo que evocaba antiguos recuerdos ya casi enterrados. Según iba quedando atrás la línea de la costa, ésta le resultaba más y más familiar, como si la silueta de los árboles encajara con una vieja imagen mental que él albergaba en su recuerdo. Todo le recordaba los profundos y contrapuestos sentimientos de la infancia: amor y temor, deseo e impotencia.
Homer rompió el trance evocativo.
– ¿Y cómo piensan volver?
– Tendrá que volver usted a recogernos -dijo Jude.
– No sé si podré.
– Vamos, hombre. No va usted a dejarnos allí.
– Depende de la hora. Quizá después de cerrar la tienda. Naturalmente, eso tendrán que pagarlo aparte.
Fijaron una hora para el encuentro, las seis de la tarde. Jude no tenía ni idea de si serían capaces de acudir a la cita.
Homer los dejó cerca de la cabaña de Kuta. Tuvieron que llegar a la playa vadeando, ya que no fue posible amarrar la lancha porque el embarcadero se había derrumbado y la mitad de sus maderos se encontraba bajo el agua.
Skyler advirtió inmediatamente que algo andaba mal.
La cabaña estaba semiderruida. La gran rama de un roble cercano había caído sobre su techo. Faltaba una ventana completa, y a través del hueco pudieron ver el roto y torcido espejo que colgaba de la pared. El viejo motor fueraborda se había caído de su tocón y se hallaba medio enterrado en el suelo. El viento había lanzado una red de pesca contra las ramas de una palmera. Por todas partes se veían ramas rotas y hojas secas, y el césped estaba aplastado y cubierto de barro seco.
Mientras se ponían los zapatos, oyeron la lancha de Homer alejándose. El sonido del motor se fue haciendo más y más débil, hasta que se convirtió en un lejano petardeo. Cuando éste se extinguió por completo, el silencio que se produjo fue casi sepulcral.
– Ésta era la cabaña de Kuta -dijo Skyler, que se movía con la cautela de quien camina por un campo de minas.
Abrió la puerta delantera y echó un vistazo al interior. En las paredes se veían grandes manchas de humedad y el suelo estaba cubierto de barro. La cama se hallaba empapada y pandeada, pero la cómoda seguía en pie, con el intacto aparato de radio encima.
– No sé si Kuta volvió por aquí después de que vi al ordenanza. Lo mismo no volvió. Tal vez… tal vez lo mataron.
– No tienes por qué pensar eso. Todos estos daños los produjo sin duda el huracán. Quizá tu amigo haya huido. Resulta difícil saber si recogió sus cosas antes de que la borrasca llegara a la isla.
Jude trató de abrir un cajón atascado. Tiró con más fuerza y lo sacó por completo de la cómoda. Mostró su contenido a Skyler. El cajón estaba lleno de ropa.
– Bueno, quizá salió con prisa -dijo.
Skyler advirtió que la trompeta no colgaba de los clavos de la pared. Aquello era buena señal, pues la trompeta sería lo último que Kuta dejase atrás.
Volvieron al exterior.
– Por aquí -dijo Skyler avanzando entre los árboles en dirección al camino de la casa grande.
Aunque intentaba que no se le notase, el corazón le latía aceleradamente y las extremidades le temblaban.
En media docena de puntos, los troncos de árboles abatidos bloqueaban el paso. Habían caído en todas las direcciones, unos sobre el suelo, y otros muchos contra las ramas de sus compañeros, rompiendo con ello la verticalidad del bosque y convirtiéndolo en una especie de selva. Las raíces habían levantado grandes montones de tierra que alcanzaban los dos y los tres metros de altura y que parecían las trampillas de acceso a unas cuevas subterráneas.
Tardaron media hora en llegar al campus.
Sin abandonar el amparo de las sombras de los árboles, esperaron varios minutos aguzando la vista y el oído.
– Qué cosa tan rara -murmuró Skyler-. No se oye más sonido que el de los pájaros y las cigarras.
No se veía ni una alma, ni se percibía el más mínimo movimiento.
– Parece como si este condenado sitio estuviera desierto -dijo Jude susurrando sin darse cuenta de que lo hacía-. Todo esto me da muy mala espina.
Skyler abandonó la protección del bosque y salió a descubierto. Consideraba que le correspondía a él tomar las decisiones, actuar como jefe. Jude lo siguió.
Caminaron cautelosamente, pegados al lindero del bosque, hasta llegar a la pradera abierta y el campo en el que Skyler y los otros miembros del grupo de edad habían hecho gimnasia todos los días. También allí había árboles derribados. Altos montones de tierra y de raíces se alzaban aquí y allá como lápidas. El campo estaba cubierto por la capa de barro que había dejado tras de sí la tormenta. Lo cruzaron no sin dificultad, dejando hondas huellas a su paso y resbalando en varias ocasiones. Al otro lado estaba el camino que conducía a los barracones.
– ¿A ti qué te parece? -preguntó Jude-. ¿Crees que no queda nadie? ¿Que se fueron todos huyendo del huracán?
– Tal vez, pero no creo. Nunca había sucedido una cosa como ésta, y eso que durante mi niñez hubo grandes huracanes. Esto es muy extraño. Nunca supuse que algo así pudiera ocurrir.
Un enorme roble arrancado de raíz había caído paralelo al camino. Instintivamente, Jude y Skyler avanzaron tras el árbol.
Skyler se dirigió a la puerta del barracón, la misma puerta cuyo umbral había traspuesto miles de veces durante la niñez. La abrió y entró. Los ojos del joven no tardaron en acostumbrarse a la penumbra. Inmediatamente, se dio cuenta de que todo era igual pero distinto. Las camas y los muebles estaban donde siempre, pero había desaparecido todo lo que se podía transportar fácilmente. En un rincón había un montón de sábanas sucias, y en otro calcetines, camisas y otras prendas de ropa. La evacuación, si de una evacuación se trataba, había sido apresurada.
Fue hasta un camastro y se sentó en el húmedo colchón. Vio que en la ventana más próxima faltaba un cristal. Qué extraño se le hacía mirar en torno, fijarse en objetos que, de tanto verlos, había llegado a no reparar en ellos y advertir lo distintos, lo rudimentarios y toscos que le parecían. Quizá la diferencia estuviera en él mismo, pues ahora sus ojos ya habían visto el mundo del «otro lado».
Jude iba de un lado a otro por el barracón observándolo todo.
– No se puede decir que vivieras entre el lujo y la opulencia -dijo.
Caminó hasta el otro lado del dormitorio y se sentó en un camastro que, por puro azar, había sido el de Skyler.
– Quizá desde el punto de vista médico os atendieran de maravilla, pero desde luego no les importaba un pimiento que estuvierais cómodos o no.
A Skyler se le hizo extraño escuchar a Jude haciendo comentarios despectivos sobre el lugar en el que había crecido. Sintió una extraña necesidad de defenderse, de decir que no todo habían sido miserias y crueldades. Sin embargo, permaneció en silencio.
Jude se levantó y su pie pegó contra algo que se deslizó por el suelo. Lo recogió y se lo entregó a Skyler, que lo miró con pasmo.
– Esto era de Raisin -exclamó-. Su soldado de madera. Siempre lo llevaba consigo.
Se lo echó al bolsillo y luego se dirigió hacia la puerta.
– Vamos a la casa grande -dijo.
Mientras viajaba en el metro hacia su apartamento de la calle Ochenta y siete oeste, Tizzie no dejaba de pensar en que, no se enorgullecía de admitirlo, pero lo cierto era que había resultado ser una excelente espía. O, mejor dicho, una excelente espía doble, lo cual era dos veces más difícil, pues requería pensar permanentemente con dos cabezas.
Tío Henry había quedado excelentemente impresionado por su «informe» del viaje a Arizona. Ella había incluido bastantes hechos verdaderos -la terrible visita a la mina, el derrumbe y la enfermedad de Skyler- para dar verosimilitud al escrito. Sin embargo, no había explicado nada que pudiera dar demasiadas pistas. Aquello era como hacer equilibrios en la cuerda floja.
Por ejemplo: ¿debía incluir lo del coche que los persiguió al salir del bar de carretera? Eso dependía de quiénes, a juicio de ella misma, fueran los perseguidores. Si eran gente del Laboratorio y ella omitía el hecho -un suceso tan dramático-, entonces tío Henry se daría cuenta de que su sobrina hacía un doble juego y nunca volvería a confiar en ella. Pero si los villanos habían sido agentes renegados del FBI -y, felizmente, ella había tenido oportunidad de hablar con Jude después del abortado encuentro de éste con Raymond en el edificio Hoover-, entonces incluirlo en el informe supondría dar una valiosa pista a tío Henry. ¿Por qué tenía ella que estar al corriente de que el FBI andaba metido en el asunto? Y si tío Henry ya lo sabía, ¿por qué tenía que enterarse de que ellos también lo sabían? Dilemas y más dilemas.
Al fin, decidió no incluir el incidente en el informe. Y tío Henry no pareció darse cuenta de nada. Esto, a su vez, significaba que tío Henry no sabía nada de la persecución, lo cual hacía que el dedo de la sospecha dejara de apuntar hacia el Laboratorio. De pequeños detalles como aquél sacaban sus conclusiones los espías dobles.
Hubieron otras cosas que tampoco mencionó en el informe. Por ejemplo, no dijo nada del actual paradero de Jude y Skyler, ni de cuáles eran sus planes inmediatos. Le había explicado a tío Henry que los dos hombres temían que las líneas estuvieran intervenidas y evitaban hablar por teléfono de aquellos temas. De lo que tampoco dijo nada -pese a las peticiones en sentido contrario de tío Henry- fue de su vida afectiva. Tío Henry parecía sentir gran curiosidad por saber cuáles eran los sentimientos de su sobrina hacia Jude y Skyler. Y aquello era lo último que ella deseaba reflejar por escrito. Esta mala disposición se debía, en primer lugar, a que le desagradaba la idea de que un hombre metiera la nariz en sus sentimientos más íntimos; en segundo lugar, a que ella conocía a su tío lo suficiente como para temer el uso que pudiera hacer de la información; y en tercer lugar, ni ella misma sabía a ciencia cierta cuáles eran sus propios sentimientos.
Ahora se proponía tomar la iniciativa. Tenía que pasar del departamento de información al frente de batalla. Tío Henry había hablado de unas investigaciones. Tizzie deseaba participar en ellas y no dejaba de pedírselo a su tío. Necesitaba averiguar el motivo de la muerte de su madre y cuál era la enfermedad que afligía a su padre. Si realmente intentaban encontrar una vacuna, Tizzie deseaba participar. Como el propio tío Henry había dicho, le sobraba capacidad profesional para hacerlo. Y, como cualquier científico sabía, era imposible encontrar una vacuna si antes no se conocía la enfermedad. Quizá así podría encontrar algunas respuestas. Y quizá tales respuestas servirían de ayuda a Skyler y a Jude.
Se apeó en su estación, compró unas cosas en la tienda de comestibles y llegó a su edificio. Cuando apenas había introducido la llave en el buzón, advirtió que un hombre se hallaba esperando en el vestíbulo. Era tío Henry, que cada vez ocupaba un lugar más dominante en su vida.
Subieron a pie los dos tramos escaleras y Tizzie, que iba delante, reparó en lo mucho que la ascensión fatigaba a su tío. Una vez en el apartamento, le ofreció una taza de té o café, que él no aceptó. El hombre fue directamente al grano.
– Estamos muy contentos con tu informe -dijo-. Hemos decidido admitirte en nuestro laboratorio. Hay mucho por hacer y muy poco tiempo para hacerlo. Existen tres reglas que debes obedecer. Sigue las instrucciones. No hagas preguntas. Y nunca te muevas del lugar que te asignen. ¿Entendido?
Tizzie asintió con la cabeza. Aunque se le ocurrían infinidad de preguntas, se dijo que aquél no era el momento adecuado para formularlas. Sin embargo, supuso que había algo que sí podía preguntar.
– ¿Cuándo empiezo?
– Mañana.
Jude y Skyler no fueron hacia la casa grande por el camino principal flanqueado de viejos robles, pues hacerlo les pareció excesivamente arriesgado. En vez de ello, avanzaron entre los árboles sin perder de vista las ventanas y la puerta del gran edificio, intentando detectar algún indicio de vida.
Y no era que lo esperasen. La casa tenía todo el aspecto de hallarse abandonada. La mayoría de las ventanas estaban rotas, varias tuberías de desagüe se habían soltado y se agitaban a impulsos de la brisa, y un enorme árbol había caído sobre el tejado haciendo que toda una sección se derrumbase. Una de las columnas de la entrada se había desplomado hacia atrás, debido a lo cual la pequeña galería superior se hallaba inclinada y en precario equilibrio.
El lugar parecía viejo, decrépito, encogido… No se parecía en nada a la majestuosa morada que Skyler había reconstruido en su imaginación.
Cuando llegaron a la escalinata, Skyler se adelantó. Subió casi de puntillas los viejos peldaños de madera y trató de abrir la puerta principal. Estaba atascada. Cogió el tirador de latón con ambas manos y tiró con todas sus fuerzas. La puerta se abrió de golpe y pegó contra el muro exterior con tal fuerza que toda la casa pareció estremecerse.
Jude y Skyler se miraron y permanecieron medio minuto en tensa inmovilidad. Transcurrido ese tiempo, se tranquilizaron. Si aquel estrépito no había provocado reacción alguna, lo más probable era que el lugar estuviera desierto. Entraron en el edificio, ya sin miedo de hacer ruido.
En primer lugar se dirigieron a la sala principal del sótano, la misma en la que Julia y Skyler se habían metido a hurtadillas tantísimo tiempo atrás, cuando trataban de espiar a Rincón y de enterarse de lo que éste decía. Mientras bajaban por la escalera, Jude, que iba delante, se volvió a mirar a Skyler y advirtió su expresión de angustia y que su frente estaba perlada de gotas de sudor.
Esto tiene que hacérsele muy duro, pensó Jude.
Entraron en la sala de archivos, que estaba prácticamente vacía. Había dos archivadores a los que les faltaban los cajones. Una mesa había sido arrumbada a un rincón. Sobre el suelo había media docena de papeles. Jude los examinó. Estaban en blanco.
– Nada -dijo Skyler-. Aquí es donde estaban los archivos, toda la información.
A Jude se le cayó el alma a los pies al pensar que no podrían averiguar nada.
Apenas advirtió que Skyler había ido hacia la otra puerta, la que conducía al depósito de cadáveres. Para cuando quiso darse cuenta, Skyler ya había desaparecido y se encontraba en el quirófano. Jude fue tras él.
Afortunadamente, en aquella sala tampoco había casi nada que indicase cuál había sido su uso anterior. Se veían unos cuantos armaritos pegados a las paredes y algunos estantes vacíos.
La mesa de acero inoxidable sobre la que había reposado el cuerpo de Julia también estaba vacía.
Volvieron arriba, registraron el primer piso y no encontraron nada. Los sofás y los sillones situados junto a las ventanas abiertas estaban empapados, y el suelo de las habitaciones se hallaba tapizado de ramas y hojas. Hasta las cenizas de la chimenea estaban mojadas.
Subieron al segundo piso, en el que Skyler nunca había estado, y decidieron separarse. Jude recorrió un par de habitaciones que se hallaban prácticamente vacías y en las que sólo quedaban algunos cuadros y alfombras. Llegó a un pequeño vestíbulo y adivinó que se encontraba frente a la puerta del dormitorio principal.
En la habitación había una cama con dosel, una cómoda y una mesilla de noche. Pero lo que más le llamó la atención fue algo que estaba caído en el suelo, incongruentemente ladeado, rodeado por la arena y los pequeños cactus que antes estuvieron en su interior.
Tardó unos momentos en darse cuenta de que era un terrario.
Qué absurdo.
Jude dio una voz. Deseaba compartir su descubrimiento con Skyler, preguntarle qué significaba. Pero Skyler ya no estaba allí, porque había hecho su propio descubrimiento, tras el cual salió a la carrera de la casa. Y es que, al mirar por una de las ventanas del segundo piso, había divisado el viejo roble, el que Julia y él utilizaban para concertar sus citas.
Y al mirar la base del árbol, advirtió que alguien había movido la piedra. Ésta se hallaba en la posición que, según el código, indicaba que debían reunirse en el viejo faro.