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Tizzie había oído hablar vagamente de la filial de Purchase de la Universidad Estatal de Nueva York, pero siempre había creído que el lugar era una escuela de artes escénicas. Y, efectivamente, cuando cruzó la puerta sin vigilancia situada en Anderson Hill Road, el primer edificio que la joven vio fue el teatro. Pero la limusina que tío Henry le había enviado, conducida por un taciturno chófer que subió el vidrio de separación entre la parte delantera y la trasera en cuanto ella montó en el vehículo, pasó de largo el teatro y continuó hasta una zona arbolada situada al fondo del campus, donde se alzaba un grupo de edificios aislados del resto. Desde el exterior podría haber pasado por una escuela de comercio, de no ser por la alta cerca de madera que los rodeaba. En el césped frente al edificio, un letrero anunciaba con grandes letras metálicas: Escuela Samuel BlLLINGTON DE CIENCIAS ZOOLÓGICAS.
El coche se detuvo ante una puerta con barrera situada en el centro de la cerca. El chófer abrió el maletero, dejó el pequeño maletín de Tizzie en el suelo, y, tras indicarle a su pasajera que debía utilizar el intercomunicador situado junto a la entrada, se alejó en la limusina.
Una voz incorpórea le preguntó su nombre y le pidió que esperase. Pasados varios minutos, un hombre corpulento que se cubría con una gorra de vigilante apareció en la puerta, comparó a Tizzie con la foto que llevaba, le franqueó el paso y la condujo a una pequeña caseta situada junto a la entrada principal. Una batería de monitores de televisión indicaba que el lugar era el centro de control del sistema de seguridad.
– Primero tenemos que darle a usted sus credenciales -dijo el hombre, que luego procedió a hacerle unas fotos con una Polaroid-. Tendrá una autorización de seguridad de grado tres.
– ¿Y eso qué significa?
– No es una autorización muy alta. En realidad, es la más baja. Pero le permitirá acceder a su edificio y a la cantina.
Tizzie echó a un rápido vistazo a los monitores. Parecía haber cuatro cámaras. Tres estaban situadas en el exterior, y la cuarta se hallaba en el interior de algún edificio, enfocada hacia una puerta que tenía una cerradura de combinación.
El hombre le entregó a Tizzie una tarjeta plastificada con su foto, colgada al extremo de una cadenita metálica.
– Tiene usted que llevarla siempre.
El guardia la hizo salir por la puerta trasera, cruzó con ella un patio y ambos entraron en un edificio de tres pisos de estuco blanco en cuyo interior se percibía un desagradable olor a orina.
– Son los monos -explicó el guardia-. Están en el segundo piso, que es zona restringida. Usted trabajará en el primero. No se preocupe por el olor, terminará acostumbrándose.
A Tizzie no se le había escapado el hecho de que, mientras la acompañaba, el hombre había dejado sola la oficina. Al parecer, pese a las cámaras de televisión y a las tarjetas identificadoras, las medidas de seguridad no eran demasiado estrictas.
El guardia llamó a una puerta. Un cartel indicaba que aquél era el despacho del doctor Harold Brody, el director del Laboratorio de Ciencias Zoológicas. Después de llamar, el guardia se retiró.
– Adelante -dijo una voz masculina desde dentro.
Tizzie esperaba encontrar al doctor Brody leyendo un informe científico o algo así. Pero el hombre estaba sentado a su escritorio, de espaldas a la puerta y con las manos entrelazadas tras la nuca, mirando a través de las lamas de la persiana un desolado paisaje: una extensión de césped con grandes calvas que llegaba hasta la cerca. La actitud de Brody era la de un hombre sumido en la más profunda depresión.
Su apretón de manos fue débil y su atención parecía hallarse en otra parte. Tras un cuarto de hora de hablar de temas triviales, Brody la condujo a lo que iba a ser la «estación de trabajo» de la recién llegada. Una vez allí, le presentó al que sería su compañero, un joven pelirrojo llamado Alfred. Brody le dio a Tizzie unas cuantas instrucciones mecánicamente y se fue.
Tizzie sintió una inmediata antipatía hacia el pelirrojo Alfred, que era más o menos de su misma edad. El hombre era a un tiempo oficioso y adulador, y poco menos que se había postrado ante el doctor Brody. Por otra parte, no se mostró nada amable con ella, e inmediatamente dejó claro que sólo la consideraba una simple y sumisa auxiliar. No dejaba de mirar la tarjeta de identidad de Tizzie, y ésta comprendió el porqué de tales miradas en cuanto le echó un vistazo a la tarjeta de su compañero, cuya autorización de seguridad era de grado uno, lo cual significaba que el hombre tenía acceso a todos los departamentos. La joven hizo como si no se hubiera fijado. ¿Para qué darle la satisfacción?
– ¿Qué tal un café? -preguntó Alfred.
– Lo tomaré con mucho gusto.
– No. Quería decir qué tal si me preparas un café.
Cuando Tizzie le llevó la taza, estuvo a punto de tirarle el café encima, pero se recordó que una buena espía es capaz de todo, incluso de humillarse, con tal de cumplir con su deber.
Tizzie apenas tardó tres días en cogerle el tranquillo al trabajo. Había momentos en los que no se sentía del todo infeliz, aunque esto no terminaba de explicárselo, ya que se pasaba la mayor parte del tiempo pensando en Skyler y Jude, preocupándose por su padre, y preguntándose cómo lograría averiguar lo que estaba sucediendo.
Estaba toda la jornada encerrada en el atestado laboratorio trabajando mucho y muy duro. Su cometido era rutinario y tedioso, y estaba muy por debajo de su capacitación profesional. Se pasaba horas y horas tiñendo y colocando células en portaobjetos, y luego se las daba a Alfred para que las analizase. El pelirrojo las aceptaba como si fueran las ofrendas de un vasallo. Todo en él la sacaba de quicio: la ordenada colección de bolígrafos que llevaba en el bolsillo superior, la forma como hacía anotaciones en un libro que guardaba en el interior de un cajón cerrado con llave, el tono untuoso con que hablaba con sus superiores cuando se reunía con ellos en la cantina. La joven casi esperaba verlo frotarse las manos como el dickensiano Uriah Heep, y en una ocasión lo sorprendió haciéndolo realmente.
Al anochecer, cuando terminaba la jornada de trabajo, Tizzie y sus compañeros eran conducidos en autobús a una vieja posada de Nueva Inglaterra, la Homestead, en la cercana población de Greenwich, Connecticut. El alojamiento era confortable, pero la comida, demasiado abundante y con exceso de salsas, no tardó en cansarla. Por las noches, o bien daba paseos por las cuidadas calles residenciales de Belle Haven, o bien se quedaba en su cuarto leyendo novelas de Agatha Christie o Jane Austen.
Algunos de sus compañeros de trabajo -entre ellos Brody-, se alojaban también en la pensión Homestead. Cuando la joven se reunía con ellos para cenar o para tomar algo en el bar, nunca hablaban del trabajo que realizaban, y si ella les preguntaba por él, le contestaban con lacónicas evasivas. Pese a su gran formación médica, Tizzie sacó muy poco en claro sobre el conjunto del proyecto. Sus compañeros le decían que investigaban la nefroesclerosis o la hiperlipemia o la acumulación de depósitos de lipofucsina en el riñón y el hígado. Cosas de ese estilo.
Sin embargo, todo el mundo estaba obsesionado por su trabajo, y a ella le dio la sensación -casi más por lo que no se decía que por lo que se decía- de que el proyecto era urgente. Todos se hallaban dedicados en cuerpo y alma a una gran tarea. Quizá ése fuera el motivo de que las conversaciones que trataban de otros temas parecieran forzadas y artificiales, y estuvieran saturadas de incómodos silencios. Al poco tiempo, Tizzie llegó a la conclusión de que sería más cómodo que dejara de tratar de mostrarse sociable.
Por lo que pudo deducir de su escasa información, parecía indiscutible que todos se afanaban en conseguir lo que tío Henry había dicho: una vacuna contra la enfermedad que había terminado con la madre de Tizzie y que también estaba consumiendo a su padre. La joven sospechaba que sus padres no eran los únicos y que había otros que padecían la misma dolencia.
Así que, sin dejar de mantener los ojos bien abiertos y el oído bien aguzado, cumplía con su trabajo a conciencia, y se pasaba tantas horas inclinada sobre el microscopio que tenía un dolor de espalda casi permanente.
Los portaobjetos aparecían como por arte de magia en una caja empotrada en una pared que tenía puertas correderas a ambos extremos. A Tizzie le intrigaba el hecho de que nunca veía abrirse la puerta del otro lado, ni a nadie poniendo los portaobjetos en la caja; al final descubrió que la caja estaba construida de forma tal que era imposible abrir las dos puertas a la vez.
La joven examinaba las células o, más exactamente, los fibroblastos, la célula central y más importante del tejido conectivo humano. Las procesaba mediante un sistema similar al de una cadena de montaje: las clasificaba en función de su morfología, las fotografiaba, las teñía y, lo más fundamental, ponía a prueba la elasticidad y la fortaleza de su colágeno, la proteína que hace a la piel tersa y flexible. Terminado el proceso, le pasaba los portaobjetos a Alfred.
Tizzie sólo tardó un par de días en aprender a realizar su trabajo con rapidez y eficiencia. También advirtió que existía una pauta. Los fibroblastos de los cultivos se dividían en dos grupos: los sanos y los enfermos. Observaba con admiración y sorpresa cómo los sanos producían colagenasa para expulsar el colágeno dañado. A veces el fibroblasto se veía obligado a dividirse para cumplir con su cometido de producir nuevo colágeno. Advirtió que cada vez, en el interior del fibroblasto, mientras el cromosoma se reorganizaba para dividirse y formar dos nuevas células, un pequeño fragmento situado en el extremo del cromosoma -el telómero- se hacía un poco más pequeño.
Las células enfermas eran viejas, de modo que tal vez no era inadecuado llamarlas enfermas, pues simplemente estaban consumidas. El problema no radicaba en que permanecieran inactivas. Al contrario, parecían producir enormes cantidades de colagenasa, pero lo extraño era que ésta, en vez de expulsar sólo el colágeno dañado, atacaba directamente a la totalidad del colágeno. Sus telómeros eran diminutos.
Tizzie teñía de rojo las células sanas y de azul las enfermas, y luego se las pasaba a Alfred. Éste efectuaba sus propias pruebas y análisis, y anotaba los resultados en el cuaderno que guardaba bajo llave en un cajón.
Pero el trabajo no era lo único en que Tizzie ocupaba su tiempo. También, de cuando en cuando, abandonaba el laboratorio durante breves períodos con la excusa de que tenía que ir al baño. En su primera excursión, subió el tramo de escalera que conducía al prohibido segundo piso, dispuesta a hacerse la despistada y la inocente si alguien la sorprendía. Desde el último peldaño, vio la puerta con cerradura de combinación y, en la pared, enfocándola, la cámara de vídeo.
El segundo día averiguó la combinación que abría la puerta.
A través de la ventana, vio que el guardia se había ausentado. Ella salió del laboratorio, cruzó el patio y se metió en la sala de seguridad. En uno de los monitores aparecía la imagen de la puerta cerrada. Tizzie abrió un cajón, encontró el aparato de vídeo correspondiente al monitor y oprimió la tecla de retroceso rápido. En la pantalla del monitor, la imagen fluctuó marcha atrás hasta que apareció una persona haciendo movimientos espasmódicos. Tizzie pulsó la tecla de reproducción y observó cuidadosamente. La persona fue hasta la puerta, alzó un dedo y pulsó cuatro veces el teclado. Tras pasar la grabación repetidamente, Tizzie consiguió averiguar la combinación: 8769.
Avanzó la cinta de vídeo hasta el punto en que la había encontrado, volvió a poner el aparato en función de grabación y salió. Un vistazo al reloj le indicó que había estado ausente seis minutos. No estaba mal: le habían parecido quince.
– ¿Dónde has estado? -le preguntó Alfred-. El trabajo se te amontona.
– Problemas femeninos -respondió ella bajando la vista.
Normalmente, aquello bastaba para disipar las curiosidades masculinas. Alfred movió la cabeza pero no dijo nada.
Tizzie volvió a inclinarse sobre el microscopio, diciéndose que obtener la combinación había sido lo más fácil. Utilizarla para entrar en el laboratorio restringido -y salir de él de una pieza- sería lo verdaderamente peliagudo. La joven se sentía bastante asustada, y se alegraba de que, sólo por si acaso, Jude le hubiera dado el teléfono de Raymond.
Jude esperaba a Raymond cerca de un grupo de pinos situados en el interior del parque, junto a la entrada. De ese modo, le sería posible ver aproximarse los faros del coche del federal. Además, el estacionamiento estaba dividido en distintas secciones separadas por árboles, lo cual también resultaba muy conveniente. Raymond no se daría cuenta de que él no había estacionado allí su coche.
Encendió un cigarrillo y aspiró una honda bocanada.
Había intentado planearlo todo de antemano. Sabía que corría un riesgo al dejarse ver. Siempre existía la posibilidad de que el FBI lo detuviese, y él apenas podía hacer nada por evitarlo. Sin embargo, partía de la base de que no era a él a quien buscaban los federales, sino a Skyler, pues éste era quien podía identificar a los conspiradores. El FBI quería obtener la colaboración de Skyler; los ordenanzas trataban de matarlo. De un modo u otro, Jude debía asegurarse de que podría abandonar el lugar de la reunión sin conducir a los del FBI hasta Skyler; en otras palabras: sin que lo siguieran.
Cuando habló por teléfono con él, Jude se dio cuenta de que Raymond estaba muy nervioso. El hombre parecía ansiar desesperadamente esa llamada, y no hizo nada por ocultar la alegría que le produjo escuchar la voz de Jude, ni tampoco trató de hacer ver que no pasaba nada.
– ¿Dónde estás? -preguntó apremiante-. Tengo que verte.
– Eso se puede arreglar -dijo Jude representando una escena que había visto infinidad de veces en las películas: el hombre perseguido llamando a la policía desde un teléfono público-. Pero todo tendrá que hacerse a mi modo.
– Lo que digas -respondió Raymond representando a su vez el papel de policía ansioso de obtener información.
"Ni trucos, ni armas, ni más agentes que el propio Raymond, dijo Jude.
De acuerdo, dijo Raymond, que incluso se mostró dispuesto a acudir sin su compañero. Jude fijó la hora y el lugar, un lugar cuidadosamente elegido, el Delaware Water Gap, un pequeño parque natural situado a sólo hora y media de Nueva York.
Naturalmente, Jude ya había visitado el sitio cuando efectuó la llamada telefónica.
Aspiró una nueva bocanada del cigarrillo y trató de acallar la vocecilla que le decía que estaba cometiendo un error.
No podía hacer otra cosa. Tizzie, Skyler y él no podían enfrentarse solos al Laboratorio. Necesitaban aliados. Ellos solos ya habían hecho todo lo que estaba en su mano, que no era poco. Habían rastreado los orígenes de la secta hasta Jerome. Habían encontrado la isla. E incluso habían averiguado la identidad de varios de los conspiradores. Pero ahora necesitaban ayuda. No disponían de pruebas y ni siquiera sabían adonde se había ido el grupo ni cuáles eran sus planes. Conocían la contraseña que les permitiría acceder a los archivos, pero no tenían ni idea de dónde estaban los condenados archivos.
Descubrir que Eagleton estaba implicado había cambiado radicalmente el panorama. Se enfrentaban a gente muy poderosa. ¿Quién podía decir hasta qué altura se extendía aquella conspiración, o a qué extremos eran capaces de llegar sus miembros? ¿Cómo se explicaba el lastimoso grupo de niños enfermos y agonizantes de la guardería? Y, por otra parte, si las víctimas de los asesinatos de Georgia eran quienes Jude creían que eran, eso significaba que el grupo seguía cometiendo asesinatos.
La noche era calurosa, casi sofocante y, sin embargo, Jude temblaba. Nervios. Delante de Raymond tendría que controlarse, pues en caso contrario el federal advertiría lo asustado que estaba.
Quince minutos antes de la hora fijada, un coche se detuvo frente al parque. Era un Lexus negro, el coche privado de Raymond. Probablemente, el federal había decidido utilizarlo a sabiendas de que Jude lo recordaría del ferry.
Un hombre alto y delgado se apeó del coche y miró hacia los pinos. Jude aspiró de su cigarrillo haciendo relucir la brasa y señalando con ella su presencia. El recién llegado se dirigió hacia él.
– Te lo digo y te lo repito, pero tú no haces caso -dijo Raymond-. El tabaco te matará.
Volvía a ser el de siempre.
– Ya, como en todo lo demás llevo una vida tan saludable…
Raymond miró en torno.
– Elegiste bien el sitio.
Jude sabía que Raymond estaba pendiente de todo: de si había otros coches u otras personas, de si algo parecía fuera de lugar. Pensó en hacer un chiste, pero decidió que no era el momento.
Jude señaló un sendero que se adentraba en el bosque. Había llegado el momento de hablar.
– Demos un paseo -dijo.
Raymond se encogió de hombros.
– Tú mandas -respondió.
Caminaron en silencio entre las sombras. La pinocha del suelo amortiguaba sus pisadas y llenaba el aire de un grato aroma. Tras diez minutos de caminar por el sendero y después de que Jude tuvo que hacer uso de su linterna un par de veces para orientarse, Raymond comentó:
– Espero que luego sepas volver. Yo soy un animal de ciudad. Si me dejas en mitad de Central Park, no valgo para nada.
Jude contestó con un gruñido.
Tras coronar una cuesta, llegaron a un tendido ferroviario que se perdía de vista en ambas direcciones. La oscuridad era absoluta y sólo se veía, a lo lejos, la luz verde de un semáforo.
Raymond extrajo de un bolsillo un frasco de píldoras y se echó una a la boca. Luego sacó una petaca y dio un largo sorbo para engullir la píldora. Cuando se volvió hacia Jude, éste le notó aliento a whisky.
– Desde luego, es un buen sitio -dijo Raymond-. Espero que hayas mirado el horario de trenes. Por cierto, ¿a qué ferrocarril corresponde este tendido?
– A una vieja línea de carga. La Pennsylvania.
Terminados ya los preliminares, Jude echó a andar en dirección oeste junto a los raíles, con el hombre del FBI a su lado.
– Necesito tu ayuda, Raymond. Estoy metido en este asunto hasta las cejas y no sé a qué carta quedarme.
– Bueno, no me digas que no te lo advertí. -El federal se detuvo y, mirando fijamente a Jude, preguntó-: Por cierto, ¿por qué huisteis el día que ibais a ir a visitarme al Bureau?
– Creía que el de las preguntas sería yo.
– Unas veces se pregunta y otras se responde. Es lo que se conoce como toma y daca.
– De acuerdo. Contestaré. Pero primero me gustaría saber algo. Los que estaban en aquella isla, en isla Cangrejo, erais vosotros, ¿no? Nos andabais buscando, ¿a que sí?
– Te repetiré algo, ya traté de advertirte en el ferry cuando hablamos por última vez. Estás en una situación muy precaria. Apenas posees información. Te has metido en un asunto muy complicado y de enorme envergadura. No sabes de quién te puedes fiar. O sea que si lo que me preguntas es si aquellos tipos eran del FBI, la respuesta es sí, lo eran. Pero si me preguntas si eran de los míos, la respuesta es no.
– ¿Qué quieres decir? ¿Que la agencia está dividida? ¿Que algunos de sus miembros están en un bando y otros están en el otro?
– Sí, podríamos decir que la agencia está dividida, pero quizá fuera más exacto decir que está en guerra. Una guerra en la que se utilizan todas las armas: el espionaje, la intervención de teléfonos, la traición… todo lo que se te ocurra. Lo cierto es que en este asunto, o en esta conspiración, o como quieras llamarlo, andan metidos personajes muy importantes y extraordinariamente bien relacionados. No se trata sólo de un par de chiflados que abandonaron la Facultad de Medicina porque estaban convencidos de haber encontrado la fuente de. la juventud.
– Pues cuéntame de qué se trata.
Raymond, lanzó un suspiro.
– Existe un pequeño grupo de científicos que ha descubierto y perfeccionado nuevas e importantes técnicas de investigación genética -comenzó a explicar-. Esos científicos están asociados con personas muy acaudaladas y que ocupan posiciones preminentes. Todos forman parte de una conspiración. A falta de otro nombre mejor, yo los llamo el Grupo. Está formado por grandes personajes de los negocios, la política, el gobierno y los medios de comunicación. Tienen a su disposición muchos millones de dólares. Sus fines no están del todo claros, y lo único que sabemos es que pretenden mantener en secreto su trabajo. Y, además, quieren seguir controlando las palancas del poder, y también vivir durante mucho, mucho, mucho tiempo.
– ¿Cómo llegó a tomar esa magnitud?
– Yo sólo conozco la historia a grandes rasgos. Aparece un médico muy brillante, el tal Rincón. Se trata de uno de esos tipos carismáticos que surgen de cuando en cuando, y a los que todo el mundo se mata por seguir y obedecer. Rincón les habla de un mundo nuevo y feliz. Y cumple lo que promete. Con una pequeña inversión de dinero y la ayuda de un par de investigadores médicos competentes que trabajan en un laboratorio subterráneo, logran hacer un gran descubrimiento. Por primera vez en la historia, descubren un método para clonar. Jugando con las fuerzas más básicas de la naturaleza, convierten dos células en dos personas idénticas. Ése es el tipo de cosas que impresionan a la gente, así que al tal Rincón no le faltan seguidores.
»¿Qué uso hacen de su descubrimiento? La técnica que logran desarrollar sólo es aplicable a las etapas más tempranas de la vida: cuando el óvulo está recién fertilizado. En consecuencia, sólo tiene una aplicación para los humanos: se puede clonar un embrión, y eso es todo. Así que los miembros del Grupo clonaron a sus propios hijos al poco de concebirlos. Ése fue tu caso y el caso de tu novia. Supongo que todo lo que te he contado hasta ahora tú ya lo habías deducido. Lo que inicialmente impulsó al Grupo fue el amor paterno, mezclado con una saludable dosis de narcisismo. Si tú no consigues la vida eterna, al menos la logras para tus hijos. Parte de ti sobrevivirá. Lo cual nos lleva a la utilidad de los clones. Ésa es la parte más atroz y también la que constituye un delito. Los clones no son sino una reserva de órganos para trasplantes. Si necesitas un nuevo hígado, ahí lo tienes, de tu propia cosecha privada. Con lo cual, básicamente, lo que estás haciendo es crear una subclase humana cuyo único cometido es servirte a ti. Se cultivan clones para luego cosecharlos. Como las plantas. Y espacias las fechas de sus nacimientos: a unos los produces cinco años más tarde, a otros veinte años más tarde, y así sucesivamente.
– Los niños de la guardería. ¿Qué ha sido de ellos?
– Ya hablaremos de eso. Si dejas de interrumpirme, puede que te enteres de algo de lo que digo. ¿Dónde estaba? Crías a los clones en una isla. Los tratas bien, hasta cierto punto, porque los necesitas. Lo único que te preocupa es aislarlos de la población general. Porque lo que en ningún caso puedes permitir es que los clones conozcan a los originales, pues en tal caso se descubriría todo el pastel y sería un desastre. Eso tú lo dejaste bien claro.
– Fue Skyler quien lo dejó claro. Él fue el que huyó. Yo, simplemente, me lo encontré en el vestíbulo de mi edificio.
– Sí, bueno. El caso es que esos científicos están bajo el influjo del tal Rincón. Él dirige sus investigaciones. Las cosas van viento en popa. Están mucho más avanzados que nadie. Eso se debe en parte a que nadie más actúa como ellos. Son fanáticos, muy astutos y metódicos. Aquí y allá, algunos científicos convencionales se dedican a experimentar en laboratorios universitarios, pero casi todo el mundo los toma por chiflados. A veces, nuestros amigos incluso sitúan a algunos de los suyos en universidades, donde efectúan experimentos espurios… Afirman que han conseguido lo que buscan, pero cometen errores premeditados y queda de nuevo demostrado que lo que dicen son locuras. Con lo cual despistan a otros investigadores. Ejercicios de desinformación. Astutos, ¿no te parece?
«Mientras tanto, ellos siguen trabajando como hormiguitas en su laboratorio secreto. Y en determinado momento consiguen un éxito que supera sus sueños más descabellados. Consiguen clonar a un adulto. Creemos que consiguieron este avance en el laboratorio subterráneo de Jerome… Por cierto, lo de llegar hasta allí fue un gran trabajo. El caso es que se trata de un logro de vital importancia, que los coloca a ellos a un nivel muchísimo más alto. De pronto, te encuentras con que eres una estrella. Puedes clonar a quien te dé la gana: al presidente, al cartero, a tu primo favorito. Incluso puedes clonarte a ti mismo. Y eso significa que tú puedes vivir eternamente. Bueno, quizá no eternamente, pero sí otros cincuenta, sesenta, setenta años. No está mal. Toda una segunda vida. Lo único que necesitas es tener a tu clon bien cuidado y en lugar seguro, conseguir que crezca lo suficiente, que supere la adolescencia.
– Pero esos tipos -lo interrumpió Jude-, los científicos iniciales, ya son viejos. No podrían hacer uso de un clon donante hasta que éste hubiera alcanzado la edad adulta.
– Tienes razón. No sabemos si los científicos iniciales produjeron clones de ellos mismos. Para ser un reportero, no eres tonto. Pero aún te quedan cosas por saber.
– ¿Cuáles?
– Si sigues interrumpiendo no te enterarás de la historia.
– Lo siento. Sigue.
– Volvamos al Laboratorio. El gran avance que han logrado tiene también importancia en otro sentido. Ahora dispones de la herramienta más imprescindible: el dinero. Porque ahora puedes vender tu pequeño experimento. Es un sueño hecho realidad. Todo el mundo sueña con tener una vida más longeva y, si eso se consigue, ¿qué importa que sea a costa de tener un clon en alguna parte? Tú nunca lo ves, nunca piensas en él. Quizá ni siquiera sepas que existe. Lo único que sabes es que si pierdes un órgano, lo recuperas sin el menor problema. Es como un seguro. Así que ahora Rincón y sus muchachos pueden elegir a su clientela. Y se muestran sumamente selectivos. Sólo escogen como clientes a personajes importantes. Y una vez logres atraparlos, los tendrás comiendo en tu mano y utilizando toda su influencia para favorecerte. Así que ahora ya tienes dinero e influencia. Eres invencible.
– O sea que la gente a la que le vendieron su descubrimiento también tiene clones, ¿no?
Raymond se encogió de hombros.
– ¿Y eso quién demonios puede saberlo?
Siguiendo el tendido ferroviario habían llegado a un puente sobre el Delaware. A un lado había una pasarela para peatones y Jude echó a andar por ella. Raymond miró hacia el río, que discurría lento allá abajo.
– ¿Adonde vamos? ¿Al otro lado del río?
– ¿Por qué no? Es un bonito paseo.
Jude comenzó a cruzar el puente y Raymond lo siguió de mala gana. El federal permanecía callado y Jude deseaba reanudar la conversación.
– Entonces, ¿qué pretende esa gente en realidad?
– Ésa es una pregunta difícil. Yo diría que ese grupo, el Laboratorio, ha conseguido un montón de grandes avances científicos. Y eso es algo que a cualquiera se le sube a la cabeza. Debe de hacer que te sientas una especie de dios, capaz de jugar con el propio origen de la vida. Están convencidos de que realmente pueden prolongar la existencia humana y, lo más importante, además han logrado convencer a otros de que son capaces de hacerlo. Venden su invento y, según tenemos entendido, lo que piden para empezar son diez millones de dólares.
– Dios bendito. ¿De veras hay gente que paga esas cantidades?
– ¿Bromeas? Estamos hablando de algunos de los tipos más ricos y poderosos del país. Gente que está en la cima, que tiene poder, dinero, fama, influencia. Poseen todo eso, sí, pero les falta algo. ¿Qué le piden a la vida todos esos tipos? La oportunidad de seguir aferrándose a ella. Si pudieras venderle a esa gente sesenta o setenta años extra, años útiles, productivos, ¿crees que no te los comprarían, que no harían cualquier cosa con tal de conseguirlos?
– Así que ya has averiguado lo que hacen. En ese caso, ¿por qué no los detenéis?
– No es tan fácil. Por un lado, tenemos que saber quiénes son, todos ellos. Si metemos la pata y sólo detenemos a unos pocos, será inútil. Porque los otros volverán a la clandestinidad y resultarán aún más peligrosos.
– ¿Y por otro lado?
– ¿Cómo?
– Comenzaste diciendo: «Por un lado», ¿qué pasa por el otro lado?
– Ah. Bueno, por otro lado… Gran parte de lo que te estoy contando son simples conjeturas que carecerían de valor probatorio ante un tribunal y que el juez desestimaría por poco bueno que fuese el abogado defensor.
– Pues a mí me parece que sabéis bastante.
– Tendrías que ver el expediente. Es bastante delgado. Un manojo de informes parciales, algunas transcripciones de conversaciones telefónicas, recortes de periódicos. Un montón de espacios en blanco. No parece sino que alguien haya estado retirando documentos del expediente.
Jude no necesitó ninguna aclaración. Alguien del FBI se había pasado al otro bando.
– Esos agentes renegados del Bureau… ¿son los que estuvieron a punto de matarme en la mina y los que luego me persiguieron?
– En efecto.
– ¿Y volaron también la pensión de Washington?
– De nuevo diste en el clavo.
– ¿Por qué no los desenmascaráis?
– Eso es más fácil decirlo que hacerlo. Creo que ellos son más que nosotros.
– ¿En quién confías?
– En nadie. Sólo en mí mismo. Y en mi compañero, Ed Brantley. Estuve a punto de traerlo conmigo, pero supuse que tú te asustarías.
– ¿Por qué no haces alguna detención?
– ¿A quién quieres que detenga?
Jude tardó unos momentos en contestar.
– ¿Qué tal ese multimillonario que mencionaste? ¿Cómo se llama?
– Billington. Sam Billington. Sí. El tipo tuvo una importancia crucial. En determinado momento, él fue quien los financió. Los sacó de Jerome. Les dio dinero suficiente para comprar la islita que exploraste. No es mal sitio, ¿verdad? Sin isla Cangrejo, no creo que el plan se pudiese haber llevado a cabo.
– ¿Quién es Billington?
– Quién era. Recuerda que está muerto. Ganó montones de dinero con el plástico. Consiguió vivir muy bien, y deseaba prolongar su existencia al máximo. Esto llegó a convertirse en una obsesión: asistía a conferencias, patrocinaba investigaciones, incluso llegó a poner anuncios. Así que cuando se tropezó con el Laboratorio fue un caso de amor a primera vista. Les dio millones y millones, incluso cuando ya se hallaba en su lecho de muerte. Los descubrimientos importantes llegaron demasiado tarde y Billington no pudo beneficiarse de ellos. Pero congelaron su cuerpo, como hicieron con Disney. El tipo debió de pensar que, cuando los del Laboratorio lograran los avances necesarios, descongelarían a su benefactor. Así que supongo que el tipo murió feliz.
– Una duda que tengo. Ese sitio web que tiene por nombre la letra W, y que se ocupa de la extensión de la vida humana, ¿lo puso el Laboratorio?
– Es posible. No estamos seguros. Imagino que ellos lo crearon, probablemente como medio para conseguir clientes. Pero con ello debieron de atraer a muchos curiosos y chiflados. El esfuerzo no compensó. Así que probablemente se desentendieron de W y la página web continuó en Internet por simple inercia.
– Entonces, ¿cómo captan a sus clientes?
– No lo sé a ciencia cierta. Quizá los recluten en geriátricos de lujo. Quizá tengan suficiente con el boca a boca. A fin de cuentas, todos los tipos que dirigen el mundo se conocen, y cuando el Laboratorio recluta a uno de ellos, éste se lo cuenta a todos sus amigos.
– ¿Sabes quiénes son?
– La verdad es que no. Conocemos a un par de ellos. Pero necesitamos la nómina completa. Por eso, para que los identifique, queremos localizar a tu amigo.
Jude no deseaba que la conversación fuera por aquellos derroteros.
– ¿Tiene esa gente algún nombre concreto? -preguntó.
– Que yo sepa, no. Por eso los llamo el Grupo. En mi opinión, los científicos iniciales y sus hijos son el Laboratorio. Luego están los multimillonarios a quienes el Laboratorio vendió su secreto, ellos son el Grupo.
– O sea que son cosas separadas, ¿verdad?
– Sí. Probablemente.
– ¿Has oído hablar de algo llamado Comité de Jóvenes Dirigentes en pro de la Ciencia y la Tecnología en el Nuevo Milenio?
– No -respondió Raymond-. Es todo un nombrecito. ¿Quiénes lo forman?
– Sólo es un nombre con el que me tropecé. Probablemente, no significa nada.
Se produjo una pausa. Raymond tenía la vista fija en el agua que discurría sus pies.
– Creemos que ha surgido algún problema grave -dijo en tono reflexivo.
Era un cebo y Jude picó.
– ¿A qué te refieres? -quiso saber.
– Son puras especulaciones, pero creo que, de algún modo, a esa gente le ha salido el tiro por la culata.
– ¿Qué tiro y por qué culata?
– No lo sé. Pero quizá hayan cometido algún error terrible e irreparable.
– ¿Por qué lo crees?
– Por dos motivos. En primer lugar, últimamente ha habido una gran agitación en el Grupo: llamadas telefónicas, reuniones, cosas por el estilo. No me sorprendería que hubieran celebrado una convención general. Algo está ocurriendo, algo grave y urgente. Gracias a los teléfonos que tenemos intervenidos, hemos conseguido algunos indicios. Naturalmente, esos tipos no hablan claramente del problema, así que tenemos que leer entre líneas. Como digo, todo son puras conjeturas.
»Y, en segundo lugar, está la guardería. Sí, encontramos a aquellos niños. Los han trasladado a un hospital de Jacksonville. Pero no parece demasiado probable que logren recuperarse.
– ¿Qué les pasa? ¿Qué enfermedad padecen?
– Progeria. Vejez prematura. Su nombre técnico es síndrome de Hutchinson-Gilford. Lo que les ocurre a esos niños es que tienen organismos de viejos de noventa años. Eso, al menos, es lo que dicen los médicos.
– Cristo. Morirse de viejos a los doce años. Pobres chiquillos.
– Se trata de una enfermedad muy rara. Los niños de la isla suman más que la totalidad de casos antes conocidos. Los médicos están boquiabiertos.
– Tienes razón. Han debido de cometer un error garrafal.
– Suceden cosas muy extrañas. Como lo de la sala de autopsias de New Paltz. Tú estuviste allí. ¿Te contó McNichol, el forense, que habían forzado la entrada y habían robado algunas de las muestras? ¿Por qué iba nadie a hacer algo así?
– Raisin.
– ¿Qué es eso de Raisin?
– Así se llamaba el muerto. Era un clon. Trataba de llegar hasta el juez.
– Bueno, pues lo consiguió. Y por eso lo mataron. Y, quienquiera que lo hizo, después necesitó recuperar alguno de los órganos. Al menos eso es lo que yo supongo. De todas maneras, ¿qué clase de nombre es Raisin?
– Qué más da. Háblame del juez.
– Está enfermo. Últimamente, no ha ido a trabajar.
– No era eso lo que quería saber. ¿Por qué me facilitaste su identidad? ¿Querías que yo me metiera a fondo en el asunto?
– Sí. Siempre te he tenido por un excelente periodista.
– Pero… ¿por qué no me dijiste que el juez estaba vivo?
– Quizá no te lo creas, pero lo cierto es que esa información tú la obtuviste antes que yo.
– ¿Y por qué el juez se alarmó tanto al verme?
– Buena pregunta. El tipo es más o menos de tu edad, y tenía un clon, así que pertenecía al Laboratorio. Quizá te recordó de los felices días de Jerome, aunque eso resulta muy poco probable. O quizá todo el grupo estuviera al corriente de que tu clon, Skyler, había huido. Quizá avisaron de ello a todo el mundo, y quizá incluso hicieron circular su foto. Tal vez el juez pensó que tú eras Skyler. Todo es posible.
El viento era fresco y Raymond se cerró la chaqueta. Ya casi estaban al otro lado del río.
A Jude le bullían un montón de preguntas en la cabeza.
– ¿Qué pretendían los tipos que fueron por la isla?
– Te buscaban a ti. Tuviste suerte al lograr escapar. En otro caso, en estos momentos tú y yo no estaríamos hablando.
– Y esos otros tipos que también me siguen, los ordenanzas… ¿Qué hay de ellos?
– Acerca de eso, los dos sabemos lo mismo. Lo único que puedo decir es que los he visto, y a mí me parecen psicópatas. Yo no me cruzaría en su camino. Quizá sean clones de alguien… ¿Cómo decirlo? De algún indeseable. Tú has visto películas de terror y has leído novelas de ciencia ficción. En cuanto esos científicos locos comenzaron a hacer descubrimientos de gran envergadura, empezaron también a pensar en la seguridad. Probablemente, tú, en su lugar, también querrías tener a mano a un Boris Karloff… o dos o tres.
– ¿Y Tizzie?
– ¿Qué pasa con ella?
– ¿En qué bando está? ¿Puedo fiarme de ella?
Raymond lo miró fijamente.
– Escucha -dijo-. Yo no soy un puñetero oráculo. Para ciertas cosas, tendrás que confiar en tu instinto.
– ¿Tibbett?
– ¿Qué?
– ¿Sabías que forma parte del Grupo?
– En este momento acabo de enterarme. ¿Qué puedes decirme sobre él?
– No mucho. Skyler lo identificó. Tibbett fue, junto con otros, a la isla para participar en una especie de gran convención. Rincón también acudió, pero los clones no tuvieron oportunidad de verlo. De todas maneras, Skyler está seguro de que Tibbett se hallaba entre los visitantes. Lo cierto es que yo, personalmente, no sé de qué va ese tipo. Pero lo más extraño es que, haciendo memoria, me doy cuenta de que Tibbett siempre me ha ayudado. Mi libro fue publicado y recibió una gran promoción. Y sospecho que, de algún modo, se orquestó que Tizzie y yo nos conociéramos. Y en el par de ocasiones que he tenido oportunidad de hablar con él, Tibbett siempre me ha tratado como si el personaje fuera yo y no él.
– Quizá el tipo sea un caballero a la vieja usanza.
– No sé por qué, pero lo dudo.
– Y yo también. Y eso nos conduce al motivo de esta reunión.
Jude se puso en guardia. Habían llegado a la otra orilla y estaban a un lado de los raíles. Oyeron un lejano rumor: un tren se aproximaba. Se apartaron más de las vías.
– Sigue.
– Tal vez puedas ayudarme.
Jude miró a su amigo, que de pronto parecía inerme, casi patético.
– ¿Que yo te ayude a ti?
– Escucha, no podemos seguir andándonos por las ramas. El tiempo se nos termina. Tú estás metido hasta el cuello en este asunto. Tienes a Skyler, que puede identificar a los miembros del Laboratorio. Tienes a Tizzie, que se ha infiltrado en el Grupo. Y, como tú mismo dices, por algún motivo, tú también eres especial para ellos. Os necesitamos a los tres.
– Y… ¿dónde está ahora el Laboratorio?
– Eso es lo que a mí me gustaría saber.
– Pero… ¿no los localizasteis en la isla? ¿Por qué no los seguisteis cuando se fueron?
– A eso voy, Jude. Yo ni siquiera sabía que estaban en una isla. No me enteré hasta que ya se hubieron ido. Y no tengo ni puñetera idea de dónde están ahora.
– ¡Cristo!
– Ya lo sé. Resulta patético.
– ¿Sabes al menos por qué se marcharon de la isla? ¿Fue a causa del huracán?
– No, no creo. En mi opinión, cuando el huracán llegó, ellos ya estaban preparados para desaparecer. El día que Skyler huyó, ellos comprendieron que tenían que desalojar el lugar. -El ruido del tren estaba haciéndose más fuerte y Raymond se veía obligado a hablar casi a gritos-: ¿Qué me dices? ¿Nos ayudarás?
Jude dispuso de tiempo para meditar su respuesta. El tren pasó, levantando polvo y agitando las ramas de los árboles e incluso las ropas de los dos hombres. Cuando el estruendo hubo cesado, Jude miró fijamente a su amigo.
– Tal vez pueda hacer algo -dijo-. ¿Quieres averiguar quiénes son los componentes del Grupo? Te puedo conseguir la lista de los miembros, y también puedo conseguir los archivos médicos, aunque antes hay que averiguar dónde están. Pero que conste que deseo algo a cambio. Más adelante ya te diré qué. Para empezar, necesito ver el expediente del FBI.
– Eso es ilegal. Esos expedientes están clasificados.
Por toda respuesta, Jude lo atravesó con la mirada.
– Muy bien -dijo Raymond-. Veré qué puedo hacer.
– Estupendo.
Jude miró hacia el bosque que había junto a la vía.
– Ándate con ojo. Tuviste suerte al conseguir escapar de esa isla. Por cierto, hay una orden de busca y captura contra ti.
– Supongo que esa orden procede del otro FBI.
– En efecto.
– Muy bien. Tendré cuidado, no hace falta que me lo sigas recomendando.
Raymond lo miró con una extraña expresión.
– Hay otra cosa que debes saber -le dijo con voz que parecía reflejar auténtica inquietud-. Los clones no son los únicos que están siendo asesinados. Nosotros también hemos perdido a algunos hombres.
Jude echó a andar hacia el bosque. Había escondido allí su coche, en un camino de tierra, a más de ocho kilómetros de la carretera general. Advirtió que en el rostro de Raymond alboreaba la sorpresa.
– Oye, ¿adonde demonios vas?
– Yo me quedo aquí -respondió Jude.
– ¡Mierda!
Jude no hizo nada por ocultar la satisfacción que le producía el enfado de su amigo.
– No te costará encontrar el camino de regreso, Raymond. Ah, otra cosa. Te voy a dar un adelanto de la información que tengo para ti. Uno de los principales conspiradores es tu jefe, Eagleton -dijo Jude ya prácticamente a gritos-. Por eso salimos huyendo en Washington. Así que recuerda: no te fíes de nadie.
El viernes, Tizzie decidió mover pieza. Por la tarde le dijo a Alfred que no tomaría el autobús y que tenía que salir temprano, porque su tío Henry había quedado en pasar a recogerla. Suponía que la simple mención del nombre de tío Henry bastaría para que Alfred se abstuviera de hacer más preguntas, y no se equivocó.
Alfred no preguntó nada pero se quedó ceñudo. A las seis de la tarde, ella recogió el equipo de trabajo y tomó su bolso.
– No quiero hacerlo esperar -dijo desde la puerta-. Cenaremos en el restaurante Maison Indochine. Si quieres, te traigo algo en una bolsa de plástico, como a los perritos.
El entrecejo fruncido se hizo furibundo.
Quizá no había sido prudente refregarle la falsa invitación por las narices, pero, desde luego, había resultado divertido, se dijo la joven.
Al salir al patio, en vez de dirigirse hacia la puerta principal del recinto, miró en torno y se metió en el hueco de poco más de un metro de ancho que había entre el garaje y la cerca. Una vez allí, esperó… y esperó. Aunque le parecieron horas, no pasaron más que cuarenta y cinco minutos. Transcurrido ese tiempo, la joven comenzó a oír el sonido de puertas abriéndose y de gente hablando con la euforia propia de los viernes por la tarde. Oyó que el autobús se alejaba, y que unas cuantas personas salían del edificio, se dirigían hacia la entrada principal del recinto y la cerraban a su espalda. Después oyó el sonido de arranque de un par de automóviles.
Al fin reinó el silencio. Tizzie estaba a punto de salir de su escondite cuando oyó otro sonido: alguien estaba entrando por la puerta del recinto. ¿Alguno de los vigilantes nocturnos? Con aquello no había contado. Aguardó otra media hora, sin dejar de aguzar el oído, pero no percibió nada más. ¿Se habría marchado ya el que fuera sin que ella lo advirtiese? ¿Quizá por una puerta trasera?
Tenía que arriesgarse.
Con movimientos lentos y sigilosos, salió de detrás del garaje. Bajo la mortecina luz del crepúsculo, cruzó el patio, utilizó su placa para abrir la puerta principal y subió por la escalera hasta el segundo piso, la zona restringida. Allí estaba la puerta.
Y la cámara. ¿Funcionaría ésta por la noche? No podía confiar en la suerte. Se quitó un zapato, se puso de puntillas y lo colocó sobre el objetivo de la cámara.
Luego se acercó al bloque de teclas numéricas: 8769. Inmediatamente sonó un zumbador y la puerta se abrió con un clic. Tizzie ya estaba en el interior de la zona restringida. El olor a orina le hirió el olfato.
En la primera habitación, la única fuente de luz era el resplandor tenue que entraba por la ventana. Había hileras y más hileras de jaulas apiladas unas sobre otras, hasta llegar al techo.
Y en el interior de cada jaula había un mono rhesus. Cuando Tizzie pasó ante ellos, algunos de los simios se agarraron a la tela metálica con ambas manos y sacudieron ruidosamente las jaulas. Otros permanecieron inmóviles, estupefactos. Tizzie reparó en el hecho de que los monos más pasivos parecían viejos y encorvados, con abundantes canas en las mejillas y en las sienes.
Salió rápidamente de la sección de jaulas y entró en la segunda habitación, el laboratorio central. Se trataba de una cámara carente de ventanas en la que los ordenadores controlaban la temperatura de la estéril y limpia atmósfera. Al ver los microscopios y los demás aparatos de laboratorio, Tizzie tuvo la certeza de que se encontraba en el lugar adecuado. Cerró la puerta y encendió la luz.
Sobre el escritorio había un montón de informes y de notas de laboratorio. La joven se sentó y procedió a examinarlos. Después siguió hojeando el resto de los papeles, entre los que había gran cantidad de copias de ordenador de textos y gráficos. Poco a poco, en la cabeza de la joven fue formándose una imagen de la investigación. Fue al banco de trabajo, conectó el microscopio y echó un vistazo a los portaobjetos. Éstos contenían células muy similares a las que ella manejaba. Más aún: en algunos de los portaobjetos, que permanecían ordenadamente amontonadas a un lado, reconoció los tintes rojo y azul que ella usaba.
Pero la mayoría de aquellas células eran distintas.
Miró con más atención. Había docenas, centenares de células enfermas que, como las otras, mimetizaban los síntomas de la vejez. Parecía como si, simplemente, hubieran llegado al final del camino, al límite Hayflick. Aquello, en sí mismo, no tenía nada de extraño. Lo asombroso era que ella estaba viendo con sus propios ojos cómo el fenómeno se producía.
Le costaba creerlo. Colocó otro portaobjetos en el microscopio y volvió a pegar los ojos a los binoculares. Allí estaba, sucediendo de nuevo. Aquellas células se encontraban en una crisis terminal instantánea. Era como si pasaran de la primavera de la vida a la senectud en un abrir y cerrar de ojos, sin que existiera ni la más mínima etapa intermedia. Mirando por el microscopio le daba la sensación de estar viendo pasar la película de la vida a movimiento acelerado. Era un espectáculo sobre-cogedor ver cómo la muerte se apoderaba de células que se hallaban en la flor de la juventud.
No tardó en darse cuenta de cuál era, en parte, el problema. Las células enfermas estaban anegadas de telomerasa, lo cual resultaba extraño. Se suponía que la telomerasa mantenía las células jóvenes, sellando los extremos de los cromosomas con secuencias protectoras de ADN, de forma que los cromosomas no perdían tamaño a causa de la duplicación. Todas las células tenían un gen que producía telomerasa, pero ese gen permanecía inactivo salvo en dos casos: en las células de la línea germinal, las que pasaban de padres a hijos, y en las células de los tumores cancerosos.
Pero las que tenía ante sí eran células normales, de carne, hueso y órganos, y sin embargo todas estaban anegadas de telomerasa. Y, lejos de prolongar la vida de las células, la enzima, aparentemente, estaba matándolas.
La joven movió la cabeza. Células germinales y células cancerosas. El comienzo de la vida y el final de la vida.
Apagó el microscopio, cerró los libros y, tras echar un buen vistazo en torno para asegurarse de que nada quedaba fuera de su lugar, apagó la luz. La sala de los simios estaba aún más oscura que antes, y mientras ella caminaba entre las jaulas los monos comenzaron a agitarse. Uno se abalanzó contra la tela metálica y se puso a lanzar gritos. Luego otro hizo lo mismo. Y después otro, y otro más. El alboroto se hizo ensordecedor y Tizzie echó a correr. Cuando llegó a la puerta, la abrió de golpe y la cerró rápidamente a su espalda. No obstante, el estrépito de los monos resonaba en todo el edificio. La joven se colocó tras la cámara de vídeo, recuperó el zapato, se lo puso y voló escalera abajo.
Cuando estaba cruzando el patio a la carrera, oyó un sonido. Miró hacia atrás y vio que un perro guardián salía de detrás del edificio principal y corría hacia ella. Tizzie volvió sobre sus pasos tan de prisa como pudo, abrió de golpe la puerta principal y cruzó el pequeño vestíbulo en dirección a la otra puerta.
Sabía que el perro entraría en el edificio, pero había conseguido ganar unos momentos preciosos. Se lanzó hacia la puerta. A su espalda oía los gruñidos del animal, el batir de sus pezuñas contra el suelo. Frente a sí estaba la cerradura. Si tenía echado el cerrojo, ella era mujer muerta.
El cerrojo no estaba echado. Sin apenas darse cuenta de que lo hacía, abrió la puerta, entró y cerró rápidamente. Tras la puerta sonaban los furiosos ladridos del perro. Sólo ahora, cuando el peligro había pasado, comenzó Tizzie a reaccionar, y el pánico se apoderó de ella de tal modo que las piernas comenzaron a temblarle y tuvo que sentarse.
Y sentada seguía cuando una figura que casi se fundía con las sombras pareció materializarse ante ella.
– Sabía que me estabas mintiendo -dijo una voz masculina.
Era Alfred.