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CAPÍTULO 28

– Bueno, ¿cómo quieres que lo hagamos? ¿Los llamo ahora mismo, vamos hasta allí, te denuncio y vemos qué pasa… o primero hablamos y después te denuncio? Tú eliges.

A Alfred le encantaba su posición de poder. Eso es lo malo de los aduladores, se dijo Tizzie. Les das un poco de autoridad y se les sube la cabeza. Un poco de autoridad. Qué demonios, él cree que me tiene totalmente a su merced.

Circulaban por Anderson Hill Road, una carretera que serpenteaba entre las colinas de Purchase y que más adelante empalmaba con King Street y llegaba a las enormes fincas residenciales de Greenwich. Pasaron frente a un pequeño bar de carretera que tenía en la fachada un rojo anuncio de neón.

– ¿Qué tal si bebemos algo? -propuso Tizzie.

– Estupendo. La señorita escoge la opción número dos -dijo Alfred en el melifluo tono de los presentadores de televisión.

Menudo imbécil, pensó ella.

Se sentaron a una mesa de un rincón. Tizzie pidió agua y un vodka solo; él, para no ser menos, hizo lo mismo. Cuando llegaron las bebidas, ella apuró la suya de un solo trago y él la imitó.

– Muy bien, y ahora ¿por qué no me cuentas qué estabas haciendo en el laboratorio restringido tú sólita y por la noche? Supongo que, como has dispuesto de más de cinco minutos para inventarte algo, tendrás una explicación razonable.

– ¿Por qué crees que estuve en el laboratorio restringido?

– Por los monos. Arman una gran escandalera cuando ven a alguien que no conocen.

Me ha pillado, se dijo Tizzie.

– No todos. Algunos son demasiado viejos para hacer nada. Me pregunto a qué se debe eso.

El pelirrojo frunció el entrecejo. Tizzie buscaba un modo de ganar tiempo. Se bebió el agua y escondió el vaso bajo la mesa. En aquel momento llegó la segunda ronda de vodkas y, mientras Alfred apuraba el suyo, Tizzie vació su copa en el vaso de agua vacío.

– Dime una cosa, ¿por qué sospechaste de mí?

– Vamos, por favor. Llevo mucho tiempo vigilando te. Siempre ausentándote. Husmeando. Problemas femeninos. Por el amor de Dios… ¿por quién me tomas?

Tizzie estuvo tentada de contestarle; pero, en vez de hacerlo, pidió otra ronda. El alcohol no tardará en hacerle efecto, se dijo.

Había llegado el momento de correr un riesgo calculado. Tarde o temprano, todos los espías -o, al menos, todos los espías dobles- llegan a un punto del que no hay retorno.

– Te diré la verdad -comenzó Tizzie-. A fin de cuentas, no tengo nada que perder.

Advirtió que había conseguido captar la atención de su compañero. El hombre estaba echado hacia adelante, acodado en la mesa.

– Me descubriste muy pronto. No todo el mundo lo habría hecho.

Los halagos eran uno de los trucos más viejos del manual.

– Supongo que te estarás preguntando para quién trabajo.

Él asintió con la cabeza.

– Me gustaría poder decírtelo con todas las letras, porque puede ser importante. Muy importante. Para ti es fundamental saber a qué te enfrentas, del mismo modo que para mí era fundamental saber a quién me enfrentaba. Esta gente juega sobre seguro, a dos bandos. ¿Comprendes?

Alfred asintió de nuevo con la cabeza, inseguro, y fue él mismo quien pidió la siguiente ronda.

– Es imposible no sentir admiración por el Laboratorio cuando se piensa en todo lo que ha conseguido: los grandes avances científicos, las instalaciones subterráneas de Jerome, la isla, la colonia de clones. Son cosas muy notables.

Tizzie alzó su copa en brindis. Alfred, confuso, hizo lo mismo.

– Y sería mucho más notable si el Laboratorio hubiera conseguido todo eso sin llamar la atención de… ciertas agencias. Pero supongo que, de algún modo, el Laboratorio es víctima de sus grandes aspiraciones. Quiero decir que es un proyecto demasiado ambicioso, demasiado grande. La página web. Toda esa cantidad de equipo e instrumental. La verdad es que resulta impresionante, pero… ¿cómo pensasteis ni por un momento que era posible mantener una cosa así en secreto? La gente habla, los rumores circulan. ¿Entiendes a qué me refiero?

Alfred entendía. Tizzie se dio cuenta de ello por el leve brillo que relucía en el fondo de sus ojos.

– El otro día estaba haciendo recuento de todas las leyes que habéis infringido. Múltiples asesinatos en primer grado… Conspiración. Conspiración para asesinar. Y recuerda que en algunos de los estados de nuestro país sigue existiendo la pena de muerte. Leyes contra el crimen organizado. Leyes federales. Violación de los derechos civiles. Conspiración para infligir daños corporales.

Tizzie movió la cabeza, como admirada de la maravillosa amplitud del sistema legal.

– En este asunto hay de todo. Desde delitos castigados con la pena capital, hasta fraude fiscal e incluso uso ilegítimo del correo. Esto último suelen añadirlo como propina.

»Y, naturalmente, las personas para las que trabajo, saben lo que yo estoy haciendo. Incluso saben de ti.

– ¿De mí?

– Desde luego. No creerás que he venido aquí sola y sin contactos. ¿Por qué crees que doy esos paseos por la noche? Como me suceda algo malo, las consecuencia serán muy graves para vosotros.

Ahora saltaba a la vista que Alfred estaba preocupado. -Por una cosa así podrías pasar una buena temporada a la sombra. Y tú ya estás metido en bastantes líos.

– ¿Para quién trabajas? -preguntó arrastrando las palabras.

Hay que pedir otra ronda, se dijo Tizzie, y le hizo seña a la camarera.

– Me gustaría poder decírtelo. De veras. Pero nos hacen firmar una serie de documentos por los que nos comprometemos a guardar en secreto nuestras actividades. Noto en tus ojos que no terminas de creerme. Pero hay un modo de verificar que te estoy diciendo la verdad. Mi contacto se llama Raymond. No hace falta que hables con él. Basta con que te des cuenta de quién responde al teléfono. Verifica que el tal Raymond existe.

Tizzie anotó el número de Raymond en una servilleta de papel. Había llegado el momento de hurgar con el cuchillo dentro de la herida.

– Las cosas se te podrían poner feas en la cárcel, con ese pelo tan rojo que tienes. El cabello de ese color llama mucho la atención. Hace que todos hablen de ti. Y, teniendo en cuenta cómo son algunos de los reclusos, lo más probable es que actúen como los toros bravos cuando les ponen un trapo rojo delante.

Alfred se levantó y fue con paso vacilante al servicio. Al regresar parecía demudado.

Creo que ya está en mis manos, pensó Tizzie.

– ¿Sabes lo que estoy pensando? -siguió-. Que posiblemente ésta haya sido tu noche de suerte. Encontrarme donde me encontraste quizá sea lo mejor que te ha sucedido.

Él la miró, irritado, confuso, inseguro.

– Tal vez yo pueda ser tu salvadora -continuó ella poniéndose en pie y casi derribando el vaso de agua lleno de vodka que había en el suelo-. No tienes que hacer nada ni decir nada -añadió persuasiva-. ¿Qué tal si volvemos a la pensión y consultas con la almohada? Quizá por la mañana, con la cabeza más despejada, te parezca adecuado llamar al número que te di antes. Después de eso hablaremos y veremos qué se puede hacer.

Salieron del bar de carretera y ella tendió una mano hacia su compañero.

– Dame las llaves del coche. Será mejor que yo conduzca. Tú has bebido demasiado.

A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, Tizzie vio con satisfacción que Alfred tenía un aspecto espantoso. Su cabello, normalmente tan repeinado, estaba revuelto, y sus ropas, siempre impolutas y recién planchadas, se hallaban arrugadas, como si el hombre hubiera dormido vestido. La joven se fijó mejor y llegó a la conclusión de que había sido así. Alfred llevaba la misma camisa y los mismos pantalones de la noche anterior. Además, tenía los ojos enrojecidos.

Tizzie lo dejó desayunar en paz y luego propuso una excursión sabatina. Él accedió mansamente. Fueron en coche hasta el pequeño puerto situado en el centro de la ciudad, que estaba lleno de embarcaciones de polícromas velas. Allí compraron dos billetes y abordaron un ferry que los llevaría hasta Island Beach, que se encontraba a kilómetro y medio de distancia, en la ensenada de Long Island.

El día de julio era radiante. Se sentaron en cubierta y dejaron que el sol los acariciase. El cielo era de un azul cristalino. Las lanchas a motor pasaban petardeando junto a ellos, en dirección a mar abierto. A ambos lados de la bahía se veían, sobre las verdes colinas, mansiones a lo Gran Gatsby. Cada una tenía su propio embarcadero.

Tizzie miró a los otros pasajeros. Había adolescentes flirteando, parejas entradas en años absortas en sus libros y familias enteras que iban de picnic. Los hombres cuidaban de las bolsas de utensilios y comida, y las mujeres corrían tras los niños. No se veía a una sola persona de aspecto sospechoso.

Sintió que se le desgarraba el corazón. Ver a todas aquellas familias le producía una turbadora sensación de soledad. El tiempo pasaba para ella casi tan de prisa como para aquellas células del laboratorio.

Miró a Alfred a los ojos.

– ¿Qué? ¿Anoche estuviste despierto hasta las tantas, pensando?

Él la miró con algo muy similar al odio. -Llamé al número que me diste. No hablé con el tipo, pero lo que dijiste era cierto. -Bien. Empecemos.

– No sé nada de las otras cosas que mencionaste. Yo sólo estoy al corriente de la parte científica del asunto.

– Bien, pues hablemos de esa parte científica. ¿Tú también tienes tu clon?

A Tizzie le producía una sensación de irrealidad estar preguntando aquello mientras cruzaban en un ferry la ensenada de Long Island en una luminosa mañana de sábado. -No -contestó Alfred.

Tizzie no pudo discernir si el hombre decía o no la verdad. -Entonces, explícame una cosa. Tú y yo trabajamos con células. Algunas son jóvenes y saludables, otras son viejas y están enfermas. Anoche vi células de una tercera clase. Se morían tan de prisa que parecía que se estuviesen suicidando. Estaban anegadas de telomerasa. Alguien modificó esas células, ¿verdad? Alfred miró hacia el horizonte y suspiró. -Hablamos en hipótesis -dijo al fin-. ¿Entendido? -Sí.

– Sólo me referiré al aspecto científico. A abstracciones. -Explícame cómo llegó allí la telomerasa. Alguien la puso. Alguien que investiga para conseguir la prolongación del tiempo de vida.

Él la miró sin decir nada y ella se sintió obligada a continuar.

– Es una idea lógica. Lo de añadir telomerasa exógena a las células resulta atractivo. Quiero decir que si las células mueren porque sus cromosomas se acortan en exceso, ¿por qué no añadir unas cuantas enzimas para evitar que el fenómeno se produzca?

– Desde luego -contestó Alfred con voz opaca-. Con ello se intentaba restaurar el equilibrio normal u homeostasis que poseen las células sanas.

– Ya.

– Y, dado que hablamos en hipótesis, ¿cómo podría introducirse esa enzima en las células?

Así que Alfred quería ser el que hiciera las preguntas. Por Tizzie no había inconveniente.

– Lo más probable es que fuera por inyección. Ése sería el método más sencillo. Es lo que hacen los médicos cuando en el organismo de un paciente existe una carencia. Como la insulina que administran a los diabéticos. Puesto que el páncreas no la produce en suficiente cantidad, el paciente se pone una inyección todos los días, en sustitución de la proteína que su cuerpo ha dejado de generar.

»No debe de resultar difícil. Primero, aislas el gen para la proteína. Luego lo introduces en una bacteria, y ésta comienza a producir proteínas con todos sus genes, incluido el nuevo ADN. Se divide, depuras el material conseguido y lo mezclas con un suero de inoculación.

– Demasiado engorroso. Las inyecciones diarias dan resultado durante un tiempo. Ciertamente, son eficaces, pero resultan excesivamente molestas. No olvides que tratamos de conseguir que la gente firme un contrato a largo plazo.

– ¿A qué te refieres?

– Me refiero a que queremos que la gente se avenga a pagar inmensas cantidades de dinero a cambio de la promesa de que conseguirán una salud y una longevidad sin precedentes. Si quieres conseguir adeptos, has de hacerles una oferta más atractiva que la de pincharse todos los días.

– Comprendo -murmuró Tizzie-. ¿Y cuál es la solución del problema?

– ¿Hipotéticamente?

– Desde luego. Hipotéticamente.

– Genoterapia. Terapia genética. Utilizar a la propia naturaleza. Que sean las células quienes hagan el trabajo.

– ¿Cómo?

– Es muy sencillo, si sabes lo que te traes entre manos. Para duplicar ADN en un tubo de ensayo se puede utilizar la técnica de la reacción en cadena de la polimerasa. Haces millones de copias de un pequeño segmento de ADN. Luego necesitas un portador para introducir el ADN en las células. Los virus son portadores naturales, ésa es su especialidad. Forman proteínas inyectando su ADN en las células, utilizando a éstas para hacer proteínas de virus y reestructurando luego las proteínas virales. Así que colocas el gen de la telomerasa en el interior de un virus y haces que el virus infecte a unas células. Esas células asimilan el virus y comienzan a producir telomerasa. Tizzie sonrió alentadora. -Haces que parezca fácil.

– Es fácil -dijo Alfred con la vista en el mar-. Y rudimentario. El problema radica en que es tan rudimentario que si la más mínima cosa sale mal, descabala todo el proceso. Y las consecuencias pueden ser devastadoras. -¿A qué te refieres?

– Pues, por ejemplo, a la telomerasa mutante. Un pequeño error en la selección de la proteína original o en la producción de centenares de miles de copias. Cualquier pequeño fallo, cualquier minúsculo cambio en uno de los ladrillos de la estructura, se multiplica por mil, por un millón. Acabas teniendo entre las manos una enzima loca que hace lo contrario de lo que tú quieres que haga. En vez de reforzar los topes de telomerasa, se queda en el interior de las células, haciendo que los cromosomas formen grumos o, peor aún, haciendo que surjan otros nuevos. Y entonces empieza la locura. La enzima mutante se convierte en caníbal y llega a atacar el ADN, partiéndolo en dos con un tajo de carnicero.

Tizzie hizo una pequeña pausa tratando de asimilar la enormidad que su compañero le estaba diciendo.

– Eso fue lo que vi anoche -dijo al fin la joven. -Y lo peor es que, naturalmente, no puedes detener el proceso, porque tú mismo te has ocupado de que siga indefinidamente. E indefinidamente sigue, hasta que al fin hay algo que lo detiene. La muerte celular. Y cuando se produce la muerte celular masiva, el producto se llama progeria. -¿Progeria?

– Vejez prematura. El síndrome de Hutchinson-Guilford. Alfred se volvió. Quedó de espaldas a Tizzie y de cara hacia la isla, que cada vez estaba más próxima.

– Resulta irónico, ¿no? -preguntó-. Tu intención es prolongar la existencia humana y terminas produciendo el Hutchinson-Guilford. ¿Sabes cuál es el promedio de vida de los que padecen el Hutchinson-Guilford?

– No -dijo Tizzie-. ¿Cuál es?

– Desde el nacimiento hasta la muerte, 12,7 años.

Ella lanzó un suave silbido, alargó la mano, cogió a su compañero por el brazo y lo obligó a volverse.

– ¿Habéis descubierto algo para combatir ese fenómeno? ¿Una vacuna o algo así?

– No.

– O sea que todos los del Laboratorio, los científicos, sus hijos, mi padre, están muriendo de eso, ¿no?

Alfred asintió con la cabeza.

– Malditos cabrones -masculló Tizzie.

Él permaneció unos momentos en silencio.

– Naturalmente -dijo al fin-, todo lo que hemos hablado era en hipótesis.

– Sí, claro.

– ¿Te parece suficiente?

– ¿Suficiente?

– Suficiente información. Para salvarme.

Por primera vez, Tizzie sintió algo parecido a la compasión hacia Alfred.

– Creo que sí. Sobre todo, si mantienes la boca cerrada. No le cuentes nada de mí a nadie. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. Te lo prometo.

Alfred miró hacia la playa, que ya estaba llena de toallas, sombrillas y bañistas.

– ¿Qué tal si nos volvemos en el ferry? -preguntó-. No me apetece nadar.

Tizzie regresó a Nueva York nerviosa e inquieta. No sabía qué debía hacer. Le parecía peligroso seguir trabajando en el Laboratorio de Ciencias Zoológicas y, además, creía que ya había averiguado todo lo que necesitaba saber. Dudaba que los investigadores consiguieran domar la enzima mutante. El lugar apestaba a fracaso. Cuando le dijo al doctor Brody que había pensado volver a la ciudad, so pretexto de terminar unos trabajos de investigación que tenía pendientes en la Universidad Rockefeller, el hombre, que estaba en la cafetería leyendo una novela, apenas la escuchó y se limitó a despedirse de ella con un ademán.

La joven se sentía en una especie de precaria semiclandestinidad. No deseaba regresar al apartamento. Recordaba demasiado bien la forma en que tío Henry se había presentado allí sin previo aviso. Por otra parte, si no volvía por su casa y el Laboratorio hacía indagaciones, su comportamiento resultaría inmediatamente sospechoso. Y comenzarían a perseguirla. Así que decidió que se instalaría en su casa y seguiría yendo a su trabajo, como le había dicho a Brody que haría.

Y fue en su apartamento donde la encontró Skyler. Tizzie sólo llevaba en casa unas horas cuando llamaron a la puerta. El sonido le produjo un enorme sobresalto. Al abrir, se encontró con Skyler, que le sonreía tímidamente. Ella le echó los brazos en torno al cuello.

– Dios mío, cómo me alegro de verte -dijo con una emoción tan sentida que a ella misma la sorprendió-. ¿Cómo te encuentras? ¿Cómo está Jude?

Skyler explicó que habían regresado a Nueva York el día anterior y se habían alojado bajo nombres falsos en un hotel del centro, el Chelsea, esperando pasar inadvertidos entre los roqueros y los trotamundos. Skyler se había apostado en las proximidades del edificio de Tizzie y la había visto llegar, pero había decidido aguardar unas horas antes de subir para cerciorarse de que nadie lo seguía.

Skyler le relató el viaje a la isla, el encuentro con Kuta y el descubrimiento de los niños enfermos y envejecidos en la guardería.

– Creo que eso puedo explicarlo -dijo ella-. Nos reuniremos con Jude y, entre los tres, haremos recuento de todo lo que cada uno de nosotros ha averiguado.

Tizzie le habló del Laboratorio de Ciencias Zoológicas de la Universidad Estatal de Nueva York, y le relató cómo había escapado de las fauces del perro sólo para caer en las garras de Alfred.

Reparó en que Skyler, sentado ante ella, parecía pálido y demacrado. El joven se llevó una mano al pecho e hizo una mueca.

– ¿Te sientes otra vez indispuesto? -preguntó Tizzie, y su compañero no pudo sino asentir.

Lo condujo hasta el dormitorio, le quitó los zapatos y lo hizo acostarse. Le puso las almohadas de forma que Skyler pudiera ver la calle por entre los hierros de la escalera de incendios. Le tocó la frente y le dio la sensación de que el joven tenía unas décimas.

Tizzie cogió las aspirinas del botiquín, le dio tres a Skyler, se inclinó para darle un suave beso en la frente y le subió el embozo hasta la barbilla. Luego salió a hacer la compra cargada con un bloc de recetas. En la farmacia de la esquina compró más aspirinas, un termómetro, algodón, alcohol y un frasco de pastillas de nitroglicerina. En un supermercado próximo compró cuatro botes de sopa de pollo y otros alimentos.

Cuando regresó al apartamento, Skyler dormía. Lo despertó, le administró la nitroglicerina y le tomó la temperatura: casi treinta y ocho grados. Después le llevó una bandeja con un tazón de sopa y galletas de soda, y le dio la sopa a cucharadas.

Después de comer, Skyler se sintió mejor. Se recostó cómodamente en las almohadas y le dirigió una sonrisa.

– No sé qué habría hecho sin ti -dijo.

Tizzie se sintió bien, como llevaba mucho tiempo sin sentirse, lo cual le pareció bastante extraño, teniendo en cuenta la desesperada situación en que se encontraban.

Se puso en pie con la bandeja entre las manos y le dirigió una sonrisa al enfermo.

– Ponte cómodo y procura descansar -le dijo.

Algo rondaba la cabeza de Tizzie, pero ésta no atinaba con lo que era. Al fin, minutos más tarde, regresó al dormitorio con un paño de cocina en una mano y el tazón de sopa recién fregado en la otra.

– Skyler… -comenzó- dices que en la isla, de niños, os ponían muchas inyecciones. ¿Os explicaban para qué os las ponían?

– No siempre.

Tizzie terminó de secar el tazón y regresó a la cocina.

Jude no esperaba tener noticias de Raymond tan pronto. El federal le había dejado un breve mensaje en el contestador. Sin nombre. Raymond daba por hecho que él reconocería su voz. Jude no hacía uso del teléfono del Chelsea, y para llamar a su propio contestador utilizaba teléfonos públicos. Desde que regresó del parque Delaware Water Gap no había notado que nadie lo siguiera, pero no quería confiarse.

– Llámame cuanto antes.

Aquél había sido todo el mensaje de Raymond.

Desde una cabina telefónica situada a diez manzanas del hotel, llamó a la oficina de Raymond. La secretaria le dijo que llamara a otro número al cabo de diez minutos. Raymond respondió al primer timbrazo. Por los sonidos del tráfico de Washington que se oían de fondo, Jude comprendió que el federal también hablaba desde una cabina.

Raymond no se anduvo por las ramas.

– Tú ganas. Reunámonos. Yo llevaré el expediente, y tú me facilitarás el resto de los nombres que conozcas. Hoy mismo.

– Dijiste que el expediente no valía para nada.

– Sólo dije que era muy poco voluminoso. Además, he averiguado algo acerca de tu amigo Rincón que creo que te interesará.

Concertaron una cita para aquella tarde en Central Park.

– No llegues tarde -recomendó Raymond.

– Sí, ya sé, el parque es peligroso al anochecer.

– Muy gracioso.

Jude entró en Central Park por la Quinta Avenida, a través del acceso próximo al Museo Metropolitano. El cielo era de color azul intenso y las luces de las calles comenzaban a encenderse. Los senderos exteriores del parque estaban llenos de gente que salía del parque. El único que entraba era Jude.

Tomó la amplia avenida que discurría en dirección norte, pasando ante el obelisco de Cleopatra. Los árboles y el follaje no tardaron en bloquear la luz del crepúsculo, haciendo que Jude se sintiera como en la selva. No se veía ni una alma. Era asombroso lo bruscamente que la ciudad parecía desvanecerse. El murmullo del tráfico se atenuó primero y desapareció por completo después. Los pasos de Jude resonaban sobre el pavimento. Se había levantado una leve brisa que agitaba las hojas de los árboles.

La avenida se estrechaba ligeramente y describía una suave curva en dirección al túnel que pasa bajo el East Drive. Al aproximarse, Jude oyó el ruido de los automóviles que circulaban por arriba y el clip-clop de un coche de caballos. En el otro extremo del túnel se veía un círculo de luz.

De pronto, vio que algo se movía dentro de la luz, una sombra, algo vertical que avanzaba bamboleándose ligeramente. Una persona se acercaba por el túnel.

Incluso desde lejos advirtió que se trataba de un hombre y, aun consciente de que su reacción era exagerada, pues a fin de cuentas podía tratarse de cualquiera, Jude se batió en retirada. Se desvió hacia unos árboles y matorrales que había a la derecha de la avenida y se escondió sigilosamente entre la vegetación. Allí permaneció inmóvil, deseando que el hombre no lo hubiera visto, sin apenas atreverse a respirar. Los pasos sonaban cada vez más fuertes sobre el pavimento. Segundos más tarde, la figura pasó ante él. Iba corriendo y llevaba algo en una mano.

Jude reaccionó tardíamente. El hombre tenía algo de amenazador: su corpulencia, su modo de moverse, la crueldad de su expresión. El periodista quedó paralizado por el pánico. ¿Era una carpeta lo que aquel individuo llevaba en la mano? Casi involuntariamente, Jude retrocedió y se ocultó tras el árbol. Se apoyó en el tronco y notó en las manos el roce de la áspera corteza. Ya no trataba de mirar, se limitaba a permanecer a la escucha, esperando que las pisadas se perdieran en la distancia.

Aguardó hasta que su encabritado corazón se calmó, y luego salió a la avenida y miró cuidadosamente en ambas direcciones. No vio a nadie. Aguzó el oído y sólo percibió el rumor del tráfico allá arriba. Se llenó los pulmones de aire, lo expulsó lentamente y se dirigió hacia el túnel. Lo atravesó a la carrera. Sus propios pasos le resonaban atronadores en los oídos, y experimentó una gran sensación de alivio cuando al fin salió de nuevo al aire libre por el otro lado.

Decidió seguir corriendo por el sendero. Éste, tras rodear el lago Belvedere, ascendía hacia el castillo situado en lo alto de un promontorio. Justo como le había dicho Raymond. La empinada cuesta le hizo aflojar el paso, pero siguió corriendo, sin importarle ya el ruido que hacía, deseando únicamente llegar a su destino y reunirse con Raymond. Coronada ya la cuesta, encontró, a la izquierda, un sendero flanqueado por arbustos, como Raymond le había indicado. El sendero torcía primero y después seguía recto, hasta llegar a un pequeño cenador, con un banco. Raymond estaba sentado en él, entre las sombras.

Jude sintió que el temor lo abandonaba para ser sustituido por una cálida sensación de alivio. Miró de nuevo. En vez del habitual traje de negocios, Raymond llevaba una cazadora de ante y un pañuelo al cuello o quizá un fular. Simulando no haber visto a Jude, el federal siguió en la misma posición.

Jude se sentó a su lado, recuperó el aliento y estuvo a punto de hacer una referencia al hombre que acababa de ver. Y entonces advirtió que algo raro ocurría. Raymond no decía nada ni se movía. Le dio con el codo. Pareció agitarse, erguirse un poco y luego, como a cámara lenta, se desplomó hacia un lado y fue a caer sobre las piernas de Jude. No es un fular. ¡Es sangre! La garganta de Raymond estaba cubierta de líquido rojo y viscoso, y por un momento Jude quedó paralizado por la incredulidad. Alzó la cabeza de Raymond y enderezó el cuerpo. Al retirar la mano se dio cuenta de que estaba cubierta de sangre. Vio un cuchillo en el suelo.

Raymond estaba muerto. ¡Lo han asesinado!

Jude se puso en pie. El cuerpo de Raymond comenzó a desmoronarse de nuevo y volvió a enderezarlo. No quería que cayera al suelo. Deseaba que siguiera erguido, en posición sedente. Y entonces oyó un ruido entre las sombras. Alguien llegaba por el sendero. Jude echó a correr a través del bosque, entre los arbustos, uno de los cuales le desgarró una manga. Continuó a la carrera y, tras pasar un grupo de árboles y cruzar un nuevo sendero, comenzó a atravesar un claro y volvió la cabeza. Lo perseguían. Un hombre acababa de salir de ente los arbustos e iba tras él. La luz de un farol lo iluminó brevemente y Jude pudo verlo mejor. Lo que vio le congeló la sangre en las venas. ¡Un ordenanza! El odioso pelo blanco brillaba a la luz como una mancha de nieve.

Jude cruzó el claro a tal velocidad que sus pies apenas tocaron el suelo. No se volvió a mirar, pero sabía que el hombre continuaba persiguiéndolo. El claro terminaba en un grupo de árboles, y tras éste Jude encontró otro sendero. Corría a tal velocidad que las plantas de sus pies golpeaban dolorosamente contra el pavimento. Le pareció oír las pisadas de su perseguidor como eco de las suyas. Se volvió. Efectivamente, el ordenanza seguía tras él. Pero no había ganado terreno. En todo caso, lo había perdido. Era más lento que Jude, y éste aceleró aún más su carrera.

Llegó a un muro de piedra de poco más de un metro que marcaba el límite con la calle, lo saltó y aterrizó en los adoquines octogonales de la acera. Dos o tres peatones lo miraron sobresaltados. Tras correr un trecho por Central Park West, se metió por una calle lateral y, en el momento en que doblaba la esquina, echó una mirada hacia atrás. El ordenanza lo había visto y seguía tras él.

Jude había pensado que fuera del parque se sentiría más seguro, que las aceras estarían llenas de peatones. Pero la calle lateral estaba sumida en las sombras y su aspecto era hostil e inquietante. Las pocas personas con que se cruzó parecieron asustarse al verlo, y se dio cuenta de que sería inútil pedir su ayuda. Estaba totalmente solo. Siguió corriendo y llegó a la avenida Columbus. En ésta el panorama era algo mejor, había algunas tiendas, más luces, aceras más amplias.

Cruzó la calle en el momento en que el tráfico se ponía en movimiento e, instintivamente, alzó la mano como un agente de tráfico para detener la masa de vehículos. Llegó a la otra acera entre un coro de claxonazos. Se sentía totalmente exhausto. La puerta de una tienda de comestibles coreana estaba abierta y Jude se metió en el local. Inmediatamente, se volvió para mirar a través del cristal del escaparate. Allí, en la otra acera, estaba el ordenanza, moviéndose indeciso, esperando que hubiera un hueco en el tráfico. Vio a Jude y echó a correr esquivando los coches, con los brazos levantados. Parecía aturdido por los vehículos que pasaban a su lado haciendo sonar el claxon. Retrocedió un paso en el momento en que un coche hacía un viraje para no atropellarlo. Luego siguió avanzando y se puso ante otro vehículo. Sonó el ruido de un frenazo, después un golpe sordo y violento y al fin un grito desgarrado.

La gente se aglomeró ante la tienda mirando hacia la calle. Los coches se detuvieron, una multitud pareció materializarse de la nada. Jude salió del local. Se acercó al grupo de curiosos y esperó varios minutos. Después se abrió paso hasta la parte delantera del corro de mirones. Una mujer en traje de chaqueta estaba arrodillada sosteniendo la muñeca del caído. Un hombre hablaba por un teléfono móvil, pedía una ambulancia.

Pero saltaba a la vista que ya era demasiado tarde. Era evidente que el hombre que yacía de bruces en el suelo estaba muerto. La sangre que brotaba de su nuca formaba un pequeño charco sobre el pavimento. La mujer arrodillada junto al caído le puso a éste el brazo sobre el pecho antes de levantarse y retroceder un paso.

Jude contempló el cuerpo inmóvil, las piernas separadas, el charco de sangre. Lo que más lo sorprendió e intrigó fue el rostro y la cabeza del ordenanza. El cuerpo del hombre parecía juvenil, pero el rostro estaba lleno de arrugas y parecía el de un viejo. El mechón había desaparecido por la sencilla razón de que ahora todo el pelo era totalmente blanco.

Por eso no logró alcanzarme, se dijo Jude.

Es un viejo.