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El asesinato de Raymond dejó aterrado a Jude. Cuando regresó al Chelsea, estaba temblando y le costó un gran esfuerzo relatar coherentemente lo ocurrido. Skyler, que nunca lo había visto así, salió un momento, se dirigió a la habitación en la que se alojaban unos músicos y regresó con una botella de Jack Daniels.
– Toma, bebe esto -dijo tras servirle a Jude un vaso.
Después se sirvió otro para él.
Jude relató de nuevo cómo había encontrado el cadáver de Raymond.
– O sea que debí fiarme de lo que me decía. Pero desconfiaba de él, lo admito.
– ¿Crees que lo mató un ordenanza?
– No. Creo que el asesino fue el primer tipo que vi. Él se llevó el expediente. Probablemente, el ordenanza se limitaba a seguirme a mí.
Jude bebió otro sorbo de whisky y permaneció unos momentos pensativo.
– Y hay otra cosa que no entiendo -dijo-. ¿Por qué el cadáver del ordenanza parecía el de un viejo? En el metro tuve oportunidad de verlo, o al menos vi a uno de ellos, y te prometo que el tipo parecía muchísimo más joven. Esto encaja con lo de los niños de la guardería, pero que me aspen si sé cómo.
– Tizzie lo sabe… o cree saberlo -dijo Skyler.
Jude se quedó atónito, agitado por diversas emociones.
– ¿La has visto? ¿Está bien?
– Sí, muy bien, aunque algo cansada. Lo más importante es que ha averiguado algo. Quiere que nos veamos con ella mañana en su despacho. Para hacer recuento de todo lo que sabemos.
– ¿En su oficina? ¿En la Universidad Rockefeller? ¿No será excesivamente arriesgado?
– Según Tizzie, el lugar estará tranquilo. Únicamente debemos evitar que nos sigan mientras vamos hacia allí-De acuerdo. ¡Tizzie! ¡Qué ganas tengo de verla! -De pronto, Jude miró fijamente a Skyler y añadió-: Has pasado fuera mucho rato. ¿En todo momento has estado con ella?
– Sí. Yo… Bueno, tuve una pequeña recaída.
– ¿Cómo? ¿Qué ha sucedido? ¿Te encuentras bien?
– Sí, sí, estoy bien. No ha sido nada. En realidad, el momento no podía haber sido más oportuno. Tizzie ha hecho unas cuantas llamadas y ha conseguido que me hicieran una nueva transfusión con esa medicina… ¿Cómo se llama? Urocinasa.
– ¿Has dado tu nombre?
– No. Hemos ido a una clínica de Brooklyn. El doctor decía ser practicante de no sé qué clase de medicina alternativa. Ha dicho que «por el bien de mi salud» estaba dispuesto a saltarse algunas normas. Y que quería cobrar en efectivo… y por adelantado.
– Pero, ¿ya te encuentras bien? Desde luego, tienes mejor aspecto.
– Llevaba tiempo sin sentirme tan bien.
– Estupendo -dijo Jude tumbándose en la cama-. Cristo. Menudo día.
Cerró los ojos dispuesto a dormir. Skyler se quedó a su lado un rato, montando guardia.
Jude y Skyler fueron cada uno por su lado a la oficina de Tizzie, y llegaron con cinco minutos de diferencia. A Tizzie no le costó justificar su presencia, ya que, a causa de sus investigaciones, los guardias estaban acostumbrados a que la visitaran parejas de gemelos.
La joven abrió la puerta de su despacho.
– Creo que ha llegado el momento de que pongamos las cartas sobre la mesa -dijo-. Hagamos recuento de todo lo que sabemos. Luego lo analizaremos, le daremos vueltas y, con un poco de suerte, se nos ocurrirá qué debemos hacer para salir con vida de este embrollo.
Mientras Tizzie preparaba café, Jude, sentado en un sillón, contemplaba las tallas africanas. Y no pudo por menos de evocar el día en que se conocieron. El recuerdo tuvo algo de doloroso, fue como un eco de tiempos más felices. No le sorprendió sentir aquello. Tantas cosas que él consideraba imposibles habían ocurrido desde aquel día, tantas cosas habían cambiado…
Aquellos lúgubres pensamientos le parecieron por un momento exagerados. Pero no, estaban plenamente justificados. Su vida había sufrido una inmensa mutación. Hasta hacía unas semanas, lo único que le preocupaba era su trabajo y sus amigos. Ahora su problema era la posibilidad de que lo cosieran a cuchilladas en la calle.
Miró a Skyler y de nuevo le impresionó lo que el joven había madurado, lo mucho más asentado y dueño de sí que parecía.
Skyler y Tizzie estaban sentados el uno al lado del otro en el sofá. Hacían buena pareja y Jude detectó entre ellos una nueva intimidad. Se preguntó si se habrían acostado juntos. Y también se preguntó si lo que él mismo estaba comenzando a sentir eran celos. Trató de analizar sus emociones, como quien tantea una muela con la punta de la lengua para tratar de localizar una caries. Pero lo malo de analizar emociones era que luego uno no sabía cómo interpretar los resultados de tal análisis.
Sin embargo, la nueva situación, fuera cual fuera, creaba efectivamente una cierta tensión, una especie de incomodidad. De pronto le pareció que sus dos compañeros se mostraban excesivamente solícitos con él. Tizzie le sirvió el café y Skyler se lo llevó. Y Jude siguió fijándose en pequeños detalles, en cómo se miraban Skyler y Tizzie, en cómo parecían apoyarse el uno en el otro mientras hablaban sentados en el sofá…
Puso freno a sus pensamientos. Desde lo de Raymond ando un poco desquiciado, se dijo. Como siga por este camino, terminaré espiando a través de las cerraduras.
Fue Tizzie quien tomó la voz cantante. Se levantó del sofá, fue a sentarse tras su escritorio y le pidió a Jude que se lo explicase todo de principio a fin: el viaje a la isla, la conversación con Raymond junto a las vías, el hallazgo del cuerpo del federal en Central Park. Él lo contó todo, incluido el episodio del envejecido ordenanza que murió atropellado. Luego Tizzie les habló de sus informes a tío Henry, de su trabajo en el laboratorio de la Universidad Estatal de Nueva York y de su viaje en ferry con Alfred.
– Dime una cosa -le pidió de pronto Skyler-. ¿Qué aspecto tiene ese tal Alfred?
Ella arrugó el gesto.
– Es un tipo repulsivo.
– ¿Es un pelirrojo de nariz aguileña?
Tizzie se quedó atónita.
– ¿Cómo lo sabes?
El joven lanzó una breve carcajada.
– Conocí a su otra mitad… Allá en la isla. Un géminis llamado Tyrone. También era insoportable. Y un chivato.
– Cristo -exclamó Jude-. Tú deberías ser nuestro asesor en todo lo referente a esas personas. Tú creciste con ellas, así que sabes lo que van a hacer antes de que lo hagan.
De pronto se le ocurrió que aquel comentario también era aplicable a Tizzie.
Después del café, Tizzie se levantó muy seria y fue a sentarse frente a Skyler.
– Ayer, cuando te pregunté por las inyecciones que os ponían en la isla, tú me dijiste que no siempre sabíais para qué eran. Explícame eso.
Skyler se retrepó en el sillón y, tras un carraspeo, comenzó:
– Bueno, en primer lugar estaban las inyecciones que nos ponían todas las semanas. Vitaminas, creo. Al menos, eso nos decían. A veces, gamma globulina u otros fortificantes. Además, nos inoculaban todo tipo de vacunas.
»Pero en determinado momento, hace de esto muchos años, un grupo del que yo formaba parte comenzó a recibir un tratamiento especial. Nos ponían inyecciones una vez a la semana. La cosa duró bastante. Quizá un par de meses, no lo recuerdo con exactitud. Sin embargo, me acuerdo muy bien del tratamiento porque gracias a él no teníamos que participar en las actividades comunales. Pero yo detestaba las agujas, que eran enormes. Y, después del tratamiento, nos siguieron examinando con regularidad, haciéndonos todo tipo de análisis y pruebas.
– ¿Cuántos recibisteis el tratamiento especial?
– Creo que éramos seis. En el grupo estaban Raisin, otros tres géminis, yo y… -Skyler bajó la vista incómodo y añadió-: Y Julia.
Jude se volvió hacia Tizzie.
– ¿Adonde quieres ir a parar? -preguntó.
Ella no respondió directamente.
– Quiero que veáis algo -dijo con voz grave.
Salieron del despacho y Tizzie los condujo por el corredor hasta un laboratorio. La habitación estaba dotada de una serie de estaciones de trabajo con repisas de fórmica provistas de ordenadores y de todo tipo de instrumental. Las luces del techo ya estaban encendidas. Tizzie había estado allí poco antes de que llegaran sus dos visitantes.
La joven los llevó ante un microscopio situado en un rincón. Junto al aparato había una bandeja de portaobjetos. Tizzie cogió uno de ellos, lo colocó en el microscopio, conectó éste, hizo los ajustes necesarios y se apartó para que sus compañeros miraran.
Jude y Skyler lo hicieron por turnos, y Tizzie procedió a poner otros cuatro portaobjetos en el microscopio al tiempo que iba explicando:
– Esto son los cromosomas de una célula humana madura. Fijaos en los extremos. Esos pequeños topes que veis son los telómeros, que se acortan cada vez que la célula se divide… Aquí veis una célula vieja. Ya se ha dividido cincuenta veces y se aproxima a la senectud. Reparad en que los telómeros ya casi ni se ven… Esta otra es muy parecida. Los telómeros son cortos, la célula agoniza. La diferencia radica en que, en este caso, la vejez es prematura. La célula procede de un muchacho que, cronológicamente, sólo tiene trece años. La enfermedad que padece está matando sus células.
– Como les ocurre a los niños de la guardería, en la isla…
– Exacto. Fijaos en lo oscura que está esta última célula. Eso es indicio de que existe superabundancia de telomerasa. Se supone que la telomerasa es beneficiosa. Su misión consiste en proteger los extremos de los cromosomas, cubriéndolos con secuencias de ADN. Pero si se introduce en células inadecuadas y se produce una variedad mutante, el problema es mayúsculo.
– ¿Fue eso lo que hicieron?
– Sí. Reflexiona. Ellos ya han encontrado un sistema para efectuar trasplantes sin riesgo, lo cual es el primer paso en el camino hacia la longevidad. Pero la vejez no es una simple cuestión de órganos que se desgastan. En la vejez, todo el organismo se deteriora: la sangre, las células, el cerebro, la médula ósea.
– Comprendo.
– No hace falta ser un científico para saber que el proceso de la vida es complicado. El total es algo más que la suma de las partes. No puedes limitarte a cambiar un órgano por otro para luego cruzarte de brazos diciéndote que has hecho realidad el sueño de la juventud eterna. Tienes que hacer algo más. Y los del Laboratorio eran científicos de primera… Ya tenían resuelto el problema de la clonación.
– ¿Qué hicieron?
– Con los clones obtuvieron una reserva de órganos de repuesto. Pero tenían que ir más allá. Así que volvieron a la investigación de temas básicos. La estructura de las células, la inmortalidad celular, los telómeros. Actualmente, se están efectuando muchísimos estudios académicos acerca de esos temas. Las revistas especializadas no dan abasto para publicarlos. Así que nada tiene de extraño que los científicos del Laboratorio se sintieran atraídos por tales investigaciones. Y, como es natural, ellos tenían una gran ventaja sobre el resto de los investigadores.
– ¿Cuál?
Tizzie miró significativamente hacia Skyler.
– Disponen de un grupo de cobayas humanas hechas a la medida. Cobayas humanas. Lamento decirlo, Skyler, pero tenías que saberlo.
Skyler hizo un gesto de asentimiento.
– ¿Qué hacen los científicos que actúan dentro de la legalidad cuando desean probar una vacuna? Utilizan a reclusos. Y eso mismo sucedió en este caso. Lograron un gran avance. Aislaron la enzima telomerasa. Y tenían que someterla a prueba. ¿No os dais cuenta? Creyeron haber dado con la clave del enigma. Si las células mueren porque sus cromosomas se acortan en exceso, ¿por qué no ponerles enzimas extra para que los mantengan largos? ¿Cuál es el método más simple de hacerlo? Por inyección. ¿Y a quién se les inyecta? A los clones.
La joven hizo una pausa durante la cual miró de Jude a Skyler y de Skyler a Jude. Luego continuó.
– Escogieron a tres sujetos. Uno fue Skyler. Él no era imprescindible, pues su clon, tú, Jude, ya había abandonado el grupo. El otro fue Raisin. Sabemos que ellos lo tenían en poca estima por su condición de epiléptico. El tercero fue Julia, mi clon. ¿Por qué? No lo sé a ciencia cierta, pero tal vez fuera porque mis padres ya se habían manifestado abiertamente contra las inoculaciones. Así que yo, en su opinión, en opinión de Rincón, ya estaba condenada a tener un tiempo de vida más breve. Los otros tres géminis eran un grupo de control. Probablemente, lo que les inyectaban eran placebos.
– Lo que dices no deja de tener su lógica, tengo que admitirlo -dijo Jude.
– Para ellos fue lo más natural del mundo. Pensaban en los clones como en objetos, los habían deshumanizado. Según Skyler, a veces les ponían vacunas. ¿Contra qué afecciones? ¿Por qué iban a protegerlos de nada si sabían que no saldrían jamás de una isla que, supuestamente, estaba exenta de toda enfermedad? La respuesta es que deseaban que su sangre y sus órganos estuvieran inmunizados para el día en que los prototipos tuvieran que usarlos.
– ¿Los prototipos? -preguntó Jude.
– Tú eres uno de ellos -respondió Tizzie. Después de una pausa prosiguió-: Algo que no alcanzo a entender es por qué se interrumpió el régimen de inoculaciones. Según Skyler, les estuvieron inyectando durante un tiempo y luego dejaron de hacerlo.
– ¿Qué crees que pasó? -quiso saber Jude.
Conocía a Tizzie lo bastante como para estar seguro de que ella ya tendría preparada alguna posible explicación.
– Obtuvieron otro gran avance. Éste fue de inmensas proporciones. Se llama genoterapia y es una idea sumamente brillante. En vez de inyectar directamente la proteína o la enzima, lo que haces es darle el ADN que la encierra. Una vez metes el ADN en la célula, la maquinaria de producción de proteínas normales de la persona se ocupa del resto. El nuevo y el viejo ADN son leídos al mismo tiempo, y sus secuencias se convierten en proteínas.
Jude la observaba con admiración. Skyler bebía cada una de sus palabras.
– La genoterapia se utiliza en la actualidad para cierto número de dolencias, sobre todo para las enfermedades genéticas. Una de ellas es la fibrosis quística. A los niños que la padecen les falta una proteína imprescindible para el buen funcionamiento de los pulmones. Las compañías farmacéuticas utilizan ADN en aerosol para intentar que el gen necesario llegue a los pulmones de los enfermos de fibrosis.
»Ese tipo, Alfred, el que trabajaba conmigo en el laboratorio, prácticamente admitió que la habían utilizado. La ventaja de la genoterapia, si da el resultado que se busca, es que sólo se tiene que realizar una vez. La desventaja es que resulta difícil de controlar. Y si se descontrola, puede ocurrir cualquier cosa.
– ¿Por ejemplo?
– Puedes terminar con una proteína mutante. Normalmente, las células cometen errores al leer su ADN y convertirlo en proteína. El error suele descubrirse durante lo que se conoce como la fase de «lectura de pruebas» de la síntesis de la proteína. Pero probablemente los nuevos genes inoculados por medio de la genoterapia no pasaron por esa lectura de pruebas, así que sus mutaciones no fueron percibidas.
»¿Qué sucede a continuación? Hay varias posibilidades. Una de las cosas que puede ocurrir es que la variable mutante se pegue al extremo del cromosoma y se quede simplemente allí, sin reforzar el tope protector. Esto impediría a la telomerasa, digamos, «buena» cumplir su misión, que no es sino la de mantener largos los extremos. Así que nos enfrentamos a una paradoja: en vez de prolongar la vida manteniendo a raya la degeneración natural, el mutante acelera el acortamiento de los cromosomas, provocando la vejez prematura.
»Existe otra posibilidad que podría afectar a la descendencia. Digamos que la genoterapia produce un exceso de telomerasa en la línea germinal, en las células que se reproducen para crear una nueva vida. La enzima mutante parece conferir viscosidad a los extremos del ADN, haciendo que los cromosomas formen grumos. Durante la duplicación, los cromosomas deben separarse en dos células hijas. Si el mutante hace que los extremos sean viscosos, las células hijas pueden terminar con cromosomas de más o de menos.
– ¿Y sus descendientes serían anormales? -preguntó Jude.
– Bueno, quizá habría en ellos alguna anomalía,-respondió Tizzie, que no dejaba de asombrarse del poco tacto que tenía Jude a veces.
– Si tu teoría es cierta, ése fue el motivo de que dejaran de ponernos las inyecciones -dijo Skyler.
Tizzie y Jude lo miraron extrañados.
– ¿Por qué? -quiso saber Tizzie.
– Si consiguieron un gran avance por medio de la genoterapia, lo más probable es que quisieran poner a prueba cuanto antes su eficacia. ¿Por qué usar a personas jóvenes? Sería más lógico emplear niños. En ellos los resultados se pondrían de manifiesto con mayor rapidez, ya que el proceso de envejecimiento es más evidente y, por tanto, más conmensurable.
– Claro -dijo Jude-. Trasladaron el experimento a la guardería. Pero la cosa les salió mal y produjo esa enfermedad… ¿Cómo se llama?
– Progeria.
– Eso explicaría otra cosa más -continuó Skyler-. Si Raisin formaba parte del grupo experimental inicial, no cabe duda de que los del Laboratorio deseaban examinar sus órganos después de la muerte. Necesitaban enterarse de si algo andaba mal. Eso explica el robo de las muestras que estaban guardadas en la sala de autopsias de New Paltz.
– Sí -dijo Jude.
Recordó que Raymond había llegado a aquella misma conclusión. Y pensar en ello le trajo a la mente un asunto que podía tener relación con el caso.
– ¿Y qué me decís de los cadáveres que han estado apareciendo en Georgia y otros lugares? Como están mutilados y son imposibles de identificar, debemos partir de la base de que eran clones. Pero a ellos también les extrajeron las entrañas.
– Hay una explicación posible -dijo Tizzie-, pero es bastante macabra. Sólo a un monstruo se le ocurriría hacer una cosa así.
– Adelante -la animó Skyler.
– Tal vez los órganos les hagan falta para algo. Digamos que los prototipos de los clones recibieron el tratamiento original de rejuvenecimiento, que se sometieron a la genoterapia. Durante un tiempo, todo fue de maravilla. Habían puesto freno al envejecimiento y se sentían más jóvenes que nunca. Luego las cosas se torcieron y el proceso de envejecimiento se aceleró. Los del Laboratorio lo intentaron todo. Iniciaron un programa acelerado de investigaciones, experimentaron con monos, experimentaron con niños clones… Hicieron todo lo que se les ocurrió. Pero la gente a la que le habían vendido la promesa de la eterna juventud comenzó a perder la paciencia y a enfadarse, y ellos no podían darles ninguna solución. Una forma de tratar de detener el proceso, un último y desesperado recurso, sería una especie de trasplante masivo de órganos. Lo que se llama un trasplante en bloque. No es frecuente y las posibilidades de éxito son escasas, pero… si uno está lo bastante desesperado…
– Cristo -exclamó Jude-. ¿Lo que dices es realmente posible?
– Me temo que sí.
– Entonces, debemos encontrar a los demás -dijo Skyler-. Por eso se llevaron a los clones. Tenemos que rescatarlos antes de que los maten también a ellos.
Tizzie apagó el microscopio, volvió a ponerlo todo en su lugar y regresaron a su despacho.
– Hay un montón de cabos sueltos -dijo Jude-. Por ejemplo, esos tipos que forman parte del Grupo, como Tibbett y Eagleton. ¿Ellos también tienen clones?
– Sabe Dios -respondió Tizzie-. Sospecho que sí. Pero sus clones deben de ser demasiado jóvenes para servirles de ayuda. No puedes trasplantarle un órgano de un niño a un hombre de sesenta años y esperar que funcione.
– ¿Tú crees que…? -Jude se interrumpió y bajó la voz-. ¿Crees que tengo otro clon? ¿Más joven?
A Tizzie le pasmó que Jude pudiera pensar en sí mismo en unos momentos como aquellos, que no hubiera entendido el subtexto de su conversación en el laboratorio. Debería sentirse más preocupado por Skyler.
– Creo que, probablemente, lo tuviste. La duda es: ¿le aplicaron el tratamiento y enfermó de progeria? Si la respuesta es no, probablemente estará vivo en alguna parte; si la respuesta es sí, probablemente estará muerto.
Jude se quedó en silencio y se encaminó hacia el servicio de caballeros.
Detenido ante la puerta de la oficina de Tizzie, Skyler la miró a los ojos.
– O sea que, en resumidas cuentas, si simplemente me inocularon, quizá tenga alguna posibilidad. Si fue genoterapia, estoy listo.
A la joven le resultaba imposible articular palabra, así que se limitó a asentir con la cabeza.
El lunes, un día sorprendentemente agradable para mediados de julio, Tizzie se dirigió al trabajo cruzando el East Side. Sentía una débil esperanza. Quizá, de algún modo, las cosas terminaran saliendo bien. Quizá lograsen encontrar a los clones y avisar al «buen» FBI. Quizá la enfermedad de Skyler mejorase, como los accesos de malaria cuyas recaídas eran cada vez menos severas. Quizá descubriesen una vacuna que lograra salvar a su padre.
Frunció el entrecejo: demasiados quizá.
Decidió ir sin tardanza a visitar a su padre. Le resultaba difícil debido a la rapidez con que el hombre se estaba deteriorando, y además ella no sabía qué decir ni qué hacer cuando se encontraba en el lúgubre dormitorio del enfermo. Tizzie nunca había sentido tal incomodidad en presencia de su padre, y sabía a qué era debida: no podía perdonarle los secretos que habían salido a relucir durante los dos últimos meses. Sin embargo, siempre le quedaba el disimulo. Y, fuera como fuera, no podía permitir que transcurriesen dos semanas sin acudir a verlo. Ahora que su esposa había muerto, él necesitaba a su hija más que nunca.
La recepcionista la recibió cálidamente, y su secretaria le llevó una humeante taza de café y se la dejó sobre el escritorio, junto a un montón de correspondencia.
Cinco minutos más tarde, la secretaria asomó la cabeza por la puerta.
– Tienes una llamada importante -dijo.
La llamada era del hospital St. Barnaby, de Milwaukee. La mujer del otro extremo de la línea hablaba con el tipo de voz. compasivo y severo que se utiliza para dar las malas noticias.
– Señorita Tierney, la llamo porque su padre ha ingresado en nuestro hospital a primera hora de esta mañana. Su estado no es bueno y creo que, si le es posible, debería usted venir a verlo cuanto antes -dijo, e, innecesariamente, añadió-: No deja de preguntar por usted.
La secretaria entró con un horario de aviones mientras Tizzie anotaba la dirección. Al hacerlo sintió ganas de gritar. St. Barnaby. Habitación 14B. Pabellón Samuel Billington.
A Tizzie apenas le dio tiempo de llamar a Jude antes de salir para el aeropuerto. Él no quería que hiciera el viaje, por considerarlo demasiado peligroso, pero ella, que no quería llegar demasiado tarde, como le había ocurrido con su madre, no le hizo caso, aunque prometió tener cuidado.
En el hospital parecían estar esperándola. Entró, sosteniendo en una mano el papel en el que había anotado el número de la habitación y, antes de que abriera la boca, la recepcionista le dio una serie de complicadas indicaciones que implicaban un cambio de ascensores y un recorrido a través de atrios flanqueados por tiestos con palmeras. El pabellón Billington era suntuoso. Las puertas de los ascensores estaban cromadas y la estación de enfermeras era de mármol travertino. La habitación 14B se encontraba en un ángulo del pasillo, y resultó no ser un cuarto individual, sino una suite de tres habitaciones similar a la de un hotel. Una mujer vestida con un uniforme azul cielo le mostró el camino y la introdujo en una salita de estar con sillones tapizados en chintz.
Tizzie no se sentó. Dejó la chaqueta en uno de los sillones y abrió la puerta de la habitación contigua, que se hallaba en penumbra. La única luz era la que se colaba entre las hojas de la persiana cerrada. La cama estaba en el centro de la pared, y resultaba tan imponente que parecía ser el único mueble de la habitación. Se oía el rumor de los aparatos médicos, y también un débil susurro que Tizzie tardó unos momentos en identificar: la respiración de su padre.
No había nadie más allí: sólo él.
Tenía los ojos cerrados y los párpados le temblaban ligeramente. La cabeza estaba hundida en una gran almohada y la hendidura la hacía parecer pesada, como un pequeño y duro melón semienterrado entre blancos algodones. El hombre parecía frágil, incluso lastimoso… Aquélla era la palabra que no dejaba de acudir a la cabeza de la joven.
Arrimó una silla a la cama, se sentó y se quedó observándolo. Tal vez mirarlo fijamente durante tanto tiempo fue un error, pues los pensamientos de la joven comenzaron a vagar. Ahora que el momento había llegado, no sabía cuáles eran sus sentimientos. Aquel marchito manojo de carne y huesos no parecía su padre. ¿Lo era realmente? ¿Era posible que aquel hombre hubiera formado parte de aquel horrible plan, el mismo hombre que la acostaba por las noches y mantenía a raya a los monstruos contándole amorosamente cuentos hasta que se quedaba dormida? ¿No habría sido él, en realidad, el monstruo?
Algo le rozó la mano y respingó, sobresaltada. Era la mano de su padre. Tizzie la tomó en la suya y lo miró. Los acuosos ojos del enfermo la observaban. El hombre, que parecía estar lúcido, se humedeció los labios. Deseaba hablar.
¿Habría llegado el momento crucial? ¿El de las últimas palabras? Un tópico literario, el momento de la sinceridad total, de la absolución. Resultaba tan extraño estar allí, sosteniendo la mano de su padre, sintiendo tantas y tan contradictorias emociones, amándolo al tiempo que lo despreciaba por lo que había hecho. Se sentía ajena a toda la situación, a todo lo que estaba sucediendo. Y la asustó sentirse tan distanciada.
La entrecortada respiración del enfermo hacía que resultase difícil entenderlo. Tizzie le sirvió un vaso de agua y se lo ofreció con una pajita doblada de cristal al tiempo que lo ayudaba a incorporarse poniéndole una mano en la espalda. El hombre pesaba tan poco que fue como levantar la almohada.
Los labios se movieron. Tizzie se inclinó, pegó la oreja a su boca y notó el cálido aliento del enfermo cuando éste dijo:
– Lo sabes todo.
¿Fue una afirmación o una pregunta? Resultaba imposible saberlo.
– Sí -respondió la joven-. Lo sé todo, menos el porqué.
El hombre permaneció tanto tiempo en silencio que Tizzie no supo si había oído su respuesta.
Pero luego comenzó a hablar, al principio lentamente, y después, decidido ya a contarlo todo, con mayor premura.
– Lo hicimos por ti. Todo fue por ti. Queríamos hacerte un obsequio. Te habíamos dado la vida y deseábamos que disfrutases por más tiempo de ella. Todo iba a ser tan hermoso… perfecto. Ibais a ser los primeros que alcanzaran el eterno anhelo de la humanidad. Ibais a vivirlo, no sólo a desearlo ni a soñar con él.
La joven escuchó la descripción que su padre hizo de los primeros días del Laboratorio, intentando hacerla comprender lo emocionante que había sido encontrarse en el umbral de un gran descubrimiento científico, «hacer cosas que jamás se habían hecho». El hombre lo relató todo desde el principio, pero divagando y dando saltos que dejaban grandes huecos en la historia. Tizzie tuvo que ir reordenando mentalmente el relato mientras su padre hablaba.
Describió a Rincón y el hipnótico poder que poseía. Relató el primer gran descubrimiento que tuvo lugar en la cámara subterránea de Jerome: cómo separar las células en el blastómero, mantenerlas vivas y hacerlas crecer aisladas unas de otras. Las largas discusiones acerca de hacer lo mismo con la propia descendencia de los científicos, los inacabables debates nocturnos: qué era lo mejor, qué era permisible y qué no lo era, los dictados de la ciencia. El óvulo fertilizado parecía tan pequeño bajo el objetivo del microscopio, que resultaba increíble que de él pudiera surgir la vida. Y al fin decidieron crear lo que el enfermo llamaba «la reserva». Repitió el término tres veces antes de que la joven comprendiera. En ningún momento utilizó la palabra clon, aunque, ciertamente, tampoco mencionó la palabra hermana.
– Procurábamos no pensar en ellos. Estaban lejos, en aquella isla, y no los veíamos ni tampoco hablábamos de ellos. Sólo Henry… él fue el único que visitó la isla.
Contó que habían creado a los tres ordenanzas partiendo del embrión de un inadaptado social. Relató la ruptura con el padre de Jude, que se produjo debido a que el hombre sufría fuertes remordimientos que al fin se solidificaron el día en que Skyler fue «activado» como óvulo fertilizado. Y habló, lentamente y con tristeza, del accidente de coche en el que había muerto el padre de Jude, que en realidad no había sido un accidente. Por último, relató su propia ruptura, años más tarde, con el Laboratorio, que no había sido total -no eran estúpidos y habían aprendido de lo que le sucedió al padre de Jude-, y explicó lo difícil que resultaba enfrentarse a Rincón. Y todo fue por amor a Tizzie. No aprobaba el uso de las inoculaciones, pues éstas se encontraban en una etapa experimental y resultaban demasiado arriesgadas para que su hija se sometiera a ellas.
– Y tuve razón -jadeó el hombre con un desmedido orgullo que a Tizzie le pareció extemporáneo.
El enfermo siguió hablando, y relató cómo -diez años antes de lo de Dolly- habían descubierto el modo de clonar a un adulto, y cómo esto hizo que el dinero acudiera a raudales en cuanto se les hizo a los «potentados», como él les llamó, la oferta de una extensión del tiempo de vida. Para entonces, él ya había dejado el Laboratorio y se encontraba trabajando tranquilamente en Milwaukee. Su único contacto con el grupo era a través de tío Henry, que pasaba por allí de cuando en cuando para tenerlo controlado y cerciorarse de que no los delataba a las autoridades.
El hombre comenzó a hablar con voz cada vez más queda. Ella trató de que siguiera hablando.
– ¿Dónde están ahora? ¿Qué ha sido del Laboratorio?
Él frunció el entrecejo y movió la cabeza; pero… ¿decía que sí o que no?
Le preguntó por Rincón.
– ¿Dónde está Rincón?
Él trató de hablar, pero sufrió un súbito acceso de tos. Abrió mucho los ojos alarmado. Cuando la tos remitió, el hombre cerró los ojos y ya no volvió a abrirlos. Cayó en un profundo sueño y más tarde entró en coma. Al cabo de tres horas, murió, más o menos pacíficamente.
Caminando por el pasillo, Tizzie estaba tan aturdida que ni siquiera sabía cuáles eran sus sentimientos. Llevaba semanas -meses, en realidad- esperando que su padre muriese y, cuando llegaba el momento, sentía emociones tan distintas y encontradas que unas y otras se anulaban, dejándola a ella sin otro sentimiento más que el agotamiento.
Cerca ya de los ascensores, pasó ante una gran sala de reconocimiento cuya puerta estaba abierta. Algo que vio por el rabillo del ojo la impulsó a mirar mejor, y lo que descubrió la hizo detenerse en seco. Una mujer corpulenta estaba imperiosamente sentada en una mesa de reconocimiento, vestida con un camisón de hospital, y un médico y varias enfermeras se afanaban en torno a ella. La luz que brillaba detrás de la mujer hacía que su pelo refulgiese como un halo.
Tizzie se estremeció debido a lo impresionante que resultaba la imagen. El grupo parecía una pintura del Renacimiento. La adoración de los Magos, o los frescos de Giotto en la iglesia de San Francisco, en Asís. Las enfermeras atendían la mujer con las cabezas bajas, en actitud casi reverente, mientras el médico mantenía el estetoscopio pegado al vientre de la paciente.
De pronto Tizzie reparó en algo. La mujer era bastante mayor. Probablemente, pasaba de los sesenta. Su cuerpo era voluminoso y su rostro, enérgico, de facciones alargadas y boca extrañamente fina y sensible. Pero lo más llamativo de todo eran sus ojos, que brillaban como dos brasas adheridas a un bloque de arcilla. La mujer notó la mirada de Tizzie y taladró a ésta con la suya.
Tan absorta se encontraba Tizzie, que casi le pasó inadvertido lo más extraño de todo: la mujer tenía una gran tripa de piel enormemente estirada que el médico le estaba examinando. ¡Dios mío! Estaba embarazada, aunque debía de sobrepasar por lo menos veinticinco años la edad límite para alumbrar.
El médico se volvió, vio a Tizzie y frunció el entrecejo. El nombre que llevaba en su placa de identificación era Gilmore. Luego la puerta se cerró. Tizzie permaneció unos momentos inmóvil, viendo aún el brillo de aquellos ojos que eran como brasas. Después movió la cabeza, salió del hospital y se dirigió directamente al aeropuerto. En esta ocasión no se quedaría para el entierro. No deseaba ver a tío Henry.
Tizzie se encontró con Jude en la cafetería cercana al hotel Chelsea, concurrida por la habitual clientela matutina: viejos sin afeitar con tazas de café delante y músicos de rock duro, con las cabezas rapadas, que trataban de reponerse de sus resacas. Parejas de todo tipo y de todas las configuraciones sexuales permanecían sentadas a las mesas.
Jude y Tizzie aguardaron a Skyler sentados a una mesa de un rincón. Ella ya había contado todo lo que su padre le había dicho antes de morir, y ahora ambos permanecían en incómodo silencio.
– Bueno, ¿y ahora qué hacemos? -preguntó Jude.
– No sé qué decirte. No se me ocurre nada. ¿Volvemos al juez de New Paltz?
– No creo que pueda sernos de mucha ayuda. Además, Raymond dijo que estaba enfermo.
– Quizá hable con nosotros y nos cuente algo.
– ¿Te refieres a una confesión en el lecho de muerte? No me parece demasiado probable.
Tizzie se preguntó si aquel comentario era una alusión a su padre. Decidió que no lo era. Le había contado a Jude lo que su padre le había revelado: que la muerte del padre de Jude no fue un accidente. La noticia le había dejado muy trastornado.
– ¿Qué me dices del otro tipo del FBI? ¿Cómo se llama?
– Ed no sé cuántos. Ed Brantley, creo.
– Podrías llamarlo.
– Sería un tiro a ciegas. Sabe Dios de qué lado está.
– Ya, pero tú confiabas en Raymond, y Raymond confiaba en él.
– Y Raymond está muerto.
– Es verdad, tienes razón. -Tizzie bebió un sorbo de café y dijo-. Jude, tenemos que hacer algo. No podemos quedarnos de brazos cruzados.
Jude fue a contestar, pero en aquel momento un joven se sentó a una mesa que estaba lo bastante próxima como para oírlos. Llevaba una cazadora de cuero negro, pantalones ajustados y guantes de cuero negro con los dedos recortados. Lucía todo tipo de anillos y collares de plata; tenía el negro cabello enmarañado y su oreja izquierda tenía el borde cubierto de imperdibles y pendientes de plata. Al sentarse, todo él tintineó.
Jude se dijo que el joven no tenía aspecto de agente federal. Pero nunca se sabe. La muerte de Raymond había hecho que todos sus temores resucitaran.
Por el rabillo del ojo, Jude vio una figura familiar a través de la ventana. Era Skyler. Viéndolo aparecer así, caminando por la acera, Jude pudo hacer una rápida y casi objetiva evaluación de su sosia. Los andares eran muy parecidos a los suyos: paso desenvuelto, cabeza erguida. Lo que más lo impresionó fue advertir que Skyler se sentía ya a sus anchas en las calles de la ciudad, lo rápidamente que se había adaptado a aquel nuevo mundo. Jude se preguntó si él, en su lugar, lo habría hecho igual de bien.
Al divisar a Skyler, Tizzie lo escrutó con gran atención. Últimamente, cada vez que se encontraba con él, lo examinaba con detenimiento, tratando de discernir si parecía más viejo en algún sentido. No pudo saber si era así.
Skyler entró en el local, los vio, los saludó con la mano y fue a sentarse con ellos. Llevaba un ejemplar del Mirror y sonreía satisfecho.
– He encontrado algo -anunció.
– ¿El qué? -preguntó Tizzie.
– Primero, lo primero.
Pidió una taza de café, y cuando se la sirvieron, le dio un largo trago.
– Comprendo la afición que le tenéis a este mejunje. En la isla nos lo tenían prohibido.
– Muy bien, tipo listo -dijo Jude-. ¿De qué se trata?
– ¿Has visto tu periódico?
– No, y me revienta que la gente lo llame «mi periódico». ¿Cuál es la gran noticia?
– Página sesenta y cuatro.
Skyler le tendió el diario. El titular de primera página hacía referencia a un sex shop que había abierto a dos manzanas de la Mansión Gracie, y rezaba: El alcalde caliente contra la PORNOGRAFÍA.
Buscó la página 64 y no tardó en encontrar la gacetilla en una columna dedicada al chismorreo.
Reunión de genios
Nueva York.- Los Jóvenes Dirigentes en pro de la Ciencia y la Tecnología en el Nuevo Milenio anunciaron ayer que iban a celebrar el primer congreso de su historia. El grupo, formado por los mejores pesos pesados del mundo del intelecto, celebrará su reunión en el DeSoto Hilton de Savannah, Georgia, el próximo martes. Si había pensado usted tomarse allí sus vacaciones y su coeficiente intelectual es de menos de 150, tal vez deba pensarlo mejor.
– Mierda -exclamó Jude.
El joven sentado en las proximidades alzó la vista y los miró sorprendido por la imprecación.
– Han convocado una reunión y utilizan el periódico de Tibbett para anunciarla.
– Vayamos a tu habitación -dijo Tizzie.
Mientras pasaban entre las mesas, el joven agarró a Jude por el brazo.y lo miró con nublados ojos.
– Oye, tío, los dos sois igualitos -dijo, arrastrando ligeramente las palabras-. ¿Pertenecéis a algún grupo de rock?
– Sí -respondió Jude.
– ¿Cómo se llama?
– Xerox.
En la habitación de Jude, en el cuarto piso del hotel Chelsea, Tizzie y Skyler permanecían sentados en la cama, mientras Jude, ante el escritorio, tecleaba en el ordenador portátil. A través del espejo de la pared, por encima de su cabeza, podía ver a sus compañeros, las partes inferiores de sus cuerpos decapitados, sentados en el borde de la cama. Tecleó su contraseña y se conectó con Nexis. En la pantalla apareció la página de búsqueda.
Probó en primer lugar con los nombres «Savannah» y «Jóvenes Dirigentes». Nada. El Grupo no se había reunido allí con anterioridad o, si lo había hecho, la noticia no apareció en los periódicos. De todas maneras, en la gacetilla del Mirror se decía que era su primer congreso.
Durante veinte minutos, introdujo sin éxito distintas combinaciones.
– Bueno, ¿cuál es el problema? -preguntó Skyler-. Sabemos dónde estarán el martes. No tenemos más que ir allí.
– Desde luego -dijo Jude-. Pero… ¿y luego qué? Lo que buscamos es su cuartel general, el nido de víboras completo. Intentamos encontrar una colonia de clones, y no daremos con ella en el Hilton.
– Y tú crees que está en algún lugar próximo a Savannah. Los podemos seguir.
– Sí, pero ¿a quién seguimos? Nosotros somos tres, y ellos dos docenas. Llegarán de todos los rincones del país. No podremos vigilarlos a todos. Además ellos saben cuál es nuestro aspecto, recuerda al juez. Así que no podemos permitir que nos vean. Debemos espiarlos sin que adviertan nuestra presencia.
Jude volvió al ordenador. Durante media hora, probó con otras combinaciones de palabras, pero el resultado siempre fue el mismo: cero documentos encontrados.
Masculló una maldición y se volvió hacia sus compañeros. En los ojos de Tizzie advirtió que se le acababa de ocurrir algo.
– Tengo una idea -dijo-. Prueba con «Savannah» y «Samuel Billington».
Jude supo que era una buena idea aun antes de pulsar las teclas, y lanzó una exclamación de alegría cuando vio aparecer el documento. Era un breve artículo procedente del Atlanta Journal and Constitution, del 12 de septiembre de 1992. Se trataba de una nota acerca de la venta de una vieja base militar situada a cien kilómetros de Savannah. Un congresista de Georgia, P. J. Clarkson, había conseguido que se aprobase una ley especial que autorizaba que la base, abandonada hacía años, pasase a manos de un particular. El comprador fue Samuel T. Billington.
– Clarkson es el tipo al que reconociste en la sala del Congreso -dijo Jude-. Forma parte del grupo. Y, una vez más, Billington pone el dinero. Él entregó la propiedad al Laboratorio.
– Todo encaja -dijo Tizzie-. Hemos encontrado el nido de víboras del que hablabas.
La alegría de Jude se vio mitigada en cierto modo por algo que vio a través del espejo. Cuando alzó la vista hacia los cuerpos sin cabeza, advirtió que Tizzie tenía la mano sobre la rodilla de Skyler. Aunque no exactamente sobre la rodilla, sino más bien sobre el muslo.
En realidad, se dijo Jude, la mano reposaba probablemente sobre el punto en el que se hallaba la marca de géminis de Skyler.