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CAPÍTULO 30

Tizzie alquiló un coche en el aeropuerto de Savannah y los tres se dirigieron hacia las afueras de la ciudad, pasando ante una serie de bases militares. Tomaron por Ogeechee Road y cruzaron los pantanos que bordeaban el Aeródromo Militar Hunter. Treinta kilómetros más adelante, se desviaron por la Ruta 144 y dejaron atrás el aeródromo. Al llegar a la Ruta 119, giraron a la derecha, en dirección a Fort Stewart.

«Posibilidad de carreteras cerradas», advertía el mapa, y el aviso era exacto. En un par de puntos sendas barricadas impedían el paso. Se dirigían hacia la base anexa que, en los tiempos en que Jude estaba en el Ejército, recibía el nombre de Stewart II, una zona secreta que, durante años, no apareció en ningún documento asequible al público general. Sin embargo, puesto que la base había sido abandonada y había pasado a manos privadas, sus planos podían conseguirse a través del Cuerpo de Ingenieros Militares. A primera hora de aquella mañana, Jude había obtenido un juego de planos del grosor de la guía telefónica de una pequeña población. Ahora sentado en el coche, le indicaba a Tizzie la ruta.

Tuvieron que seguir otros treinta kilómetros en dirección norte, hasta la 280 y luego enfilaron en dirección oeste, atravesando las pequeñas poblaciones de Pembroke, Groveland y Daisy, para tomar al fin en dirección sur, hacia Midway. Estaban entrando en la región militar por la puerta trasera.

– Tuerce aquí -dijo Jude.

No había señales, pero el agudo ángulo del desvío era una indicación, lo mismo que el asfalto ligeramente elevado, lo cual sugería una sólida construcción y un adecuado sistema de drenaje: aquella carretera estaba pensada para soportar los grandes pesos de los transportes militares y era recta como el cañón de un fusil. Tras recorrer dos kilómetros y medio, llegaron a un bosque de pinos. Un camino de tierra se desviaba a la izquierda y desaparecía entre los árboles. Se metieron por él, escondieron el coche y caminaron entre los pinos hasta llegar a un campo cubierto por hierba de más de un palmo de altura.

En el centro se hallaba la base militar. El perímetro estaba protegido por una cerca metálica con alambre de espinos en la parte superior, por lo que apenas podían ver los edificios.

– Y ahora ¿qué? -preguntó Tizzie-. Si disponen de algún sistema de seguridad, por ínfimo que sea, no podremos llegar ni siquiera hasta la cerca.

Jude lanzó un gruñido, sacó unos prismáticos y miró por ellos moviéndolos lentamente de izquierda a derecha y de arriba abajo.

– Por lo poco que veo, no parece que exista mucha actividad -comentó-. Junto a la entrada principal hay una garita de vigilancia, pero no alcanzo a ver si hay alguien dentro.

Enfocó los prismáticos en los agudos dientes del alambre de espinos.

– La cerca parece fuerte. Y no tiene aberturas.

– ¿Hay luces? -preguntó Skyler.

– No estoy seguro. No se ven farolas de alumbrado. Pero podría haber focos en el suelo. Y, si vamos a eso, quizá la cerca esté conectada a una alarma. En los planos vi un centro de seguridad, y había una nota acerca de los sistemas de alarma.

– Estupendo -comentó Tizzie-. ¿Alguna idea?

– En los planos aparecía una entrada trasera. Y, si no recuerdo mal, había un panel de controles a cosa de siete metros de la cerca. Eso está en el otro extremo del campo, así que es imposible verlo desde aquí. Si logramos introducir a una persona en el perímetro, podría abrirnos la puerta.

– Meter a una persona es tan difícil como meter a tres -dijo ella.

– Lo sé. Ya se nos ocurrirá algo. Sólo necesitamos algo de tiempo.

– No disponemos de tiempo. Hoy es lunes. Mañana el Laboratorio se reúne en Savannah. Sin duda, sus miembros vendrán aquí. Y una vez se encuentren en el interior del cercado, podrán hacer lo que les plazca. No podremos impedírselo.

– ¿Por qué no me dices algo que yo no sepa?

Aquel comentario era propio de Raymond. Lo echaba de menos, sobre todo en esos momentos en los que no les habría venido nada mal disponer de un aliado del FBI.

– Volvamos a Savannah -dijo Jude-. Allí podremos inspeccionar los planos y echarle un vistazo a ese hotel.

Apenas hubieron regresado al bosque, oyeron el motor de un automóvil en el camino. Echaron a correr y, tras la corta carrera, se tumbaron sobre el suelo y miraron. El coche, un Ford Taurus, avanzaba lentamente y se detuvo frente a la puerta principal. Un hombre salió de la garita, se inclinó sobre la ventanilla del conductor y dijo algo. Luego retrocedió un paso, la portezuela del coche se abrió y un hombre se apeó. Los dos fueron hasta la parte posterior del vehículo y el conductor abrió el maletero para que el otro lo inspeccionase. El guarda alargó la mano y tocó algo.

Tizzie tiró de la manga de Jude.

– Pásame los prismáticos -dijo-. Aprisa.

Se los quitó de la mano y los alzó en el momento en que el conductor volvía junto a la portezuela.

– Enséñame la cara -murmuró-. Enséñame la cara, maldita sea.

El guarda abrió la puerta y el hombre hizo intención de regresar al interior del vehículo. La suerte quiso que se quedara unos momentos apoyado en la portezuela, hablando un poco más con el guarda.

Cuando salieron del bosque, y mientras avanzaban por el camino de tierra, Tizzie explicó por qué se había puesto tan nerviosa.

– Lo he reconocido. Es el médico que estaba examinando a la vieja preñada del hospital. Su apellido es Gilmore -dijo colocándose entre Jude y Skyler y tomando a uno y a otro del brazo-. Y yo que creía que ya nada podía extrañarme…

Pasaron la noche en el Planters Inn de Savannah. A la mañana siguiente, tras un desayuno de huevos con beicon, Tizzie se fue en busca de una tienda de suministros médicos, mientras Jude y Skyler vigilaban el DeSoto, un edificio de catorce pisos que se alzaba en la calle Liberty. No se atrevían a entrar en el vestíbulo y se apostaron por turnos en distintos puntos de la acera de enfrente.

Skyler estaba en una cafetería, bebiendo café tras café y sin quitar ojo a la fachada del hotel cuando vio que un coche se detenía en la rampa circular de acceso del DeSoto. Del vehículo se apeó el juez, a quien Skyler reconoció inmediatamente, ya que no era sino una versión envejecida de Raisin. El hombre le pareció sorprendentemente frágil cuando traspuso con paso inseguro la puerta principal. Skyler se dirigió a un teléfono público y llamó al móvil de Jude, quien se encontraba a tres manzanas de distancia y regresó a toda prisa. No alcanzó a ver al juez, pero llegó a tiempo de contemplar un desfile de otros recién llegados.

La verdad es que ya no parecen jóvenes dirigentes, se dijo Jude, mientras los coches y los taxis se detenían ante la entrada y de ellos se apeaba una sucesión de hombres y mujeres aparentemente de mediana edad, aunque vestían atavíos juveniles.

Tizzie regresó en el coche y lo estacionó frente al hotel. Los dos hombres montaron en el vehículo y Jude, tras ponerse unas gafas oscuras, se acomodó en el asiento del acompañante, mientras Skyler lo hacía en la parte de atrás. Ver al doble de Raisin había sumido al joven en el silencio. Cogió los planos de la base, localizó el edificio que buscaba, el hospital, y lo estudió detenidamente. Sólo con que uno de ellos lograra entrar en el perímetro cercado podrían…

Una limusina negra con los cristales teñidos avanzaba majestuosa por la calle, se detuvo por un segundo y después se metió rápidamente por la rampa circular de acceso. Del impresionante vehículo salió un grupo de personas. Luego el coche siguió calle abajo y se desvió rápidamente hacia un garaje situado a la vuelta de la esquina. Tizzie se apeó del coche, cruzó a toda prisa la calle y desapareció en el interior del hotel. Minutos más tarde regresó mostrando a escondidas los pulgares vueltos hacia arriba.

– Ya está -dijo una vez montó en el vehículo-. La mujer se aloja en la suite presidencial. ¿Tenía razón en lo que os dije o no?

– Muy bien -respondió Jude-. Pero sigo sin entenderlo. ¿Por qué demonios está una sexagenaria a punto de dar a luz? ¿Qué significado tiene eso, aparte de que esa mujer podría figurar en el Libro Guinness de los récords'? ¿Y qué relación puede tener con el Laboratorio?

– Sabe Dios. Pero algo me dice que si somos pacientes, no tardaremos en averiguarlo. Préstame tu móvil Jude. Skyler, ¿aparece en esos papeles el teléfono de la base?

Permanecieron en el coche una hora y media. Cuando ya los temas de conversación se habían agotado y la atención de los tres comenzaba a flaquear, la limusina reapareció doblando la esquina. Tizzie se sintió tan sorprendida que tardó unos segundos en salir de su abstracción y tender la mano hacia la llave de encendido. Después comenzó a seguir al vehículo dejando un par de coches de por medio.

– Esa mujer debe de haber salido por una puerta trasera -dijo-. Espero que vaya ahí dentro.

Siguieron a la limusina a respetuosa distancia, y cuando el vehículo tomó la ruta que ellos habían seguido el día anterior, avanzando con rapidez y seguridad, como si el conductor se supiera bien el camino, la confianza de los tres aumentó, pues tenían la razonable certeza de saber adonde se dirigía el coche y a quién transportaba.

La duda era si serían capaces de acceder al interior del perímetro cercado.

La limusina se metió por la carretera de la base y ellos aguardaron hasta que el vehículo se perdió de vista. Diez minutos más tarde, se metieron por el desvío y enfilaron el camino de tierra para detenerse entre los árboles. Tizzie abrió un paquete y se puso la bata blanca de laboratorio que acababa de comprar. Sacó su placa identificadora de la Universidad Estatal de Nueva York y se la colgó del cuello. Jude y Skyler la abrazaron.

– Buena suerte -dijo Jude-. No estoy seguro de que estemos haciendo lo más adecuado.

– Es nuestra única posibilidad. Tengo la bata y la placa de identificación. Si logro convencerlos de que soy la ayudante de Gilmore y me franquean la entrada, podremos seguir el plan de Skyler. ¿Qué otra posibilidad nos queda?

Los dos hombres dieron media vuelta y desaparecieron entre los árboles mientras ella se alejaba en el coche. Jude y Skyler se apostaron en el mismo lugar que el día anterior y observaron cómo el coche se detenía frente a la puerta de acceso. Un guarda se adelantó para hablar con Tizzie y consultó una tablilla.

– Mierda -masculló Jude-. Esperemos que Gilmore tenga, efectivamente, una ayudante, porque de lo contrario Tizzie tendrá que salir por pies.

El guarda examinó la placa identificadora de la joven, volvió a mirar la lista e hizo una marca a bolígrafo en ella.

Les pareció que Tizzie y el guarda hablaban durante un tiempo exageradamente largo; pero al fin la joven se apeó y abrió el maletero. Mientras el guarda lo inspeccionaba, Jude miró por los prismáticos y vio que Tizzie, que tenía las manos a la espalda, volvía a mostrarles los pulgares hacia arriba. Instantes más tarde, la joven estaba de nuevo en el interior del vehículo, la puerta principal se abrió, y el coche desapareció en el interior del perímetro cercado.

– Debemos colocarnos en posición -dijo Skyler-. Tal vez Tizzie logre acceder al panel de controles y nos abra.

Aunque no le dijo nada a Jude, Skyler volvía a sentirse indispuesto. El malestar lo había asaltado súbitamente, comenzando con una sensación de flojera en las piernas. Sabía cuáles serían los siguientes síntomas: pesadez en todos los miembros, sensación de debilidad y un horrible dolor en el pecho que podría terminar en un desmayo.

Rezó porque las fuerzas le duraran lo suficiente para hacer lo que debía hacer.

Rodearon el campo sin salir de los límites del bosque. A Skyler, que iba detrás de Jude, le costaba caminar al paso de su compañero. Le daba la sensación de estar avanzando con agua hasta las rodillas y tuvo que detenerse un par de veces para tomar aliento. Jude, que caminaba delante y no se había dado cuenta de que su compañero se estaba rezagando, volvió la cabeza y se detuvo para esperarlo.

– Vamos -dijo-. Debemos apresurarnos.

Cuando al fin llegaron a la parte posterior de la base, se tumbaron en el suelo y Jude procedió a examinar el terreno con ayuda de los prismáticos. Skyler respiraba entrecortadamente. Jude, sin dejar de mirar por el aparato, le dio un ligero codazo.

– Por ahí hay una zanja de drenaje -dijo señalando hacia un punto situado unos veinte metros-. Parece que va derecha hasta la cerca, no lejos de la entrada posterior. Podemos meternos y avanzar por ella. Así dispondremos de una cierta protección.

Se puso de nuevo en pie y echó a andar por el bosque. A Skyler le resultó difícil levantarse, y para lograrlo tuvo que apoyarse en el suelo con los brazos.

Jude se colocó detrás de un arbusto, bajó la cabeza y echó a correr agachado por el campo hasta que se metió en la zanja. No desapareció del todo -Skyler aún podía ver su espalda y su coronilla-, pero resultaba más difícil distinguirlo. Si tienen vigilantes, nos descubrirán, se dijo Skyler, mientras Jude le hacía frenéticas señas para que se acercase.

Correr constituía un enorme esfuerzo. Skyler se sentía débil y vulnerable, y cuando llegó a la zanja y se arrojó al fondo lo único que deseó fue quedarse allí. Pero Jude ya estaba arrastrándose boca abajo entre los arbustos de ambos lados, que lo ocultaban parcialmente. Skyler notó que le subía la adrenalina y siguió a su compañero, arrastrándose dolorosamente sobre rodillas y codos. Era como encaramarse a pulso por un barranco.

Para cuando llegó junto a los pies de Jude y alzó la vista, vio que la cerca coronada de alambre de espinos se alzaba a poca distancia. Skyler estaba exhausto.

– Quédate aquí -susurró Jude-. Voy a probar suerte con la puerta.

Salió de la zanja y avanzó pegado a la cerca hasta llegar a la puerta, que era de hierro forjado y tenía un tirador metálico. Empezó a tirar de él sin éxito. Skyler lo veía mascullar imprecaciones mientras seguía esforzándose denodadamente en abrir por la fuerza. No consiguió nada, pues la puerta estaba sólidamente cerrada. Tras dirigirle una mirada de impotencia, Jude volvió corriendo a la zanja.

– Estamos jodidos -dijo.

A Skyler se le cayó el alma a los pies, pero sabía que existía otra posibilidad.

– Quizá no.

Señaló al frente, hacia un punto en el que la zanja descendía ligeramente para luego desaparecer en un conducto subterráneo situado al pie de la cerca. La abertura era de menos de medio metro de diámetro y se perdía en la oscuridad. Pero tal vez sirviera para sus propósitos.

– Esto no me gusta nada -dijo Jude-. Tú primero.

Skyler obedeció. Apenas hubo avanzado unos palmos, una reja metálica le bloqueó el camino. Agarró los barrotes y tiró. La reja se estremeció ligeramente sin moverse de su lugar. El joven se quitó el cinturón y sujetó su extremo a uno de los barrotes laterales. Retrocedió y tiró con fuerza, ayudado por Jude, hasta que la reja se soltó. La sacaron del conducto y Skyler se metió de nuevo por él.

Avanzó reptando hasta que el cilindro de hormigón lo rodeó por todas partes. Intentó alzar la cabeza para quedar mirando hacia adelante, pero no había sitio, y se dio repetidos golpes en la coronilla. Alargó ambas manos hacia adelante, más que nada como protección, y siguió reptando centímetro a centímetro. Notó algo frío y viscoso que le empapaba las ropas primero en los codos y luego en el pecho, el estómago y los muslos. Aguas negras. Si el nivel sube quince o veinte centímetros estoy listo, se dijo. No podré respirar.

Se detuvo un minuto para controlar el creciente pánico que sentía. A su espalda oía a Jude gruñendo y resoplando. Con su compañero detrás, Skyler se sentía aún más atrapado.

Y entonces se produjo el sonido, agudo, dolorosamente alto. Era un timbre, pero en el angosto túnel más parecía una sirena. A Skyler se le aceleró el corazón. El sonido se extinguió con débil eco. Después comenzó de nuevo, tan ruidoso como antes, de nuevo se interrumpió y de nuevo volvió a sonar.

Jude lanzó una imprecación.

– ¡Maldita sea!

Skyler lo oyó debatirse con brazos y pies en medio de un leve chapoteo.

– Cochino teléfono.

Jude, que había sacado su móvil, se lo pegó a la oreja. Era Tizzie.

– Ya sé que la puerta está cerrada -susurró el hombre-. Estamos bajo tierra, maldita sea. ¿Para qué demonios llamas? El ruido del timbre es ensordecedor.

Jude quedó unos momentos en silencio y luego volvió a hablar:

– De acuerdo. Y, por el amor de Dios, no vuelvas a llamar.

Desconectó el aparato y le susurró a Skyler:

– Tizzie cree saber dónde termina este conducto. En el interior del cercado hay una de tapa de registro. Espero que vayamos hacia ella.

– ¿Tizzie está bien?

– Eso parecía.

Skyler siguió avanzando entre las sombras. Si se detenía, no sería capaz de reunir ánimos para comenzar de nuevo. Avanzaba centímetro a centímetro, y cada uno resultaba más penoso que el anterior. Al cabo de diez minutos, sus manos tocaron un gran charco de agua. Siguió adelante y entró en un espacio distinto que le permitía alzar la cabeza. Vio finos rayos de luz grisácea que llegaban desde arriba. El conducto terminaba en un cilindro vertical de unos noventa centímetros de ancho por metro veinte de alto. Se metió en él y quedó casi en cuclillas. El agua le cubría los pies. Más arriba había una gruesa tapa de registro.

Fuera como fuera, se dijo, habían llegado al final. O lograban levantar la tapa y salir o probablemente morirían allí mismo. No había retirada posible, pues el cilindro era demasiado angosto para girarse y regresar al conducto.

Por el extremo del pequeño túnel asomó primero la cabeza de Jude y después sus hombros. Entre gruñidos, logró salir del todo y quedó en cuclillas junto a Skyler. Estaban prácticamente embutidos en el interior del tubo de hormigón.

– Estoy aquí.

La voz no fue más que un lejano e incorpóreo susurro. Procedía de arriba. Tizzie.

Skyler se sacó el cinturón e insertó un extremo por un orificio de la tapa de registro.

– Mete la punta por el otro agujero. Luego, cuando diga tres, tira del cinturón con todas tus fuerzas -ordenó.

La punta del cinturón reapareció. Sin perder un momento, Skyler cerró la hebilla, dio un tirón y luego Jude y él enderezaron las piernas hasta que notaron el metal de la tapa contra la parte superior de sus espaldas.

– Una… dos… ¡Tres! -contó Skyler.

Empujaron con todas sus fuerzas enderezando las espaldas para que fueran las piernas las que soportaran todo el peso. Arriba, Tizzie agarró el cinturón con ambas manos y, a horcajadas sobre la tapa de registro, tiró de él con los brazos extendidos.

La tapa se alzó. Se movió. Quedó suspendida unos centímetros por encima del orificio, mientras los tres se esforzaban en mantenerla en aquella posición. Luego Tizzie saltó a un lado y tiró del cinturón con todas sus fuerzas. Poco a poco, la tapa se deslizó rozando ruidosamente contra el suelo. La joven hizo una pausa, tiró de nuevo y la tapa quedó lo bastante desplazada para permitir el paso un hombre.

Ambos agradecieron estar de nuevo al aire libre, al tiempo que miraban a su alrededor. No se veía a nadie. Se encontraban entre dos maltratados edificios rectangulares cuya pintura gris se estaba cuarteando. Parecían barracones para la tropa, o quizá oficinas.

– Vamos. Por aquí -dijo Tizzie guiándolos hacia una esquina.

Tras doblarla, se encontraron ante una puerta gris con un letrero que anunciaba: Servicios generales.

Entraron. En la habitación había cuatro escritorios y las ventanas estaban cubiertas por persianas venecianas. Se veían también varios archivadores, algunos de ellos con los cajones abiertos y vacíos, unas cuantas lámparas y varias sillas de madera.

– Encontré sin dificultad el panel de control de la puerta -explicó Tizzie entrecortadamente-; pero cuando lo abrí lo encontré vacío. No había más que cables sueltos. Vine hasta aquí, vi el teléfono y os llamé.

– Eso ya lo sabemos -dijo Jude.

– Disculpa. Pero no te preocupes. Nadie se ha enterado. No hay centralita. En realidad, casi no hay nada de nada. Este lugar es de lo más extraño. Está casi desierto, las cosas se caen a pedazos, y hay un puñado de personas yendo de un lado a otro como si estuvieran perdidas. Nadie me detuvo. Y nadie me dirigió siquiera la palabra. Resulta irreal. Mientras caminaba por el recinto, tuve una sensación de lo más extraña. Me pareció que así debían de sentirse los que se encontraban en el interior de una ciudad sitiada, de una de esas ciudades amuralladas de la Edad Media. Sólo que aquí no hay ningún asedio.

– Al menos, que nosotros sepamos -respondió Jude.

Skyler se derrumbó en una silla.

– Tienes mala cara -dijo Tizzie.

Él se encogió de hombros.

– No te preocupes por mí. Estoy bien.

Tizzie miró a Jude.

– Bueno, y ahora ¿qué? ¿Cuál es el plan?

– Busquemos los archivos.

Tizzie lo miró exasperada.

– ¿Y se puede saber dónde vamos a buscarlos?

– Estos tipos son científicos, ¿no? Metódicos, ordenados. Los archivos son muy importantes para ellos. Estuvimos en su último cuartel general y allí los guardaban en el sótano de la casa grande. Lo más probable es que aquí hagan lo mismo. Propongo que vayamos al edificio principal y busquemos en él.

Todos estuvieron de acuerdo en que la deducción era lógica. Tizzie insistió en ir delante. A fin de cuentas, dijo, ella conocía más o menos la base, ya que había estacionado el coche cerca de la entrada principal y había cruzado los terrenos. Y, además, llevaba la bata de laboratorio, que era una especie de camuflaje protector. A fin de cuentas, la bata y una buena dosis de desfachatez era lo único que había necesitado para entrar en la base. Jude y Skyler podían seguirla, lo más discretamente posible. Ella los avisaría cuando no hubiera moros en la costa.

La idea no terminó de gustarle a Jude, pero antes de que pudiera airear sus objeciones, Tizzie ya había salido por la puerta. Los dos hombres la observaron por la ventana de la oficina, caminando sobre el asfalto con paso firme, como si tuviera pleno derecho a encontrarse allí.

Si alguien puede lograrlo, ese alguien es Tizzie, pensó Jude con admiración. Es una simple cuestión de actitud.

Se disponía a abrir la puerta cuando notó la mano de Skyler en el hombro.

– Atiende. Ve tras ella. A ver si podéis encontrar los archivos. Yo no puedo ir con vosotros. Tengo algo que hacer.

Jude sabía a qué se refería Skyler. Lo había visto examinar los planos, aprenderse de memoria la disposición de los barracones y del hospital. Jude sabía además que no tenía ni la más remota posibilidad de disuadir a su compañero.

– De acuerdo.

Entonces hicieron algo que a ambos los dejó sorprendidos: se abrazaron estrechamente. Después se separaron, se miraron a los ojos y se desearon suerte. Skyler giró sobre sí mismo, salió por la puerta y desapareció tras el edificio del otro lado de la calle. Instantes más tarde, Jude también salió y corrió en pos de Tizzie.

Dobló una esquina y la vio andando calle abajo. La joven se volvió disimuladamente para cerciorarse de que él la seguía. Jude fue tras ella intentando no llamar la atención. No trató de esconderse en los huecos de los edificios, pues hacerlo habría resultado absurdo y habría llamado la atención, pero intentó caminar lentamente por la sombra, fundiéndose con el paisaje. Tizzie tenía razón: gracias a Dios, por allí no había mucha gente deambulando.

Probaron primero en las oficinas generales, que destacaban entre un grupo de edificios situados en torno a una avenida oval de acceso. Entraron por una puerta lateral, y Jude esperó en una escalera del sótano mientras Tizzie inspeccionaba los pisos superiores. No tuvieron suerte. Cuando iban de salida, ella le preguntó por Skyler. La respuesta le hizo fruncir el entrecejo y mover reprobatoriamente la cabeza. A continuación probaron en el almacén de intendencia, en la cocina y en el comedor, enormes instalaciones ya en desuso. El polvo blanco de la escayola desprendida lo cubría todo y estaba surcado por minúsculas huellas de ratas.

Llegaron al edificio que albergaba el auditorio. En la escalinata principal y en el interior del vestíbulo había tres o cuatro personas, así que dieron un rodeo para probar suerte en la parte posterior. Encontraron unas puertas dobles que estaban cerradas. Jude sacó de la billetera una tarjeta de crédito, la deslizó entre las dos hojas de la puerta de forma que el borde de plástico empujara hacia adentro el pestillo, y la puerta se abrió en silencio.

– Ventajas de una juventud delincuente -comentó.

Llevados por el instinto, bajaron la escalera que conducía al sótano e inmediatamente comprendieron que habían encontrado lo que andaban buscando. A través del vidrio de una puerta vieron una serie de escritorios y archivadores pulcramente alineados. Aquélla era la única habitación limpia que habían visto hasta el momento. Sobre una larga mesa de roble había cuatro ordenadores. La puerta no estaba cerrada.

Jude se sentó frente a un ordenador y lo conectó. La pantalla cobró vida y arrojó una luz fantasmal sobre el pecho y los antebrazos del hombre. Pulsó unas cuantas teclas y la pantalla respondió inmediatamente con una exigencia expresada en una sola palabra: Contraseña. Cuidadosamente, con dedos que casi temblaban, tecleó la palabra que había aprendido en la isla, la palabra por la que Julia había dado su vida: b-a-c-o-n. La pantalla parpadeó y apareció una nueva demanda: 2.a Contraseña. Jude tecleó el segundo nombre: n-e-w-t-o-n. Al cabo de un instante apareció un menú. Jude leyó rápidamente los ítems: datos médicos, lista de correspondencias, doctores, miembros del Grupo, investigación del Laboratorio, ubicación de niños, experimentos, nacimientos, muertes, publicaciones, historia.

Seleccionó el ítem Lista de correspondencias. Unos cuantos parpadeos, una fugaz fluctuación y allí estaba. Dos listas. La de la izquierda, bajo el título «Prototipos», constaba de nombres, direcciones, profesiones, familias, tipos sanguíneos, historiales médicos resumidos. La situada a la derecha, «Géminis», constaba de nombres, fechas de implantación y nacimiento e información general. En ella, la dirección que figuraba bajo cada nombre era la misma: isla Cangrejo.

Tizzie montaba guardia junto a la puerta.

– Cristo bendito -murmuró él-. ¡Mira esto!

Ella se le acercó rápidamente y miró por encima de su hombro izquierdo.

– Dios mío -dijo casi con reverencia.

Sabían que la lista principal existía, habían viajado cientos de kilómetros y pasado muy malos momentos para encontrarla, y, sin embargo, una vez la tenían en blanco y negro ante ellos no sentían sino pasmo.

La diferencia era como la que hay entre seguir un curso de física teórica y presenciar la explosión de una bomba atómica.

Tizzie volvió a apostarse junto a la puerta. Jude hizo avanzar el texto que aparecía en la pantalla hasta que encontró su propio nombre, junto al que había una anotación: «Inactivo. Ver expediente individual.» Al otro lado de la pantalla aparecía la correspondencia con Skyler. Bajo ella ponía: «Fugado de isla Cangrejo. Marcado para el retiro. Ver expediente individual.»

– Jude -dijo Tizzie en voz baja desde el otro lado de la habitación-. Escucha. Viene mucha gente. Creo que se dirigen hacia este edificio.

Él, absorto en la lista, no prestó mucha atención. Tizzie abrió la puerta, salió y regresó pasados unos minutos.

– Jude, escucha. La gente se está reuniendo arriba. No dejan de llegar coches. Han venido todos, procedentes de todos los rincones del país. Son los jóvenes dirigentes, los prototipos. Van a celebrar una gran asamblea, y lo harán justo en el piso de arriba.

Jude seguía estudiando la lista. En la columna izquierda encontró un nombre que no le dijo nada. Pero en la derecha, bajo el título «Géminis», el extenso historial médico finalizaba con una fecha y cinco palabras: Trasplante en bloque de órganos. Aquél, se dijo, era uno de los que huyeron de la isla y fueron asesinados.

– Ya te he oído -respondió-. Pero no podemos irnos sin este material. Tenemos que copiarlo. Mira por ahí, a ver si encuentras un disquete.

– No trato de detenerte -dijo ella-. Lo único que digo es que tenemos que averiguar qué se proponen. Voy a asistir a la reunión.

Tizzie abrió la puerta y salió.

Un segundo más tarde, Jude asimiló el significado de sus palabras e inmediatamente comprendió que aquello era un error, que debía detenerla. Pero habiendo encontrado al fin lo que buscaba, habiendo bebido ya de la fuente de la sabiduría, detestaba la idea de interrumpir su labor.

Hizo correr el texto de la pantalla hasta que encontró el nombre de Tizzie: Elizabeth Tierney…

Skyler asomó la cabeza por la esquina del edificio y vio, a menos de veinte metros, el hospital. Se alzaba aislado en un ángulo de la base, lo cual parecía lógico, pues así los pacientes podrían contemplar un paisaje arbolado durante su convalecencia y, en caso de que padecieran enfermedades contagiosas, mantenerse aislados de la población general.

El aislamiento favorecía también sus propósitos.

Ya había registrado los barracones. Eran en total diez edificios bajos de suelo de hormigón y con los camastros en distintos grados de desorden. Saltaba a la vista que nadie los había ocupado en bastante tiempo. Mientras los inspeccionaba, caminando lo más de prisa que podía con la creciente debilidad que sentía, entrando por una puerta y saliendo por la otra, experimentaba una creciente sensación de ansiedad. Inmediatamente comprendió qué la motivaba: los barracones suscitaban en él recuerdos de su propio pasado, años y años de dormir y despertar en una estructura similar, creciendo con su grupo de edad en un mundo solitario.

Sin embargo, no pudo examinar uno de los barracones, el más próximo al hospital, porque había gente dentro. Había oído voces en el momento en que iba a hacer girar el tirador y se refugió en la parte lateral del edificio justo en el momento en que se abría la puerta. Apareció una enfermera, con una bandeja de implementos médicos, que se dirigió hacia el hospital. Un minuto más tarde salió otra cargada con un montón de mantas. Skyler se acercó a una ventana y miró hacia el interior. Éste, lejos de estar sucio, se hallaba impoluto y estéril. No había ni una arruga en las sábanas que cubrían las camas de hospital. Había soportes para sueros intravenosos, bacinillas, pulsadores de llamada al extremo de largos cordones y todo tipo de monitores de seguimiento médico. El lugar parecía una sala de recuperación.

Asomó de nuevo la cabeza a la calle y advirtió que la base había cobrado vida. A lo lejos se oía algarabía de voces, de coches llegando y de portezuelas cerrándose. Había gente yendo de un lado a otro, entrando en lo que parecía ser un gran auditorio. Algunos miraban en su dirección, hacia el hospital. Una figura ataviada con indumentaria de hospital, lo cual produjo un espasmo de terror en Skyler, avanzaba hacia él.

No disponía de mucho tiempo. Y no se sentía nada bien.

Se llenó los pulmones de aire y echó a correr hacia el hospital. Cuando llegó al muro del edificio, se recostó en él para recuperar el aliento. Permaneció así unos momentos, recuperándose. Al fin, haciendo acopio de voluntad, siguió adelante. Estaba temblando pero se sentía algo mejor.

Se repitió a sí mismo que debía hacer lo que estaba haciendo.

No te queda otro remedio.

Sin dejar de apoyarse en el muro, rodeó el edificio y llegó a la parte posterior. Allí encontró lo que buscaba: un gran ventanal panorámico. En el interior había sillas y mesas; el lugar parecía un solario. Miró hacia la puerta del otro lado y, más allá de su umbral, alcanzó a ver la sala de ingresados.

Y lo que vio en ella lo dejó helado. Notó que todos sus sentidos se avivaban y que la sangre le circulaba con mayor rapidez por las venas.

Acostados en las camas, uno junto a otro, estaban los miembros de su grupo de edad, sus compañeros géminis. Los reconoció a todos y cada uno, y su corazón estaba con ellos. Se hallaban atados a sus camas, tumbados boca arriba, con la vista en el techo o mirándose entre sí. Y todos tenían en los rostros una misma expresión de pánico apenas controlado.

A Jude le tranquilizó que el expediente de Tizzie corroborase la historia que la joven le había contado. Allí estaba todo: la enfermedad infantil, el trasplante de riñón, la marcha de su familia de Arizona y, por último, la muerte de su clon, Julia. Este último acontecimiento estaba anotado con un eufemismo burocrático: Extinción del géminis.

Lo que resultaba definitivamente tranquilizador era que el expediente de Tizzie terminase con la misma palabra que el suyo: Inactiva.

Detestaba admitirlo, pero su alivio le indicó algo. Desde su encuentro en la mina de Jerome, había confiado en Tizzie, pero sólo hasta cierto punto. Inicialmente, había sentido un considerable recelo hacia ella y, aunque había logrado mantener a raya sus sospechas, no fue capaz de desecharlas por completo. Ahora, sí. Aquella única palabra -Inactiva- era argumento suficiente.

Mientras examinaba los archivos leyendo con voracidad, estaba demasiado ansioso para sentir miedo. Oía el rumor de la gente reunida en el salón de arriba: el taconeo de sus zapatos moviéndose sobre las tablas del suelo resultaba magnificado por los muros de hormigón de la oficina del sótano. Sabía que podían sorprenderlo en cualquier momento. Bastaría con que una sola persona decidiera bajar la escalera. Imaginó la escena: él tecleando en el ordenador, un grito agudo, ruido de pisadas descendiendo hasta el sótano, la gente rodeándolo y expulsándolo de allí. Sin embargo, no era capaz de interrumpir su trabajo. Lo que estaba descubriendo era demasiado valioso. El riesgo merecía la pena.

Aquellas dos contraseñas habían logrado abrir la cueva del tesoro, como un ábrete sésamo. Le habían permitido acceder a la fuente principal de información. Casi todo estaba en el interior del ordenador: la forma de operar del Laboratorio, sus miembros originales, los avances científicos, los nacimientos de los niños y de sus clones, la contabilidad, los contactos externos. Había incluso una crónica de los hechos. En ella se contaba cómo los primeros investigadores, incluido el padre de Jude, habían llegado a reunirse. Relataba cómo habían ido más allá de lo que se consideraba admisible en sus distintas escuelas médicas, cómo se habían obsesionado con la clonación y habían pasado a la clandestinidad en Arizona y, finalmente, cómo habían dejado de ser una secta de brillantes científicos para convertirse en una red de conspiradores que utilizaba el cebo de la inmortalidad para acceder a los centros de poder de la nación. Los expedientes, sin embargo, no decían nada -y la omisión era significativa- acerca de la araña que ocupaba el centro de aquella red, el doctor Rincón.

Era como un rompecabezas en el que sólo faltaba una pieza, una pieza situada justo en el centro.

Sin embargo, había más que suficiente para que el FBI actuase y para que los fiscales desarticulasen el Laboratorio. Una de las cosas más importantes era una relación de los conspiradores externos que se habían unido al grupo. Jude estuvo a punto de lanzar un silbido mientras leía la lista de nombres, veinticuatro en total. Allí estaba Tibbett. Y Eagleton. Y el congresista por Georgia. Y otros de similar preeminencia. Todos eran miembros de la élite de las profesiones, los que llevaban la batuta en el mundo de la política, las finanzas, los medios, el comercio y la distribución de bienes. Raymond estaba en lo cierto: habían pagado diez millones de dólares por cabeza a cambio del derecho de participar en el experimento. Recibieron un tratamiento de genoterapia: inyecciones semanales de ADN en el interior de virus sin núcleos, destinadas a reforzar la médula ósea, el lugar en que se fabrica la sangre. Cada uno de ellos también consiguió un clon. En un archivo de respaldo, Jude encontró sus nombres y direcciones: hijos adoptivos ingresados en hogares de acogida de todo el país. Jude advirtió, no sin desagrado, que el mayor de ellos contaba siete años.

En otro archivo, encontró el relato de cómo las cosas se habían torcido, de cómo el tiro del complicado proceso médico había salido por la culata, desencadenando en realidad un proceso de envejecimiento prematuro. Para los que habían recibido la genoterapia, la mayor parte de los miembros del Laboratorio y del Grupo, el error resultó particularmente severo, y los llevó a la enfermedad y después a una dolorosa muerte. Incluso los que sólo habían recibido las primeras inyecciones experimentales -como Skyler, se dijo Jude-, eran susceptibles a contraer la enfermedad.

La solución era una medida desesperada. Los prototipos de los clones, los hijos de los científicos fundadores, debían someterse a un proceso de cirugía radical. Apabullado, Jude advirtió que las operaciones -que aparecían anotadas en mayúsculas, Trasplante en bloque de órganos- ya habían sido programadas. Leyó las fechas y consultó su reloj. ¿Sería posible? Según aquel archivo, el primer trasplante en bloque estaba a punto de producirse.

Jude abandonó el ordenador y comenzó a buscar en los armarios y en los cajones de los escritorios. Junto a un montón de papel de carta, encontró lo que buscaba: un estuche de plástico lleno de disquetes. Cogió uno, lo introdujo en el ordenador y comenzó a copiar. Observó cómo el proceso de copia avanzaba con horrible lentitud. Una y otra vez fue pulsando las teclas adecuadas. No podía copiarlo todo, ya que eso llevaría demasiado tiempo; sólo se llevaría los archivos básicos referidos al Laboratorio y al Grupo.

Siete agónicos minutos más tarde terminó su tarea. Retiró el disquete y se lo metió en el bolsillo.

Aún le quedaba una cosa por hacer.

Buscó rápidamente el archivo correspondiente a Eagleton. A su espalda, o quizá en el piso de arriba, le pareció oír un ruido, tal vez de pasos. Sin duda, sería Tizzie regresando al sótano.

No podía interrumpir su trabajo, ya que aquello era de inmensa importancia. Tenía que localizar los archivos de respaldo. Tenía que averiguar qué otros miembros del FBI eran citados como conspiradores, o quiénes trabajaban para ellos. Debía saber en quién podía confiar.

El ruido sonaba más próximo, aparentemente justo a su espalda. Estuvo a punto de volverse, pero cuando ya iba a hacerlo encontró el archivo que andaba buscando y comenzó a leerlo…

Respingó sobresaltado cuando unas manos se posaron bruscamente en sus hombros y brazos. Las manos lo alzaron de la silla y le retorcieron dolorosamente el brazo a la espalda. Le quitaron el teléfono móvil. Luego lo empujaron fuera de la habitación.

Tizzie estaba sentada en una silla, al fondo del auditorio. No se hallaba en la última fila, pues esto, a su juicio, habría llamado demasiado la atención, y esperaba encontrarse lo bastante alejada de la parte delantera como para que, desde el estrado, resultara difícil verla. Quería pasar inadvertida y deseaba que alguien se sentase a su lado o le dirigiera la palabra, a fin de dar la sensación de que tenía derecho a estar allí. Pero nadie lo hizo. La joven también se había puesto las gafas de sol que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. No sabía quién podía estar entre el público, pero lo último que deseaba era ser reconocida.

Comenzaba a pensar que había actuado con imprudencia. Simplemente, subió la escalera, se unió a la gente que entraba por la puerta principal y se metió en el auditorio, que tenía un gran balcón de madera en la parte de atrás y cuyo techo era abovedado. Desteñidos gallardetes colgaban de las vigas, un vestigio de los anteriores ocupantes. La sala era lo bastante grande como para que todos se sintieran empequeñecidos.

En total habría unas cincuenta personas. Todas ellas parecían gente próspera, y podrían haber pasado por un grupo de miembros de la clase media alta, por ejemplo, padres de alumnos en una reunión de un colegio privado. Sólo que no iban en parejas. Cerca de la mitad, eran los prototipos, se dijo, los bienamados vástagos. Debían de ser más o menos de su edad, aunque lo cierto es que parecían mayores. También estaban presentes algunos de los padres, los fundadores del Laboratorio. Eran los apóstoles, los que lo habían iniciado todo. Todos parecían muy viejos, tenían el cabello ralo y canoso, manchas de edad en la piel y estaban diseminados entre el público como blancos champiñones. Aquí y allá había hombres y mujeres vestidos con batas clínicas como la que ella llevaba, lo cual la hizo sentirse menos llamativa.

La gente guardaba un extraño silencio. Lo más raro era que todos los miembros del público parecían aislados, desconectados del resto. La joven no podía decir con exactitud en qué consistía el fenómeno, pero jamás había formado parte de un grupo que diera la sensación de estar tan atomizado, tan poco conjuntado. Se dijo que cada uno de los asistentes sólo pensaba en sí mismo. Quizá sea esto lo que ocurre, se dijo, cuando un grupo de hombres está a punto de entrar en combate.

El hecho de que ella no deseara estar cerca del estrado se debía a que en él se hallaba tío Henry. El hombre, rígidamente sentado en una silla plegable, miraba hacia el público como un capitán observando la mar picada. Tizzie advirtió que estaba a punto de tomar la palabra, ya que sacó un sobre del bolsillo superior de la chaqueta y lo utilizó para anotar algo.

Y, efectivamente, tío Henry se puso en pie, se dirigió hacia un atril situado a la izquierda del escenario y carraspeó. No lo hizo para conseguir la atención del público, pues nadie hablaba y todos los ojos estaban fijos en él.

– Todos sabéis por qué nos hemos reunido -comenzó, sin más introducción-. No es necesario que os recuerde el camino que nos ha traído hasta aquí. Diré simplemente, en nombre de todos los médicos mayores, y también en nombre del doctor Rincón, que lamentamos el revés que ha obstaculizado momentáneamente nuestro viaje, ya que estamos seguros de que nuestras actuales dificultades serán pasajeras. No hay camino, por bueno que sea, que en determinado momento no tenga un desvío. No es que vayamos hacia atrás. Es, simplemente, que seguimos adelante en una dirección distinta.

Un hombre sentado cerca de Tizzie, que lucía un bien cortado terno, masculló algo ininteligible. Aunque el sonido fue débil, bastó para crear una ligera alteración que provocó un fruncimiento de entrecejo en el orador.

– Os preguntaréis qué ha ido mal. Permitidme que os recuerde el principal axioma: la ciencia no distingue entre bien y mal. La doble hélice carece de sentido moral. Cada uno de nosotros es un universo separado. «Toda criatura viviente -escribió Darwin-, debe ser considerada un microcosmos, un pequeño universo formado por una pléyade de organismos que se autorreproducen, inconcebiblemente diminutos, y tan numerosos como las estrellas del firmamento.»

»No debéis preocuparos. El péndulo del ciclo histórico-cultural se mueve a nuestro favor. Recitemos al unísono la Primera Ley de Rincón: «Sólo la vida humana es sagrada; su protección y su prolongación son nuestra gran tarea.»

Tizzie advirtió que la mayoría del público no había recitado aquellas palabras.

Tío Henry sacó el sobre del bolsillo superior de la chaqueta.

– Ya hemos tomado medidas drásticas. Efectuaremos diez operaciones cada día, y tendremos a tres cirujanos trabajando a pleno rendimiento. Son de los nuestros. Desde el comienzo hasta el final, las operaciones llevarán tres días. Colocaremos el programa de intervenciones en el tablero de anuncios situado en el exterior de este auditorio. Los que no se atengan a él, no serán operados. ¿Está claro?

La severa mirada del hombre barrió el auditorio.

– ¿Alguna pregunta?

Se produjo un rumor de descontento. Aquí y allá sonaron algunas toses. Una mano se levantó. Sólo una.

– Doctor Baptiste. ¿Qué posibilidades hay?

– ¿Posibilidades?

– De supervivencia.

– Yo diría que no son excesivas. Pero tampoco son insignificantes.

Ese hombre lo ha llamado doctor Baptiste, se dijo Tizzie. ¡Dios mío! Tío Henry es Baptiste.

Aquello la asustó más de lo que ella consideraba posible.

En un aparte que no iba dirigido a nadie en particular, el hombre del temo masculló:

– Ciento cincuenta años… Suerte tendré si llego a los cuarenta.

Otro hombre lo taladró con la mirada.

– Cállese, señor juez -dijo.

En el estrado, la voz de tío Henry -Baptiste- seguía, resonante:

– Os alegrará saber que los clones están en buena forma. Durante toda su vida han estado preparándose para un evento como éste. Ésta es, realmente, su mejor hora. Han soportado bien el viaje, y se han adaptado sin dificultad al nuevo entorno. -Su voz cambió ligeramente y el tono pasó a ser el de un severo maestro-: Evidentemente, no podréis conocer a vuestros clones mientras ellos sigan vivos. Hacerlo sería una violación de primer orden del protocolo. Os recomiendo, o, mejor, os ordeno, que permanezcáis en vuestros alojamientos.

Tizzie trató de hundirse más en su silla. La mirada de tío Henry iba como un látigo de un lado a otro del salón de actos. Cuando se posó en Tizzie, el hombre pareció fruncir los párpados, como intentando, sin conseguirlo del todo, ver su rostro.

– Y tú… -clamó el hombre-. Tú, la de la bata blanca. ¿Quieres hacer alguna pregunta?

La joven notó que la sangre le subía a la cara y que tenía las piernas entumecidas. Hizo un débil gesto negativo.

– Pero yo te vi levantar la mano. Dinos quién eres. ¿Por qué llevas bata de laboratorio? ¿Qué haces aquí?

Vagamente, Tizzie se dio cuenta de que la gente se volvía a mirarla. Un rumor se extendió por todo el auditorio. Uno de los miembros del público era un pelirrojo cuyos ojos casi se desorbitaron. Alfred. El hombre comenzó a abrir la boca.

– He venido para ayudar en el parto -dijo con voz temblorosa.

– El parto -repitió el hombre del estrado con falso regocijo-. El parto. Yo diría que si lo que deseas es asistir a un parto, no podrías haber venido a un sitio menos adecuado.

El público rió pero el sonido no resultó nada jovial.

Por el rabillo del ojo, Tizzie vio que dos hombres de cabellera casi blanca avanzaban hacia ella. Notó que sus manos la agarraban fuertemente por los brazos, la levantaban de la silla y la sacaban del auditorio. En el proceso, las gafas de sol se cayeron al suelo. Tizzie volvió la cabeza y vio que tío Henry la miraba con expresión triste.

La sacaron del salón y, llevándola casi a rastras, cruzaron con ella el patio en dirección a un edificio en el que no había reparado antes. En uno de sus costados tenía una escalera exterior. Sus captores la hicieron subir por ella y cruzar una gruesa puerta de madera. Para cuando echaron a andar por un largo corredor con puertas a ambos lados, Tizzie comprendió dónde se encontraba: en la prisión militar.

La dejaron a solas en una pequeña celda. Al cabo de menos de un minuto, la joven oyó que en la habitación contigua alguien pronunciaba su nombre. Reconoció inmediatamente la voz de Jude.