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CAPÍTULO 31

Por los planos que se había aprendido de memoria, Skyler sabía que el hospital tenía un falso techo. Lo problemático era acceder a él.

Se dirigió a la parte posterior del edificio rectangular de un solo piso y alzó la vista. Los dos aleros del tejado se unían formando una pequeña cúspide triangular. En el centro del pequeño triángulo había algo redondo, un orificio de entrada de aire para el ventilador del ático. El hueco no se encontraba lejos de la extendida rama de un roble. Un recuerdo lejano acudió a la memoria de Skyler: Julia y él encaramándose a un árbol para espiar a Rincón.

Mientras ascendía por el árbol, le sorprendió su propia agilidad. Hacía sólo diez minutos apenas había sido capaz de recorrer la distancia entre dos edificios, y ahora, allí estaba, trepando de rama en rama. Llegó hasta la que había divisado desde el suelo. Se agarró a ella con la mano izquierda, alargó el brazo derecho y cerró los dedos en torno a una de las aspas del ventilador. Tiró de ella pero el aspa no cedió. Hizo tres nuevas intentonas, todas sin éxito. Luego trepó hasta más arriba, se colocó de lado sobre la rama y adelantó los pies poco a poco, hasta que estuvo lo bastante cerca como para asestar una fuerte patada de kárate. El ventilador cayó hacia dentro y chocó contra el suelo con un fuerte golpe. Skyler aguardó conteniendo el aliento, por si alguien aparecía. No apareció nadie y se metió por el hueco.

El espacio del falso techo del ático era tan estrecho que Skyler se vio obligado a gatear. Aparentemente, el lugar había sido pensado para servir del almacén, aunque daba la sensación de que nunca había llegado a usarse para tal fin. La oscuridad quedaba mitigada por los rayos de luz procedentes de abajo que se filtraban entre las tablas del suelo. Junto a una trampilla había una escalera vertical deslizante que, aparentemente, descendía hasta la sala en la que se encontraban los géminis. Aquello era todo un golpe de suerte que le ahorraría bajar por el árbol y acceder a la sala desde el exterior.

El ático era un lugar perfecto para inspeccionar el hospital. A través de los resquicios entre las tablas, podía ver el interior de todas las habitaciones. Se tumbó y pegó el ojo a una de las grietas. Inmediatamente debajo se encontraba la sala de los clones. Desde arriba, Skyler vio las gruesas correas que los mantenían amarrados a las camas, y las temerosas y confusas expresiones de los cautivos. No hacían el menor ruido y Skyler se preguntó si los habrían sedado. Caso de encontrarse drogados, sus posibilidades de salvarlos, que ya de entrada resultaban remotas, pasarían a ser nulas.

Todas las camas tenían las cabeceras pegadas a la pared, aunque una de ellas se hallaba fuera de lugar. Estaba provista de ruedas y sólo pudo divisar los pies. Se situó encima gateando silenciosamente y se inclinó para atisbar de nuevo. No era una cama, sino una camilla y, tendido en ella -al verlo sintió como si le hubiesen asestado un bofetón- estaba Benny. Skyler reconoció inmediatamente a su amigo. Parecía menudo y demacrado, lo cubría una sábana y su rostro redondo estaba rodeado de almohadas. Junto a la camilla había un soporte para sueros intravenosos del que pendía una bolsa que contenía el líquido que estaban suministrándole. Sin embargo, el joven no estaba inconsciente, aún no. Su nerviosa mirada iba de un lado otro. En determinado momento, se posó en la grieta a través de la que Skyler lo estaba mirando, y a éste, por un instante, le dio la sensación de haber establecido contacto visual con su amigo.

Skyler gateó un poco más y miró por otra grieta. Vio una habitación en la que no había nadie. Tenía puertas batientes a ambos lados, un banco de monitores de seguimiento médico, y cinco camas vacías y listas para ser ocupadas. Evidentemente, se trataba de una sala de recuperación. Siguió gateando y llegó al punto en el que una segunda sala, menor que la que acababa de ver, se unía a la primera. Mirando a través del resquicio, vio lo que ya había temido ver, algo que señalaba hacia una conclusión que su cerebro se negaba a aceptar. Allí debajo había un paciente que tenía exactamente el mismo aspecto de Benny.

El prototipo.

Van a efectuar un trasplante, pensó Skyler. Se disponen a extirparle a Benny sus órganos para ponérselos al prototipo.

Supo que estaba en lo cierto aun antes de mirar la sala contigua. Lo que vio en ella confirmó su horrible conclusión. Allí abajo había un quirófano plenamente equipado en el que los cirujanos se estaban lavando las manos, preparándose para la intervención.

– Jude, ¿eres tú? -preguntó Tizzie en un susurro, pese a que había oído a sus captores alejarse.

– Sí.

– O sea que a ti también te atraparon.

– Estaba ante el ordenador. Acababa de copiar los archivos cuando me descubrieron.

– El móvil… ¿lo tienes?

– No, qué va.

– ¿Estás al corriente de lo que sucede, de que van a efectuar un montón de operaciones?

– En el ordenador encontré un calendario de intervenciones. Las van a realizar aquí mismo. Debemos encontrar el modo de impedirlo.

Ella dirigió una mirada circular a la especie de celda en la que se hallaba. El lugar apenas estaba amueblado y tenía un pequeño ventanuco en lo alto de la pared, cubierto con una tela metálica embutida entre dos cristales y, más allá, protegido por barrotes de hierro. La puerta era gruesa, aunque de madera, y la parte inferior de la hoja no llegaba a tocar el umbral.

– Encerrados aquí no nos va a resultar fácil -comentó la joven.

– ¿Dónde te han detenido?

– En el auditorio. Me han reconocido. Allí estaba hasta el tipejo aquel, Alfred. Lo que he hecho fue una estupidez. Ah, ¿sabes una cosa? Resulta que tío Henry es Baptiste. Pese a lo mucho que Skyler ha hablado de él, nunca se me había pasado por la cabeza que Baptiste fuera mi tío.

– Ni a mí tampoco.

– Era increíble… Toda esa gente es de mi edad, y parecen seres normales, yuppies. Y, sin embargo, están dispuestos a que toda esa gente, sus clones, mueran por ellos.

– Están desesperados. Han dedicado sus existencias a un único propósito, vivir el doble que el resto de la gente, y ahora se encuentran con que van a vivir la mitad. Es algo como para creer en un poder supremo. Siempre he pensado que Dios posee un sentido de la ironía sumamente fino.

– Jude… ¿qué habrá sido de Skyler? ¿Crees que también lo han detenido?

Jude estaba seguro de que sí.

– Probablemente, no. Es un chico listo. Con suerte, estará bien oculto en algún escondite.

– ¿Qué crees que nos harán?

Jude estuvo a punto de mentir de nuevo, pero cambió de idea diciéndose que Tizzie tenía derecho a saber lo que pensaba realmente.

– Si de veras quieres saberlo, creo que nos enfrentamos a fanáticos. A gente dispuesta a lo que sea con tal de conseguir sus fines. Y, como digo, están desesperados. Creo que piensan matarnos.

Tizzie no respondió inmediatamente, y no sólo por lo terrible que era lo que Jude acababa de decir, sino también porque estaba ocupada en examinar su celda, inspeccionándola centímetro a centímetro, intentando encontrar una forma de escapar.

Desde su puesto de observación, Skyler podía ver y oír todo lo que ocurría en el improvisado quirófano. Eran en total cinco personas, tres hombres y dos mujeres, que evolucionaban por la habitación siguiendo una complicada coreografía. Unos inspeccionaban los instrumentos, otros anotaban las lecturas de las máquinas o hacían inventario. Al principio Skyler no logró distinguir a los cirujanos de los auxiliares médicos.

El quirófano en sí era pequeño y estaba atestado de equipo. Junto a la mesa de operaciones había un impresionante muestrario de instrumentos que iban desde diminutos bisturíes hasta sierras y mazas. Había cilindros de más de metro veinte que contenían anestesia, un gabinete blanco con puertas correderas que albergaba todo tipo de implementos quirúrgicos, cajones llenos de vendas, cubos para tirar los desperdicios. Uno de éstos, provisto de ruedas, tenía un forro blanco de plástico y Skyler comprendió con un estremecimiento de horror que estaba destinado a órganos desechados.

Cuando los de abajo hablaban, sus voces sonaban con tal claridad que a Skyler le dio la sensación de que estaba en el quirófano, junto a ellos.

– Este mismo año hice dos de estas en Minnesota -dijo uno de los médicos-. Consideré que la experiencia me vendría bien.

– ¿Y qué tal salieron?

– Las operaciones, bien; pero los pacientes fueron otro cantar. Uno sobrevivió un tiempo y el otro murió. El que vivió… No me gusta decirlo, pero lo cierto es que no lo pasó nada bien. El pobre diablo no sabía si iba o si venía. Comía, cagaba, meaba y hacía todas las demás funciones con órganos ajenos. Los desechos corporales se le fueron acumulando y el tipo se hinchó como una pelota de playa. Al final, su organismo rechazó los órganos. O tal vez fueron los órganos los que rechazaron el organismo.

– Eso no sucederá en este caso.

– Desde luego. Pero hazte a la idea de que no va a ser ninguna fiesta.

– Yo he hecho tres -dijo una de las mujeres-. Son arriesgadas, pero no imposibles. Aunque os cueste creerlo, lo más difícil es retirar todos los órganos al mismo tiempo. Siempre hay alguna pequeña conexión de la que uno se olvida. Y los tiempos de viabilidad son distintos. Así que hay que volver a conectar los órganos con rapidez y en el orden adecuado. En una ocasión, se me olvidó conectar la uretra. La cosa no terminó nada bien.

– Hay algo que deseo saber -dijo el tercer cirujano-. ¿Quién de vosotros me operará a mí?

– Creo que seré yo quien lo haga -respondió la mujer-. Y el doctor Higgins -señaló con un ademán al tercer cirujano-, me operará a mí.

– Pero Higgins es el mejor. -Lo sé -respondió la mujer con una sonrisa. -¿Y quién operará luego a Higgins? No quedará nadie. Todos estaremos en recuperación.

– Evidentemente, habrá que recurrir a alguien de fuera -contestó Higgins-. Tendré que actuar con tiento. El tiempo es un factor importante. Mi clon sufrirá un accidente de tráfico en el momento oportuno. Y, naturalmente, deberá quedar desfigurado. No queremos que nos hagan preguntas incómodas.

– Otro puñetero accidente de coche. A estas alturas deberíamos poder ser un poco más imaginativos.

– No sé por qué. Si funciona, sigue con ello. -Exacto. Si no está roto, no lo arregles. -Y si se rompe, extrae todos los condenados órganos y empieza de nuevo.

Todos rieron sin jovialidad. Higgins se apartó de los otros y fue a lavarse las manos. Se quitó el gorro verde, se salpicó con agua la cara y, al hacerlo, volvió la cabeza hacia el techo, de resultas de lo cual Skyler tuvo oportunidad de echarle un buen vistazo.

Lo reconoció al instante. O, más bien, reconoció al clon del cirujano. Teniendo en cuenta que, durante dos décadas y media, Skyler había dormido a menos de dos metros de él, reconocerlo no fue ninguna gran proeza.

En la cabeza de Skyler estaba tomando cuerpo un plan. No se le ocurrió inmediatamente, sino poco a poco. Se trataba de algo audaz y sin duda arriesgado; no obstante, era un plan, y resultaba preferible a quedarse cruzado de brazos. Además… Sabía Dios. Quizá la idea diera el resultado apetecido.

Se sentía mucho peor. Se llenó los pulmones de aire y trató de volver silenciosamente sobre sus pasos. Cuando apenas había hecho la mitad del trayecto, sus piernas se negaron a obedecer sus órdenes y comenzó a arrastrarse lastimosamente. Llegó hasta la escalera y se sentó para recuperar el aliento. El pecho le ardía. El dolor era cada vez más fuerte.

Permaneció así un buen rato, recuperándose. Al fin, tras hacer acopio de fuerzas, se obligó a ponerse en pie y quedó un poco tembloroso, pero pese a todo erguido, lo cual le hizo sentirse algo mejor. Ahora lo único que tenía que hacer, se dijo, era levantar una escalera que debía de pesar unos cincuenta kilos.

Jude no esperaba que fueran a por él tan pronto. Cuando apenas había tenido tiempo de inspeccionar su celda, oyó pasos en el corredor. Al principio, parecían los de una sola persona que caminaba pesadamente. Luego se dio cuenta que correspondían a dos personas que caminaban al mismo ritmo. Eso debió de haberle dado una pista, pero no fue así. No comprendió quiénes eran sus visitantes hasta que la puerta de la celda se abrió y se vio frente a los dos ordenanzas supervivientes.

Verlos en persona le impresionó. Parecían más viejos de lo que había esperado y, ahora que los tenía delante, se sentía mucho más atemorizado de lo que había previsto. Había algo siniestro en la actitud de los dos hombres, un brillo tétrico amenazador en sus ojos.

Ambos sonreían. Pero no porque estuvieran encantados de ver a Jude, no porque les alegrase estar en su presencia, sino por el sencillo motivo de que les satisfacía verlo prisionero e indefenso. Uno lo agarró por la garganta mientras el otro lo sujetaba por detrás, le ponía los brazos a la espalda y le colocaba unas esposas. El primero lo miró fijamente a los ojos con evidente odio. Se echó hacia atrás, como un discóbolo tomando impulso y de pronto lanzó un fortísimo golpe que le alcanzó en el mentón. La cabeza de Jude salió disparada hacia atrás, y el hombre sintió un fortísimo dolor en la barbilla que se extendió hasta las vértebras del cuello.

Luego los dos ordenanzas cambiaron de lugar. El segundo afianzó los pies, mantuvo la pose durante un largo medio segundo y lanzó el puño como si fuera un martillo. Jude ladeó la cabeza y el golpe lo alcanzó en la sien izquierda con tal fuerza que se quedó sin aire, perdió el equilibrio y se hubiera derrumbado si no lo hubieran sostenido por detrás.

Me culpan de la muerte de su hermano, pensó. Y comprendió que por eso se había sentido él tan aterrorizado al verlos.

Han venido a matarme.

Comprender aquello fue como si un gélido dolor estallara en su estómago y se extendiera por todo su organismo como una densa masa de aceite. La cabeza le daba vueltas: no había modo de disuadir a aquellos hombres de sus propósitos, y nadie acudiría a ayudarlo. Esto es el fin. Había dejado de pensar y en su cabeza ya sólo había lugar para las sensaciones. Hubo algo que lo sorprendió. Siempre había sentido hacia la muerte un terror frío imposible de describir. No era la muerte en sí lo que lo asustaba, sino los momentos que la precedían, la conciencia de que el fin estaba próximo. Por eso siempre había pensado que, sometido a tortura, se convertiría en un abyecto cobarde. Pero ahora que el momento había llegado y su vida pendía de un hilo, tuvo una extraña sensación de distanciamiento. No era exactamente valor, sino una extraña disociación con lo que le estaba ocurriendo que podía pasar por valor. Se observaba a sí mismo. Y se sorprendía de su propia entereza y también de la lentitud con que discurría todo a su alrededor.

Le intrigó lo que uno de los ordenanzas dijo a continuación.

– No le sacudas en la cara. Baptiste se dará cuenta.

Para corroborar sus palabras, el hombre giró sobre sí mismo y disparó un puñetazo contra el plexo solar de Jude que lo dejó sin aire y lo lanzó contra el suelo.

– ¿Qué sucede? -preguntó Tizzie desde la celda de al lado.

– ¡Silencio! -dijo uno de ellos-. Tú también vas a recibir tu merecido.

Sacaron a Jude al corredor. Uno lo sostenía por el cinturón mientras el otro iba a abrir la puerta de la celda de Tizzie. Apenas el hombre hubo metido la llave en la cerradura, Jude entró en acción. Alzó un pie y lanzó la dura punta del tacón contra la espinilla de su captor. El ordenanza lanzó un gruñido, se dobló sobre sí mismo y soltó a Jude. El periodista echó a correr dificultosamente pasillo abajo, con los brazos inmovilizados a la espalda.

Lo alcanzaron cuando ya casi había llegado al fondo del corredor, y le cayó una lluvia de puñetazos. Lo golpearon en la cabeza, en el cuello, en la espalda y los ríñones. Lo obligaron a enderezarse, levantándolo por detrás por las muñecas y alzándolo en vilo sobre el suelo como a un pavo amarrado. Luego lo soltaron. Cuando salieron al exterior y se encontraron en la parte alta del tramo de escalera, Jude tuvo la certeza de que lo iban a arrojar peldaños abajo.

Pero no fue así. En vez de ello, se colocaron cada uno a un lado, escoltándolo como si de pronto se hubiera convertido en un objeto de gran valor.

Bueno, ahora estamos al aire libre, y ellos no querrán testigos, se dijo. Pero… ¿tenía algún sentido pensar así? A fin de cuentas, los únicos que podían ver a los ordenanzas eran los que formaban parte de su propia conspiración.

Bajaron la escalera y siguieron adelante, no en dirección al auditorio, como Jude esperaba, sino en dirección opuesta. Los ordenanzas se pegaron a él y continuaron avanzando como un trío de borrachos.

– ¿Adonde vamos? -quiso saber Jude.

No le contestaron.

El trío rodeó el comedor y enfiló por una calle que pasaba entre dos desiertos barracones. Jude alzó la vista al cielo, que ya comenzaba a oscurecerse. Hacia el oeste se divisaban tonos rojos y anaranjados, y no pudo evitar decirse que el crepúsculo iba a ser espectacular.

Llegaron a una rampa de acceso circular que conducía a la única edificación atractiva de toda la base: una casa de tres pisos de madera pintada de blanco que en tiempos sirvió de residencia del comandante de la base. Los ordenanzas obligaron a Jude a subir la escalinata delantera. El hombre notó que sus captores respiraban con dificultad, y por segunda vez sintió un secreto regocijo a causa de la debilidad que percibía en ellos. También estaban envejeciendo. Podían liquidarlo a él, pero su propio fin estaba próximo. Uno lo sujetó con fuerza mientras el otro abría la puerta principal.

Entrar en el vestíbulo fue como penetrar en otra época. La exquisita decoración era victoriana, con alfombras tejidas a mano, un paragüero de plata lleno de bastones y un reloj de pared cuyo péndulo producía un majestuoso tictac. Los peldaños de la escalera estaban cubiertos por una alfombrilla persa sujeta mediante finas barras de latón.

En el aire se percibía un extraño aroma parecido al de flores mustias, aunque el olor era más medicinal que marchito.

No se dirigieron al piso de arriba. Giraron a la derecha y, tras cruzar una arcada, entraron en lo que parecía ser un salón. Estaba lujosamente amueblado con sofás Victorianos, canapés de dos asientos cubiertos de cojines, escabeles y mesas Pembroke. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de la escuela romántica que reproducían paisajes y escenas de caza.

La estancia se hallaba en penumbra, lo cual dificultaba la visión e hizo que Jude no advirtiera que allí, sentado en un sillón, había alguien. Percibió su presencia por el hecho de que sus captores le soltaron y quedaron deferentemente vueltos hacia el sillón.

Y, de pronto, Jude lo vio. Sentado en una butaca de alto respaldo que casi parecía un trono. Un elegante anciano de enjuto rostro.

Comprendió inmediatamente que aquél era el hombre del que tanto había oído hablar a Skyler y Tizzie: Baptiste. Tío Henry.

El teléfono sonó en el quirófano en el momento menos oportuno. Sin embargo, como la primera operación aún estaba por comenzar, decidieron responder. ¿Quién sabía qué problemas podían haber surgido?

– Doctor Higgins, es para usted -dijo el auxiliar que había contestado.

El médico, ceñudo a causa de la interrupción, se puso al teléfono y tras escuchar unos momentos colgó bruscamente el receptor.

– Vaya por Dios -dijo malhumorado-. Problemas en la sala de pacientes. Lo resuelvo y regreso inmediatamente. No hagáis nada hasta que vuelva… No tardaré.

Salió al antequirófano, se despojó del gorro verde, de la bata y de las zapatillas, y lo echó todo en un cubo, malhumorado por el hecho de que al volver tendría que desinfectarse de nuevo. Se puso unos pantalones rápidamente, una camisa a rayas rosas y azules y unos mocasines. Miró hacia la camilla, donde el clon yacía estupefacto, listo para la sedación profunda. Los ojos del médico examinaron expertamente las partes visibles: piel, tono muscular, ojos. Sin duda, se trataba de un buen espécimen.

Luego Higgins entró en la sala de pacientes con la actitud de un severo maestro de escuela.

El doctor Higgins cumplió su palabra. Sólo tardó unos momentos en regresar al quirófano, se lavó, se vistió de verde y apareció en la sala de operaciones tirando de la camilla ocupada por el clon. Sus colegas se apresuraron a congregarse en torno a él.

Prepararon los instrumentos, contándolos y situándolos en el orden adecuado sobre la bandeja. Ajustaron las luces de arriba y pasaron al clon de la camilla a la mesa de operaciones. Le colocaron los electrodos para monitorizar el corazón y el cerebro, le limpiaron el tronco con antiséptico, lo afeitaron, le cubrieron la boca con una mascarilla de oxígeno, y le suministraron una enorme dosis de anestesia.

Era una rutina que habían realizado cientos de veces a lo largo de sus carreras, y sin embargo eran conscientes de que todas las ocasiones anteriores sólo habían servido como preparativo para la operación que ahora iban a efectuar.

– Comience usted -dijo ampulosamente el doctor Higgins-. Le cedo los honores.

La cirujana se sintió sorprendida, pero también halagada por aquella muestra de respeto profesional.

Se situó junto al cuerpo mientras los demás ocupaban sus posiciones: el anestesista en la parte alta de la mesa, la auxiliar principal a la derecha de la cirujana, junto a la bandeja de instrumentos. La doctora extendió la mano derecha y no necesitó decir ni una palabra. La auxiliar le colocó en ella el mango del primer bisturí.

– Muy bien, caballeros, allá vamos -declaró de forma casi melodramática.

Después procedió a colocar la hoja bajo la punta del esternón, en el centro de la caja torácica, y oprimió con fuerza cortando la pálida piel. El primer chorro de sangre brotó como un pequeño surtidor.

Baptiste indicó a los ordenanzas que se retirasen y, con un lánguido ademán, le señaló a Jude un sillón. Unió las yemas de los dedos de ambas manos y flexionó éstas varias veces. Durante largo rato, guardó silencio, como si esperase que Jude tomara la palabra. Pero al fin habló.

__Ésta es una reunión en la que muchas veces he pensado -dijo.

– ¿Ah, sí? -preguntó Jude-. ¿Y eso por qué? Baptiste lanzó un suspiro. -Es una larga historia -dijo.

– Una historia que yo conozco casi en su totalidad -afirmó Jude.

– ¿Ah, sí?

La pregunta fue hecha en un tono de condescendencia que a Jude le resultó difícil de tragar.

– Sí.

– A ver si es verdad.

– Sé lo del Laboratorio. Sé que todo comenzó en Arizona. Se lo de la isla, isla Cangrejo, y lo de los clones, y lo de que los criaron para que sirvieran simplemente como depósitos de repuestos de órganos. Estoy al corriente de los descubrimientos científicos que lograron, y de que vendieron sus hallazgos a los ricos. Y también sé que todos ustedes esperaban vivir ciento sesenta años.

Baptiste escuchaba con atención pero no parecía impresionado.

– Estoy al corriente de lo de W, la conspiración. -Jude hizo una pausa valorativa y añadió-: Y conozco los nombres de cuantos participan en ella.

– No importa -lo interrumpió Baptiste-. No seguirán en ella durante mucho tiempo.

– Lo dice porque están envejeciendo. Eso también lo sé. Progeria. Todos la tienen. Los miembros del Laboratorio la padecen. Y sus hijos también. Y usted también.

Baptiste asintió con la cabeza y se encogió de hombros.

– Sé que han matado a mucha gente.

Baptiste volvió a encogerse de hombros.

– Clones -dijo-. Matamos a clones, no a personas.

– Los clones son personas.

Baptiste volvió a mirarlo con condescendencia, como diciendo: «Tienes mucho que aprender.»

– ¿Y Raymond? ¿Qué me dice de él? ¿Lo mataron ustedes?

– Nosotros, desde luego, no. Fue el FBI. Muchacho, trata de distinguir entre unas conspiraciones y otras.

Jude se sintió, no sólo escandalizado, sino también fascinado por el cinismo del hombre.

– No, lo de Raymond no fue cosa nuestra. Hubo alguien a quien sí matamos… hace mucho tiempo… Pero eso fue todo. -dijo Baptiste y no añadió más.

– Mi padre.

– Querido muchacho, tu padre murió en un accidente de automóvil. Y no hubo nadie que sintiera más que yo su fallecimiento. Lo quería entrañablemente.

– No es eso lo que me han contado.

– Pues te han contado mal. -De pronto, con solícita actitud, Baptiste preguntó-: ¿Te apetece un café o un té?

Jude se quedó atónito.

– Cristo bendito. Me encarcelan. Me dan una paliza. ¿Y ahora usted me invita a tomar el té? ¿Qué demonios está sucediendo? ¿Qué demonios pretende usted?

Baptiste se permitió una fina sonrisa.

– Pero… ¿no acabas de decir que lo sabes todo?

– Todo, no. Casi todo.

– Es evidente que desconoces la parte más importante. La pieza que falta del rompecabezas. Y ésa es la pieza que le da sentido a todo el rompecabezas. Será mejor que me aceptes una taza de té.

Jude trató de calmarse. Baptiste hizo sonar una campanilla y apareció un viejo criado negro que, tras recibir la orden, se retiró. El anciano se retrepó en el sillón. Su actitud era la de quien se dispone a divulgar un secreto de enorme importancia, y eso parecía divertirlo.

– ¿Dices que te dieron una paliza? ¿Los ordenanzas?

– Sí.

Baptiste movió reprobatoriamente la cabeza.

– Eso es grave. Esos hombres tienen la obligación de obedecer las instrucciones al pie de la letra. Ocurre, sin embargo, que están muy trastornados. En su opinión, tú fuiste el responsable de la muerte de su hermano. Y los criaron para la agresión, por así decirlo. Además, ellos fueron los primeros en recibir el tratamiento, que por entonces aún no había pasado de la etapa experimental, y también fueron los primeros afectados por la reacción adversa. Cuando uno está acostumbrado a la fortaleza, debilitarse con tanta rapidez debe de resultar muy duro.

– El tratamiento. ¿Se refiere a la telomerasa?

Baptiste se limitó a asentir con la cabeza y consultó su reloj.

Jude quería saber cómo habían criado a los ordenanzas, además de otras cosas, pero lo que más deseaba era conseguir la pieza clave del rompecabezas. Permaneció en silencio mientras el criado negro, que había llegado con el té, servía las tazas. El periodista puso dos terrones de azúcar en la suya y Baptiste lo imitó. Mientras revolvía la infusión miró a Jude en pensativo silencio.

– Hace unos momentos nos acusaste de haber matado a gente -dijo al fin-. Estando en esa equivocada creencia, ¿nunca te preguntaste por qué no te matamos a ti?

– Claro que me lo pregunté. Oportunidades no les faltaron.

– Sí que las hubo. Nueve, si mis cuentas no fallan.

Jude no dijo nada.

– ¿Nunca se te pasó por la cabeza que esos ordenanzas, de cuyas iras acabas de ser blanco, no se proponían eliminarte? ¿No se te ocurrió que tal vez trataran de protegerte?

Jude, atónito, no fue capaz de articular palabra.

– ¿Y tampoco te preguntaste por qué no matamos a Skyler? A fin de cuentas, él nos causó muchos problemas. Su fuga supuso un gravísimo revés para nosotros y, en realidad, fue la causa de que todo el edificio se derrumbara, de que nos viéramos obligados a abandonar la isla.

– ¿Por qué respetaron su vida?

– Por ti. Porque tal vez tú tengas que vivir ciento sesenta años. Quizá te veas obligado a hacerlo. Estás señalado para representar un especialísimo papel en nuestro gran drama histórico.

– ¿El drama de la muerte de todos ustedes?

– No, todo lo contrario.

Con súbita animación, Baptiste se puso en pie y comenzó a caminar en círculos. Cuando se acercó a la luz, Jude advirtió por primera vez que el cabello del hombre no era negro, sino gris.

– ¿Qué es lo contrario de la muerte? El nacimiento, claro. Y ése es el motivo de que yo esté aquí, junto con otros cuantos, los escasos elegidos que nos hemos congregado en este lugar tan poco acogedor. Me apresuro a aclarar que no me refiero a los que van a ser operados, que sólo piensan en ellos mismos y en sus propias vidas. Me refiero a la selecta minoría, los que ya estamos listos para la siguiente etapa, para el gran avance final.

– ¿A qué se refiere?

– No te preocupes. Tú mismo serás testigo de ello.

– Pero… ¿por qué yo? ¿Cuál es ese papel esencial que, según usted, debo desempeñar?

Baptiste lo taladró con la mirada durante unos largos momentos.

– Pobre muchacho. Lo cierto es que no tienes ni idea, ¿verdad? ¿Por qué no me acompañas al piso de arriba y así podrás verlo con tus propios ojos? Pero, antes, un poco más de té.

Hizo sonar la campanilla y el criado negro regresó y les sirvió sendas tazas. Al tiempo que tendía a Jude la suya con firme mano, el criado negro lo miró fijamente y dijo:

– Tie yuh mout. Study yuh head.

– Cornelius -dijo Baptiste-. Nuestro huésped no habla gullah.

– ¿Qué pasa? ¿Qué me ha dicho?

– Cornelius es mi cocinero. Es un artista de la cocina tan consumado que lo llevo allá donde voy.

– ¿Y qué ha dicho?

– Me temo que ha sido un poco descortés. Literalmente, la traducción sería: «Cierra la boca y usa la cabeza.»

El viejo negro se inclinó sobre Baptiste y le susurró algo al oído. Éste frunció el entrecejo y se puso en pie.

– Me acaba de informar de que no disponemos de tiempo para terminarnos el té.

– Pero… ¿adonde vamos?

– Arriba. -Hizo la más breve de las pausas y añadió-: Creo que ha llegado la hora de que conozcas a Rincón.

La cirujana se sentía preocupada por lo que estaba viendo. Al principio la operación había ido bien. Había cortado limpiamente la piel y la había retirado con una simetría en la que se veía sin duda la mano del experto. Luego pasó a la siguiente etapa, abrió la cavidad torácica y amplió el corte para dejar al aire las partes superior e inferior del abdomen.

Fue entonces cuando reparó en que los órganos no tenían buen aspecto. El color del estómago era desvaído; la textura del hígado, inadecuada; y el tacto del intestino, flácido.

– No lo entiendo -dijo bajo la mascarilla-. Se supone que los clones están en perfecta condición. Para eso fueron criados. ¿Cómo vamos a trasplantar estos órganos con alguna posibilidad de éxito?

– Algo anda mal -dijo el segundo cirujano.

– Un momento -intervino la auxiliar.

Sin pedirle permiso a nadie, la mujer retiró los instrumentos que habían quedado sobre el paño blanco estéril situado sobre la parte inferior del cuerpo del paciente. Uno a uno, fue dejándolos sobre la bandeja.

– ¿Se puede saber qué haces? -preguntó la cirujana.

– Quiero verificar algo -respondió la mujer comenzando a bajar la sábana.

Primero dejó a la vista el vello púbico, luego los genitales y por último las piernas. Todos se dieron cuenta más o menos al mismo tiempo, y a todos se les hizo difícil articular palabra debido a la impresión que les produjo lo que no vieron en el muslo. No vieron el tatuaje de Géminis. Al que estaban operando no era un clon, sino un prototipo.

La auxiliar dejó caer la sábana.

– Higgins -exclamó la cirujana dándose media vuelta-. Has cometido un error. Un terrible error. Te equivocaste de paciente.

La mujer miró en torno pero Higgins no estaba en el quirófano. Se había escabullido en algún momento. La cirujana dejó el bisturí que tenía en la mano, se arrancó la mascarilla y cruzó corriendo las puertas dobles. Atravesó el antequirófano e intentó entrar en la sala de pacientes, pero la puerta golpeó contra algo. Resultaba difícil abrirla y tuvo que empujar con el hombro. Una vez logró trasponer el umbral, vio qué había bloqueado la puerta: el cuerpo de Higgins. Lo habían dejado inconsciente de un golpe, y yacía en el suelo, en pantalones y camisa a rayas. La cirujana se inclinó para tomarle el pulso y, estaba tan concentrada en hacerlo, que no comprendió por qué los que llegaban tras ella perdían la compostura y se ponían a dar voces.

En cuanto alzó la vista lo entendió todo. Vio que todas las camas que habían estado ocupadas por los clones se hallaban ahora vacías. Las sábanas estaban diseminadas por el suelo, la puerta del otro extremo de la sala estaba abierta y las gruesas correas que habían servido para inmovilizar a los clones colgaban hacia el suelo. Algunas todavía se mecían suavemente.

Tizzie llevaba casi media hora peleándose con la llave que el ordenanza había dejado puesta en el otro lado de la cerradura. Había quitado el imperdible de la parte posterior de su placa de identificación y, tras enderezar el extremo punzante, lo había insertado en el orificio tratando de alinear la llave con el hueco de la cerradura. Luego desenroscó su bolígrafo y utilizó la punta del tubo de plástico para tratar de empujar la llave hacia afuera. Le resultó difícil porque no la podía ver -tenía que usar las dos manos, y éstas le impedían distinguir la cerradura-, y porque la llave no dejaba de resbalar hacia su posición inicial.

Pero al fin lo consiguió. Notó que la llave cedía y caía al suelo. El tintineo quedó ligeramente amortiguado debido a que la llave había caído sobre la blusa de Tizzie, que ésta había pasado por debajo de la puerta, extendiéndola todo lo que pudo. Ahora, lenta y cuidadosamente, tiró de la blusa rezando porque la llave no hubiese rebotado y caído sobre las baldosas. No se creyó del todo que lo había conseguido hasta que vio asomar la redonda cabeza de la llave por la rendija inferior de la puerta.

La llave encajó perfectamente desde el interior, y Tizzie abrió la puerta en un satiamén.

Corrió por el pasillo, pasando frente a la puerta de la celda de Jude, que estaba abierta, y salió a la escalera exterior. Estaba oscureciendo. A lo lejos le pareció oír sonidos amortiguados y voces de gente, y creyó ver difusas sombras que corrían. Tendría que andarse con mil ojos.

Bajó por la escalera, corrió hacia el perímetro exterior de la base y siguió la cerca hasta llegar a la oficina de servicios generales. Entró atropelladamente, cogió el teléfono, marcó el teléfono de información de Washington, y consiguió el número del FBI.

¿Cómo se llama el tipo? Jude mencionó su nombre.

El teléfono estaba sonando.

Oh, no. Es muy tarde. No estará. No habrá nadie.

Pero alguien respondió. Tizzie recordó el hombre.

– Brantley. Señor Brantley. Ed Brantley. Es urgente.

– Un momento, por favor.

Y luego, para asombro de la joven, el hombre se puso al aparato. Y si no sonó como si estuviera en un lugar tan lejano como Washington, fue porque estaba mucho más cerca.

En lo alto de la escalera, el olfato de Jude fue asaltado por un olor fuerte, medicinal, que nada tenía de agradable.

Baptiste lo había conducido hasta el piso de arriba. Subió apoyando la mano derecha en la barandilla mientras con la izquierda conducía a Jude por el codo, lo cual resultaba curioso, teniendo en cuenta que Baptiste era el más débil de los dos. El viejo parecía nervioso. Doblaron una esquina y se metieron por un corredor. Baptiste apretó de pronto el paso, como si tuviera prisa, hasta que llegaron ante una puerta, en la que apoyó una oreja. Quedó unos momentos a la escucha; a Jude le pareció oír extraños sonidos en el interior, quizá un gemido. Luego reinó el silencio. Lenta y cuidadosamente, Baptiste hizo girar el tirador.

La habitación estaba anegada de luz, tanto que al principio Jude apenas pudo ver nada. En cada uno de los cuatro rincones había un foco montado sobre un soporte, y todos apuntaban hacia el centro de la habitación. Había una cama extragrande de matrimonio, cubierta por sábanas tan blancas que parecían refulgir. En el centro de la cama, semirrecostada, yacía una corpulenta mujer empapada en sudor y cuyos largos cabellos, como los de Medusa, se extendían sobre las almohadas que tenía tras de sí. Cuatro personas la atendían, y una de ellas le enjugaba el sudor con un paño frío.

Era una escena absurda. A un lado había un trípode que sostenía una cámara de vídeo apuntada hacia la cama. Contra la pared de la derecha de la puerta había una gran pantalla en la que aparecía la misma imagen en color. En la pared más distante había un lavamanos y una mesa cubierta con un paño blanco en la que había varios implementos médicos, entre ellos una incubadora. En la pared frontera, visible desde la cama, había un terrario de metro veinte de altura, con arena, ramas y un cactus. Para asombro de Jude, una de las ramas se movió, y en ese momento se dio cuenta de que se trataba en realidad de un gran lagarto cornudo.

La mujer gimió y encajó los dientes. Lo primero que a Jude se le ocurrió fue que se estaba muriendo, pero entonces advirtió la gigantesca tripa, la inmensa mole de carne que parecía iniciarse en el pecho y llegar hasta los muslos. En ese momento, todo encajó. Estaba preñada y en los dolores del parto. Aquélla era la mujer que Tizzie había visto. Y allí estaba el médico que había descrito, tomándole nerviosamente el pulso a la paciente.

La mujer lo miró. No sonrió, pero frunció los viejos párpados, arrugó la frente como si lo reconociera, y le hizo seña de que se aproximase. Él avanzó hacia la cama, y el obsesivo olor a antiséptico se hizo más fuerte. Cuando estaba a menos de medio metro, el cuerpo de la mujer pareció brincar, como si un cable invisible hubiera tirado del ombligo. Lanzó un grito largo y penetrante que casi ensordeció a Jude. Éste retrocedió un paso. Los asistentes se acercaron más a ella, le secaron la frente, le tocaron el brazo. El momento pasó y el grito se extinguió.

Jude volvió a acercarse. Ella alzó la vista hacia él y los ojos de ambos se encontraron. De pronto el periodista recordó algo, la descripción que había hecho Tizzie de los ojos de la embarazada que, según su amiga, eran como dos brasas adheridas a un bloque de arcilla y parecían taladrar hasta el alma con su mirada. Él también se sentía como hipnotizado por ellos. Y fue entonces cuando la comprensión comenzó a alborear en él, y se dio cuenta de que la horrible verdad no tardaría en iluminar cegadoramente todo el cielo.

A su espalda, Baptiste dijo algo que Jude oyó difusamente, como si sonara muy lejos.

– Jude, te hallas en presencia del doctor Rincón. Éste es Rincón.

– Acércate -dijo una voz profunda y resonante que procedía de la mole de carne, sudor y dolor-. Acércate para que pueda verte bien. Ha pasado tanto tiempo… Rincón es una mujer.

Jude se aproximó hasta rozar la cama con las rodillas. La mujer alargó una mano, una mano ancha y gruesa, y tocó la suya. El contacto no fue frío, sino cálido, casi -así le pareció a Jude- ardiente.

Se percibía un fuerte olor, acre, casi antiséptico. -¿Comprendes? -preguntó Rincón en tono amable, casi amoroso.

Él, incapaz de hablar, negó con la cabeza. -Me alegro de que al menos estés aquí, de que presencies este momento.

Otra oleada de dolor se apoderó de ella, le hizo arquear la espalda, levantar el cuerpo y lanzar otro largo y estremecedor grito. Luego, exhausta, volvió a quedar en silencio. Tras una pausa, abrió de nuevo los ojos y siguió hablando como si no hubiera pasado nada.

– Tú tenías que desempeñar un papel especial. Durante todo ese tiempo, no he dejado de pensar en ti. Por eso te buscamos. Por eso te protegí incluso cuando estabas fuera del grupo. Por eso deseaba que estuvieras conmigo en estos momentos. Jude seguía sin entender. ¿Por qué yo?

– Quería que presenciaras el nacimiento virginal. Otro paroxismo volvió a enviar a Rincón a la isla de dolor que no parecía sino alejarla más y más del dormitorio. Esta vez, la mujer tardó aún más en abrir de nuevo los ojos. -No me gusta cómo va esto -dijo el médico. Le puso a Rincón un electrodo sobre el corazón y otro sobre el abdomen. El sonido de los dos monitores marcando ritmos separados llenó la habitación. Jude se volvió y vio el movimiento de piernas y brazos en la pantalla de vídeo, cuya cámara estaba enfocada hacia el abdomen de la mujer.

Rincón dejó de agitarse y se llevó la mano de Jude a la mejilla.

– ¿Por qué yo? -preguntó Jude.

Ella lo miró.

– Porque tú fuiste el primero. Porque tú eras mi príncipe. Cuando tu padre te arrancó de mi lado, me llevé el mayor disgusto de mi vida.

Y en aquel momento la verdad completa pareció desplomarse sobre él, como una enorme ola. La había visto venir desde lejos, pero se había negado a prestarle atención, y ahora surgía aparentemente de la nada y lo dejaba totalmente anonadado.

– Hijo mío -dijo ella-. Eras un bebé tan precioso. Tus manos eran tan pequeñas… me encantaba cuando tus dedos se cerraban en torno a los míos. -Alzó un único dedo y le pidió-: Vuelve a darme la mano. Él lo hizo horrorizado.

Su madre comenzó a gritar de nuevo. Jude notó que le clavaba los dedos en la mano y que las uñas le desgarraban la palma. Los monitores resonaban como tam-tams. El médico lo hizo a un lado. -Apártese. Esto es serio.

Jude se dirigió a un rincón y se quedó mirando las espaldas de los médicos y enfermeras que se afanaban en torno a la cama y los difusos movimientos que aparecían en la pantalla. Baptiste se colocó junto a él.

– Bueno, ahora ya lo sabes. El hombre parecía preocupado, angustiado. -¿Qué significa eso que ha dicho del nacimiento virginal? -Pues eso. No existe padre. Ella se fecundó con un embrión que contenía su propio ADN. -¿Cómo? ¡Eso es imposible! -No lo es en absoluto. -Pero eso significa que ella… -Sigue.

– Se está pariendo a sí misma.

– En efecto. Una réplica exacta. Un nuevo ser. Todo va a comenzar de nuevo. Será un momento maravilloso para el Laboratorio. El momento supremo.

En aquel instante, Rincón volvió a gemir y arqueó de nuevo la espalda. De pronto, quedó en silencio, hinchó las mejillas, clavó los talones en la cama y empujó con todas sus fuerzas. No sucedió nada.

– Es excesivamente vieja -gritó el médico-. El bebé es demasiado grande. Es inmenso.

Jude miró hacia la pantalla. Por entre las arrugadas piernas de Rincón asomaba una oscura cresta, la parte superior de una cabeza. Después desapareció y por la vagina salieron torrentes de sangre y de agua. Rincón jadeó estranguladamente.

Baptiste agarró el brazo de Jude.

Cinco minutos más tarde, el médico decidió operar. Anestesiaron a Rincón, le hicieron la cesárea y alzaron el bebé con el cuidado con que hubiesen alzado una carga de dinamita. Jude no soportó mirar la pantalla de vídeo. Baptiste estaba derrumbado en un sillón, con la cabeza entre las manos.

El sonido del monitor principal se hizo primero más pausado y luego cesó por completo. Sin él, la sala pareció extrañamente silenciosa. El médico recurrió a todo para salvarla. Le dio oxígeno extra y le inyectó adrenalina. Incluso probó a golpearle el pecho para activar el corazón, pero esto resultó contraproducente, ya que hizo aumentar el flujo de sangre que salía por la cavidad abierta.

– Apagad la cámara -gritó Baptiste.

Rincón aún no estaba muerta.

Abrió ligeramente los ojos y miró de nuevo a Jude. En su mirada había algo más que dolor. Jude trató de interpretar lo que decía. La expresión hipnótica había desaparecido y había sido sustituida por otra cosa, más sencilla y humana. Pero… ¿qué? ¿Remordimientos? ¿Vergüenza? ¿Orgullo? ¿Temor? ¿Amor?

Quizá todo ello.

Los ojos se cerraron y, tras un estremecimiento final, la cabeza de Rincón cayó hacia un lado.

El doctor miró a su paciente con los ojos muy abiertos. La mujer estaba muerta. El médico dejó de intentar salvarla.

Las enfermeras formaban corro en torno al bebé. Por la actitud de las mujeres -parecían no querer acercarse mucho, lo miraban y luego apartaban la vista- era evidente que algo andaba terriblemente mal. Jude se acercó y tuvo un breve atisbo de la criatura, pero el cuerpo de una enfermera le impidió seguir viendo, y él no probó a mirar de nuevo. Ya había visto lo suficiente de la gran y deforme criatura cuyos ojos permanecían cerrados, como si estuviera dominada por la furia.

Se dijo que era extraño que, aunque estuviera muerta, nadie prestase atención a Rincón.

La miró por unos momentos y pensó que poseía una cierta belleza. Luego alzó la sábana y tapó el rostro de su madre.

Los clones siguieron al pie de la letra las órdenes de Skyler. Corrieron al salón de actos y atrancaron las puertas, de modo que dejaron a los prototipos encerrados dentro. Apilaron tal cantidad de cosas contra las puertas -escritorios y sillas, troncos, bloques de hormigón, motores de coches procedentes de los talleres- que la huida resultaba totalmente imposible.

Varios de los clones se encaramaron por la fachada del edificio para mirar hacia dentro por las ventanas. Trataban de encontrar a sus prototipos y, cuando lo conseguían, los señalaban con gran nerviosismo.

La aparición de Tizzie y Jude, surgidos de entre las sombras del anochecer y procedentes de direcciones distintas, creó toda una conmoción. Los clones se congregaron en torno a ellos, mirándolos y hablando unos con otros.

Aún estaban en ello cuando se oyeron las sirenas. En la base comenzaron a entrar coches patrulla con las luces refulgiendo. En cuanto se detuvieron con un fuerte sonido de frenos, de los vehículos se apeó gran cantidad de policías de uniforme y de paisano.

Uno de ellos se fue directamente hacia Jude y Tizzie.

– ¿Están ustedes bien?

– Más o menos -respondió Jude.

– Soy Brantley -dijo el agente alargando la mano.

– Yo soy Jude.

– Lo suponía.

– Y yo soy Tizzie.

– Ya. Menos mal que nos telefoneó.

– ¿Cómo han llegado tan pronto? -preguntó Jude.

– Estábamos en Savannah cuando llamó -contestó Brantley señalando hacia Tizzie-. En la prensa vimos el anuncio del grupo Milenio. Es una suerte que mencionara usted el nombre del grupo. Usted se lo dijo a Raymond, y él me lo dijo a mí.

– A Raymond no se le escapaba nada.

– No, nada.

– ¿Y los otros tipos? -preguntó Jude-. El grupo Eagleton.

– Después de matar a Raymond, decidieron esconderse. Pero estoy seguro de que terminaremos dando con ellos. Los archivos nos dirán quiénes son, y todos se pasarán una buena temporada a la sombra. -Tras una pausa, el federal añadió-: Y ahora en Nueva York está vigente la pena de muerte. Me gustaría que la utilizaran, y me gustaría que el tipo que mató a Raymond fuera el primero en ir al patíbulo.

La policía retiró los muebles y enseres apilados contra las puertas, abrió éstas y efectuó los arrestos. Uno a uno, los prototipos fueron saliendo con las manos esposadas, y fueron obligados a montar en los coches celulares que esperaban. Los prototipos eran tantos que los coches tuvieron que hacer varios viajes. Unos cuantos -entre ellos los cirujanos y las enfermeras- permanecían esposados bajo un roble. Tenían un extraño aspecto, como si se dispusieran a efectuar una excursión dominical.

Una ambulancia se llevó a Rincón. Baptiste necesitó una camilla. Los dos ordenanzas se rindieron mansamente y permanecieron juntos en la trasera de un coche patrulla, esposados el uno al otro, imágenes en espejo.

Brantley bajó al sótano y cuando regresó parecía preocupado.

– Sabotearon los ordenadores -dijo-. Han borrado todos los archivos y documentos, e incluso han destrozado los aparatos. Eso hará que resulte más difícil llevarlos ante los tribunales.

Jude sonrió por primera vez en mucho tiempo.

– Copié lo más importante en un disquete. Pero si lo quieren, tendrán que pagar su precio.

– Dígame sus condiciones.

Jude lo hizo. Luego, Brantley y él se estrecharon las manos y el periodista metió la mano en el bolsillo y sacó el disquete.

Skyler no aparecía y Tizzie estaba preocupada. La joven lo había buscado por todas partes: en los barracones, en el hospital, en el comedor, en las oficinas. Jude colaboró en la búsqueda y el FBI también, pero no lo encontraron por ninguna parte.

Ya había oscurecido y en el cielo brillaba una gran luna amarilla que de cuando en cuando quedaba parcialmente oculta por finas masas de nubes.

Jude acababa de encender un cigarrillo, Brantley estaba hablando por un teléfono móvil y Tizzie, nerviosa, se hallaba junto a ellos cuando entre las sombras se materializó la figura de un fornido hombretón que les indicó que lo siguieran. Era el cocinero gullah.

Los condujo hasta la parte posterior de la residencia del comandante de la base. Una puerta trasera conducía al sótano del edificio. Descendieron unos escalones y llegaron hasta la puerta de la habitación del negro, que estaba pulcramente decorada. Contra la pared había una cama cubierta con una colcha de retales. Skyler estaba tumbado encima con los ojos cerrados.

Tizzie se abalanzó sobre él. Jude le tocó la frente y Brantley le tomó el pulso. El federal sacó de nuevo su teléfono y lo utilizó para llamar a una ambulancia.

– No tiene buen aspecto -dijo.

Jude no pudo sino estar de acuerdo. Tizzie se sentó en el borde de la cama, le cogió la mano y rezó en silencio.

Cuando llegó la ambulancia, Tizzie montó en el vehículo con él y lo acompañó sentada en una banqueta de la parte trasera. Brantley llevó a Jude en su coche. El hombre se quedó en el hospital esa noche y la siguiente, junto con Tizzie, mientras los médicos administraban a Skyler grandes dosis de medicamentos para el corazón. Los doctores dijeron que no sabían qué podía ocurrirle. Todo aquello era demasiado nuevo para ellos. Lo único que podían hacer era esperar.

En mitad de la larga vigilia, Jude miró a Tizzie, que parecía demacrada y tenía los ojos cerrados. Jude deseaba con todas sus fuerzas que Skyler se recuperase. Pero también sabía que debía hacer una pregunta.

– Tizzie -dijo.

Ella abrió los ojos.

– Pronto tendré que volver a Nueva York. ¿Tienes decidido qué vas a hacer tú?

Tizzie negó con la cabeza, pero sus ojos relucientes le dieron a Jude una respuesta distinta.

Jude pensaba que se sentiría peor, sin embargo, por algún extraño motivo, la cosa no fue tan dura. A fin de cuentas, no era ninguna sorpresa, pues siempre supo que ella se sentía atraída por Skyler. Esperaba que fuera porque Skyler se parecía mucho a él.

Pero resultó que se debía a lo distinto que Skyler era de Jude.