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CAPÍTULO 1

Skyler y Julia avanzaron sigilosamente hasta la puerta del sótano de la casa grande y miraron a su alrededor para cerciorarse de que nadie los vigilaba. La brisa estremecía el húmedo aire y agitaba los líquenes que colgaban de los viejos robles, cuyas copas se cerraban sobre lo que antaño fuera la avenida principal… produciendo un seco y susurrante sonido.

Al menos, estaba anocheciendo, lo cual significaba que serían difíciles de detectar a la sombra de la vieja mansión… aunque no tan difíciles si alguien aparecía por la parte posterior del edificio.

Skyler sentía el temor como un hormigueo en la ingle, y desde allí se extendía hacia el estómago y llegaba hasta los brazos y las piernas.

Esto es una locura, pensó.

Si los sorprendían… Ni siquiera alcanzaba a imaginar cuál sería el castigo. Nada similar a esto había ocurrido nunca en el Laboratorio.

No sabían a ciencia cierta lo que iban a hacer. Realmente, no tenían más plan que introducirse en la sala de archivos y, una vez allí, tratar de encontrar algo que les aclarase lo que le había ocurrido a Patrick. Tenían que intentarlo, tenían que tratar de encontrar alguna pista, pues de lo contrario el motivo de su desaparición nunca se conocería. Seguiría siendo un misterio para siempre, como el de otros que se esfumaron de la isla para no volver.

Aquel mismo día por la mañana, parecía que Patrick se encontraba bien. Desayunó con los otros del grupo de edad y se fue a gimnasia y luego a ocuparse de sus tareas. Pero a primera hora de la tarde comenzaron a circular rumores: lo habían convocado para un reconocimiento médico, pero no para el rutinario examen semanal sino para un reconocimiento médico especial. Eso era indicio de que algo anómalo ocurría, tal vez de que habían descubierto que Patrick tenía alguna terrible enfermedad. Y efectivamente, los médicos mayores convocaron una reunión antes de la cena para informarles de que a Patrick «lo habían reclamado». Como siempre, la frase fue pronunciada de modo ambivalente: con tristeza, sin duda, ya que los médicos querían a Patrick lo mismo que a todos los demás, pero también con una nota reverente, como si Patrick hubiera hecho una especie de noble sacrificio.

Al llegar a la puerta, Skyler se acercó más a Julia. Percibió la familiar fragancia de su cabello y eso hizo aumentar su determinación. Cogió el tirador y lo hizo girar lentamente. No ocurrió nada. Sujetó el tirador con firmeza, alzándolo al tiempo que empujaba suavemente la puerta con la otra mano y, de pronto, la puerta cedió. Así que no estaba cerrada. Era lógico: los rectores del Laboratorio no estaban preocupados por la seguridad.

A fin de cuentas, ¿quién iba a ser lo bastante estúpido como para abrirla?

Se deslizó sigilosamente al interior y escuchó a su espalda los ligeros pasos de su compañera. Julia respiraba entrecortadamente. Cuando él cerró la puerta, las sombras se abatieron sobre ellos. Por encima de sus cabezas, oyeron pasos que hacían crujir las viejas tablas del suelo y un tenue murmullo de voces. Skyler aguzó el oído, pero no fue capaz de identificarlas. Una era aguda y se parecía un poco a la de Baptiste cuando estaba nervioso o furioso. Skyler experimentó un tropel de complicadas emociones y una extraña sensación de nostalgia. ¿Qué ocurriría si, simplemente, fuesen arriba y exigieran una explicación satisfactoria? Miró brevemente al exterior. El viento había arreciado y los líquenes oscilaban colgando de las ramas de los viejos robles. Sobre la isla estaba cayendo el crepúsculo.

¿Qué buscamos?

Julia ya se hallaba al otro lado de la habitación. Él fue rápidamente hasta una fila de archivadores y tiró de uno de los cajones, pero éste no se abrió. Skyler vio que estaba cerrado mediante una larga barra de hierro que corría por toda la parte delantera y se encontraba sujeta a uno de los laterales por medio de un candado. Miró curiosamente a su compañera. Ella conocía el lugar, la sala de archivos, por sus tareas ocupacionales de la tarde. Julia iba allí a quitar el polvo y a poner orden, aunque, como es natural, no le estaba permitido tocar las máquinas ni los archivadores, ni tampoco los gruesos libros de texto que llenaban las estanterías. No obstante, mientras recargaba las impresoras, amontonaba papeles y fregaba los suelos, se había fijado en muchas cosas. Había tomado por norma observar cuidadosamente a los operarios del ordenador y en una ocasión, a solas, incluso intentó poner en funcionamiento el aparato.

Sin que Skyler lo advirtiese, ella ya se había sentado frente al ordenador. Pulsó una tecla e inmediatamente un verdoso resplandor inundó la sala. ¡Maldición! ¡Aquello no lo tenían previsto! Julia se quitó la camisa. ¿Qué está haciendo?, se preguntó Skyler, pero en seguida comprendió. Julia cubrió la pantalla con la camisa y luego metió la cabeza debajo. El resplandor quedó amortiguado por la tela.

Skyler se apartó y quedó montando guardia con la espalda contra una pared. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra y estudió la sala. Las paredes interiores estaban talladas en la roca y encaladas, mientras que los muros exteriores estaban construidos con bloques de hormigón ligero. El suelo era de linóleo, y las planchas de insonorización del techo tenían parduscas manchas de humedad en un rincón. El mobiliario era escaso: el ordenador al que Julia estaba sentada y otro situado sobre un sencillo escritorio de madera, archivadores metálicos, una estantería, una lámpara de pie y un sillón de piel sintética con un desgarrón en uno de los brazos.

Miró a Julia, que ahora que tenía algo concreto que hacer parecía extrañamente sosegada, y admiró su sangre fría. Él jamás había puesto el pie en la sala de archivos, y se sentía como si hubiese entrado sin autorización en una zona prohibida.

Observó las ventanas tratando de ver algún movimiento en el exterior, aunque sabía que el auténtico peligro se hallaba más cerca: en la escalera. Si los descubrían, probablemente sería porque el propietario de alguna de las voces que sonaban arriba decidía de pronto bajar. ¿Y si algún ordenanza necesitaba algo de allí? Trató de no pensar en ello. La cabeza de Julia seguía oculta; casi la oía pensar mientras oprimía las teclas probando distintas combinaciones. Luego ella retiró la camisa de la pantalla y lo miró con un fantasmal resplandor bañándole las mejillas.

– Acércate, Sky -susurró.

Fue presuroso junto a ella y, por encima de su hombro desnudo, vio la pantalla en blanco.

– No puedo hacer nada -dijo Julia angustiada-. No sé manejar el aparato. Es inútil.

Apagó el ordenador. El verdoso resplandor se encogió hasta no ser más que un punto y luego desapareció por completo. Julia se levantó y se puso de nuevo la camisa. Skyler, tras mirar por última vez hacia el exterior, se aproximó a la segunda puerta de la sala. Desde el momento en que la vio, supo que tendría que abrirla. Sospechaba que conducía a un lugar acerca del cual venía escuchando rumores desde tiempos inmemoriales. Cuando eran niños, aquel sitio había tenido un lugar preeminente en los sombríos rincones de sus temerosas fantasías.

Hizo girar el tirador de latón.

En el centro había una blanca mesa metálica, con lámparas cenitales sobre ella que producían una brillante luz. El suelo tenía una ligera inclinación que conducía a un desagüe. Junto a las paredes había gran cantidad de gabinetes llenos de instrumental médico. En un rincón, junto a una cama, botellas de gas con tubos de goma y una máscara. Skyler jamás había visto una sala que estuviese tan inmaculadamente limpia.

Entró en la sala lentamente y Julia lo siguió. Hacía calor y olía a cerrado. Había otra puerta más, gruesa y pesada, como la de un frigorífico para carne. Cruzó la estancia y asió el tirador de la puerta. Ésta se abrió en seguida, hacia adentro, revelando un negro hueco. Skyler encontró un interruptor y lo accionó. Un blanco resplandor lo cegó momentánea y piadosamente hasta que al fin logró enfocar la vista en la terrible imagen que tenía ante sí. Allí, tendido sobre mesa de mármol, había un cuerpo.

Al principio le pareció una pequeña estatua, pálida y encogida en una postura extraña. Yacía de espaldas. Los pies estaban apuntando hacia fuera, como en posición de reposo. Bajo el cuello y extendiéndose en pequeños círculos en torno a las axilas, había una zona coloreada por un extraño tinte amarillo verdoso. Los genitales masculinos, echados hacia un lado, estaban hinchados, llenos de fluido. Skyler trató de no mirar el pecho, pero sus ojos eran inevitablemente atraídos hacia él. El pecho no existía. En su lugar había un hueco, una hendidura, como la de un pescado destripado. A ambos lados pendían recortados pedazos de piel, como postigos de una ventana, y la caja torácica se había colapsado hacia dentro en torno a un oscuro orificio rodeado por un rojo cerco de sangre seca.

Era Patrick.

Skyler respingó al tiempo que Julia se colocaba a su altura y le rozaba el brazo. Notó el envaramiento del cuerpo de ella cuando vio el cuerpo, y oyó que la respiración se le cortaba.

– Mira -exclamó Skyler con voz estrangulada-. El corazón no está.

Notó que Julia volvía a respirar. Permanecieron unos segundos observando mudamente el cadáver.

– Pero… ¿por qué? -preguntó ella al fin.

Él no supo responder.

Volvieron sobre sus pasos, apagaron la luz y cerraron la puerta. En la sala de archivos, Skyler montó guardia mientras Julia examinaba con manos temblorosas el escritorio y el ordenador, asegurándose de que no quedaban vestigios de la presencia de ambos. Cuando llegaron al exterior y cerraron la puerta tras de sí, miraron rápidamente en torno para cerciorarse de que no había moros en la costa.

Corrieron tan de prisa como les fue posible y no se detuvieron hasta haberse adentrado en el bosque. Ni siquiera allí, en el que para ellos había sido el único refugio seguro de toda la isla, se sentían ya a salvo.

Se detuvieron jadeando. Ella se sentó en el suelo y él se recostó en un árbol. Cuando habló, Julia lo hizo en voz tan baja que él podía seguir percibiendo los rumores de los pequeños animales que se movían entre la maleza; intentó escuchar al tiempo la voz y los sonidos.

– No lo entiendo -dijo Julia-. ¿Por qué tuvieron que vaciarlo de ese modo? ¿Qué enfermedad tenía?

– No lo sé, pero era algo mortal. Rápido y mortal.

– ¿Y cómo lo sabemos?

– ¿Por qué, si no, iban a cortarlo de ese modo?

– ¿Crees que sufría alguna terrible enfermedad?

– Quizá sea eso lo que tratan de averiguar.

– ¿Será infecciosa? ¿Nos habremos contagiado?

– Sólo estuvimos allí unos segundos.

– Le faltaba el corazón, ya lo viste. ¿Dónde está? ¿Para qué se lo habrán llevado?

– No lo sé… Tal vez lo estén analizando o algo así.

Al escuchar su propia voz, Skyler se dio cuenta de que le faltaba convicción.

– No sé -dijo Julia, que se puso en pie y comenzó a pasear dando vueltas-. Esto es horrible… y me da miedo. Hay tantas cosas que no sabemos… Pero algo está ocurriendo.

Skyler supo a qué se refería su compañera. Durante meses, las dudas y las sospechas de Julia habían ido aumentando a ritmo aún más rápido que las de él. Y cuando se veían en sus reuniones secretas, unas reuniones que a ambos les parecían cada vez más y más arriesgadas, ella, tarde o temprano, abordaba el tema que se estaba convirtiendo en su obsesión.

– Patrick no es el primero que ha muerto… -reflexionó Julia, y Skyler agradeció que no llamara a Raisin por su nombre-. Ni tampoco es el primero en ser convocado a un reconocimiento médico especial. ¿Por qué nunca descubren nada malo en los reconocimientos médicos normales?

– Pues no sé. A veces sí que lo descubren.

– Pero no siempre. ¿No ves que parece como si ellos supieran de antemano que algo anda mal?

Lo veía. Y, como frecuentemente le ocurría, advirtió que lo había visto sin verlo; que la idea andaba ya en algún recoveco de su mente, sólo que él no se había molestado en examinarla hasta que Julia le había llamado la atención sobre ella. Julia era así, de mente rápida e inquisitiva. Era capaz de hacer frente a realidades que él trataba de eludir.

Asintió con la cabeza y la miró en la penumbra. El largo cabello le colgaba en mechones sobre las mejillas. Sus brazos le parecieron pálidos cuando los tendió hacia él.

– Es horrible -dijo-. Simplemente horrible.

La atrajo hacia sí y los dos quedaron fuertemente abrazados. Habían hecho aquello centenares de veces, pero aún, al primer contacto, seguía habiendo aquella descarga… lo prohibido. El Laboratorio no permitía el contacto entre chicos y chicas, y ahora que ya eran mayores, la prohibición estaba complementada por un castigo tan severo que nadie sabía en qué consistía, pues nadie había violado jamás la norma. Hasta que ellos lo hicieron.

Skyler comenzaba a calmarse y se dio cuenta de que no había dejado de temblar desde que había descubierto el cuerpo de Patrick.

– Tenemos que volver -dijo ella apartándose y mirándolo a los ojos-. En los dormitorios notarán nuestra ausencia. ¿Y si viene alguien?

Skyler se daba cuenta de que Julia tenía razón, de que lo que estaban haciendo era peligroso, pero no deseaba separarse de ella. Le desagradaba la perspectiva de quedarse a solas con sus pensamientos.

Caminaron juntos tomados de la mano todo el tiempo que se atrevieron, hasta llegar a las inmediaciones del campus. Allí se separaron y se dirigieron a sus respectivos barracones, pasando ante la lejana casa grande. La luna llena ascendía sobre el horizonte y Skyler distinguió la mansión por entre las sombras de los robles que la rodeaban. Los líquenes que colgaban de las ramas oscurecían la fachada, pero la luna se reflejaba en las ventanas superiores dando la sensación de que éstas se hallaban iluminadas por dentro.

Skyler se volvió un momento a mirar hacia atrás y vio a Julia deslizándose desde detrás de un árbol hasta el pedestal de la estatua de una diosa griega. Iluminada por el resplandor de la luna, su imagen grácil y vulnerable se le quedó grabada en la cabeza para siempre.

Tumbado en el fino colchón que cubría su camastro de madera, Skyler escuchaba los sonidos de las respiraciones de los que dormían a su alrededor, algo que llevaba toda la vida escuchando. Trataba de no pensar en Patrick. Casi le parecía que los ritmos estaban ligeramente alterados, que se notaba la ausencia de uno de ellos.

Estaba seguro de que habría un servicio fúnebre y Baptiste pronunciaría unas palabras, como lo había hecho en otros servicios. Skyler tampoco quería recordar aquellos otros servicios.

Tratando de distraerse, pensó en el pasado, cuando él era joven y todo era distinto. La isla era para él un universo inexplorado. Cómo le encantaban aquellos paseos científicos por el bosque, para conocer las plantas y los insectos. Qué feliz se había sentido en las señaladas ocasiones, como el cumpleaños de Baptiste, en las que las puertas de la casa grande se abrían para ellos. Cómo le encantaban las noches que pasaban a la intemperie observando los cielos a través de telescopios para conocer las estrellas; por las mañanas, al despertar, se quedaba quieto e inmóvil, identificando a los pájaros por sus trinos y contemplando cómo los primeros y pálidos rayos del sol rielaban sobre las aguas.

A los pequeños les llamaban jiminis, aunque nunca les habían explicado el origen ni el significado de tal palabra. Todos eran más o menos de la misma edad, con un par de años de diferencia como máximo, por lo que se sentían especialmente unidos.

Durante los años de infancia, en el Laboratorio se sintieron seguros y bien. Ni a Skyler ni a ninguno de sus compañeros se les ocurrió nunca preguntarse por qué ellos no tenían padres, aunque sabían que los niños del continente -«del otro lado»- sí los tenían. Les decían que, en realidad, los médicos mayores eran sus padres, y que eran muy afortunados por tener «veinte padres en vez de dos», veinte venerables figuras que atendían a los niños según principios científicos y los trataban a todos por igual.

Y, en cualquier caso, Skyler y los otros jiminis eran especiales. Eran «pioneros de la ciencia», partícipes de un nobilísimo experimento. En aquel paraíso isleño vivirían largas y fructíferas existencias, bajo un régimen de pureza mental y salud corporal. Con suerte, nunca conocerían «el otro lado», aquel vertedero de contaminación y violencia. «El otro lado» sólo lo conocerían a través de las películas y los programas de televisión que, en ocasiones especiales, les permitían ver.

Pero la isla no era un completo paraíso. Estaban los interminables reconocimientos médicos, las píldoras y las vacunas, las muestras de sangre y orina, la calistenia y las normas que prohibían practicar juegos que encerrasen riesgos de lesiones físicas. Y luego estaban también los ordenanzas, tres en total, y los tres parecidísimos y con el mismo peculiar mechón blanco en el cabello, que los mandaban como severos hermanos mayores. Resultaba difícil no sentir antipatía hacia ellos.

Skyler recordaba con claridad el lejano momento, ya hacía de ello más de diez años, en que comenzó a sentir las inquietudes. Tenía por entonces catorce años. Como tantos otros de sus recuerdos, aquél también estaba ligado a su mejor amigo, Johnny Ray, o Raisin, como el propio Skyler le había apodado.

Empezó un día de verano, tras la clase de ciencias en el aula de conferencias, una gran estructura diáfana de madera que se alzaba sobre bloques de hormigón. Aunque las ventanas de ambos lados se encontraban abiertas, el cálido y denso aire apenas se movía. Por encima de la pizarra había un dístico escrito con elegante caligrafía:

La Naturaleza y sus leyes yacían ocultas en la noche; Bacon dijo «¡Hágase Newton!», y todo se iluminó.

Habían recitado al unísono la Primera Ley de Rincón, llamada así porque tal era el nombre del fundador del Laboratorio, el doctor Rincón, que no vivía en la isla y al que ellos sólo conocían por sus enseñanzas y sus investigaciones: «Sólo la vida humana es sagrada; su protección y su prolongación son nuestra gran tarea.» Las enseñanzas científicas les eran repetidas machaconamente, y ellos las aprendían recitándolas y memorizándolas. Aprendieron la tabla periódica de elementos, el nombre de cada parte del cuerpo, los reinos biológicos y las distintas familias de lenguas, todos los planetas conocidos de todos los sistemas solares conocidos, e incluso los códigos de cuatro letras de las secuencias de ADN relacionadas con ciento veinte genes de enfermedades. Aquel día en particular les devolvieron corregidos los ejercicios del último examen. Casi todos recibieron notas altas. Fuera del aula de conferencias, Raisin llevó aparte a Skyler.

– Supongo que te das cuenta de que todo esto es una farsa -dijo Raisin.

– ¿El qué?

– Los ejercicios, las notas. Ni siquiera leen lo que escribimos.

– ¿Cómo lo sabes?

– Hice una prueba. A partir del tercer párrafo, no puse más que tonterías, verdaderos disparates.

Mostró su ejercicio y la nota que habían escrito al final:

MUY BIEN.

– No creo que les interese si aprendemos o no. ¿Tú nunca lo has pensado?

Skyler se dio cuenta de que sí, de que algunas veces le había dado esa sensación, aunque nunca la había expresado con palabras.

– Pero, entonces, ¿para qué nos enseñan?

Raisin se encogió de hombros.

– No lo sé. Quizá para tenernos ocupados.

Durante los días que siguieron, Raisin no dejó de despotricar de las restricciones que limitaban sus vidas: los libros de las bibliotecas que no podían leer porque eran «inadecuados», los programas que la televisión anunciaba pero que ellos no podían ver, juegos de riesgo a los que no podían jugar, las preguntas que los maestros médicos jamás contestaban.

Una calurosa tarde, a través de las ventanas abiertas, les llegaron, como no era raro que sucediese, lejanos gritos arrastrados por el viento, los sonidos de niños pequeños jugando en la guardería. La guardería era una pequeña isla cercana a la que se podía llegar a pie cruzando un banco de arena cuando la marea estaba baja. Pero a los jiminis no se les permitía ir allí. Ni tampoco los niños pequeños eran llevados nunca al continente.

– ¿Nunca se te ha ocurrido preguntarte por qué no los vemos nunca? -le preguntó Raisin más tarde-. ¿Qué habría de malo en que los viéramos?

Había en la isla otro grupo, al que a los jiminis sí les estaba permitido tratar: el gullah, una pequeña comunidad de personas de raza negra. Skyler y Raisin habían oído -aunque no sabían dónde- que se trataba de descendientes de esclavos, y que muchos años atrás habitaban la mitad meridional de la isla. Ahora apenas eran una docena, en su mayoría pescadores que vivían en cabañas en la costa occidental. Algunos abastecían de pescado a la casa grande, y los jiminis se sentían fascinados por esos seres que, silenciosos y rodeados de misterio, caminaban por los senderos transportando relucientes pescados envueltos en grandes hojas con forma de abanico arrancadas de las palmeras.

– Ellos tienen barcos -dijo Raisin-. ¿Por qué nosotros no los tenemos? ¿Por qué la única embarcación que hay en el Laboratorio permanece encerrada en el cobertizo para botes?

Al final, Skyler se irritó y le exigió a Raisin que dejara de hacer preguntas absurdas e inquietantes.

– ¿A qué vienen tantas preguntas? -gritó.

– Se supone que las preguntas forman parte de la ciencia -contestó Raisin con una sonrisa-. Se llama el método científico, ¿recuerdas?

Y luego, poco a poco, fueron sucediendo una serie de cosas extrañas. Skyler también comenzó a hacer preguntas. A hacérselas a sí mismo. Al principio fueron preguntas pequeñas. Luego llegaron otras mayores.

Un domingo por la mañana, durante el Dogma, con la vista alzada hacia Baptiste, tuvo una extraña sensación. Hasta hacía bien poco, el Dogma lo había embelesado. Los servicios habían dado forma a su semana del mismo modo que la ciencia daba significado a su vida. Aun antes de que comprendiera el pleno significado de las palabras, le encantaba escuchar a Baptiste recitarlas, comenzando en tono bajo para luego ir alzándolo y terminar prácticamente a gritos y agarrado con ambas manos a los laterales del atril. Skyler lo contemplaba hechizado desde su asiento.

Pero aquel domingo no estaba sintiendo nada. Observó el símbolo dibujado en la pared, la serpiente bicéfala enrollada en torno a un cetro. Observó la gran foto del doctor Rincón, con bata blanca y mirando confiado al frente, como si estuviera viendo un futuro en el que reinarían la razón y la ciencia. Y observó a Baptiste, cuyo negrísimo cabello estaba peinado hacia atrás de modo que acentuaba un cráneo que parecía tan estrecho como la hoja de una hacha. Y no sintió nada.

El jefe de los médicos mayores habló.

Se refirió a «la belleza de la razón y la organización, contrapuesta al caos de la superstición y la religión». ¿Qué quería decir? Habló de que «el péndulo del ciclo histórico-cultural oscila en nuestra dirección». Las palabras que antaño le hacían sentirse un privilegiado ahora le sonaban a hueco: todo aquello de que ellos eran especiales, criados en el Laboratorio como acólitos de la ciencia. Una tribu elegida: más fuerte, más saludable, más pura, más longeva. Y lo de que se les mantenía lejos del «otro lado» para evitar que fueran contaminados por la «moderna Babilonia» de Estados Unidos. Pero ahora, al escuchar todo aquello, Skyler no sabía qué sentía… Ni siquiera sabía si sentía algo.

Qué extraño resultaba. Baptiste seguía hablando, pero Skyler bloqueaba sus palabras. Miró a aquel hombre que, hasta donde alcanzaban sus recuerdos, había sido la fuerza magnética que ocupaba el centro de su vida. Y entonces empezó a experimentar aquella peculiar sensación. Gradualmente, mientras lo miraba, Baptiste comenzó a parecerle más pequeño, frágil, con motas de gris en el cabello y patas de gallo en torno a los ojos. Incluso parecía -¿sería posible?- ligeramente ridículo.

Skyler estiró el cuello para ver a Raisin. Y pudo darse cuenta -por su postura, encogido, como ocultándose- de que su amigo estaba pasando por una epifanía similar. Sus ojos se encontraron y Skyler pudo ver en los de Raisin un brillo de desafío. En aquel momento, entre los dos se cruzó un mudo e inmencionable secreto: la apostasía.

Al año siguiente, la inquietud se agravó. Las preguntas no desaparecieron y siguieron produciéndose extraños sucesos. Una muchacha llamada Jenny estuvo seis días en el pabellón quirúrgico, y cuando regresó les dijeron que, debido a una enfermedad en su ojo izquierdo, habían tenido que extirpárselo, y en su lugar Jenny llevaba uno de cristal. Un muchacho fue llamado a mitad de la mañana, lo tuvieron dos días en el pabellón y luego, del mismo modo misterioso, lo dejaron salir. El médico que lo atendió dijo que habían logrado tratar con éxito su enfermedad.

Raisin, alto y desgarbado, con el cabello siempre de punta, como el pelaje de un animal, estaba sufriendo un extraño cambio. Siempre había sido distinto. Por un lado, era epiléptico y sufría ataques súbitos. Aunque los médicos mayores nunca lo dijeron claramente, tanto él como Skyler sabían que la enfermedad les molestaba: cualquier cosa que no fuera la salud perfecta era considerada un fallo.

Por otro lado, Raisin había dejado de tragarse la píldora que todas las noches tenían que tomar los jiminis con la cena. Aseguraba que la píldora le quitaba energías. A Skyler le demostró con orgullo cómo la ocultaba bajo la lengua cuando el ordenanza las repartía, para luego guardarla con el resto en una lata bajo la cama. Allá donde fuera, llevaba siempre escondido un juguete infantil, un soldado de madera de diez centímetros de largo, tan viejo y manido que gran parte de la pintura azul y roja había saltado. Lo llevaba en el bolsillo incluso cuando hacían marchas forzadas en torno al campus. A veces, por la noche, cuando los demás dormían, sacaba el soldado de madera y jugaba con él; Skyler era el único al que le había enseñado el juguete.

Raisin estaba cada vez más al borde de la franca rebelión. Se había convertido en el blanco de las críticas durante las sesiones de autorreprobación que tenían lugar en el Laboratorio. Los ordenanzas lo habían denunciado por distintas infracciones, y el muchacho había pasado horas y horas con el médico psicólogo. En tres ocasiones lo castigaron por desobediencia, y se vio obligado a pasar la noche solo y hambriento, encerrado en «la Caja», un viejo gallinero situado junto a los pinos de diez o quince metros de altura, asustado por el sonido de los animales que se movían en las sombras. A la mañana siguiente recibió una cálida bienvenida al grupo y le ofrecieron un opíparo desayuno. Durante unos cuantos días después de eso, Raisin guardó buen comportamiento, pero esta actitud no duró mucho.

El único suceso afortunado fue que Skyler y Raisin y muchos de los otros jiminis habían cumplido ya los quince años, con lo cual los estudios concluyeron, y en su lugar les fueron asignadas tareas cotidianas. Skyler era cabrero. Todos los días sacaba del establo a un grupo de escuálidas cabras, lo conducía hasta lejanos pastos y volvía a encerrarlo a última hora de la tarde, cuando el sol ya estaba bajo en el cielo. Aquel trabajo le producía una cierta sensación de libertad.

A Raisin siempre le encomendaban las peores tareas, pero en una de ellas había una ventaja oculta. Una vez a la semana lo enviaban a recoger miel de las colmenas de los bosques -un trabajo que pocos tenían valor para realizar-, y tales ocasiones se convertían en motivo de fiesta. Raisin abandonaba sus tarros de miel e iba a reunirse con Skyler. Lejos del Laboratorio, los dos amigos podían hacer lo que se les antojase.

A veces, cuando estaban solos en el bosque, Raisin sufría un ataque, y Skyler aprendió a atenderlo. Cuando el muchacho sufría las convulsiones de la epilepsia, Skyler le introducía un palo entre los dientes para evitar que se tragara la lengua. Después lo acunaba en sus brazos y, cuando Raisin recuperaba el conocimiento, le murmuraba palabras de consuelo. El muchacho volvía en sí como si regresara de negras profundidades abismales, confuso y con la cabeza en blanco. Como es natural, ninguno de los dos decía nada a nadie acerca de los ataques.

En la parte más remota del bosque septentrional, Skyler descubrió una pequeña pradera a la que únicamente se llegaba a través de un angosto pasaje situado en el cauce de un barranco. El lugar estaba lleno de rocas y árboles. Skyler lo rodeó de ramas y maleza y lo convirtió en un improvisado aprisco para las cabras. Si las encerraba allí, podía disfrutar de plena libertad. A partir de entonces, los horizontes de los dos muchachos se expandieron. Durante unas pocas horas disponían de plena libertad para recorrer la zona salvaje del norte. Exploraban los pantanos y los densos bosques, recorrían los senderos hechos por las pisadas de los jabalíes y los ciervos. Retozaban por los campos y se subían a árboles tan altos que desde sus copas alcanzaban a ver las blancas crestas de las olas del océano. El hecho de que tales actividades peligrosas estuvieran rigurosamente prohibidas las hacía aún más divertidas.

Cierto día de primavera, cuando la alta hierba se mecía a impulsos de la brisa del mar y el aire olía a savia fresca de los pinos, algo extraordinario les sucedió.

Hallándose las cabras a buen recaudo en el improvisado aprisco y los tarros de miel ya llenos, los dos muchachos estaban tumbados de espaldas en una pradera cuando Raisin, que sujetaba una paja entre los labios como si fuera un cigarrillo, se volvió de pronto hacia Skyler y le dijo que quería explorar la costa occidental.

– Pero ahí están los gullah -protestó Skyler.

– Pues precisamente por eso, gilipollas -contestó Raisin utilizando una de las palabras malsonantes que había aprendido viendo la televisión.

Y antes de que Skyler pudiera poner más objeciones, Raisin se incorporó y echó a correr. Skyler lo siguió, pero le costó Dios y ayuda seguir el ritmo de su amigo. Corrieron por un sendero en dirección a la orilla y luego cruzaron chapoteando una zona pantanosa. Raisin aumentó su ventaja. Skyler veía a su amigo zigzagueando entre los árboles y haciéndose cada vez más pequeño en la distancia, hasta que al fin desapareció por completo. Momentos más tarde, Skyler oyó un grito seguido por un largo gemido. Inmediatamente reconoció el preludio de un ataque de epilepsia. Para cuando llegó junto a él, Raisin estaba caído de espaldas, sufriendo convulsiones y con los ojos en blanco.

Sin perder un momento, Skyler se echó sobre su compañero y le puso un palo entre los dientes. Ladeó la cabeza y apretó con todas sus fuerzas, tratando de utilizar su cuerpo como lastre para contener las convulsiones y mantener a Raisin pegado al suelo. Parecía un luchador de lucha libre inmovilizando a su adversario. Poco a poco, la intensidad de los espasmos fue disminuyendo y al fin el cuerpo del muchacho se relajó. Pero cuando Skyler se iba a incorporar, algo fino y fuerte como un látigo lo golpeó en el brazo. Por un instante pensó que a Raisin le había salido una cola. Luego, cuando se levantó y dio vuelta al cuerpo de su amigo vio lo que ocurría: le había picado una serpiente y todavía permanecía con los colmillos clavados en la parte posterior de la pierna de Raisin. Skyler cogió una rama y golpeó con ella al reptil hasta que soltó a su presa. Siguió golpeándolo en la cabeza hasta que dejó de moverse, y luego volvió corriendo junto a su amigo.

– ¡No lo muevas, chico!

La orden había sonado tras él y a su izquierda. La obedeció instantáneamente, sin pararse a pensar. Alguien lo apartó a un lado y un par de manos negras como el carbón desgarraron los pantalones de Raisin, dejando al descubierto un rojo verdugón y dos pequeños orificios de color negro azulado sobre la piel blanca. Un cuchillo hizo cuatro rápidas incisiones entrecruzadas. El viejo de pelo canoso se inclinó sobre la herida y procedió a succionar el veneno ruidosamente. Volvió la cabeza, escupió y volvió a chupar y a escupir repetidamente, hasta que lo que cayó sobre los arbustos y el follaje no fue más que sangre. Raisin comenzó a rebullirse.

– Sujétalo -dijo el negro, y Skyler obedeció.

El viejo hizo incisiones más profundas y volvió a Raisin de costado para que la sangre cayera sobre el suelo.

– Todas las precauciones son pocas -explicó-. No era una serpiente cualquiera. Era una mocasín de agua.

Raisin no tardó en despertar, y el viejo ordenó a Skyler que se lo cargase a la espalda. El chico obedeció y siguió al corpulento negro, que vestía una holgada sudadera azul y pantalones de pernera ancha del mismo color. Siguieron por el sendero hasta que llegaron a un claro y Skyler percibió el olor de las marismas. Frente a ellos había un grupo de cipreses, y a un lado una cabaña hecha con tablas pintadas de azul y no mayor que un garaje. Mientras entraba en la cabaña con Raisin a cuestas, Skyler miró a su izquierda y vio una masa de agua que llegaba hasta la herbosa orilla. Había un viejo embarcadero de madera y, atado a él -a Skyler se le detuvo el corazón por un instante cuando lo vio-, un bote con un motor fueraborda.

– Ponlo ahí -dijo el viejo, señalando una destartalada cama de estructura metálica cubierta con una colcha.

Skyler se moría de ganas de hacer todo tipo de preguntas, pues nunca se había encontrado en un lugar como aquél, con tantos objetos nuevos e intrigantes, pero guardó silencio mientras el viejo vendaba la herida de Raisin e incluso le cosía el desgarro del pantalón.

– Es mejor que no contéis esto -dijo-. A esa gente con la que vivís no le gusta que habléis con desconocidos. Si se lo contáis a alguien, tendréis que véroslas conmigo… y yo tengo mis mañas.

El hombre dirigió una torva mirada a Skyler, que permanecía muy quieto, sentado en un sillón excesivamente mullido. Y en aquel momento el muchacho reconoció al negro: era uno de los pescadores que llevaban lo que conseguían atrapar en sus redes a la cocina de la casa grande.

– No diremos nada, se lo prometo -dijo Skyler.

– Y tanto que no diremos nada.

Raisin se había incorporado en la cama repentinamente sorprendiéndolos a ambos.

El viejo llevó a Skyler hasta una ventana y señaló hacia el patio posterior, en el que la maleza crecía por entre viejas piezas de motores. Al fondo se alzaba un arce de los pantanos, de cuyas ramas colgaban diez o doce objetos redondos y brillantes que giraban, resplandecientes, al sol. Más tarde, Skyler comprendería que eran tapacubos.

– Yo tengo mis mañas -repitió el viejo-. ¿Has oído hablar del yuyu? -Skyler negó con la cabeza-. Es magia. Si decís algo de esto, será lo último que digáis. Abriréis la boca para hablar, y no saldrá de ella ningún sonido.

Raisin le preguntó intrigado cómo se llamaba.

– Nunca digo mi nombre a quien no me dice antes el suyo.

Skyler y Raisin se presentaron torpemente. Era algo que nunca habían hecho.

– Yo soy Kuta.

– ¿Y por qué te pusieron ese nombre? -preguntó Raisin.

– ¿Por qué te pusieron a ti Raisin?

– No sé. Es un simple mote.

– Mi nombre es más que un mote. Es una historia.

El viejo se acomodó en el sillón y Skyler se sentó junto a Raisin en la cama.

– Kuta es una palabra gullah, una lengua que hablan los de por aquí, aunque de eso vosotros no sabéis nada. Significa tortuga. Me llaman así porque cuando nací era tan pequeño que cabía en la palma de la mano de la partera y nadie esperaba que viviese. La partera dijo: «Este niñito no es más grande que una tortuga.» Y tenía razón. Pero yo sacudía bien las piernas, y las seguí sacudiendo y logré vivir. Continuaron llamándome Kuta incluso cuando crecí y me hice mayor.

– ¿Y eso qué es? -preguntó Raisin señalando una trompeta que colgaba de un clavo de la pared.

– Eso -dijo Kuta, orgulloso-, es mi instrumento. -Fulminó a Raisin con la mirada y añadió-: ¿Siempre haces tantas preguntas, o es la serpiente la que habla?

Pero no aguardó a oír la respuesta. Les contó una larga historia de su juventud, de los tiempos en que tocaba la trompeta con bandas de jazz que actuaban en el continente. Habló de los bares de Nueva Orleans y de su vida durante las giras, cuando tocaba a diez dólares por noche, los perdía jugando y se despertaba por la mañana junto a mujeres hermosas cuyos nombres no lograba recordar.

– No hay nada como la vida del viajero -declaró frotándose la grisácea barba que le cubría la negra y curtida barbilla-. Hace que uno sea más tolerante. Es bueno para el alma. El hombre necesita viajar tanto como los peces necesitan el océano.

Y mientras Kuta hablaba, Skyler miró a Raisin y se dio cuenta de que su compañero también estaba fascinado.

Aquel primer día la visita de los dos muchachos duró más de una hora. Kuta los despidió a la puerta de la cabaña, recostado el grueso corpachón contra la jamba.

– ¿Podemos venir otra vez a visitarte? -preguntó Raisin antes de marchar Kuta se acarició reflexivamente el mentón. -Ya sabéis que os está prohibido venir por aquí. Un largo silencio. Al fin, el viejo los miró de arriba abajo, como tomándoles la talla.

– De acuerdo. Supongo que no habrá inconveniente, siempre y cuando no se lo contéis a nadie. Y a esos condenados ordenanzas menos que a nadie. No quiero problemas.

Mientras volvían hacia el Laboratorio, Raisin a la pata coja y Skyler prestándole el apoyo de su hombro, no dejaron de hablar. Skyler llevaba años sin ver a Raisin tan entusiasmado. Parecía como si de pronto se hubiera abierto ante ellos todo un mundo nuevo y lleno de posibilidades.

– Debemos tener cuidado -dijo Skyler cuando ya se aproximaban al campus-. ¿Serás capaz de caminar sin cojear?

– Pues claro que sí.

Y fue capaz.

Los muchachos regresaron al cabo de seis días. Encontraron a Kuta sentado bajo una palmera, remendando la red que tenía extendida sobre la arena ante sí. Raisin se adelantó y fue a sentarse sobre una roca a metro y medio de distancia. Se quedó observando en silencio cómo las huesudas manos negras metían y sacaban de la red una aguja de ocho centímetros. Skyler se sentó junto a él y ambos permanecieron tiesos y mudos hasta que al fin Kuta rompió el silencio.

– ¿Y tú qué miras, chico?

Raisin se encogió de hombros y, esbozando una sonrisa, contestó:

– Te miro a ti.

– ¿Qué pasa? ¿Nunca habías visto trabajar a nadie?

– Sentado, no.

Y así quedó establecida una amistad inusitada.

Más o menos, Skyler y Raisin visitaban a Kuta una vez cada dos semanas, siempre que lograban encontrarse y siempre que reunían valor para hacer la escapada. Caminaban cautelosamente por el sendero, pendientes de que nadie los observase y luego, al llegar a la cabaña, miraban a través de un cristal para cerciorarse de que Kuta estaba solo. Siempre lo estaba. Se había casado dos veces, pero sus dos mujeres vivían en el continente y llevaba años sin verlas. Parecía recordar con igual afecto a sus dos esposas y le encantaba hablar de ellas, en especial de lo buenas que eran en la cama.

Aquel tipo de charla intrigaba a Skyler y Raisin. Hacía un año que habían separado a los chicos de las chicas, y en el Laboratorio el sexo era un tema inmencionable. Los dos muchachos hicieron tal cantidad de preguntas acerca de aquel tema, que un día Kuta se echó a reír y, palmeándose la rodilla, les prometió llevarlos a los dos a una casa de Charleston que él conocía. Esa perspectiva los dejó literalmente sin aliento.

Raisin se apresuró a aceptar el ofrecimiento, y puso muy mala cara cuando Kuta le dijo que era una broma. Siempre estaba pidiéndole a Kuta que los sacara en el barco. «Sólo para ir a pescar», suplicaba, aunque Skyler sospechaba que eran otras sus intenciones. Y Kuta siempre estaba poniendo excusas: el barco necesitaba reparaciones, el motor tenía mal una válvula, la marea no era la adecuada. Al fin, un día el viejo miró a Raisin a los ojos y le dijo:

– La gente de la casa grande me arrancaría la piel. Son dueños de prácticamente toda la isla. ¿En qué clase de lío quieres meterme, chico?

Sin embargo, el viejo parecía encantado de hacer las veces de preceptor y guía de los dos muchachos. Les llenaba la cabeza de leyendas de gullah. Les contaba, por ejemplo, la historia de unos antepasados que habían descendido de un barco negrero en aquella misma isla y, nada más desembarcar, se metieron directamente en el océano para regresar a África y se ahogaron todos. A veces, cuando hablaba del Laboratorio, se ponía serio, y aseguraba que la estricta doctrina que allí enseñaban era «totalmente absurda». Le parecía sumamente extraño que a los chicos les pusieran tantas inyecciones.

– Os convierten en acericos vivientes… ¿y para qué? -preguntaba, y parecía encantarle decir cosas subversivas-. Yo no veo qué tiene de malo correr -proseguía-. Para convertirse en hombres, los chicos tienen que estirar las piernas. Y tampoco sé qué tiene de malo salir de la isla. Es absurdo que tengáis que pasaros la vida encerrados aquí.

Para ellos, el viejo era como una ventana al mundo exterior, la única persona que conocían que no formaba parte del Laboratorio. Les encantaban las visitas clandestinas a la cabaña. Sentados en la cama de los muelles rotos, bebían las palabras que Kuta pronunciaba. La trompeta siempre estaba en la pared, colgando de su clavo, y en las ocasiones especiales, es decir, cuando el espíritu lo impulsaba, Kuta la descolgaba y tocaba unos acordes, con los carrillos hinchados como pomelos.

Kuta tenía televisor, pero ellos preferían oír la radio, que por las tardes siempre estaba sintonizada con el programa de un discjockey llamado Bozman que hablaba gullah con voz cantarina.

– Disya one fa all ob de oomen. Dey a good-good one fa dancin. Y Kuta traducía:

– Dice que éste es para todas las mujeres. Que es buena música de baile.

La transmisión radiofónica que llegaba desde el continente resultaba tan apasionantemente ilícita que les hacía sentir escalofríos de emoción.

Skyler se daba perfecta cuenta de que, con tanto hablar de libertad y sexo, el descontento de Raisin no hacía sino aumentar. El muchacho mencionaba cada vez con más frecuencia su sueño de llegar al «otro lado». Según pasaban los meses su rebeldía aumentaba más y más, y siempre andaba metido en problemas de un tipo u otro. Comenzó a enfrentarse a los ordenanzas, contestándoles mal y tratándolos sin el menor respeto. Y los castigos dejaron de hacerle mella. Le afeitaron la cabeza con el propósito de humillarlo, pero él parecía lucir su calva como si fuera una distinción honorífica. Lo dejaron sin comer y adelgazó en silencio.

Una mañana, Raisin fue convocado por el médico psicólogo. Se había recibido una denuncia según la cual habían visto a Raisin masturbándose, cosa que él no negó. Ni tampoco negó que escondía las píldoras de la cena; incluso parecía que le resultaba divertido conducir hasta el barracón a tres ordenanzas que, tras efectuar un registro, encontraron el frasco con las tabletas escondido debajo de la cama de Raisin.

Los mayores tomaron la decisión de confinarlo en el campus; lo habían retirado hacía ya tiempo de la tarea de recoger miel, lo cual significaba que ya no podía escaparse a ver a Kuta. Skyler era consciente de lo insoportable que le resultaría a su amigo la prohibición. Una tarde descubrieron a Raisin en el bosque, y solamente Skyler supo dónde había estado el muchacho. Lo sacaron del barracón y lo hicieron dormir tres noches en la Caja. Skyler trató de ir a visitarlo. La primera noche se acercó lo suficiente como para oírlo hablando consigo mismo mientras jugaba con el soldado de madera, pero tuvo que marcharse cuando alguien se aproximó. La noche siguiente descubrió que los ordenanzas habían colocado perros guardianes en torno a la Caja. Los feroces ladridos mantuvieron a Skyler alejado.

Al cabo de poco tiempo, a Skyler ya sólo le fue posible ver a Raisin en contadas ocasiones y desde lejos. Distinguía su calva cabeza cuando el muchacho sacaba la basura de la casa de la comida, en las ocasiones en que no estaba limpiando los retretes o realizando cualquier otra tarea disciplinaria. Se pasaba días enteros encerrado en el sótano de la casa grande y, según los rumores, por las noches lo metían en un cuarto cerrado. Fue Patrick quien le contó esto a Skyler con mucho tacto, debido a la gran amistad existente entre los dos muchachos.

Una calurosa mañana, Skyler estaba caminando por la parte alta del campus y, al pasar junto a la huerta, oyó que alguien susurraba su nombre. Miró en torno pero no vio a nadie. Volvió a oírlo, procedente de un sembrado de maíz cuyas plantas llegaban hasta la cintura.

Se metió entre ellas y allí estaba Raisin. Lo habían enviado a desherbar y tenía la cabeza y las mejillas tiznadas. Su cabello había crecido un poco, tenía los ojos enrojecidos y acuosos y estaba casi esquelético. Su mirada parecía la de un animal acosado.

– Tengo que marcharme -dijo al tiempo que agarraba a Skyler por el brazo con tal fuerza que casi le hizo daño-. Y tú tienes que acompañarme. Las cosas que he averiguado allí abajo, en el sótano… No tienes ni idea de lo que sucede. Es horrible. Hemos de desaparecer de aquí.

Skyler sintió una gran desazón. Estaba asustado. Raisin actuaba de forma tan extraña… El muchacho tenía blancas manchas de saliva en las comisuras de los labios y hablaba de modo farfullante. No tardarían en aparecer otros jiminis y -Skyler sintió una punzada de culpabilidad- sabía que se metería en un lío si lo veían con Raisin.

Sin embargo, Raisin era su amigo, su mejor y más antiguo amigo. Y lo necesitaba. Skyler estaba dispuesto a escucharlo y a seguirle la corriente.

– Quiero que me acompañes -dijo Raisin-. He encontrado el modo de escapar. Mañana por la noche. Nos reuniremos en el cobertizo de los botes y nos llevaremos el barco. Iremos al otro lado. Nos marcharemos de aquí para siempre. Llegaremos a un lugar seguro.

Skyler accedió. Sentía el temor agarrado al estómago. Sus compañeros se aproximaban.

– A las ocho en punto -susurró Raisin-. A las ocho en punto en el cobertizo de los botes de la casa grande. ¡No te retrases!

Al día siguiente, según la hora fijada se aproximaba, Skyler notaba que el corazón se le iba encogiendo. Estuvo pendiente de las campanadas del reloj de pie de la casa grande y lo oyó dar las siete. Metió en un hatillo todo lo que deseaba llevarse: dos camisas, un par de calcetines, un pequeño cortaplumas, un libro de bolsillo sobre Charles Darwin.

¡El continente! ¿Cómo sería?

Tenía las manos y los pies fríos a causa del miedo. Soy un buen amigo, se dijo. Un amigo leal.

Luego ocurrió algo imprevisto. A lo lejos se oyó un ruido, un pequeño estrépito que sonó como la rotura de unos cristales. El sonido parecía proceder de la casa grande, aunque Skyler no estaba seguro de ello. Aguzó el oído pero todo estaba en silencio.

Cinco o diez minutos más tarde, se oyeron unos pesados pasos avanzando por el sendero que conducía al barracón de los muchachos. La puerta se abrió y entró un ordenanza. El hombre dirigió una larga mirada al dormitorio, puso una silla contra la puerta y se sentó en ella con los brazos cruzados. Los otros jiminis se quedaron atónitos, pues nunca había ocurrido nada como aquello.

Poco a poco, los chicos fueron acomodándose para pasar la noche. Skyler comprobó que las respiraciones se iban acompasando, y atisbo varias veces por encima de las ropas de cama. Pero el implacable ordenanza seguía en su puesto frente a la puerta.

Skyler esperó y esperó hasta que, al fin, también él se quedó dormido.

Despertó poco antes del amanecer. La silla seguía junto a la puerta, vacía. Por lo demás, nada había cambiado. Se levantó de la cama, se vistió, dejó su hatillo debajo de la cama y fue a la puerta. Cuando salió al exterior, vio que el cielo oriental comenzaba a iluminarse.

Corrió hasta el cobertizo de los botes. Y al llegar el corazón se le cayó a los pies. La cerradura estaba rota y la puerta se hallaba entreabierta. Se acercó a paso de lobo, terminó de abrir la puerta y miró al interior. La luz era tenue. En el interior se veía la lengua de agua entre las dos estrechas pasarelas situadas a lo largo de las paredes. Se oía el sonido del agua batiendo contra los pilares del embarcadero. En el otro extremo, las puertas que daban al exterior estaban abiertas y a través de ellas se divisaba la bahía. ¡El barco había desaparecido!

Fuera, a metro y medio de la puerta, vio un pequeño objeto. Se inclinó a recogerlo. Era el soldado de juguete de Raisin.

Aquella tarde se enteró de que Raisin no había conseguido llegar al continente. Perdió el rumbo en las marisma, les dijeron, el barco fue arrastrado por las peligrosas corrientes de la marea alta, volcó y Raisin se ahogó. Descubrieron el bote flotando boca abajo a un kilómretro de la costa. Cuando le dieron la vuelta encontraron a Raisin, con los pulmones llenos de agua y el rostro fantasmalmente azulado. Tenía una pierna atrapada bajo un banco de madera.

En el servicio fúnebre, Baptiste avanzó la teoría de que la fuga había provocado en Raisin ataque de epilepsia. Logró pronunciar unos cuantos elogios acerca del fallecido. Julia, Patrick y muchos otros jiminis lloraron a lágrima viva; en la desgracia de Raisin había una nota trágica que los tocaba a todos, y eran conscientes de que su mundo no volvería a ser el mismo. En cuanto a Skyler, estaba tan abrumado que ni siguiera fue capaz de llorar. Sentía que había perdido a su único hermano.

Atribuyó parte de la culpa de lo ocurrido a Kuta. Durante un tiempo dejó de ir por la cabina, pero comenzó a echar de menos al viejo y volvió a hacerle visitas de cuando en cuando. Seguía disfrutando de la cálida compañía del negro, pero ya no era lo mismo. Cuando eran tres, el viejo hablando y los dos muchachos bebiendo sus palabras como si fueran vino, Skyler se había sentido como en familia.

Tumbado en su cama, Skyler se maravillaba del cerebro humano. Llevaba una década tratando de no pensar en Raisin ni en su muerte. Había intentado construir barricadas mentales que le impidieran recordar, pero su cerebro lo había conducido a ese mismo destino tías dar un largo rodeo.

Notó que tenía las manos y los pies fríos, como en aquella lejana y aciaga noche.

Metió la mano debajo de la cama y tanteó en busca del objeto. Al no encontrarlo inmediatamente, temió que hubiera desaparecido, pero sus dedos 10 tardaron en dar con él. Cogió el soldado de madera y lo escondió bajo la fina manta.

Raisin muerto. Y ahora Patrick. ¿Quién sería el próximo? ¿Cuántos más caerían? ¿Tendría razón Raisin cuando decía que ninguno de ellos se encontraba seguro?