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Skyler permanecía tumbado en la cama escuchando los trinos e identificando a los pájaros por ellos. Se oía el canto de la curruca de pecho amarillo, y la imaginó saltando de rama en rama. Luego sonó el aflautado grito del chachalaca, y recordó su aspecto cuando el pájaro erizaba las plumas para librarlas del rocío de la mañana. Más lejos, se oía el trino del vireo de ojos blancos, al que Kuta llamaba «el borracho» por la peculiar y confusa cadencia de su trino.
En lo primero que había pensado al despertarse había sido en Patrick. Lo mismo le había ocurrido todas las mañanas durante la pasada semana, desde que Julia y él descubrieron el cadáver. La imagen de éste, encogido y abierto en canal sobre la fría mesa, no se le iba de la cabeza. Una parte de sí, la parte que escuchaba con gran atención a los pájaros, quería olvidarla. Pero le resultaba imposible.
Quizá hoy ocurriese por fin algo que pusiera término a la cadena de sucesos turbadores y alarmantes. La muerte de Patrick había reavivado las dudas que Skyler llevaba años tratando de arrumbar. Naturalmente, se había celebrado el consabido servicio fúnebre. Un sencillo ataúd de madera fue colocado bajo la foto del doctor Rincón, y Baptiste pronunció el elogio. Pero Skyler no prestó atención. En vez de ello, con las preguntas acumulándosele en la cabeza, recordó las heridas que había visto en el cadáver.
Y menos mal que tenía a Julia. Pensar en ella era como un bálsamo para su febril imaginación. Ahora que su mundo se había vuelto del revés y recelaba de muchas personas a las que en tiempos había querido y en las que había confiado, Skyler necesitaba a la muchacha más que nunca.
Evocó la imagen de Julia, su larga melena oscura, su risa argentina… Y la plenitud de sus muslos y sus caderas, que nunca dejaban de excitarlo. Un cuerpo que era para él una fuente de sabiduría. Y aquella mente, siempre más viva y despierta que la suya propia.
¿Desde cuándo estaba enamorado de ella? Le resultaba imposible decirlo, pero le parecía que llevaba toda la vida albergando tales sentimientos.
La recordó de niña y casi se sonrojó al pensar cómo los seguía, a Raisin y a él, y cómo echaban a correr y le daban esquinazo. En una ocasión la condujeron hasta lo más profundo del bosque y una vez allí la abandonaron. A los dos amigos la broma les pareció graciosísima y regresaron riendo al campus. Pero según las sombras de la tarde se fueron alargando y Julia no regresaba, Skyler comenzó a sentir la mano del miedo cerrándose sobre su estómago. Aunque incapaz de manifestar su creciente alarma, no dejó de otear el lindero del bosque hasta que al fin, cerca ya del anochecer, divisó una pequeña mota blanca -¡la camisa de Julia!- y experimentó tal sensación de felicidad y alivio que incluso dio un pequeño salto de alegría. Y poco después de eso se llevó un segundo susto, aún mayor que el primero.
Una noche, en la época en la que a los chicos y las chicas aún se les permitía estar juntos, se dirigió a la casa de la comida para cenar y al llegar vio que Julia no estaba allí. A la mañana siguiente abordó a otra de las muchachas del grupo de edad y le preguntó por ella. La muchacha le contestó en voz muy baja.
– ¿No te has enterado? La llamaron para un reconocimiento médico y luego pasó al quirófano. Nadie sabe qué tiene, pero parece grave.
Skyler se pasó cinco días sin dormir ni apenas comer. En la clase de ciencias, únicamente pensaba en ella. Llegado el atardecer del quinto día, ya no fue capaz de aguantar más. Durante la cena, fingió que tenía retortijones de estómago y lo enviaron al barracón. Mientras los demás estaban en el comedor, se escabulló, cruzó el patio hasta la casa grande y se dirigió a la ventana de la planta baja que daba a la enfermería. La abrió y entró, y allí estaba ella, sentada en la cama, dirigiéndole una resplandeciente sonrisa. Skyler corrió a su lado.
– He tenido suerte -dijo Julia-. Tenía algo mal, pero me han operado y ahora ya estoy repuesta.
Se volvió en la cama y se levantó la chaqueta del pijama para mostrarle la espalda. Un vendaje blanco de veinte centímetros de ancho le rodeaba la cintura.
– Me quedará una cicatriz enorme.
Julia volvió a sentarse bien y él alargó el brazo y le tocó la mano. Fue emocionante sentir su tacto -los mayores ya habían comenzado a sentar las bases para los preceptos que terminarían prohibiendo por completo el contacto entre los dos sexos- y Skyler sintió un estremecimiento de placer cuando la mano de Julia le devolvió el apretón.
A partir de aquel momento, las cosas fueron distintas.
Skyler no trató de poner nombre a los sentimientos que experimentaba hacia Julia, pues eran algo excesivamente complicado e inquietante, pero se daba cuenta de que la muchacha había pasado a ocupar un lugar central en su vida. Así que tomó una decisión: Raisin y él dejarían de tratar de librarse de la muchacha, a partir de aquel momento serían oficialmente un trío. Raisin aceptó el cambio, aunque no con agrado y, de cuando en cuando, mientras hablaban por las noches en el barracón, su amigo evocaba con nostalgia los viejos tiempos.
Luego, gracias a una decisión de los del Laboratorio, la unión entre los tres se hizo más fuerte. Fueron escogidos, junto con varios otros jiminis, para participar en unas sesiones de narración de cuentos. Cada pocos días, los sacaban de clase y los conducían a una sala de la propia casa grande. Se tumbaban en catres y una enfermera les ponía una inyección con una gran jeringuilla cuya aguja les hacía bastante daño. Pero luego se podían quedar allí, escuchando cuentos grabados en cinta. Las inyecciones no les hacían la menor gracia, pero resultaba divertido haraganear allí mientras sus compañeros estudiaban. Y se enorgullecían de su calidad de especiales, de ser «un experimento dentro de un experimento», como Baptiste decía.
En retrospectiva, aquéllos fueron tiempos idílicos, los despreocupados años en los que los tres disfrutaban de su mutua compañía, antes de que comenzaran las preguntas y las dudas.
Y entonces murió Raisin.
Julia se sintió tan profundamente apenada por la muerte como él y, en consecuencia, ambos experimentaron la necesidad de consolarse mutuamente. Comenzaron a buscarse espontáneamente y a reunirse en secreto, tomándose grandes molestias para encontrar modos de verse. Y siguieron haciéndolo incluso cuando ya estuvo más que claro que hacerlo iba contra las normas.
– ¿Cómo pueden decir que esto es malo? -preguntó en una ocasión Julia mientras caminaban por una pradera, cerca del aprisco oculto-. A mí no me parece malo. Son las normas las que han cambiado, no nosotros. Nosotros no hacemos nada distinto a lo que hacíamos.
Pero, naturalmente, no era así. Habían comenzado a tocarse y a cogerse de la mano. Y una mañana, mientras Skyler estaba tumbado de espaldas, ella le preguntó por qué había ido aquella vez a la enfermería a visitarla. Mientras él trataba de encontrar las palabras para explicarse, Julia se inclinó sobre él y lo besó en los labios. Él se sintió sorprendido, asustado y emocionado, todo al mismo tiempo. Y quiso más.
Comenzaron a verse regularmente. Dos días a la semana, una de las tareas que Julia tenía asignadas le permitía disponer de una cierta libertad. La muchacha tenía que ir a entregar el correo al pequeño aeródromo situado en el saliente oriental de la isla, y Skyler se reunía allí con ella. En cuanto se hallaban al abrigo del bosque, comenzaban a tocarse y besarse. El Laboratorio decía que el sexo era malo, pero Kuta predicaba una doctrina muy distinta, y las palabras del viejo parecían mucho más sabias y atinadas. Siguiendo el ejemplo de Raisin, Skyler dejó de tomar la pequeña píldora que les suministraban todas las noches, y Julia hizo lo mismo. No tardaron en experimentar un cambio en sus organismos: se sentían más sensibles, más vivos y sujetos a súbitos e inesperados impulsos.
Una sofocante y silenciosa tarde fueron a explorar el extremo meridional de la isla, en el que nunca habían estado. Siguiendo lo que quedaba de un viejo camino surcado por huellas de ruedas de carreta, pasaron junto a un pinar y llegaron hasta una duna. La rodearon y, al llegar al otro lado, vieron algo asombroso: una torre de diez o doce metros de altura que se alzaba sobre una pequeña península rocosa. Estaba hecha de ladrillos y tenía en uno de los lados desvaídas bandas rojas y blancas. En la parte alta había una cabina redonda acristalada con una pequeña pasarela en el exterior y coronada por un techo metálico. Era un faro abandonado.
Corrieron hasta la torre. Skyler empujó la puerta de madera, que se abrió con un sonoro golpe, y pasaron al interior. De pronto, el aire se llenó de aleteos: docenas de aves alzaron el vuelo y desaparecieron por las abiertas ventanas. El lugar estaba en penumbra y en el aire se percibía el acre olor de los excrementos de pájaro que lo cubrían todo. A un lado, una escalera de caracol sujeta al muro se encaramaba hacia la luz que brillaba en la parte de arriba. Comenzaron a ascender por ella y a mitad de camino se encontraron con un hueco de más de medio metro entre los peldaños. Primero lo cruzó Skyler y luego Julia, agarrándose para ello a los remaches de hierro que había en la pared. Siguieron ascendiendo hasta llegar al fin a una salita circular acristalada inundada de luz. En el centro había un enorme foco rodeado por una lente de cuatro lados instalada sobre un mecanismo giratorio oxidado. Salieron al balcón que rodeaba la sala. El fuerte viento les agitó las ropas. Desde allí arriba se divisaban kilómetros y kilómetros de verdes marismas y sinuosos riachuelos. A lo lejos, incluso era visible el continente.
Volvieron a entrar. Se tumbaron en el suelo de cemento y se abrazaron. Mientras los pájaros volvían a arrullarse sobre la barandilla de hierro del exterior, se besaron. Luego, lenta, temblorosamente, se desnudaron mutuamente y se acariciaron guiados por su instinto. Con el cálido aliento de Julia junto a la oreja, Skyler le dijo que la amaba. Ella le abrazó con tal fuerza que al principio creyó que estaba haciendo daño a la muchacha. Julia le confesó que también lo amaba, más que a nada en el mundo, más que a la propia vida.
Hicieron el amor. Luego cada cual examinó minuciosamente el cuerpo del otro, fijándose en todas las curvas y recovecos, incluidas las marcas azules de los muslos. Después, mientras permanecían abrazados escuchando los trinos de los pájaros en el exterior y, a lo lejos, el rumor de las olas batiendo contra la orilla, se repitieron que se amaban y que su amor nunca terminaría. A Skyler le sorprendió no sentir remordimientos. No le parecía que hubieran hecho nada malo. Muy al contrario, tenía la clara sensación de que lo que había hecho estaba bien. Y, en el fondo de su ser, también se daba cuenta de que a partir de aquel punto ya no había posibilidad de vuelta atrás.
El faro se convirtió en su refugio, en el lugar en el que podían olvidarse de todo. Iban allí siempre que les era posible escaparse y, después de hacer el amor, permanecían en la cámara acristalada de la parte de arriba, abrazados y mirando hacia el continente como dos náufragos en lo alto de una cofa.
Mientras estaban en el campus apenas se miraban, lo cual hacía que sus encuentros en el faro fueran tanto más apasionados. Para organizar sus citas idearon un sistema de señales. Colocaron una pulida piedra gris del tamaño de un puño junto a la base de un viejo roble: si alguno de ellos cambiaba la piedra de la derecha del tronco a la izquierda, ésa era la señal para verse por la tarde en el faro. ¡Qué alegría sentía Skyler cuando veía que la piedra se había movido!
Al cabo de poco tiempo, las reuniones adquirieron un claro matiz subversivo. Después de hacer el amor, hablaban de todo, compartiendo sus dudas y temores. Además de amantes, se convirtieron en cómplices.
En una ocasión, ella lo sobresaltó cuando, mirando hacia las lejanas marismas, dijo:
– ¿Sabes…? Pienso mucho en que deberíamos irnos al otro lado.
Desde la muerte de Patrick, Julia estaba cada vez más empeñada en descubrir la verdad, y había redoblado sus esfuerzos por espiar en la sala de archivos. Había logrado examinar por encima dos carpetas del archivador que, según dijo, parecían tener dentro los resultados de los reconocimientos médicos. Y, por medio de la simple observación, había memorizado algunos de los comandos del ordenador. En dos ocasiones, encontrándose sola, había hecho uso de ellos y conseguido que el ordenador respondiese. Pero decía que necesitaba averiguar las claves de acceso adecuadas, dos en total. Sin aquellas dos palabras no llegaría a ninguna parte.
Los peligros a los que Julia se estaba exponiendo aterraban a Skyler. Trató de hacerle comprender los riesgos a los que tendría que enfrentarse si la descubrían. Podían sorprenderla usando el ordenador en cualquier momento y, por lo que ella y él sabían, en el aparato podía quedar constancia del día y la hora en que era utilizado. Pero ella no atendía a razones. Se hallaba tan inmersa en sus investigaciones que estaba echando toda cautela por la borda, y afirmaba que Skyler tenía demasiada imaginación.
Sin embargo, mientras se removía inquieto en la cama, Skyler recordó de nuevo el cuerpo de Patrick en el depósito de cadáveres y la imagen le erizó los cabellos. Aquello no había sido su imaginación.
Cuando los primeros rayos del sol comenzaban a entrar por las ventanas, Skyler se levantó y se puso los pantalones. Los otros jiminis comenzaban a agitarse en sus camas carraspeando y emitiendo el resto de los sonidos habituales del despertar. Benny, un muchacho menudo que llevaba durmiendo encima de Skyler desde tiempos inmemoriales, tenía el brazo colgando hacia el suelo, como la mayoría de las mañanas. Skyler lo miró: la parte inferior de la axila estaba sucia. El muchacho solía tener problemas por su falta de higiene corporal.
En el exterior se oyó el tañido de la campana del rancho, que era la señal para iniciar las actividades, y en los camastros aumentó el movimiento. Los jiminis habían oído aquel sonido tantas veces que ya habían desarrollado un reflejo condicionado. Skyler se peinó ante el espejo y contempló el rostro que lo miraba desde el cristal: sus ojos oscuros, su densa cabellera y su frente despejada. Hasta lo de Julia, nunca había prestado demasiada atención a su aspecto, pero ahora sí lo hacía. Cuando estaba en brazos de la muchacha, le gustaba que ella le dijese lo atractivo que era, aunque no estaba seguro de ser tan guapo como ella aseguraba.
Miró hacia el rincón donde otrora estuvo la cama de Patrick. Había desaparecido. Lo mismo ocurrió con Raisin: en cuanto murió, quitaron su cama, como si eso ayudara a los jiminis a olvidar la pérdida. Skyler se preguntó quién tomaría aquel tipo de decisiones, quién podía ser tan obtuso.
El muchacho de la cama de al lado, Tyrone, se aclaró la garganta, se pasó una mano por el rojizo pelo y se incorporó sobre un codo.
– El madrugón de costumbre -dijo.
Fue un comentario vano, con el que el muchacho pretendía mostrarse sociable, pero Skyler se limitó a asentir con la cabeza. No le gustaba Tyrone, y no se fiaba de él. De cuando en cuando, se preguntaba cómo conseguían los médicos mayores estar tan enterados de lo que hacían los jiminis, y si habría o no espías entre los muchachos. En una ocasión, cuando estaban viendo por televisión una película sobre la segunda guerra mundial, en el desarrollo del argumento apareció un espía, y los ordenanzas apagaron el aparato sin dar explicaciones. Si realmente existía un espía, Tyrone, con sus ansias de ser querido y valorado por los mayores, representaba el candidato predilecto de Skyler.
Pero quizá era injusto. El cambio que él mismo había experimentado desde que inició su solitaria cruzada para desentrañar el misterio de la presencia de todos ellos en la isla lo dejaba atónito. Ahora el recelo dominaba sus pensamientos y se sentía totalmente desvinculado de los otros de su grupo de edad. Ellos eran extraños para él; y él era un extraño para ellos. Salió al porche de hormigón de la entrada y luego bajó por la escalera hasta el pardo terreno apisonado. La puerta de tela metálica se cerró ruidosamente tras de sí. Alzó la vista hacia el cielo cubierto de la mañana. El viento era fresco, se hallaban al principio de la estación de huracanes. Recordó la fascinación que antaño ejercían sobre él las grandes tormentas, ver cómo el viento hacía inclinarse las ramas y cómo los líquenes parecían cobrar vida e incluso volaban por los aires retorciéndose como nudos de serpientes.
Pero aquel cielo no tardaría en despejarse. Entre las nubes, hacia el oeste, había un pequeño claro por el cual se veía un retazo de cielo azul.
La puerta de tela metálica volvió a sonar y los otros jiminis salieron del barracón y se congregaron a su alrededor. Se lavaron la cara con el agua fresca y clara de la vieja pila metálica empotrada en el hormigón. Estaba tan fría que los hizo tiritar. De cuando en cuando, uno de ellos se acercaba a la bomba para accionar la palanca, y por el caño oxidado salía un chorro intermitente que iba a caer en la pila. Era la rutina de todas las mañanas, algo que todos hacían sin pensar.
Pero tal vez hoy las cosas fueran distintas, pensó Skyler. Se lo decía el corazón.
Camino de la casa de la comida, Benny se colocó a su lado. -¿Qué tal estás? -preguntó.
– Otras veces me he sentido mejor -contestó Skyler. Aparte de Julia, Benny era el único miembro de su grupo de edad en el que Skyler confiaba lo suficiente como para compartir con él alguno de sus secretos. Le había hablado de la expedición a la sala de archivos, y de cómo Julia y él habían descubierto el cuerpo de Patrick. Benny se puso muy pálido y no supo cómo reaccionar.
– Debía de estar muy enfermo -dijo-. De lo contrario, sería totalmente inexplicable.
Por toda contestación, Skyler se encogió de hombros. Benny dijo que le preocupaba que Skyler pudiera meterse en graves problemas.
– Recuerda cuál era la actitud de Raisin poco antes de morir -añadió, con la vista clavada en el suelo-. Tú te estás poniendo, si no igual, sí muy parecido.
Ahora el muchacho permanecía en silencio. El grupo de jiminis pasó ante la casa grande.
Skyler miró hacia la deteriorada mansión. La visión de aquel lugar le inspiraba temor. Se veían grietas y manchas de humedad en las paredes cubiertas de desvaída pintura rosa. Las cuatro grandes columnas de la fachada posterior se estaban pelando, y la pintura se desprendía de ellas como los pétalos de una flor. El fondo de la piscina, una piscina que ellos jamás habían visto llena, se había combado y agrietado y, en la tierra acumulada en las grietas, crecían matojos que alcanzaban los treinta centímetros de altura. Las viejas estatuas de mármol que rodeaban la piscina estaban manchadas y tenían verdín en los pliegues de los brazos y en la parte en que se unían los muslos.
Los ojos de Skyler se sintieron atraídos por la puerta del sótano, que permanecía cerrada, inescrutable.
Siguieron caminando hasta llegar a la casa de la comida, que estaba elevada medio metro sobre el suelo por pilotes de madera empotrados en bloques de hormigón. Junto a ella había una tosca cocina que contenía un fogón de leña, una nevera y una estantería que se usaba a modo de despensa. Como siempre, los muchachos se prepararon su propio desayuno, cogiendo el cereal de grandes barriles de madera y rebuscando en las cestas de fruta alguna que no estuviera ni golpeada ni excesivamente madura. La leche, recién ordeñada, estaba tibia.
Desayunaron en un silencio casi total, lo cual resultaba insólito. Todo el mundo sigue alterado por lo de Patrick, se dijo Skyler.
Apenas habían terminado de comer cuando un ordenanza golpeó la puerta con la parte lateral del puño para indicar el comienzo de la hora de gimnasia. El sol estaba a la espalda del hombre, así que al principio les fue imposible ver cuál de ellos era, pues la mejor manera de distinguir a uno de los otros era por la ubicación de los blancos mechones que todos tenían en el pelo. El ordenanza resultó ser Timothy, el que peor les caía.
Timothy los condujo como siempre al pisoteado terreno del patio de ejercicio y los jiminis se colocaron en formación. Timothy desplegó una silla de madera, se sentó en ella y comenzó a ladrar las órdenes. Los bufidos y resoplidos de los muchachos llenaron el aire de la mañana. Skyler se hallaba al fondo de la formación y realizaba los ejercicios descuidadamente, concentrándose en ellos sólo cuando el ordenanza miraba en su dirección. Sin embargo, a causa de la humedad, no tardó en tener el cuerpo empapado en sudor.
Al fin llegó el momento que Skyler esperaba.
– ¡Flexiones de pecho! -gritó el ordenanza.
El grupo giró a la izquierda y todos se tiraron al suelo. Desde aquella posición, a Skyler le era posible divisar el barracón de las mujeres. Al cabo de poco rato, las muchachas salieron en grupo y se encaminaron charlando entre ellas hacia la casa de la comida.
Skyler ya comenzaba a sentir la comezón del pánico cuando al fin vio a Julia. Una ola de alivio le recorrió el cuerpo en cuanto divisó la familiar figura de la muchacha y la oscura melena que le caía sobre los hombros y la espalda.
Momentos más tarde, Timothy se puso en pie, dio una palmada y con ello concluyó la clase de gimnasia. Los chicos cruzaron el campus y, por mera coincidencia, llegaron a un cruce de caminos en el mismo momento que las chicas. Durante varios segundos, los dos grupos se mezclaron. Skyler se colocó detrás de Julia, tan cerca que podría haberla besado con sólo inclinarse. Luego, cuando el muchacho ya se disponía a seguir su camino, ella se volvió hacia él y le susurró:
– Creo que ya lo tengo. Creo que conozco la clave de acceso.
La sorpresa lo dejó sin habla, observando cómo el grupo de mujeres se alejaba. Luego alzó la vista, miró hacia las marismas, iluminadas ahora por el sol, y contempló cómo se disolvían los últimos jirones de niebla matinal. El viento estaba arreciando, y las hojas mostraban sus pálidas partes inferiores. Al final parecía que habría tormenta.