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Tras conducir un rato a escasa velocidad por Main Street, Jude encontró sin dificultad la comisaría de policía, un edificio cuadrado de ladrillos rojos similar a docenas de otros que había visto en las deterioradas ciudades de los alrededores de Nueva York. Estacionó el coche en el aparcamiento trasero, bajo un angosto ventanuco que supuso pertenecía a uno de los calabozos, y rodeó el edificio para entrar por la puerta principal. A los policías les molestaba que uno utilizara atajos para entrar en su territorio.
El agente sentado tras el mostrador de recepción lo recibió con la típica hospitalidad, sin interrumpir la lectura de la revista People que tenía entre las manos. Jude conocía el artículo que el hombre estaba leyendo y también a su autor. Por un momento estuvo tentado de informarle de que sólo un cuarenta por ciento de lo que estaba leyendo era verdad. Pero, en vez de ello, puso una mano sobre el mostrador, dentro del campo de la visión periférica del hombre. Éste respondió a su presencia con un gruñido y al fin alzó la vista. Jude sacó la cartera, le mostró la tarjeta amarilla de prensa y le expuso el motivo de su visita.
– Tendrá usted que hablar con el sargento Kiley.
Aquello era un mal comienzo, pues los encargados de relaciones públicas de la policía solían ser sargentos.
– ¿Quién?
– Kiley. Él se encarga de las relaciones públicas.
El hombre continuó con su lectura.
– ¿Quién lleva la investigación?
– Tendrá usted que hablar con el sargento Kiley.
Jude estaba a punto de entrar en la inhóspita sala de espera cuando reconoció a un reportero del Daily News que estaba sentado de espaldas a él. Volvió sobre sus pasos y se dirigió al teléfono público que había en un rincón. Sacó una moneda del bolsillo, marcó el número del periódico local y pidió que le pusieran con el responsable del turno de noche. Estaba corriendo un riesgo calculado: a algunos periodistas les agradaba recibir en su pequeña ciudad a periodistas de la gran metrópoli y se sentían halagados por el hecho de que los tratasen de igual a igual; otros consideraban tales visitas como intromisiones y se negaban a soltar prenda. Jude tuvo suerte. Mencionó un par de nombres y logró que lo pusieran con la persona que cubría la historia. Era una reportera llamada Gloria que le dijo que estaba a punto de ir a ver al forense y lo invitó a acompañarla.
Diez minutos más tarde Jude se hallaba junto a Gloria, una joven más o menos de su edad poseedora de un agraciado y amable rostro, en el porche de la oficina de Norman McNichol, médico forense de Ulster County. La oficina se encontraba en una blanca casa de madera situada en la calle Broad, una avenida cuyas aceras se combaban a causa de la irresistible presión de las raíces de los olmos que la bordeaban.
La idílica Norteamérica provinciana, pensó Jude contemplando la calle. Gloria estiró un dedo con una larga uña pintada de color verde pálido y oprimió el blanco botón con forma de perla. En el interior se oyó un lejano dingdong. Bajo el botón había una discreta placa de bronce con la inscripción: Funeraria McNichol.
– O sea que el forense se dedica también a las pompas fúnebres -comentó Jude-. Debe de resultarle fácil conseguir clientes… Pero puede tratarse de un caso de conflicto de intereses.
– Bueno, el doctor es todo un tipo. Ha enterrado a varias generaciones: abuelos, padres, hijos… lo que se te ocurra.
McNichol, un hombre alto y flaco, de edad imposible de determinar y poseedor de una bien cuidada barba gris, abrió la puerta y besó a Gloria en ambas mejillas, a la europea. Luego estrechó con cordialidad la mano de Jude, lo que impresionó favorablemente al periodista.
– Tenemos que ir a Poughkeepsie -dijo-. Allí es donde nos espera nuestro amigo.
Desapareció en el interior de la casa y volvió a salir con un anticuado maletín negro de médico.
– Síganme en su coche -les dijo mientras bajaba la pequeña escalinata delantera.
McNichol conducía como un loco, lo cual, pensó Jude, era lógico en alguien que trataba a la muerte como a una compañera de trabajo. Al cabo de muy poco se detuvieron frente a un imponente edificio de ladrillo que tenía ante sí una rampa de acceso circular, en cuyo centro se alzaba un gran letrero metálico con la inscripción: Hospital Presbiteriano de Poughkeepsie.
Siguieron a McNichol al interior, pasaron ante el mostrador de recepción y se dirigieron hacia la escalera situada en la parte trasera. La escalera conducía a una sala de autopsias ubicada en el sótano del ala de maternidad. En la puerta principal, un gran letrero anunciaba con letras rojas: Zona restringida. Entraron a través de una oficina lateral, pasaron frente a la serie de pequeños cubículos con escritorios grises de metal destinados a los residentes y entraron en la sala de esterilización. En ella había una serie de armaritos pegados a las paredes, cestos para ropa y dos grandes lavabos. En el interior de un armario se apilaban las batas verdes y los amplios delantales blancos, y también había mascarillas y cubrezapatos de plástico.
– Prepárense para el quirófano -ordenó McNichol.
Jude colgó su chaqueta, se metió la billetera en el bolsillo posterior de los pantalones y metió los brazos en las mangas de una bata que se cerraba por detrás. El hombre hacía todo lo posible por controlar su nerviosismo, pues nunca había asistido a una autopsia. Se acercó a uno de los lavabos y miró inquisitivamente hacia McNichol.
– Adelante -dijo el forense con una sonrisa-. Este lavado es para él. Para protegerlo de ustedes y de los pequeños bichitos microscópicos de que son portadores. Luego, cuando salgan, también querrán lavarse, pero entonces será para ustedes. Para protegerse de él. A mi juicio, el segundo lavado es el más importante.
Dicho esto, el hombre desapareció por unas puertas batientes.
Jude se volvió hacia Gloria, que se había ceñido la bata a la cintura con un gran nudo.
– No lo entiendo. ¿Nos deja entrar en el quirófano con él?
– Bueno, siempre lo hace. Como te dije, es todo un tipo. Y como por aquí no hay muchos homicidios, tiene ganas de lucirse.
Traspusieron las puertas batientes y se encontraron en una pequeña antesala. En ella los aguardaba McNichol. El lugar era frío y húmedo, como un gran refrigerador para carne. Ante ellos había dos puertas.
– Ésa es la sala de aislamiento -dijo McNichol señalando una de ellas-. De cuarentena. Es para los cadáveres que pueden resultar infecciosos. Quiero decir seriamente infecciosos, ya que, prácticamente, no existe enfermedad que no se pueda transmitir de un individuo al otro. Ahí dentro metemos a los que murieron de tuberculosis y de ciertas fiebres, como la de Creutzfeldt-Jakob… Ésa es la enfermedad de las vacas locas. Hasta ahora no hemos tenido ningún caso de ésos, toco madera… -añadió alargando un brazo y golpeando con los nudillos el brazo de un sillón.
Cruzaron la segunda portería, que conducía a la sala de autopsias.
Lo primero que advirtió» Jude fue el olor, una combinación de antiséptico y otra cosa que se le agarró al estómago y le hizo sentir ganas de vomitar. McNichol explicó que lo que olía era formalina, un fijador. Se hallaban en una habitación iluminada por largos tubos fluorescentes situados en el techo, con las paredes pintadas de amarillo y cubiertas en sus dos tercios inferiores de azulejos verdes. Arrimadas a dos de las paredes había armarios de cristal con botellas e instrumentos esterilizados en su interior. También había varios tarros en cuyo interior flotaban cosas que a Jude no le apeteció nada examinar de cerca. A lo largo de una tercera pared se veían grandes sumideros sobre los que había varios estantes de acero inoxidable con cinco grandes bidones de plástico» que contenían productos químicos.
McNichol le tendió a Jude un frasco de vaselina y le indicó que se pusiera un poco en la nariz.
– Es un truco del oficio -explicó-. Insensibiliza el sentido del olfato. A mí no me hace falta. Yo hace tiempo que dejé de notar el olor de la muerte -añadió como si considerase aquello una lamentable pérdida-Gloria no quiso utilizar la vaselina y Jude se sintió impresionado: ¿cuántos cadáveres habría visto aquella mujer?
En el centro de la sala había dos mesas de acero inoxidable con forma de L, cuyas partes largas formaban líneas paralelas. Las porciones alargadas de las mesas tenían pequeñas perforaciones. Jude supuso que eran para que los líquidos pasaran por ellas y fluyeran hasta dos pequeños depósitos situados en los vértices de las eles. En los liados cortos de éstas había diversos instrumentos y pequeños envases que, según McNichol, se utilizaban para guardar muestras de tejidos. Tras ellos había sendas cajas metálicas, llamadas «ataúdes», para guardar los órganos eviscerados. Las dos cajas estaban llenas de formalina.
McNichol se dirigió al fondo de la sala, donde, empotrados en la pared, había unos grandes cajones blancos. Empujó una milla metálica con ruedas y la puso junto a uno de los cajones, abrió éste al máximo, bajó la barandilla de protección y pasó al lado a fin de poder inmovilizar la camilla con la cadera.
– Hoy no hay ni un solo auxiliar clínico de guardia -dijo el hombre-. En teoría, ellos son los que se encargan de traer y llevar los cuerpos desde el depósito. Técnicamente, yo no debería estar haciendo esto.
Alargó los brazos hacia el cadáver, que estaba metido en una gran funda negra.
– Los auxiliares son los que se encargan de la «inspección de tripas». Es un trabajo particularmente desagradable. Hay que cortar el tracto gastrointestinal a todo lo largo, y luego inspeccionar las paredes del conducto, así como su contenido. Sin embargo… ¿podrán ustedes creer que los auxiliares se disputan ese trabajo como si fuera un honor?
Lanzó un gruñido y, con un enérgico y certero movimiento, colocó la parte superior del bulto encima de la camilla. Luego, con otros dos empujones -uno en las caderas y otro para colocar bien los pies- el cadáver quedó centrado en la camilla. McNichol lo hizo todo con gran rapidez. Indudablemente, había repetido aquello mismo centenares de veces.
– Ahora, si no les importa echarme una mano…
El médico les señaló con la cabeza el dispensador de guantes. Jude estaba sorprendido. Sin duda, pedirle a un lego que hiciera de auxiliar durante una autopsia iba contra el protocolo médico. Pero Gloria ya estaba ante la repisa poniéndose polvos de talco en las manos. Luego procedió a enfundarse los finos guantes como una experta. Jude la imitó tratando de imitar también su aplomo.
Ayudaron a McNichol a colocar el largo bulto sobre la mesa en forma ele L. El forense descorrió la cremallera de la bolsa y sacó las sábanas blancas que había en el interior. Después, Jude y Gloria lo ayudaron a sacar el cadáver de su capullo de plástico y a colocarlo suavemente sobre la fría superficie metálica. Jude estaba horrorizado, a punto de vomitar. El cadáver era de un color blanco azulado. El rostro del hombre estaba totalmente destrozado y no era más que una masa de sangre seca, huesos y músculos rojizos. Los ojos habían desaparecido, o revenidos o los habían hecho saltar. Hasta las orejas se las habían janeado. Sólo la oscura cavidad de la boca resultaba reconocible.
En su interior, la lengua estaba hinchada y parecía flotar sobre un rojo fluido.
– ¡Dios; mío! -exclamó Gloria.
McNichol permanecía en silencio, ocupado en efectuar el detalladísimo reconocimiento externo. Tomaba frecuentes notas con un bolígrafo en la hoja de autopsia, al tiempo que explicaba en voz alta:
– Varón de raza blanca, de entre veintidós y veintiséis años. Peso, setenta y nueve kilos. Estatura, metro setenta y siete.
Inspeccionó hasta el último centímetro cuadrado del cadáver, mirándolo por un lado y por otro, buscando marcas, cicatrices y heridas. Luego midió el contorno de la cabeza y del pecho, y la longitud y el contorno del brazo y la pierna.
Recogió muestras de piel. Rascó debajo de las uñas, limpió con gasa las heridas, pesó diversas muestras y las metió en pequeños frascos. Al fin, retrocedió unos pasos para tener una visión de conjunto.
– Bueno -comentó, reflexivo-. Lo que desde luego no puedo inspeccionar son los globos oculares.
Por primera vez pareció reparar en el aspecto general del cadáver y de lo monstruosas que eran sus lesiones.
– Había visto cosas así en un par de ocasiones -dijo con voz solemne-. Pero este caso es distinto.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Jude, y se felicitó por el hecho de que su voz hubiera sonado normal.
– Bueno, por lo general la desfiguración es indicio de cólera. El asesino odia a la víctima. Apasionadamente, hasta el extremo de que se lanza a mutilarla, y en ocasiones sigue mutilándola mucho después de que ha muerto. Es como si tratase de eliminarla, de borrarla de la faz de la tierra. Hay otra variedad, íntimamente vinculada al caso anterior. El asesino se ve asaltado súbitamente por los remordimientos y ataca el cadáver como intentando borrar su crimen, no dejar ni rastro de lo que ha hecho. En ambos casos está implicada la pasión, aparte de un montón de otras emociones. Lo cual, por lo general, tiende a indicar que existía una relación íntima entre el asesino y su víctima, cosa que simplifica muchísimo el trabajo de la policía. Puede tratarse de un marido, de un amante, de un acosador. En la inmensa mayoría de las ocasiones el caso se resuelve en menos de cuarenta y ocho horas, y el culpable es detenido y conducido a la comisaría. Una vez allí se viene abajo y confiesa entre sollozos su horrendo crimen.
McNichol quedó en silencio.
– ¿Y en este caso? -preguntó Jude al fin.
– En este caso es indudable que la mutilación tuvo como objeto impedir la identificación del cadáver.
– ¿Cómo lo sabe?
– Por un lado, porque fue un trabajo metódico -explicó tocando el cráneo en la parte alta de la frente, donde no había más que hueso-. Aquí se hicieron unas incisiones, y los jirones de piel fueron retirados como lonchas de beicon. Fíjense en la limpieza con que lo hicieron, con qué minuciosidad y paciencia. El asesino, supongamos de momento que fue el asesino el que también efectuó la desfiguración, se lo tomó con auténtica calma. Y luego está lo de las manos.
McNichol alzó las manos del muerto y las giró para que quedasen con las palmas hacia arriba. Jude, ya más curioso que asustado, se acercó para ver. Las yemas de los dedos estaban ennegrecidas y llenas de ampollas.
– Quemadas -continuó McNichol-. Pocas huellas encontraremos en estos dedos, salvo una, parcial, aquí -dijo señalando el dedo anular de la mano izquierda-. Parece que nuestro amigo se sabía todos los trucos. Y aún no he mencionado lo más extraño de todo.
McNichol hizo una pausa y fue evidente que deseaba que le hicieran preguntas. Jude le dio el gusto:
– ¿A qué se refiere?
– Fíjense en esto.
McNichol fue hasta el otro extremo de la camilla, alzó el pie derecho del cadáver y lo torció ligeramente, de modo que los hinchados genitales se desplazaron hacia arriba y la rosada parte interior del muslo derecho quedó claramente visible. En el centro había un profundo corte, casi perfectamente circular, del tamaño de un dólar de plata.
– Sólo Dios sabe para qué fue esto. Pero también se lo hicieron de modo metódico y preciso. -El forense soltó el pie, procedió a pasar el dedo por todo el contorno de la herida y añadió-: El asesino clavó el cuchillo y luego lo movió circular-mente, como si estuviera sacando una ostra de su concha.
Jude pensó que ojalá McNichol no siguiera con las comparaciones culinarias.
– Quizá en ese lugar tenía una marca de nacimiento, o una cicatriz, u otra señal identificadora -aventuró Gloria.
– Tal vez. Pero no es un lugar visible. Y no resulta fácil imaginar que en ninguna parte hubiera constancia de la existencia de esa marca. Entonces, ¿para qué tomarse la molestia de quitarla?
Jude pensó en la hora de cierre de edición, que se le estaba echando encima.
– ¿Cuál fue la causa de la muerte? -preguntó.
– Aja -dijo McNichol como si el chico más listo de la clase hubiera hecho al fin la pregunta adecuada-. Le pegaron un tiro en la nuca. De modo muy profesional. Probablemente, una bala calibre 32, pero de eso aún no estamos seguros. Tiene magulladuras en las muñecas, así que yo diría que estaba maniatado y de rodillas cuando le dispararon desde arriba. Primero lo mataron, y después lo desfiguraron.
Quizá, a fin de cuentas, se tratara de un crimen de la mafia, se dijo Jude. Pero luego recordó que, según el teletipo, habían encontrado el cadáver en un bosque, entre unos matorrales. Cuando la mafia quería mantener un asesinato en secreto, no dejaba el cuerpo en un lugar en el que resultase fácil encontrarlo, y desde luego, el cadáver no terminaba tendido en la mesa de exámenes de un forense.
En un rincón había una bolsa de plástico transparente que contenía lo que aparentemente eran ropas. A Jude le pareció ver una camisa roja hecha un reguño. McNichol siguió su mirada.
– Sus ropas -confirmó-. Más tarde las examinaremos en detalle.
Jude miró su reloj.
– ¿Alguna otra cosa digna de verse?
– Sí, otra, pero tendrán que esperar.
Durante media hora, McNichol siguió trabajando en el cuerpo con un escalpelo de mango largo y una paleta Becton Dickerson del número 22, sin dejar de comentar lo que iba haciendo, como si estuviese describiendo una excursión a través de un paraje exótico.
– La incisión primaria va desde la parte delantera de la axila, sigue por la línea auxiliar anterior, justo por debajo de las tetillas, hasta el esternón. Ése es el apéndice xifoides. Luego seguimos hacia abajo, dando un ligero rodeo en torno al ombligo, hasta la sínfisis del pubis, que está aquí -explicó el forense, que alzó la vista y miró a Gloria-. Por cierto, debo añadir que este procedimiento no se recomienda cuando el cadáver va a ser exhibido en un ataúd abierto. Ahora, como ven, hemos dejado a la vista tanto la cavidad torácica como la abdominal.
Jude lo miraba conteniendo el aliento. Presenciar una autopsia no era tan duro. McNichol retiró las solapas de piel y la musculatura abdominal. Luego empuñó una sierra quirúrgica y cortó en ángulo las clavículas y las costillas, creando una pieza en forma de cuña. Levantó la placa torácica entera, como un camarero cuando alza la tapadera de la bandeja que contiene el plato principal.
Jude miró de nuevo. Esta vez lo que vio era de veras repugnante. El corazón, que parecía un amarrado pedazo de carne roja, los pulmones, patéticamente desinflados, el timo… Todo compacto y bien encajado, nadando en una bullabesa de mucosidades y fluido. Apoyó disimuladamente una mano en un lado de la mesa a fin de mantenerse en equilibrio.
Mientras tanto, McNichol seguía trabajando con rapidez. Utilizó una jeringa para absorber el fluido seroso de entre los órganos torácicos y la pared del pecho, y luego lo metió en un recipiente de plástico. Tomó fotos del corazón y los pulmones; midió y anotó la proporción entre la anchura del corazón y la anchura del pecho. Luego soltó las arterias carótidas, pinzó la tráquea y el esófago, cortó el diafragma y el saco pleural, y extrajo al mismo tiempo el corazón y los pulmones.
Examinó el interior del abdomen y tomó más fotos. Extrajo las vísceras, pinzó el intestino, lo cortó aproximadamente entre el primer y el segundo segmento del intestino delgado, justo antes del recto, y lo reservó todo para un posterior análisis. Metió las manos entre las vísceras y extrajo una maraña de órganos digestivos: el hígado, la vesícula biliar, el páncreas, el esófago, el estómago y el duodeno.
Jude alcanzaba a ver hasta la parte posterior de la pared abdominal. Por un momento, pudo contemplar el sistema urinario -los riñones, los uréteres y la vejiga-, pero en seguida el forense lo retiró todo en un solo bloque.
– Mire los datos que anoté en la hoja de autopsia -le pidió McNichol a Jude-. ¿Qué edad dije que tenía este tipo?
– Entre veintidós y veintiséis años.
Por un momento y por primera vez, McNichol pareció confuso y menos seguro de sí mismo.
– Demasiado joven. Viendo estos órganos me doy cuenta. Sí, demasiado joven. ¿Cómo he podido equivocarme tanto?
El forense estudió minuciosamente cada órgano, como un joyero examinando alhajas. Los limpió de sangre y grasa, los pesó, los fotografió y los cortó en secciones o «rebanadas», como él las llamó. Cada una fue sondada y segregó fluidos que fueron absorbidos por la omnipresente jeringa. Las secciones, del tamaño de un dólar de plata, fueron colocadas en el cubo de plástico o en el «ataúd». Luego, explicó McNichol, las cortarían en láminas del grosor de un cabello, las montarían en un portaobjetos y las colocarían bajo el microscopio para proceder al examen histológico.
Al fin le tocó el turno al plato fuerte: el cerebro. McNichol cortó una línea perfecta a lo largo del borde del cuero cabelludo, de oreja a oreja, y retiró la capa de carne. Utilizó la sierra circular para seccionar el hueso, lo que produjo un sonido agudo y un olor acre. Después levantó la tapa craneal y la dejó a un lado con un gesto de preocupación, como un jugador de ajedrez que aparta a un lado un peón comido. Jude supuso que el médico estaba examinando la herida mortal.
McNichol tomó un cuchillo con borde de sierra y lo utilizó para cortar la duramadre, la membrana más superficial de las que rodean el encéfalo, y procedió a seccionar los vasos sanguíneos de la base. A continuación levantó el cerebro y, sosteniéndolo en una mano, dijo:
– Bueno, aquí lo tenemos.
Con la enguantada punta de un dedo, extrajo un achatado proyectil que procedió a colocar en un pequeño frasco. El resto del cerebro lo introdujo en un tarro grande lleno de formalina.
Jude volvió a pensar en la hora de cierre de edición, que cada vez estaba más próxima y miró el reloj. Aparentemente, McNichol ya estaba terminando. Puso en su lugar la tapa craneal y la placa torácica, y limpió la sangre con un paño azul.
– No es mi intención meterle prisa -dijo Jude-. Pero… ¿por qué, según dijo usted, merecía la pena esperar?
– No se preocupe, que no me he olvidado.
Se situó en la parte superior de la camilla, tras la cabeza del cadáver, que ahora estaba cortado, despedazo y ensangrentado. Se inclinó y le abrió la boca, de la que ya había extraído los fluidos, e indicó a Gloria y Jude que examinaran el interior. Lo hicieron y luego miraron al médico desconcertados.
– No lo entiendo -dijo ella-. No veo nada.
– Exacto -contestó McNichol, henchido de satisfacción-. No ve usted nada. Ni un solo empaste. Todos los dientes se encuentran sanos y perfectos. En un hombre adulto. ¿Cuándo han visto ustedes una boca como ésta?
Jude y Gloria se miraron.
– Naturalmente -siguió el forense-, esto complica aún más el problema.
– ¿Qué problema?
– El de la identificación. Es como si este hombre nunca hubiera ido al dentista. No habrá ni radiografías ni historial odontológico. Lo cual hace que resulte prácticamente imposible identificarlo.
Jude dijo que necesitaba una oficina con línea telefónica, y lo condujeron a una situada en el segundo piso. Desde el escritorio se veía el estacionamiento posterior del edificio. Una secretaria le llevó una taza de café, que bebió con gusto.
Encendió su ordenador, se puso a trabajar y en media hora estuvo listo. Escribió setecientas palabras, haciendo especial énfasis en los detalles forenses -las yemas de los dedos quemadas, la dentadura perfecta-, para dejar claro que había sido testigo presencial de la autopsia. También tuvo buen cuidado de describir a McNichol como a una especie de héroe, recordando al hacerlo el consejo que recibió años atrás de un redactor jefe: «Es buen negocio mostrarse generoso con la gente que puede devolver el favor.» Conectó el módem a la línea telefónica, marcó el número especial del periódico, oyó el peculiar sonido de la conexión y envió el artículo al 666 de la Quinta Avenida.
Por la noche, mientras regresaba en su automóvil a la ciudad, Jude pensó en Gloria. Después de mandar el artículo, la había llevado hasta su periódico.
– ¿Quieres que luego, cuando yo haya terminado, nos veamos? -le había preguntado Gloria yendo directamente al grano-. Si te apetece, conozco un excelente restaurante especializado en comida natural.
A él no le había apetecido. Sospechaba que la oferta implicaba algo más que una simple cena y, por algún motivo, cuando pensaba en el largo camino de regreso a Nueva York, en la autopsia que había presenciado e, incluso, sin saber bien por qué, en los dolorosos insultos que Betsy le había dedicado hacía meses, lo último que le apetecía era sexo.
Le había tendido la mano a Gloria para despedirse. Ella se la estrechó y, con una sonrisa ligeramente irónica, dijo:
– Así que tienes prisa, ¿no? Los grandes reporteros como tú venís aquí por un solo día, nosotros os ayudamos todo lo que podemos y, pese a ello, vosotros siempre confundís algún detalle.
El comentario le dolió.
Sin embargo, se dijo, el artículo que acababa de mandar no estaba mal. Y no se había equivocado en ningún detalle, de eso estaba seguro.
Encendió la radio a tiempo de escuchar el resumen de titulares de la emisora 1010 y le agradó advertir que no habría muchas noticias que compitieran con la suya. Comenzó a idear titulares para su historia, lo cual era uno de sus pasatiempos favoritos. «Un mutilador anda suelto.» O bien «Un cadáver que no suelta prenda». Quizá «El desfigurado rostro del horror». Bajó las dos ventanillas para airear el coche, sintonizó una emisora de rock y subió el volumen.
Se sentía satisfecho, contento de sí mismo.
Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando bajó en pantalón corto y camiseta a comprar el periódico en un quiosco, se llevó una desagradable sorpresa. No sólo su artículo no aparecía en primera plana, sino que, a primera vista, no se encontraba por ninguna parte. Apoyó el periódico en un buzón y comenzó a pasar páginas con creciente irritación. Al fin dio con él, en la página 42, rodeado de anuncios de sujetadores. Y lo habían reducido a cuatro párrafos.
¡Cristo bendito!
Tantas molestias… Conducir todos aquellos kilómetros, conseguir estar presente en la autopsia, anticiparse al Daily News…
Y, después de todo eso, hacen pedazos mi artículo y lo entierran en la página 42.
Volvió a toda prisa a su apartamento, se cambió y se dirigió al periódico. Nada más llegar, vio a Leventhal al otro extremo de la redacción y gritó su nombre.
Leventhal le hizo seña de que pasara a su despacho, que tenía una pared acristalada desde la que le era posible ver la redacción. Lo malo era que los de redacción también podían ver el interior. A Jude no le importó, pues sabía que lo asistía toda la razón.
– No lo entiendo -gritó-. Era una gran noticia. ¿Por qué demonios la tuviste que resumir?
Leventhal lo miró inexpresivamente por unos momentos, simulando no entenderlo, y al fin pareció comprender.
– Ah, te refieres a lo de New Paltz. ¿Es eso lo que te tiene tan furioso?
– ¡Pues claro! ¡Tendría que haber salido en primera!
– ¡En primera!
Leventhal cogió de su mesa el periódico del día y se lo arrojó a Jude.
– ¡Mira! ¡Esto es una noticia de primera!
Jude leyó el titular: Doble dilema. Un subtítulo aclaraba: «Gemelos idénticos implicados en un asesinato. ¿Cuál de los dos lo hizo?»
Leyó el primer párrafo. La historia se refería a dos abogados gemelos, uno de los cuales era sospechoso de haber asesinado a una mujer rubia en el Upper East Side. El otro hermano iba a defenderlo en cuanto se resolviesen las dudas acerca de quién era quién.
A Jude no le hizo la menor gracia admitirlo, pero Leventhal estaba en lo cierto.
– De todas maneras, no hacía falta enterrar mi historia como la enterraste.
– ¿Que la enterré? Recibió todo el espacio que merecía, Harley. De acuerdo, el asunto posee un cierto atractivo morboso, pero de momento no tenemos más que un cadáver anónimo. Cuando logres ponerle nombre y apellido, ya veremos qué se hace con tu noticia. ¿De acuerdo?
Jude trató de volver a su indignación, pero los argumentos de Leventhal lo habían dejado sin armas. Alzó la mirada y trató de ver cuántos colegas le habían visto hacer el ridículo. Media docena como mínimo. Leventhal también lo notó y enrojeció de exasperación.
– ¡Maldita sea! -exclamó-. Yo soy el editor encargado del fin de semana, y decido lo que aparece en el periódico del lunes. ¡Estoy hasta la coronilla de que la gente critique mis decisiones! ¡Y ahora ya te estás largando de una vez!
Jude salió del despacho. Pero luego, cuando pensó en lo sucedido, le pareció extraño. Leventhal no solía gritar ni ponerse tan furioso. Aparentemente, la reacción de él mismo también había sido un poco exagerada. Le comentó esto a Clive, para ver qué pensaba, pero el redactor se limitó a encogerse de hombros.