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Skyler llamó a la puerta de la cabaña de Kuta. Sabía que el anciano estaba dentro porque había visto su viejo bote amarrado al embarcadero, y el mugriento motor fueraborda colocado sobre un cercano tocón, sometido como siempre a reparaciones. En la pequeña bahía, el fuerte viento hacía aumentar el tamaño de las olas.
Estaba asustado. Se había sentido así durante toda la mañana y luego durante la tarde, mientras llevaba las cabras a pastar. Sus temores comenzaron cuando se encontró con Julia y ella le susurró lo de la clave de acceso. Skyler esperó a la muchacha en las proximidades de la pista de aterrizaje todo el tiempo que pudo. Como Julia no apareció, él le dejó un mensaje en el buzón indicándole que se reuniera con él por la tarde en casa de Kuta. Era la primera vez que se atrevía a hacer algo así, tan desesperado se sentía. Ahora se disponía a esperarla. Quería ver con sus propios ojos que la muchacha estaba bien, porque le embargaban los malos presentimientos.
Se abrió la puerta y Kuta lo miró con ojos enrojecidos.
– Chico, estás hecho un asco. ¿En qué andas metido?
Sin esperar respuesta, el negro se hizo a un lado y lo dejó pasar. El interior de la cabaña era fresco.
– Siéntate -dijo señalando él sillón, y puso agua a calentar para el té.
Skyler permaneció un rato sentado en silencio, y luego, poco a poco, fue desahogándose. Le contó a Kuta lo de la muerte de Patrick, y le explicó que Julia y él habían descubierto el cuerpo en el depósito de cadáveres del sótano; habló del servicio fúnebre, de las averiguaciones que Julia estaba haciendo. Habló en términos muy generales de los temores que sentía por ella, pero hacerlo le resultó difícil, y las palabras se le atascaron en la garganta. Al fin, el muchacho quedó en silencio.
Kuta movió lentamente la cabeza.
– Están pasando muchas cosas extrañas -dijo al fin-. Llevo años y años diciéndolo. Un montón de cosas extrañas. Y ésta es una más. No es natural que un muchacho tan joven muera. Creo que los tipos del Laboratorio son una especie de adoradores satánicos. Seguidores del Anticristo.
Desde hacía unos años a Kuta le había dado por la religión, e incluso había intentado enseñarle a Skyler las Escrituras, para contrarrestar lo que él llamaba «toda esa falsa instrucción».
El negro se levantó, cogió dos viejas tazas de una alacena, puso una bolsa de té en una de ellas y las llenó de agua caliente. Al cabo de un minuto, pasó la bolsa de té a la otra taza.
– Eso explica lo del avión -continuó-. Parece que cada vez que se produce una muerte, el aparato despega. Lo oí regresar hace menos de dos horas.
Se refería a una avioneta de hélice que permanecía encerrada en un pequeño hangar situado en las proximidades de la pista de aterrizaje. Skyler había oído el ruido del motor en diversas ocasiones, pero nunca le prestó atención.
– ¿Cómo que eso lo explica? ¿Para qué crees que utilizan el avión, aparte de para llevar el correo?
– No lo sé. Lo que sí sé es que me he dado cuenta de que el avión despega siempre que hay algún problema. Quiero decir algún problema médico.
– ¿Qué quieres decir? ¿Adonde quieres ir a parar?
Skyler, cada vez más preocupado, comenzaba a lamentar haber ido hasta allí.
– No quiero decir nada ni quiero ir a parar a ninguna parte. Calla y tómate el té.
Un minuto más tarde, Kuta le hizo una pregunta:
– ¿Crees que lo operaron?
– ¿A Patrick?
– Sí.
Skyler hizo un gesto de asentimiento. No quería entrar en especulaciones con Kuta. Se sentía muy unido a él, más que a nadie, excepción hecha de Julia. Pero no le apetecía tratar de expresar con palabras las sospechas y temores que tanto lo preocupaban… Todo aquello pertenecía a una parte distinta de su vida que él sólo deseaba compartir con Julia. Y ahora que ella estaba ausente y tal vez anduviese perdida por alguna parte, le apetecía aún menos hablar de ello.
Se levantó y fue a encender la radio que había sobre la vieja nevera. En seguida sonaron las notas de un violín, una guitarra y un acordeón. Según Kuta, era música zydeco, típica de Louisiana. Skyler se sentó en el sillón y siguió esperando a Julia.
Cuando finalizó la tercera canción, Skyler ya estaba seguro de que algo malo había ocurrido. Por enésima vez miró hacia el viejo reloj de cocina colgado de la pared, cuyas gruesas manecillas negras parecían moverse a paso de tortuga. El trabajo de Julia en la sala de archivos debía de haber terminado hacía más de una hora.
De pronto el muchacho se puso en pie y apagó la radio. Al menos podía ir a buscarla. Cuando pasó junto a Kuta, detectó la expresión de preocupación en el rostro del viejo, pero seguía sin apetecerle dar explicaciones y, además, no deseaba perder ni un momento. De pronto su inquietud se había convertido en pánico incontrolable. Le parecía oír la voz de Julia en el interior de su cabeza pidiéndole ayuda.
Salió por la puerta y echó correr. La voz de su cabeza gritaba ya en vez de hablar.
Mientras corría por el sendero vio a alguien entre los matorrales, un rostro asombrado que lo vigilaba. Era Tyrone. Quizá lo había seguido y estaba espiándolo. No le importaba. Apenas pensó en ello. No pensaba pararse hasta que encontrara el rostro de Julia. Corrió por el bosque sorteando árboles y saltando sobre ramas caídas. Se estaba fraguando una tormenta. El viento había arreciado y los líquenes se agitaban en las ramas. Notaba los latidos de su corazón acompasados con el ritmo de sus zancadas. Algo espantoso ha sucedido. Sus temores se estaban convirtiendo en certidumbres que lo impulsaban a correr con todas sus fuerzas.
Para cuando llegó al campus ya habían comenzado a caer gruesas gotas de lluvia que se mezclaban con el viento. Mientras corría, las notaba contra el rostro y los brazos. Miró rápidamente en torno y no vio a nadie, de lo cual se alegró, pues en otro caso hubieran advertido su desesperación y hubieran avisado a los ordenanzas. Siguió corriendo hacia el barracón de los muchachos, abrió de golpe la puerta de tela metálica y entró bruscamente. Se detuvo, sudando y tembloroso, en el centro de la sala en penumbra. Una docena de rostros lo miraban con asombro. Los jiminis estaban repartidos por el barracón, casi todos ellos acostados, salvo por un pequeño grupo que permanecía en un rincón oyendo música. Todos miraban boquiabiertos al jadeante Skyler.
– Julia -logró decir-. ¿Dónde está? ¿La habéis visto?
Leyó la respuesta en la estupefacta expresión de sus compañeros y no esperó a que nadie hablase. Salió de nuevo del barracón y volvió a cruzar el campus, bajo la cada vez más densa lluvia. Se vio obligado a aflojar el paso y se llevó una mano al costado izquierdo para aliviar la punzada que había comenzado a sentir en él. En el suelo empezaban a formarse charcos. Notaba que sus compañeros, que podían verlo a través de la puerta de tela metálica del barracón, no le quitaban ojo.
Lo que estaba haciendo -dirigirse hacia el barracón gemelo situado al otro lado del campus- era algo inaudito. Nadie de su grupo de edad había entrado jamás en el alojamiento de las mujeres.
En el interior de su cabeza volvió a sonar la voz: ¡Socorro! ¡Socorro!
Cuando entró en el barracón, las mujeres se llevaron un buen susto, y un grupo de ellas se pegó a la pared en actitud melodramática. Pero Skyler se dio cuenta de que ellas sabían por qué estaba él allí, y tuvo la casi total certeza de que los temores que sentía no eran infundados. Algo andaba mal. Y un solo vistazo le bastó para advertir que Julia no se hallaba entre las presentes.
– ¿Dónde está Julia? -preguntó imperioso.
La reacción de las mujeres fue instantánea. Algunas bajaron la vista al suelo, inseguras; otras le dieron la espalda. Pero una de ellas, Sarah, que era amiga de Julia, avanzó hacia él y le habló con simpatía.
– Julia no está aquí -dijo con voz suave-. Vinieron a por ella al mediodía. Dijeron que habían encontrado algo malo en sus análisis.
Tales palabras lo dejaron aturdido. Era lo que desde el principio temió y no se había atrevido a articular. «Algo malo.» Era lo que ellos siempre decían. La sangre se le heló en las ventas al recordar a Patrick, tendido en la mesa de mármol. ¿Por qué le había permitido a Julia hacer todo lo que hizo? ¿Por qué, por qué, por qué?
Giró sobre sus talones y salió de nuevo a la tormenta. Ya no sentía la lluvia ni la punzada en el costado. El aturdimiento era como un grueso caparazón que lo envolvía. Sólo podía pensar en una cosa: Julia. Tenía que encontrarla. Tenía que verla. Tenía que salvarla.
Entró en el sótano de la casa grande por la misma puerta que Julia y él habían utilizado hacía unos días. En esta ocasión no le preocupaba que lo vieran ni dejar indicios de que había forzado la entrada. Hizo girar el tirador y abrió la puerta empujando con el hombro.
El interior se hallaba a oscuras y accionó el interruptor de la luz. La sala de archivos estaba como siempre. Sobre uno de los escritorios había un montón de papeles con una piedra encima. Ahora Skyler se movía más despacio. Lo que sentía no era miedo, sino pavor. Cruzó la sala repitiendo los movimientos que había efectuado cuando Julia estaba sentada al ordenador.
Llegó a la puerta del quirófano, cerró la mano en torno al frío tirador de latón, reunió ánimos y empujó.
Vio el cuerpo inmediatamente.
Un pálido haz de luz lo iluminaba desde arriba bañándolo en un resplandor amarillento. Julia estaba desnuda, tumbada de espaldas, con los brazos a los costados. Tenía el cuello ligeramente torcido y el pelo en torno a la cabeza cayendo en cascada sobre la blanca mesa metálica, como si la muchacha estuviese flotando en un lago. Sus facciones eran serenas y frías como la porcelana: tenía el entrecejo relajado, los ojos cerrados, la perfecta nariz ligeramente hacia arriba. Parecía como si fuera a hablar en cualquier momento.
Skyler no lograba pensar ni sentir nada. Estaba más allá de los pensamientos y de los sentimientos. Caminó ofuscado en torno a la mesa y al haz de luz que la iluminaba. Miraba aquel cuerpo, el de la única persona a la que había amado como a su vida. Experimentaba una extraña sensación de alejamiento, como si todo aquello fuera demasiado y la cabeza se negase a aceptar lo que los ojos le mostraban. Alargó una mano y tocó a Julia en un hombro. El cuerpo no estaba frío.
Y entonces vio la incisión, de color rojo oscuro, que comenzaba en la parte inferior de un costado y hacía una curva en torno al vientre. De pronto se dio cuenta de que a Julia le faltaban parte de las vísceras. Al reparar en ello, entendió que por eso el cuerpo le había parecido pequeño y encogido. Y ahora que el cerebro había vuelto a funcionarle, sus ojos comenzaron a fijarse en otras cosas, como en el pequeño charco de sangre que se había coagulado bajo el cuerpo, y que había goteado hasta el suelo de hormigón, formando un pequeño reguero rojo que llegaba hasta el desagüe situado a un lado de la mesa.
Skyler no oía nada. No lograba respirar. El aturdimiento seguía envolviéndolo como un grueso caparazón. Pero ese caparazón estaba a punto de quebrarse. Sintió una especie de espasmo que se inició en la base de la espalda y le subió por el espinazo, para terminar haciendo explosión en su cerebro.
¡Socorro!
Volvía a oír la vocecilla.
¡Socorro, socorro!
Pero ya no era Julia la que pedía socorro, sino él mismo.
Trató de calmarse, de pensar. A Julia la habían operado, eso estaba claro. De pronto, la incapacidad para comprender volvió a apoderarse de él. El precioso cuerpo de la persona a la que tanto amaba había sido cortado, mutilado. Unas manos se habían movido en el interior de aquel organismo, le habían extraído las entrañas. ¡Los muy salvajes!
Se ha ido. Ya no está.
Y, al decírselo, se dio cuenta de que aquél era el primer pensamiento consciente que había logrado articular. Le parecía como si estuviera subiendo a la superficie desde una profundidad abismal. Otros pensamientos acudieron a su cabeza. Sabía que a continuación tratarían de matarlo a él. Pero, por extraño que parezca, no sintió miedo, pues el caparazón del aturdimiento seguía cerrado en torno a sí. Era su amigo.
Skyler se apoyó en la repisa que tenía detrás. Ahora sus ojos comenzaban a verlo todo con claridad. La repisa estaba llena de instrumentos médicos: frascos con líquidos, bolas de algodón, jeringuillas, una pequeña sierra cuyos dientes estaban cubiertos de sangre. Tomó un cuchillo y lo examinó. Su hoja también estaba manchada de sangre. Comenzó a respirar profundamente de nuevo, inhalando el oxígeno a grandes bocanadas, como un corredor después de una carrera, y miró de nuevo a su alrededor. En un rincón había un soporte metálico sobre ruedas del que colgaba una bolsa de suero intravenoso y un tubo. Cerca había otra repisa y, sobre ella, unos tragaluces rectangulares de sótano que daban al exterior.
Miró de nuevo el cuerpo. La muerte de Julia, su desaparición del mundo de los vivos, volvió a asestarle otro golpe devastador. Se agarró a la repisa y sintió un impulso. ¿Debía sacar de allí a Julia? ¿Envolverla en algo y llevársela? Pero… ¿adonde?
De pronto oyó algo: pasos en la escalera. Cruzó corriendo la habitación hasta la puerta, hizo girar la llave y percibió el sonido del cerrojo al correrse. Oyó que los pasos se aproximaban a la puerta por el otro lado. El tirador giró una vez, y luego dos veces, como si el que lo accionaba se hubiera llevado una sor-Presa. Después volvió a girar reiterada, insistentemente. Skyler cruzó la sala a grandes zancadas, subió a la repisa y empujó la parte inferior del tragaluz. Éste se abrió y Skyler oyó el sonido de las gotas de lluvia pegando contra el cristal. Arrojó el cuchillo fuera, se encaramó al tragaluz, asomó la cabeza por él, se sujetó con los codos y siguió elevándose a pulso. Al agitar los pies, golpeó el soporte para sueros intravenosos y lo hizo caer al suelo. Siguió esforzándose y de pronto se encontró fuera, bajo la intensa lluvia. De rodillas, se volvió a mirar a través del abierto ventanuco y vio el cadáver que yacía bajo el haz luminoso. En el momento en que la puerta se abría bajo los fuertes embates del exterior, Skyler se apartó del tragaluz y no pudo ver al que entraba. Recogió el cuchillo y echó a correr bajo la lluvia.
Decidió dirigirse hacia el norte, en dirección al bosque, pero antes debía hacer una parada. Irrumpió en el aula de conferencias, que estaba vacía y en penumbra, y corrió por el pasillo central hacia el estrado. Se detuvo ante el retrato del doctor Rincón y contempló por un momento el familiar e inescrutable rostro. Luego alzó el cuchillo y lo clavó en el cristal, rompiéndolo y enviando una lluvia de fragmentos al suelo. La hoja entró profundamente en la foto, hasta la empuñadura, y Skyler la sacó. Antes de volverse para correr de nuevo al exterior, advirtió que unas gotas de sangre -sangre de Julia- habían manchado el retrato en blanco y negro. Parecía como si el buen doctor hubiera recibido un golpe fatal en el pecho.
¡Ojalá aquello fuera cierto!