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CAPÍTULO 6

¡Cristo bendito!, masculló Jude mientras iba por la avenida York camino de su entrevista.

Una hora antes, nada menos que el jefe de la sección de Local había hecho uso del sistema de megafonía interna para llamarlo a su despacho. Aquélla era una forma particularmente humillante de encargar un trabajo, perfeccionada por el Mirror a lo largo de generaciones y que tenía como fin denigrar a sus empleados. El reportero así convocado se veía obligado a pasar entre las hileras de competidores que sólo le deseaban el fracaso, o el ridículo o, en muchas ocasiones, ambas cosas.

– He ahí un muerto que camina -murmuró un corrector de estilo cuando Jude pasó junto a él.

La acidez del comentario encerraba también un hálito de esperanza: quizá el corrector supiera qué trabajo le iban a encargar y, simplemente, sintiera envidia. Pero un vistazo al jefe de Local, Ted Bolevil, le hizo comprender a Jude que tal esperanza era vana. Su entrecejo estaba fruncido, lo cual indicaba que el hombre no estaba del mejor de los humores. Bolevil, un australiano de baja estatura y rostro rubicundo, era generalmente considerado como poco más que el chico de los recados de Tibbett y, en consecuencia, toda la redacción 'o detestaba. A su espalda, y muchas veces no tan a su espalda, el apodo por el que se le conocía era el Gusano.

– Harley, quiero que hagas un reportaje de apoyo. Gemelos idénticos. ¿Cómo se producen y por qué?

– ¿Cómo?

Jude era consciente de que se trataba de un trabajo de relleno. El periódico trataba de exprimir al máximo el caso del ge-nielo homicida y de su hermano inocente. La historia se estaba deshinchando y querían insuflarle aire por medio de una serie de reportajes de apoyo. A Jude no le apetecía perder el tiempo con trabajitos de aquel tipo. Quería seguir cubriendo el asesinato de New Paltz.

– Lo que oyes. La gente siente curiosidad. Gemelos idénticos. Quizá separados al nacer. ¿Lo captas? Dos fotos de tipos que se parecen. Ya sabes: como Tony Blair y el mulero de Pinocho.

Jude lo miró, escéptico. Bolevil seguía:

– Pero quiero un trabajo serio. Científico. ¿Qué pasa con ellos? ¿Por qué los dos gemelos terminan teniendo empleos de mala muerte? O casándose con rubias. Cosas de esas. Ya sabes. ¿Entiendes a qué me refiero?

Jude temía entenderlo demasiado bien.

– Investiga cosas nuevas -seguía Bolevil-. Busca a científicos con teorías raras. Nuevos descubrimientos. ¿Cuál es el bueno y cuál el malo? ¿Cómo saber cuál de ellos encierra la mala semilla? Ya sabes, cosas de esas.

La tendencia del hombre a hablar con frases incompletas era una de sus malas costumbres, aunque no la más desagradable.

– Que haya buenas fotos -dijo-. Si sólo tenemos a uno de los gemelos, podemos fotografiarlo dos veces, ja ja.

Bolevil le dio la espalda a Jude y se puso a examinar los papeles de su mesa lanzando un suspiro de resignación, como agobiado por la pesadísima carga de su responsabilidad. Fin de la discusión.

¡El mulero de Pinocho!

Jude dio con la dirección que buscaba, el 1230 de York, que correspondía a uno de los accesos de entrada a la Universidad Rockefeller. Subió por una cuesta, pasando junto a unos operarios que estaban cortando el césped, y entró en el Founders Hall, cuya fachada estaba cubierta de hiedra. Un busto de John D. le dio la bienvenida. Llegó ante el mostrador de recepción, sacó un papel y leyó el nombre que había encontrado en el archivo electrónico del Mirror.

– La doctora Tierney, de Investigación -le dijo al vigilante uniformado. Anticipando la siguiente pregunta, añadió-: Me está esperando.

Le dijeron que aguardase. Tras el inevitable período de espera neoyorquino de diez minutos -no tan largo como para resultar descortés, pero suficiente para dejar claro que la visita constituía una intrusión- lo acompañaron al cuarto piso. Se sentó en un sillón, frente a una secretaria que estaba tecleando ante un ordenador. La mujer lo miró de arriba abajo y luego levantó lánguidamente un teléfono.

– El caballero del Mirror -anunció haciendo irónicas pausas entre palabra y palabra.

La puerta se abrió y por ella apareció una joven con blusa azul y bata blanca de laboratorio. En el bolsillo del pecho llevaba unas gafas. El cabello, largo y oscuro, le caía sobre los hombros, y tenía unas marcadas ojeras que le daban un aspecto interesante.

– Soy la doctora Tierney -dijo al tiempo que le tendía la mano.

Jude se la estrechó y la notó fuerte y cálida.

– Elizabeth Tierney -añadió ella, como corrigiéndose.

– Jude Harley.

– Lamento haberlo hecho esperar. No me dijeron que había usted llegado.

La secretaria alzó una ceja.

A Jude le agradó la disculpa. Era evidente que la mujer no era neoyorquina, pues tenía un ligero acento del Medio Oeste. Jude le echó alrededor de treinta años, la misma edad que él.

– Pase, por favor -le ofreció la mujer tras un breve silencio.

En su despacho, lo oficial y lo íntimo se entremezclaban. Gruesos volúmenes médicos junto a libros de poesía. Jude se fijó en los autores: Yeats, Blake, Baudelaire… Había montones de papeles de trabajo mezclados con cosas personales: correspondencia, una maqueta de coche deportivo hecha con perchas de alambre, un abultado filofax y fotos en la repisa de una ventana. En las paredes había una diana de dardos con una foto de Freud en ella, una reproducción de Kandinsky, un gran póster en el que aparecía una célula humana ampliada, diplomas enmarcados y un tablón de anuncios lleno de postales, muchas de ellas con fotos de paisajes tropicales. En la pared sobre el escritorio había dos tallas africanas.

– ¿Café? -ofreció la doctora al tiempo que señalaba un sofá.

Jude asintió con la cabeza y añadió que lo tomaba con leche y azúcar. Le agradó ver que ella iba personalmente a buscarlo a una especie de pequeña despensa adjunta. Dos puntos a su favor.

Cuando la mujer regresó, Jude volvió a sorprenderse gratamente, pues no se situó tras el escritorio, sino que tomó asiento en un sillón junto al sofá, girada hacia él. La proximidad siempre era una ventaja en las entrevistas, se dijo, y procedió a sacar del bolsillo una micrograbadora y colocar el minúsculo micrófono en un soporte ante la doctora.

– Esto es sólo por si utiliza usted muchas palabras científicas y técnicas -explicó-. Pero si le molesta, lo apagaré.

– No, no. No se preocupe -dijo ella, y por el tono dio la sensación de que era sincera.

Parecía segura y llena de aplomo. Cruzó las piernas y a él le fue posible ver varios centímetros de blanca piel por debajo de la falda. -Supongo que está usted aquí por el caso de asesinato de los dos abogados gemelos -dijo-. Qué asunto tan horrible. -Exacto. Para nuestro periódico, cuanto más horrible, mejor. Ella asintió con la cabeza.

– Me temo que lo mismo les ocurre a todos los periódicos. Sin embargo, me gusta la sección de deportes del Mirror. Esto sí que le impresionó realmente. Tres puntos. Miró el par de tallas africanas que había en la pared, sobre gruesos estantes de madera blanca. Las estatuillas medían unos veinte centímetros de largo y eran de un material pulido y oscuro como el ébano. A primera vista parecían idénticas: cabezas desproporcionadamente grandes con enormes ojos ovalados, abultadas mejillas surcadas por sesgadas cicatrices, y pequeños tocados minuciosamente tallados y pintados de azul. Ambas llevaban un cinturón de cuentas, un brazalete de bronce en torno a la muñeca izquierda y una pequeña capa hecha con conchas marinas. Por los exagerados genitales se advertía que una era un hombre y la otra una mujer.

La doctora Tierney siguió la mirada de Jude. -Ibeji -dijo-. Son nigerianas, de la parte sur del país. Los indígenas yoruba hacen esas tallas cuando tienen gemelos.

A Jude las tallas le parecieron interesantes y pensó que tal vez le fuera posible utilizarlas de algún modo para su reportaje. -Los padres encargan las figurillas a los talladores -continuó ella al advertir su curiosidad-, y pagan por ellas grandes sumas, tanto mayores cuanto más adornadas son las tallas. Cada estatuilla representa a uno de los gemelos. Se guardan cuidadosamente y, si los gemelos alcanzan con bien la edad adulta, los ibeji se convierten en objetos inútiles y se tiran. O, en estos días, lo más probable es que se los vendan por una insignificancia a un buhonero que a su vez los venderá por una fuerte suma a los turistas.

«Pero en el caso de que uno de los gemelos muera, lo cual sucede con gran frecuencia, la estatuilla que lo representa adquiere un enorme valor espiritual. Se la viste como al niño, se pone comida ante ella, se la acuesta por las noches, y ocupa un lugar destacado en las fiestas y ceremonias familiares. En teoría, ésa es la única forma de apaciguar al gemelo muerto. De lo contrario, sentirá celos, se enfurecerá y arrastrará a su hermano al otro mundo. -Sonrió y añadió-: Eso se debe a que creen que los dos gemelos tienen una única alma.

Jude examinó más detenidamente las dos figuras: los abdómenes ligeramente curvados, las serenas sonrisas, los sesgados y grandes ojos. Su aspecto era extraño y fascinante, como si pertenecieran a otro mundo, a un mundo intemporal. Sin saber por qué, pensó en fetos.

– Son muy bonitas -dijo.

– Me alegro de que le gusten -dijo ella contenta-. A mí me encantan.

Tras un breve silencio, Jude puso en funcionamiento el magnetófono, sacó la libreta de notas y dijo:

– Bueno, cuando quiera empezamos.

Comenzó con unas cuantas preguntas de calentamiento. Su edad: treinta años (en efecto, los mismos que él). Nacida en White Fish Bay, Wisconsin. Su padre era médico y su madre, ama de casa. En cuanto a curriculum, había estudiado en Berkeley, cursó el postgrado en Minnesota y pasó tres años en la Facultad de Medicina de Duke.

La mujer le explicó que no atendía a pacientes, sino que se dedicaba a la investigación biológica. Recientemente, se había especializado en estudios acerca de los gemelos.

Él fue anotando las respuestas. La libreta de notas era en gran medida un truco, ya que el magnetófono lo grababa absolutamente todo. Jude había adquirido el hábito de usar la libreta para controlar el flujo de información: podía abrir la espita tomando notas de modo entusiasta, o podía cerrarla poniéndose a juguetear ociosamente con el bolígrafo. Pero no tardó en darse cuenta de que aquella mujer no necesitaba acicates para hablar sobre sus investigaciones. El entusiasmo que éstas le producían quedaba reflejado en el brillo que resplandecía en el fondo de sus oscuros ojos.

– ¿Sabe usted por qué los gemelos suscitan un interés tan apasionado en los científicos? Todos los años vamos en peregrinación a sus reuniones en Twinsburg(1), Ohio, instalamos nuestro tenderete y los perseguimos implacablemente, intentando convencerlos de que participen en estudios de todo tipo. ¿Sabe usted por qué?

Jude hizo un ambiguo gesto que lo mismo podía ser un sí que un no.

– Los estudios sobre gemelos son una poderosísima herramienta de investigación -prosiguió ella.

Jude tomó nota.

– Los gemelos monozigóticos, los que proceden de un único óvulo fertilizado que se divide en dos, son un accidente de la naturaleza, una especie de desliz en los engranajes, una grieta en el espejo que nos permite atisbar el otro lado. Se trata de dos individuos que tienen exactamente la misma constitución genética. A todos los respectos y para todos los propósitos, sus genes son idénticos.

– Sí, eso lo estudié en biología -dijo Jude. -Sí, probablemente conoce usted los rasgos más notables de los estudios realizados al respecto. Las coincidencias que parecen desafiar la lógica. Cosas que ya forman parte de nuestro folclore. Dos gemelos idénticos, criados en ciudades distintas, sin contacto entre ellos, sin que ninguno de los dos sepa de la existencia del otro, llevan vidas parecidísimas. A los científicos les encanta estudiarlos, a los periódicos les encanta escribir acerca de ellos, y a todos nos encanta leer sobre el tema. Fue hasta el escritorio y rebuscó en un cajón. -Tome, échele un vistazo a esto -dijo tendiéndole un amarillento recorte de prensa-. Un viejo artículo publicado por uno de sus competidores.

Se trataba de una historia publicada por el New York Post el 9 de mayo de 1979, acerca de dos gemelos idénticos nacidos en Piqua, Ohio, en 1939, hijos de madre soltera. Fueron adoptados por familias distintas, se criaron a más de setenta kilómetros de distancia y se encontraron el uno con el otro por primera vez cuando contaban cuarenta años. En el artículo se enumeraba una serie de asombrosas coincidencias. Citaba una frase de uno de ellos, que Jude procedió a anotar: «Cuando vi por primera vez a mi hermano, me dio la sensación de que estaba mirándome en el espejo.»

(1) Literalmente, «Ciudad de los gemelos». (N. de la t.)

– Tenga cuidado -dijo la doctora Tierney-. Esto puede ser adictivo. Un psiquiatra danés, Juel-Nilsen, le puso nombre: «monomanía monozigótica». -Sonrió, se retrepó en su asiento y, viendo que Jude seguía copiando, preguntó-: No es por nada, pero… ¿eso está permitido?

Jude alzó la vista y vio que la mujer miraba el cuaderno de notas que él tenía entre las manos.

– Ah, se refiere a si puedo copiar lo que publicó el Post. Ya conoce usted el dicho: «Si se puede fusilar, ¿para que molestarse en investigar?» -La frase no pareció hacerle gracia a la doctora, así que Jude añadió-: Sí, es perfectamente lícito en tanto en cuanto se cite la fuente.

Ella hizo un gesto de asentimiento y continuó:

– Muchos de los estudios sobre gemelos separados al nacer se efectuaron en la Universidad de Minnesota, en las Ciudades Gemelas(1), naturalmente. Allí hay un hombre con el que tuve el honor de trabajar brevemente, el profesor Thomas J. Bouchard, Jr. Fundó una organización llamada Centro de Estudios sobre Gemelos Adoptados. Quedó enganchado por el tema en 1979 y, tal vez le interese a usted saberlo, fue a raíz de la lectura de un artículo sobre los gemelos de Piqua.

»Jim Lewis y Jim Springer. Por mera coincidencia, a los dos les pusieron el mismo nombre de pila. Eran casi idénticos en todos los aspectos: ambos medían uno ochenta y tres, pesaban alrededor de ochenta kilos, tenían el cabello oscuro y los ojos marrones. No todos los gemelos monozigóticos conservan el parecido físico hasta tales extremos. Pero la auténtica sorpresa llegó con el examen comparativo de las vidas de ambos: los dos se habían casado con mujeres llamadas Linda, los dos se divorciaron y los dos contrajeron segundas nupcias con mujeres llamadas Betty. Jim Lewis le puso a su primogénito el nombre de James Alan. Jim Springer le puso a su primogénito el nombre de James Alien. Lo que resulta de veras intrigante es la similitud en los pequeños detalles, en la estructura de sus vidas cotidianas. De pequeños, ambos tuvieron perros llamados Toy. Sus familias iban a pasar las vacaciones a la misma playa de Florida. Ambos trabajaban como policías. Tenían las mismas aficiones: las maquetas, el dibujo, la carpintería. Incluso les gustaba la misma cerveza, la Miller Lite, y fumaban la misma marca de cigarrillos, Salem. Les efectuaron diversas pruebas y los resultados fueron idénticos, como si una sola persona las hubiera realizado dos veces.

Jude estaba tomando nota aplicadamente. Aquél era buen material. Casi todo se había publicado hacía dos décadas, pero quizá le fuera posible reciclarlo y encajarlo en su reportaje.

– No es necesario que tome notas -dijo ella-. No pretendo desalentarlo, pero casi todo lo que le estoy diciendo fue reproducido en una revista hace pocos años.

A Jude se le cayó el alma a los pies. Ella se puso en pie, rebuscó entre los papeles de un estante y volvió a sentarse con un ejemplar de The New Yorker entre las manos. Él miró la fecha y la anotó: 7 de agosto de 1995.

– Le buscaré la parte referida a los trabajos iniciales de Bouchard. -Se ofreció abriendo la revista por una página marcada mediante un clip. Luego le echó un vistazo al texto y lo resumió para su visitante-: Entre los primeros gemelos que estudió había dos mujeres, Daphne Goodship y Barbara Herbert. Ambas fueron adoptadas y vivieron en las proximidades de Londres sin conocerse durante treinta y nueve años. Se encontraron la una con la otra en una estación de metro en mayo de 1979. Las dos llevaban vestido beige y chaqueta de terciopelo marrón. Entre ellas

(1) Twin Cities: St. Paul y Minneapolis, situadas la una frente a la otra, con el río Mississippi de por medio. (N, de la t.)

había infinidad de pequeñas similitudes: las dos tenían meñiques ligeramente curvados, por ejemplo, lo cual les había impedido a ambas aprender a escribir a máquina y a tocar el piano. Ambas tenían los tobillos debilitados a causa de sendas torceduras que una y otra sufrieron a la misma edad: los quince años. A los dieciséis, ambas asistieron a un baile en el que conocieron a los hombres con los que posteriormente se casaron. Ambas tuvieron abortos la primera vez que se quedaron embarazadas; cada una alumbró luego dos niños, seguidos por una niña. Tenían tics y gestos idénticos: reían igual, y las dos levantaban la nariz al nacerlo. Y un montón de otras cosas. Y la misma pauta se repite una y otra vez en pareja de gemelos tras pareja de gemelos.

– Pero -Jude la interrumpió-, teniendo en cuenta todas las variables que se dan en una vida y la cantidad de gemelos que hay en el mundo, ¿no son de esperar algunas coincidencias aparentemente absurdas? Lo que quiero decir es que si usted y yo comparásemos nuestras vidas, probablemente también encontraríamos similitudes sorprendentes. A lo mejor los dos fuimos al mismo concierto de rock en 1976, o usamos la misma pasta de dientes, o tenemos tíos con los mismos nombres de pila. Y, como es natural, todas las discrepancias que no encajasen, las desecharíamos.

Ella sonrió y asintió con la cabeza.

– Su escepticismo me parece sumamente elogiable. Supongo que, siendo usted periodista, se trata de una deformación profesional. Y admito que, en gran medida, yo pienso como usted. O, mejor dicho, pensaba.

La doctora cruzó las piernas y Jude volvió a ver los turbadores y blancos muslos. Resultaba difícil apartar la mirada de ellos.

– Pero el universo de personas al que nos referimos es reducido. El número de gemelos monozigóticos está creciendo debido a los tratamientos de fertilidad, pero sigue siendo reducido. Supone poco menos de un cuatro por mil del total de nacimientos. Y de ellos, el número de los que, por una u otra razón, crecen separados es minúsculo. En la época en que Bouchard comenzó sus estudios, sólo existía constancia de diecinueve casos de gemelos separados y luego reunidos. Ahora son más. Hay referencia bibliográfica de ciento veintiún casos, acerca de los que se han escrito más de treinta libros. Sin embargo, la cantidad sigue siendo reducida, y el cúmulo de coincidencias que se encuentra en una muestra tan reducida resulta enorme.

»Sí, dos personas cualesquiera de la misma edad, usted y yo, por ejemplo, podrían sentarse a comparar notas y a repasar sus vidas y sus gustos, y sin duda encontrarían una gran cantidad de cosas en común.

Ella le sonrió, y él le devolvió la sonrisa, preguntándose: ¿Habrá querido decir usted y yo especialmente?

– En realidad, se trata de algo que yo misma he probado a hacer. Quiero decir que formé grupos de control usando a parejas de desconocidos escogidas al azar para ver qué tenían en común. Si a dos personas se las encierra en una habitación, suelen descubrir que tienen bastante cosas en común. Pero no tantas como los gemelos separados, ni referidas a todos los aspectos de sus biografías. Lo que resulta interesante de tales estudios es que las similitudes se producen una y otra vez en las mismas facetas de la vida. Es como si tales coincidencias estuvieran preprogramadas. Si en un gemelo se encuentra predisposición al alcoholismo, o al tabaquismo, o al suicidio, o al insomnio, lo más probable es que en el otro gemelo también se encuentre. ¿Por qué suelen pasar por el mismo número de matrimonios y divorcios? ¿O tener las mismas profesiones y hobbies? Incluso muchas de sus actitudes sociales y políticas son idénticas. ¿Por qué los gemelos terminan opinando lo mismo sobre la pena de muerte, o sobre las madres que trabajan, o sobre el apartheid? ¿Por qué les gusta la misma marca de café? Y sin embargo, y a ver si a usted se le ocurre una explicación para esto, no ocurre lo mismo con el té -dijo, y bajó la vista a su taza vacía-. Por cierto, ¿le sirvo más café?

Él negó con la cabeza, pues no deseaba interrumpirla.

– Lo que produce auténtico pasmo es el paralelismo existente en el desarrollo físico. Los gemelos suelen sufrir las mismas dolencias a las mismas edades exactas. Y bueno, eso puede ser lógico. Pero los paralelismos surgen también en detalles mucho más insignificantes. Se dan casos en los que ambos tienen una espinilla al mismo tiempo y en el mismo punto exacto de la nariz. ¿Cómo explica usted eso? ¿Existe algún pequeño y malvado gen cuya única meta es amargarle la vida a un adolescente? ¿Está todo programado en nuestras vidas, hasta el más nimio de los detalles? -proseguía la joven, ahora con un brillo de entusiasmo en los ojos-. ¿Cuál es el factor responsable, cómo se produce el fenómeno? ¿Qué explicación tiene? Entre dos personas cualesquiera existen similitudes, eso es indudable. Pero en los gemelos monozigóticos las coincidencias van más allá de lo que establece la ley de las posibilidades, y se producen una y otra vez en los mismos ámbitos de conducta. Café, pero no té. ¿A qué se puede deber algo así?

La secretaria llamó a la puerta: alguien en el vestíbulo preguntaba por la doctora Tierney.

– Vuelvo en seguida -le dijo a Jude, y le tendió el ejemplar de The New Yorker.

El artículo, escrito por Lawrence Wright, tenía por título «Doble misterio». Comenzaba con la descripción de unas gemelas idénticas, Amy y Beth, nacidas en Nueva York en los años sesenta y dadas en adopción a familias distintas. Las dos parecían agraciadas: «rubias de piel muy blanca, rostro oval, ojos entre grises y azules y nariz respingona». Por mero azar, las dos familias eran aparentemente similares: judías, con madres amas de casa, y con un hermano mayor. Pero Beth parecía haber sido la más afortunada. Su familia era más rica y sólida, más importante. La madre de Beth era cariñosa, colmó de afecto a su nueva hija, la acogió en el seno de la familia y cubrió todas sus necesidades y caprichos. El padre también era atento y afectuoso.

La madre de Amy, por el contrario, padecía de exceso de peso y era insegura, llegó a mostrase competitiva con su hija y a considerarla una amenaza. La familia -padres e hijo- cerró filas contra la hija adoptada y la excluyó de su seno. Amy se mordía las uñas, lloraba cuando la dejaban sola, se orinaba en la cama y sufría pesadillas. A los diez años mostraba ya todos los síntomas de los niños que son rechazados por sus padres: era tímida e insegura, se inventaba enfermedades, había en su conducta una artificialidad que se ponía de manifiesto en los juegos de rol, sentía dudas acerca de su identidad sexual y tenía serias dificultades de aprendizaje. ¿Qué podía esperarse, teniendo en cuenta su vida familiar?

Pero… ¿qué fue de Beth y de todas sus ventajas?

Aquella parte de la historia dejó atónito a Jude. Y es que, de niña, Beth también dio muestras de la misma agitación interior: se chupaba el pulgar, se mordía las uñas y se orinaba en la cama. Ella también llegó a ser aprensiva e hipocondríaca y, al ir creciendo, también tuvo problemas de identidad y de convivencia con sus amigas y en el colegio. Naturalmente, también existían algunas discrepancias. Pero, básicamente, ni el tener una vida familiar llena de seguridad y cariño ni todas las ventajas materiales le sirvieron a Beth para vencer a sus demonios interiores.

Jude estaba fascinado. ¿Por qué Beth había tenido tantos problemas como Amy? Era algo que iba en contra del sentido común y de la razón. ¿Sería posible que existiera un destino biológico que lo abarcase todo? ¿Que determinara el carácter imponiéndose a todos los demás factores: vida familiar, educación, valores inculcados, azar? Y, de ser así, ¿qué ocurría con el libre albedrío, con la íntima convicción del ser humano de que toma decisiones y de que, si lo intenta con suficiente ahínco, puede llegar a cambiarse a sí mismo? Durante toda la vida, Jude había pensado -en las pocas ocasiones en que había reflexionado sobre ello- que él habría sido una persona distinta si lo hubieran criado sus padres naturales en vez de unos padres adoptivos: menos solitario, más seguro, más generoso, como habría dicho Betsy. ¿Se equivocaba al albergar tal creencia?

La doctora Tierney regresó y él cerró la revista. La mujer se había quitado la bata blanca. Ahora llevaba una chaqueta de tweed sobre la blusa de seda blanca, y lucía en el cuello un collar de perlas. Evidentemente, se había vestido para salir. Jude se sintió decepcionado; pues suponía que dispondrían de más tiempo y no le apetecía interrumpir la entrevista.

– La verdad es que, si no le parece un abuso, necesitaría seguir hablando con usted.

– Desde luego -repuso la mujer sonriendo levemente-. Lamento tener que marcharme, pero ha surgido algo. No obstante, podemos volver a reunimos.

– ¿Mañana le viene bien? Tengo que terminar el reportaje pasado mañana como muy tarde.

– De acuerdo, mañana.

– Si a usted le viene mejor, podemos vernos en otra parte. La llamaré por teléfono -sugirió, y ella asintió con la cabeza-. Muchas gracias, doctora Tierney. Ha sido usted de gran ayuda.

– Por favor, llámame Tizzie. Así me llama todo el mundo.

– Muy bien, Tizzie.

Se estrecharon las manos.

Jude echó un último vistazo al despacho. Al mirarlo con ojos nuevos, se dio cuenta de que casi todas las fotos eran de una pareja entrada ya en años, probablemente los padres de Tizzie. Había otra de un hermoso setter irlandés, y otras de grupos de amigos: durante una excursión en balsa y posando junto a un descapotable. No encontró una foto de la doctora con un hombre.

Más tarde, ya en la calle, se preguntó por qué esto último le había parecido importante.