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Los alimentos sólidos han desaparecido de la mesa. Tan sólo encima de algún plato abarquillado, olvidado, se aburre algún resto: lonchas del embutido menos apetecible, del queso más insípido que ni siquiera esa gula involuntaria y distraída, de cuando ya se tiene el estómago lleno, se ha atrevido a consumir. Silenciosamente, sin ostentación, sin estridencias, las botellas han acabado ganando la batalla, y ahora se alzan verticales y orgullosas, brillantes, sobre la caótica mortandad de platos y servilletas arrugadas. Son grandes botellas de refrescos: el rojo y negro de la cocacola, el naranja, el amarillo limón repleto, endurecido el envase de plástico por la presión del gas carbónico. Y también están las otras, las discretas botellas de vino, ahora transparentes, y las más aristadas y multiformes de los licores.
No hay humo, pero el aire está cargado, viciado de música y voces entremezcladas y luz insuficiente y tristona. Hombres y mujeres se han ido apartando de la mesa, como avergonzados de su reciente voracidad, y ahora sólo regresan a ella para llenar el vaso o dejar una servilleta, o apoyar el trasero en el borde a modo de taburete, dándole la espalda.
El equipo de música no suena muy bien en la sala espaciosa, de techo muy alto. Al final han optado por dejarlo a un volumen moderado, del que sólo sobresale de vez en cuando el agudo prolongado, irreconocible, de un tenor, en el disco de II Divo que Rafa ha puesto en el cargador junto con otros cinco, satisfecho, orgulloso de su aportación.
A pesar de todo, la conversación es animada en los corrillos que se forman y se deshacen espontáneamente, como resultado del movimiento de unos y de la tendencia a la quietud, a la estabilidad, que muestran otros.
– Amparo dice que sí-dice Maribel, sosteniendo un vaso lleno hasta el borde de naranjada-, dice que vio gente en una de las casas, en el jardín, y además había el coche y todo, en el cobertizo.
Maribel, cuidado maquillaje entre húmedos rizos de peluquería, defiende su afirmación con un apasionamiento un tanto ingenuo, estimulado por las muestras de escepticismo de Hugo e Ibáñez.
– Pues debe de ser la única que ha visto a alguien en esa maldita urbanización-dice este último-. Yo iba con ella, en el mismo coche, y no vi un alma en todo el camino.
– Yo tampoco vi a nadie-dice Hugo-. Ya era noche cerrada cuando pasé, y no recuerdo haber visto una sola luz en todo el monte. Precisamente me fijé en ese detalle, porque recuerdo de antes, de cuando veníamos, que había varios chalés al borde de la carretera.
– No te confundas con el camino de arriba-dice Ibáñez-, el que hacíamos a pie cuando subíamos a la montaña; allí sí que había un montón de casas; pero en la carretera había muy pocas.
– ¡Sí, hombre-rezonga Hugo-, líalo más tú ahora! La urbanización está abandonada, y ya está.
Hugo ha hablado con cierta pesadez, con una obstinación vagamente huraña, mientras su vaso, casi repleto, perdía parte de su contenido en cada movimiento de su brazo.
– Pues, la verdad, yo preferiría que hubiera mucha gente por aquí cerca-dice Maribel-, me da miedo esta montaña tan oscura, y tan solitaria… antes no era así.
– ¡Claro que era así!-dice Hugo-, somos nosotros los que hemos cambiado, sobre todo vosotras, las mujeres… estáis acojonadas…
– Aovariadas sería más exacto-apunta Ibáñez.
– ¡Ay, no os burléis! A vosotros no os ha atacado un jabalí.
– Ni se ha cebado con sus curvados colmillos en nuestras carnes morenas.
– A ti tampoco te ha atacado, que yo sepa-le dice Hugo a Maribel, ignorando la gracia de Ibáñez-. Fue el coche de Ginés el que chocó…
– Sí, Ginés lo estaba explicando antes-confirma Ibáñez-. Y, la verdad… no le daba demasiada importancia.
– ¡Pero si estuvieron a punto de volcar!-gimotea Maribel-. El jabalí debía de ser enorme, movió todo el coche… No sé cómo Ginés puede decir… puede estar…
Hugo lanza una rápida mirada en derredor, para después decir, en actitud confidencial:
– La verdad… la verdad es que lo he encontrado un poco raro, a Ginés.
– ¿Verdad?-exclama Maribel triunfalmente-. A mí también me lo ha parecido; Rafa me decía que no, que lo que pasa es que estaba asustado, por lo del jabalí, pero a mí me pareció precisamente lo contrario: que estaba… como despistado, como atontado…
Ibáñez guarda ahora silencio; se ha quedado muy quieto observando a Maribel, sosteniendo el vaso delicadamente por la base, con el ceño ligeramente fruncido, la sorpresa o la curiosidad, o cualquiera que sea el sentimiento que le han despertado las palabras de Maribel, oculto tras el cristal deformante de sus diminutas gafas. Mientras tanto, Hugo se ha quedado un momento mirando su vaso, en actitud reflexiva, para después alzar la vista y decir en el mismo tono secretista, encogiéndose ligeramente antes de empezar a hablar:
– He hablado con Ginés, ahí fuera, hace un rato… Se ve que tiene algunos… problemas…
– ¿Qué tipo de problemas?
– Económicos… Se hartó a ganar dinero, negocios inmobiliarios, ya sabéis; y ahora, con la recesión… No me lo ha querido decir claramente, pero… seguramente está metido en un buen lío, deudas o cosas de ésas… En fin: cuanto más alto subas…
Ibáñez no ha participado en el reducido cónclave de cuellos encogidos y voces bisbiseantes; se ha mantenido erguido, con una quietud neutra, digna, aunque atenta. Pero ahora interviene dirigiéndose a Hugo.
– Tú eras su mejor amigo. Sería más lógico que estuvieras hablando con él del asunto, en vez de…
– ¡Si es que no se quiere dejar ayudar! Poco se puede hacer cuando alguien no quiere reconocer el problema.
– ¡Pobre Ginés!-dice Maribel-. Con la novia tan maja que tiene… tan bien vestido, tan elegantes los dos, y ese coche… y ahora resulta que está…
– Eh, que tampoco lo puedo asegurar al cien por cien. Yo me lo imagino; me he hecho mi composición de lugar con lo poco que he podido entresacar…
Hugo guarda silencio, como si no encontrase las palabras para continuar, como si prefiriese dejar el asunto, por desagradable, y cambiar de tema. Maribel se queda pensativa, asimilando lo que acaba de oír; pero es la voz de Hugo, una vez más, la que incide en el mismo tema.
– Yo sólo os quería avisar; que sepáis que si en algún momento… que si se pone desagradable o… yo qué sé, os da una mala respuesta… pues que ya sabéis cuál es el motivo.
– ¿Se puso desagradable contigo?-pregunta Maribel.
– No, no del todo, pero…
– Os dejo un momento-dice Ibáñez repentinamente-. Voy a endulzar un poco mi «destornillador», me temo que esto es demasiado fuerte para mí. Uno ya no es lo que era.
«Capullo», vocaliza Ibáñez con los labios, sin emitir ningún sonido, en cuanto da la espalda a Hugo. Sus pasos le llevan hasta la mesa; allí deja el vaso un momento y abraza el cuello de una botella sin llegar a levantarla, mientras sus ojos miran a un lado y otro buscando algo. De pronto su mirada se detiene, permanece unos instantes fija, sin pestañear, enfocando al rincón en el que ganguea el equipo de música.
Ibáñez se aparta de la mesa, pero vuelve al poco rato para recuperar su vaso, y finalmente se dirige al lugar que ha localizado. Sólo hay dos personas en esa zona: Rafa y Ginés. Rafa está explicando algo con profusión de gestos, y Ginés le escucha con aparente atención, no tanta, a pesar de todo, como para dejar de echar de vez en cuando una mirada furtiva, subrepticia, a su alrededor. En una de esas miradas ve a Ibáñez, que camina ya abiertamente en dirección a ellos.
– Si lo llego a saber me traigo el cable-está diciendo Rafa-, tres mil quinientos kilos, tres toneladas y media, lo pone en el catálogo, y suelen tirar por lo bajo para asegurarse; lo ato a la valla esa, primera con reductora, bloqueo diferenciales, doble tracción directa, y verás tú si no la arranco, la mierda de valla ésa, por mucho cimiento que tenga. Ahora, eso sí, que no se ponga nadie detrás, ¿eh?, porque las ruedas arrancan piedras… pero piedras, ¿eh?-insiste Rafa sosteniendo un imaginario balón con sus manos-, de esas que están bien enterradas.
Ginés se limita a escuchar y a asentir constantemente con la cabeza, y de vez en cuando, en los momentos de mayor intensidad, con un resoplido de su nariz, una sonrisa vagamente admirativa que una sensibilidad poco exigente bien podría interpretar como un «caramba» o un «qué tío» o un «parece mentira». Pero en realidad no interviene, su actitud es esencialmente pasiva, y Rafa aprovecha esta circunstancia para seguir desgranando sus peculiares inquietudes.
– ¿El tuyo tiene argolla de arrastre?…
Instado por el prolongado silencio, por la mirada inquisitiva de Rafa, Ginés carraspea y se obliga a contestar:
– No sé… no… nunca se me ha ocurrido…
– Me parece que no. Ya ni siquiera se la ponen, es como los neumáticos: no están preparados para hacer montaña de verdad, se acabarían rompiendo si los metieras en roca viva… ¿No lo sabías?… No aguantan, es por la carcasa, cumple las exigencias para alcanzar los doscientos cincuenta por hora, pero no aguantan la roca, aún no han conseguido que hagan las dos cosas, y como saben que el que se compra un trasto de ésos… en fin, que lo va a meter poco por caminos…
Mientras tanto, Ibáñez se ha unido a ellos limitándose a escuchar en respetuoso silencio, sin poder ocultar un brillo de maliciosa ironía en su mirada. Rafa apenas le ha prestado atención, como si le pareciera lo más normal del mundo que Ibáñez se plantara ahí sin decir nada, sólo para escucharlos. En cambio Ginés ha lanzado más de una mirada al recién llegado, una mirada inquieta que bien se podría interpretar como una demanda de auxilio.
– ¿De verdad queréis arrancar esa valla?-dice Ibáñez por fin, aprovechando una pausa de Rafa-. Es fea, pero no os ha hecho nada, que diría el clásico…
– ¿Cómo que no nos ha hecho nada?-protesta Rafa-. ¡A ver por qué tenemos que dejar los coches allá arriba, a un kilómetro de distancia! ¿Y si los roban? ¿Y si nos ocurriera alguna desgracia, yo qué sé, una urgencia, que tuviéramos que meter a alguien en un coche a toda prisa?
– Alguno he visto yo-apunta Ibáñez-que a lo mejor pronto necesita…
– ¡Son esos cabrones de socialistas!-le interrumpe Rafa-, venga a cobrar impuestos, a cobrar multas, aparcamientos. ¿Y para qué? Para poner vallas y… y construir mezquitas.
Ginés frunce el ceño entre incrédulo y sorprendido, pero Ibáñez compone un gesto de ingenua ignorancia para preguntar:
– ¿Van a construir aquí una mezquita?
– No, aquí no-dice Rafa-, me refiero en general, en…
– Pero ¿aquí gobiernan los socialistas?-pregunta Ginés.
– ¿Aquí? ¿Qué quieres decir con…?
– Esto pertenece a Somontano ¿no?
– No, aquí no sé-dice Rafa algo molesto-, pero en la comunidad autónoma sí. Esto lo lleva la comunidad, los caminos y todo eso.
– Esto… la conversación se pone interesante-dice Ibáñez pidiendo tímidamente la palabra-, me apasiona el tema de los flujos… migratorios, por no hablar del asunto de la «roca viva», pero yo venía a buscar a este hombre-añade señalando a Ginés-. Su encantadora prometida le quiere enseñar algo, orografía o arquitectura, no sé muy bien…
– ¿Y por qué no viene ella a buscarlo?-dice Rafa.
– Misterios de la feminidad…-responde Ibáñez-. Por cierto, le he pedido un baile, pero su carnet con tapas de nácar estaba repleto, rebosando de nombres y apellidos.
Ginés observa a Ibáñez con una sonrisa divertida, pero a Rafa, en cambio, parecen molestarle las alambicadas bromas del de la furgo.
– ¿Por qué siempre tienes que hablar así?-dice espontáneamente-. Va, voy con vosotros-añade uniéndose a los dos, que ya han empezado a andar en dirección a la otra esquina de la sala.
– Ah, Rafa, por favor-dice entonces Ibáñez, parándose en seco-, hazme un favor muy grande, ¿por qué no vuelves a poner el disco de ABBA?
– Te ha gustado, ¿eh?-dice Rafa animándose súbitamente.
– Me encanta ABBA, sobre todo esa canción… esa que dice…
– ¡Fernando!-sugiere Rafa con gesto esperanzado.
– ¡Exacto!
Rafa se moviliza inmediatamente en dirección al equipo de música.
– Enseguida lo pongo-dice, dudando un instante ante los botones-, saco el cargador y…
– Dicen que la estupidez humana no tiene límites-dice Ibáñez al oído de Ginés, al tiempo que lo arrastra lejos de allí-, pero al parecer aún quedan algunas barreras, me refiero a la valla esa…
– No seas cruel con Rafa. No es mala persona, es sólo que…
– Bah, no te preocupes por nuestro amigo: el almíbar de esos suecos horteras le calmará, hará que se olvide del contubernio sarraceno-socialista.
– Muy agudo te veo-dice Ginés.
– Será feliz en su KaABBA particular, en su meca del mal gusto.
– ¡Hombre!… Tampoco es tan malo ABBA…
– Puede ser-concede Ibáñez-, a lo mejor es que no puedo deslindar su música de… esas pintas y esos atuendos de película porno de ciencia ficción. Pero tiene razón: aprovechemos para escuchar música occidental ahora que podemos. La próxima vez que vengamos podríamos encontrarnos con un montón de babuchas alineadas junto a la puerta de entrada, y un panorama de culos en pompa, señalando al oeste, en el interior.
– Que no te oigan ésos, los del culo en pompa quiero decir; no creo que sean mucho más razonables que Rafa, ›il menos en lo referente a burlarse de sus símbolos religiosos.
– Ah, por supuesto; me burlo de Rafa por una simple i uestión de proximidad, porque es la intolerancia que me queda más cerca. No creo que esté de nuestro lado, en absoluto, la exclusiva de la estupidez.
Ginés e Ibáñez se han ido acercando, con algunas paradas, hacia un trío que conversa a un extremo de la mesa, compuesto por María, Cova y Amparo.
– Lo de María… era un pretexto, ¿no?-dice Ginés parándose una vez más.
– Por supuesto. Se trataba de librarte de nuestro común amigo; pero vayamos con las chicas de todas formas. 1,1 tema de la automoción y sus variantes es difícil de erradicar una vez ha brotado; se propaga con gran facilidad entre los varones, se regenera una y otra vez como un cáncer. Pero ellas están a salvo de esa plaga…
– Ginés… ¿sabías que Cova también hace contemporáneo?-dice María sonriendo a los recién llegados.
– Bueno… hice unos cuantos cursos-se apresura a decir Cova-, pero ahora hace algún tiempo…
– Contemporáneo…-dice Ginés lentamente, preguntando más que afirmando-, la verdad es que estoy perdido.
– Danza contemporánea-apunta Ibáñez-, el último estadio de la evolución de los tutús y las plumas de cisne.
– Vale, vale, ya capto-dice Ginés, y luego añade dirigiéndose a Cova-: ¿así que haces release? María está entusiasmada con el tema…
Mientras Cova intenta explicar de nuevo que su relación con la danza carece de actualidad, María mira a Ginés a los ojos, con una extraña expresión, una expresión en la que el enojo-un enojo por lo demás mundano y juguetón-no puede ocultar una nota de verdadero arrobo, de sorprendida admiración.
– Cariño… sabes perfectamente que lo que yo hago es contact.
– El release lleva al contact-, es inevitable-dice Ibáñez-. Yo no me quedaría tranquilo dejando ir a mujeres tan atractivas a esas sesiones de… investigación corporal. Es verdad que el porcentaje de sodomitas es apabullante entre los varones que se interesan por esas actividades, pero también hay lesbianas…
– ¡Ay, qué obsesión!-dice Amparo, bufando de fastidio.
– No me gusta la palabra «sodomita»-dice Cova frunciendo el ceño con desagrado-, me parece… ofensiva y…
– No deja de ser un gentilicio-dice Ibáñez-. Cambia sodomita por salmantino, y perderá gran parte de sus connotaciones… Espero que no haya ningún salmantino por aquí-añade mirando en derredor.
– Yo he empezado a ir a yoga-dice Amparo-, a unas clases que da una chica en el gimnasio municipal, y me está sentando muy bien. Antes siempre tenía las cervicales, aquí… como agarrotadas…
– El garrote vil curaba eso-dice Ibáñez-de forma un tanto drástica.
– ¿Es que nunca puedes dejar de hacer chistes malos? -dice Amparo encarándose con Ibáñez, en un tono tal vez demasiado estridente.
– No.
– ¿Y cuántos hombres van a esas clases de yoga?-tercia Cova oportunamente.
– ¿Hombres? Ninguno. Tampoco nos los íbamos a comer, si vinieran; pero no se apuntan.
– Es lo que pasa en los pueblos-dice Cova-, seguramente a más de uno le gustaría apuntarse, pero no se atreven a ir a una clase en la que estarán rodeados de mujeres.
– En la escuela a la que voy yo hay bastantes chicos dice María-, pero las mujeres siguen siendo mayoría.
– A mí me encantaría ir a una buena escuela-dice Cova-, aunque tendría que apuntarme al primer nivel, por supuesto. Una vez… hice un curso con un profesor muy bueno que trajeron a Villallana, antes se lo explicaba a Mana, ella lo conoce, y me dijo, ese profesor, que le gustaba mi movimiento, que tenía que seguir evolucionando. Incluso me dijo que me haría un precio especial, en sus clases, como si fuera profesional… Eran tres días por semana… pero yo no puedo ir a La Capital; no puedo permitirme ese lujo.
– Pues si no lo puedes hacer tú-dice Amparo-, que no tienes hijos y tampoco trabajas… quiero decir que no 11 abajas fuera de casa, que no tienes un horario.
– Tengo que preocuparme de la casa, y me gusta que Hugo lo tenga todo a punto cuando vuelve del trabajo. Trabaja mucho, el pobre…
– ¡Uy! No seas ingenua, mujer-dice Amparo-. Todos dicen lo mismo: siempre quejándose de lo mucho que trabajan, y de lo terrible que es su jornada… y si les quitaras el trabajo no sabrían qué hacer. ¡Si en realidad se lo pasan bien trabajando! Tienen sus amigotes, y sus secretarias, no todos, ya lo sé, pero… yo sé lo que me digo: en el trabajo son algo, son alguien, y hasta te diría que tienen más libertad…
– ¡Hombre, Amparo!-dice Ibáñez-, como paradoja no está mal esa afirmación… pero ¿no crees que te has pasado dos o tres pueblos? Por mi parte, mi libertad consiste en ir primero a Gráficas Carrasco que a Rovirosa Laboral, en vez de hacerlo al revés.
– Bien sabes tú que es verdad lo que digo. Seguro que cuando haces el reparto pasas por más de un puticlub.
– Afortunadamente mi recorrido, esencialmente urbano, evita esas sirtes de la carretera, esos Escila y Caribdis de la ruta. No es prudente exponer la débil carne humana a los cantos de las sirenas y sus potentes mafias de explotación.
– ¿Es verdad eso, Ginés?-pregunta María-, ¿tú también te diviertes tanto en el trabajo?
– Digamos que… no podría vivir sin él. Al menos con el tren de vida que llevo.
– Que llevamos, cariño, que llevamos-puntualiza María, con una sonrisa de complicidad.
– Resulta frustrante estar junto a estos dos tortolitos -dice Ibáñez-, salta a la vista que todavía están de luna de miel, aunque no se hayan casado. Tanta felicidad empalaga…
– Bien que te gustaría a ti-dice Amparo-tener una novia joven y guapa, que te quisiera…
– No tengo ningún problema en admitir que tengo envidia, y no del todo sana, pero… de todas formas, la felicidad es un estado en cierto modo idiotizante, o al menos adormecedor. Intelectualmente hablando, es mucho más productivo el deseo, y sobre todo la pérdida.
– Entonces vas a producir más que una fábrica, tú-dice Amparo-, porque de pérdida, y de ganas, tienes en cantidades industriales.
– Yo no he dicho «ganas», he dicho «deseo». Y en cuanto a la pérdida, evidentemente no es mi problema.
– Sí que lo es, sí-insiste Amparo mirando a Ibáñez directamente a los ojos-. Bien sé yo que lo es.
– ¡Tú no sabes nada!-responde él, con una energía y una acritud que sorprende a todos los presentes.
Nadie sabe qué decir en el engorroso silencio que se ha producido, que pesa sobre las cinco personas durante unos segundos. Ibáñez se queda un rato mirando a Amparo con expresión iracunda, con la respiración agitada, y después echa un trago de su vaso con evidente voluntad de controlarse. Amparo, por su parte, desvía la mirada, más tensa y alterada de lo que su altiva indiferencia pretende aparentar. Pero nadie se atreve a pronunciar palabra.
– ¿Qué furgoneta tienes?-dice de pronto María, rompiendo el silencio.
– ¿Cómo?-dice Ibáñez atónito, tan sorprendido como los demás.
– Sí, qué modelo es, de qué marca…
Ibáñez abre la boca; parece que va a contestar, pero al final estalla en una sonrisa divertida, espontánea.
– ¿Qué pasa ahora?-pregunta María sonriendo a su vez.
Ibáñez ha recuperado su habitual actitud irónica y desenvuelta. Se diría que ha olvidado por completo el incidente de hace unos instantes, aunque un observador atento vería que evita cuidadosamente mirar a Amparo.
– No… estaba pensando…-dice en respuesta a la curiosidad de María-, esa pregunta es más propia de Rafa… Con él sería peligroso contestar, pero no creo que tú me recites el catálogo completo. Es una Fiat Ducato, Capitoné, la más grande, pero… ¿de verdad es eso lo que más te atrae de mi personalidad? Es bien triste no tener nada más relevante que tu vehículo.
– A mí me gustaría saber cómo te llamas, pero de nombre-dice Cova, atrayendo de golpe todas las miradas-. Todo el mundo te llama Ibáñez, pero… no creo que «Ibáñez» esté en el santoral.
– José Manuel Ibáñez. De todas formas lo olvidarás al poco rato; mi apellido tiene demasiado carácter, acaba siempre comiéndose al nombre.
– Eso es lo que me molesta de las reuniones de ex compañeros-dice Cova-, que todo el mundo habla con claves y con motes, como si fuera lo más normal, como si todos tuviéramos que saberlo… Es como ese otro chico, el que no ha venido: aún no he conseguido que Hugo me diga cómo se llama, siempre que se refiere a eso dice…
– Se llama Andrés, ¿no?-dice María, e inmediatamente se queda muda, sorprendida por la evidente impresión que han causado sus palabras-. Ginés le llamó así cuando me habló de él-insiste María como disculpándose, como si el silencio que la rodea fuera una negación implícita-. Bueno… también me dijo que tenía un mote, ¿verdad, Ginés? «El Apóstol» o algo así…
Ginés no contesta a María. Es Cova quien lo hace:
– El Profeta. Hugo siempre dice el Profeta… ¡Qué raro! Erais amigos íntimos, siempre juntos-añade dirigiéndose a Ginés-, y en cambio en eso… ¿Qué piensas tú de eso? ¿Qué opinión te merece esa persona… el que no ha venido? Hugo siempre se pone muy negativo cuando habla de él.
– Es… es un asunto un poco complicado…
Ginés vacila antes de continuar, observado atenta, expectantemente, por Ibáñez y Amparo.
– Es un asunto-dice por fin Ginés con una sonrisa un tanto forzada-que requiere una copa más de las que ahora llevo. Luego… cuando estemos mirando las estrellas, te lo explico todo.
– Muy listo-dice María-. Con el cielo cubierto de nubes…
– Nieves dice que vendrá-dice Amparo de pronto, con aire ensimismado-. Todavía cree que vendrá…
– ¿Quién? ¿Ése… el que no ha venido?-dice María.
– Sí, me lo ha dicho hace un momento; está preocupada, dice que si hubiera decidido no venir se lo habría dicho a ella… teme que le haya pasado algo por el camino, viniendo para aquí.
– A lo mejor se decidió a llamar un poco tarde-sugiere Cova-, cuando ya estabais aquí, y como aquí no funcionan los teléfonos…
– Pues explícaselo tú a ella-dice Amparo-, a ver si la convences… No sé por qué se preocupa tanto por…
– Es por lo del tiempo, por las nubes-dice Ginés-y por todo a la vez… Las cosas no están saliendo como ella quería.
– Es verdad-dice Amparo-, sigue nublado; yo he saI i tío hace poco y no parece que vaya a despejar.
– A propósito de Nieves-dice Ibáñez, mirando hacia el otro extremo de la mesa-, me parece que se está acalorando un poco con Rafa. Estaban hablando, hace rato que me fijo, pero ahora más bien discuten…
Todos se vuelven a mirar en la dirección que señala Ibáñez. Con gestos enérgicos, Nieves está cerrando una botella de la que se acaba de servir; mientras habla con Rafa, al que no mira en este momento. Rafa está a su lado, escuchando con una desagradable expresión de rechazo, mientras que Maribel y Hugo, que conversaban a unos pocos pasos, se han acercado a los dos que discuten, aunque de momento no se atreven a intervenir. En el silencio de curiosidad que se ha producido, la voz de Nieves, un tanto elevada, se escucha con la suficiente nitidez como para que todos entiendan sus palabras.
– ¡Es lo mismo!-dice Nieves-, ¡exactamente lo mismo! ¿Cómo te crees tú que veían en Alemania, o en Suiza, a los españolitos que llegaban allí buscando trabajo? Yo te diré cómo los veían: los veían como unos tipos pequeñajos y renegridos que sólo servían para trabajar de peones, que no sabían hablar su lengua y se pasaban la vida metidos en la casa de España, en sus guetos particulares, sin integrarse para nada en… en la vida…
– Al menos iban todos a trabajar, no a robar y a vender droga. Los españoles iban todos con un contrato de trabajo…
– No todos, ¿eh?, no todos.
– O porque les llamaban los que ya habían llegado antes-insiste Rafa-porque sabían que había trabajo…
– Lo mismito que pasa aquí ahora.
Maribel se acerca un poco más a Rafa.
– Vamos, Rafa-le dice discretamente, en tono conciliador, y después añade un resignado «Cuando se pone a hablar de eso…» dirigido a sí misma, más que al auditorio.
Pero Rafa está muy enzarzado en la discusión, y no le hace ningún caso.
– No, no es lo mismo-dice, replicando a la última afirmación de Nieves-. ¡No es lo mismo, joder! Nosotros, los españoles, cuando íbamos para allá, a esos países, nos portábamos como personas decentes, y estábamos bien calladitos y obedientes, ¿y sabes por qué? Pues porque en esos países, ¿eh?, los gobiernos ataban bien corto a los inmigrantes, y no les regalaban la compra en el supermercado, ni les pagaban el alquiler del piso, ni… ni les construían mezquitas, ni…
– Ah, o sea, ¿a ti te parece mal ayudar a las personas que llegan con dificultades, ayudarlos a que se instalen y que vivan dignamente…?
– Sí… les regalan la cesta de la compra, y luego ¿sabes dónde la meten? Pues en un Mercedes estupendo que tienen aparcado fuera. ¡Venga hombre, si van con unos cochazos, y unas joyas que… que ya me gustaría a mí poder tenerlos!
– Cariño-dice Maribel con la misma timidez de antes, tocando incluso el brazo de su marido para llamar su atención.
– Cállate tú ahora-le dice Rafa con la rapidez de la picadura de una serpiente.
Maribel retrocede de inmediato, musitando un prolongado «bueeeeno» que parece quitarle importancia al asunto, y al mismo tiempo expresa su renuncia a ejercer cualquier tipo de mediación. Hugo, mientras tanto, lo observa lodo desde el borde de la mesa, sin desprenderse de su vaso, sin pronunciar palabra.
– Hablas de oídas-dice Nieves mientras tanto-. Todo eso de los coches y las joyas, ya lo he oído otras veces: todo eso son prejuicios; la mayoría viven miserablemente para poder enviar dinero a sus familias cada mes.
– Ya… y por eso vienen aquí a quitarnos el trabajo.
– Eso sí que no pensé que lo llegaras a decir-dice Nieves mirándole directamente a los ojos-, eso no, de verdad. Eso sólo se puede decir por ignorancia… o por mala fe. ¿Cómo puedes…? Sabes perfectamente que los inmigrantes hacen los trabajos más desagradables, los que nadie quiere hacer, los peor pagados…
– Pues ya me dirás tú cuándo trabajan. Los moros están siempre en la calle, en las esquinas, en las plazas, en las terrazas de los bares, y siempre en grupo, ¿eh?, no verás nunca a uno solo. Son cobardes, nunca van con la verdad por delante.
Desde el grupo de Ginés se ha seguido la discusión en silencio, desde la inmovilidad, con una atención total y no disimulada. Nieves mira hacia ellos, a Ginés, a Ibáñez, para decir:
– A ver, por favor, que alguien me eche una mano; que alguien le diga a este hombre que lo que está diciendo es una sarta de tópicos…
– Eso-dice Rafa-, que alguien me diga un país civilizado, uno solo, dónde construyan una mezquita para un grupo… para cien personas… o menos.
– ¿A qué te refieres?-dice Nieves-. ¿A Villallana? La comunidad musulmana es mucho más grande. ¿Qué es eso de cien personas?
– No olvides-dice Rafa-que las mujeres no pueden ir a rezar.
– ¡Tú qué sabes! Sí que rezan, pero en un espacio…
– ¡Un momento! Haya paz, por favor-le interrumpe Ibáñez que se ha ido acercando, junto a sus acompañantes, al escenario del litigio-. Respecto a lo que preguntaba Rafa… Estados Unidos, que es uno de los países más conservadores del mundo, permite la libertad de culto; es más, es uno de los valores de los que se enorgullecen; el país está lleno de mezquitas, de sinagogas, de iglesias ortodoxas, católicas, protestantes… templos budistas… No sólo de musulmanes vive el odio… digo, el hombre.
– Sí-dice Rafa-, pero los templos se los construye cada uno con su dinero. No lo paga el estado.
– Ah, eso sí, por supuesto; Estados Unidos no sólo es el país de la libertad, sino también del «búscate la vida».
– A ver, un momento-dice entonces Ginés, con la expresión de incomodidad de quien no acaba de entender algo-. Eso de la mezquita… hay una cosa… me extraña mucho que… debe de ser una iniciativa municipal, ¿no?
– Sí, el ayuntamiento-dice Rafa-. Están construyendo un centro cívico, o no sé qué, y allí les van a hacer la mezquita, sin que tengan que pagar un duro…
– Pero… no es así-interviene Cova tímidamente-, lo que van a hacer es cederles uno de los locales, como a tantas otras entidades de la ciudad.
– No-dice Rafa sin apearse de su irritación-, como a tantas otras no, que eso ocupa mucho más sitio. Será un local enorme.
– Bueno… de todas formas es cedido-dice Cova ganando en aplomo a medida que habla-. Lo hacen porque la comunidad musulmana tiene muchos problemas. Estaban en un local de alquiler, pagado por ellos, pero los vecinos no han parado hasta echarlos.
– ¿Ah, sí?-dice Rafa, aumentando tanto el volumen como el ritmo de sus palabras-. Pues yo también tengo problemas, ¿vale? Yo, que llevo toda la vida aquí, he querido instalarme por mi cuenta, ¿vale?, necesitaba una nave, un garaje, ¿y sabes lo que me dijeron los señores del ayuntamiento cuando les pedí una subvención? Pues que si no era ni joven, ni mujer, ni moro, ni… ni maricón, nada de nada, tenía que pagarme yo los mil quinientos euros que piden en todas partes por un local un poco decente.
– Hombre…-dice Ibáñez-, lo de maricón podría solucionarse, con un leve maquillaje y un poco de… gesticulación.
– ¡Tú no te cachondees, que esto es muy serio!
– Bueno, hombre; yo sólo quería quitarle un poco de hierro a la cosa. Peor sería que os tirara un cubo de agua por encima a los dos. Porque tú también… Nieves…
– Mira por dónde-dice ésta dirigiéndose a Rafa-, ahora se ha descubierto de dónde viene el odio que les tienes a los musulmanes…
– No, no es sólo por eso, ¿vale? No es sólo por eso -dice Rafa-. Es porque encima se hacen los chulos y van por ahí de perdonavidas, ¿vale?, y además no se acostumbran… no se adaptan a nuestras costumbres; los ves por ahí vestidos con chilaba, y las mujeres con el pañuelo ése y…
– Porque son orgullosos-dice Nieves-. Son fuertes y orgullosos, y están contentos de ser lo que son. No se dejan asimilar…
– ¡Pero bueno!-le interrumpe Rafa-, ¿qué coño te pasa a ti ahora? ¿A qué viene tanto defender a esa gentuza? ¿Es que te has enrollado con un moro o qué?… Seguro que es eso: ha tenido que venir alguien de fuera para calentarte la cama…
– No señor-dice Nieves después de un agorero silencio-, no me he enrollado con ningún «moro» como tú dices, lo que pasa es que me subleva la injusticia y… no entiendo cómo tú, precisamente tú…
– ¿Qué quieres decir?
– Pues que tú tienes que saber lo que es sufrir la marginación en carne propia…
– ¿Yo?… ¡ ¿Qué dices?!
– Tú sabes lo que es acostarte sin haber cenado…
– ¡Nieves!-dice Amparo con severidad, intentando inútilmente frenar la inercia hiriente de la discusión.
– ¡Eso no es verdad!-protesta Rafa.
– Sí-insiste Nieves-, y que se burlen de ti en el colegio porque tu padre hablaba un andaluz tan cerrado que no se le entendía, y además era un alcohólico que llegaba a casa a las tantas, borracho, y perdía un trabajo tras…
– ¡No te metas con mi padre, mala puta!-replica Rafa perdiendo el control, empujado por una ira que cada vez se parece más al llanto-, ¡no te atrevas a meterte con él! Nos crió a todos, a todos sus hijos, con su sueldo. Si algún día se tomaba una copa era porque… porque ya no podía más, porque estaba harto de todos los cabrones que se metían con él y le hacían la vida imposible, y todo porque… porque…
– Vale ya, cariño, vale ya…-dice Maribel en voz baja, rodeándole los hombros con un brazo protector.
– Mi padre era una buena persona… Díselo tú-dice Rafa luchando por contener el llanto.
Nadie se atreve a mirar a Rafa. Nadie se atreve a pronunciar palabra. Tan sólo Maribel, ocupada en consolarle, rompe el pesado silencio.
– Claro que sí, cariño, claro que sí… Y tú-añade mirando a Nieves-nunca pensé que… nunca habría pensado que tú…
– Perdonad… perdonadme todos, es que… estoy muy nerviosa-dice Nieves perdiendo de golpe todo su aplomo, ahogando su agresividad en una ansiedad histérica-, rs que… es que todo me sale mal, y Andrés… Andrés…
– ¡Que le den a Andrés!-salta de pronto Hugo, que hasta ahora había permanecido en silencio-. ¡ Siempre nos nene que joder la fiesta: cuando viene, porque viene y no i leja de fastidiar; y si no viene, va esta tonta y…!
– Por favor no empecemos así-dice Ginés-. No… no empecemos a descalificarnos unos a otros, porque entonces esto ya no habrá quien lo pare…
– Ginés tiene razón-dice Ibáñez-, además, las terapias de grupo ya no están de moda.
– ¡Tú cállate!-le corta Hugo despectivamente-. Es verdad, no me digáis que no: el Profeta siempre nos acaba jorobando.
– Hablas como si fuera…-dice Amparo-, como si todavía estuviéramos…
– ¿Y no es verdad que la fiesta se está yendo a la mierda?
– Pero no es culpa de él-dice Ginés-. Hemos sido nosotros los que nos hemos liado. Precisamente tú lo estás mitificando: le estás atribuyendo un poder que ese pobre tipo no tiene. A lo mejor es por tu mala conciencia…
– De mala conciencia nada. Me la paso por el culo la mala conciencia. Eso vosotros, que sois unos blandengues.
– ¡Eh, un momento!-dice Amparo-, aquí vamos a partes iguales, ¿de acuerdo? Todos a una, asilo dijimos, así lo hicimos. Que nadie quiera ser más bueno… ni más malo que los demás.
– Mira, al menos Amparo los tiene bien puestos-dice Hugo-, más que alguno que…
– Por favor-dice Ginés-, estamos dando un espectáculo a nuestras… acompañantes. No sé qué van a pensar.
– Que hemos matado a alguien o algo así-dice Amparo.
– Ojalá lo hubiéramos hecho-dice Hugo.
– Eso no lo piensas de verdad-dice Nieves.
– En cierto modo lo hicimos-dice Ginés.
– ¡No, no es verdad!-dice entonces Nieves-, hicimos algo malo, pero no… no fue algo irreparable. Andrés está bien, yo he hablado con él; por eso quería que viniera, para que vierais que… Y no sé por qué no viene; no sé qué le habrá pasado…
– Has vuelto a pecar de ingenua-dice Ibáñez-. Querría venir, pero al final no se ha decidido. La herida no estaría tan cicatrizada como te ha dicho.
Rafa es el único que no parece interesado en la conversación. Muy serio, con los ojos todavía enrojecidos, mira al suelo en silencio mientras va recuperando el ritmo normal de su respiración. Maribel ha permanecido pegada a él, pero no por ello ha dejado de atender a lo que decían unos y otros.
– Pero, tengo entendido-dice Cova tímidamente, atrayendo todas las miradas, como siempre que empieza a hablar-, ¿quién me lo ha dicho?, que no has llegado a hablar con él, que sólo te has comunicado por el ordenador.
– Bueno…-dice Nieves-, es una forma como otra cualquiera de comunicarse.
– Hombre… no deja de ser un poco raro-dice María-que no haya habido ni una sola llamada.
– ¿He oído «mamada»?-dice Hugo.
– Muy gracioso-dice Nieves-. Andrés… era un poco tímido.
– ¿Un poco?-dice Maribel-. A veces se quedaba sin habla.
– Sólo cuando se ponía nervioso-aclara Nieves, como si le incomodara tocar ese tema-. En general, con las chicas se cortaba más. Da igual: el caso es que el ordenador, el teclado… debe de resultarle mucho más cómodo.
– Bueno… y ahora se supone que tenemos que pasar la noche aquí-dice Hugo con una sonrisa cínica-. Con el buen rollete que hay en el ambiente.
– O que cada uno coja su coche y nos volvamos a casa- concluye Amparo.
– ¡No! ¡Eso sí que no!-dice Nieves recuperando la energía-. Démonos de tiempo hasta… hasta las tres, para ver si despeja, y si entonces todo sigue igual ya veremos… Y poned más alta esa música, que no hay nada más tristón que ese ronroneo, ahí, constante…
Es Ibáñez el primero que se decide a ponerse en movimiento. Se va al equipo de música, revolotea con los dedos durante unos segundos en busca del dial del volumen, v cuando lo encuentra dirige allí su mano, dispuesto a hacerlo girar con delicadeza.
Pero no llega a tocarlo. El aparato enmudece antes, por sí solo. Y al mismo tiempo se ve un resplandor muy blanco en las ventanas, un resplandor que dura apenas un segundo. Y también, al mismo tiempo, se apaga la luz y la sala queda completamente a oscuras. Pero no está completamente a oscuras: los ojos, habituados a la claridad, así lo han interpretado en un primer momento. Pero al poco rato se empieza a distinguir una pálida claridad en las dos diminutas ventanas, apenas una fosforescencia fantasmal, como la que podría producir en mitad de la noche una luna curvada y menguante.
Para entonces ya se han dejado oír unas cuantas voces.
– ¡Anda, ahora se va la luz! ¡Sólo faltaba eso!
– ¿Qué has tocado, tío? Se han fundido…
– ¡Yo no he tocada nada! La luz se ha ido antes.
– Ha sido un rayo…
– Sí, se ha visto un relámpago.
– Yo no he visto ningún relámpago.
– ¿Dónde están los plomos? Tiene que haber una caja con…
– ¡Dios! ¡Qué… qué pasada!
– ¡¿Qué… qué pasa… qué hay ahí fuera?!
– ¡Venid, tíos, venid! ¡Es impresionante!
– Pero ¿qué pasa? ¡No empujéis!
– ¡El cielo, es el cielo, es… las estrellas!
Ya han salido todos. La habitación queda a oscuras, inmóvil, solitaria, con los dos cuadrados pálidos de las ventanas, y el más grande de la puerta como única referencia. Afuera, en el patio, las voces alteradas, las expresiones de admiración maravillada, pueril, se suceden una tras otra, como si no fueran a acabarse.
Hugo es el primero en salir. Se detiene en el quicio misino de la puerta, mirando hacia arriba, y después da unos cuantos pasos vacilantes alejándose del edificio, lanzando va las primeras exclamaciones. El cielo está cubierto, inundado, abarrotado de estrellas. El cielo es todo él una luz espolvoreada, fragmentada en millones de diminutos puntos que se aprietan y arraciman caprichosamente, en zonas de diferente densidad. Lo que más impresiona es la quietud inmutable del conjunto. Las estrellas no fulguran, no titilan: emiten una luz quieta y fría, perfectamente recortada, a pesar de su profusión, sobre el fondo negro como la tinta, carente de matices, idéntico e insondable desde el cénit hasta la oscura silueta, dentada e irregular, de las montañas. Ni una sola nube; sólo el aire tibio y seco que se las ha llevado y circula todavía lamiendo la tierra, rozando la piel con su sensual caricia.
Ya están saliendo los demás. En ninguna mente, en ninguna boca, hay lugar para algo más que el asombro y la admiración más directa y elemental.
– ¡Es… es increíble!
– ¿Lo habías visto así alguna vez?
– No, tan bestia no; ni siquiera entonces, cuando… no, no era sí, no era tanto…
– ¡Da miedo de tan… de tan…!
– ¡Es precioso!
El espectáculo no se acaba; no se enturbia ni se degrada como una puesta de sol. Está ahí grandioso, cubriendo la totalidad de la bóveda celeste con una quietud y una nitidez que va en aumento a medida que las pupilas se relajan y dilatan, olvidando la agresión de los focos que había en la sala.
Sólo después de unos minutos, cuando se ha agotado el caudal de la primera admiración irreflexiva, empiezan a surgir las preguntas.
– Debe de haber un apagón, un apagón general. Por eso se ven tantas…
– No sabemos si hay un apagón. Primero hay que probar; a lo mejor sólo ha saltado el térmico, o el diferencial, y basta con rearmar y…
– No. Tiene que ser algo más. No se ve ninguna luz por los alrededores.
– Pero esto está muy aislado.
– Lo que no entiendo… ¿Cómo se ha podido despejar tan rápido? Yo salí hace poco y no…
– ¿Y el rayo… el relámpago ése? ¿Cómo va a caer un rayo sin nubes?
– ¿Qué rayo?
– ¿Tú no lo viste?
– Será una tormenta seca.
– ¡Eso es otra cosa, hombre! Seca quiere decir sin agua, pero no sin nubes; sin nubes no puede haber rayos…
– ¡Es igual lo que haya sido! Fijaos qué viento más agradable, no es ni frío ni caliente.
– El viento es el que se ha llevado las nubes.
Los cuatro hombres y las cinco mujeres forman un grupo irregular, desplegado en abanico en el centro de la plaza embaldosada. Sus rostros son manchas pálidas, inciertas, a la luz de las estrellas. Se reconoce a la persona por la voz, por una estatura determinante, por la masa peculiar de un peinado; pero no por las facciones, en realidad irreconocibles, cambiantes, hormigueantes, cada vez más cambiantes y mentirosas a medida que uno intenta reconocer algo en el óvalo de claridad lechosa que la luz fría y muerta de los astros permite diferenciar. Del mismo modo, la arquitectura circundante se convierte en enormes masas de sombra, y no hay manera de saber si las copas de los árboles más cercanos se mueven mecidas por la brisa, o por simple aprensión de los sentidos empeñados en diferenciar sus contornos. Pero las voces suenan nítidas, cotidianas, y el airecillo que circula por la explanada es cálido y optimista, perfectamente insustancial.
– Nieves, ¿dónde está el cuadro de las luces?
Es Hugo el que ha preguntado, mirando hacia su izquierda, hacia el lugar del que han salido las exclamaciones pronunciadas con la peculiar voz infantil de la organizadora de la fiesta.
– Está nada más entrar, a la derecha-responde Nieves-. Es como un armarito cerrado. La llave está encima.
– ¿De verdad queréis encender ahora-dice Amparo-, con este espectáculo ahí arriba?
– Quiero saber si tenemos luz.
– Sí, hay que mirarlo-dice Ibáñez-. Me mosquea esta oscuridad tan absoluta… no se ve ningún fulgor en el horizonte.
– ¿Alguien tiene una linterna?-pregunta Hugo.
– Yo tengo una… en el coche-dice Amparo.
– En el coche. ¡No te jode!
Al exabrupto de Hugo le sigue un breve silencio. Después es María quien habla.
– Rafa traía una… nos ha alumbrado por el camino, cuando bajábamos los cuatro…
Se produce un nuevo silencio, esta vez un poco más largo. Rafa no ha pronunciado palabra desde que se ha ido la luz. Excepto los que están más cerca de él, nadie sabe ni siquiera dónde está situado.
– La linterna está en el dormitorio-dice finalmente Maribel-, con nuestro equipaje.
– Peor me lo pones-dice Plugo.
– Alúmbrate con el móvil-sugiere María.
– ¡Los móviles no alumbran una mierda! Además tengo poca batería-dice Hugo rebuscando en sus bolsillos, de los que finalmente saca algún objeto pequeño que produce una extraña pulsación, como un golpeteo sordo y arrítmico.
– ¡Mierda, ahora no funciona!
– ¿Qué es lo que no funciona?
– ¡El encendedor, joder, el encendedor!-dice, pulsándolo todavía una y otra vez-. ¡Mira que ir a fallar ahora!… ¡Pero si hace un rato lo usé!
– Espera-dice Ginés-, a ver si el mío…
Ginés es fácilmente identificable en la penumbra porque es el más alto de la reunión. Todos miran con expectación cómo el bulto que hace su cuerpo se remueve unos instantes para después volver a la inmovilidad.
El mechero se enciende al segundo intento, generando una llama que resulta, después de tanta oscuridad, extraordinariamente cálida y brillante. Ya el primer intento fallido se ha visto como un explosivo chispazo de luz entre los dedos de Ginés. La llama baila unos segundos empujada por la brisa, y se extingue cuando Ginés levanta el dedo del pulsador para entregarle el encendedor a Hugo, que entretanto se ha acercado hasta él.
– El más ricachón…-dice Hugo-y tiene un BIC de gasolinera.
Ginés no responde al comentario, y Hugo empieza a caminar hacia el edificio, cuya puerta, apenas visible, no es más que una mancha todavía más negra en la oscura superficie de la fachada.
– ¿Quieres que vaya contigo?-dice Nieves.
– No hace falta. No creo que sea muy complicado.
Hugo da la espalda al grupo y camina hacia el refugio.
Va vestido en tonos oscuros, y sin las manchas pálidas de la cara y las manos como referencia, su figura se difumina en la sombra hasta desaparecer. Se diría que ya ha entrado en el edificio cuando un súbito resplandor amarillento recorta su silueta en negro, en el momento de trasponer la puerta abierta de par en par. Todos comprenden que ha encendido el mechero y que es la llama, oculta tras su cuerpo, la que ahora produce un baile de sombras fantasmagóricas en el interior de la sala. El resplandor se detiene un momento, oscilando apenas, y al poco rato suena la voz de Hugo, amortiguada por el grosor de las paredes:
– No tenemos corriente-dice en voz alta, para ser oído.
– ¿Has probado a apretar el botón Test?-dice Ibáñez.
– ¡Pero bueno!-dice Hugo-, ¿estoy hablando con Ibáñez o con Rafa? ¿A qué viene ahora tanta tecnología?… Por supuesto que le he dado al «test»-añade saliendo por la puerta, al tiempo que apaga el encendedor-, no es un problema de la instalación. El fallo viene de fuera.
– Estamos sin luz-dice alguien.
– Bueno, al fin y al cabo tampoco es tan terrible-dice Amparo con su inequívoca voz-, lo que queríamos era tumbarnos aquí, al sereno, a mirar las estrellas, ¿no?, pues ya lo tenemos, y sin nada que nos moleste.
– Ni tanto ni tan calvo-dice Ibáñez-, demasiadas estrellas me parecen éstas a mí.
– Sí, muy bonito-dice Maribel, pero no contesta a Ibáñez, sino a Amparo-, pero habrá que ir a las literas, a por las cosas… y al lavabo; y la verdad, con un mechero…
Maribel está en un extremo del grupo. Todos suponen que Rafa-cuya voz todavía no se ha dejado oír-está con ella, tal vez abrazado a ella, pero nada se distingue en el confuso bulto que en lugar de su cuerpo revela la oscuridad.
– Hay que ir a por la linterna de Rafa-dice Ibáñez-. Que vaya él, o Maribel. Que alguien les pase el encendedor.
La voz de Hugo suena de pronto, llegando de una dirección inesperada, más apartada que la de Maribel.
– El teléfono no funciona-dice con una entonación que ha perdido su matiz desdeñoso-. Mi móvil…
– ¡Pues claro que no funciona!-dice Amparo-. ¿No sabes que no hay cobertura?
– Lo sé mejor que tú-responde Hugo-. No es eso. Es que ni siquiera se enciende.
– Se te ha muerto… la batería-dice María-. A mí me pasó una vez; no hacía ni pum.
– ¡Qué raro…!-dice Hugo manipulando todavía-. Nada, no hay manera.
– Chicos…-dice Nieves con la voz un tanto alterada-. El mío tampoco va.
– ¿No se enciende? ¿No hace nada?-dice María-. ¿Alguien más lleva el móvil encima?
– Yo lo dejé dentro, en el bolso-dice Cova-, como dijeron que no había cobertura…
– El nuestro… el de Rafa tampoco funciona-dice entonces Maribel.
– Tres a la vez…-dice Ginés. Su voz, tan indolente como siempre, transmite, por contraste, una extraña seguridad-. Ya es mucha coincidencia. Habrá… hay que ir adentro y comprobar si con los otros pasa lo mismo. Y de paso buscar esa linterna, o algún otro encendedor.
– Nadie más tiene encendedor-dice Nieves.
– Yo tengo un encendedor-dice María-, pero está en el bolso…
– ¿Tú también fumas?-pregunta Hugo.
– A veces-dice María por toda respuesta.
Hugo va a decir algo, pero le interrumpe la voz de Ibáñez.
– María, tu encendedor… ¿es eléctrico o es de los de piedra, como el de Ginés?
– ¿De piedra?-dice María, como si le hubieran hablado en chino.
– Sí-dice Ibáñez-, hay una ruedecita dentada que roza la piedra y produce chispas. En los otros es una chispa eléctrica, muy pequeñita.
– No sé, la verdad-vacila María-, me parece que es de ésos, de los eléctricos, supongo.
– Ya sé a dónde quiere llegar éste-dice Hugo-. ¡Tío, tú has visto muchas películas! Lo que insinúa Ibáñez es que ha habido una especie de radiación misteriosa que afecta a todos los aparatos eléctricos… Eso, eso-continúa animándose a medida que habla-, una radiación de rayos gamma; nos vamos a convertir todos en superhéroes: el superequipo. Y él será el cerebrito…
– Y tú la esponja humana-dice Ibáñez despertando alguna risa reprimida, aislada-. Lo único que digo es que el apagón no puede ser sólo de aquí, ni siquiera de la zona. Cuando veníamos aquí, y ya hace veinticinco años, se veía en el horizonte el resplandor, la radiación de luz de… de Somontano, supongo que sería, o de La Capital.
– La Capital está muy lejos.
– Pero produce una gran contaminación lumínica. Ésta no es una zona completamente aislada, por muy apartada que esté… no está libre de contaminación lumínica, sólo hay tres zonas en toda España, lo oí hace poco, por la radio, sólo hay tres zonas en las que no hay nada nada de luz, una está en Soria, la otra en… en Burgos, me parece, y la tercera en el norte de Extremadura.
– ¿Y en qué programa era eso?-dice Hugo-, ¿en el de Gomaespuma?
– No es ninguna tontería lo que dice Ibáñez-interviene Ginés-, pero tampoco sería la primera vez que se produce un apagón general, de toda una provincia, o más, por alguna avería…
– Ya, pero ¿y lo de las nubes?-insiste Ibáñez-, que hayan desaparecido en… en tan poco tiempo. Y luego está lo de los móviles…
– ¡Ay, no me asustéis-dice Amparo-, que bastante asustada está una ya! Sólo de pensar que nos vamos a tumbar aquí al sereno, en medio del monte… ¡Sólo falta que ahora me vengáis con radiaciones!
– Vamos a ver-dice Hugo en tono concluyente-. ¿Tú notas alguna radiación? ¿Tú has notado algo? ¿Te encuentras mal o algo así?
– En mi vida me había sentido mejor.
– ¡Pues entonces!
– Yo no he dicho que tenga que afectar a las personas-puntualiza Ibáñez-, de hecho ni siquiera he dicho…
– No sé si soy la persona más indicada para intervenir-dice María-, pero… me parece que os complicáis demasiado la vida. Estáis aquí elucubrando… y a lo mejor vuelve la luz en cualquier momento. Y si no es así… pues aprovechadlo y relajaos. Al fin y al cabo estamos de fin de semana. Hay mucha gente por ahí que pagaría para poder pasar un día realmente incomunicado, de verdad, sin poder llamar a nadie ni ser llamado…
– Ginés-dice Hugo-, esta chica vale su peso en oro. La vamos a nombrar…
– Esta chica no tiene hijos a los que ha dejado a ciento cincuenta kilómetros de distancia.
Las palabras de Maribel han sonado con más paternalismo que acritud, pero aun así la carga crítica del razonamiento es evidente.
– ¡Venga ya!-protesta Hugo-. Cuando hablaba de estar incomunicados se refería también a eso, ¿verdad, María? Además, para eso están los abuelos, ¿no?
– No sé otros…-dice Maribel-, pero en nuestro caso m')Io tenemos una abuela y media, que podamos contar…
– Por favor-les interrumpe Ginés-, centrémonos en lo que ahora nos interesa. Entremos a por los móviles que faltan, y a por esa linterna… Maribel, ¿quieres venir?
– Ya voy yo.
La voz de Rafa, resonando de nuevo después de tanto tiempo, ha generado un repentino silencio. Ha sonado neutra, tal vez demasiado seria, pero sin poder ver el rostro es difícil valorar el significado de una entonación.
– Venga, vamos-dice Hugo poniéndose en movimiento, arrastrando tras de sí a María y a Ginés, a Rafa y a Amparo, y también a Ibáñez.
– Hugo-dice Cova cuando ya han dado unos pasos-, coge tú mi móvil…
– ¿Dónde lo tienes?
– En el bolso, en la repisa ésa, junto a lo de la música.
El reducido grupo se pone de nuevo en movimiento.
– ¡Tú, enciende el mechero de una vez-dice Amparo agarrándose a quien tiene más cerca, que resulta ser María-que aquí se tropieza uno!
– De eso nada-dice Hugo con complacencia-, hay que economizar el gas. A saber si tendremos que sobrevivir durante días con este mechero.
– Vete a la mierda.
En la explanada se han quedado Nieves, Maribel y Cova. Están bastante separadas, con Cova ocupando la posición central, más o menos equidistante de las otras dos. Han visto cómo el grupo desaparecía en el interior del edificio, alumbrándose ya con el mechero, y ahora permanecen en silencio, sin moverse del sitio, sin dejar de mirar hacia el refugio, del que ahora les llega apenas el murmullo de alguna voz confusa, ininteligible.
– Maribel…-dice de pronto Nieves, y su voz suena nítida y cálida-, perdóname… perdonadme, quiero pediros perdón. He estado muy desagradable antes, me… me acaloré en la discusión, en realidad… en realidad ni siquiera…
– Eso díselo a Rafa-dice Maribel-. Os habéis liado a discutir vosotros solitos, sin que nadie os mandara… ¿No ves que cuando le sacas ese tema se enciende?
– Yo también me encendí, no sé por qué, en realidad… yo tampoco soy tan radical, pero… me pesa mucho haberle dicho eso al final… ahora… si pudiera…
– Es igual; él tampoco se quedó mudo. Habla con él y ya está, dile lo que me has dicho a mí.
– Se lo diré, se lo diré…
Después de un breve silencio, es Maribel quien vuelve a tomar la palabra:
– Oye… perdona, no me acuerdo de cómo te llamabas…
– ¿Yo? Cova.
– Que nombre más original, ¿no?
– Es por Covadonga, ¿verdad?-dice Nieves^-. ¿Eres asturiana?
– No, no soy asturiana-dice Cova con cierta sequedad-, lo de Covadonga fue un capricho de mi padre… a mí no me gusta nada ese nombre.
– Tu padre sí que es asturiano-insiste Nieves, afirmando más que interrogando.
– No. Mi padre tampoco es asturiano. No hay ningún asturiano en mi familia en las últimas diez generaciones.
– ¿Cuánto tiempo lleváis casados?-pregunta Maribel, sin dar lugar a que se produzca el silencio.
Cova duda unos instantes antes de contestar.
– Casi… quince años.
– ¿Y no tenéis hijos?
– No.
– Se vive muy bien sin hijos. Yo lo echo de menos. Los años que estuvimos sin hijos, Rafa y yo, fueron los mejores… como pareja…
– Los matrimonios que no tienen hijos se quieren más -dice Nieves-, no hay que repartir el cariño, y no se hace uno viejo tan rápido.
– También podéis decir las cosas buenas-apunta Cova-de la maternidad, quiero decir. No me voy a deprimir.
– Claro que tiene cosas buenas-dice Nieves-, te llena mucho, demasiado. Los niños son encantadores cuantío son pequeñitos. Hay una época, unos años, que los disfrutas de verdad…
– Yo más bien diría unos meses-apunta Maribel.
– Tienes hijos, los crías-dice Nieves reanudando su propio discurso-, pero te das cuenta de que en realidad no ha cambiado nada…
– ¡Será que no te cambian la vida!-dice Maribel.
– Quiero decir como persona… Sí, has trabajado más, has hecho más cosas, pero… sigues teniendo los mismos defectos, los mismos problemas que antes; en realidad no has resuelto nada. Y luego se van, cuando ya los has criado, y te quedas… te quedas…
– Pero has creado una nueva vida-dice Cova-, la has lanzado al mundo, le has dado la posibilidad de ser feliz.
– Tal como está el mundo-dice Maribel-no sabe una
si…
– Sí, cuando eres joven-dice Nieves-. De joven todo el mundo está convencido de que será feliz.
Las tres mujeres miran hacia el refugio. La expedición acaba de entrar en el dormitorio llevándose consigo el murmullo de las voces, el cálido bailoteo de la llama, que ha estado brujuleando por el interior de la sala como un insecto mágico, encendiéndose y apagándose, entrevisto a ratos por los huecos de la puerta y las ventanas. Ahora reina de nuevo la oscuridad y el silencio; y la cuadrada mole del í edificio es una negra masa de sombra que se alza, vertical y ' amenazadora, frente a las tres mujeres. Es Cova, finalmen 1 te, la que rompe el silencio.
– ¿Qué le hicisteis a ese chico en aquella fiesta? A Andrés, al que no ha venido.
– Eso pregúntaselo a tu marido-dice Maribel-. Lo sabe mejor que nadie; él fue quien lo organizó.
– Eso no es verdad-puntualiza Nieves-, lo organizamos entre todos, lo hicimos…
– Él no me lo quiere decir. Se lo he preguntado, pero… I La primera vez me dijo que ni siquiera se acordaba.
Maribel sonríe con una especie de bufido irónico, despectivo. Parece que va a hacer algún comentario a lo dicho, pero permanece en silencio, igual que Nieves.
– No os preocupéis. Sé cómo es mi marido-dice Cova-, ahora está en la fase borde, luego pasará a la fase buen rollete histriónica. Y después se dormirá.
– Menos mal. Antes ni siquiera se dormía.
Las tres se ríen a un tiempo.
– Es broma-dice Nieves-. En realidad nos lo pasábamos muy bien, era un rollo de amigos, no había parejas…
– Lo que quiero decir es que podéis hablar de él con libertad-dice Cova.
– Hugo siempre fue el más gracioso-dice Maribel-. Ibáñez lo intentaba, pero sus chistes son siempre tan complicados… tiene un sentido del humor…
Maribel deja colgada la frase. El movedizo resplandor amarillento ha aparecido de nuevo, recortando por unos instantes la aristada geometría del hueco de la puerta. Luego se ha apagado otra vez, levantando un coro de protestas imprecisas, un murmullo que va en aumento hasta que una voz suena ya nítida y cercana. Es la voz de Hugo.
– Chicas: la radiación maligna se extiende por el mundo dice ahuecando la voz-. No funciona ningún teléfono. Ni la linterna de Rafa. Ni el encendedor de María concluye con una pausa teatral entre cada frase.
El grupo ya se ha hecho visible. Algunos manipulan todavía en sus teléfonos, inútilmente, mientras que otros ya i.iii renunciado a ello. Sus figuras se van definiendo y diferenciando a medida que se acercan a las tres mujeres que esperaban.
– ¿Y Rafa?-dice Maribel.
– Estoy aquí-dice la voz de Rafa, desde unos metros más atrás-. Las pilas están descargadas…
– ¿De la linterna?
– Sí. La he desmontado…
– ¿Cómo sabe que están descargadas?-dice Amparo.
– Pones la lengua-dice Ibáñez-y si pica…
– Es verdad-dice Nieves-, cuando tienen carga pica un poquito, es como un repelús.
– Se la habrá dejado encendida-concluye Amparo.
– ¿Quién? ¿Rafa?… No lo conocéis-dice Maribel, atenta, al parecer, a todos los comentarios.
– Por favor, centrémonos-dice Ibáñez-. Hay que organizar una expedición a los coches.
– ¿Para qué?-dice Hugo-. ¿Ya quieres marcharte?
– No, no es que quiera marcharme, pero… convendría comprobar si los coches funcionan.
– ¿Y si funcionan qué? ¿Qué harás?
– Un coche produce luz, un montón de luz. Podemos bajar uno aquí a la explanada… por la rampa se puede subir, y enfocarlo a la puerta, como hacíamos antes…
– Pero ahora no se puede-recuerda Nieves-. Está la barrera.
– Mira… pues ahora que lo dices-dice Ibáñez-. Rafa sabe cómo resolver ese problema. Antes no me lo he
tomado muy en serio, pero ahora… la verdad es que nos puede ser muy útil.
– ¿Vais a arrancar la valla?-dice Maribel-. ¡De eso nada! Un día quisimos arrastrar el coche de unos amigos, que se habían quedado… ¡ y no veas la que liamos!
– Porque había demasiado barro-dice Rafa.
– Las mujeres-apunta Ibáñez-siempre preocupadas por el estado de la carrocería.
– A ver, por favor-dice María tomando la palabra-, escuchadme un momento. Yo os doy mi opinión; sólo es mi opinión, pero… me parece que nos estamos atemorizando todos un poco, y sin ninguna necesidad. Parece que efectivamente hay algún problema con la electricidad, o lo que sea. Pero no vamos a resolver nada ahora empezando a liarla, dando palos de ciego, y nunca mejor dicho, con lo oscuro que está todo… Pensad que dentro de unas horas va a salir el sol…
– Es verdad, sin darnos cuenta está pasando el tiempo…
– ¿Qué hora será? Por cierto… los relojes… ¿funcionarán los relojes?
– ¿Reloj? Yo ya no llevo reloj, para eso está el móvil…
– Un momento, un momento-dice Hugo-. Dejemos acabar a la chica. Dejemos que hable la voz de la juventud.
– No, ya está, sólo era eso, que… que de día las cosas se ven diferente y… lo que haría yo sería aprovechar el poco tiempo que nos queda y tumbarnos aquí a contemplar el espectáculo de este cielo, que a lo mejor nunca volveremos a tener una oportunidad de verlo así. Y además… esto era lo que queríais, ¿no?: ver las estrellas, y ahora os queréis pasar la noche andando por un camino de cabras, a oscuras, arrancando vallas, y deslumbrándonos aquí con unos faros…
– La chica tiene más razón que un santo-concluye Hugo.
– Una mujer-resume Amparo-. Los hombres sabéis demasiadas cosas: os perdéis de tan listos que sois.
– Sin ánimo de contradecirte-dice Ginés dirigiéndose a María-y a riesgo de parecer un cuarentón acobardado y receloso…
– Y excesivamente informado-apunta Ibáñez.
– Eso-continúa Ginés con una sonrisa-. Creo que lo cortés no quita lo valiente, y que dos o tres podemos acercarnos a los coches, que se llega en un momento, y más conociendo el camino, sin que ello signifique que dejemos de disfrutar de la noche estrellada, y de esta brisa tan agradable. Al fin y al cabo, aún nos quedan algunas horas de noche por delante, por mucho que haya volado el tiempo.
– Pues vete tú con Ibáñez-dice Maribel-que aquí necesitamos hombres… ¡Para que nos protejan, malpensados!-añade ante el murmullo jocoso que han levantado sus palabras-. Os recuerdo que por aquí rondan los jabalís, y además en pleno apagón…
– Está claro, Ginés-dice Ibáñez-, nos han tocado las dos pajitas largas.
– Las dos cortas, diría yo-murmura Hugo.
– Esto… convendría que nos pasarais todas las llaves -dice Ginés-, la tuya, Hugo, la de Rafa…
– Pero ¿para qué tanta llave?-protesta Hugo-, probáis con uno y…
– Los coches son muy diferentes-dice Ibáñez-, a lo mejor uno se pone en marcha y otro no.
– Bueno-dice Hugo rebuscando en los bolsillos-, ni siquiera es mi coche. Hemos venido con el de Cova.
– Por cierto, que… no sé si sabéis que hay otro coche -dice Maribel.
– ¿Otro coche?
– Sí, nosotros pensábamos que era el de Hugo, que ya había llegado. Pero luego resulta que Hugo fue el último en llegar.
– ¿Seguro que contasteis bien?-pregunta Ibáñez.
– Pues claro que contamos bien-replica Maribel-. Tú viniste con Amparo y con Nieves, ¿no?, los tres en el mismo coche…
– Sí… es verdad, pero… ¡Ya sé!-dice Ibáñez-, debe de ser el de los excursionistas.
– ¿Qué excursionistas?
– Unos que me encontré antes: pasaron por aquí-dice Ibáñez, señalando al camino-, iban con material de escalada, a acampar al río…
– ¿Escaladores?-dice María-. Ésos suelen ir con furgonetas…
– Bueno, da igual-dice Ginés-. Centrémonos ahora en lo que de verdad interesa… Amparo: también necesitaremos la llave del tuyo.
– Yo voy con vosotros-dice Amparo, produciendo un unánime giro de cabezas hacia el lugar en el que ha sonado su voz-. Conozco el camino, tengo piernas… y no sé si me apetece que me protejan.
– ¿Y quién se queda con el encendedor?-pregunta Nieves.
– Vosotros-dice Ginés-, así podéis ir sacando los sacos y preparándolo todo. Lo complicado es dentro del refugio. Afuera aún se ve algo con la luz de las estrellas.
Una vez han conseguido las llaves de los coches de Cova y de Rafa, los dos hombres y la mujer salen al camino e inician la ascensión por su trazado irregular y pedregoso. El aire limpio transmite con nitidez, sin resonancias, el ruido de sus pasos, del calzado rozando la tierra, removiendo las piedras. Alguien, uno de los tres, ha resbalado momentáneamente; pero así como el sonido es nítido y recortado, la vista no distingue en la penumbra, no diferencia personajes en la fugaz agitación que se ha producido. Ahora vuelven.1 caminar a ritmo normal, ascendiendo, alejándose, hasta que las tres figuras imprecisas, visibles solamente por el hecho de estar en movimiento, se funden por completo con la sombra al entrar en contacto con la oscura masa de vegetación que rodea el sendero.
Ha pasado media hora, y los nueve integrantes del grupo están tumbados sobre mantas y sacos de dormir, bastante apiñados, ocupando un rectángulo relativamente centrado con el área de la plaza embaldosada. Rafa está en el extremo que mira hacia el sur, a la derecha del refugio según se sale por la puerta; a su lado está Maribel, y a continuación Nieves y Amparo. En el centro de todos está Cova, y después Hugo, María y Ginés mientras que Ibáñez queda en el otro extremo, cerrando el grupo. Todos están orientados en la misma dirección, con la cabeza hacia el refugio y los pies hacia el camino. Si no los conociéramos muy bien, desde hace tiempo, no podríamos distinguir sus voces ni identificarlas con ninguno de esos nombres. De hecho, si alguien se limitara a transcribir su conversación, sin acotarla con ningún tipo de indicación, no siempre podríamos diferenciar las voces masculinas de las femeninas.
– Chsssst, ¡callad un momento!
– ¿Qué pasa?
– ¡Que os calléis!
– Pero ¿qué pasa?
– Nada… nos quiere asustar.
– Pues lo tiene muy fácil. Por lo menos conmigo.
– Pero ¡¿queréis callaros?!
El silencio se impone sobre el grupo como una presencia más, como si el aire se hubiera vuelto de golpe más denso y llenara-o al menos ahora existiera la conciencia de ello-cada rincón, cada intersticio, cada pliegue entre la ropa y los sacos de dormir, entre éstos y el suelo. El silencio es total; se escucha hasta el más mínimo roce, el menor movimiento. Una pequeña tos, alguien que traga saliva, y después nada, unos segundos de total quietud, en los que parece que hasta las respiraciones se han detenido. Y entonces sí: entonces se oye el rumor del río en lo hondo de la quebrada, el chapoteo de las aguas calmas, tan misteriosas, en la oscuridad; y el susurro de las hojas de los árboles al entrechocar mecidas por la brisa. Y de pronto el ladrido de un perro, aislado y melancólico, lejano.
– ¿Ya está? ¿Era eso? ¿Sabías que iba a ladrar el perro?
– ¡No, hombre, no! Era para que oyerais el silencio.
– ¡Caramba tío, eres un poeta!
– Sí que hay silencio sí, demasiado…
– La verdad: a mí me habría tranquilizado más oír el motor de un coche que el ladrido ése.
– Dicen que donde hay perros hay personas.
– También hay gente muy perra.
– A mí me habría gustado oír hasta un coche de ésos «chunda chunda»; uno de esos que llevan la música muy alta. Imagínate si estoy desesperada.
– ¡Bueno, ¿tan asustados estáis?! ¿No os gusta la soledad?
– ¡¿Pero qué soledad?! ¡Si somos nueve!
– Tú ya me entiendes.
– Ya. Tú quieres decir paz, tranquilidad, pero… la verdad, con un apagón general, los aparatos eléctricos que no funcionan, sin la posibilidad de comunicarse ni de desplazarse en coche… no sé yo si no es más bien la paz de los cementerios.
– Por cierto, Maribel: no vimos el coche fantasma.
– ¿Qué coche fantasma?
– El que tú decías que había, aparte de los nuestros.
– Se marcharía después, mientras estábamos de fiesta.
– Mañana tenemos que probar con el coche de Hugo, como yo decía.
– ¡Y dale! ¡Que no es el mío, que es el de Cova!
– Es el único de gasolina, ni siquiera va inyectado, tirándolo por la bajada tiene que ponerse en marcha…
– Con alguien dentro, a ser posible.
– Pero ¿los coches no tienen batería?
– La chispa de las bujías la produce directamente el generador, o algo así, ¿no es verdad, Rafa?… Rafa…
– Más o menos.
– ¿Veis? Basta con que el motor gire unas vueltas; aunque no tenga nada de batería, tiene que ponerse en marcha.
– No sé por qué os preocupáis tanto. Mañana todo volverá a funcionar, ya lo veréis. Cuando estéis en la cola de la autopista, por la tarde, os acordaréis de mis palabras, y os lamentareis de que el apagón no fuera más en serio. Aquí nadie se va a salvar de ir a currar el lunes.
– ¡ Ay, no me hables del lunes!
– Pues disfruta entonces del sábado…
– Ahora ya es domingo.
– Bueeeeno, domingo. Mira qué cielo; esto es mejor que el planetario.
– Es verdad… hacía siglos que no veía la vía Láctea. Desde que era niña, en la aldea. Ya no recordaba que fuera así, tan… tan blanca; es como un camino…
– El camino de Santiago.
– Se ha movido, el cielo; se ha movido un buen trozo desde que se fue la luz y salimos…
– Gira sobre sí mismo en torno a esa estrella que hay ahí, ¿ves? Ésa es la única que no se mueve.
– Será que no hay estrellas. ¿Cómo quieres que sepa…?
– Es la Estrella Polar. Hay que mirar la recta de atrás del carro, y prolongarla…
– Por cierto, ¿alguien ha visto un avión?
– ¿Qué quieres decir?
– Si habéis visto la luz de algún avión cruzando el cielo.
Siempre se ve alguno… y ya llevamos aquí un buen rato.
– Pues… la verdad, yo no me he fijado.
– Yo tampoco.
– A lo mejor no pasan por aquí… No sé si habrá alguna línea que…
– Eh, que esto no es como el metro. Los aviones pasan por todas partes.
– Hombre… tanto como por todas partes…
– A lo mejor ha pasado cuando no mirábamos, cuando estábamos hablando, antes de tumbarnos.
– ¿Sabéis que los satélites, los satélites artificiales, también se pueden ver? Yo un día vi uno.
– ¿A simple vista?
– Sí, es como una estrella, pero que se va moviendo, siempre a la misma velocidad, siempre en línea recta. Y en completo silencio.
– ¡Eso! El ruido… tampoco se ha oído ningún ruido, ningún reactor.
– No, si al final nos vas a acojonar, queramos o no.
– ¡Silencio! Escuchad…
– ¿Qué pasa ahora?
Un sonido nace en el seno mismo del grupo, creciendo en intensidad, pasando de ser un gemido lastimero, gutural, a un verdadero aullido prolongado y cambiante en sus modulaciones, como el de los lobos. Algunos se han sobresaltado momentáneamente, otros han comprendido enseguida que se trataba de Hugo, que obsequiaba a la concurrencia con una de sus elaboradas imitaciones. Ya han comenzado a felicitarle unos y a increparle las otras, cuando él mismo se calla impresionado. Su aullido ha desencadenado una serie de ladridos que llegan desde los cuatro puntos cardinales, desde distintos grados de lejanía, cada uno diferente, incitándose unos a otros, algunos incluso en forma de aullido como el del propio Hugo, algunos inquietante mente cercanos. El disperso concierto tiene un momento culminante, de máxima intensidad, y después va decreciendo lo gradualmente, espaciándose, hasta que sólo llega de vez en cuando algún ladrido aislado, cobarde, apagado por la lejanía y por el receso en la excitación.
– ¡Están por todas partes!
– ¡Estamos rodeados!
– Estarán en las casas de la urbanización.
– ¿No quedamos en que no había nadie en las casas?
– Sí, hay zombies. Los perros no, a los perros no les afecta.
– ¿El qué?
– La radiación.
– Sí, vosotros ir bromeando, ir aullando y… provocando a los animales. Ya veréis como vengan aquí unos perros de ésos…
– ¿Qué problema hay? Así tendremos compañía. Estaremos protegidos.
– A veces en la montaña hay perros asilvestrados. Se vuelven salvajes y atacan al hombre.
– ¿Y a la mujer no?
– Y no olvidéis que también hay jabalís. Eso lo sabemos positivamente, aquí hay personas que han visto uno hoy… personas muy respetables y poco dadas a…
Ibáñez no acaba la frase. Hugo ha empezado a emitir otro sonido inequívocamente animal. Es evidente que pretende reproducir el hozar de un jabalí, aunque la serie de gruñidos repetitivos y un tanto angustiosos que está lanzando sugiere más bien una escena rural de la matanza del cerdo. A pesar de todo, la broma tiene la capacidad de hacer reír a unos, y de exasperar, por contraste, el ánimo de los elementos más impresionables del grupo.
– ¡Bueno, vale ya! ¡Sois unos irresponsables! Estamos en medio de una montaña solitaria, rodeados de bosque.
¿No os dais cuenta? ¡Es verdad, caramba, los jabalís son peligrosos!
– No hay que temer por los jabalís. Si no se ven acorralados no atacan nunca. Además… son vegetarianos…
– Ya… y también budistas, y macrobióticos.
– ¿Qué pasa? ¿Es que no son vegetarianos?
– No se dice «vegetarianos», ser vegetariano es una cultura, una actitud vital. Cuando se trata de animales se dice que son herbívoros.
Por unos instantes reina el silencio, un silencio expectante. Parece que Rafa no va a replicar, pero al final responde.
– Bueno. No os preocupéis. No voy a decir nada más en toda la noche… Además Maribel y yo nos vamos a ir a dormir ahora mismo, a las literas.
– Rafa…
– ¡Nos vamos ahora mismo!
Rafa y Maribel se levantan y empiezan a recoger sus cosas en medio de un tirante silencio.
– Llevad el encendedor… cuando estéis instalados lo dejáis encima de la primera litera, en la esquina que toca con la puerta.
Alguien cuchichea algo, en un susurro, cuando la pareja todavía camina en dirección al edificio. Después, cuando ya hace un rato que han entrado, suena la voz de Amparo, cauta, no muy alta, pero inteligible.
– Te podías haber callado…
– Lo siento, tú, me ha hecho gracia… pensar en los jabalís, ahí sentados, en un restaurante macrobiótico, pidiéndose una hamburguesa de soja…
– ¡Va, cállate!
Hugo renuncia a una nueva réplica, y por unos momentos flota el silencio por encima del grupo. Luego se vuelve a oír la voz de Amparo:
– Creo que yo también me voy a dormir. No tengo paciencia, ni ganas, de quedarme aquí hasta que salga el sol.
– Nosotros nos quedamos un rato más, pero tampoco te creas… pronto iremos para dentro también.
– Buenas noches.
Un coro de buenas noches responde a Amparo, que se retira en medio de un prolongado silencio. Ya hace un buen rato que se ha apagado el sonido de sus pasos cuando alguien se decide a decir algo.
– Es curioso. No ha refrescado nada de momento.
– Ya refrescará. Cuando amanece siempre es el momento más frío.
– Pues ya no debe de faltar tanto.
– ¡Los relojes! No los hemos mirado.
– Sí que los hemos mirado. Rafa miró el suyo, y nada… Ni siquiera sabemos la hora exacta… en que se paró, quiero decir. El suyo es digital, y estaba en blanco.