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El rostro de Maribel muestra su acostumbrado maquillaje, y su rizado de peluquería aparece tan artificioso y tan cuidado como siempre. Sólo en la cercanía, y bajo la inmisericorde luz del sol, se aprecia alguna sutil diferencia con respecto a la imagen rotunda y sin fisuras que mostraba anoche: una calidad más acuosa en los ojos, menos umbría a pesar del rímel y la sombra suavemente difuminada; alguna arruga más en tomo a los párpados, como si el maquillaje fuese ahora, realmente, una capa de pintura, una serie de trazos y pigmentos sobre el verdadero rostro, como si se notara un imperceptible clarear en la coloración del cabello cerca de las raíces, un ligero apelmazamiento de los rizos en la zona de la nuca.
Cuando subía por el camino, riendo a carcajadas con sus compañeras, Maribel llevaba puestas unas gafas de sol anchas y redondeadas, a la última moda, pero se las ha quitado al llegar a la plaza, y ha continuado sonriendo mientras Ibáñez hacía las primeras preguntas, mientras María se juntaba con Ginés y lo abrazaba por la cintura, con total naturalidad, mientras Cova decía «¿Qué?, ¿Has descansado bien?». Y entonces Maribel, al darse cuenta de la presencia de Hugo, se ha avergonzado repentinamente, sin poder evitarlo. Su rostro ha reflejado esa turbación, y también el esfuerzo que hacía inmediatamente para mirarle a la cara fugazmente, y saludarle con forzada naturalidad, con impostado optimismo:
– Hola, Hugo.
– Maribel…-le responde éste-. Ya me han explicado. No te preocupes: cuando se le pase la tontería volverá, ya verás. Yo también soy hombre y… al final siempre volvemos, de verdad, aunque estemos siempre quejándonos…
– Gracias, Hugo-dice Maribel-. Ya he hablado… ya hemos hablado de eso esta mañana. Ahora lo único que me preocupa es que podamos volver a casa a una hora decente, o al menos llamar por teléfono. Les dijimos… les dije a los niños que volveríamos al mediodía.
– Hombre… al mediodía ya no creo. Pero esta noche cenamos en casa, eso te lo digo yo, aunque tengamos que ir a pie hasta Somontano.
– ¡ Ay, no, por favor, espero que no! Espero que la cosa se solucione antes.
Nadie ha atendido al cruce de palabras entre Maribel y Hugo. Se les ha ignorado discretamente al ver que éste tocaba el tema sensible. El grupo se ha apiñado instintivamente en la esquina que ocupaban los tres hombres, bajo la sombra del eminente roble. Mientras Hugo y Maribel hablaban, Ibáñez ha preguntado, sin más preámbulos, por el resultado de la expedición.
– Hemos visto la tienda-ha respondido Nieves-, bueno, en realidad había dos tiendas; pero de sus ocupantes nada de nada.
– ¿Y habéis mirado dentro? No sea que estuvieran durmiendo-insiste Ibáñez.
– Mira, íbamos cinco-dice Amparo respondiendo a Ibáñez-, y da la casualidad de que ninguna de las cinco es tonta. ¡Pues claro que miramos! Y primero les estuvimos llamando, un buen rato, a ver si respondía alguien. Pero nada, ni un alma.
– Los escaladores se levantan temprano-dice Cova-, lo raro sería que los hubiéramos encontrado.
– Oye y… ¿os fijasteis… os fijasteis si había… si había cosas dentro de las tiendas?-dice Ginés dubitativamente, con sucesivas pausas, como si construyera la pregunta, cuidadosamente, a medida que la va planteando-. Quiero decir… si se habían dejado algo o… ¿quién fue… quién miró dentro de las tiendas?
– En la más pequeña miré yo-dice Nieves-, pero no sé a dónde quieres ir a parar. Claro que había cosas: los sacos… y ropa; la gente no sale a escalar cargando con todo el equipaje.
María va a decir algo, probablemente en torno al mismo tema, pero no llega a pronunciar la primera palabra, porque Ibáñez les interrumpe en ese momento:
– Es igual; el caso es que no estaban-dice con impaciencia-. Y no sabemos cuándo volverán; pueden tardar horas.
– Eso sin contar que a lo mejor están tan colgados como nosotros-dice Hugo.
– A ésos les da igual-dice Amparo-, para escalar no necesitan electricidad.
– No te creas-dice María-, a veces tienen que hacer agujeros en la roca; lo hacen con un taladro pequeño, de batería.
– Pero éstos seguro que no-dice Hugo-, éstos deben de ser de los de escalada libre; Ibáñez dice que iban con esas mallas ajustadas que llevan, como de saltimbanquis…
– ¿Y dónde se escala por aquí?-dice Cova-. A lo mejor los podemos ver, aunque sea de lejos.
– En las paredes del desfiladero-le responde Ginés-. Pero no se ven desde aquí, ni mucho menos; hay que hacer una buena caminata.
– Olvidémonos de los escaladores-dice Ibáñez-. Yo sugeriría que nos pongamos en marcha cuanto antes.
– ¿Ah sí? ¿Y adónde vamos a ir?-dice Amparo.
– A la urbanización. O a donde decidamos ahora entre todos que hay que ir. Pero rápido, que ya hemos perdido mucho tiempo… y además ahora empieza a hacer calor.
testa Amparo-, ¿cómo no va a haber nadie en toda la urbanización, un domingo por la mañana? Además, al desfiladero también se puede bajar por el otro camino, el del colmenar, que está después de la urbanización.
– Sí-dice Hugo-, pero entonces te pierdes toda la zona de los rápidos, que es la más bonita…
– Pero, vamos a ver-replica Amparo-, ¿se trata ahora de hacer turismo o de…?
– A ver, por favor, centrémonos-le interrumpe Ginés-. No anticipemos acontecimientos. Lo de los coches es buena idea; se guardan las cosas en el maletero y…
– El de Ginés no se puede abrir-apunta Hugo.
– Pero los otros sí-interviene de nuevo Amparo-y el tuyo… perdón, el de tu mujer, también se puede abrir, además tengo entendido que le habéis dado un empujoncito hacia la urbanización…
– Muy graciosa.
– Yo me apunto-dice Ibáñez-, a lo de trasladar las cosas, quiero decir; así podremos volver a intentarlo otra vez con los coches… ¿Os imagináis que ahora se encienden, después de tanto elucubrar?
– De todas formas-dice Ginés-, si a alguien le molesta mucho andar y quiere quedarse aquí…
– Yo no me quedo aquí sola-dice Amparo-, ¡vamos!, ni acompañada. Yo ya no me separo del grupo, ¿tú sabes la cantidad de perros que hemos visto? Al bajar al río lo mismo: hemos visto a dos olfateando las tiendas… ¡y lo del corzo!… nada, nada; ni harta de vino me quedo yo aquí.
– ¡Claro que sí, joder!-dice Hugo-. Tenemos todo el día por delante; la mañana está estupenda: brilla el sol, los pajaritos cantan, las nubes… bueno, no hay nubes: mejor aún. Aprovechemos que no hay coches, ni teléfonos, para dar un buen paseo, disfrutemos de la naturaleza antes de que empiece la depre del domingo por la tarde.
– Venga, no se hable más-concluye Nieves-, vamos a dentro a coger las bolsas, y nos largamos.
– Yo llevo bien poca cosa-dice Ibáñez-, yo voy como el poeta: «Ligero de equipaje, casi desnudo».
– Pues vístete un poco-dice Amparo-y carga tú con lo de Rafa.
– O con la bolsa de la basura-apunta Nieves.
– ¿Qué basura?
– Lo de la cena-aclara Nieves-, los platos y todo eso… las botellas; no se puede dejar aquí: hay que llevarlo a un contenedor que hay arriba, donde están los coches.
– Ya repartiremos los bultos de la expedición-dice Hugo-. Esto es como en las películas: cuando desaparece un expedicionario… bueno, perdón…
Hugo enmudece al ver las miradas de reprobación de los que le rodean; busca a Maribel con la mirada, y al final la localiza en un extremo del grupo, hablando con Cova, aparentemente ajenas ambas a lo que se estaba diciendo. De todas formas, Ibáñez acude en ayuda de Hugo-premeditada, o tal vez espontáneamente-imprimiendo un giro de ciento ochenta grados en la conversación.
– Oye-le dice a Nieves-, ¿de qué os reíais tanto hace un rato, cuando subíais andando por el camino?
– Nada… cosas de mujeres-dice Nieves con una media sonrisa.
– Nos reíamos de una cosita que vimos en Internet -dice Amparo.
– Más bien una cosaza-apunta Maribel.
– Ya me imagino-dice Hugo-. Un negro con un rabo así de grande.
– ¡Vaya hombre! ¡Premio!-exclama Amparo.
– ¿Y qué es eso de que lo visteis?-dice Hugo-, ¿cuándo lo habéis visto?
– No te preocupes, que tu mujer no lo ha visto-dice Amparo-. No podrá comparar.
– Me lo mandaron a mi correo-aclara Nieves-, no sé quién, pero me reí un rato. Luego se lo envié a Amparo y a Maribel. Es, digámoslo así, la escenificación de un chiste. Se lo estábamos explicando a Cova y a María; por eso nos reíamos.
– Me imagino-dice Ibáñez-que la explicación incluía algún que otro comentario especialmente agraviante para los varones del grupo.
– El que está seguro de sí mismo no tiene nada que temer-dice Nieves.
– Para empezar soy blanco-dice Ibáñez-, y creo que las razas sí marcan algunas diferencias. Y además me acerco a los cincuenta.
– Te acercas tanto que te caes-dice Amparo.
– No le hagas caso-tercia Hugo-, es la mejor época para el hombre.
– Venga, vamos a por las bolsas-dice Nieves-, que si empezamos así… el tema da para largo.
– Largo… y ancho-concluye Amparo.
Cova y Maribel, y Hugo, ya han empezado a desfilar hacia el edificio; y ahora les siguen Ibáñez, Nieves y Amparo, sonriendo todavía por las agudezas que se han lanzado en el cruce de pullas.
María y Ginés son los últimos en abandonar la esquina de sombra, que ha disminuido imperceptiblemente mientras duraba la improvisada reunión. Pero María se retrasa un poco y frena a Ginés, sujetándolo discretamente por un brazo hasta que el resto del grupo se adelanta y empieza a entrar en el refugio.
– Aquí hay algo que no me gusta nada-dice María en voz baja, mirando a Ginés directamente a los ojos.
– ¿Qué? ¿Qué pasa?
– Antes, allá abajo, en las tiendas…
– ¿Las tiendas de los escaladores?
– Sí. He visto algo que… que no es lógico.
María mira hacia la puerta del refugio, y Ginés mira también hacia allí; pero ya han entrado todos, y en la puerta no se ve a nadie.
– Acaba, mujer-dice Ginés-, que me tienes en vilo… Yo… yo también estoy preocupado.
– Yo fui la que miró dentro de la tienda grande. Cuando hay dos tiendas, es en la grande en la que se guarda todo el equipo, la pequeña sólo es auxiliar, para que duerman…
– ¿Y tú cómo sabes…?
– Yo había hecho escalada, una temporada; salía con un chico…
María se queda un momento en silencio, mirando a Ginés, y después añade, con cierta tirantez:
– Sí, no era profesional; entonces aún no lo era.
– ¡Pero si yo…!-protesta Ginés-.No pensaba en eso.
– Me lo ha parecido… ¡Es igual! Esa gente… se habían dejado todo el equipo en la tienda; unos friends que valen un dineral…
– ¿Friends?
– Sí, se les llama así; son unas piezas que se ensanchan y… bueno, se usan cuando hay fisuras. ¿Hay fisuras en el… en ese desfiladero?
– ¿Quieres decir grietas? Sí, sí que las hay: unas grietas muy largas.
– Ves: para eso se usan; se lleva siempre el juego entero, cuatro o cinco medidas diferentes. A cien euros la pieza… Imagínate… ¿No lo entiendes? Ningún escalador dejaría eso dentro de una tienda; eso se tiene siempre muy cerca, para poder acariciarlo de vez en cuando… ¿Me oyes? ¿En qué estás pensando?
Ginés se ha quedado pensativo, alzando la cabeza lentamente hasta mirar al refugio, sin verlo, abstraído completamente en sus pensamientos.
– ¡Ginés!
– Perdona-dice éste volviendo bruscamente a la realidad-, te he oído, te he oído. Estaba pensando en eso, precisamente en eso… Es lo que yo me temía…
– ¿El qué? ¿Qué has pensado?
– Lo mismo que tú: que aquí pasa algo raro, pero aún no sé… Por cierto, ¿se lo has dicho a las chicas… a las otras?
– Lo he intentado, se lo he querido hacer ver pero… ¡ joder tío! Tus amigas son medio subnormales… Sí, no me mires con esa cara. Son tontas… quitando a Cova, que es la única que se entera de algo… las otras… Amparo va de graciosilla, pero en realidad… y Nieves… ¡ Bah!
– No has insistido…
– No sé… me ha parecido que… que a lo mejor yo también me estaba comiendo el tarro demasiado.
– Estabas en minoría…
– Además… en realidad… me huelo que lo del tipo ese… Rafa: el que haya desaparecido, a lo mejor no es lo que piensan y… tampoco quería asustar a la pobre… a Maribel.
– Y entonces… ¿qué piensas? ¿Qué crees tú que ha pasado?
– No sé, no sé, no sé; no quiero pensar nada de momento. Sólo tengo sospechas. No quiero…
– Es curioso… estamos en la misma situación, en el mismo proceso…
– A lo mejor resulta que te pareces más a mí que a tus amigos.
– Te he metido en un buen lío, ¿eh, María?… ¿Te llamas María de verdad?
– ¿Por qué me preguntas eso ahora?
María se ha puesto a la defensiva, bruscamente, ante la última pregunta de Ginés.
– Es igual, es igual, déjalo-dice éste-. Te he metido en un buen lío; a lo mejor te han intentado llamar, o tenías que hacer algo hoy.
– Probablemente. Pero te diré una cosa: me lo estoy pasando bien, ¿sabes? Es como unas vacaciones. Estoy un poco harta de la vida que llevo.
– ¿Y por qué la llevas?
– Me estoy pagando una buena jubilación.
– ¡ ¿Ya?! ¿Ya piensas en eso? Yo a tu edad aún no pensaba en la jubilación.
– Yo a tu edad ya estaré jubilada. Ya no tendré que trabajar. Ésa es la diferencia.
– Yo no te he dicho que esté trabajando.
María se queda un momento en silencio, escrutando el rostro de Ginés, que ahora compone una expresión neutra, inexpresiva.
– ¡No me fastidies!-dice por fin María-, no tendrás que follarte a nadie, como yo; estarás en un despacho o… ¡yo qué sé! Pero trabajas. Un tío que tiene estos amigos no creo que proceda de la nobleza.
– ¡Yuhu! ¡Tortolitos! La puerta se va a cerrar.
Hugo ha aparecido bruscamente en el quicio de la puerta. María y Ginés se han sobresaltado un poco al oír el inesperado grito. Luego se han girado, y dejando en el aire su conversación, empiezan a caminar en dirección al edificio.
– Todavía no. Algunas han ido al lavabo. Pero es verdad, daos prisa-dice Ibáñez, asomando la cabeza por la puerta, tapando por unos momentos la sonrisa blanda, torcida, de Hugo.
Desde la casa que está en la parte más alta se domina toda la subida de tierra pedregosa, hoyada por hondas roderas, formando apenas un tosco camino de bordes irregulares. Si no fuera por el tendido eléctrico, sostenido por postes de hormigón, que sigue su trazado, nadie diría que esa trocha terrosa y violentamente inclinada pretende ser una calle que une la entrada a diversas viviendas.
Por la empinada subida asciende lentamente un grupo colorido pero silencioso, formado por cinco mujeres y tres hombres. Blanquean las gorras, y de vez en cuando destella el brillo de unas gafas de sol, de unas zapatillas chillonas. Detrás del grupo, el camino desciende en prolongada pendiente cada vez menos pronunciada, como una herida en la masa boscosa, con algunas edificaciones desperdigadas a un lado y otro, medio ocultas entre los árboles.
Los perros han ladrado furiosamente cuando el grupo se ha acercado, ya hace algunos minutos, a alguna de esas casas; y ahora siguen ladrando de vez en cuando, cansinamente, cada vez con menos convicción. Aparte de esos ladridos, y del sonido del calzado al chocar con la tierra, el silencio es total en los momentos en que los caminantes enmudecen: no se oye ningún grito en la lejanía, ni el sonido de ningún motor, ni la detonación lejana de la escopeta de un cazador. Sólo se percibe, envolviéndolo todo, el difuso latido de la mañana estival, compuesto por el zumbido de miles de insectos en diferentes grados de lejanía.
Poco a poco, el grupo se va aproximando a la casa que está en lo alto de la subida, donde muere la rudimentaria calle. Ahora ya se distinguen más detalles en el apretado rebaño que forman los caminantes: el vaivén alternativo de un bastón improvisado con una rama; alguna prenda de manga larga anudada a una cintura; las cabezas bajas, cansadas o pensativas; las gafas de sol que no miraban constantemente hacia arriba, como parecía desde lejos, sino que en realidad estaban en la gorra, encima de la visera.
Mirando desde la casa, los árboles ralean más a la derecha del camino; de modo que a través de los troncos y las desmedradas copas se puede ver allá abajo, a un centenar de metros, la cinta blanca y rectilínea de la pista que sube hacia el castillo. Hace calor; el sol ya está muy alto, y al ser la trocha ancha y desmadejada, son pocos los lugares en que los árboles se asoman con la suficiente decisión como para dar algo de sombra. Los caminantes suben trabajosamente, acomodando el ritmo del grupo a los que tienen más dificultades. Hay quien ya ha empezado a sudar; quien resbala constantemente en el suelo terroso y accidentado, lleno de piedras sueltas; quien empieza a arrepentirse de haber escogido precisamente ese calzado; quien lamenta no haber traído una gorra, no haber llenado una botella con agua, como ha hecho algún compañero.
Hugo jadea ruidosamente como resultado del esfuerzo al que le obliga la pronunciada pendiente, y su camiseta, de color azul celeste, tiene manchas de sudor en el cuello y las axilas; pero la impaciencia por inspeccionar la última casa le ha hecho acelerar el paso y dejar atrás a Cova, con quien venía hablando, e incluso adelantarse a María e Ibáñez, que caminan relajadamente a la cabeza del grupo, seguidos de cerca por Ginés.
Hugo se distancia unos metros, y es el primero en mirar por encima del seto desigual que rodea el perímetro de la finca, adosado a una valla hecha de postes de hierro y tela metálica.
– ¡La puerta está abierta, tíos! ¡La puerta está abierta!
– grita Hugo triunfalmente, volviéndose hacia sus compañeros-. Aquí tiene que haber alguien por narices.
– Mientras no nos salga algún perro…-dice Nieves, desde la cola del grupo.
– No ha salido ninguno-dice Hugo, que ha oído el comentario.
– ¿Qué puerta está abierta?-pregunta Ibáñez llegando al lado de Hugo, adelantándose para hacerlo dos o tres pasos a quienes le acompañaban-¿La de fue…? ¡Pero, tío!, ¿cómo puedes fumar ahora, después de esta subida?
Hugo se ha apresurado a encender un cigarro en cuanto ha considerado que su esfuerzo había sido coronado por el éxito, y ahora expulsa el humo con fuerza, distraídamente, haciéndolo rozar en los labios mientras no le quita ojo al chalet que tiene delante. No contesta a la segunda pregunta, pero sí a la primera:
– Las dos: la de la valla y la de la casa. Estoy viendo el portal, y hasta se ve un poco del recibidor o lo que sea. Hay que llamar.
– Espera. Espera que estemos todos-dice Ginés desde unos metros más atrás, acompañado ahora de María.
Inmediatamente, los cuatro empiezan a caminar rodeando la valla, recorriendo los pocos metros que les separan de la puerta de entrada a la finca.
– Están dentro, seguro-dice Hugo, con la obstinación de quien tiene que convencer a alguien-, nadie se va dejándolo todo abierto. Eso… o están por aquí cerquita.
Las otras cuatro mujeres, entretanto, han ido llegando y se apiñan ahora en torno a los primeros, frente a los dos pilares de obra de la cancela abierta. Maribel aprovecha la parada para consultar su teléfono móvil, para intentar una vez más ponerlo en marcha, por enésima vez, como han hecho todos y cada uno de sus compañeros en algún momento de la caminata.
– ¿Ya estás fumando?-dice Cova, con una entonación tan discreta como el movimiento que ha hecho para ponerse al lado de Hugo. Pero Hugo ni siquiera la ha oído, o al menos simula no haberla oído; sigue mirando fijamente a la casa y, no obstante, da una última calada y tira al suelo el cigarro, que apenas iba mediado. Cova se desplaza un paso lateralmente, hacia su izquierda, y alarga un pie para aplastar cuidadosamente la colilla encendida.
– Espero que esta vez sea verdad-dice Amparo sin dirigirse a nadie en concreto-. Yo ya estoy negra: entre las que estaban cerradas a cal y canto y las otras, en las que no hay más que perros histéricos… yo ya no puedo más. Si en esta casa no hay nadie nos largamos. Esta urbanización es una mierda; parece un pueblo fantasma.
– Desde luego es bien cutre-dice Nieves-. Se supone que esto es una calle… No se cómo nadie se puede construir una casa en un sitio así.
– El terreno debe de ser muy barato-apunta Maribel.
– ¡Chst! ¡Silencio!-se impone Hugo-. Voy a llamar al timbre. Quiero ver si se oye.
No se oye nada cuando Hugo aprieta el pulsador de plástico descolorido, deteriorado por la intemperie: nada que sobrepase el constante zumbar de los insectos que lo llena todo, y la luz cegadora del sol que cae a plomo sobre las cabezas.
– Debe de estar estropeado-dice Hugo, como para justificar su fracaso-, tiene pinta de no funcionar.
– A lo mejor sí que ha sonado y no se oye desde aquí.
– Se oiría; la casa está muy cerca. Y con este silencio…
– O aquí tampoco tienen electricidad.
– No seas cenizo.
– Habrá que entrar y llamar a la otra puerta… a la de la casa.
– O dar unas voces-dice Amparo, e inmediatamente se pone a gritar hacia la casa, haciendo bocina con las manos-. ¡Eo! ¡Buenos días! ¿Hay alguien aquí?
La única respuesta que recibe la llamada de Amparo es un pasajero reavivarse de los ladridos que se habían ido apagando en la lejanía.
– ¡Con vosotros no iba, idiotas!-dice Amparo, mirando hacia la subida que han dejado atrás.
– Bueno. Habrá que entrar-dice Ibáñez, tomando aire, pero sin dar un paso.
– Pero… ¿entramos todos?-dice Nieves-. ¿No será mejor…?
– ¡Joder! «Si hay que ir, se va»-cita Hugo-. ¡A ver si vamos a tener que hacer una asamblea hasta para ir al lavabo! ¿Es que estáis cagados o qué?
– Yo sí-dice Ibáñez-, no literalmente, pero… Y tú tampoco te has movido.
– ¡Menos mal que tenemos hombres!-dice Amparo, pasando entre las dos columnas, atravesando la imaginaria línea que separa el camino del interior de la finca-. Vamos, Hugo: vamos a ver si hay alguien ahí dentro.
Amparo y Hugo empiezan a caminar hacia la casa, y al poco rato, tímidamente, les van siguiendo todos los demás.
– El problema es que te pueda salir un perro de golpe-dice Nieves desde las últimas posiciones, bajando la voz-. Y si has entrado en su propiedad…
– Si hubiese perros, ya habrían salido hace rato-dice Cova.
– Y las personas también-interviene Maribel, desde unos pasos más adelante-. Esto me da mala espina.
El chalet es más humilde, y también más feo visto desde cerca. El seto adosado a la cerca aparece raído y reseco, desdentado en varios lugares; y lo que oculta no es un jardín sino una superficie de tierra que sigue la inclinación de la montaña, y en la que se perciben las huellas de sucesivos intentos de hacer crecer césped, o tal vez macizos de flores, y por último de gravilla para formar una especie de camino. Hay algún árbol, probablemente un limonero, y un ciprés, y alguna otra especie leñosa que no ha tenido tanta suerte en su lucha con el sol inclemente, con las heladas del invierno. No faltan ni los proverbiales enanos de piedra, ni el banco oscilante, colgado de una estructura como un columpio, ni la mesa de jardín ni la barbacoa de obra en el rincón más resguardado del viento, cegada ahora con una baldosa, como consecuencia de las últimas prohibiciones.
Amparo y Hugo están llegando ya al pie de la puerta de entrada, separada del jardín por tres escalones, flanqueados por unas macetas de geranios. La edificación es cúbica y de una sola planta. La entrada está en el extremo derecho de la pared frontal, la que da al camino. Esta pared tiene dos ventanas asimétricas, protegidas por unas rejas pintadas de verde, y salva la pendiente del terreno con unos pilares de ladrillo. Entre estos pilares, en el hueco que queda bajo el suelo de la casa, se ve leña apilada y reseca, y alguna otra provisión cubierta por una lona. En cuanto al interior de la vivienda, por el hueco que deja la puerta entreabierta se ve parte de una pared blanca y la esquina que forma con otra, ocupada esta esquina por un mueble pequeño de madera oscura, una rinconera en la que reposa un jarrón con un adorno de flor seca. También se ve en la pared buena parte de un espejo circular, con un marco que parece de hierro forjado, simulando hojas o más bien los rayos del sol, pues el marco entero está pintado con purpurina. Dado el lugar por el que llegan los visitantes, y la altura a la que quedan respecto a éste, la superficie del espejo no revela ningún detalle de interés, más allá de la pared desnuda que tiene delante.
Hugo ya está con un pie en el primer escalón y otro en el segundo, y tal vez por estar mirando precisamente hacia ese espejo no percibe lo que Amparo, un poco más abajo, ha detectado inmediatamente, saludándolo con un chillido desgarrador. Una sombra, algo pequeño y vacilante, de no más de medio metro de altura, ha salido por la puerta. Es un animal, es gris, es pardo, pero no es un perro, es otra cosa, es… y se desliza escalones abajo con una mezcla de torpeza y rapidez, con un extraño agitar de su volumen. Para entonces ya han sonado otros chillidos de histeria, aunque la mayoría de los presentes ya ha comprendido de qué se trata, y el susto ha llegado amortiguado para los que estaban más lejos de la escalera. Incluso Hugo comprende ahora lo que ha visto, aunque en un principio se ha sobresaltado tanto como Amparo, y a duras penas ha podido retener el grito, reduciéndolo a un hipido angustioso.
– ¡Es un águila!-dice alguien, mientras el animal anadea unos cuantos metros por el jardín, hasta encontrar la puerta de salida.
– No, no es un águila-dice Ginés-, es un buitre, o algo parecido; tenía el pico y el cuello típico de los carroñeros.
– ¡ Y se ha ido tan tranquilo, el tío!-exclama Ibáñez.
– ¿Cómo es que no vuela?
– Volará, volará… ¡Mira, ya se ha elevado!-dice Ginés, señalando la mancha que efectivamente se desplaza ahora en línea recta, rasgando en diagonal el fondo verde y granulado de la montaña.
– ¡Su puta madre, qué susto me ha dado!-dice Hugo, respirando profundamente, como el que ha hecho un gran esfuerzo.
Hugo ha estado a punto de caerse. Amparo se ha agarrado a su camiseta tirando de él y le ha hecho trastabillar en los escalones.
– ¿Estás bien? Casi me tiras…
– Es que… es que…-balbucea Amparo, con el miedo todavía metido en el cuerpo-me he asustado porque… yo esperaba ver un perro y… al ver eso no… no sabía qué pasaba, no… no sabía qué era.
– Todos nos hemos asustado-dice Ginés.
– Hay que ir con cuidado-apunta Maribel desde la última fila-, podría haber más.
– Eso no es lo más importante ahora-dice Ibáñez.
– No-dice Ginés, sintonizando con el pensamiento de Ibáñez-, lo más grave es qué hacía un buitre dentro de una casa en la que teóricamente viven personas.
– A lo mejor no viven. Quiero decir ahora; todo esto parece un poco abandonado
– ¿Y entonces por qué está la puerta abierta?
– Habrán entrado a robar.
– A lo mejor el buitre está domesticado-dice Cova, atrayendo inmediatamente todas las miradas-, es raro, pero… ahora hay gente que tiene…
– Vale, de acuerdo-dice Hugo con voz afectadamente nasal-, aceptamos buitre como animal de compañía… ¡Cariño!
– Yo lo decía por…-empieza a disculparse Cova, un tanto turbada, pero Nieves la interrumpe antes de que acabe su vacilante frase:
– ¡No, ya sé!-dice con súbita animación-, ahora me acuerdo: el cura me dijo…
– ¿El cura?-dice María.
– El refugio pertenece a la parroquia de Somontano, y el castillo también-aclara Nieves-. Es el cura el que tiene las llaves; me dijo que tuviéramos cuidado con los buitres, que habían empezado a proliferar desde que montaron la incineradora.
– Es verdad-recuerda Maribel-, antes ya había alguno: a veces se les veía volando por encima del desfiladero.
– Pues ahora hay un montón, y a veces se acercan a las casas buscando comida en los cubos de basura.
– Una cosa es acercarse…
– Por eso el cura insistía en lo de la basura-concluye Nieves-, que no dejáramos nada en el refugio, que lo subiéramos al contenedor.
– Bueno-dice María-, por una vez, y sin que sirva de precedente, es tranquilizador saber que estamos rodeados de buitres. Al menos así no es tan absurdo lo que acabamos de ver.
– No cantes victoria tan pronto-dice Amparo, aparentemente recuperada del sobresalto-. Aún queda la cola por desollar. A ver qué nos encontramos…
– No hables de desollar; -dice Ibáñez-me hace pensar en cuerpos ensangrentados, desgarrados por un pico…
– ¡Basta ya!-estalla Maribel-. ¡No sé cómo podéis hacer bromas después de… ¡sois unos inconscientes!
– No bromeaba, de verdad-protesta Ibáñez-. Sólo estaba verbalizando mis pensamientos.
– Pues no verbalices tanto-concluye Amparo.
Un repentino silencio flota durante unos segundos sobre la reunión, mientras todas las miradas convergen hacia el hueco que deja la puerta entreabierta. Lo cierto es que el grupo retrocedió temeroso y se apartó para dejar pasar al animal, y desde entonces se han mantenido todos inmóviles, indecisos, a una prudente distancia de la puerta.
– Bueno… habrá que entrar-dice Ginés, poniendo un pie en los escalones, y a continuación dice, hablando consigo mismo-: Espera, vamos a llamar… Hay que llamar, aunque sólo sea por…
Ginés aprieta el timbre, tan mudo como el de la cancela; y después llama con los nudillos en la superficie acristalada, en el espacio que queda entre dos barrotes; y después dice en voz alta «¿Hay alguien?», mientras empuja lentamente la puerta, que cede a su mano con un leve maullido de los goznes.
El recibidor es pequeño; tiene una puerta delante mismo de la de entrada, en la pared opuesta: una puerta insignificante, pintada del mismo color que las paredes. Pero Ginés y quienes le siguen desdeñan esta puerta, porque en la pared de la izquierda hay otra, abierta de par en par, que comunica con lo que parece ser una sala de estar, con una mesa y unas sillas de madera de aspecto convencionalmente rústico, y una anacrónica estufa de butano con la rejilla fría y requemada. Ginés esconde la cabeza instintivamente al entrar en la sala, pues toda la vivienda parece edificada a la escala de personas de baja estatura, sobre todo en lo que respecta a las puertas y a la altura de los techos. Los otros integrantes del grupo van entrando también, lentamente, mirando en derredor con respetuosa curiosidad. La sala de estar está alegremente iluminada. La luz entra por la amplia ventana que da a la calle, velada apenas la panorámica del paisaje por unos visillos, y por las líneas verticales de la reja que hay en el exterior. También se cuela la luz por un ventanuco que hay en la pared opuesta, cuya vista se limita a la superficie inclinada, recubierta de arbustos, de la montaña. El cristal de este ventanuco aparece entreabierto, pero el aire está quieto dentro de la casa, y hace más calor que en el exterior; además reina un silencio opresivo y algodonoso. El zumbido de los insectos se ha apagado al entrar en la vivienda, aislado por los gruesos muros de la edificación; y en cambio se oye dentro, en algún lugar, el vuelo aislado e intermitente de alguna mosca.
– Hay moscas-dice Cova, como si la presencia de moscas fuera algo siniestro.
– ¿Y qué pasa?-dice Hugo.
– «Vosotras, las familiares-empieza a citar Ibáñez distraídamente, mientras pasea la mirada por toda la estancia-, inevitables golosas…».
– Claro que hay moscas-dice Maribel señalando una mesa baja, cercana a un sofá-, se han dejado un pastel a medio comer.
Efectivamente, en la mesita hay restos de una tarta de aspecto achocolatado, sobre un disco de cartón forrado de plata, que a su vez reposa sobre un envoltorio grande, arrugado, con el anagrama de alguna pastelería. También hay dos vasos: uno ancho y redondo, lleno hasta la mitad de un líquido oscuro que bien podría ser Coca-Cola, y otro más alto y estrecho, vacío, pero con indicios de haber contenido cerveza.
Desde el recibidor no se veía este lado de la habitación. El sofá forma parte de un tresillo que rodea la mesa de centro, y en la pared hay una librería en la que destaca-entre figuritas de porcelana y lomos de obsoletas cintas de vídeo- el inevitable televisor, ni muy grande ni muy moderno. A la derecha de la librería, la pared se abre en una chimenea de obra de ladrillo, con la boca ocupada por un rimero de troncos cuidadosamente apilados, ocultando el hollín de las paredes de la caja. En torno a la chimenea, en un cuadrado de dos metros de lado, la pared muestra-en vez de la pintura blanca del resto de la habitación-una superficie de piedras distribuidas sin gracia, nadando en cemento, en un grosero intento de imitar un muro pirenaico, de piedra pizarrosa.
– Mira-dice Nieves-, también hay trozos de pastel en el sofá.
– No son más que migajas-dice Amparo.
– No, no; también hay algún trozo más grande-dice María, agachándose frente al sofá-. Mira, y en el suelo también… ¡Qué raro!
– Las dejaría el buitre-dice Maribel-. Ahora ya sabemos por qué ha entrado.
– Esperemos que sí-dice María, dejando de nuevo sobre el sofá, con un gesto de repulsión, el trozo de pastel que estaba examinando.
– ¿Qué quieres decir con…?-dice Maribel, pero se interrumpe de pronto, y exclama, señalando a la librería-. ¡Mira, un reloj!
El reloj está en uno de los estantes del mueble, junto a unas figuritas de vidrio de escasa calidad. Es un pequeño reloj de sobremesa, con la esfera sostenida por dos volutas vagamente arquitectónicas, de un material que imita el oro viejo.
– ¡Por fin uno analógico! -dice Ginés-. Marca la una menos diez…
– ¿Es la una menos diez?-pregunta Hugo.
– No, está parado-dice Ginés-, ¿no ves el segundero?
– Es la hora en que se paró-dice Cova con la mirada perdida, como quien acaba de tener una revelación-, la hora del apagón.
– Exacto-confirma Ginés.
– ¿Tan temprano era?-dice Amparo.
– Sí, parece muy pronto, pero… ya puede ser-dice Nieves-, piensa que oscureció muy pronto, con todas aquellas nubes.
– «… de infancia y adolescencia, de mi juventud dorada…»-dice Ibáñez lentamente, mientras pasa los dedos por las piedras que decoran la pared de la chimenea.
– ¿Qué coño dice ése?-pregunta Amparo.
– Es un poema-dice Hugo con cierto desdén, sin desviar ni un milímetro la mirada, fija desde hace un rato en los botones del televisor.
– Pues con lo horteras que son-dice María-ya podría esta gente tener un reloj de cuco. Al menos sabríamos qué hora es.
– ¿Los de cuco no llevan pilas?-dice Maribel.
– Funcionan con pesas-le aclara María-, ¿no lo has visto nunca? Son unas pesas con la forma de una piña.
– Hay dos puertas…
Cova ha pronunciado esas tres sencillas palabras, y todos han guardado silencio durante unos segundos. Lo que ha dicho Cova es verdad: aparte de aquella por la que han entrado, hay dos puertas, una en cada una de las paredes laterales. Las dos están cerradas. La de la pared de la izquierda-mirando siempre hacia la chimenea-tiene un amplio cristal esmerilado, de color ámbar; la otra es de madera, de una madera tal vez demasiado ostensible, pues en realidad está pintada a mano, simulando unas anchas vetas simétricas, en crema y marrón.
Todos han quedado mudos durante unos segundos, al oír las obvias palabras de Cova. Tan sólo Ibáñez, empujado por la inercia del poema que va recordando a trozos, rompe el silencio.
– «… perseguidas por amor de lo que vuela»-dice con la dicción descuidada, con la vista y la mente fijas en la puerta que tiene delante, a dos metros de distancia, con su veteado ficticio y su manilla dorada.
Mientras tanto, Hugo se ha ido acercando a la puerta acristalada; alarga la mano hacia el pomo, lo hace girar y la abre unos centímetros, y después un buen trozo más, al tiempo que acerca la cabeza a la rendija.
– Aquí está la cocina… No hay nadie-dice, asomándose al interior.
Pero sus compañeros parecen más preocupados por lo que hay en la pared opuesta. Alguno se ha vuelto fugazmente a mirar a Hugo; pero ahora todos miran hacia la otra puerta, como si la ingenua simetría que decora su superficie tuviera algún extraño poder hipnótico que atrajera sus miradas y al mismo tiempo les impidiera avanzar hacia ella. De nuevo es Ginés el que se decide a tomar la iniciativa: da unos pocos pasos y se detiene ante la superficie de madera pintada. En el silencio denso y opresivo que se ha producido, se oye de nuevo el vuelo breve, caprichoso, de las moscas.
– «… yo sé que os habéis posado… sobre el librote cerrado…»-recita Ibáñez, mientras los demás, atentos al menor movimiento de Ginés, ni siquiera le prestan atención.
Ginés alarga la mano hacia la manilla.
– «… sobre la carta de amor…».
– ¡Basta!-grita de pronto Ginés, sobresaltando a todos-. No sigas-añade dándose la vuelta para mirar a Ibáñez con una severidad que a todos parece desproporcionada-. No sigas…
– Desde luego, si estaban durmiendo, ya se habrán despertado.
Las palabras de Amparo han ayudado a rebajar la tensión del momento. Pero de nuevo vuelve el silencio y Ginés hace girar la manilla. El pestillo lanza una pequeña detonación al liberarse de la traba; no ha sido más que un clic metálico, amortiguado por la madera, pero algún cuerpo de los que se amontonan detrás de Ginés se ha contraído imperceptible, fugazmente, al oír el ruido, como si le hubieran pinchado con una aguja. Ginés empieza a abrir la puerta a cámara lenta, pero se detiene cuando la abertura no tiene más de un palmo, como haría cualquiera en una casa que no es la suya ante la visión parcial de una cama deshecha.
– ¿Qué pasa?-dice Cova en voz baja, con un deje de angustia. Está en una de las últimas posiciones, y ha renunciado a competir con los cuerpos que se estiran de puntillas, que alargan el cuello en un intento de ver algo más allá de los hombros de Ginés. En cambio mira hacia atrás constantemente, esperando que Hugo salga en cualquier momento de la cocina.
Pero Hugo no sale, y nadie responde a Cova. Es Ginés el que habla finalmente, con la entonación del cirujano que comunica a sus ayudantes el próximo movimiento que va a hacer.
– Hay una cama. Voy a ver… si hay…
Por la rendija abierta sólo se ve una esquina de los pies de la cama, con una colcha revuelta, que se retira para dejar ver las sábanas. Pero Ginés va ensanchando la abertura, y el panorama de sábanas arrugadas se va extendiendo, y la cama es ancha, de matrimonio; sólo se ve la mitad de la cama, y Ginés alarga la cabeza y hace pasar los hombros por la abertura para ver el resto. Y entonces abre la puerta de par en par.
– No hay nadie-dice, sin ocultar un suspiro de alivio; y en el mismo momento se da cuenta de la presencia de otra puerta cerrada, en la pared que queda a su derecha.
– Debe de ser la del lavabo-dice Nieves.
Nieves ha entrado detrás de Ibáñez y de Ginés, y ahora se aparta para dejar entrar a los demás, que se van situando en el espacio que queda entre los pies de la cama y un tocador que hace esquina a la izquierda. La pieza es pequeña, y nadie le ha prestado mucha atención, más allá de constatar con una rápida mirada que se trata de una típica habitación de matrimonio con las apreturas y el mal gusto de las viviendas humildes, y que tiene una pequeña ventana que da, como la que estaba junto a la librería, al paisaje arbustivo de detrás del chalet. Lo que ahora llama la atención de los visitantes es la supuesta puerta del lavabo, pintada del mismo color marfileño que las paredes.
– Pues también habrá que probar-dice Ginés refiriéndose a la puerta-, por si acaso…
En ese preciso instante, antes de que Ginés se dirija hacia la puerta, se oye al otro lado de ésta el inequívoco sonido de una cisterna al descargar su contenido en el inodoro. Todos se quedan mudos, petrificados. La sorpresa es tal que nadie es capaz de hacer ni decir nada en los cuatro segundos que transcurren desde que cesa el rugido de la cisterna hasta que la manilla de la puerta gira y ésta se abre, con el agravante de que además se ha oído claramente, en esos cuatro segundos, el sonido de los pasos al acercarse, e incluso alguna palabra incomprensible, mascullada más que vocalizada por el misterioso personaje que está al otro lado.
Pero la puerta se abre, y quien aparece en ella es Hugo.
– ¡Joder!-dice Ginés, coreado por otras expresiones similares, o por simples y guturales resoplidos de alivio.
– ¿Qué pasa?-dice Hugo, alarmándose a su vez, al ver la conmoción que ha causado su llegada; al ver cómo los siete rostros atónitos, congelados, de ojos muy abiertos, estallan al verle en una unánime reacción de alivio, pero también de animadversión, de censura hacia él.
– ¡Joder tío, nos has asustado!-dice Ginés-, Pensábamos que había alguien…
– ¿Y no hubiera sido mejor que hubiese alguien?-replica Hugo, avanzando unos pasos y mirando la cama vacía.
– Sí, pero ya no contábamos… ya no… ¿Y de dónde sales? ¿Cómo coño has podido…?
– Estabas en la cocina-dice Cova, todavía perpleja-, yo te he visto, te vi entrar y…
– La cocina tiene una puerta. Estaba cerrada, pero tenía la llave puesta y la he abierto. He salido fuera, he dado la vuelta y he entrado aquí, a inspeccionar.
– Pero ¿por dónde?
– Por la entrada, por el recibidor. Está aquí mismo -añade, señalando detrás de sí, hacia el interior del lavabo.
– Es verdad-dice Maribel-, en el recibidor había una puerta.
– Esa luz… es la luz de la calle-dice Ibáñez con un matiz de decepción, mientras se asoma al interior del lavabo.
Ibáñez ve que el lavabo tiene un ventanuco, todavía más pequeño que los dos anteriores, pero la mayor parte de la luz le llega directamente desde el exterior, a través de las dos puertas consecutivamente abiertas.
– ¿Y por qué has tirado de la cadena?-pregunta entonces Ginés-. ¿Has usado el lavabo?
– No ha tenido tiempo.
– Quería saber si había agua. En el grifo de la cocina ha salido un poco, un chorro de nada, y luego se ha parado. Aquí lo mismo-dice Hugo señalando al cuarto de baño-. No sé… se me ha ocurrido probar la cisterna.
– Muy bien-dice Ginés sin ocultar su enfado-. Y ahora nos hemos quedado sin agua si alguien tiene que ir al váter.
– Ya lo sé… me he dado cuenta después-se disculpa Hugo de mal humor-. Mira, se me ocurrió así… no pensé que…
– Pero en el váter había agua-dice Nieves-, se ha oído…
– Pero eso no quiere decir que ahora vuelva a llenarse-dice Ibáñez-. El agua estaría acumulada ahí desde vete a saber cuándo. Prueba ahora y verás. Si en el grifo no hay…
– Así que no tenemos agua…-dice María hablando para sí, limitándose a poner en voz alta su pensamiento.
– Pero eso puede ser un problema de aquí-dice Nieves, insistiendo en su versión optimista de los hechos-, de la urbanización, o de esta casa. En el refugio sí que había agua.
– Porque tuvimos suerte-dice Ginés-. Yo ya temí que no hubiera; pero debe de ser que allí hay un depósito, o el agua llega por simple gravedad… fijaos que está mucho más bajo que esto, casi tocando el río.
– En cambio aquí deben de subir el agua con una bomba o algo así-dice Amparo.
– Exacto.
– Bueno, no pasa nada-dice Ibáñez-; de todas formas hay que largarse de aquí. Aquí no hay ni Dios… y no podemos esperar a que vengan.
– Sí, pero… convendría hacer una parada. Y comer algo-dice Ginés-. Con la broma ya debe de ser mediodía.
– Lo iba a decir yo-dice Amparo-. Yo no doy un paso más si no descansamos antes.
Amparo está sentada en el borde de la cama. Se ha sentado hace un momento, y Maribel ha hecho lo mismo animada por su ejemplo, no sin antes mirar las sábanas y sacudirlas con cierta aprensión. El resto permanece de pie, y Nieves se ha acercado al tocador que hay en la esquina, atraída por los pomos y los frascos, y una pequeña foto enmarcada que tiene encima.
– ¿Había comida en la cocina?-pregunta Ginés.
– Me parece que sí, aunque no he mirado…
– Pero… ¿les vamos a robar?-dice Nieves, dándose la vuelta para mirar a sus compañeros.
– Coño, es una necesidad-dice Amparo-. Ya les dejaremos una nota explicándoles la situación. Yo tengo hambre.
– Les podemos dejar dinero-sugiere Maribel.
– Ya-dice Hugo-, o la visa, para que se cobren.
– Pensad que a lo mejor necesitamos mucho de esta comida…-dice Ginés-, yo incluso me llevaría algunas provisiones, y sobre todo agua.
– ¡Hombre! Tampoco exageremos-dice Hugo.
– Yo me pongo en el peor de los casos-dice Ginés-. Lo único que hago es ser previsor. Imaginad… imaginad que tenemos que ir andando hasta Somontano…
– ¡¿Hasta Somontano?!
– ¡Son veinte kilómetros, ¿no?!, ¿no eran…?
– A ver, no quiero… no quiero ser catastrofista-dice
Ginés-, ni alarmar a nadie, pero… tenemos la mala suerte de estar en una zona muy despoblada, hay muy pocas casas, muy pocos lugares habitados en la carretera hasta Somontano; ni siquiera sabemos si vive alguien o… tenemos que contemplar la posibilidad de que…
– Acaba ya-dice Amparo, mirándole de reojo desde su asiento.
– De que nos pase lo que nos ha pasado aquí.
– Yo ya dije que esta urbanización era una mierda -dice Hugo-, que no había que subir…
– ¡Pero aquí vive gente!-dice Nieves, que se ha integrado de nuevo en el grupo apiñado entre las dos puertas.
– Pues a ver, preséntamelos, ¡no te jode…!-dice Hugo-. Tendríamos que haber ido directos al desfiladero, allí siempre está lleno de excursionistas y domingueros…
– No tan lleno, ¿eh?, no tan lleno-apunta Ibáñez.
– Un momento, un momento, por favor-dice María, que ha estado escuchando con mucha atención todo lo que se decía, y ahora aprovecha un pequeño silencio para meter cuchara en la conversación-, ¿cuánto se tarda en ir hasta Somontano?
– ¿A pie? -Sí.
– No lo sabemos exactamente-dice Ibáñez-, en coche se tarda… son casi veinte kilómetros, aunque… pasando por el desfiladero nos ahorramos algún kilómetro… No sé… cuatro… cinco horas, seis. Depende del ritmo al que vayamos.
– Lo que está claro-dice Ginés-es que ya hemos perdido… perdido no: hemos gastado la mañana, y las horas siguen pasando. Yo comería algo aquí, sentados tranquilamente, para reponer fuerzas, y saldría cuanto antes hacia el desfiladero.
– Tiene razón-dice Amparo, levantándose de la cama-. Vamos a la cocina, a ver qué hay, y luego nos espachurramos a comer por aquí, en la salita.
– ¿Y si la comida está contaminada?-dice Maribel.
– ¿Qué comida? ¿El pastel ése?-le pregunta María.
– No… la comida en general…
– Hombre…-dice Ginés, un tanto descolocado por la pregunta-. Nada parece indicar que tenga que pasarle algo a la comida…
– Y nosotros hemos bebido agua-abunda Ibáñez-. Si la comida estuviese contaminada… el agua todavía lo estaría más.
– También hemos tomado café…
– Frío, por cierto.
– Y las galletas ésas que traía Nieves.
– Galletas nevadas…
– Y la ensalada de garruñas-concluye Hugo con grosería-. Venga, vamos a saquear la nevera, y el que esté muy cagao que se coma las latas.
– Eso, y que nos deje a nosotros lo de dentro-apostilla Amparo.
Ibáñez está sentado a la mesa de comedor, de espaldas a la ventana grande por la que se avizora, en panorámica, el paisaje. Delante de él, al otro lado de la sala, le dan la espalda María y Maribel, sentadas en el sofá, y por lo tanto encaradas a la librería y su apagado televisor. Amparo y Nieves, en cambio, ocupan los dos sillones, y los han orientado para poder conversar cara a cara con sus compañeros. Cova ha seguido el ejemplo de Ibáñez y ocupa una de las cabeceras de la mesa-la que mira hacia el recibidor y la puerta de entrada-mientras que Hugo, que ha empezado a comer en la silla contigua a la de su mujer, permanece ahora de pie detrás de ella, mirando distraídamente un cuadro que hay en la pared. El cuadro, de trazo pegajoso y erotismo groseramente insinuado, representa a una campesina de piel bronceada, sosteniendo un haz de trigo.
Todos consumen los bocadillos o las eclécticas raciones que han podido componer con lo encontrado entre la despensa y la nevera del diminuto chalet. Tan sólo Hugo, siempre más inquieto que sus compañeros, ha devorado ya su almuerzo, y ahora se sacude las migajas mientras manosea un melocotón no muy maduro que ha cogido por juego, sin demasiada intención de comérselo. Para mitigar la sensación claustrofóbica del interior de la vivienda, todas las puertas y ventanas han sido abiertas de par en par, y ahora circula el aire por dentro de la casa, aunque es un aire tórrido y extraordinariamente seco. En la reunión sólo falta Ginés, que ha salido-sin dejar de engullir su bocadillo-a inspeccionar el exterior de la casa.
– Esto me recuerda al cuento de «Ricitos de Oro»-dice Ibáñez, interrumpiendo por unos momentos su labor de escarbar con el tenedor en una pequeña lata de conservas.
– ¿Qué cuento es ése?-dice Nieves desde su sillón, con la boca llena, sujetando con ambas manos el bocadillo.
– ¿En serio que no lo conoces?
– Me suena lo de Ricitos, pero…
– Es el de esa niña que se encuentra una casita con la puerta abierta-empieza a explicar Ibáñez-, la comida preparada, las camas hechas… son varias camas, lo mismo que los platos en la mesa, porque se ve que es una familia numerosa, o más bien una familia típica de la época en que se inventaron el cuento, con cinco o seis hijos. Y la niña come de un plato, bebe de un vaso, y luego se echa una siesta en una de las camas. Pero resulta que en la casa viven unos osos, una familia de osos, y simplemente habían salido a dar un paseo antes de comer…
– Sí, ahora que lo dices… ¿Y cómo acaba el cuento?
– No lo sé. La verdad es que no lo sé, no me acuerdo. Me salen finales de alguna parodia que he leído, o de algo de un cómic de El Víbora, incluso una versión porno en la que Ricitos había pasado hacía tiempo la pubertad… Sí, iba rapada, y los rizos los tenía en…
– Ya estamos…-dice Amparo.
– Pero si es igual, el final es lo de menos; a lo que me refería era a la atmósfera ingenua pero llena de misterio… Esta casa es muy pequeña, parece de cuento, y no me negaréis que por unos momentos hemos temido todos que apareciera por la puerta papá oso…
– Sí que es pequeña la casa, sí-dice María, asomando la cabeza por encima del sofá-, ¿no os dais cuenta?, sólo tiene una habitación.
– Pero esta sala está bien-dice Maribel, mirando en derredor.
– Sí-dice Ibáñez alegremente-, si le quitas los cuadros, los muebles, las puertas, las lámparas… ah, y ese horror en torno a la chimenea…
– Debe de ser de un matrimonio de jubilados, o sin hijos -dice Nieves-. La foto que había en el tocador… no creo que tengan hijos.
– Jóvenes seguro que no son-dice Cova, alzando la vista del plato, en el que parecía muy concentrada.
– ¿Por qué lo dices?-le pregunta Ibáñez.
– No sé… por cómo está decorado, por las cosas que hay…
– ¿Y si alguna vez tienen invitados?-plantea Amparo-, ¿dónde los meten?
– Seguro que esto es un sofá cama-dice Maribel, mirando entre sus piernas-. Y fíjate que al lavabo se puede entrar por el recibidor. No hace falta pasar por la habitación.
– Todo lo que no sean dos lavabos…-dice Nieves-. Incluso para una pareja que viva sola. Al final siempre salen conflictos.
– No entiendo cómo puedes comer esa porquería-dice Hugo repentinamente, mirando a Ibáñez-, y con galletas.
– Pues yo no entiendo cómo podéis comer pan que ya no está crujiente-replica Ibáñez-. Eso sí que no lo puedo soportar: el pan que se hunde como una almohada cuando muerdes, y luego hay que apretar de rayos para cortar el bocado.
– Yo lo que no aguanto es la cerveza así-dice María mirando su botella-, fría, pero que no… que no empaña la botella. No puedo. Casi prefiero beber agua.
– Pues aún hemos tenido suerte de que la nevera estuviera cerrada-dice Amparo-y haya guardado un poco el frío.
– Al menos nosotros comemos pan con chorizo-insiste Hugo, arremetiendo de nuevo contra Ibáñez-o con queso, que es lo normal, y no galletas maría con… ¿qué es eso?
– Calamares en salsa americana-responde Ibáñez-. Son picantitos.
– ¡Qué guarro! Si al menos estuvieran calientes… Y las galletas son dulces…
– Pues porque no he encontrado sardinas, que si hubiera… Las pones en un plato y las cubres de azúcar, y ya está, te las comes.
– ¿Sin quitarles el azúcar?-dice Maribel con expresión de asco.
– Evidentemente, querida. Están buenísimas.
– Esconded el azúcar-dice María-, este tipo es capaz…
– ¡Qué manía!-protesta Ibáñez-. En las culturas nórdicas no es inhabitual conservar el pescado con…
– Hugo, por favor…-dice Nieves de pronto, con el rostro muy serio-, te agradecería que salieras a fumar a la calle.
Todos se han quedado en silencio, mirando, con mayor o menor disimulo, a Nieves y a Hugo alternativamente. Nieves permanece inmóvil, con un resto de bocadillo detenido entre las manos, mirando fijamente a Hugo, mientras que éste-que ha sacado y encendido el cigarrillo con extraordinaria rapidez-aspira con delectación la primera calada.
– ¿Calle?… ¿Qué calle?-dice Hugo, haciendo parada entre una pregunta y otra para expulsar el humo hacia arriba, como si quisiera soplarse el flequillo.
– Ya me has entendido.
– Hugo… por favor…-susurra Cova sin dejar de mirar a la mesa, a pesar de que Hugo está muy cerca de ella, apenas a un paso.
– Pero si están las ventanas abiertas-insiste Hugo abriendo los brazos, pero sin soltar el cigarro, que viaja entre dos de sus dedos-. Es como estar fuera.
– No es como estar fuera-insiste Nieves-. Estamos en el interior de una vivienda y tienes que respetar…
– ¡ Venga hombre! -dice Hugo-. ¡ No me vengas ahora con normas!
– A algunos nos molesta que fumes…
– Y a mí me molesta que estés gorda, ¡no te jode!
– Hugo, por favor-repite Cova en un tono menos suplicante, más enérgico que antes.
– Déjalo-dice Nieves con aparente tranquilidad-, con eso no hace más que demostrar lo que es.
– ¿Y tú qué? ¿A quién quieres dar lecciones tú? Si estamos metidos en esta mierda es por tu culpa, ¿te enteras? Eres la gran lianta; si no se te hubiera ocurrido organizar esa chorrada de fiesta… Ayer ya te metiste con Rafa; no paraste hasta conseguir que…
– ¡Silencio! ¡No voy a consentir que siga esta discusión!
Ginés ha aparecido inesperadamente por la puerta de la cocina. Lleva algo en una mano, una pequeña bombona de butano unida a un hornillo o algo así. Su expresión es grave y severa, y su voz ha restallado con la energía y la autoridad de un fenomenal latigazo.
– ¿Y a ti qué te pasa ahora?-dice Hugo-. Que yo sepa nadie te ha nombrado jefe de… ¿Y qué llevas ahí?
– No sé si soy el jefe-dice Ginés-, pero no consentiré que empecemos a comportarnos de esa manera. Mientras vayamos juntos asumiremos todos, con todas sus consecuencias, las decisiones que tome la mayoría, ¿de acuerdo? Y por supuesto no nos quejaremos de algo que escogimos libremente, por mucho que ahora sepamos que habría sido mejor no haberlo escogido. Además…
– ¡¿Libremente?! ¿Cómo le ibas a decir que no a…?
– ¡Además!-continúa Ginés, imponiendo su voz-, mantendremos las normas de convivencia, si cabe con más escrupulosidad que antes, porque en una situación de… de emergencia, es cuando más se debe mantener el orden. Tendrás que apagar tu cigarro.
– Ah, o sea que hay una emergencia-dice Hugo aplastando con rabia su cigarro contra el plato-. ¡Menos mal! Menos mal que alguien lo dice, porque aquí todo son risitas, y bromitas, y que si ji ji ji, y que si ja ja ja… y aquí pasa algo tíos, ¿me oís? ¡Aquí pasa algo gordo, joder, y nadie tiene huevos de decirlo!
Las palabras de Hugo han caído como una losa sobre las ocho personas que están en la habitación. Nadie dice nada, nadie mastica, nadie mueve un dedo. Los ojos buscan otros ojos, otra mirada que transmita algo más que temor e incertidumbre.
– Eso ya es otra cosa-dice Ginés en un tono diferente, más sereno-. Eso lo podemos discutir… racionalmente, analizar…
– ¿Racionalmente?-dice Hugo-, ¿Es racional que no hayamos visto un… puto ser humano en toda la mañana? Aquí tenía que haber alguien, joder; aquí sí. Es como si alguien nos los hubiera quitado de delante justamente cuando… cuando teníamos que aparecer nosotros.
– ¿Qué quieres decir?-dice Ginés. Por unos momentos su expresión ha dejado entrever sorpresa, confusión, como si las palabras de Hugo le hubieran sugerido algo en lo que no había pensado.
– No sé lo que quiero decir. Yo ya no sé… no sé ni lo que pienso…
– A ver, centrémonos; no… no empecemos a dejar volar la imaginación. Tenemos que analizar objetivamente qué es lo que tenemos. Lo que tenemos son una serie de circunstancias… inhabituales, pero no inexplicables…
– Si empiezas a hablar así-dice Amparo con la espalda muy recta, separada del sillón-me parece… es como los médicos: me parece que me estás escondiendo algo malo.
– Vale, vale, de acuerdo-dice Ginés, dejando en el suelo el objeto que llevaba en la mano-. No penséis que rehuyo la realidad. Lo que tenemos es que no funcionan los aparatos eléctricos, ningún aparato eléctrico. No hemos visto a nadie desde que… desde que llegamos ayer al refugio…
– Yo sí, yo vi a los escaladores-apunta Ibáñez.
– Pero eso fue antes del apagón.
– Ah, sí, por supuesto.
– Pues eso te convierte en el último de nosotros que ha visto un ser humano. De acuerdo. Después, esta mañana, no hemos visto a nadie; pero hemos visto animales, y su comportamiento era normal, no parecía que les ocurriese nada raro.
– Un poco más confianzudos de lo normal-apunta Amparo-, el buitre ése… Y el corzo.
– El corzo salió pitando en cuanto nos vio-recuerda Nieves.
– Y, además, parece evidente-continúa Ginés-que hay muy poca actividad… en la zona que hemos recorrido…
– Muy poca no, ninguna-dice Hugo.
– Es verdad, es verdad, no hemos detectado… en realidad no hemos detectado ningún síntoma de actividad humana desde que hemos salido: no hemos visto un coche, ni siquiera el ruido del motor, ni…
– Eso es verdad-dice Maribel, que se ha dado la vuelta hasta quedar de rodillas en el sofá, de cara a sus compañeros-, cuando veníamos antes, siempre te encontrabas con alguien.
– Y se oían los disparos de los cazadores-dice Ibáñez-. Los cazadores madrugan, nunca faltan a la cita.
– Pero hace muchos años que no veníamos aquí-dice
Ginés-. No sabemos lo que es normal ahora, un domingo por la mañana. Ni siquiera sabíamos si en la urbanización vivía alguien o no, ¿no os acordáis? Ayer, en el refugio, lo decíamos…
– Yo vine una vez con unos amigos-dice Amparo-, hace años, al desfiladero, y había otros excursionistas. Había algún coche aparcado donde empieza el sendero, y después nos los cruzamos…
– El desfiladero es otra cosa-dice Ibáñez.
– Pero… lo de que aquí esté todo abierto-dice Nieves-como si lo hubieran dejado… y no haya nadie…
– Sí-dice Ginés-, hay que reconocer que eso es muy raro. Y no es lo único; María me ha dicho… ella había practicado la escalada, en otros tiempos…
– No puede hacer mucho tiempo-dice Hugo con un significativo alzamiento de cejas.
– Por eso, mejor aún: sus conocimientos son recientes, conoce los hábitos de esa gente, y me dijo antes que… que en las tiendas había visto…
– ¿Qué tiendas?
– Las de los escaladores, cuando bajaron al río. Se ve que dentro de las tiendas había un material muy valioso, unos mosquetones, o no sé qué, que valen un dineral. María dice que ningún escalador se marcharía dejando eso…
– ¿Es verdad eso?-dice Nieves mirando a María, con un deje de severidad.
– No eran mosquetones, eran unos friends; pero sí, es verdad-dice María, abandonando el brazo del sofá en el que estaba sentada.
– ¿Y por qué no nos lo dijiste?
– No sé… no quería… no quería alarmaros, pero… también hay otra cosa: una cosa que he visto ahora, cuando llegamos aquí…
María hace una pausa antes de continuar, una pausa que no hace sino aumentar la expectación que han creado sus palabras.
– Había trozos de pastel en el sofá…
– Y en la mesa-dice Nieves.
– No, pero los del sofá…-insiste María-, había dos bastante grandes, y tenían… se veía perfectamente la marca de los dientes, de una dentadura humana; concretamente de dos dentaduras humanas bien diferenciadas, una en cada trozo.
– Ya sé dónde trabaja esta chica-dice Amparo-, en el CSI.
– No-dice María sonriendo-, pero antes era… estudié para dentista.
– ¿Y no acabaste? Con la pasta que se gana…
– ¿Y qué pasa?-dice Hugo-, con lo de los trozos, quiero decir; si aquí viven dos personas es lógico que…
– Pero es que los trozos estaban tirados en el sofá-dice María-, estaban «caídos», como si las personas hubieran salido tan rápido que no hubieran tenido tiempo ni para dejarlos encima de la mesa.
– A lo mejor los dejaron encima de la mesa-sugiere Maribel-y luego el buitre…
– Entonces los habría roto con el pico; pero los pedazos estaban… tal cual, como si…
– ¿Adonde quieres ir a parar?-dice Ibáñez.
– No sé-dice María-. Eso es lo malo, que no encuentro una explicación…
– Pero tú ibas a sugerir algo.
– Nada, una tontería.
– A lo mejor han evacuado a todo el mundo-dice Cova-y a nosotros no nos avisaron porque no sabían que estábamos allí, en el refugio.
Todo el mundo mira a Cova, pero nadie dice nada durante unos segundos.
– ¿Y por qué tendrían que evacuar a la gente?-pregunta Hugo, rompiendo el silencio.
– No sé-dice Cova-, por contaminación, o radioactividad, o…
– Pero aquí no hay ninguna central nuclear-dice Amparo.
– Está la incineradora-apunta Nieves.
– ¡Es verdad! La incineradora está muy cerca-dice Maribel-, me acuerdo que hubo protestas de los ecologistas, cuando la montaron… lo vi por la tele, me fijé porque… me acordé de cuando veníamos aquí.
– Lo de la incineradora tiene sentido, queman todo tipo de desperdicios, y podría ser…-dice Ginés-. Pero hay algo que falla en esa hipótesis: nos habrían avisado también a nosotros. El refugio se ve desde la pista, y estaba iluminado, y además estaban los coches.
– Sí-dice Amparo-, pero si realmente era una cosa tan urgente, que la gente se marchó de aquí «a pijo sacao», con la comida en la boca, como quien dice… podría ser que, sencillamente, no tuvieran tiempo de llegar hasta el castillo.
– Pues entonces se equivocaban-dice Nieves-. Yo no veo que haya pasado nada.
– No funcionan los aparatos eléctricos-dice Hugo-, eso es un dato objetivo.
– Sí, y el resto, de momento, son especulaciones-concluye Ginés-. Lo que hay que hacer es ir al desfiladero.
– Eso es verdad-dice Ibáñez-, no podemos empezar a sacar conclusiones sin haber contrastado suficientemente los datos. Es una cuestión de estadística: no es serio decir que han evacuado el país porque no hayamos visto a nadie en… en un kilómetro cuadrado.
– Menos mal que tenemos gente inteligente en el grupo-dice Amparo-. No arreglan nada, pero… todo lo que dicen suena muy bien.
– He encontrado esto-dice Ginés levantando la bombona que había dejado en el suelo.
– Ya lo he visto. Es una lámpara de butano.
– Yo pensaba que era un hornillo.
– Pero tiene la camisa rota.
– ¿Qué camisa?
– Es eso blanco; es de fibra de vidrio, se pone al blanco vivo con la llama, y es lo que da la luz.
– Creo que funciona igual aunque esté rota-dice Ginés, frenando la oleada de comentarios-, da menos luz, pero funciona igual. Podría sernos útil.
– ¿Y encenderá?
– Hay que probarlo. Por el peso debe de estar casi llena, se nota el líquido dentro, y… si enciende el mechero también encenderá esto. No interviene la electricidad para nada.
– ¿Y vamos a ir cargando con eso?
– Por mí-dice Hugo con un resoplido de indiferencia-, si la lleva él, yo no pondré pegas.
– Hombre…-dice Amparo, dedicándole a Hugo unas expresivas palmaditas en la mejilla.
– También he encontrado otra cosa…
Todas las miradas convergen en el rostro de Ginés. El silencio y la expresión que ha compuesto hacen pensar que su segundo hallazgo será algo de mayor trascendencia.
– He encontrado una bicicleta…
– Está hecha polvo-se apresura a añadir al ver el brillo de esperanza que ha nacido en algunos ojos-. Los frenos… y habrá que hinchar las ruedas. Pero creo que funcionará.
– ¿Dónde la has encontrado?-dice Hugo-, yo antes di la vuelta a la casa y… no vi ningún trastero.
– Estaba en el hueco de aquí debajo, tapada con una lona.
– ¿Donde la leña?-dice María.
– Exacto. La casa es tan pequeña que tienen que guardar algunas cosas fuera. La lámpara también estaba ahí.
– La lámpara hay que probarla-dice Amparo.
– Eso ahora es lo de menos-dice Ibáñez-. Lo de más es qué hacemos con la bici.
– Alguien podría ir en bici hasta Somontano.
– Eso es evidente, pero ¿quién?
– Alguien que no tenga pareja-dice Cova inesperadamente, cuando apenas se había iniciado el silencio-, quiero decir… que no la tenga aquí.
Todos se quedan mirando a Cova; a todos ha sorprendido la resolución con que ha planteado su respuesta. Ella mira a Hugo a los ojos, y luego vuelve a su habitual actitud discreta, vagamente insegura.
– Y que no sea mujer-dice Amparo-. Al menos yo no estoy dispuesta a ir. Hay unas subidas brutales, está lejísimos… y además me perdería. El otro día llegué al castillo porque me indicaba éste-añade señalando a Ibáñez con la cabeza.
– Querrás decir ayer.
– Es verdad… me parece que haya pasado un siglo.
– Vamos a ver…-dice Ginés-las dos mociones parecen razonables. El viaje no es ningún paseíto, y con esa bici menos aún. En cuanto a lo otro… si la mayoría considera…
– No os preocupéis; me doy por aludido-dice Ibáñez-, No hay que haber estudiado lógica para saber que soy el único que cumple las dos condiciones.
– Bueno, bueno; no se trata de un trágala-dice Ginés-. Hay que consensuar, entre todos… de todas formas llegaremos a Somontano; se trata de que uno llegue un poco antes, y vuelva a recogernos con algún vehículo.
– Pero, de todas formas, el resto iría andando…
– ¡ Hombre, claro! -dice Hugo-por si acaso hay que seguir avanzando. ¿Y si le pasa algo al ciclista? ¿Y si se marcha con el dinero?
– ¿Qué dinero?
– Habrá que pagar el taxi, ¿no?, o lo que consiga…
– Eh, que yo tengo una visa oro-dice Ibáñez-, ya me lo pagaréis luego.
– De todas formas perderá algún tiempo buscando ayuda… a ver si vamos a llegar antes que él.
– De eso nada. Una bici es una bici, por muy poco que corra…
– ¿Y si en Somontano…?
Nieves ha iniciado la pregunta, pero se interrumpe con la mirada y el gesto reconcentrados, como si el caudal de sus pensamientos fuera tan denso que hubiera obstruido sus naturales vías de salida.
– Y si en Somontano ¿qué?-dice Amparo.
– Me refiero a que… a que pueda estar evacuado…
– ¡Hombre, no fastidies!-exclama Hugo.
– ¿Que lo hayan evacuado? No, eso sí que no-dice Ginés enérgicamente-. Eso no podemos pensarlo; al menos hoy no. Actuaremos mucho mejor, seremos más eficaces, si no contemplamos esa posibilidad.
– Dices que la bici está deshinchada…-dice Maribel con una extraña entonación, como si esa cuestión pedestre, puramente técnica, encerrase algún terrible significado.
– Más bien las ruedas-dice Hugo con una sombra de burla.
– ¿Y ya las podremos hinchar?-insiste Maribel.
– Sí, sí, hay un bombillo-dice Ginés-. Ya probé a darle un poco; funciona… no están pinchadas.
– Podrían pinchar por el camino-sugiere Nieves.
– Es una posibilidad; de hecho las ruedas son viejas, la goma está…
– Bueno, acabemos de una vez. Yo estoy dispuesto -dice Ibáñez poniéndose en pie; pasándose por los labios una y otra vez, con un gesto un tanto nervioso, la servilleta de papel que tenía sobre la mesa-. Si consideramos que puede ser útil…
– ¡No vayas! No vayas; yo no quiero que vaya.
Maribel ha hablado como una niña; una niña angustiada y quejumbrosa que intentara frenar la maquinaria que han puesto en marcha los adultos. Incluso ha estirado los brazos por encima del respaldo del sofá-en el que continúa arrodillada-como si quisiera retener físicamente a Ibáñez dentro de la habitación. Pero ella no es una niña, y los adultos la miran sorprendidos, en actitud interrogante, esperando de ella alguna explicación, un razonamiento, algo más que una obstinada negación o una velada amenaza de llanto.
– No quiero que nos separemos-dice en respuesta a la muda interrogación-. No quiero que se marche nadie más.
– Pero… mujer… explícate un poco…
– Me da miedo. Me parece que si nos separamos será peor; que si se marcha… ya no volverá.
– Pero ¿por qué?
– ¡No lo sé!… Pero me da miedo. Hacedme ese favor; ya me ha tocado sufrir bastante…
– Tiene razón… Maribel tiene razón-dice Amparo, con la energía de quien decide tomar partido en la cuestión.
– De todas formas tampoco es la panacea lo de la bici-dice Hugo-. Hay muchas incertidumbres.
– Bueno-dice Ibáñez sin volver a tomar asiento, pero visiblemente relajado-, pero que conste que yo estaba dispuesto a ir.
La expresión de Ginés-una expresión como de incomodidad, con el ceño fruncido-delata el esfuerzo que está haciendo para acomodar sus pensamientos a la nueva situación.
– Bueno, bueno, de acuerdo-dice finalmente-. De todas formas… llevaremos la bici. No cuesta nada… ya la llevaré yo; incluso nos servirá… creo que no hay portaequipajes, pero le ataremos la bombona, la lámpara, de alguna manera. Nos servirá de carrito.
– También se puede subir alguien por las bajadas, si está muy cansado-sugiere María.
– Es verdad-dice Cova. Ella también parece satisfecha y aliviada por la decisión de no dividir el grupo.
– ¿Y qué harás en el desfiladero con la bici?-dice Hugo-. Allí más bien será un estorbo, incluso un peligro. Es muy estrecho aquello, y sin una valla…
– A lo mejor ahora ya han puesto valla.
– Pero… no entiendo-dice María interrumpiendo el cruce de frases-. El desfiladero… yo pensaba que se iba por el fondo…
– ¿Cómo se va a ir por el fondo, si hay un río?-dice Hugo.
– Ahora estará seco, o casi-apunta Amparo.
– El camino está excavado en la piedra-aclara Hugo-, en la pared izquierda del desfiladero. Es estrecho y hay una buena altura hasta el río. Es una pasada… por eso viene aquí tanto excursionista.
– A éstos les encantaba porque podían hacerse los machitos-le explica Nieves a María.
– Sí, y asustarnos de vez en cuando-apunta Maribel.
– Y de paso meter mano…-añade Amparo.
– A ti ni ganas-dice Hugo, mirando hacia otro lado.
Maribel se ha animado por unos momentos cuando ha surgido el tema del desfiladero; incluso ha sonreído. Pero ahora se queda de nuevo pensativa, absorta, como si una mano pasara sobre su rostro aflojando la tensión que la sonrisa ejercía sobre las facciones.
– Al Profeta le daba miedo-dice de pronto, con la mirada perdida en el recuerdo-. Tenía vértigo, el pobre…
– Bueno, da igual-dice Ginés con cierta impaciencia-. Llevaremos la bici de todas formas. Si después vemos que es un engorro y no vale la pena, pues la dejamos y ya está. Ahora hay que salir inmediatamente hacia el desfiladero… ya hemos perdido aquí bastante tiempo.
Todo el mundo abandona con mayor o menor rapidez el lugar que ocupaba en la sala, en busca de la salida o del rincón en el que ha dejado su reducido equipaje. Como si éstas no hubieran sido pronunciadas, nadie ha hecho ningún comentario acerca de las últimas palabras de Maribel. En cambio se oye la voz de Ginés que dice, ya desde el exterior:
– No, no uséis el lavabo. No le vamos a dejar a esta gente ahí… todo enguarrado. Usaremos el monte como lavabo. Por cierto: coged el papel; coged todo el papel que haya.
El desfiladero es una brecha profunda o garganta que ha ido abriendo en la roca el paso constante del agua del río; un río que hace millones de años discurría plácidamente por la llanura, sesenta o setenta metros más arriba. La brecha-que se extiende a lo largo de casi cuatro kilómetros- sorprende por la extraordinaria regularidad de su anchura, que es de unos veinte metros en la zona central del recorrido, y por sus rectas y verticales paredes, que en algunos tramos parecen talladas a cincel en la roca.
Pero el desfiladero no es propiamente un cañón, pues para merecer tal nombre tendría que ser más tortuoso, más laberíntico y serpenteante. El que nos ocupa es más bien un congosto, o una hoz: un par de hoces que despliegan sus amplias curvas simétricas, consecutivas, a lo largo de unos kilómetros.
La naturaleza tenaz, ciega pero constante, ha labrado esta fenomenal hendidura en el paisaje a lo largo de eras. El hombre, más modesto, se ha limitado a rubricar la obra con una delgada línea tallada en la roca a una altura constante, un camino hueco como el que dejaría una lombriz en un terrario, ignorante de la pared de cristal que revela su obra.
El trabajo del hombre: un par de años de actividad impulsiva y vanidosa, perfectamente localizable en el tiempo, hace apenas seis décadas. La barandilla que resigue esa línea en la práctica totalidad de su recorrido: una obra todavía más frágil, más reciente; una línea aún más delgada y sutil, casi invisible, siempre a punto de romperse, como el hilo de una tela de araña.
El sol todavía no se ha puesto. Ni siquiera ha empezado a atardecer. El sol está, en realidad, en la mitad de su parsimoniosa caída desde el cénit hasta el crepúsculo. Pero el grupo de amigos camina a la sombra, sin recibir su luz, sin ver ni siquiera el efecto abrasador de ésta al incidir en la roca, en la tierra, en los arbustos y los rastrojos que tapizan la llanura. La pared izquierda del desfiladero-en la que está excavado el pasadizo por el que van caminando- está orientada hacia el oeste y recibe por lo tanto la luz de la tarde, pero la recibe tan sólo en una franja que no llega a un tercio de su profundidad total, ni mucho menos a la línea por la que discurre la galería o pasadizo, más cercano al umbrío cauce que al borde superior de la pared. Los caminantes no pueden ver esa franja que discurre por encima de sus cabezas, de roca caldeada, blanqueada por una luz que todavía no amarillea, porque ni la barandilla ni la sensatez les permiten asomarse lo suficiente. Sólo pueden mirar la otra pared, la que tienen delante, vestida enteramente de gris; y del sol no ven más que una corona, el inofensivo incendio, la fusión del borde superior de la roca y su encendida pelusilla de vegetación.
Abajo, en el cauce reseco del río, piedras redondeadas de diferentes tamaños, amontonadas, algunas muy grandes; y manojos caóticos de ramas negruzcas, arrastradas por la última crecida, pudriéndose entre las rocas; y la mancha blanca, ofensiva, de un bidón, de una bolsa de plástico. Y más abajo, medio oculta junto a un pequeño remanso de arena combada y grisácea, el agua: estancada, mezquina, insignificante.
El aire es seco, la visibilidad excelente. Al mirar para arriba, entre las dos paredes del congosto se recorta-como un río mucho más limpio y caudaloso-un cielo azul claro, diáfano, de extraordinaria pureza. Una agradable brisa, seca y templada, circula por el túnel que forma la garganta. Pero el silencio es sobrecogedor. No llega el canto de las cigarras ni el zumbido de los insectos hasta el fondo de la brecha; sólo el chillido aislado de algún ave rapaz que tiene su nido en las rocas, a vertiginosa altura. Y más arriba los buitres, empequeñecidos por la distancia, abundantes como golondrinas pero mucho más lentos, mucho más majestuosos.
Ibáñez marcha a la cabeza de la comitiva. Ha empujado con el pie una piedra del tamaño de una naranja, y ésta ha rebotado durante unos segundos hasta llegar al cauce seco del río, produciendo una cadena de golpes y ecos duros como el pedernal, que rebotan y se multiplican por las paredes de la garganta.
Nadie hace ningún comentario: ni María, que camina en segunda posición, a dos pasos de Ibáñez; ni Ginés, que renunció hace tiempo a arrastrar la bicicleta-demasiado problemática en este peculiar sendero-y ahora carga tenazmente con la lámpara de butano; ni Amparo, que ha pedido varias veces la tregua de un descanso; ni ninguno de los otros, que avanzan en fila india, evitando caminar a dúo, porque la estrechez del camino apenas lo permite, silenciosos, cabizbajos, agotado el caudal de exclamaciones y frases admirativas del primer momento, cuando han empezado a transitar por el desfiladero.
Ahora se diría que les abruma la imponente grandiosidad del congosto, y que lo único que desean es salir cuanto antes a cielo abierto, antes de que el sol descienda todavía más, y a la umbría del fondo de la brecha le siga la sombra gris del crepúsculo.
Hugo va cerrando la fila; así se lo ha pedido Maribel, que no deja de mirar para atrás, a pesar de que ni siquiera es ella quien ocupa la última posición. Cova ha retrocedido con Hugo para caminar delante de él; pero ahora se pone a su lado y le habla un momento al oído, después de asegurarse de que nadie mira hacia ellos.
– Que aflojes un poco-bisbisea por segunda vez-… quiero hablar sin que nos oigan.
Hugo aminora la marcha. Nieves, que iba delante de Cova, se da la vuelta instintivamente, al notar que los pasos que la preceden se van quedando atrás; pero al ver con el rabillo del ojo que Cova y Hugo están hablando, vuelve inmediatamente a mirar hacia delante, al movimiento de los pies de su predecesora-Maribel, en este caso-, despreocupándose por completo de la dilación de la pareja.
– Todo esto me da miedo-dice Cova con voz quejumbrosa, cuando considera que ya no pueden oírla-, todo… todo es muy raro… todo esto me parece…
Cova vacila antes de continuar la frase, y Hugo aprovecha su indecisión para interrumpirla bruscamente.
– ¿Y te crees que yo no tengo miedo?-le dice tirando de ella, para que no se alejen más de los diez o doce metros que ya les separan del grupo-, aquí todo el mundo está acojonado; yo también; por eso quiero salir cuanto antes de estas putas montañas, y llegar a algún sitio civilizado…
– No llegaremos a ese pueblo. Hoy no… ya empieza a atardecer.
– No seas pesimista-dice Hugo con un gesto de fastidio-, Lo último que nos hace falta ahora es gente pesimista.
– Es que…-Cova hace un esfuerzo por no llorar, pero los sollozos se le amontonan en la garganta, en el paladar, nublándole los ojos, cerrando el paso del aire hasta convertir su voz en un gemido-todo esto es muy raro y tú… desde que llegamos aquí… desde que estás con tus amigos… es como si yo no existiera, es como si…
– Venga, mujer-dice Hugo suavizando el tono, pero sin acercarse físicamente a ella-, hacía mucho que no los veía; es lógico que… al encontrarme otra vez con ellos, me siento otra vez joven y…
– No, no es eso-replica Cova, con un matiz de irritación en su actitud llorosa-, es… lo de siempre, pero peor. Creo que en realidad tú eres así, que siempre ha sido así, que en realidad estamos juntos pero… es como si no fuéramos una pareja…
– Ya estamos otra vez con eso-dice Hugo, con la actitud de quien ha oído muchas veces una queja injustificada, pueril, y ya empieza a perder la paciencia-. No mezcles las cosas. ¿Qué tiene que ver eso con el problema que tenemos ahora? Hay que llegar a Somontano cuanto antes: eso es lo que ahora me preocupa a mí.
– Es que…-Cova duda y se detiene un momento, mirando nerviosamente a un lado y otro-creo que sí que tiene que ver…
– ¿Qué quieres decir?
Hugo se ha parado un momento, mirando a Cova con verdadera curiosidad, pero enseguida la empuja de nuevo para que no se queden atrás.
– Creo que hemos venido aquí para eso-dice Cova buscando los ojos de Hugo-, para acabar. Todo se ha acabado, también nosotros, nuestro matrimonio, nosotros mismos… Esto es el final, ¿no lo entiendes? ¡Es el final de todo!
– Pero… ¿qué tonterías dices? Y no te pares.
– No, ¡basta ya! ¡No puedo más!-dice Cova, parándose en seco-. Abrázame, por favor, necesito que me abraces. Dame un abrazo y me creeré… pensaré que saldremos de aquí, y que llegaremos a ese pueblo y… y que todo volverá a ser normal.
Hugo lanza un suspiro y mira hacia el grupo que se aleja, y todavía resopla un par de veces y menea la cabeza antes de rodear los hombros de Cova con sus brazos, primero con cierta aprensión, y después aflojándose un poco en el abrazo.
– Dime que me perdonas-dice Cova al oído de Hugo, transmitiéndole la calidez y la humedad de su aliento.
Hugo ha dado un respingo, apartando ligeramente su cabeza de la de Cova, y se queda completamente inmóvil en esa posición, con el cuerpo tenso y la mirada clavada en las rocas del cauce del río.
– ¿Por qué no me dejaste? ¿Por qué seguiste conmigo? -dice Cova. Su voz suena ahora extrañamente neutra, indiferente, y su cuerpo entero se ha aflojado en una total pasividad.
Hugo empieza a separarse de ella muy lentamente, milímetro a milímetro; y entonces ocurre algo que les hace abandonar bruscamente su abrazo, y mirar hacia delante, hacia el grupo que se ha detenido de golpe, a un tiro de piedra de donde están ellos.
– ¡Mirad! ¿Qué es eso?-ha dicho alguien.
Hugo aguza la mirada pero no ve nada; nada más que las paredes grises y el sexteto que forman sus compañeros ahora inmóviles, en actitud expectante. En cambio oye algo: oye una especie de crepitar que va en aumento, un entrechocar de piedras, como si una infinidad de guijarros estuviera cayendo al fondo del barranco, rebotando en las rocas como lo hizo hace un momento el pedrusco que lanzó Ibáñez. Entonces descubre las diminutas sombras grises, mimetizadas con la roca, numerosas, avanzando hacia ellos con una extraña cadencia, un fluir a saltos leves y acompasados.
– ¡Son cabras!-dice una voz, probablemente la de María.
– Cabras monteses-añade Ibáñez, en el mismo tono de asombro.
A Hugo le llega todo con retraso. Ahora distingue a los animales. Lo que en la lejanía parecían pulgas, parásitos saltarines de la roca, o pedazos animados de la misma roca, piedras que avanzaban rebotando, como rebotan los guijarros planos en el agua, se revelan ahora como agilísimas cabras, dotadas de vistosas cornamentas, algunas-seguramente las de los machos-de desproporcionada grandeza.
Los animales vienen hacia ellos, ya están llegando a la altura del primer grupo; avanzan a enorme velocidad por el cauce del río, sin detenerse nunca, remontando a ratos por las paredes, encontrando apoyos, salientes de la roca que el ojo ni siquiera distingue. Su pelaje, el color mismo de cuernos y pezuñas, se confunde con el color mineral de la piedra; y las pezuñas son duras como piedras, como centenares de piedras golpeando la roca.
Pero ahora hay un momento de confusión. Hugo detecta un extraño movimiento en el sexteto que forman sus amigos, veinte metros más adelante: una agitación, un replegarse dubitativamente, intentando retroceder… Entonces se da cuenta de que un grupo de cabras, una ramificación de la corriente general, avanza por el pasadizo excavado en la roca, con evidente peligro de arrollar a los caminantes. Hugo echa a correr en dirección a ellos; pero no ha dado tres zancadas cuando el subgrupo de cabras, muy cerca ya de los caminantes, sufre una extraña contracción, como si todas ellas formasen un cuerpo que se ha estremecido ante el peligro, y a continuación-sin apenas refrenar su loca carrera-el caudal de patas y cabezas y cuernos salta por encima de la barandilla, la rebasa, la golpea con más de una pezuña, y se precipita en una inconcebible caída de veinte metros hacia el fondo de la garganta.
Pero las pezuñas encuentran apoyos donde parece increíble que los haya, y allí donde cualquier ser humano habría muerto aplastado contra las rocas, los animales fluyen improvisando la trayectoria con infalible instinto, y acaban uniéndose al rebaño fugitivo sin haber sufrido ningún daño más allá de algún amontonamiento, de algún resbalón corregido instantáneamente, como una corriente de agua habría saltado y fluido al encontrar un dique natural que frenara su trayectoria.
Incapaces de pronunciar una palabra, todos contemplan cómo el rebaño se pierde de nuevo en la lejanía, mientras va disminuyendo gradualmente el castañear de las pezuñas que hace tan sólo unos segundos llenaba de ecos la garganta. Por unos instantes todo queda en silencio. En el aire flota un olor penetrante y montaraz, con los matices almizclados propios de los machos cabríos.
– ¡Joder! ¿Habéis visto…?-dice Hugo corriendo de nuevo hacia sus compañeros-. ¿Os han llegado a tocar? ¿Estáis bien?
– Huele a chotuno-dice Nieves por toda respuesta.
– Estamos bien-aclara Ginés-. Se han desviado antes.
– Ya lo sé-dice Hugo-, pero… ha faltado bien poco.
– Se han asustado tanto como nosotros-dice María.
– Pero ¿habéis visto cómo han saltado?-insiste Hugo.
– Yo pensaba que se mataban todas-dice Amparo-, ahí, en montón.
– Yo ya no aguanto más-dice Maribel con voz quejumbrosa-. ¿Por qué hay tantos animales por todas partes?
– Lo preocupante es que fueran así, corriendo-dice Ibáñez-, y tantas…
– ¿Qué quieres decir?-pregunta Nieves.
Ibáñez mira en la dirección en la que han llegado las cabras, pero no dice nada. Es María la que responde por él:
– Que no vinieran huyendo de algo.
– ¡Joder!-dice Hugo, resumiendo groseramente, pero con precisión, el sentir del grupo, la desazón y el pesimismo que la nueva posibilidad ha abierto en los que no la habían contemplado.
– De una crecida seguro que no escapaban-dice Amparo-. Van al revés…
– Da igual-dice Ginés-. No podemos dudar por cada nuevo detalle…
– Sí-dice Hugo-, un detallito de nada…
– Hay que seguir-insiste Ginés, sin ni siquiera mirar a Hugo-, tenemos que darle caña y salir cuanto antes del desfiladero.
– Sí-dice Amparo-y rezar porque no venga una de jabalís… o de osos.
– ¡Ay, calla!-protesta Maribel.
– Oye-dice de pronto Nieves, mirando hacia atrás en el camino-. ¿Y tu mujer?
– ¿Cova?-dice Hugo-. Está allí; se ha quedado…
Hugo ha enmudecido a la mitad de la frase, en el momento en que ha girado la cabeza para mirar atrás.
– Estaba… estaba ahí-dice señalando al camino. Sus palabras tienen un ritmo decreciente, su cara refleja una total estupefacción. Después, con movimientos rápidos, nerviosos, mira hacia el otro lado, hacia la parte del camino que aún no han recorrido, y por último pasa revista fugazmente a sus compañeros con la mirada alterada, con un brillo de pánico flotando en sus ojos. Incluso mira al suelo, por detrás de ellos, entre sus piernas.
– No está-dice alguien.
– Pero… ibais juntos, ¿no?-pregunta Ginés.
Hugo es incapaz de pronunciar palabra: con la mirada fija, alelado, parece haber perdido la noción de lo que le rodea.
– Yo los vi-dice Nieves-hace… hace muy poco, justo antes de que aparecieran las cabras.
Un silencio atónito, de desconcierto y confusión, pesa sobre el grupo. Durante unos instantes nadie sabe qué hacer. Las miradas viajan una y otra vez a un lado y otro del camino, y cada vez constatan que no se ve ningún movimiento, ninguna traza de la camisa blanca de Cova en los centenares de metros de galería que la amplia curva de la hoz permite ver en una y otra dirección. Son muchos metros, demasiados para que alguien-alguien cansado y con los pies llenos de ampollas, y con el impedimento de un pequeño equipaje-los haya recorrido en tan poco tiempo.
– ¡Se puede haber caído!-dice Ginés, y en un instante están todos asomados a la barandilla, desplazándose lateralmente sin despegar de ella las manos, desplegándose en una amplia cenefa irregular, descompensada, de cuerpos alegremente vestidos.
– ¡Cova!-grita Ginés con todas sus fuerzas, y el eco de su grito, rebotando en las paredes, se mezcla enseguida con otras llamadas que han surgido casi al mismo tiempo de las bocas de sus compañeros; y al poco tiempo el congosto entero se llena de ecos confusos y entremezclados.
– ¡Silencio! ¡No la oiremos si nos llama!
Ahora los ecos se extinguen rápidamente, dejando paso a un silencio siniestro, pesado como una losa.
– ¿Alguien ve algo?-dice Ginés.
– No, por aquí no está, pero… no se ve del todo-dice Ibáñez, sacando medio cuerpo por encima de la baranda-, habría que asomarse más.
– ¡Tened cuidado! Por favor-dice Nieves-, no vayáis a caeros ahora vosotros.
– Hay que bajar-dice Ibáñez-, seguro que hay algún sitio por donde se puede bajar.
– Por favor… no bajéis-dice Maribel lloriqueando.
– ¡Tenemos que asegurarnos, joder!… ¡Podría estar herida!-exclama Ibáñez.
– Desde luego, si se ha caído-dice María-estará aquí abajo, al pie de la pared. No puede haber ido más lejos.
– A lo mejor se marchó corriendo-dice Nieves-. ¿Habíais discutido? ¿Estabais discutiendo?
Las preguntas de Nieves van dirigidas a un Hugo en estado de shock, con la boca aflojada, entreabierta, y la mirada perdida que pasa lentamente de un objeto, de un rostro a otro sin verlos realmente.
– No… discutir… discutir…-acierta a decir al cabo de un rato, buscando entre los rostros que le rodean el que le ha hecho la pregunta.
– ¡Rápido!-dice Ginés-, que vaya alguien a recorrer el camino.
– Pero… ¿hacia dónde?-pregunta Nieves.
– ¿A dónde va a ser?-dice Ginés-. Para atrás. Para delante no puede haber ido. ¡Venga, rápido!
– Ya voy yo-dice Amparo.
– No te alejes mucho…-dice Maribel gimiendo como una niña-. No… no quiero que se aleje de nosotros.
– Vete tú con ella-dice Ginés-. No hace falta que os perdáis de vista: avanzad hasta donde todavía podáis vernos… de todas formas veréis mucho más de la galería de lo que se alcanza desde aquí.
– Vamos, Maribel-dice Amparo cogiendo de la mano a su amiga-, a ver si vemos a Cova.
Las dos mujeres echan a andar sin demasiadas prisas, mientras Ginés se asoma de nuevo a la barandilla y se queda inmóvil, con las dos manos muy separadas, apoyadas en el pasamano.
– Hay que buscar el punto flaco de esta pared-dice al cabo de un rato, como si hablara consigo mismo.
– ¿Y quién baja?-dice Ibáñez mirando a María. Ella también le está mirando a la cara, aunque su mente parece estar en algún lugar que nada tiene que ver con las facciones del hombre que tiene delante.
– Yo he hecho escalada-dice María finalmente-, también escalada libre. Peso menos que cualquiera de vosotros. La relación peso potencia… Soy la más indicada, sobre todo para un descenso.
– Vamos a perder mucho tiempo…-dice Nieves. Por la entonación empleada, parece que se ha limitado a verbalizar el fluir de su pensamiento, sin ser demasiado consciente de lo que decía. Aun así Ginés le lanza una mirada rápida y severa, cargada de censura, y después mira a Hugo, aunque éste continúa en el mismo estado ausente y pensativo, sin asimilar, en realidad, nada de lo que ocurre a su alrededor.
Mientras tanto, María ha pasado ágilmente al otro lado de la valla, y ahora alarga el cuello hacia el fondo del barranco, colgándose de la barandilla con una sola mano. Ibáñez y Ginés siguen con aprensión todos sus movimientos, alargando los brazos hacia ella por si tienen que sujetarla en cualquier momento. Ginés incluso va más allá y rodea con su mano la delgada muñeca de María, no sin antes apartar una pulsera, de fina cadena de oro, que la rodea. María gira la cabeza y mira primero la mano de Hugo y después sus ojos.
– No hará falta ni que baje-dice, apartando su mirada de la de Ginés y dirigiéndola a Ibáñez-. No está, no está aquí; ya casi lo veo todo. Si se pasa uno de vosotros a este lado y me sujeta, podré descolgarme un poco más y ver hasta el último rincón. Así nos aseguraremos al cien por cien.
– Y los demás tiramos para este lado-dice Nieves- de la barandilla, quiero decir… me da miedo que se rompa con tanto peso.
La barandilla, en realidad, parece sólida y bien anclada a la roca. Aparte del pasamano tiene dos cables de acero, tensados, que corren a todo lo largo, sujetándose en cada montante y minimizando así el peligro de una hipotética caída.
Pero desde la lejanía no se ven estos cables. Parece que no existan. Desde la lejanía se ve a Ginés-una figura larga y desgarbada-pasando torpemente por encima del delgado pasamano, ayudado por otras figuras menos relevantes que hormiguean a su alrededor. La galería, el camino excavado en la roca, es una delgada línea de sombra trazada en la pared; y en esa línea descubrimos, a la izquierda, otra pequeña mancha de color, en realidad dos manchas muy juntas, que se aleja del grupo desplazándose muy lentamente, con constantes paradas. Eso es todo. No se ve ningún otro personaje, ningún otro síntoma de actividad, ninguna mancha blanca en la perezosa curva que traza el cauce del río, tapizado de rocas redondeadas y cantos rodados de todos los tamaños, como una espuma gorda y gris que hubiera quedado petrificada, detenida en un instante de su fluir pesado y grasiento.