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Es más, me hubiera asombrado mucho, si hubiera ocurrido de otra forma.
— ¿Es decir, según usted, ellos podían elegir?
— Algo parecido. Pero puede ocurrir, claro está, que ellos no pudieran elegir.
Sencillamente, el primer planeta habitado que encontraron resultó que estaba poblado por personas iguales a ellos. Él hecho de que Guianeya respire con facilidad nuestro aire demuestra la semejanza de la Tierra con su patria. Y esta semejanza, según mi convencimiento profundo, no es una exclusión sino una ley de las regiones del universo próximas a nosotros. Hablo de las estrellas de la clase de nuestro Sol. No han sido hallados en otras estrellas sistemas planetarios. Por su parte sería completamente natural y lógico buscar mundos poblados en las cercanías de las estrellas más parecidas a su sol.
— ¿Usted piensa que su patria está en un lugar cercano?
— Esto se desprende de la suposición de que ellos fueron los que nos enviaron los exploradores. No se puede admitir que los enviaran de la Nebulosa de Andrómeda. A la fuerza tiene que existir un objetivo. Otra cosa sería si nosotros nos equivocamos y Guianeya no tiene nada que ver con los exploradores. Entonces podría proceder de cualquier sitio.
— ¿Gomo explica usted el matiz verdoso de su piel? — preguntó Murátov, deseando cambiar el tema en el que se sentía la superioridad de su interlocutor.
Leguerier se sonrió.
— Usted comprende que a esta pregunta no puedo contestar ahora — dijo Leguerier —.
La procedencia del matiz verdoso se aclarará cuando a Guianeya la ausculten los médicos. Si accede a ello.
— ¿Si accede? — preguntó con asombro Murátov —. ¿Cómo incluso se puede suponer la posibilidad de una negativa? Esto sería completamente absurdo por parte de un ser racional que fuera a otro planeta. ¿No puede dejar de comprender que la Tierra quiere conocer su organismo? Es su deber moral coadyuvar a esto. Leguerier calló unos minutos.
— Muy bien, Murátov — dijo a fin —. Estoy contento de que usted haya hablado de esto.
No he querido compartir con nadie mis observaciones, para no crear una impresión que pudiera resultar falsa. Pero ya que hemos tocado este tema... ¿Dígame, no ha observado nada de especial en la conducta de Guianeya?
— Sólo he notado que se mantiene con una tranquilidad asombrosa. Y esto no es natural en su situación.
— Sí, claro está. No es natural portarse como ella se ha portado al encontrarse en un mundo extraño, rodeada de personas extrañas no sólo a ella, sino a toda la humanidad a la que pertenece. Tiene usted razón. Pero me parece que hay otra cosa — Leguerier agitado comenzó a caminar por el camarote —. Quisiera que usted me demostrara que no estoy en lo cierto. Voy a hablar sin rodeos. ¿No le parece a usted que Guianeya se mantiene no tranquila, sino con altivez?
Murátov se estremeció. Todo lo que había dicho Leguerier coincidía con sus propios pensamientos. Le parecía, cada vez con más insistencia, que en la conducta de la extranjera influía la conciencia de su superioridad sobre los que le rodeaban, pero se esforzaba por no dejarse vencer por esta impresión.
— Sí — contestó Murátov —, me ha parecido esto más de una vez. Pero puede ser que no es altivez porque no hay ningún motivo para ello, sino que sea la manera propia de portarse estas personas, puesto que no son como las de la Tierra. — Es posible. No las conocemos. Pero con una coincidencia exterior tan completa, no sólo en el cuerpo, sino incluso en el vestido, la psíquica debe ser también igual. Pero dejemos esto. ¿Por qué ella ha considerada como obligatorias todas nuestras atenciones? No ha mostrado ni el menos gesto de agradecimiento. Recuerde, cuando Weston repitió la palabra «Guianeya», dicha por ella, suponiendo que esto era un saludo, entonces irguió la cabeza con orgullo, precisamente con orgullo, y repitió de nuevo la palabra indicándose a sí misma. Esta palabra significaba su nombre, y lo hizo esto de tal manera como si la incomprensión fuera una ofensa. ¿Acaso a las personas de la Tierra que por primera vez se encuentren con los habitantes de un mundo extraño, lo primero que les puede venir a la cabeza es dar su nombre? Me parece que esto es precisamente una muestra de altivez, de la conciencia de su superioridad. Bueno, supongamos que esto entre ellos sea así. Otro hecho cuando nuestro médico, cumpliendo el programa de defensa biológica, le propuso que se metiera en la piscina, lo comprendió perfectamente y cumplió sin discutir lo indicado, desnudándose delante de todos sin esperar a que salieran. Dígame ¿es que en su mundo no hay pudor y esto también es hábito en ellos? Contrapongamos esto con otros hechos. Se presentó ante nosotros con un vestido de mujer, y el corte de este vestido de ninguna forma indica la inexistencia en su mundo de virtudes femeninas como la coquetería y el pudor. Recuerde, la espalda estaba completamente descubierta por el vestido pero cubierta por la cabellera. Esto es muy característico. Incluso a la mujer más coqueta de la Tierra no se le ocurre presentarse en un mundo extraño vestida de tal forma. ¿Por qué ella no llevaba un traje de astronauta? ¿Por qué ha considerado necesario mostrarse ante nosotros «en todo el esplendor de su belleza»? Y después de esto desnudarse ante todos. En esto es oportuno recordar los tiempos ancestrales cuando las patricias romanas se desnudaban ante sus esclavos, no considerándolos personas.
— Cae usted en contradicciones — dijo Murátov —. ¿Si ella no nos considera iguales para qué entonces «asombrarnos» con el «esplendor de su belleza», como usted dice?
— Ninguna contradicción. Todo lo contrario. Se ha presentado ante nosotros no un astronauta de filas, sino precisamente la «señora». Este es, según mi criterio, el motivo de su conducta.
— La señora — repitió Muratov —. ¿Acaso en un mundo, donde la técnica ha llegado hasta los vuelos interestelares, se pueden conservar los conceptos de «señor» y «esclavo»? Usted se equivoca, Leguerier. Todo esto se puede explicar de una manera más sencilla, en una palabra: costumbres. Diferentes a las nuestras y por eso incomprensibles para nosotros.
— Para mí será una alegría si esto es así. Pero no tengo la menor duda de que su psicología es afín a la nuestra, ante una semejanza tan grande de otra forma no puede ser. Suponga que se pone usted en su lugar. Ha dado usted su nombre: Víktor, y de repente le comienzan a llamar, por ejemplo, Viko. ¿No lo corregiría? ¿Y ella, qué hizo?
Weston y después nuestro médico al dirigirse a ella pronunciaron su nombre «Guineya» en vez de «Guianeya». ¿Cómo respondió? Sonriéndose, y es más, sonriéndose despectivamente y no corrigiéndolo. Le importó poco. A los seres inferiores no se les puede exigir una pronunciación correcta.
— Se apasiona, Leguerier. En parte estoy de acuerdo con usted. Es cierto que ella tiene conciencia de su superioridad. Este sentimiento en realidad existe en ella. Pero no hay ningún fundamento para que nos trate como a seres inferiores. Es posible que piense que para nosotros es difícil pronunciar Guianeya. Si en un planeta extraño me llamaran Viko, yo no exigiría una pronunciación correcta. ¿Acaso no es lo mismo, si para ellos es más fácil?
— Cualquier hecho se puede explicar con diferentes puntos de vista. Pero en su conjunto ofrecen un cuadro determinado, que es difícil explicar como nosotros quisiéramos. ¡Veremos! A su tiempo se aclarará todo esto. Siento mucho — añadió Leguerier, dando un giro brusco a la conversación — el no estar presente en su llegada a la Tierra. ¿Cómo se comportará? ¿Cuándo salen ustedes?
— Mañana. Es decir, dentro de veinticuatro horas. Es mejor así porque no existen los días. Jansen considera que Guianeya durante estos dos días ya se ha acostumbrado lo suficiente a nuestras comidas. A propósito, ¿no es raro que ella tan a gusto, y sin temor, aceptó la invitación a desayunar?
— Esto es una prueba más de la justeza de su hipótesis, Murátov. Pertenece a aquellos que lanzaron hacia nosotros sus exploradores. Y ellos conocen la Tierra, su atmósfera, sus personas, y también nuestra alimentación.
— Y además no le quedaba más remedio si no quería morirse de hambre — dijo pensativamente Murátov.
El radiograma de Hermes comunicando la aparición de Guianeya, y las circunstancias que precedieron a ello, como era de esperar, agitaron a toda la población del globo terráqueo.
Se esperaba con enorme impaciencia el regreso de la escuadrilla.
Las instalaciones de radio automáticas recibían enorme cantidad de radiogramas de la Tierra, Marte, Venus, de todas las partes donde había personas, saludando a Guianeya.
Toda la humanidad acogía con entusiasmo su llegada, ¡la llegada a la Tierra del primer representante de otro mundo racional!
La acogida prometía transformarse en una grandiosa manifestación.
Le mostraban a Guianeya montones de radiogramas, esforzándose por explicarle con gestos que estaban dirigidos a ella y que la esperaban con impaciencia en la Tierra.
¿Había comprendido? A todos les parecía que había comprendido, pero exteriormente manifestaba indiferencia.
El comunicado de que ella tenía que volar a la Tierra, lo recibió la enigmática huésped con la misma indiferencia.
La explicación la hizo Weston. Indico a Guianeya en una carta estelar, especialmente dibujada para esto, el círculo que designaba a Hermes y después la Tierra. Comprendió claramente sus gestos. Después el ingeniero dibujó una flecha, signo que era difícil que no comprendiera cualquier ser pensante, sobre todo un astronauta. La punta de la flecha se apoyaba en la Tierra.
Guianeya miró a Leguerier que estaba al lado. Después hizo un gesto suave con la mano, muy expresivo, que podía sólo significar: «¡Volemos hacia allá!». No podía caber ningún error en el significado de este gesto. Cada pequenez en la conducta de la huésped provocaba una atención constante. Todos observaron que aunque la explicación la dio Weston, Guianeya «se dirigía» exclusivamente a Leguerier. ¿Era posible que hubiera acertado que era el jefe? En la conducta del jefe de la expedición no había nada que le hiciera destacar de los demás. Parecía que nada podía haber indicado esto a Guianeya, y sin embargo acertó sin vacilación ninguna.
Este hecho raro le recordó a Murátov la conversación que había tenido con Leguerier.
La conducta de Guianeya era como la confirmación de las palabras del científico francés.
La huésped se vio obligada a dirigirse a alguien y eligió al jefe de la expedición ignorando a los demás.
«¿Cómo ha podido acertar que Leguerier es el jefe?», pensó Murátov.
A Roald Jansen — astrónomo, médico y biólogo — que cumplía en Hermes las funciones de médico, le intranquilizó mucho el futuro viaje de Guianeya a la Tierra.
— Aquí — decía — el aire es puro. No hay ni un solo microbio. Sin embargo, en la Tierra los hay. ¿Cómo influirá esto en el organismo de Guianeya?
¿No se enfermará nada más llegar?
Sobre este tema se celebró una conversación especial con la Tierra, donde compartían los temores de Jansen.
Guianeya no tenía a dónde ir. Era imposible que se quedara en Hermes. No quedaba por lo tanto ninguna otra solución que enviarla a la Tierra.
Parecía que todo estaba claro.
Pero nadie quería actuar sin conocimiento de Guianeya. Estaba de acuerdo en volar pero era necesario explicarle el peligro amenazante. Era posible que no lo supiera, que no sospechara el riesgo tan grande que tenía que pasar al llegar a la Tierra.
Se decidió conocer a toda costa el criterio de la huésped.