123216.fb2 Guianeya - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Se veían vechelectros por todos los sitios. Enormes y pesados en apariencia, se deslizaban lentamente en medio del mar de trigo, y parecía que eran innumerables. Era la segunda cosecha que se recogía este año.

Murátov sintió hambre. El aparador le «suministró» un vaso de café caliente y unos bocadillos.

Al regresar a su sillón Víktor se acordó de Bolótnikov.

«¡Magnífico anciano! — pensó —. Original, pero muy simpático. Es interesante saber cómo le tratará Guianeya».

La muchacha de otro mundo trataba de diferente forma a las personas, con una franqueza que era asombrosa para las personas de la Tierra. A unos les sonreía, les permitía estrechar su mano (ella misma no conocía esta costumbre), a otros les manifestaba inmediatamente su antipatía. A veces ocurría que volvía la espalda a algunas personas que le presentaban. Y nunca respondía a la pregunta por qué no le gustaba una u otra persona. Se pudo notar que frecuentemente trataba bien a las personas que eran de estatura alta, mientras que las personas pequeñas, casi como regla, no le provocaban simpatía.

En los primeros meses de estancia en la Tierra, Guianeya saludaba a las personas levantando la mano abierta hasta la altura del hombro, pero después dejó de hacerlo.

Callada extendía la mano para estrecharla, pero nunca correspondía de la misma forma.

«¿Se aburriría en la Tierra? — pensó Murátov —. ¿Sentiría nostalgia por su patria? ¿Por qué no quería conocer más profundamente la Tierra y a sus habitantes? ¿Qué fin perseguía Guianeya con su obstinado silencio?»

Murátov no tenía la menor duda de que Guianeya se comportaba así con fin determinado. Existía una causa y ésta era seria. ¿Pero en qué consistía?

A Murátov le sacaba de sí el secreto de Guianeya, y precisamente por esto abandonó inmediatamente a la huésped de la Tierra en cuanto la trajo aquí. No aguantaba los enigmas que no ofrecían solución. Y aquí no existía un enigma, sino un secreto inexplicable. Guianeya se encerró en sí misma desde el primer día, desde el primer momento de su aparición, siguiendo, al parecer, una línea de conducta trazada de antemano. Murátov sabía esto mejor que otros, ya que fue testigo de ello las primeras horas y días.

«¡Hay una causa, indudablemente la hay! — frecuentemente pensaba —. Y quién sabe, es posible, que esta causa sea más importante que lo que se esfuerzan por saber nuestros científicos de Guianeya».

El manuscrito que había leído y la conversación con Bolótnikov, una vez más le hicieron pensar en los acontecimientos del pasado.

Recordó, recordó todo, hasta los detalles más minuciosos, lo que precedió a la aparición de Guianeya...

Primera parte

1

«Querido Víktor:

Te ruego que vengas a verme inmediatamente. Se ha logrado hallar por fin en el espacio el objeto sobre cuya presencia en el Sistema solar se sospechaba ya desde el siglo pasado. Acuérdate de que te he hablado de él. Pero para mí no está todo claro. Hay algo raro. ¡No dejes de venir! Recordaremos los tiempos pasados y pensaremos juntos. El problema es interesante y no tendrás queja. ¡Ven sin ninguna dilación! ¡Me eres imprescindible!

Serguéi. Murátov leyó dos veces la carta de su amigo.

Se veía que cuando Sinitsin escribió la carta estaba emocionado o se encontraba en un estado de excitación nerviosa. Esto lo indicaba su estilo descuidado, impropio de él, y las muchas veces que repetía el ruego de que viniese. E incluso no era corriente la escritura desigual, apresurada. Esto era incompatible con el carácter siempre moderado y tranquilo de las palabras y gestos del astrónomo. Y además ¿para qué escribir cuando todo se puede decir con más rapidez y sencillez por el radiófono?

¿De qué objeto se trataba? Murátov no podía recordar que su amigo le hubiera hablado de algo parecido.

Claro está que se trataba de un descubrimiento astronómico. «El espacio», «El Sistema solar» eran cosas suficientemente conocidas. Pero Serguéi sabía perfectamente que a él, a Murátov, nunca le interesaron los cuerpos estelares y que conocía la astronomía sólo por lo que se enseña en la escuela. ¿Qué ayuda quería recibir?

Lo más sencillo sería llamar por el radiófono al observatorio donde trabajaba Sinitsin.

Pero Murátov no podía aguantar que cualquier enigma que se le planteara, aunque fuera el más sencillo, no lo resolviera él mismo.

Y esto sucedía ahora. La carta no estaba clara. Serguéi pedía que fuera a verle pero no decía para qué. Entonces había que averiguarlo.

Murátov examinó minuciosamente cada palabra.

«Aunque una persona escriba de la forma más descuidada y apresurada — pensó Murátov —, deberá reflejar en su escritura las ideas que le dominan».

¡»Algo raro»! He aquí la clave para la comprensión. Serguéi ha conseguido (así lo escribe) descubrir algo nuevo en el Sistema solar. El hecho de por sí es maravilloso, ya que el Sistema solar está investigado de cabo a rabo. Pero el «objeto» descubierto por él tiene algo «raro». Serguéi no comprende las causas. Esto lo indican sus palabras: «pensaremos juntos».

Sigamos adelante...

«Recordaremos los tiempos pasados». ¿De qué puede tratarse? Claro está que no de deporte. En los años juveniles les gustaba a los dos resolver juntos intrincados problemas de matemáticas. ¡Parece que vale! ¿En qué puede haber algo de «raro» en lo que se refiere a la astronomía? Sólo en lo que se refiere al movimiento de los cuerpos, a su órbita. Y por fin ¡»problema interesante»! ¡Todo está claro! Serguéi necesita la ayuda de un matemático para descifrar por qué órbita se mueve el «objeto».

Murátov se sonrió. Para qué haber pensado cinco minutos cuando todo estaba claro y no había ningún enigma.

Estaba ocupado y no dispuesto a dejar el trabajo. ¿Podría prestar ayuda al amigo desde aquí? ¿Le era tan necesaria su presencia?

Murátov se dirigió a la sala de aparatos, pero no consiguió hablar con Serguéi. Un empleado del observatorio le comunicó que «Serguéi llevaba dos días sin salir de su gabinete. Se había encerrado y no contestaba a ninguna llamada». «¿Es que no come ni duerme?», preguntó Murátov. «Algo parecido», fue la contestación.

Esto concordaba completamente con el carácter de Serguéi. Si algo enfrascaba sus pensamientos era capaz de trabajar días y noches sin descanso.

¡Por lo que se deducía, el problema planteado ante él era en realidad muy interesante!

Había que prestar atención a los ruegos insistentes de su amigo, y sin vacilar Murátov tomó el avión ese mismo día.

¡Si él hubiera podido saber las consecuencias de esta carta! ¿Hubiera ido a donde Serguéi?...

Dando al olvido el trabajo anterior, Murátov, como siempre, sentía impaciencia por comenzar el nuevo. Le parecían muy largas las tres horas de viaje.

La nave trasatlántica volaba sobre el lugar donde se encontraba ubicado el observatorio. El aterrizaje había que hacerlo a más de mil kilómetros al occidente, y esto obligaba a hacer el viaje de regreso en transporte terrestre y perder dos horas más...

Murátov expresó su deseo de descender en paracaídas.

El radiotelegrafista de a bordo llamó al observatorio. De allí contestaron que salía un aparato automático-planeliot hacia el lugar de aterrizaje de Murátov.

 — ¿Ha saltado usted antes en paracaídas? — preguntó uno de los tripulantes de la nave que ayudaba a Murátov a abrocharse el correaje del paracaídas.

 — Sólo una vez, cuando era escolar. ¿Pero qué importancia tiene esto?

 — Volamos a una altura de siete kilómetros y tendrá que hacer un salto con retardo.

 — ¿Y qué tiene de complicado?

 — No, no hay nada de complicado. El paracaídas es automático y se abre en el momento necesario. Pero puede ser desagradable si no está acostumbrado al descenso libre.

 — Esté tranquilo, no padezco de los nervios. El planeliot apareció dos minutos después del aterrizaje que se realizó con toda felicidad.

Cinco minutos más tarde Murátov entraba en uno de los edificios de la ciudad científica, donde, según le dijeron, estaba el gabinete de Sinitsin.

Llamó a la puerta, pero no tuvo ninguna contestación.

Murátov llamó más fuerte.

 — Estoy ocupado, ruego que no me molesten — dijo Serguéi con voz enojada.

 — Entonces — contestó riéndose Murátov —. tomo el avión de vuelta. ¡Abre, gracioso!

Soy yo, Víktor.