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Serguéi había calculado todas las órbitas posibles para uno y dos cuerpos en todas las combinaciones concebibles de los ocho puntos conocidos. Pero ninguna valía. Murátov comenzó a realizar los cálculos para tres, pero pronto tuvo que dejar esta fantasía.
En la solución del problema había que ir por otro camino. Murátov está convencido de que éste es sencillo. No puede ser de otra manera. En apariencia es difícil. Es necesario encontrar el verdadero razonamiento y los cálculos no costarán ningún trabajo. Pero ¿dónde se encuentra este verdadero razonamiento? ¿En qué consiste?
Murátov se sentó en el diván, apoyado en una almohada blanda y colocó las manos detrás de la cabeza. Así se piensa mejor.
De la ventana sopla una brisa fresca. El bochorno tropical marcha con el Sol a la otra mitad del planeta.
El reloj marca las nueve. Esta es la hora del meridiano de Moscú que corresponde a las dos de la mañana según la hora local.
Murátov se sonríe. Obligó a Serguéi a dormir y él... ocupó su puesto y lleva ya sin dormir quién sabe cuántas horas.
Pero de ninguna manera se acostará mientras Serguéi no se despierte. Trabajarán sustituyéndose uno a otro hasta resolver el problema o encontrar una hipótesis admisible.
Entonces no tendrán por qué sonrojarse al dirigirse al Instituto de cosmonáutica.
A fin de cuentas ¿qué es lo conocido?
Murátov recuerda el relato de su amigo...
El primer síntoma apareció ya en el siglo veinte. K. Stermer notó en el año 1927 el reflejo inexplicable de un haz de radio procedente de un cuerpo que se encontraba no lejos de la Tierra. ¿Qué cuerpo era éste? No se pudo saber. Entonces no se prestó atención al comunicado de Stermer. El hecho se repitió a los cincuenta años. Y de nuevo nadie se interesó por este raro fenómeno, parecía como si el haz de radio se reflejara en un lugar vacío. Se dijo que era un error de los observadores. A finales del siglo veinte, por casualidad no ocurrió una tragedia con la astronave que hacía el raid «Tierra-Marte». La astronave se encontró a doscientos mil kilómetros de la Tierra con un cuerpo celeste desconocido, cuya aproximación a la nave no fue notada a su debido tiempo por los exactísimos y muy sensibles aparatos de la cabina de navegación. Algo fue lo que se deslizó por el bordo dejando una huella en forma de una profunda abolladura. Todo transcurrió felizmente ya que por suerte la astronave no había llegado a alcanzar la máxima velocidad. También en este caso se encentró una explicación «natural»: un meteorito, los radares estropeados. Y hace poco ha tenido lugar el cuarto hecho. Otra vez con una nave cósmica. La nave de carga despegó hacia Venus. Llevaba materiales de construcción y equipos científicos para construir en el planeta una estación solar. La tripulación de la nave se componía del comandante, navegante y radioperador. Casi inmediatamente después de haber despegado se recibió un comunicado de que los radares habían localizado un cuerpo de un diámetro de cuarenta metros que volaba transversalmente al curso de la nave. La velocidad, como la otra vez, no era considerable, y esto permitió frenarla a su debido tiempo y evitar el choque. El navegante tuvo tiempo de enfocar exactamente el pequeño telescopio de a bordo por el rayo del localizador pero no vio nada. El radioperador de la nave informó que a medida que el cuerpo desconocido se iba aproximando a la nave, se debilitaba en la pantalla la señal del localizador y desaparecía en el momento de su máxima aproximación. Esto fue del todo inexplicable.
Esta vez fue completamente imposible «basarse» en la referencia de un meteorito o de que los aparatos no funcionaban, ya que este hecho lo confirmaban los apuntes de los automáticos. Se alarmaron en el Instituto de cosmonáutica. El cuerpo desconocido, que amenazaba la seguridad de las vías interplanetarias, era necesario encontrarlo costara lo que costase. Los observatorios comenzaron las búsquedas. Sinitsin participó en ellas desde el principio. A su disposición estaba una potente y novísima instalación de radar por medio de la cual se realizaron trabajos por el «contorno lunar». Días enteros el rayo invisible tanteaba el espacio en un radio de cuatrocientos mil kilómetros de la Tierra. Y por fin, hace una semana cuando llegó Sinitsin al trabajo vio en la cinta del aparato registrador la señal tan esperada. A las tres cincuenta y nueve minutos y treinta segundos, a una altura de doscientos ochenta mil kilómetros había volado un cuerpo de cuarenta metros de diámetro. Se movía del oriente hacia el occidente, es decir, en dirección contraria a la rotación de la Tierra. Al cabo de dos días, ptro ahora de día, en la misma parte del cielo, pero a distinta altura, el radar «vio» de nuevo algo parecido de las mismas dimensiones que la primera vez, pero que volaba con otra velocidad. Esto se repitió ocho veces. Todas las observaciones coincidían en lo referente a la dimensión pero divergían en cuanto a la altura y la velocidad. Ni una sola coincidencia completa. Fracasaron los intentos de ver el cuerpo misterioso con el telescopio visual, no se le pudo encontrar. Esto no asombró a nadie, ya que el telescopio se dirigió aproximadamente, y además, el cuerpo era muy pequeño y su órbita desconocida. En el Instituto de cosmonáutica ya sabían que los primeros éxitos habían sido conseguidos y esperaban de Sinitsin una información detallada...
¿Sería posible que habría que reconocer su incapacidad?
Murátov llevaba sentado más de una hora sin moverse y pensaba intensamente. La primera afirmación de que no podían ser varios cuerpos iba esfumándose gradualmente, sustituida por la seguridad de que eran varios. Y no tres o cuatro sino dos. A esta conclusión conducía el análisis de todo el trabajo realizado por Serguéi y por él mismo.
¡Dos, sólo dos! Giraban alrededor de la Tierra, encontrándose siempre contrapuestos en ambas partes del planeta.
Esta suposición se la hizo también Serguéi. Se ocupó de calcular las órbitas posibles y llegó al absurdo.
A Murátov ni tan siquiera se le ocurría poner en duda la exactitud de los cálculos de su amigo. Lo de Serguéi todo estaba bien, todo, excepto...
Murátov salta del diván y se dirige a la mesa. Sí, es necesario comprobar esa variante, incluso en el caso de que parezca fantástica. Serguéi ha partido del supuesto de que son dos cuerpos surgidos naturalmente, que se mueven según las leyes de la gravedad.
Entonces, claro está, ninguna de las órbitas pensadas corresponderá al movimiento real de los cuerpos, pero, si son... artificiales...
En apoyo de esta suposición había muchos hechos.
Primero, los cuerpos no son visibles con el telescopio visual, incluso a una distancia corta (el caso de la astronave de carga). Esto se puede explicar debido a que están pintados con un color negro absoluto y no reflejan los rayos del Sol. Los cuerpos naturales no pueden tener este color.
Segundo, los radares los «ven» de lejos y no de cerca. Esto es más difícil de explicar, pero se puede suponer (fantaseando hasta el fin), que quienes los lanzaron han querido dificultar a las personas el hallazgo de estos cuerpos. Cómo lo han hecho, esa es otra cuestión.
Y, tercero, los cuerpos se mueven en dirección contraria al movimiento del planeta, al contrario de la rotación de la Tierra. Es cierto que este fenómeno se encuentra en la naturaleza, pero con poca frecuencia.
¡Se puede llegar a la conclusión de que son satélites artificiales de la Tierra lanzados desde otro sitio!
La tenaz memoria de Murátov recordaba que esta hipótesis fue expuesta en el siglo veinte. Una vez leyó algo sobre ella. ¿Cuál era el apellido del autor? Murátov pone en tensión la memoria. ¡Ah! Sí, Braithwell.
«Pero todos los satélites artificiales lanzados por el hombre se mueven según las leyes de la gravedad — pensó —. Vuelan por inercia, no poseen motor y ante la presencia de cualquier fuerza externa, la órbita puede adoptar el contorno más fantástico».
¿Facilita la resolución del problema esta nueva premisa? No, todo lo contrario, la dificulta. ¿Cómo averiguar la trayectoria, si es completamente desconocido su objetivo?
Pero a pesar de todo es necesario intentar algo puesto que son conocidos ocho puntas que pertenecen a dos órbitas. Es desconocido qué puntos determinados pertenecen a cada órbita. Pero la combinación de ocho puntos por cuatro no es mucho. ¿Y si a una órbita pertenecen tres, y a otra cinco? ¿O existe otra combinación cualquiera?
Inesperadamente le surgió una idea más. Murátov se conmovió al ver lo sencilla e importante que era. Si suponemos que los cuerpos son artificiales, entonces, naturalmente, se desprende otro razonamiento: no son compactos sino huecos. Esto cambia grandemente la masa y como consecuencia también todos los cálculos. Y, claro está, no son de piedra, sino metálicos. Entonces puede ocurrir también que una de las órbitas, calculadas por Serguéi para los dos cuerpos, sea cierta si añadimos a ella la corrección referente a la masa. Murátov comenzó a examinar desde el principio todas las anotaciones de Serguéi. Aunque Sinitsin hubiera estado, al realizar el trabajo, todo lo nervioso que se pudiera, las anotaciones y deducciones estaban perfectamente claras, lacónicas y exactas. Las costumbres arraigadas actúan inconscientemente...
En los trópicos amanece rápidamente. Los rayos del Sol naciente dispersaban las tinieblas en los rincones del gabinete. La luz de la lámpara es ya una mancha amarillenta.
Pero Murátov no se da cuenta de esto. Las placas-programas desaparecen en la máquina una tras otra. En la pequeña pantalla aparecen claramente los resultados de los cálculos.
El matemático electrónico ayuda admirablemente al matemático hombre.
¡Órbitas, órbitas, órbitas! Sólo en ellas puede pensar Murátov, sólo ellas están clavadas en su mente. ¡No hay sitio para otra cosa!
A las nueve en punto de la mañana se acerca Sinitsin a la puerta de su gabinete llevando un ligero traje blanco, rasurado, esmeradamente peinado, animado e incluso aparentemente alegre. Pero la alegría es sólo exterior, en su alma hay alarma y turbación.
¿Habrá logrado Víktor, aunque no sea más que parcialmente, aunque no sea más que en algo, aproximarse a la solución? ¿Le habrá surgido alguna nueva idea que pueda arrojar algo de luz en las tinieblas del enigma cósmico?
Sinitsin conocía bien la aguda mentalidad de Víktor, su enorme capacidad matemática.
Poseía además un rasgo altamente desarrollado: la fuerza imaginativa, rasgo muy útil para la investigación y del que carecía en absoluto el mismo Sinitsin. Sinitsin era un práctico, Murátov, un teórico.
Diecisiete horas de trabajo (Sinitsin no dudó ni un sólo minuto de que. Víktor había trabajado toda la noche) algo tenían que dar.
Había que apresurarse. En cualquier momento podía exigir el Instituto de cosmonáutica que le enviaran todos los materiales y no habría manera de negarse. Sinitsin sabía muy bien que las rutas interplanetarias estaban cerradas temporalmente, que las naves cósmicas estaban en los cohetódromos esperando a que estuviera libre el espacio próximo a la Tierra. ¡Y numerosas expediciones se encontraban en Venus, en Marte, en los satélites de los grandes planetas, en los asteroides! Tenían cerrado el camino hacia la Tierra. ¡Todos esperaban!
Al abrir la puerta, Sinitsin se detuvo asombrado en el umbral.
Las cortinas estaban echadas, la habitación estaba a media luz. Víktor dormía tranquilamente en el diván con las manos debajo de la cabeza (¡posición ya conocida!).
Pero el asombro fue inmediatamente sustituido por una fuerte emoción. ¡¿Era posible?!
Y una inmensa alegría, una alegría sin límites invadió a Serguéi. ¡Se lanzó hacia la mesa teniendo la seguridad de que allí encontraría algo muy importante, algo decisivo!
¡Víktor no podía haberse dormido sin encontrar la clave del enigma!
Y la realidad no defraudó sus esperanzas.
Sinitsin leyó en un pequeño papel arrancado de un bloque de notas:
«¡Serguéi, lanza un hurra! Hoy por la tarde obtendremos una fotografía de tu «objeto». Y mañana por la mañana, del segundo. Una órbita ha salido en la pantalla. ¡Admírate! La segunda calcúlala tú mismo. ¿Me has tomado por un burro? ¡Estoy muy cansado!
¡Buenas noches!
Víktor P.D. ¡Bueno, te lo diré! Ambos «objetos» tienen la misma masa. ¡Tenlo en cuenta!»