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Llegamos a la estrella oscura, el microcéfalo, la chica adaptada y yo, y comenzó nuestra lucha. Para empezar, diré que formábamos un grupo bastante deficiente. El microcéfalo provenía de Quendar IV, el lugar donde crean a esa gente de piel gris y grasienta, con los hombros inclinados y casi sin cabeza. Él —o aquello— era por lo menos un alienígena. La chica no. Por eso la odiaba.
Ella provenía de un mundo situado en el sistema de Proción, donde la atmósfera es, poco más o menos, del mismo tipo que en la Tierra, pero con una gravedad el doble que la nuestra. Había otras diferencias también. Era muy gruesa de hombros, de cintura. Un bloque de carne. Los cirujanos genéticos habían partido de material humano en bruto, pero lo habían transformado en algo casi tan alienígena como el microcéfalo. Casi.
Éramos un equipo científico, según decían. Destinado a observar los últimos momentos de una estrella moribunda. Un gran proyecto interestelar. Se eligen tres especialistas al azar, se meten en una nave y se envían al universo para observar lo que el hombre jamás ha visto. Una idea magnífica. Noble. Inspiradora. Conocíamos bien el tema. Éramos los científicos ideales.
Pero no sentíamos deseos de cooperar, porque nos odiábamos mutuamente.
La muchacha adaptada —Miranda— se ocupaba de los controles el día en que la estrella oscura apareció ante nuestros ojos. Se pasó horas estudiándola antes de dignarse comunicarnos que habíamos llegado a nuestro destino. Sólo entonces sonó el zumbador en nuestras habitaciones.
Entré en la sala de exploración. El grueso cuerpo de Miranda desbordaba de la silla ante la pantalla principal. El microcéfalo estaba en pie junto a ella, una figura achaparrada sosteniéndose sobre las piernas huesudas a modo de trípode, con los hombros encogidos hasta casi ocultar aquella cúpula reducida que era la cabeza. No existe ninguna razón, en verdad, para que el cerebro de un organismo haya de estar en el cráneo, y no instalado con toda seguridad en el tórax, pero aún no me había acostumbrado a la vista de la criatura. Me temo que no soy demasiado tolerante con los alienígenas.
—Miren —dijo Miranda. Y la pantalla se iluminó.
La estrella oscura se hallaba en el centro de la misma, a una distancia aproximada de ocho días luz (lo más cerca que nos atrevíamos a llegar). No estaba completamente muerta, ni oscura del todo. La contemplé aterrado. Era algo enorme, como cuatro masas solares, los restos imponentes de una estrella gigantesca. Brillaba en la pantalla lo que parecía ser una enorme extensión de lava. Islas de cenizas y escoria, del tamaño de algunos mundos, giraban en un mar de magma fundido y destellante. La luz, de un rojo oscuro, amenazaba con quemar la pantalla. De color negro contra el fondo escarlata, la estrella agonizante latía todavía con su antiguo poder. En la profundidad de aquel monstruoso montón de escoria, el núcleo seguía gimiendo y respirando. En tiempos, el brillo de esta estrella había iluminado un sistema solar. No me atrevía a imaginar los billones de años transcurridos desde entonces, ni a pensar en las posibles civilizaciones que saludaron a la fuente de toda luz y calor antes de la catástrofe.
—Ya he tomado los datos térmicos —dijo Miranda—. La temperatura de la superficie es de novecientos grados por término medio. No hay posibilidad de tomar tierra.
La miré furioso.
—¿De qué sirve la temperatura media? Sea más específica. Una de esas islas…
—Las masas de ceniza irradian calor a doscientos cincuenta grados. En los intersticios, la temperatura es de mil grados en adelante. Todo funciona a una media de novecientos grados, y cualquiera que bajara ahí se fundiría en un instante. De todos modos, amigo, por mí puede ir. Si quiere. Le otorgo mi bendición.
—No dije…
—Usted sugirió que podría haber un lugar seguro para aterrizar en esa bola de fuego —gruñó Miranda. Su voz era de un bajo profundo, ya que su pecho constituía una enorme caja de resonancia—. Puso maliciosamente en duda mi capacidad de…
—Utilizaremos la cápsula de rastreo para efectuar la inspección —intervino el microcéfalo con voz razonable—. Jamás se habló de un plan para aterrizar en la superficie de la estrella.
Miranda se serenó. Yo contemplé con espanto la visión que llenaba nuestra pantalla.
A una estrella le cuesta mucho tiempo morir, y la reliquia que contemplaba me impresionó por su desmesurada edad. Había brillado durante billones de años hasta que el hidrógeno, su combustible, se extinguiera al fin y aquel horno termonuclear empezara a expulsar su contenido. Una estrella tiene ciertas defensas contra el enfriamiento. Al disminuir su provisión de combustible, comienza por contraerse, elevando la densidad y convirtiendo la energía potencial gravitacional en energía térmica. Entonces toma nueva vida, se convierte en un pigmeo blanco, con una densidad que se eleva a toneladas por centímetro cúbico, y sigue ardiendo de modo estable hasta que se oscurece al fin.
Hemos estudiado esos pigmeos blancos durante siglos y conocemos sus secretos… o creemos conocerlos. Un trozo de materia de un pigmeo blanco se mantiene ahora en órbita en torno al observatorio de Plutón para incrementar nuestra iluminación.
Pero la estrella de nuestra pantalla era distinta.
En tiempos, había sido una estrella muy grande, mayor que el límite de Chandrasekhar, 1,2 masas solares. Por lo tanto, no se contentó con reducirse paso a paso a la condición de un pigmeo blanco. El núcleo estelar se hizo tan denso que la catástrofe llegó antes que la estabilidad. Cuando hubo convertido todo su hidrógeno en hierro-56, cayó en un colapso catastrófico y se convirtió en supernova. Una onda de shock atravesó el núcleo, convirtiendo la energía cinética del colapso en calor, vomitando neutrinos. La envoltura de la estrella alcanzó temperaturas por encima de los doscientos mil millones de grados. La energía térmica se transformó en radiación intensa, surgiendo de la estrella agonizante, y esparciendo la luminosidad de una galaxia por un momento breve y espasmódico.
Lo que ahora veíamos era el núcleo que había quedado tras la explosión de la supernova. Incluso después de aquella violencia extrema, lo que aún restaba intacto tenía un tamaño impresionante. Aquella envoltura destrozada llevaba siglos enfriándose, enfriándose hasta su muerte definitiva. Para una estrella pequeña, la aniquilación habría consistido en la simple muerte por enfriamiento: un último estallido. Y los restos girarían en el vacío como un horrible montón de cenizas, sin luz ni calor. Pero éste, nuestro núcleo estelar, seguía más allá del límite de Chandrasekhar. Le estaba reservada una muerte especial, una muerte espantosa e improbable.
Y por eso habíamos venido a verlo perecer, el microcéfalo, la muchacha adaptada y yo.
Puse nuestra pequeña nave en una órbita que dejara amplio espacio a la estrella. Miranda se entregó a las medidas y computaciones. El microcéfalo tenía cosas más abstrusas que hacer. El trabajo estaba muy bien dividido y cada uno teníamos nuestras tareas. El gasto de enviar una nave a una distancia tan grande había limitado necesariamente los miembros de la expedición. Sólo tres: un representante de los seres humanos, un representante de los pueblos adaptados de las colonias y un representante de la raza de los microcéfalos, nativos de Quendar, los únicos seres inteligentes, aparte de nosotros, en el universo conocido.
Tres científicos consagrados a su trabajo. Tres seres que, en consecuencia, vivirían en serena armonía durante el curso del trabajo, ya que todo el mundo sabe que los científicos carecen de emociones y sólo piensan en sus secretos profesionales. Todo el mundo lo sabe… De todas formas, ¿cuándo empezó a circular ese mito? Dije a Miranda:
—¿Dónde están las cifras de la oscilación radial?
—Vea mi informe —contestó—. Se publicará a primeros del año próximo en…
—¡Maldición! ¿Es que lo hace a propósito? ¡Necesito esas cifras ahora!
—Entonces deme los totales sobre la curva de densidad de masa.
—No están dispuestos. Todo lo que tengo son los datos en bruto.
—¡Eso es mentira! La computadora lleva días funcionando. ¡La he visto! —me gritó.
Estuve a punto de asirla por el cuello. Habría sido una batalla espectacular. Su cuerpo, con su peso de ciento cincuenta kilos, no estaba tan entrenado para el combate personal como el mío, pero Miranda contaba con todas las ventajas de la fuerza y el tamaño. ¿Podría golpearla en algún punto vital antes de que ella me partiera en dos? Sopesé las posibilidades.
Entonces apareció el microcéfalo y puso paz de nuevo entre nosotros con unas cuantas palabritas suaves.
De los tres, únicamente el alienígena parecía conformarse al estereotipo de la abstracción sin emociones: el «científico». No era seguro, por supuesto. Por cuanto podíamos saber, el microcéfalo tal vez sintiera celos, lujuria y cólera, pero ignorábamos por completo su manifestación externa. Tenía una voz tan monótona como una transmisión en clave. Aquella criatura se movía pacíficamente entre nosotros, un mediador entre Miranda y yo. Lo desprecié por esa máscara de serenidad. También sospeché que el microcéfalo nos despreciaba a ambos por nuestra tendencia a expresar emociones y que sentía un placer sádico al afirmar su superioridad por el hecho de tranquilizarnos.
Volvimos a nuestra investigación. Aún disponíamos de cierto tiempo antes del colapso definitivo de la estrella oscura.
Se había enfriado tanto que casi estaba ya muerta. No obstante, todavía quedaba alguna actividad termonuclear dentro de aquel núcleo, lo suficiente para mantenerlo caliente en exceso e impedir nuestro aterrizaje. Radiaba primordialmente en la banda óptica del espectro y, según el estándar estelar, su temperatura era nula. Sin embargo, para nosotros sería como meternos por la boca de un volcán en erupción.
Sólo el descubrir la estrella constituía ya un éxito. Su luminosidad era tan baja que no podía detectarse ópticamente a una distancia superior a un mes luz. La señaló un telescopio de rayos X fijado en un satélite, tras detectar las emanaciones del gas neutrón degenerado del núcleo. Le dimos la vuelta y realizamos nuestras funciones de medida. Tomamos nota de la caída de neutrones y la captura de electrones. Computamos el tiempo que faltaba antesdel colapso definitivo. Cuando se hacía imprescindible, colaborábamos, pero la mayor parte del tiempo actuábamos por separado. La tensión crecía en la nave. Miranda aprovechaba todas las ocasiones para provocarme. Y aunque me gustaría decir que yo estaba por encima de tanta estupidez, he de confesar que hacía lo mismo y que devolvía golpe por golpe. Nuestro compañero alienígena jamás realizó el menor intento por fastidiarnos, pero las agresiones indirectas pueden resultar enloquecedoras en un ambiente tan reducido, y la indiferencia benévola que del microcéfalo afectaba ante nosotros suponía una fuerza de disonancia tan potente como la franca astucia de Miranda o mis respuestas deliberadamente obstinadas.
La estrella se extendía en nuestra pantalla, burbujeando con una vitalidad que negaba su muerte tan próxima. Las islas de escoria, de miles de kilómetros de diámetro, se desprendían y volaban al azar en aquel mar interior de llamas. De vez en cuando, eructaban partículas desgarradas del núcleo. Nuestras cifras mostraban que el colapso final estaba cerca, lo cual significaba que nos hallábamos enfrentados a una elección difícil. Alguien habría de analizar los últimos momentos de la estrella oscura. Sin embargo, el riesgo era muy grande. Incluso fatal.
Ninguno de nosotros mencionaba esa responsabilidad definitiva.
Avanzábamos hacia el clímax de nuestro trabajo. Miranda seguía molestándome siempre que podía por pura maldad. ¡Cómo la odiaba! Habíamos iniciado el viaje con toda frialdad, sin nada que nos dividiera, aparte los celos profesionales. Pero tantos meses de convivencia habían convertido nuestras diferencias en una enemistad personal Sólo verla me volvía loco, y estoy seguro de que a ella le ocurría lo mismo. Dedicaba toda su energía a un intento inmaduro por perturbarme. Incluso se aficionó más tarde a caminar desnuda por la nave, supongo que para despertar en mí alguna reacción sexual que pudiera rechazar con un desprecio burlón. Por fortuna, no experimentaba el menor atisbo de deseo por una criatura grotesca y adaptada como Miranda, un montón de músculos y huesos el doble de mi tamaño. La visión de sus enormes senos, de sus nalgas monumentales, sólo me producía asco.
¡La muy bruja! ¿Era deseo lo que trataba de provocar al exhibirse de aquel modo a odio? En cualquier caso, me tenía cogido. Debía de saberlo.
En nuestro tercer mes en órbita en torno a la estrella oscura, el microcéfalo anunció:
—Las coordenadas muestran un acercamiento al radio de Schwarzschild. Es hora de enviar nuestro vehículo a la superficie de la estrella.
—¿Cuál de nosotros manejará el monitor? —pregunté.
—Usted —me señaló Miranda con una mano asquerosamente gruesa.
—Creo que usted está mejor equipada para hacer las observaciones —repliqué melosamente.
—Gracias, pero no.
—Habrá que echarlo a suertes… —empezó el microcéfalo.
—Eso es injusto —interrumpió Miranda, mirándome furiosa—. Él haría trampas. Jamás podría confiar en él.
—¿Cómo lo decidimos si no? —preguntó el alienígena.