123306.fb2 Harry Potter y el prisionero de Azkaban - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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—Bueno, entonces, ¿por qué protestas? —dijo Fudge riéndose, sin darle importancia—. Ahora cómete un bollo, Harry, mientras voy a ver si Tom tiene una habitación libre para ti.

Fudge salió de la estancia con paso firme, y Harry lo siguió con la mirada. Estaba sucediendo algo muy raro. ¿Por qué lo había esperado Fudge en el Caldero Chorreante si no era para castigarlo por lo que había hecho? Y pensando en ello, seguro que no era normal que el mismísimo ministro de Magia se encargara de problemas como la utilización de la magia por menores de edad.

Fudge regresó acompañado por Tom, el tabernero.

—La habitación 11 está libre, Harry —le comunicó Fudge—. Creo que te encontrarás muy cómodo. Sólo una petición (y estoy seguro de que lo entenderás): no quiero que vayas al Londres muggle, ¿de acuerdo? No salgas del callejón Diagon. Y

tienes que estar de vuelta cada tarde antes de que oscurezca. Supongo que lo entiendes.

Tom te vigilará en mi nombre.

—De acuerdo —respondió Harry—. Pero ¿por qué...?

—No queremos que te vuelvas a perder —explicó Fudge, riéndose con ganas—.

No, no... mejor saber dónde estás... Lo que quiero decir...

Fudge se aclaró ruidosamente la garganta y recogió su capa.

—Me voy. Ya sabes, tengo mucho que hacer.

—¿Han atrapado a Black? —preguntó Harry.

Los dedos de Fudge resbalaron por los broches de plata de la capa.

—¿Qué? ¿Has oído algo? Bueno, no. Aún no, pero es cuestión de tiempo. Los guardias de Azkaban no han fallado nunca, hasta ahora... Y están más irritados que nunca. —Fudge se estremeció ligeramente—. Bueno, adiós. Alargó la mano y Harry, al estrecharla, tuvo una idea repentina.

—¡Señor ministro! ¿Puedo pedirle algo?

—Por supuesto —sonrió Fudge.

—Los de tercer curso, en Hogwarts, tienen permiso para visitar Hogsmeade, pero mis tíos no han firmado la autorización. ¿Podría hacerlo usted?

Fudge parecía incómodo.

—Ah —exclamó—. No, no, lo siento mucho, Harry. Pero como no soy ni tu padre ni tu tutor...

—Pero usted es el ministro de Magia —repuso Harry—. Si me diera permiso...

—No. Lo siento, Harry, pero las normas son las normas —dijo Fudge rotundamente—. Quizá puedas visitar Hogsmeade el próximo curso. De hecho, creo que es mejor que no... Sí. Bueno, me voy. Espero que tengas una estancia agradable aquí, Harry.

Y con una última sonrisa, salió de la estancia. Tom se acercó a Harry sonriendo.

—Si quiere seguirme, señor Potter... Ya he subido sus cosas...

Harry siguió a Tom por una escalera de madera muy elegante hasta una puerta con un número 11 de metal colgado en ella. Tom la abrió con la llave para que Harry pasara.

Dentro había una cama de aspecto muy cómodo, algunos muebles de roble con mucho barniz, un fuego que crepitaba alegremente y, encaramada sobre el armario...

¡Hedwig! —exclamó Harry.

La blanca lechuza dio un picotazo al aire y se fue volando hasta el brazo de Harry.

—Tiene una lechuza muy lista —dijo Tom con una risita—. Ha llegado unos cinco minutos después de usted. Si necesita algo, señor Potter; no dude en pedirlo.

Volvió a hacer una inclinación, y abandonó la habitación.

Harry se sentó en su cama durante un rato, acariciando a Hedwig y pensando en otras cosas. El cielo que veía por la ventana cambió rápidamente del azul intenso y aterciopelado a un gris frío y metálico, y luego, lentamente, a un rosa con franjas doradas. Apenas podía creer que acabara de abandonar Privet Drive hacía sólo unas horas, que no hubiera sido expulsado y que tuviera por delante la perspectiva de pasar dos semanas sin los Dursley.

—Ha sido una noche muy rara, Hedwig —dijo bostezando.

Y sin siquiera quitarse las gafas, se desplomó sobre la almohada y se quedó dormido.

4

El Caldero Chorreante

Harry tardó varios días en acostumbrarse a su nueva libertad. Nunca se había podido levantar a la hora que quería, ni comer lo que le gustaba. Podía ir donde le apeteciera, siempre y cuando estuviera en el callejón Diagon, y como esta calle larga y empedrada rebosaba de las tiendas de brujería más fascinantes del mundo, Harry no sentía ningún deseo de incumplir la palabra que le había dado a Fudge ni de extraviarse por el mundo muggle.

Desayunaba por las mañanas en el Caldero Chorreante, donde disfrutaba viendo a los demás huéspedes: brujas pequeñas y graciosas que habían llegado del campo para pasar un día de compras; magos de aspecto venerable que discutían sobre el último artículo aparecido en la revista La transformación moderna; brujos de aspecto primitivo; enanitos escandalosos; y, en cierta ocasión, una bruja malvada con un pasamontañas de gruesa lana, que pidió un plato de hígado crudo.

Después del desayuno, Harry salía al patio de atrás, sacaba la varita mágica, golpeaba el tercer ladrillo de la izquierda por encima del cubo de la basura, y se quedaba esperando hasta que se abría en la pared el arco que daba al callejón Diagon.

Harry pasaba aquellos largos y soleados días explorando las tiendas y comiendo bajo sombrillas de brillantes colores en las terrazas de los cafés, donde los ocupantes de las otras mesas se enseñaban las compras que habían hecho («es un lunascopio, amigo mío, se acabó el andar con los mapas lunares, ¿te das cuenta?») o discutían sobre el caso de Sirius Black («yo no pienso dejar a ninguno de mis chicos que salga solo hasta que Sirius vuelva a Azkaban»). Harry ya no tenía que hacer los deberes bajo las mantas y a la luz de una vela; ahora podía sentarse, a plena luz del día, en la terraza de la Heladería Florean Fortescue, y terminar todos los trabajos con la ocasional ayuda del mismo Florean Fortescue, quien, además de saber mucho sobre la quema de brujas en los tiempos medievales, daba gratis a Harry, cada media hora, un helado de crema y caramelo.

Después de llenar el monedero con galeones de oro, sickles de plata y knuts de bronce de su cámara acorazada en Gringotts, necesitó mucho dominio para no gastárselo todo enseguida. Tenía que recordarse que aún le quedaban cinco años en Hogwarts, e imaginarse pidiéndoles dinero a los Dursley para libros de hechizos. Para no caer en la tentación de comprarse un juego de gobstones de oro macizo (un juego mágico muy parecido a las canicas, en el que las bolas lanzan un líquido de olor repugnante a la cara del jugador que pierde un punto). También le tentaba una gran bola de cristal con una galaxia en miniatura dentro, que habría venido a significar que no tendría que volver a recibir otra clase de astronomía. Pero lo que más a prueba puso su decisión apareció en su tienda favorita (Artículos de Calidad para el Juego del Quidditch) a la semana de llegar al Caldero Chorreante.

Deseoso de enterarse de qué era lo que observaba la multitud en la tienda, Harry se abrió paso para entrar; apretujándose entre brujos y brujas emocionados, hasta que vio, en un expositor; la escoba más impresionante que había visto en su vida.

—Acaba de salir... prototipo... —le decía un brujo de mandíbula cuadrada a su acompañante.

—Es la escoba más rápida del mundo, ¿a que sí, papá? —gritó un muchacho más pequeño que Harry, que iba colgado del brazo de su padre.

El propietario de la tienda decía a la gente:

—¡La selección de Irlanda acaba de hacer un pedido de siete de estas maravillas!

¡Es la escoba favorita de los Mundiales!

Al apartar a una bruja de gran tamaño, Harry pudo leer el letrero que había al lado de la escoba:

SAETA DE FUEGO

Este ultimísimo modelo de escoba de carreras dispone de un palo de fresnoultra fino y aerodinámico, tratado con una cera durísima, y está numerado amano con su propia matrícula. Cada una de las ramitas de abedul de la colaha sido especialmente seleccionada y afilada hasta conseguir la perfecciónaerodinámica. Todo ello otorga a la Saeta de Fuego un equilibrio insuperabley una precisión milimétrica. La Saeta de Fuego tiene una aceleración de 0 a240 km/hora en diez segundos, e incorpora un sistema indestructible defrenado por encantamiento. Preguntar precio en el interior Preguntar el precio... Harry no quería ni imaginar cuanto costaría la Saeta de Fuego. Nunca le había apetecido nada tanto como aquello... Pero nunca había perdido un partido de quidditch en su Nimbus 2.000, ¿y de qué le servía dejar vacía su cámara de seguridad de Gringotts para comprarse la Saeta de Fuego teniendo ya una escoba muy buena? Harry no preguntó el precio, pero regresó a la tienda casi todos los días sólo para contemplar la Saeta de Fuego. Sin embargo, había cosas que Harry tenía que comprar. Fue a la botica para aprovisionarse de ingredientes para pociones, y como la túnica del colegio le quedaba ya demasiado corta tanto por las piernas como por los brazos, visitó la tienda de Túnicas para Cualquier Ocasión de la señora Malkin y compró otra nueva. Y lo más importante de todo: tenía que comprar los libros de texto para sus dos nuevas asignaturas: Cuidado de Criaturas Mágicas y Adivinación.

Harry se sorprendió al mirar el escaparate de la librería. En lugar de la acostumbrada exhibición de libros de hechizos, repujados en oro y del tamaño de losas de pavimentar había una gran jaula de hierro que contenía cien ejemplares de El monstruoso libro de los monstruos. Por todas partes caían páginas de los ejemplares que se peleaban entre sí, mordiéndose violentamente, enzarzados en furiosos combates de lucha libre.

Harry sacó del bolsillo la lista de libros y la consultó por primera vez. El monstruoso libro de los monstruos aparecía mencionado como uno de los textos programados para la asignatura de Cuidado de Criaturas Mágicas. En ese momento Harry comprendió por qué Hagrid le había dicho que podía serle útil. Sintió alivio. Se había preguntado si Hagrid tendría problemas con algún nuevo y terrorífico animal de compañía.