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Boston, 1817
El viaje hacia el sur en la carreta de las provisiones duró dos semanas. Rodeamos el límite oriental de los grandes bosques del norte, nos alejamos del monte Katahdin lo suficiente para dejar de ver la cumbre cubierta de nieve y encontramos el río Kennebec, que seguimos corriente abajo hasta Camden. Fue un viaje solitario por aquella parte del estado, no muy colonizada, que por entonces estaba prácticamente desierta. Nos cruzamos con tramperos y algunas veces acampamos con ellos para pasar la noche, ya que los carreteros estaban ansiosos por tener a alguien con quien compartir una botella de whisky.
Los tramperos que encontrábamos eran casi todos franco-canadienses, y muchos eran poco sociables o casi no hablaban, ya que el oficio atraía a los que tenían alma de ermitaño o eran muy independientes. Algunos me parecieron medio locos, farfullando para sí mismos de una manera inquietante mientras limpiaban y engrasaban sus utensilios antes de ponerse a trabajar en las piezas que habían cazado. Dejaban los animales congelados cerca del fuego de campamento hasta que se descongelaban lo suficiente para ser manejables, y entonces los tramperos sacaban sus cuchillos de hoja estrecha y se ponían a despellejarlos. Ver a aquellos hombres desprender la piel y dejar al descubierto los cuerpos húmedos y rojos me incomodaba y me provocaba náuseas. No queriendo sentarme con ellos, me escabullía a las carretas con Titus y dejaba que los carreteros se pasaran la botella con los tramperos al calor del fuego de campamento.
Aunque mi exilio me hacía sentirme desgraciada, siempre había querido ver algo del mundo fuera de mi pueblo. Puede que Saint Andrew no fuera sofisticado, pero yo había supuesto que era civilizado en comparación con muchas otras partes del territorio, que estaban casi sin colonizar. Aparte de los tramperos, vimos a muy pocas personas en nuestro viaje a Camden. Los indios nativos de la zona se habían marchado años antes, aunque todavía quedaban unos pocos viviendo en los asentamientos blancos o trabajando con los tramperos. Se contaban historias de colonos que se habían vuelto como los nativos y habían abandonado sus poblados para vivir en campamentos a imitación de los indios, pero eran pocos y casi todos desistían durante el primer invierno.
El viaje a través de los grandes bosques del norte prometía ser oscuro y misterioso. El reverendo Gilbert nos solía advertir contra los malos espíritus que acechaban a los viajeros. Los leñadores aseguraban que habían visto trolls y trasgos… como era de esperar, ya que casi todos procedían de las tierras escandinavas, donde aquellas leyendas eran comunes. Los grandes bosques representaban lo salvaje, la parte de la tierra que se había resistido a la influencia humana. Entrar en ellos era arriesgarse a ser tragado, a retroceder hasta el estado salvaje que todavía existía dentro de todos nosotros. La mayoría de los habitantes de Saint Andrew aseguraban en público que no hacían mucho caso de esas habladurías, pero era muy raro que alguien se adentrara solo y de noche en el bosque.
A algunos de los carreteros les gustaba intentar asustarse unos a otros por la noche, contando historias alrededor del fuego, historias de fantasmas vistos en cementerios, y de demonios que habían encontrado en los bosques mientras recorrían una ruta. Yo procuraba evitarlos en esas ocasiones, pero muchas veces no había manera, ya que solo teníamos un fuego encendido y todos los hombres estaban faltos de entretenimiento. A juzgar por las aterradoras historias de los carreteros, supongo que eran o muy valientes o muy mentirosos, porque a pesar de sus historias de fantasmas errantes y hadas malignas, todavía estaban dispuestos a conducir una carreta por las solitarias extensiones salvajes.
La mayoría de las historias trataban de fantasmas, y al oírlas me llamó la atención que todos ellos parecían tener una cosa en común: acosaban a los vivos porque tenían asuntos inconclusos en este mundo. Tanto si los habían asesinado como si habían muerto por su propia mano, los fantasmas se negaban a pasar al otro mundo porque sentían que pertenecían más a este. Ya fuera para vengarse de la persona responsable de su muerte, o porque no podía soportar dejar atrás a un ser amado, el fantasma permanecía cerca de las personas de sus últimos días. Naturalmente, yo pensaba en Sophia. Si alguien tenía derecho a regresar como fantasma, era ella. ¿Se pondría furiosa Sophia cuando volviera y descubriera que la persona directamente responsable de su suicidio se había marchado del pueblo? ¿O me seguiría? A lo mejor me había maldecido desde la tumba y era culpable de mi desdichada situación actual. Escuchar las historias de los carreteros reforzaba mi convicción de que estaba condenada por mi maldad.
Por eso me animé y sentí alivio cuando empezamos a encontrarnos con más frecuencia con pequeños asentamientos: significaba que nos estábamos acercando a la parte sur del territorio, la más poblada, y que ya no estaría mucho tiempo más a merced de los carreteros. Y efectivamente, a los pocos días de encontrar el río Kennebec, llegamos a Camden, una gran población a la orilla del mar. Era la primera vez que yo veía el océano.
La carreta nos dejó a Titus y a mí en el puerto, como habían acordado con mi padre, y yo corrí por el muelle más largo y me quedé mucho tiempo mirando el agua verdosa.
Qué olor tan peculiar, el olor del océano, e intenso. El viento era muy frío y muy fuerte, tanto que era casi imposible coger aliento. Me abofeteaba la cara y me revolvía el pelo, como si estuviera desafiándome. Al mismo tiempo, el mar era completamente diferente de todo lo que yo había experimentado. Conocía el agua, sí, pero solo el río Allagash. A pesar de su anchura, podías ver la orilla opuesta y los árboles que había más allá. En cambio, la plana extensión del océano parecía el mismísimo fin del mundo con su horizonte infinito.
– ¿Sabe? Los primeros exploradores que llegaron a América creían que iban a caer por el borde del mundo -dijo Titus, recordándome que estaba a mi lado.
La ondulante marea verde me pareció intimidante y fascinante a la vez, y no pude apartarme de ella hasta que estuve casi helada hasta los huesos.
El maestro me acompañó a la oficina del capitán de puerto, donde encontramos a un anciano con una piel coriácea que asustaba. Señaló el camino al pequeño barco que iba a llevarme a Boston, pero me advirtió de que no zarparía hasta cerca de la medianoche, cuando la marea empezara a bajar. No se me recibiría bien a bordo hasta poco antes de zarpar. Sugirió que pasara el tiempo en una posada, donde podría comer algo y tal vez convencer al posadero de que me dejara pasar las horas durmiendo en una cama libre. Hasta me indicó la dirección de una taberna próxima al puerto, sospecho que sintiendo lástima de mí, porque yo apenas podía hacerme entender, de tan falta de palabras como estaba por los nervios y por mi sencilla educación. Si Camden era así de grande e intimidante, ¿cómo conseguiría desenvolverme en Boston?
– Señorita McIlvrae, debo protestar. No puede quedarse sin compañía en un establecimiento público ni andar sola a medianoche por las calles de Camden para llegar a tu barco -dijo Titus-. Pero a mí me esperan en casa de mi primo y me resulta imposible quedarme con usted el resto del día.
– ¿Y qué otra cosa puedo hacer? -pregunté-. Si eso tranquiliza su conciencia, acompáñeme a la posada y vea usted mismo si es respetable, y después haga lo que le dicte su parecer. No consideraré que haya faltado a la palabra que dio a mi padre.
La única posada que yo conocía era el sencillo establecimiento de Daughtery en Saint Andrew, y aquella posada de Camden dejaba en ridículo la de Daughtery, con dos camareras y largas mesas con bancos, y comida caliente para consumir allí. También la cerveza era de muy buena calidad, y comprendí con una punzada de dolor que la gente de mi pueblo estaba privada de muchas cosas. Aquella injusticia me dolió, aunque en aquel momento no me sentí privilegiada por tener acceso a ellas. Sobre todo sentía nostalgia y pena por mí misma, pero se lo oculté a Titus, quien, ansioso de seguir su camino, convino en que no parecía ser un sitio de mala reputación y me dejó bajo la tutela del posadero.
Después de haber comido y haberme hartado de mirar como una pueblerina a los desconocidos que entraban en la taberna, acepté la invitación del posadero a echar una siesta en un camastro que tenía en el almacén, hasta que llegara la hora de subir a bordo del barco. Al parecer, era corriente que los pasajeros hicieran tiempo en aquella posada en particular, y el posadero estaba acostumbrado a ofrecer aquel servicio. Prometió despertarme después de la puesta de sol, con tiempo de sobra para llegar al puerto.
Me tumbé en el camastro del almacén sin ventanas y pasé revista a mi situación. Fue entonces -acurrucada en la oscuridad, con los brazos apretados alrededor del pecho- cuando me di cuenta de lo sola que estaba. Me había criado en un lugar donde todos me conocían y no cabía duda de cuál era mi sitio y quién se ocuparía de mí. Ni en Camden ni en Boston me conocía nadie, y a nadie le interesaba conocerme. Gruesas lágrimas de autocompasión me corrieron por la cara. En aquel momento no podía imaginar un castigo más brutal que hubiera podido ocurrírsele a mi padre.
Me desperté en la oscuridad al oír los golpes de los nudillos del posadero en la puerta.
– ¡Es hora de que te levantes -gritó desde el otro lado de la puerta-, o vas a perder el barco!
Pagué con unas pocas monedas que saqué del forro de mi capa, acepté su oferta de acompañarme hasta la oficina del capitán del puerto, y volví sobre mis pasos por el pueblo costero hasta el muelle.
La noche había caído con rapidez, lo mismo que la temperatura, y empezaba a extenderse una niebla procedente del mar. Había pocas personas en la calle, y las que había se apresuraban a volver a casa para resguardarse del frío y la niebla. El efecto general era fantasmagórico, como si estuviera andando por un gran cementerio. El posadero estuvo bastante amable, a pesar de lo tarde que era, y seguimos el sonido de las olas hasta el puerto.
A través de la niebla vi el barco que me llevaría a Boston. La cubierta estaba salpicada de faroles que iluminaban los preparativos para hacerse a la mar: marineros trepando por los palos, desplegando algunas de las velas; barriles rodando por una pasarela para ser almacenados en la bodega; el barco balanceándose suavemente bajo el cambiante peso.
Ahora sé que solo era un pequeño barco de carga, vulgar y corriente, pero en aquel momento me pareció un extraordinario buque comercial de la marina británica… o una bagala árabe; era el primer barco de verdad capaz de surcar los mares que veía. El miedo y la ansiedad me atenazaron el cuello -ya eran mis compañeros inseparables; el temor a lo desconocido y una incontenible ansia de aventuras- cuando me acerqué a la pasarela para subir al carguero; otro paso que me alejaba más de cuanto conocía y amaba, y a la vez otro paso que me acercaba más a mi misteriosa vida nueva.
Varios días después, el carguero llegó al puerto de Boston. Atracamos por la tarde, pero yo esperé hasta el atardecer para salir sigilosamente a la cubierta del barco. Todo estaba en silencio ya; los otros pasajeros habían desembarcado en cuanto el buque quedó sujeto en su amarradero, y al parecer ya habían bajado a tierra la mayor parte del cargamento. Los miembros de la tripulación, al menos aquellos cuyas caras recordaba, no estaban a la vista; probablemente habrían ido a disfrutar de los placeres de estar en tierra, visitando alguna de las tabernas que había frente al muelle. A juzgar por el número de establecimientos de aquella clase que había en la calle, las tabernas formaban parte integrante del negocio naviero, y eran más importantes que la madera o la lona de las velas.
Habíamos llegado a puerto mucho antes de lo previsto gracias a los vientos favorables, pero era solo cuestión de tiempo que el convento recibiera un aviso y enviara a alguien a recogerme. A decir verdad, el capitán me había mirado con curiosidad una o dos veces cuando yo me quedé bajo cubierta, preguntándose por qué no había desembarcado ya, y hasta se ofreció a buscarme un transporte que me llevara a mi destino si no conocía bien el camino.
Yo no quería ir al convento. Me había formado la idea de que sería algo intermedio entre una casa de trabajo para pobres y una prisión. Iba a ser mi castigo, un lugar diseñado para «corregirme» por todos los medios posibles, para curarme por estar enamorada de Jonathan. Me quitarían a mi hijo, mi última y única conexión con mi amado. ¿Cómo podía permitir tal cosa? Era la cobardía lo que me impedía huir del barco inmediatamente: la cobardía y la indecisión.
Pero por otra parte, me aterraba tener que arreglármelas sola. Las dificultades con las que me había encontrado en Camden serían cien veces peores en Boston, que parecía una ciudad enorme y rebosante de vida. ¿Cómo iba a abrirme camino? ¿A quién podía pedir ayuda, y más en mi situación? Sentía de pronto que no era sino una campesina ignorante de los territorios salvajes, completamente fuera de su lugar.
Al final, lo que me decidió a marcharme fue pensar en perder a mi hijo. Prefería dormir en una callejuela inmunda y ganarme el sustento fregando suelos a dejar que alguien me arrebatara a mi niño. En un estado de absoluto frenesí, me lancé a las calles de Boston, con solo mi pequeña bolsa de mano, abandonando el baúl en la oficina del capitán del puerto. Esperaba poder recuperarlo cuando hubiera encontrado un lugar donde vivir. Es decir, si el convento no lo confiscaba en mi nombre cuando descubrieran que yo había desaparecido.
Aunque esperé hasta el anochecer para escabullirme del barco, me sorprendió y asustó la febril actividad que seguía habiendo. La gente salía en grupos de las tabernas a las calles, llenaba las aceras, circulaba en ruidosos carruajes. Por las concurridas calles rodaban carros cargados de barriles y cajas tan grandes como ataúdes. Me metí por una y después por otra, sorteando a otros peatones, esquivando carros, incapaz de asimilar el trazado de las calles de una manera que tuviera sentido, sin saber, después de quince minutos de haber estado andando, dónde quedaba el puerto. Empecé a pensar que Boston era un lugar sombrío y cruel: cientos de personas se habían cruzado conmigo aquella noche, pero ni una se fijó en mi expresión aterrada, en la mirada perdida de mis ojos, en cómo vagaba sin rumbo. Nadie me preguntó si necesitaba ayuda.
El crepúsculo dio paso a la oscuridad. Se encendieron las farolas de las calles. El tráfico empezó a reducirse y la gente se apresuraba a volver a sus casas para pasar la noche, mientras los tenderos bajaban persianas y cerraban puertas. Volví a sentir la opresión del pánico en el pecho. ¿Dónde iba a dormir aquella noche? ¿Y la noche siguiente, y la siguiente, puestos a ello? No, me dije; no debía pensar con mucha anticipación, o caería en la desesperación. Ya tenía bastante con preocuparme por pasar aquella primera noche. Necesitaba un buen plan, o empezaría a desear haberme entregado al convento.
La solución era una posada o una pensión. La más barata posible, pensé, notando el tacto de las pocas monedas que me quedaban. El barrio en el que me había metido parecía residencial, y me esforcé por recordar dónde había visto por última vez un establecimiento público. ¿Había sido cerca de los muelles? Puede que sí, pero no me decidí a volver sobre mis pasos, pensando que aquello confirmaría que no sabía lo que estaba haciendo y que me había colocado en la peor situación posible. Ni siquiera estaba segura de la dirección por la que había llegado. Psicológicamente, era mejor seguir avanzando por territorio nuevo.
Estaba tan agotada que me detuve en medio de la calle para decidir cuál sería mi siguiente paso, sin prestar atención al tráfico, que en una parte más bulliciosa de la ciudad me habría atropellado. Estaba tan preocupada que tardé un minuto en darme cuenta de que junto a mí se había detenido un carruaje y que me estaban llamando.
– ¡Señorita! ¡Hola, señorita! -llamó una voz desde dentro del coche.
El coche ere muy bonito y muchísimo más elegante que cualquiera de los toscos carros de campo que yo había visto. La madera oscura relucía de tan lustrada, y todos sus apliques eran sumamente delicados y bien construidos. Lo tiraba un par de grandes caballos bayos, tan emperifollados como caballos de circo, pero aparejados con arneses negros, como los de un coche fúnebre.
– Oiga, ¿no habla inglés?
Un hombre apareció en la ventanilla del coche, un hombre que llevaba un sombrero de tres picos extraordinariamente vistoso, rematado con plumas moradas. Tenía la tez pálida y el pelo rubio, y un rostro alargado y aristocrático, pero una mueca despectiva y torcida en la boca lo afeaba, como si estuviera eternamente disgustado. Lo miré, sorprendida de que un desconocido tan elegante se estuviera dirigiendo a mí.
– Deja que lo intente yo -dijo una mujer en el interior del coche.
El hombre del sombrero se retiró de la ventanilla y la mujer ocupó su lugar. Si el hombre era pálido, ella lo era todavía más, con la piel del color de la nieve. Llevaba un vestido muy oscuro de tafetán marrón muaré, que tal vez era lo que le daba a su piel aquella apariencia como si no tuviera sangre. Era atractiva pero daba un poco de miedo, con los dientes puntiagudos ocultos tras unos labios estirados en una sonrisa tensa y falsa. Los ojos eran de un azul tan claro que parecían lavanda. Y lo que pude ver de su pelo -también ella llevaba un sombrero ornamentado, plantado en lo alto de su cabeza en un ángulo atrevido- era del color de los ranúnculos, pero muy peinado y pegado al cráneo.
– No tengas miedo -dijo antes de que yo me diera cuenta de que lo tenía, un poquito.
Me eché atrás mientras ella abría la puerta del carruaje y descendía a la calle, crujiendo al moverse, debido a la rigidez de la tela y a su voluminosa falda. Su vestido era la ropa más elegante que yo había visto nunca, adornado con volantes y lazos en miniatura y muy ajustado a su delgada cintura de avispa. Llevaba guantes negros y extendió una mano hacia mí despacio, como si temiera asustar a un perro tímido. Al hombre del sombrero se le unió un segundo que ocupó el puesto de la mujer en la ventanilla del coche.
– ¿Estás bien? Mis amigos y yo no hemos podido evitar fijarnos al pasar en que parecías perdida. -Su sonrisa era un poco más cálida.
– Yo… Bueno… es que… -musité, avergonzada de que alguien me hubiera descubierto, pero ansiando al mismo tiempo un poco de ayuda y de bondad humana.
– ¿Acabas de llegar a Boston? -preguntó el segundo hombre del coche desde su posición elevada. Parecía infinitamente más agradable que el primero, con el rostro moreno y ojos exquisitamente amables, y una delicadeza que inspiraba confianza.
Asentí.
– ¿Y tienes dónde alojarte? Perdona que haga suposiciones, pero pareces desvalida. ¿No tienes casa, ni amigos? -La mujer me acarició el brazo.
– Gracias por su interés. Tal vez puedan indicarme en qué dirección está la posada más próxima -empecé, cambiando de mano mi pesada bolsa.
Para entonces, el hombre alto y arrogante se había apeado también del carruaje y me arrebató la bolsa.
– Haremos algo mejor que eso. Te daremos alojamiento, lista noche.
La mujer me cogió del brazo y me guió hacia el coche.
– Vamos a una fiesta. Te gustan las fiestas, ¿verdad?
– Yo… no sé -balbuceé, con los sentidos alerta en señal de alarma. ¿Cómo podían tres personas acomodadas salir de la nada para rescatarme? Parecía natural (prudente, incluso) sentir desconfianza.
– No digas tonterías. ¿Cómo no vas a saber si te gusta ir a fiestas? A todo el mundo le gustan las fiestas. Habrá comida y bebida en abundancia, y diversión. Y al final, habrá una cama caliente para ti. -El hombre altivo subió mi bolsa al coche-. Además, ¿tienes una oferta mejor? ¿Prefieres dormir en la calle? No lo creo.
Tenía razón y, dejando aparte la intuición, no me quedaba más remedio que aceptar. Incluso me convencí de que aquel encuentro casual era cuestión de buena suerte. Habían respondido a mis necesidades, al menos por el momento. Vestían ropas caras y estaba claro que eran gente rica; era difícil que pensaran robarme. Tampoco parecían asesinos. Por qué estaban tan deseosos de llevar a una desconocida a una fiesta era, sin embargo, un completo misterio, pero parecía una locura poner en entredicho mi buena suerte hasta ese extremo.
Rodamos en tenso silencio durante unos minutos. Yo iba sentada entre la mujer y el jovial hombre moreno, y procuraba no darme por enterada de que el hombre rubio me taladraba con sus ojos. Cuando ya no pude contener más mi curiosidad, pregunté:
– Disculpen, pero ¿por qué, exactamente, desean que yo asista a esa fiesta? ¿No se molestará el anfitrión al recibir a un invitado inesperado?
La mujer y el hombre altivo dieron un soplido como si yo hubiera dicho una tontería.
– Ah, no te preocupes por eso. El anfitrión es amigo nuestro, y nos consta que le gusta recibir a jóvenes atractivas -dijo el hombre rubio con otro bufido.
La mujer le golpeó el dorso de la mano con su abanico.
– No hagas caso a estos dos -dijo el hombre moreno-. Se están divirtiendo a tu costa. Te doy mi palabra de que serás completamente bienvenida. Como has dicho, necesitas un sitio para pasar la noche y, sospecho, que también para dejar a un lado tus problemas durante unas horas. Y puede que encuentres algo más que necesitas -dijo, y tenía unos modales tan delicados que me dejé convencer.
Había muchas cosas que necesitaba, pero por encima de todo quería confiar en él. Confiar en que él sabía lo que más me convenía cuando yo misma no tenía ni idea.
Traqueteamos por una calle tras otra en el coche oscuro. Yo no dejaba de mirar por la ventanilla, procurando aprenderme la ruta como un niño en un cuento de hadas que necesitara recordar el camino de vuelta a casa. Era una pérdida de tiempo; no tenía ninguna esperanza de poder rehacer el trayecto, en el estado en que me encontraba. Por fin, el carruaje se detuvo delante de una mansión de ladrillo y piedra, iluminada para una fiesta, tan suntuosa que me quedé sin aliento. Pero al parecer, la fiesta aún no había empezado; no se veía ninguna actividad, ni hombres y mujeres en traje de noche, ni otros carruajes deteniéndose en la acera.
Unos lacayos abrieron las puertas de la mansión y la mujer encabezó la marcha como si fuera la dueña de la casa, quitándose los guantes dedo a dedo.
– ¿Dónde está? -le preguntó bruscamente a un mayordomo con librea.
El hombre volvió un instante los ojos hacia el cielo.
– Arriba, señora.
Mientras subíamos la escalera, me iba sintiendo cada vez más cohibida. Allí estaba yo, con un humilde vestido de confección casera. Olía a barco y salitre, y llevaba el pelo enredado y salpicado de agua salada. Me miré los pies y vi mis sencillos y rústicos zapatos manchados de barro de la calle, arqueados en las punteras debido al uso.
Le toqué el brazo a la mujer.
– No debería estar aquí. No estoy en condiciones para un acto elegante. Ni siquiera voy vestida para trabajar en la cocina de una casa tan lujosa. Voy a tener que irme…
– Te quedarás hasta que te demos permiso para marcharte. -Se volvió y me clavó las uñas en el antebrazo, arrancándome un gemido de dolor-. Ahora deja de hacer el tonto y ven con nosotros. Te garantizo que te lo vas a pasar bien esta noche. -Su tono me decía que mi disfrute era lo último que tenía en la mente.
Los cuatro pasamos por una serie de puertas hasta una alcoba, una habitación enorme, tan grande como toda la casa de mi familia en Saint Andrew. La mujer nos condujo directamente al vestidor, donde había un hombre de pie, de espaldas a nosotros. No cabía duda de que era el dueño de la casa, y a su lado había un sirviente. El señor vestía pantalones de terciopelo azul brillante y medias de seda blanca, y calzaba zapatos de fantasía. Llevaba una camisa con bordes de encaje y un chaleco a juego con los pantalones. No se había puesto su levita, de modo que tuve una clara visión de su auténtica figura sin que hubiera trucos de sastre que la embellecieran. No era tan alto y atlético como Jonathan -mi ideal de belleza masculina-, pero no obstante poseía un físico atractivo. Desde unas caderas estrechas se alzaban una espalda y unos hombros anchos. Debía de ser tremendamente fuerte, a juzgar por aquellos hombros, como algunos de los leñadores de Saint Andrew, anchos y poderosos. Y entonces se volvió y yo intenté que no se notara mi sorpresa.
Era mucho más joven de lo que yo había esperado, calculé que tendría veintitantos años, solo unos pocos más que yo. Y era atractivo de una manera curiosa, vagamente salvaje. Tenía un cutis aceitunado, que yo nunca había visto en nuestra aldea de escoceses y escandinavos. Su bigote y su barba oscuros cubrían a penas una mandíbula cuadrada, como si no llevaran mucho tiempo creciendo. Pero su rasgo más extraño eran sus ojos, de color verde oliva con manchas grises y doradas. Eran bellos como dos joyas, y sin embargo tenía una mirada de lobo, hipnotizante.
– Te hemos traído otra atracción para tu fiesta -anunció la mujer.
La mirada apreciativa del hombre fue tan descarada como si me hubiera examinado con las manos; después de aquella mirada, sentí que ya no tenía secretos para él. Se me secó la garganta y me flaquearon las rodillas.
– Éste es nuestro anfitrión. -La voz de la mujer flotó sobre mi hombro-. Inclínate, tonta. Estás en presencia de un aristócrata. Éste es el conde Cel Rau.
– Me llamo Adair. -Extendió una mano hacia mí, como para impedir que me inclinara-. Estamos en América, Tilde. Tengo entendido que los americanos no tienen nobles en su país, y por eso no se inclinan ante nadie. No debemos esperar que nos hagan reverencias.
– ¿Acaba de llegar a América? -De algún modo encontré valor para hablarle.
– Hace un par de semanas. -Dejó caer mi mano y se volvió hacia su sirviente.
– De Hungría -añadió el hombre bajo y moreno-. ¿Sabes dónde está eso?
La cabeza me daba vueltas.
– No, me temo que no.
A mi espalda sonaron risas contenidas.
– Eso no tiene importancia -les espetó Adair, el señor de la casa, a sus adeptos-. No podemos esperar que la gente conozca nuestra patria. Está más lejos que las millas de mar y tierra que hemos dejado atrás. Vista desde aquí, es otro mundo. Por eso he venido aquí: porque es otro mundo. -Hizo un gesto hacia mí-. Tú, ¿tienes nombre?
– Lanore.
– ¿Eres de aquí?
– ¿De Boston? No, he llegado hoy. Mi familia… -Traté de obviar el nudo que se me había formado en la garganta-. Ellos viven en el territorio de Maine, al norte. ¿Ha oído hablar de él?
– No -respondió él.
– Pues estamos a la par. -No sé de dónde saqué el descaro para bromear con él.
– Puede que lo estemos. -Dejó que el sirviente le ajustara la corbata, mirándome con curiosidad antes de dirigirse al trío-. No os quedéis aquí -dijo-. Preparadla para la fiesta.
Me condujeron a otra habitación, llena de baúles apilados sobre más baúles. Echaron atrás las tapas, rebuscando hasta encontrar ropa de mi medida, un bonito vestido de algodón rojo y un par de zapatos de raso. El conjunto no combinaba bien, pero las ropas eran más delicadas que todo lo que yo me había puesto en mi vida. Se le había ordenado a una sirvienta que preparara un baño rápido, y a mí se me dijo que me limpiara a conciencia, pero deprisa. «Esto lo quemaremos», dijo el hombre rubio, señalando con la cabeza mis ropas de confección casera, ahora tiradas en el suelo. Antes de dejarme para que me bañara, la intimidante mujer rubia me puso en la mano una copa llena de vino tinto agitándose dentro.
– Bebe -dijo-. Tienes que estar sedienta.
La vacié de dos tragos.
Supe que el vino contenía alguna droga en cuanto salí del cuarto de baño. Los suelos y las paredes parecían moverse y necesité todo mi poder de concentración para recorrer el pasillo. Para entonces habían empezado a llegar los invitados, casi todos hombres bien vestidos y con pelucas, con máscaras que les ocultaban el rostro. El trío había desaparecido y me había quedado sola. Aturdida, deambulé de una habitación a otra, intentando enterarme de lo que pasaba, de la ruidosa bacanal que se desarrollaba a mi alrededor. Recuerdo haber visto partidas de cartas en un salón enorme, mesas a las que se sentaban cuatro o cinco hombres, entre gruñidos de hilaridad y rabia cuando las monedas pasaban de un lado a otro de la mesa. Seguí vagando, entrando y saliendo de una habitación a otra. Cuando me tambaleaba por un pasillo, un desconocido intentó cogerme la mano, pero yo me solté y huí corriendo lo más rápido que pude, dada mi desorientación. Había hombres y mujeres jóvenes, perplejos y sin máscaras, todos muy atractivos, conducidos en todas direcciones por los asistentes a la fiesta.
Empecé a tener alucinaciones. Estaba convencida de que estaba soñando, y en sueños me metí en un laberinto. No podía hacerme entender; solo conseguía farfullar y, de todas maneras, nadie parecía interesado en escucharme. Por lo visto, no había manera de salir de aquella fiesta infernal, era imposible llegar a la relativa seguridad de la calle. En aquel momento, sentí que una mano me cogía del codo y me desmayé.
Cuando desperté, estaba tumbada de espaldas en una cama, casi sofocada por el hombre que tenía encima. Su rostro estaba demasiado cerca del mío, su aliento caliente me quemaba en la cara. Me estremecí bajo su peso y el insistente golpeteo de su cuerpo contra el mío, y me oí gemir y llorar de dolor, pero aquel dolor me parecía ajeno, mitigado por la droga. Sabía en mi fuero interno que lo reviviría todo más adelante. Intenté gritar para pedir ayuda y una mano sudorosa me tapó la boca, introduciendo unos dedos salados entre mis labios.
– Calla, muñeca -gruñó el hombre que tenía encima, con los ojos semicerrados.
Por encima de sus hombros, vi que nos estaban observando. Hombres enmascarados sentados en sillas arrimadas a los pies de la cama, con copas en las manos, riendo y animando al hombre. Sentado en medio del grupo, con una pierna cruzada sobre la otra, estaba el anfitrión. El conde. Adair.
Desperté sobresaltada. Estaba en una cama grande en una habitación oscura y silenciosa. El leve esfuerzo que necesité para despertarme me causó lacerantes punzadas de dolor por todo el cuerpo. Me sentía como si me hubieran vuelto del revés, descoyuntada, en carne viva y rígida, entumecida de la cintura para abajo. Tenía el estómago revuelto, un mar de bilis. Mi cara estaba hinchada, la boca también, los labios secos y agrietados. Sabía lo que me había ocurrido la noche anterior, mi dolor era toda la evidencia que precisaba. Lo que necesitaba en ese momento era sobrevivir a aquello.
Entonces lo vi, tumbado en la cama junto a mí. Adair. Su rostro dormido era casi beatífico. Por lo que pude ver, estaba desnudo aunque cubierto por las sábanas de la cintura a los pies. Tenía la espalda vuelta hacia mí, surcada por viejas cicatrices que evocaban un castigo brutal en algún tiempo pasado.
Me incliné sobre el borde de la cama y, agarrada al colchón, vomité en el suelo.
Mis arcadas despertaron al anfitrión. También él gimió polla resaca, o eso supuse yo, y se llevó una mano a la sien. Sus ojos verdes y dorados parpadeaban de incertidumbre.
– Dios mío, todavía estás aquí -me dijo.
Me lancé sobre él, furiosa, con un puño en alto para golpearlo, pero él me apartó a un lado con un lánguido pero poderoso brazo.
– No hagas tonterías -me advirtió- o te parto en dos como una vara.
Pensé en los otros hombres y mujeres jóvenes que había visto por la noche.
– ¿Dónde están los otros? -pregunté.
– Habrán cobrado y se habrán ido, supongo -murmuró Adair, pasándose una mano por el pelo revuelto. Arrugó la nariz al oler mi vómito reciente-. Trae a alguien que limpie eso -dijo, bajándose de la cama.
– No soy su criada. Y no soy una… -Busqué una palabra que no sabía si existía.
– ¿No eres una puta? -Apartó de un tirón una manta de la cama y se envolvió el cuerpo con ella-. Pues tampoco eras virgen.
– Eso no quiere decir que desee que me droguen y que me viole un grupo de hombres.
Adair no dijo nada. Se sujetó la manta a las caderas, se dirigió a la puerta y llamó a gritos a una sirvienta. Después se volvió para darme la cara.
– ¿Así que piensas que me he portado mal contigo? ¿Y qué vas a hacer? Puedes contarle tu historia al agente de policía, y él te encerrará por prostituta. Así que te sugiero que cobres tu paga y le saques una comida a la cocinera antes de irte. -Entonces ladeó la cabeza y me miró por segunda vez-. Tú eres la que Tilde encontró en la calle, la que no tenía adónde ir. Bueno… que no se diga que no soy generoso. Puedes quedarte unos días con nosotros. Descansa y planea tu futuro, si quieres.
– ¿Y tendré que ganarme la comida igual que anoche? -pregunté con acritud.
– ¿Tienes la osadía de hablarme así? Estás sola en el mundo, nadie sabe que te encuentras aquí. Podría devorarte como si fueras un conejito, un conejito estofado. ¿No te da ningún miedo eso? -Me dirigió una sonrisa burlona, pero con un brillo de aprobación-. Ya veremos qué se me ocurre.
Se dejó caer en un sofá, envolviéndose en la manta. Para ser un aristócrata, tenía modales de rufián.
Traté de ponerme en pie y buscar mi ropa, pero la cabeza me daba vueltas. Volví a caer en la cama, justo cuando entraba una sirvienta con bayetas y un cubo. Sin prestarme ninguna atención, se puso de rodillas para ocuparse de mi vomitona. Fue entonces cuando sentí una punzada intensa en el vientre, una sensación definida perdida entre un océano de dolor. Estaba cubierta de pies a cabeza por arañazos, verdugones y magulladuras. Sin duda, el dolor que sentía dentro tenía el mismo origen que el dolor que sentía en mi cuerpo: me lo había infligido una bestia.
Intenté huir de la mansión, aunque tuviera que arrastrarme a cuatro patas. Pero no llegué más allá de los pies de la cama; me desplomé de golpe, exhausta.
Pasarían meses antes de que saliera de aquella casa.
Condado de Aroostook, Maine, en la actualidad
El amanecer en esta época del año tiene un tono característico, un amarillo grisáceo polvoriento, como la superficie de la yema de un huevo duro. Luke podría jurar que flota sobre la tierra como los miasmas o como el lamento de un fantasma, pero sabe que probablemente no es más que un efecto de la luz sobre las moléculas de agua en el aire matutino. Ya sea un efecto óptico o una antigua maldición, el caso es que le da a la mañana un aspecto peculiar: el cielo amarillo es un techo bajo de nubes con tonos ominosos, contra el que se recortan las siluetas grises y pardas de los árboles casi desnudos.
Después de ver el coche de policía en el espejo retrovisor, Luke ha decidido que no pueden seguir el viaje hasta la frontera con Canadá en su camioneta. Es fácil de identificar, con sus placas de médico y la pegatina del antiguo colegio de Jolene en el parachoques, proclamando que la hija del conductor está en el cuadro de honor de la escuela de enseñanza primaria Río Allagash. (Desde que Tricia insistió en que pusieran la pegatina en su vieja camioneta, Luke se ha preguntado si existen cuadros de honor en las escuelas infantiles.) Así que han pasado la última media hora volviendo hacia Saint Andrew, circulando a toda velocidad por carreteras de segunda para llegar a la casa de alguien en quien Luke cree que puede confiar. Primero ha llamado por el teléfono móvil para pedir si pueden prestarle un coche, pero sobre todo porque quiere saber si la policía ha estado preguntando por él.
Se detiene ante una granja reformada a las afueras de Saint Andrew. La casa es muy bonita, una de las más grandes y mejor conservadas, con detalles como guirnaldas de sauce americano decorando el porche panorámico y lámparas solares flanqueando el sendero de entrada. Pertenece a un médico nuevo del hospital, un anestesista llamado Peter, que se mudó de la ciudad para poder criar a sus hijos en el campo, donde cree que no hay delincuencia ni drogas. Es un tipo patológicamente simpático, incluso con Luke, que, quisquilloso y todavía dolido por todos sus recientes problemas, se ha apartado de todos en los últimos meses.
Cuando Luke llama a la puerta, Peter abre en albornoz y zapatillas, con una expresión seria en la cara. Parece que la llamada telefónica de Luke le ha sacado de la cama, lo que hace que Luke se sienta avergonzado.
Peter le pone a Luke una mano en el brazo cuando se encuentran en el umbral – ¿Va todo bien?
– Siento pedirte esto, ya sé que es una petición rara -dice Luke, pasando el peso de un pie al otro y con la cabeza gacha. Ha estado maquinando su mentira durante los diez últimos minutos-. Es que… la hija de mi primo ha pasado unos días conmigo y le prometí a su madre que la llevaría a casa a tiempo de tomar el autobús para no sé qué excursión escolar. Pero mi camioneta está haciendo cosas raras y temo que no consiga ir hasta allí y volver… -El tono de voz de Luke refleja la justa proporción de impotencia y de disculpas por molestar a un amigo, y consigue dar la idea de que su situación es apurada y de que solo un desalmado se negaría a prestarle ayuda.
Peter mira por encima de los hombros de Luke la camioneta aparcada al final del largo sendero de entrada, donde -Luke lo sabe- verá a Lanny de pie al lado del vehículo, con la maleta a los pies. Está demasiado lejos para que Peter pueda verla bien, por si acaso aparece después la policía haciendo preguntas. Lanny saluda a Peter con la mano.
– ¿No acabas de salir de tu turno? -Peter vuelve a mirar a Luke, tan atentamente que podría estar examinándole por si tiene pulgas-. ¿No estás cansado?
– Sí, pero estoy bien. Ha sido una noche tranquila. He dormido un poco -miente-. Tendré cuidado.
Peter saca las llaves de un bolsillo y las deposita en la mano de Luke. Cuando Luke intenta darle a cambio las llaves de la camioneta, Peter se resiste.
– No hace falta que me dejes las llaves. No tardarás mucho, ¿verdad?
Luke se encoge de hombros, procurando parecer despreocupado.
– Es solo por si tienes que moverla o algo así. Nunca se sabe.
La puerta del garaje de tres plazas se levanta despacio y Luke mira el llavero y descubre que Peter le está confiando un todoterreno de lujo nuevo, gris acero reluciente. Asientos de cuero con calefacción y un lector de DVD para la segunda fila, para mantener tranquilos a los niños en los viajes largos. Recuerda que la gente del hospital se burló de Peter el primer día que apareció con él, ya que el vehículo era muy poco adecuado para aquella zona; lo más probable es que su reluciente carrocería quede corroída por el salitre de la carretera al final de su tercer invierno.
Luke saca el todoterreno del garaje marcha atrás, y espera a la entrada del sendero a que Lanny trepe al asiento del copiloto.
– Bonito coche -dice ella, agarrando el cinturón de seguridad-. Tú sí que sabes hacer cambios.
Tararea para sí misma mientras Luke conduce el coche por la carretera, de nuevo en dirección al puesto fronterizo con Canadá, esa vez medio ocultos tras unos cristales tintados. Se siente culpable por lo que ha hecho. No sabe muy bien por qué, pero sospecha que no dará media vuelta en cuanto hayan cruzado la frontera, que es la razón de que le haya dejado a su amigo las llaves de su abollada camioneta. No es que Peter necesite la camioneta; es evidente que tiene otros vehículos si necesita ir a alguna parte. Aun así, eso hace que Luke se sienta mejor, como si hubiera dejado una señal de buena fe, porque sabe que Peter va a pensar mal de él muy pronto.
Lanny busca la mirada de Luke cuando frenan en un cruce desierto.
– Gracias -dice con sincera gratitud-. Pareces uno de esos hombres a los que no les gusta pedir favores, así que… quiero que sepas que te agradezco lo que estás haciendo por mí.
Luke se limita a asentir, preguntándose hasta dónde va a llegar, y qué precio habrá que pagar, para ayudarla a escapar.
Boston, 1817
Me desperté en una cama diferente, en una habitación diferente, con el hombre moreno del carruaje sentado al lado del lecho con un cuenco de agua y una compresa fría para mi frente.
– Ah, vuelves a estar entre los vivos -dijo cuando abrí los ojos, quitándome la compresa que tenía en la frente y metiéndola en el agua para empaparla.
Detrás de él se filtraba una luz fría a través de la ventana, y por eso supe que era de día, pero ¿qué día? Miré bajo las sábanas y vi que tenía puesto un camisón corriente. Me habían dado una habitación para mí sola, que a todas luces correspondía a un miembro importante de la servidumbre, pequeña y debidamente equipada.
– ¿Por qué sigo estando aquí? -pegunté, atontada.
Él hizo caso omiso de mi pregunta.
– ¿Cómo te sientes?
El dolor volvió poco a poco, una punzada ardiente y molesta en el abdomen.
– Como si me hubieran apuñalado con un cuchillo oxidado.
Él frunció ligeramente el ceño y después cogió un cuenco de sopa que había en el suelo.
– Lo que más te conviene es reposo, reposo absoluto. Es probable que tengas una perforación por ahí, en algún sitio… -Señaló desde arriba mi estómago-. Necesitas curarte lo más rápidamente posible, antes de que se extienda una infección. Lo he visto otras veces. Puede llegar a ser grave.
El niño. Me incorporé en la cama.
– Quiero ver a un médico. O a una comadrona.
Él introdujo una cuchara en el caldo transparente, haciendo sonar el metal contra la porcelana.
– Es muy pronto para eso. Esperaremos un poco, para ver si empeora.
Entre aplicaciones de la compresa y cucharadas de sopa, fue respondiendo a mis preguntas. Primero me habló de sí mismo. Se llamaba Alejandro y era el hijo menor de una buena familia española, de Toledo. Al ser el hijo más joven, no tenía posibilidades de heredar las propiedades de la familia. El segundo hijo había ingresado en el ejército y era capitán de un temible galeón español. El tercero servía en la corte del rey de España y pronto iba a ser enviado como diplomático a un país extranjero. De ese modo, la familia había cumplido con sus tradicionales obligaciones con el rey y la patria. Alejandro era libre para decidir qué hacer con su vida, y después de varios incidentes y golpes de suerte, había terminado encontrándose con Adair.
Adair, explicó, tenía auténtica sangre real del Viejo Mundo, y era tan rico como algunos príncipes, pues había conseguido mantener propiedades que habían pertenecido a su familia desde hacía siglos. Cansado de Europa, había ido a Boston por la novedad, porque había oído historias y quería experimentar personalmente el Nuevo Mundo. Alejandro y los otros dos del carruaje -Tilde, la mujer, y Donatello, el hombre rubio- eran cortesanos de Adair.
– Toda realeza tiene su corte -dijo Alejandro, en el primero de muchos argumentos panfletarios-. Tiene que estar rodeado de gente educada, de buena cuna, que se encargue de satisfacer sus necesidades. Nosotros lo protegemos de los sinsabores del mundo.
Donatello, explicó, procedía de Italia, donde había sido ayudante e inspiración de un gran artista cuyo nombre no me sonaba de nada. Y Tilde… Su pasado era un misterio, confesó Alejandro. Lo único que sabía de ella era que venía de un país nórdico tan nevado y frío como el mío. Tilde ya estaba con Adair cuando Alejandro se había unido a la corte.
– Él la escucha, y tiene muy mal genio, así que ten cuidado con ella en todo momento -me advirtió, metiendo la cuchara en el cuenco para coger más caldo.
– No voy a estar aquí ni un minuto más de lo necesario -dije, acercando la boca a la cuchara-. Me marcharé en cuanto me sienta mejor.
Alejandro no hizo ningún comentario y pareció concentrado en llevar la siguiente cucharada de caldo a mi boca abierta.
– Hay otro miembro de la corte de Adair -dijo, y después se apresuró a añadir-: pero probablemente no llegarás a conocerla. Es muy… solitaria. Así que no te sorprendas si te parece que ves pasar un fantasma.
– ¿Un fantasma? -Se me erizaron los pelos de la nuca y me volvieron a la mente las historias de espectros de los carreteros, los muertos tristes que buscan a sus seres amados.
– No es un fantasma de verdad -aclaró-, aunque bien podría serlo. Siempre anda sola, y la única manera de verla es tropezándose con ella, como cuando te encuentras con un ciervo en el bosque. No habla, y no te hará caso si intentas hablarle. Se llama Uzra.
Aunque le agradecía a Alejandro que me hiciera partícipe de sus conocimientos, cada fragmento de información que me daba me resultaba incómodo, como si fuera una nueva prueba de mi ignorancia y de lo aislada que me había criado. Nunca me habían hablado de aquellos países extranjeros, no conocía el nombre de ningún artista famoso. Lo más inquietante era aquella Uzra. No quería conocer a una mujer que se había convertido en un fantasma. ¿Y qué había hecho Adair para impedir que ella hablara? ¿Cortarle la lengua? Sin duda, era lo bastante cruel para hacerlo.
– No sé por qué se molesta contándome estas cosas -espeté-. No voy a quedarme.
Alejandro me observó con la sonrisa beatífica de un monaguillo y ojos chispeantes.
– Es solo una manera de pasar el tiempo. ¿Te traigo más sopa?
Pero aquella noche, cuando oí a Adair y a sus cortesanos deambular por el pasillo preparándose para salir a pasar la velada, me arrastré fuera de mi cama y fui al descansillo a mirar. Qué hermosos eran, enfundados en terciopelo y brocados, empolvados y peinados por sirvientes que habían pasado horas ocupándose de ellos. Tilde, con joyas prendidas a su pelo rubio y los labios pintados de rojo. Dona, con una inmaculada corbata blanca subida hasta el mentón, realzando su cuello aristocrático y su larga barbilla. Alejandro, con una larga levita negra y su perenne expresión triste. Charlando entre ellos con sus afiladas lenguas y alborotados como aves con plumaje real.
Pero sobre todo me fijé en Adair, porque era fascinante. Un salvaje ataviado con galas de caballero. Entonces lo comprendí: era un lobo disfrazado de cordero, que aquella noche salía de caza con su jauría de chacales para señalarle las presas. Cazaban por diversión, como me habían cazado a mí. Él había sido el lobo y yo el conejo, con el tierno cuello peludo tan fácil de romper por aquellas fauces despiadadas. El lacayo colocó la capa sobre los hombros de Adair y este, al marcharse, miró hacia arriba en mi dirección, como si hubiera sabido todo el tiempo que yo estaba allí, y me dirigió una mirada y una ligera sonrisa que me hizo retroceder trastabillando. Debería haber tenido miedo de él -y tenía miedo de él-, y sin embargo estaba cautivada. Una parte de mí quería ser uno de ellos, deseaba ir del brazo con Adair cuando él y sus cortesanos salieran a divertirse, a ser adulados por admiradores, como tenía que ser. Aquella noche, el grupo me despertó al regresar a casa, y no me sorprendió que Adair entrara en mi habitación y me llevara a su cama. A pesar de mi débil salud, me poseyó aquella noche y yo se lo permití, rendida a la emoción de notar su peso sobre mí, de su penetración y de la sensación de su boca en mi piel. Me susurraba al oído mientras copulábamos, más gemidos que palabras, y yo no pude distinguir lo que decía, aparte de «no puedes negarme» y «mía», como si aquella noche me reclamara como su propiedad. Después me quedé tumbada a su lado, temblando al asumir mi esclavitud.
A la mañana siguiente, cuando desperté en mi pequeña y tranquila habitación, el dolor en la parte baja de mi vientre era mucho más intenso. Intenté andar, pero cada paso estaba seguido por un agudo pinchazo en el abdomen, y expulsaba sangre y heces. No podía ni pensar en llegar hasta la puerta de la calle, y mucho menos encontrar a alguien que se ocupara de mí. Por la tarde estaba consumida por la fiebre, y durante los días siguientes estuve entrando y saliendo del sueño, y cada vez me despertaba más débil que la anterior. La piel se me puso pálida y sensible y se me enrojecieron los bordes de los ojos. Si mis arañazos y magulladuras se iban curando, lo hacían demasiado despacio para poder apreciarlo. Alejandro, la única persona que se acercaba a mi cama, emitió su diagnóstico meneando la cabeza: «Una perforación intestinal».
– Seguro que será una afección sin importancia -pregunté, esperanzada.
– No, si se infecta.
A pesar de mi ignorancia de las complejidades de la anatomía, si el dolor era indicación de un problema, el niño tenía que estar en peligro.
– Un médico -supliqué, apretándole la mano.
– Hablaré con Adair -prometió.
Pocas horas después, Adair irrumpió en la habitación. No vi ni una chispa de reconocimiento del placer que habíamos compartido la noche anterior. Acercó un taburete a la cama y empezó a examinarme, tocándome la frente con los dedos para juzgar la temperatura.
– Dice Alejandro que tu estado no ha mejorado.
– Por favor, haga llamar a un médico. Le pagaré algún día, en cuanto pueda…
Chasqueó la lengua como para indicar que el coste no tenía importancia. Me levantó un párpado, y después me palpó a ambos lados del cuello, bajo la mandíbula. Cuando terminó, se levantó del taburete.
– Volveré dentro de un momento -dijo, y salió al instante de la habitación.
Me había quedado dormida cuando regresó con una vieja y desportillada jarra en las manos. Me incorporó hasta dejarme sentada antes de pasarme la jarra. El contenido olía a barro y a hierbas cocidas, y parecía agua de pantano.
– Bebe -dijo.
– ¿Qué es?
– Te ayudará a sentirte mejor.
– ¿Es usted médico?
Adair me dirigió una mirada de fastidio.
– No, no soy lo que tú considerarías un médico. Se podría decir que he estudiado la medicina tradicional. Si esto se hubiera cocido más, sabría mucho mejor, pero no había tiempo -añadió, como si no quisiera que yo me formara una mala opinión de sus habilidades debido al sabor.
– ¿Quiere decir que es como una comadrona?
No hace falta decir que las comadronas -aunque muchas veces eran las únicas practicantes de la medicina en un pueblo- no tenían estudios, ya que a las mujeres no se les permitía asistir a clases de medicina en la universidad. Las mujeres que se hacían comadronas adquirían sus conocimientos sobre el parto y los tratamientos con hierbas y bayas a base de aprendizaje, casi siempre de sus madres u otras parientes.
– No exactamente -dijo él con desdén, dando la impresión de que se tomaba a las comadronas tan poco en serio como a los doctores-. Ahora, bebe.
Hice lo que me ordenaba, pensando que no accedería a llamar a un médico si estaba molesto conmigo por no haber probado su medicina. Tenía la sensación de que lo iba a vomitar todo delante de él, ya que aquel brebaje estaba lleno de hierbas y su sabor era amargo a causa de una tierra que no podía quitarme de la boca.
– Ahora, descansa un poco y ya veremos cómo te va -dijo, recogiendo la jarra.
Le puse la mano en la muñeca.
– Dígame, Adair… -Pero entonces me quedé en blanco.
– Que te diga ¿qué?
– No sé cómo interpretar su comportamiento conmigo… la otra noche…
Él torció su atractiva boca en una sonrisa cruel.
– ¿Es tan difícil de entender?
Me ayudó a recostarme de nuevo sobre las almohadas y después me subió la manta hasta la barbilla. La alisó sobre mi pecho y me acarició el cabello con mucha dulzura. Su expresión burlona se suavizó y por un momento lo único que vi fue su cara aniñada y un destello de amabilidad en sus ojos verdes.
– ¿Te resulta extraño que te haya cogido un poco de cariño, Lanore? Has resultado ser toda una sorpresa, no una simple chiquilla desharrapada que Tilde sacó de la calle. Siento algo en ti… eres un espíritu afín de alguna manera que todavía no he descubierto. Pero ya lo haré. Primero tienes que ponerte bien. Veamos si este elixir te resulta de algún provecho. Ahora procura descansar. Alguien vendrá más tarde a ver cómo estás.
Su revelación me sorprendió. A juzgar por aquella única noche, lo que existía entre nosotros era atracción mutua. Deseo, por decirlo claramente. Por una parte, me halagaba pensar que un noble, un hombre con riquezas y título, pudiera estar interesado en mí, pero por otra parte, era también un sádico egoísta. A pesar de las señales de alarma, Adair me estaba dando cariño, un sucedáneo de lo que yo había deseado de otro hombre.
Se me calmó el estómago y olvidé el sabor del amargo elixir. Tenía un nuevo enigma que resolver. Pero mi curiosidad no podía competir con la medicina de Adair, y al poco rato me quedé apaciblemente dormida.
Pasaron otra noche y otro día, pero no vino a verme ningún médico y empecé a preguntarme a qué estaba jugando Adair. No había vuelto a visitarme desde que confesó su interés por mí; enviaba sirvientas a mi habitación con nuevas dosis del elixir, pero ningún médico se materializó en mi puerta. Después de que transcurrieran treinta y seis horas, volví a recelar de sus motivos.
Tenía que salir de aquella casa. Si me quedaba, moriría en aquella cama y mi hijo moriría conmigo. Tenía que encontrar un médico o a alguien que me devolviera la salud o, como mínimo, me mantuviera viva hasta que pudiera dar a luz. El niño sería la única prueba de amor de Jonathan, y yo estaba empeñada en que aquella prueba viviera después de mi propia muerte.
Salí tambaleándome del lecho para buscar mi bolsa de mano, pero mientras palpaba bajo la cama y en un armario, me percaté de que la humedad helada de mis prendas íntimas se me pegaba a las piernas. Me habían quitado la ropa interior y me habían envuelto en un pañal de tela que absorbía la repugnante descarga que salía de mí. La tela estaba sucia y apestaba: era imposible que pudiera caminar así por las calles sin que me tomaran por una pobre loca y me llevaran a un manicomio. Necesitaba ropa, mi capa, pero se lo habían llevado todo.
Por supuesto, sabía dónde podía encontrar algo que ponerme. La habitación llena de baúles, adonde me habían conducido en la primera y fatídica noche.
Fuera de mi habitación había silencio, solo se oía el murmullo de una conversación entre un par de sirvientas que se elevaba por el hueco de la escalera. El pasillo estaba vacío. Llegué a trompicones hasta la escalera, pero estaba tan febril y tenía los miembros tan débiles que tuve que recurrir a las manos y las rodillas para subir al siguiente piso. Una vez allí, me apoyé en la pared para coger aliento y orientarme. ¿Qué pasillo llevaba a la habitación de los baúles? Todos los pasillos parecían iguales y había tantas puertas… No tenía fuerzas ni tiempo para probarlas todas…
Y cuando estaba allí, casi llorando de frustración y dolor, luchando por aferrarme a mi decisión de escapar, la vi, vi al fantasma.
Con el rabillo del ojo vi que algo se movía y supuse que era una chica de la cocina camino del desván de los sirvientes, en la parte alta del ático, pero la figura que estaba en el descansillo no era una vulgar sirvienta.
Era muy menuda. Si no fuera por el desarrollado busto y las marcadas caderas, se la habría podido confundir con una niña. Sus formas de mujer estaban envueltas en un exótico vestido hecho de finísima seda, pantalones abombados y una túnica sin mangas demasiado pequeña para cubrirle por completo los pechos. Y eran unos pechos preciosos, perfectamente redondos, firmes y altos. Solo con mirarlos se sabía lo que pesarían en la mano, el tipo de pechos que conseguían que a cualquier hombre se le hiciera la boca agua.
Además de su voluptuosa figura, era de una gran belleza. Los ojos almendrados parecían aún más grandes gracias a un reborde de kohl. El cabello tenía un sinfín de tonos cobrizos, castaño rojizos y dorados, y le caía en desordenados rizos hasta la parte baja de la espalda. Alejandro había descrito a la perfección el color de su piel: canela, aparentemente salpicada de mica para hacer que la mujer brillara como si estuviera hecha de una piedra preciosa. Ahora recuerdo todo aquello con la ventaja de haberla visto muchas veces después de aquel episodio y saber que era de carne y hueso, pero en aquel momento la verdad era que podía haber sido una aparición conjurada por la mente masculina como la fantasía sexual perfecta. Su visión te sobresaltaba y te dejaba sin aliento. Temí que si me movía, se esfumaría. Ella me miró con cautela mientras yo la miraba a ella.
– Por favor, no se vaya. Necesito su ayuda. -Cansada de estar de pie, me apoyé en el pasamanos. Ella dio un paso atrás, sin hacer ningún ruido con sus pies descalzos sobre la alfombra-. No, por favor, no me deje. Estoy enferma y necesito salir de esta casa. Se lo ruego, necesito que me ayude a seguir viva. Se llama Uzra, ¿verdad?
Al oír su nombre, se deslizó hacia atrás unos pasos más, dio media vuelta y desapareció en la oscuridad en lo alto de la escalera del ático. No sé si en aquel momento me fallaron las fuerzas o si lo que falló fue mi determinación cuando ella huyó de mí, pero me dejé caer en el suelo. El techo daba vueltas sobre mi cabeza, como un farol girando en un cable retorcido: primero en una dirección y luego en la otra. Después, todo se puso oscuro.
Lo siguiente fueron unos murmullos y el contacto de unos dedos.
– ¿Qué está haciendo fuera de su habitación? -Era la voz de Adair, ronca y baja-. Dijiste que no conseguiría levantarse de la cama.
– Se ve que es más fuerte de lo que parece -murmuró Alejandro.
Alguien me levantó y me sentí ingrávida, como si flotara.
– Vuelve a ponerla ahí, y esta vez cierra la puerta. No debe salir de esta casa. -La voz de Adair empezó a alejarse-. ¿Va a morir?
– ¿Cómo demonios voy a saberlo? -murmuró Alejandro para sí mismo, y después gritó mucho más fuerte para que Adair pudiera oírle-. ¡Supongo que eso depende de ti!
Dependía de él… Me repetí esas extrañas palabras mientras volvía a caer en la inconsciencia. ¿Cómo podía depender de él que yo viviera o muriera? Pero no tuve tiempo de reflexionar más sobre aquella intrigante conversación, ya que me precipité en el vacío de una inconsciencia sin luz ni sonido.
– Se está muriendo. No pasará de hoy.
Era la voz de Alejandro y sus palabras no eran para mis oídos. Pestañeé. Él estaba de pie junto a Adair al lado de mi cama. Los dos tenían los brazos cruzados sobre el pecho en un gesto de resignación y expresiones serias en los rostros.
Ya había llegado la hora, el final absoluto, y yo seguía sin tener ni idea de lo que querían hacer conmigo, por qué Adair se había molestado en confundirme con una declaración de cariño, o en tratarme con pócimas homeopáticas, pero me negaba los cuidados de un médico. En aquel momento, su extraña conducta ya no tenía importancia: iba a morir. Si lo que querían era mi cuerpo -para disecciones o experimentación médica, o para utilizarlo en un ritual satánico-, nadie podría impedírselo. Al fin y al cabo, ¿qué era yo, sino una vagabunda sin dinero y sin amigos? Ni siquiera era su sirvienta; era menos que eso, una mujer que dejaba que unos desconocidos hicieran lo que quisieran con ella a cambio de cobijo y una comida. Habría llorado por haberme convertido en algo así, pero la fiebre me había secado, dejándome sin lágrimas.
No pude evitar estar de acuerdo con la conclusión de Alejandro: tenía que estar muriéndome. Un cuerpo no puede sentirse tan mal y seguir viviendo. La fiebre me consumía, me ardían todos los músculos. Me dolía todo. Cada vez que respiraba, mis costillas crujían como un fuelle oxidado. Si no hubiera estado tan triste por llevarme conmigo al hijo de Jonathan y no hubiera tenido tanto miedo del terrible peso de los pecados por los que sería juzgada, habría rezado a Dios para que tuviera la misericordia de dejarme morir.
Solo lamentaba una cosa, y era que no volvería a ver a Jonathan. Había creído con tanto fervor que estábamos destinados a estar juntos que parecía inconcebible que pudiéramos estar separados, que yo fuera a morir sin poder extender el brazo y tocar su cara, que él no estaría cogiéndome la mano mientras se me escapaba el último aliento. La gravedad de mi situación se me hizo real en aquel momento: aquello era mi fin, no podía hacer nada, ninguna súplica a Dios conseguiría cambiar aquello. Y lo que yo más quería, por encima de todo, era ver a Jonathan.
– Tú decides -le dijo Alejandro a Adair, que no había dicho una palabra-. Si ella te gusta. Dona y Tilde ya han dejado claras sus posturas.
– No es cuestión de votos -gruñó Adair-. Ninguno de vosotros puede decidir quién se une a nuestra familia. Todos seguís existiendo porque yo lo quiero. – ¿Había oído bien? Me pareció que no; sus palabras se distorsionaban y retumbaban en mi cabeza-. Seguís sirviéndome porque yo lo quiero.
Adair se acercó a mí y me pasó una mano por la sudorosa frente.
– ¿Ves la expresión de su rostro, Alejandro? Sabe que se está muriendo y está luchando contra ello. Vi esa misma expresión en tu cara, en la de Tilde… es siempre la misma. -Me acarició la mejilla-. Escúchame, Lanore. Te voy a dar un regalo extraordinario. ¿Entiendes? Si no intervengo, morirás. Así que este va a ser nuestro trato. Estoy dispuesto a atraparte cuando mueras y traer tu alma de vuelta a este mundo. Pero eso significa que me pertenecerás por completo, no solo tu cuerpo. Poseer tu cuerpo es cosa fácil. Puedo hacerlo ahora mismo. Quiero más de ti, quiero tu alma ardiente. ¿Accedes a eso? -preguntó, escudriñando mis ojos en busca de una reacción-. Prepárate -me dijo. Yo no sabía de qué me estaba hablando Se inclinó para acercarse más, como un sacerdote dispuesto a escuchar mi confesión. Levantó un frasquito plateado tan fino como el pico de un colibrí y le quitó el tapón, que más parecía un alfiler que un tapón.
– Abre la boca -ordenó, pero yo estaba paralizada de miedo-. Abre la maldita boca -repitió- o te parto la mandíbula en dos.
En mi confusión pensé que me estaba ofreciendo los últimos sacramentos -al fin y al cabo, yo pertenecía a una familia católica- y quería la absolución de mis pecados. Así que abrí la boca y cerré los ojos, esperando.
Me frotó el tapón en la lengua. Ni siquiera lo sentí -el instrumento era diminuto-, pero la lengua se me entumeció al instante y fue invadida por el sabor más repugnante. Se me llenó la boca de saliva y empecé a tener convulsiones. El me cerró los labios y los apretó, clavándome a la cama mientras yo me deshacía en espasmos. Me vino sangre a la boca, ácida y amarga por la pócima que él me había puesto en la lengua. ¿Me había envenenado para acelerar mi muerte? Estaba perdida en mi propia sangre y no podía sentir nada más. En el fondo de mi mente, oí a Adair murmurar palabras que no tenían sentido. Pero el pánico había desplazado a todo lo demás, en especial a la lógica. No me importaba lo que estuviera diciendo ni por qué estaba haciendo aquello. Estaba en completo estado de shock.
Tenía el pecho oprimido, el dolor y el pánico eran insoportables. Los pulmones ya no me funcionaban. «Por amor de Dios, haced que los fuelles oxidados bombeen…» No podía respirar. Ahora sé que el corazón se me estaba parando y era incapaz de hacer funcionar mis pulmones. Mi cerebro se apagaba. Me estaba muriendo, pero no moriría sola. Me llevé instintivamente las manos al vientre, rodeando el pequeño abultamiento que había empezado a hacerse innegablemente evidente.
Adair se quedó inmóvil, la comprensión se abrió paso en su rostro.
– Dios mío, está embarazada. ¡¿Nadie sabía que estaba esperando un niño?! -gritó, dándose la vuelta y amenazando con un brazo a Alejandro, que estaba detrás de él.
Mi cuerpo se estaba cerrando, pieza a pieza, y mi alma se sentía aterrada, buscando un lugar adonde ir.
Y después dejó de existir.
Me desperté.
Por supuesto, lo primero que pensé fue que aquel terrible episodio había sido un sueño, o que había pasado lo peor de mi enfermedad y me estaba recuperando. Encontré un consuelo momentáneo en aquellas explicaciones, pero no podía negar que me había ocurrido algo terrible y definitivo. Si me concentraba mucho, recordaba visiones borrosas, de ser sujetada contra el colchón, de alguien llevándose una gran palangana de cobre llena de sangre espesa y maloliente.
Desperté en mi humilde cama en la pequeña habitación, pero la habitación estaba espantosamente fría. El fuego se había apagado hacía mucho tiempo. Las cortinas de la única ventana estaban corridas, pero donde se juntaban se veía una línea de cielo nublado. El cielo tenía ese tono gris del otoño de Nueva Inglaterra, pero incluso aquellas minúsculas franjas de luz eran brillantes y claras, y me hacía daño mirarlas.
Me ardía la garganta como si me hubieran obligado a beber ácido. Decidí salir a buscar un vaso de agua, pero cuando me incorporé de inmediato volví a caer de espaldas porque la habitación giraba y daba vueltas. La luz, el equilibrio… Me sentía terriblemente sensible, como un inválido alterado por una enfermedad prolongada.
Aparte de la garganta y del fuego en la cabeza, el resto de mí estaba frío. Mis músculos ya no ardían de fiebre. En cambio, me movía con lentitud, como si me hubieran dejado flotando durante días en agua muy fría. Una cosa muy importante había cambiado y no necesitaba que nadie me dijera qué era: ya no tenía dentro a mi hijo. Había desaparecido.
Me costó una media hora salir de la habitación, acostumbrándome poco a poco a estar de pie, y después a andar. Mientras recorría centímetro a centímetro el pasillo hacia las alcobas de los cortesanos, oía con mucha precisión los ruidos cotidianos de la casa, con la agudeza de un animal: conversaciones susurradas entre amantes en la cama, el ronquido del mayordomo principal echando una siesta en el cuarto de la ropa blanca, el sonido del agua que se sacaba del gigantesco caldero, tal vez para que alguien se bañara.
Me detuve ante la puerta de Alejandro, oscilando sobre los pies, reuniendo fuerzas para entrar y exigir que me explicara qué nos había ocurrido a mí y a mi hijo nonato. Levanté la mano para llamar, pero me detuve. Lo que me había ocurrido era grave e irreversible. Sabía quién tenía las respuestas y decidí ir directamente a la fuente: el que me había puesto veneno en la lengua, había pronunciado palabras mágicas en mi oído y hecho que todo cambiara. El que, con toda probabilidad, me había quitado a mi hijo. Por mi hijo perdido, tenía que ser fuerte.
Di media vuelta y anduve a zancadas hasta el final del pasillo. Levanté la mano para llamar y de nuevo me lo pensé mejor. No acudiría a Adair como una sirvienta, pidiendo permiso para hablar con él.
Las puertas se abrieron con un empujón. Yo conocía la habitación y las costumbres de su ocupante, y fui derecha al montón de cojines donde Adair dormía. Estaba tumbado bajo una manta de marta, tan inmóvil como un cadáver, con los ojos muy abiertos, mirando al techo.
– Has vuelto con nosotros -dijo, más como una declaración que como una observación-. Estás de vuelta entre los vivos.
Yo le tenía miedo. No podía explicarme las cosas que me había hecho, ni por qué no había huido de la invitación de Tilde en el carruaje, ni por qué había permitido que me ocurriera todo aquello. Pero había llegado el momento de enfrentarme a él.
– ¿Qué me has hecho? ¿Y qué le ha ocurrido a mi hijo?
Sus ojos se movieron, posándose en mí tan funestos como los de un lobo.
– Te estabas muriendo de la infección y decidí que no quería que nos dejaras, todavía. Y tú no querías morir. Lo vi en tus ojos. En cuanto al niño… No sabíamos que estabas embarazada. Una vez que se te dio la unción, no se podía hacer nada por el niño.
Se me llenaron los ojos de lágrimas por que después de todo lo que había pasado -el exilio de Saint Andrew, sobrevivir a pesar de la infernal infección- me hubieran quitado a mi hijo de una manera tan cruel.
– ¿Qué hiciste…? ¿Cómo impediste que muriera? Dijiste que no eras médico.
Se levantó de la cama y se envolvió en una bata de seda. Me cogió por la muñeca, y antes de que me diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, me había sacado de la habitación y bajábamos por la escalera.
– Lo que te ha ocurrido no se puede explicar. Solo se puede… mostrar.
Me arrastró afuera de su habitación y escalera abajo, hasta las estancias comunes de la parte de atrás de la casa. En el pasillo nos encontramos con Dona, y Adair chasqueó los dedos y dijo «Ven con nosotros». Me llevó a un cuarto detrás de la cocina, donde se guardaban los gigantescos calderos utilizados para cocinar para multitudes y otras rarezas de la despensa; parrillas para pescado con forma de pez, como una jaula de tortura; moldes para pasteles; y el barril de agua sacada de la cisterna para uso doméstico. El agua brillaba negra y fría en el barril.
Adair me empujó a los brazos de Dona y señaló el barril con un movimiento de cabeza. Dona puso los ojos en blanco mientras se subía la manga del brazo derecho y después, tan rápido como un ama de casa que atrapa al pollo que va a ser la cena, me agarró por la nuca y me metió la cabeza en el agua. No tuve tiempo de prepararme y tragué al instante agua para llenarme los pulmones. Por la fuerza con que me sujetaba, supe que no tenía intención de soltarme. Lo único que pude hacer fue patalear y forcejear con la esperanza de volcar el barril o que él desistiera por compasión. ¿Por qué me había salvado Adair de la infección y la fiebre si pensaba hacer que me ahogaran?
Me gritó; oía su voz a través del chapoteo, pero no podía distinguir sus palabras. Pasó un largo tiempo, pero yo sabía que tenía que ser una ilusión. Se dice que los moribundos, presas del pánico, experimentan clara y verazmente cada uno de sus últimos segundos. Pero yo había agotado el aire de mis pulmones, y sin duda la muerte me llegaría en cualquier momento. Colgaba de la mano de Dona en el agua, aturdida por el frío y el terror, esperando mi fin. Deseaba reunirme con el niño muerto, anhelando -después de todo lo que me había pasado- rendirme. Estar en paz.
Dona me sacó la cabeza del barril, y el agua me resbaló por el pelo, por la cara y sobre los hombros, salpicando todo el suelo. Me sujetó para mantenerme derecha.
– Bien. ¿Qué te parece? -preguntó Adair.
– ¡Has intentado matarme!
– Pero no te has ahogado, ¿a que no? -Le pasó a Dona una toalla, que este utilizó para secarse con aire desdeñoso el brazo mojado-. Dona te ha tenido sujeta bajo el agua por lo menos cinco minutos, y aquí estás, viva. El agua no te ha matado. ¿Y a qué crees que se debe?
Parpadeé para sacarme el agua helada de los ojos.
– No… no lo sé.
Su sonrisa era como la de un esqueleto.
– Es porque eres inmortal. No puedes morir.
Me agaché delante del fuego en la alcoba de Adair. Él me pasó una copa y una botella de brandy, y se tumbó en la cama mientras yo miraba fijamente las llamas y eludía su ofrecimiento del licor. No quería creerle, ni quería nada que él pudiera darme. Si no podía matarlo por quitarme a mi hijo, quería huir de él y salir de la casa. Pero, una vez más, no podía moverme ni pensar con claridad por culpa del miedo, y los últimos atisbos de sentido común me advirtieron de que no debía huir. Tenía que oír su explicación.
Junto a la cama había un curioso instrumento hecho de latón y vidrio, con tubos y cámaras. Yo no sabía que se trataba de un narguile, en aquel momento era solo un cachivache exótico que soltaba un humo dulzón. Adair chupó de la pipa y exhaló una larga columna gris hacia el techo, hasta que se le pusieron los ojos vidriosos y los miembros flácidos.
– ¿Entiendes ahora? -preguntó-. Ya no eres mortal. Estás más allá de la vida y la muerte. No puedes morir. -Me ofreció la boquilla del narguile, y la retiró al ver que yo no la cogía-. No importa cómo puedan intentar matarte, con arco o con fusil, con cuchillo o con veneno, con fuego o con agua, amontonando tierra encima de ti. Tampoco morirás de enfermedad ni de hambre.
– ¿Cómo es posible?
Dio otra larga calada a la pipa, reteniendo un momento su humo narcótico antes de soltarlo en una espesa nube.
– Cómo ha sido posible no puedo decírtelo. He pensado en ello, rezado por ello, intentado soñar en ello utilizando toda clase de drogas. No me ha venido ninguna respuesta. No puedo explicarlo y he acabado por dejar de buscar respuestas.
– ¿Me estás diciendo que no puedes morir?
– Te estoy diciendo que llevo vivo cientos de años.
– ¿Quién es inmortal en este universo de Dios? -me pregunté a mí misma-. Los ángeles son inmortales.
Adair soltó un bufido.
– Siempre los ángeles, siempre Dios. ¿Por qué cuando uno oye una voz que le habla siempre supone que le está hablando Dios?
– ¿Estás diciendo que es obra del diablo?
Él se rascó el liso abdomen.
– Digo que he estado buscando respuestas y no me ha hablado ninguna voz. Ni Dios ni Satanás se han tomado la molestia de explicarme cómo encaja este… milagro en sus planes. Nadie me ha ordenado que haga su voluntad. Lo único que puedo deducir de esto es que no soy el lacayo de nadie. No tengo amo. Todos somos inmortales: Alejandro, Uzra y los demás. Yo os he hecho a todos, ¿entiendes? -Dio otra larga chupada a la pipa, un burbujeo de agua, y su poderoso tono de voz se hizo más bajo-. Has trascendido la muerte.
– Por favor, deja de decir eso. Me estás asustando.
– Te acostumbrarás muy pronto y no volverás a tener miedo. No habrá nada de lo que tener miedo. Ahora solo hay una regla que debes seguir, una persona a la que debes obedecer, y esa persona soy yo. Porque ahora tengo tu alma, Lanore. Tu alma y tu vida.
– ¿Tengo que obedecerte? ¿Significa eso que eres Dios? -resoplé, tan descarada como sentía que podía serlo con él.
– El Dios con el que te criaste te ha abandonado. ¿Recuerdas lo que te dije antes de que recibieras el regalo? Ahora eres propiedad mía para siempre. Yo soy tu dios, y si no me crees y quieres poner a prueba lo que te digo, te invito a que intentes desafiarme.
A continuación permití que me llevara a la cama y no protesté cuando se tumbó a mi lado. Me metió la boquilla en la boca y me acarició el pelo mojado mientras yo aspiraba el denso humo. El narcótico me envolvió, me acunó, y mi miedo se desplomó como un niño exhausto. Ahora que estaba cansada y tenía sueño, Adair se mostraba casi cariñoso.
– No tengo ninguna explicación que darte, Lanore, pero hay una historia. Te contaré esa historia, mi historia. Te contaré cómo llegué a ser así y tal vez entonces lo entiendas.
Territorio húngaro, 1349
En cuanto Adair vio al desconocido, supo con un inconfundible escalofrío de premonición que el anciano había ido a por él.
El final de la jornada era una hora de celebración para los trabajadores nómadas con los que viajaba la familia de Adair. Cuando caía la noche, hacían gigantescas hogueras para disfrutar del único rato del día que podían considerar propio. Las largas horas de trabajo en los campos habían terminado, y ellos se reunían para compartir comida y bebida y para divertirse juntos. Su tío todavía no estaría borracho y tocaría melodías populares en su violín de campesino, acompañando el canto de la madre de Adair y de las otras mujeres. Alguien sacaría una pandereta, otro llevaría una balalaika. Adair se sentaba con toda su familia, sus cinco hermanos y sus dos hermanas, más las mujeres de los hermanos mayores. Aquella noche su felicidad fue completa cuando vio, al otro lado del alegre fuego, a Katarina, que se acercaba al círculo con su familia.
Su familia era nómada, como la de Katarina y todos los integrantes de la caravana. En otro tiempo habían sido siervos de un señor magiar, pero este los había abandonado a merced de los bandidos. Ellos huyeron de las aldeas en sus carretas y desde entonces habían vivido en ellas, siguiendo las cosechas como jornaleros itinerantes, cavando fosos, cuidando campos, aceptando cualquier trabajo que podían encontrar. Los reinos magiar y rumano estaban en guerra y había muy pocos nobles magiares en las zonas rurales para proteger a los vagabundos, suponiendo que hubieran querido hacerlo.
No obstante, no había pasado tanto tiempo desde que se habían visto obligados a dejar su hogar para que Adair no recordara cómo era dormir dentro de una casa por las noches y tener esa débil sensación de seguridad. Sus hermanos Istvan y Radu eran niños pequeños cuando la familia había tenido que marcharse y no recordaban la vida anterior, más feliz. A Adair le apenaba que sus hermanos menores no hubieran conocido aquellos tiempos, pero a su manera parecían más felices que el resto de la familia, y no entendían la melancolía que atormentaba a sus hermanos y padres.
El desconocido había aparecido de pronto en los márgenes de la reunión de aquella noche. Lo primero que Adair notó en él fue que era muy viejo, prácticamente un cadáver encogido apoyado en su bastón, y a medida que se acercaba parecía más viejo aún. Tenía la piel apergaminada y arrugada como el pellejo de un albaricoque seco, moteada de manchas de la edad. Los ojos estaban cubiertos por una película lechosa, pero aun así había en ellos una extraña agudeza. Tenía una espesa mata de pelo blanco como la nieve, tan larga que le caía por la espalda en una trenza. Pero lo más llamativo era su ropa, que era de corte rumano y estaba hecha con tejidos caros. Fuera quien fuese, era un hombre rico y, a pesar de ser viejo, no tenía miedo de entrar en un campamento gitano solo y de noche.
Se abrió camino a través del anillo de gente y se situó en el centro del círculo, al lado de la hoguera. Cuando su mirada recorrió la multitud, a Adair se le heló la sangre en las venas. Adair no era diferente de los otros muchachos del campamento: no tenía educación, y estaba sucio y mal alimentado. Sabía que no había ningún motivo para que el anciano lo eligiera a él, pero su sensación premonitoria era tan fuerte que se habría puesto en pie de un salto y echado a correr si su tonto orgullo juvenil no se lo hubiera impedido. Él no le había hecho nada a aquel viejo. ¿Por qué tendría que huir de él?
Después de examinar en silencio los rostros iluminados por el brillo ondulante del fuego, el viejo sonrió desagradablemente, levantó una mano y señaló justo a Adair. Después miró al grupo de personas mayores. Para entonces, se había detenido toda la actividad, la música, las risas. Todos los ojos se posaron en el desconocido y después se trasladaron a Adair.
Su padre rompió el silencio. Se abrió paso entre los hermanos y hermanas de Adair y agarró a este último por el antebrazo, casi descoyuntándoselo.
– ¿Qué has hecho, muchacho? -siseó entre su dentadura mellada-. No te quedes ahí sentado. ¡Ven conmigo! -Tiró de su hijo para ponerlo en pie-. Y los demás, ¿qué estáis mirando? Volved a vuestros cuentos y vuestras estúpidas canciones. -Y arrastró a Adair fuera del círculo, mientras las miradas de su familia y de Katarina se clavaban en la espalda del joven.
Los dos fueron hasta un lugar oscuro bajo un árbol, donde no podían oírlos desde el campamento, seguidos por el desconocido.
Adair intentó eludir el problema que se le venía encima, fuera el que fuera.
– No sé a quién busca, pero le aseguro que no he sido yo. Me ha confundido con otro.
Su padre le abofeteó.
– ¿Qué has hecho? ¿Robar una gallina? ¿Coger zanahorias o cebollas de los campos?
– Lo juro -farfulló Adair, tocándose la ardiente mejilla y señalando al anciano-. No le conozco.
– No dejes que tu culpable imaginación se apodere de ti. No estoy acusando al muchacho de ningún delito -le dijo el anciano al padre de Adair. Miraba a los dos con desprecio, como si fueran mendigos o ladrones-. He elegido a tu hijo para que venga a trabajar para mí.
Hay que decir en su favor que el padre de Adair receló de la oferta.
– ¿Para qué puede servirte? No tiene habilidades. Solo sabe trabajar el campo.
– Necesito un sirviente. Un chico con la espalda fuerte y las piernas robustas.
Adair vio que su vida daba un giro abrupto y no deseado.
– Nunca he sido sirviente doméstico. No sabría qué hacer…
Una segunda bofetada de su padre hizo callar a Adair.
– ¡No presumas de ser más inútil de lo que eres! -gritó-. Puedes aprender, aunque aprender no sea uno de tus puntos fuertes.
– Aprenderá, lo intuyo. -El desconocido caminó despacio alrededor de Adair, mirándolo como si fuera un caballo en venta en un mercado de ladrones. Dejaba a su paso un aroma seco de humo, como de incienso-. No necesito a alguien con una mente fuerte, solo a alguien que ayude a un anciano frágil con las necesidades de la vida. Pero… -Y aquí sus ojos se estrecharon y su expresión volvió a ser taimada-. Vivo bastante lejos y no haré este viaje otra vez. Si tu hijo quiere el puesto, tendrá que venir conmigo esta noche.
– ¿Esta noche? -A Adair se le hizo un nudo en la garganta.
– Estoy dispuesto a pagar por la pérdida de la contribución de tu hijo a tu familia -le dijo el desconocido al padre de Adair.
Con aquellas palabras, Adair supo que estaba perdido, porque su padre no rechazaría el dinero. Entonces, su madre se les acercó, arrimada a la sombra del árbol, retorciéndose la falda con las manos. Aguardó con Adair, mientras su padre y el desconocido regateaban por el precio. En cuanto se acordó una suma y el anciano se alejó para preparar su caballo, la madre de Adair corrió hacia su marido.
– ¡¿Qué estás haciendo?! -gritó, aunque sabía que su marido no cambiaría de parecer. No se podía discutir con él.
Pero Adair se jugaba más y no tenía nada que perder, así que se encaró con su padre.
– ¿Qué me estás haciendo? ¡Un desconocido entra en el campamento y tú le vendes a uno de tus hijos! ¿Qué sabes de él?
– ¿Cómo te atreves a discutirme? -Lanzó un golpe, derribando a Adair por el suelo.
Para entonces, el resto de la familia había acudido desde la hoguera y se mantenía lejos del alcance del padre. No era nada nuevo para ellos ver a uno de sus hermanos golpeado, pero aun así resultaba perturbador.
– Eres demasiado estúpido para reconocer una buena oportunidad cuando la ves. Está claro que ese hombre es rico. Serás el sirviente de un rico. Vivirás en una casa, no en una carreta, y no tendrás que trabajar en los campos. Si yo pensara que este forastero iba a acceder, le pediría qué se llevara también a uno de los otros. Tal vez a Radu, que no está tan ciego para no ver cuando le cae algo bueno en el regazo.
Adair se levantó del suelo, atemorizado. Su padre le dio un capón en la coronilla, como propina.
– Ahora, recoge tus cosas y despídete. No hagas esperar a ese hombre.
Su madre miró a los ojos a su marido.
– Ferenc, ¿qué sabes de ese hombre al que le estás confiando nuestro hijo? ¿Qué te ha dicho?
– Sé lo suficiente. Es el físico de un conde. Vive en una casa en las tierras del conde. Adair se comprometerá a servirle siete años. Y al cabo de los siete años, Adair podrá escoger entre marcharse o seguir al servicio del físico.
Adair echó cuentas mentalmente: al cabo de siete años, tendría veintiuno, la mitad de su vida. Tal como estaban las cosas, se estaba acercando a la edad de casarse y estaba impaciente por seguir los pasos de sus hermanos y encontrar una novia, formar una familia y ser aceptado como un hombre.
Como sirviente doméstico, no se casaría ni se le permitiría tener hijos; su vida quedaría en suspenso durante ese período tan crucial. Para cuando quedara libre, ya sería viejo. ¿Qué mujer iba a quererlo entonces?
Y su familia ¿qué? ¿Dónde estarían dentro de siete años? Eran gente errante, que se desplazaba en busca de trabajo, de cobijo, para escapar del mal tiempo Ninguno de ellos sabía leer ni escribir. Nunca podría encontrarlos. Perder a su familia era impensable. Eran lo más bajo de la sociedad, rechazados por todos los demás. ¿Cómo iba a sobrevivir sin ellos cuando dejara de trabajar para el forastero?
Un gemido salió de la garganta de su madre. Ella sabía tan bien como Adair lo que aquello significaba. Pero su padre se mantuvo firme en su decisión.
– ¡Es por el bien de todos! Tú lo sabes. Mira cómo estamos: apenas podemos ganar lo suficiente para dar de comer a nuestros hijos. Es mejor que Adair se haga cargo de sí mismo.
– ¡Quieres decir que todos somos una carga para ti! -gritó Radu.
Dos años más joven que Adair, Radu era el más sensible de la familia. Corrió hacia Adair y rodeó con sus delgados brazos la cintura de su hermano, mojando con sus lágrimas la harapienta camisa de Adair.
– Adair ya es un hombre y tiene que abrirse camino en el mundo -le dijo su padre a Radu, y después a todos-. Bueno, ya basta de lamentaciones. Adair tiene que hacer el equipaje.
Adair viajó toda aquella noche, montado detrás del desconocido, como se le ordenó. Le sorprendió descubrir que el anciano tenía un caballo magnífico, la clase de montura que tendría un caballero, lo bastante robusto para que sus pisadas hicieran temblar el suelo. Adair se dio cuenta de que viajaban hacia el oeste, adentrándose en territorio rumano.
Al llegar la mañana, pasaron ante el castillo del conde para el que trabajaba el físico. Carecía por completo de encanto. Estaba pensado para resistir un asedio: bajo y sólido, cuadrangular rodeado por unas cuantas viviendas y cuadras de ovejas y vacas. Los campos cultivados se extendían en todas direcciones. Siguieron cabalgando durante un rato más a través de un espeso bosque, hasta que llegaron a una pequeña torre de piedra, casi oculta por los árboles. La torre parecía húmeda, cubierta de musgo que crecía por doquier sin luz solar que lo contuviera. A Adair, la torre se le antojó más una mazmorra que una vivienda; no parecía tener ni una puerta en su intimidante fachada.
El anciano desmontó y le ordenó a Adair que se ocupara del caballo antes de reunirse con él en la torre. Adair se entretuvo todo el tiempo que pudo con el colosal corcel, quitándole la silla y las bridas, llevándole agua, frotándole el sudoroso lomo con paja seca. Cuando ya no pudo aplazarlo más, recogió la silla y entró en la torre.
En el interior había tanto humo que casi no se veía: un pequeño fuego ardía en el hogar y solo había un ventanuco estrecho por el que el humo pudiera escapar. Mirando a su alrededor, Adair vio que la torre tenía una sola habitación grande y circular. Una mujer dormía en el suelo en un lecho de paja. Tendría por lo menos diez años más que Adair y era rolliza, con manos grandes y coloradas y rasgos casi asexuados. Dormía rodeada por los utensilios de su género: cuencos y cucharones de madera, cacerolas y cubos; una tabla de madera, gastada y grasienta; pilas de discos de madera que servían de platos; jarras de vino y cerveza. Ristras de cebollas y ajos colgadas de ganchos en las paredes de piedra, cuerdas de embutidos y una sarta de piezas redondas y duras de pan de centeno.
En el lado más alejado de la habitación había una mesa cubierta de frascos y tarros, rimeros de papel, un tintero con plumas y una rareza que los ojos de Adair no habían visto nunca: libros, encuadernados con tapas de madera. Detrás de la mesa había cestos llenos de extraños productos del bosque: raíces secas y polvorientas, piñas, manojos de ortigas, ramilletes de hierbas. Más allá de la mesa, Adair divisó una escalera que llevaba hacia abajo, posiblemente a un sótano frío.
De pronto, el anciano apareció al lado de Adair, examinando al muchacho campesino.
– Supongo que querrás saber mi nombre. Soy Ivor cel Rau, pero tú me llamarás «amo».
Mientras se quitaba su gruesa capa y se calentaba las manos en el fuego, el físico explicó que descendía de una estirpe de nobles terratenientes rumanos, pero que era el último varón de su familia. Aunque heredaría el castillo y las tierras de su familia, de joven había ido a Venecia a estudiar medicina. En sus décadas de ejercicio, había servido a varios condes e incluso a algunos reyes. Se hallaba al final de una larga carrera, al servicio del conde Cel Batrin, el noble rumano que poseía el castillo por el que habían pasado. El físico explicó que no había contratado a Adair para enseñarle las artes curativas, pero que esperaba que le ayudara a recoger hierbas y otros ingredientes para ungüentos y elixires, además de hacer tareas domésticas y ayudar al ama de llaves, Marguerite.
El anciano rebuscó en un baúl abierto hasta encontrar una vieja y raída manta de lana toscamente tejida.
– Hazte un jergón de paja y ponte junto al fuego. Cuando Marguerite se despierte, te dará de comer y tus órdenes para el día. Procura descansar un poco, también, porque querré que estés listo esta noche, cuando yo me despierte. Ah, y no te sorprendas si Marguerite no te escucha ni te habla: es sordomuda, y lo ha sido desde que nació.
Y entonces, el anciano cogió una vela que había estado ardiendo en la mesa de la cocina, esperándole, y renqueó hacia la oscura escalera. Adair siguió sus órdenes y se acurrucó junto al fuego, y se había dormido antes de que la luz de la vela del físico se hubiera desvanecido escalera abajo.
Se despertó al oír moverse al ama de llaves. Esta dejó lo que estaba haciendo para mirar descaradamente a Adair mientras se levantaba del suelo. Adair la encontró decepcionante, más aún que cuando estaba dormida: era peor que vulgar, era fea, con cara hombruna y el cuerpo ancho de un labrador. Le ofreció a Adair un plato de gachas de avena frías, y cuando lo hubo terminado lo llevó hasta el pozo y le dio un cubo, explicando con gestos sus instrucciones. De esta manera, le hizo cortar leña para el fuego y acarrear agua para la cocina y para los animales. Después, cuando ella se puso a lavar ropa en una gran tina de madera, Adair intentó dormir, recordando el consejo del anciano.
Lo siguiente de lo que fue consciente Adair fue de que Marguerite le zarandeaba por un hombro y le señalaba la escalera. Había caído la tarde y el anciano se estaba levantando en su cuarto del sótano. El ama de llaves fue encendiendo velas por toda la habitación principal, y por fin el anciano apareció, subiendo la escalera despacio y en silencio, y llevando el mismo cabo de vela que por la mañana.
– Estás levantado. Bien -dijo el físico mientras pasaba junto a Adair arrastrando los pies.
Fue directamente a su escritorio y revolvió entre unos papeles con escritura indescifrable.
– Avivad ese fuego -ordenó-, y poned un caldero. Tengo que hacer una pócima esta noche y tú vas a ayudarme.
Haciendo caso omiso de su nuevo sirviente, el físico empezó a buscar entre las hileras de tarros, todos tapados con tela encerada y cuerda, y les dio vueltas a la luz del fuego para leer las etiquetas, dejando aparte unos cuantos. Cuando el caldero estuvo colgado y calentándose sobre las llamas, Adair ayudó al anciano a llevar los tarros hasta el hogar. Sentado a su lado, observó al físico sopesar ingredientes en su marchita mano y después echarlos al caldero. Adair reconoció algunas plantas y hierbas, ahora secas hasta parecer cenizas, pero otros ingredientes eran más misteriosos. Una uña de murciélago, ¿o era una zarpa de ratón? ¿Una cresta de gallo? Tres plumas negras, pero ¿de qué ave? De un tarro con la tapa muy apretada, el físico vertió un jarabe viscoso y oscuro que despidió un olor asqueroso en cuanto estuvo expuesto al aire. Por último, añadió una jarra de agua y se volvió hacia Adair.
– Observa esto con atención. Deja que llegue a hervir, pero entonces reduce el fuego y ten cuidado de que el ungüento no se ponga sólido. Debe quedar espeso, como la pez. ¿Entiendes?
Adair asintió.
– ¿Puedo preguntar para qué es esta pócima?
– No, no puedes preguntar -respondió el hombre, pero después pareció que se lo pensaba mejor-. Con el tiempo, aprenderás, cuando te hayas ganado ese conocimiento. Ahora, voy a salir. Vigila el caldero como te he dicho. No salgas de la torre, y no te quedes dormido.
Adair miró mientras el anciano cogía su capa de un gancho y salía de la torre.
Hizo lo que le habían dicho, sentado lo bastante cerca para inhalar los vapores malolientes que emanaban del líquido burbujeante. La torre estaba en silencio, con excepción de los ronquidos de Marguerite, y Adair la miró durante un buen rato, cómo subía y bajaba su amplio pecho bajo la manta, los crujidos de la paja cuando cambiaba de postura, dormida. Cuando se aburrió de ese pobre entretenimiento, se acercó a la mesa del físico y escudriñó las páginas manuscritas, deseando tener la habilidad de leerlas. Se le ocurrió intentar persuadir al anciano de que le enseñara a leer; seguro que al físico le resultaría útil que su sirviente tuviera esa capacidad.
De vez en cuando, Adair hurgaba en el contenido del caldero con una cuchara de madera, comprobando su consistencia, y cuando le pareció adecuado, cogió el atizador y esparció los leños ardientes por los bordes del hogar, dejando solo brasas bajo el caldero. En aquel punto, Adair sintió que podía descansar sin peligro, así que se envolvió en la raída manta y se apoyó en la pared. El sueño le rondaba, una deliciosa cerveza de la que le habían dado un sorbo pero de la que él sabía que no podía beber más. Intentó todo lo que se le ocurrió para mantenerse despierto: dio zancadas por la habitación, bebió agua fría, hizo el pino. Al cabo de una hora, estaba más acotado que nunca y al borde del desmayo, cuando de pronto se abrió la puerta y entró el anciano. Parecía haber ganado vigor con su excursión, y sus ojos lechosos casi brillaban. Echó una mirada al caldero.
– Muy bien. El ungüento parece correcto. Quita el caldero del gancho y deja que se enfríe junto al hogar. Por la mañana, echarás el ungüento en esa urna y la taparás con papel. Ahora, puedes descansar. Pronto amanecerá.
De este modo transcurrieron varias semanas. Adair se alegraba de que la rutina distrajera su mente de la pérdida de su familia y de la encantadora Katarina. Por las mañanas ayudaba a Marguerite, y por las tardes descansaba. Las noches las pasaba preparando pócimas y ungüentos, o aprendiendo del anciano a reconocer y mezclar ingredientes. El hombre llevaba a Adair al bosque a buscar una planta o unas semillas concretas a la luz de la luna. Otras noches, Adair hacía manojos y los colgaba de las vigas cerca del fuego. Casi todas las noches, el físico desaparecía durante unas horas, aunque regresaba siempre antes del amanecer para retirarse a su habitación subterránea.
Cuando pasaron uno o dos meses, el físico empezó a enviar a Adir a la aldea que rodeaba las murallas del castillo para intercambiar tarros de ungüentos por mercancías: telas, herramientas o cacharros de barro. A esas alturas, Adair ansiaba la compañía de la gente, incluso oír su propia voz. Pero los aldeanos se mantenían invariablemente a distancia cuando se enteraban de que trabajaba para el físico. Si se percataron de que Adair estaba solo y deseoso de compañía y de unas pocas palabras amables, no se dejaron conmover y sus trueques siguieron siendo rápidos y poco amistosos.
Aproximadamente por entonces, se produjo un cambio entre Adair y Marguerite, para vergüenza de él. Una tarde, cuando se acababa de despertar de una siesta y empezaba a vestirse, ella se acercó a su lecho y le puso las manos encima. Sin esperar invitación, lo colocó de espaldas sobre la paja, palpándole el pecho bajo la túnica, y después bajó a sus pantalones y buscó la virilidad de Adair. En cuanto la tuvo suficientemente comprometida, se levantó la polvorienta falda y se sentó sobre él. No había ternura en sus movimientos, ni en los de Adair, ni pretensión de que aquello fuera algo más que un alivio físico para los dos. Mientras agarraba a puñados la carne de Marguerite, Adair pensó en Katarina, pero era imposible imaginar que aquella gran osa era su delicado amor de ojos oscuros. Cuando terminaron, Marguerite hizo un ruido gutural y se apartó de Adair, se bajó la falda y siguió con sus tareas.
Él se quedó tumbado en su jergón, mirando al techo y preguntándose si el físico los habría oído, y si era así, qué haría. A lo mejor él también tenía sus placeres con Marguerite… No, aquello no parecía posible, y Adair se imaginó que el anciano visitaba a una prostituta de la aldea durante sus rondas nocturnas para remediar aquella comezón. Tal vez con el tiempo él pudiera hacer lo mismo. Por el momento, parecía que había ido a caer en un extraño modo de vida, pero no era tan difícil como había sido trabajar en los campos y había posibilidades de mejorar, tal vez, si podía persuadir al viejo de que le enseñara las artes sanadoras. Aunque Adair seguía echando terriblemente de menos a su familia, aquellas ideas le consolaban y decidió quedarse un poco más de tiempo y ver qué le deparaba la suerte.
Después de que pasaran meses al servicio del físico, con solo un mínimo contacto con la gente, aparte del anciano y de Marguerite, llegó la noche de la primera visita de Adair al castillo. No es que Adair quisiera ir a la fortaleza de un noble rumano. No sentía más que odio por aquellos diablos que asaltaban las aldeas magiares, destruían sus hogares y se apoderaban de su tierra. Pero no podía sofocar fácilmente su curiosidad. Adair nunca había estado en la morada de un hombre rico, ni tampoco dentro de las murallas de un castillo; solo había trabajado en los campos. Se figuró que lograría soportarlo si imaginaba que el propietario del castillo era magiar, no rumano. Entonces podría maravillarse sin problemas ante los grandes salones y sus galas.
Su trabajo aquella noche consistía en llevar un gran tarro de una pócima en la que habían trabajado la noche anterior. Como de costumbre, el propósito de la pócima se mantuvo en secreto para él. Adair esperó en la puerta mientras el físico se afanaba en arreglarse, decidiendo por fin vestir una fina túnica bordada con hilo de oro y adornada con piedras pulidas, lo que significaba que aquella era una ocasión especial. El físico montó en su caballo de guerra y Adair fue caminando detrás, cargado con la urna a su espalda, como si fuera una vieja abuela que ya no pudiera andar. Se alzó para ellos el puente levadizo del foso, amenazador y solemne, y fueron escoltados hasta el gran salón por un pelotón de soldados del conde. A lo largo de las paredes había guardias formados.
En el gran salón se estaba celebrando un banquete. El físico se unió al conde en la mesa principal y Adair se agachó al fondo del salón, apoyado en la pared, todavía abrazado a la urna. Reconoció algunos de los emblemas de los escudos que decoraban las paredes; eran de las propiedades en las que él había trabajado. El dialecto del conde le resultaba familiar, pero Adair no podía entender lo que decían porque la conversación estaba salpicada de expresiones rumanas. Hasta un muchacho simple como Adair comprendía lo que significaba aquella combinación: el conde era de origen magiar, pero se había aliado con los opresores rumanos para salvar el pellejo y conservar su fortuna. Tenía que ser por eso por lo que los aldeanos lo evitaban: se figuraban que Adair también era simpatizante de los rumanos.
Acababa de tropezar con aquella revelación cuando el anciano le hizo acercarse con la urna. Despedido con un movimiento de mano del físico, Adair volvió a su puesto en la pared. El físico quitó la tapa de tela engrasada para que el conde pudiera inspeccionar el contenido. El noble cerró los ojos e inhaló a fondo, como si aquel mejunje maloliente fuera tan dulce como un campo de flores. Los cortesanos del conde se rieron con expectación, como si supieran que iba a suceder algo interesante. Adair contuvo el aliento ante la perspectiva de enterarse del propósito de al menos una de las pócimas mágicas del físico, cuando la aguda mirada del anciano se posó en él.
– Creo que este no es lugar para el muchacho -dijo, haciéndole una señal a un guardia-. Tal vez puedas encontrar algo mejor para ocupar su tiempo; enséñale una o dos cosas sobre la vida de soldado. Puede que algún día tenga que defender este castillo o, como mínimo, salvar mi vieja e indigna cabeza.
Adair fue conducido afuera entre risas burlonas de los presentes, y llevado a un patio donde holgazaneaban unos cuantos guardias. No eran caballeros, ni siquiera soldados profesionales, sino simples guardias, aunque mucho más expertos que Adair con la espada y la lanza. Con el pretexto de «entrenarle», obtuvieron un brutal placer abusando de Adair durante dos horas mientras él trataba de defenderse con aquellas armas que no dominaba. Cuando por fin se le permitió volver al gran salón, le dolían los brazos de esgrimir una espada ancha y sin filo, la más pesada que había podido encontrar uno de los guardias, y estaba lleno de cortes y magulladuras.
La escena en el gran salón no era la que había esperado. El conde y sus vasallos parecían estar simplemente ebrios, arrellanados en sus asientos o tirados por el suelo, con los ojos cerrados, sonrisas infantiles en sus rostros y los fibrosos músculos laxos. Con ojos indiferentes, miraron cómo el físico se despedía, guiando a Adair a través del patio. En la hora gris que precede al alba, deshicieron su camino por el puente levadizo y a través del bosque. Adair trotaba tras el caballo del anciano y, aunque iba agotado, daba gracias por no ir cargando con la urna.
El misterio de las costumbres del físico fue cobrando cuerpo poco a poco en la mente de Adair. Por una parte, Adair estaba agradecido por tener un lugar caliente y seco donde dormir, y no encontrarse trabajando en las labores del campo todos los días hasta el agotamiento y buscando una muerte prematura. A diferencia de su familia, tenía tres comidas al día y no solía quedarse con hambre: estofado, huevos, alguna que otra tira de carne asada. Tenía compañía sexual, así que no se volvería loco por el deseo insatisfecho. Por otra parte, Adair no podía evitar ver aquello como un pacto con el diablo, aunque se hubiera hecho en contra de su voluntad: había que pagar un precio por una vida de relativa comodidad, y sentía que tarde o temprano le pasarían la factura.
Recibió el primer indicio de lo que tendría que pagar una noche en la que el físico lo llevó con Marguerite al bosque.
Caminaron mucho rato y, dado que no estaban haciendo nada más que poner un pie delante del otro, Adair vio la oportunidad de plantear unas cuantas preguntas al anciano.
– ¿Puedo saber, amo, por qué hacéis todo vuestro trabajo de noche? -preguntó, procurando sonar lo más humilde y cándido que pudo.
Al principio, el anciano gruñó, como si no considerara que la pregunta fuera digna de una respuesta. Pero después de unos momentos – ¿a quién no le gusta hablar de sí mismo, por triviales que sean las preguntas?- carraspeó antes de responder.
– Es una costumbre, supongo. Es la clase de trabajo que se hace mejor lejos de los ojos entrometidos de los demás. -El físico respiró con dificultad, ya que estaban subiendo una ligera cuesta, y no continuó hasta que llegaron a un camino llano-. Lo cierto, Adair, es que este trabajo se hace mejor de noche, porque existe un poder en la oscuridad, ¿sabes? De la oscuridad sacan su fuerza estas pócimas.
Lo dijo como si fuera tan evidente que Adair sintió que no haría más que revelar su ignorancia si le pedía al viejo que se explicara, así que volvió a su silencio.
Por fin llegaron a un lugar tan agreste y cubierto de vegetación que parecía que nunca hubiera sido visto por ojos humanos. Alrededor de las raíces de los álamos y alerces proliferaba una extraña planta, de hojas anchas en forma de abanico sobre tallos mimbreños que se alzaban muy por encima del suelo, saludando al trío de visitantes con sus oscilaciones en el aire nocturno.
El físico indicó a Marguerite que lo siguiera. La condujo hasta una de las plantas, le puso las manos alrededor del tallo y le hizo señas de que esperara. Después, se apartó de ella y llamó a Adair para que fuera con él. Caminaron hasta que la sirvienta casi desapareció en la penumbra y solo su bata clara brillaba a la luz de la luna.
– Tápate los oídos… Te lo digo en serio, o será peor para ti -le ordenó a Adair.
Después, por señas, le indicó a Marguerite que tirara, y ella lo hizo, poniendo todo su esfuerzo. A pesar de tener las manos bien apretadas sobre los oídos, Adair podría jurar que oyó un ruido apagado que surgía de la planta al ser arrancada del suelo. Adair miró al físico y bajó las manos; se sentía ridículo.
Marguerite trotó como un perro que sigue a su amo, llevándole la planta en las manos. El físico se la cogió y le quitó la tierra adherida a los pelos de las raíces.
– ¿Sabes qué es esto? -le preguntó a Adair, mientras inspeccionaba el grueso tubérculo de cinco puntas, más grande que una mano de hombre abierta-. Esto es la raíz de la mandrágora. ¿Ves que tiene la forma de un hombre? Estos son los brazos, las piernas, la cabeza. ¿Has oído cómo gritaba hace un momento, al arrancarla del suelo? Ese sonido mata a cualquier hombre que lo oiga. -El físico acercó la raíz a Adair. Parecía efectivamente un hombre rechoncho y deforme-. Esto es lo que tienes que hacer para recoger raíces de mandrágora. Acuérdate bien cuando te envíe a coger más. Algunos físicos utilizan un perro completamente negro para arrancar la raíz, pero el perro también muere al oír el grito, como los hombres. Nosotros no tenemos por qué matar perros, ya que tenemos a Marguerite, ¿verdad?
A Adair no le gustó que el físico le incluyera en su comentario sobre Marguerite. Se preguntó, avergonzado, si el viejo estaría enterado de sus escarceos y si aprobaría la indiferencia con que Adair la trataba. En realidad, no era muy distinta de la brusquedad con que el propio físico trataba a su ama de llaves, a la que utilizaba como si fuera un buey para arrancar un tocón de un campo; y aunque fuera sordomuda, estaba claro que el físico tenía tan poca consideración por la vida humana que no le importaba si ella sobrevivía o moría al arrancar la raíz. Por supuesto, también era posible que el grito de la mandrágora no matara a nadie y que el anciano le hubiera contado aquello a Adair solo para asustarlo. Pero el muchacho guardó en su memoria aquel fragmento de conocimiento sobre la mandrágora, junto con las otras perlas de sabiduría que el físico le había entregado, para utilizarlos algún día.
El escaso disfrute que Adair obtenía de su nueva vida comenzó a desvanecerse a medida que se iba hartando de su silenciosa y solitaria rutina. El aburrimiento dejó paso a la curiosidad. Hizo una inspección a fondo de los frascos y jarras del estudio del físico, y después un inventario de la habitación en general, hasta llegar a conocer cada centímetro de la planta superior de la torre. Conservaba el suficiente sentido común para no aventurarse en el sótano.
Sin pedirle permiso al físico, Adair empezó a salir a caballo por las tardes para investigar por el campo. Se dijo que era bueno que el caballo hiciera ejercicio entre las escasas ocasiones en que el físico lo montaba. Pero a veces, cuando ponía muchos kilómetros entre él y su pequeña prisión, una voz le tentaba a huir, a seguir cabalgando y no volver. Al fin y al cabo, ¿cómo iba aquel anciano a encontrar a Adair sin un caballo que lo llevara? Sin embargo, Adair también sabía que, con el tiempo que había pasado desde que llegó a la torre, no sería capaz de encontrar a su familia, y sin familia a la que regresar no tenía sentido marcharse. Allí tenía comida y cobijo. Si huía, no tendría nada y sería un fugitivo durante todo el tiempo que todavía debía permanecer con el físico. Tras mirar largamente cualquier camino que lo alejaría de su prisión, daba la vuelta de mala gana y cabalgaba de regreso a la torre.
Con el tiempo, Adair pensó que el físico estaba empezando a cogerle afecto. Por las noches, mientras trabajaban en una pócima, veía que el anciano le miraba con menos dureza de la habitual. El físico empezó a contarle a Adair algunas cosas sobre el contenido de los tarros mientras machacaba semillas secas o separaba las hierbas para guardarlas: cosas como los nombres de las plantas menos conocidas y sus posibles aplicaciones. Estaba prevista una segunda visita al castillo y el anciano se sentía entusiasmado, y se frotaba las manos mientras iba de un lado para otro por la torre.
– Tenemos un nuevo pedido del conde, para el que empezaremos a hacer preparativos esta noche -dijo entre risitas, mientras Adair colgaba la capa del anciano de un gancho junto a la puerta.
– ¿Empezar qué, amo? -preguntó Adair.
– Una petición especial del conde. Una tarea muy difícil, pero ya lo he hecho antes. -Correteó de un lado a otro por el suelo de madera, reuniendo tarros de ingredientes sobre la mesa de trabajo-. Prepara el caldero grande y aviva el fuego, que está casi apagado.
Adair observó desde el hogar. Primero, el físico eligió una de sus recetas manuscritas y la repasó rápidamente antes de apoyarla en un tarro para poder consultarla. De vez en cuando, le echaba una mirada al papel mientras medía ingredientes para el caldero que se iba calentando. Sacó de los estantes cosas que no había utilizado nunca: misteriosos fragmentos de animales, hocicos, trozos de piel coriácea, pedazos de carne desecada. Polvos, brillantes cristales blancos y cobrizos. Lo echaba todo en una cantidad exacta de agua, y después le dijo a Adair que colgara el pesado caldero del espetón. Cuando el agua empezó a hervir, el físico cogió un puñado de polvo amarillo de un frasco y lo arrojó al fuego: ardió con una nube de humo, emanando el inconfundible hedor del azufre.
– Nunca he visto esta mezcla antes, ¿verdad, amo? -preguntó Adair.
– No, no la has visto. -Hizo una pausa-. Es una pócima que hace invisible al que la bebe. -Examinó el rostro de Adair en busca de una reacción-. ¿Qué te parece eso, chico? ¿Crees que puede ocurrir de verdad?
– Nunca he oído nada parecido. -No era tan tonto para contradecir al anciano.
– A lo mejor te gustaría verlo con tus propios ojos. El conde ordenará a algunos de sus mejores hombres que beban esta pócima, y se harán invisibles durante una noche. ¿Te imaginas lo que es capaz de hacer un ejército al que no se puede ver?
– Sí, amo -respondió Adair, y desde aquel momento empezó a tener otra opinión de los hechizos y las pócimas del físico.
– Ahora tienes que vigilar este caldero y dejar que el agua se vaya reduciendo, como has hecho otras veces. Cuando se haya evaporado, debes retirarlo del fuego y dejar que se enfríe. Una vez hayas hecho eso, puedes irte a dormir, pero no antes. Estos ingredientes son difíciles de conseguir, y unos cuantos se me han terminado, así que no podemos permitirnos estropear este preparado. Vigila el caldero con atención -dijo por encima del hombro mientras descendía por la escalera-. Al atardecer comprobaré lo bien que lo has hecho.
Adair no tuvo problemas para mantenerse despierto aquella noche. Se sentó bien erguido, apoyado en la dura pared de piedra; se dio cuenta de que el anciano les había mentido a él y a su padre. El viejo no era un físico, sino un alquimista, tal vez un nigromante. No era de extrañar que la gente de la aldea lo rehuyera. No era solo a causa del noble traidor a su pueblo. Le tenían miedo al anciano y por buenas razones: era muy probable que estuviera aliado con el diablo. Sabía Dios lo que sospechaban de Adair.
Aquella pócima no era como las anteriores y el líquido tardaba una eternidad en reducirse. Empezó a romper el alba antes de que se hubiera evaporado una cantidad apreciable. Pero en las últimas horas de la noche, mientras miraba el vapor que se elevaba lentamente de las profundidades del caldero, la mirada de Adair seguía volviendo a la pila de papeles manuscritos del escritorio. Seguro que en aquel montón había fórmulas más interesantes -y más provechosas- que la capacidad de volver invisibles a los hombres durante una noche. Era muy probable que el viejo supiera hacer pócimas de amor infalibles y talismanes que procuraran grandes riquezas y poder a su propietario. Y seguro que cualquier alquimista sabía convertir los metales inferiores en oro. Aunque Adair no podía leer las recetas, no tenía duda de que encontraría a alguien que supiera, y le daría una parte de los beneficios.
Cuanto más pensaba en ello, más se inquietaba. Podía esconder los papeles en la manga de su túnica y escabullirse sin que se enterara Marguerite, quien se levantaría de un momento a otro. Después caminaría todo el día y llegaría tan lejos de la torre como pudiera. Pensó por un instante en coger el caballo, pero le falló el valor. Robar una propiedad tan valiosa como un caballo era un delito que se castigaba con la muerte. El viejo podría exigir justificadamente la vida de Adair. Pero las recetas… Aunque el anciano pudiera localizar a su sirviente, era improbable que se atreviera a llevar a Adair ante el conde. El físico no querría que los aldeanos supieran lo poderoso que era en realidad, ni que sus conocimientos mágicos estaban escritos en papeles que podían ser robados o destruidos.
A Adair le palpitaba con fuerza el corazón, y al final ya no pudo desatender su descontrolado impulso. Era casi un alivio ceder a su deseo.
Adair enrolló muy apretados todos los papeles que se atrevió a coger de una vez y se los metió en la manga justo cuando Marguerite empezó a moverse. Antes de marcharse, descolgó el caldero del gancho y lo puso a enfriar junto al hogar. Una vez fuera, eligió un camino que conocía, un camino que le llevaría a territorio húngaro, a una plaza fuerte donde los que simpatizaban con los rumanos vacilarían en ir. Caminó durante horas, maldiciendo su impetuosidad porque no había pensado en llevar provisiones. Cuando empezó a marearse y el sol había comenzado a deslizarse sobre el horizonte, Adair calculó que ya se había alejado lo suficiente y buscó refugio en un pajar en medio de un prado. Era un lugar desolado, sin nada alrededor, ni siquiera ganado, por lo que a Adair le pareció que había recorrido una distancia segura y que nadie lo buscaría allí. Se quedó dormido sobre un montón de heno, sintiéndose libre.
Le despertó de golpe una mano en el cuello que lo sacudió de pies a cabeza y después, inexplicablemente, lo levantó del suelo. Al principio, Adair no pudo ver quién lo tenía agarrado, en el aire denso de la noche, pero cuando sus ojos se acostumbraron, se negó a creer lo que veía. Quien lo sujetaba era alguien endeble… pero en menos de un minuto Adair supo que era el anciano por su olor, el hedor a azufre y descomposición.
– ¡Ladrón! ¡¿Así es como pagas mi protección y mi confianza?! -gritó el físico con rabia, arrojando a Adair al suelo con tal fuerza que lo hizo resbalar hasta el extremo del pajar.
Antes de que pudiera recuperar el aliento, el viejo ya estaba sobre él, agarrándolo por un hombro y levantándolo otra vez del suelo. Adair se sentía dolorido y confuso: el físico era muy viejo. ¿Cómo podía un frágil anciano levantarlo con tal facilidad? Tenía que ser una ilusión o una alucinación tras haberse dado un golpe en la cabeza. Adair solo tuvo un momento para reflexionar sobre ello antes de que el viejo lo tirara al suelo por segunda vez y empezara a golpearlo y darle patadas. Los golpes tenían una fuerza tremenda. A Adair le dolía tanto la cabeza que pensó que iba a perder el conocimiento. Sintió que lo levantaban y transportaban; notaba el movimiento del aire a su alrededor. Iban viajando a gran velocidad, a lomos de un caballo, pero le parecía improbable que el viejo caballo de guerra pudiera alcanzar semejante velocidad. Seguro que todo era una ilusión, se dijo, producida por algún elixir que el físico le había hecho tragar mientras dormía. Era demasiado mágico y aterrador para ser real.
Todavía conmocionado, Adair sintió que el aire era más lento y que sus cuerpos volvían a adquirir peso humano. Después percibió los olores: la humedad mohosa de la torre, los residuos de hierbas quemadas y azufre flotando en el ambiente. Se encogió de miedo. Cayendo al suelo, entreabrió los ojos y quedó abrumado al ver que, efectivamente, estaba de vuelta en la torre, de vuelta en su prisión.
El anciano caminaba hacia él. Había cambiado: puede que fuera un efecto óptico o una treta de su imaginación, pero parecía alto y temible, sin ninguna semejanza con el viejo físico. La mano del viejo buscó el atizador, y después se inclinó para coger la raída manta del jergón de paja de Adair. Lentamente, enrolló la manta alrededor del atizador mientras avanzaba hacia Adair.
Adair vio cómo se alzaba el brazo, pero apartó la mirada cuando el atizador se cernía sobre él. La manta amortiguó el golpe, impidió que el hierro quebrara los huesos del muchacho. Pero los golpes no se parecían a nada que hubiera sentido antes, no eran como los puñetazos y las bofetadas que le había infligido su padre, ni como los azotes con una vara de sauce o los latigazos de una correa de cuero. La barra de hierro comprimía el músculo y aplastaba la carne hasta que entraba en contacto con el hueso. Y bajó una y otra vez, sobre su espalda, hombros y columna. Rodó para escapar de los golpes, pero el arma seguía acertándole, machacándole las costillas, el abdomen y las piernas. Al poco rato, Adair ya era insensible al dolor, incapaz de moverse o de encogerse siquiera mientras el atizador seguía golpeándolo. Le dolía respirar, los costados le ardían con cada inspiración, sus entrañas chorreaban un líquido fluido y caliente. Se estaba muriendo. El viejo iba a matarlo a golpes.
– Podría cortarte la mano, ¿sabes? Ese es el castigo para los ladrones. Pero ¿de qué me servirías entonces, con una sola mano? -El físico se irguió rígidamente, tirando el atizador al suelo-. Puede que te corte la mano cuando hayas terminado tu servicio, para que todo el mundo sepa lo que eres. O tal vez no te deje marchar cuando se cumplan tus siete años. Podría retenerte otros siete, como castigo por tu delito. ¿Cómo pensaste siquiera que podrías escapar de mí y robarme lo que es mío?
Sus palabras no cambiaban la situación. El anciano se engañaba, decidió Adair, al pensar que su sirviente iba a sobrevivir. No vería el amanecer, y mucho menos viviría siete años. El líquido caliente se abría camino por sus intestinos y órganos, subía por la garganta de Adair, le llenaba la boca. La sangre se desbordó por sus labios y cayó al suelo de madera, extendiéndose hacia los pies del anciano en un río oscuro cada vez más caudaloso. Brotaba sangre por todos los orificios del cuerpo de Adair.
Sus ojos se fueron apagando. El anciano había dejado de hablar y le estaba mirando de nuevo de aquella manera intensa, tan característica. Empezó a reptar hacia el muchacho caído, como una serpiente o un lagarto, a ras del suelo, hasta que estuvo muy cerca de Adair, con la boca abierta y la lengua asomando, tensa. Extendió un dedo largo y huesudo y lo mojó en la sangre que fluía de la boca de Adair. Un reguero rojo bajó por el dedo, mientras se lo llevaba a la boca y se lo pasaba por la lengua. La enroscó y un leve suspiro de excitación salió de sus labios. En aquel momento, Adair perdió el sentido y sintió alivio por ello. Pero lo último que distinguió mientras la conciencia le abandonaba, seguro de que era por última vez, se dijo, fueron los dedos del anciano acariciando su mejilla y el pelo de Adair, empapado de sudor.
Por la mañana, Marguerite encontró a Adair en un estado lamentable. Su cuerpo se había preparado para la muerte durante la noche: los intestinos evacuaron, la sangre empapó toda su ropa mientras se secaba, y se pegó al suelo tan tenazmente que el ama de llaves tuvo que aplicar trapos mojados en agua caliente para desprender al muchacho.
Yació inconsciente en su jergón de paja durante varios días, y cuando despertó comprobó que estaba cubierto de grandes moratones violáceos con bordes difuminados amarillos y verdosos. Tenía la piel caliente y muy sensible al tacto. Pero Marguerite se las había arreglado para limpiar toda huella exterior de sangre y lo había vestido con una muda y una camisa de dormir nueva.
Adair entraba y salía de la consciencia, y los pensamientos incoherentes le rondaban por la cabeza. En el peor de sus momentos de semiconsciencia imaginó que alguien le estaba tocando, que unos dedos se deslizaban por su rostro y sus labios. En otra ocasión, creyó sentir que le ponían boca abajo y le arremangaban la ropa. Esto último se podía explicar si Marguerite había tenido la bondad de limpiarle, ya que él era incapaz de moverse con suficiente coordinación para utilizar el orinal. Indefenso, sin poder moverse ni resistirse, no podía hacer más que tolerar aquellos abusos, sufridos o imaginados.
El olfato fue el primer sentido que recuperó, y Adair reconoció apenas los olores en el aire por el sabor en la lengua, el fuerte regusto a hierro de la sangre y la untuosidad del sebo de vaca. Cuando se abrieron sus ojos -tardó un poco en enfocar la visión y asegurarse de que no había perdido la vista-, su entorno volvió a hacerse real, y la sensación de dolor regresó. Le dolían los costados, tenía el vientre revuelto y cada respiración le laceraba el pecho. Con el dolor recuperó la voz. Echó mano a la manta e intentó incorporarse, aunque sin éxito.
Marguerite corrió a su lado y le tocó la frente; después le flexionó los pies y las manos, buscando señales de dolor que indicaran huesos rotos, para ver si podía moverse solo o si había perdido la movilidad de algún miembro. Al fin y al cabo, ¿de qué sirve un trabajador que no puede utilizar los brazos o las piernas?
Le llevó un caldo y después dejó de prestar atención a Adair durante el resto de la tarde, mientras se dedicaba a sus tareas. Adair no tuvo más alternativa que mirar al techo y calcular el tiempo transcurrido a medida que un retazo de luz iba bajando por la pared, contando las horas que faltaban para el anochecer, cuando se despertaría el anciano. Pasó aquellas horas con temerosa anticipación: mejor habría sido morir aquella noche, decidió Adair, que despertar atrapado en un cuerpo destrozado. Se preguntó cuánto tardaría en recuperarse. ¿Se recuperaría de tantas fracturas? ¿Soldarían bien todos sus huesos? ¿Quedaría cojo o jorobado? Por lo menos su cara parecía libre de cicatrices o marcas que lo desfiguraran. El viejo no le había pegado en la cabeza; si le hubiera golpeado con el atizador, le habría abierto el cráneo.
Cuando el retazo de luz desapareció, señalando el final de la claridad diurna, Adair supo que se le había agotado el tiempo. Decidió fingir que estaba dormido. También Marguerite sentía que se acercaba un enfrentamiento y procuró prepararse a toda prisa para acostarse cuando el anciano llegaba subiendo la escalera, pero el físico la interrumpió, cogiéndola del brazo y señalando hacia la cama de Adair. Ella había visto al muchacho cerrar los ojos y adoptar una postura laxa, así que se limitó a negar con la cabeza y se retiró a su cama, echándose una manta sobre los hombros.
El anciano se acercó al jergón de Adair, y se agachó. Adair intentó mantener uniforme la respiración y controlar su temblor, esperando a ver qué hacía el anciano. No tuvo que aguardar mucho: la fría y huesuda mano del viejo tocó la mejilla del joven, después su nuez, y a continuación bajó por su pecho, pero muy brevemente, antes de posarse en su liso abdomen. Apenas tocó las zonas magulladas, y sin embargo al muchacho le costó no retorcerse de dolor.
La mano no se detuvo, sino que continuó deslizándose hacia abajo: primero al vientre y después más abajo aún, y el sobresalto casi hizo que Adair gritara. Se las arregló como pudo para seguir tumbado sin inmutarse mientras los dedos del anciano encontraban lo que estaban buscando, acariciaban el laxo miembro, masajeándolo. Pero antes de que la virilidad de Adair pudiera responder, los dedos se retiraron, y el anciano dio media vuelta y, sin mirar atrás, salió de la torre y se adentró en la noche.
Adair estaba tan aterrado que saltó del jergón a pesar de su estado. Solo pensaba en huir, pero no podía: tenía escaso control de los brazos, y las piernas no le respondían en absoluto. El anciano era considerablemente más fuerte de lo que parecía; aun con buena salud, Adair estaría indefenso contra él, y más en el estado en que se hallaba. No podía ni siquiera arrastrarse por la habitación en busca de un arma para defenderse. Con amarga desesperación, se dio cuenta de que, de momento, no podía hacer nada por sí mismo. Solo soportar lo que el físico quisiera hacerle.
Pasaba los días pensando en el trabajo que había realizado para el anciano, los elixires y ungüentos que había preparado, preguntándose si allí habría algo que pudiera utilizar para defenderse. Aquellos pensamientos eran inútiles, aunque servían para reforzar su recuerdo de los ingredientes que formaban parte de los poderosos compuestos -y sus proporciones, olores y texturas-; pero seguía ignorando su utilidad, la de todos excepto la del que confería invisibilidad.
Se las arregló para continuar fingiendo durante dos días más, hasta que el físico se dio cuenta de que Adair había recuperado la consciencia. Puso a prueba sus miembros y articulaciones, igual que lo había hecho Marguerite, y preparó un elixir que hizo tragar al joven. Fue el elixir el que delató a Adair, porque la pócima quemaba y picaba, haciendo que su cuerpo se convulsionara.
– Espero que hayas aprendido la lección para que al menos salga algo bueno de tu traición -gruñó el viejo mientras renqueaba alrededor del escritorio-. Y esa lección es que jamás podrás escapar de mí. Te encontraré, vayas a donde vayas. No existe un lugar lo bastante lejano, ni un escondite lo bastante secreto para escapar de mí. La próxima vez que intentes privarme del servicio por el que he pagado, o robes alguna de mis cosas, este pequeño episodio te parecerá el más leve de los castigos. Si tan solo intuyo que me eres desleal, te encadenaré a los muros de esta torre y jamás volverás a ver la luz del día, ¿entiendes? -El anciano no se inmutó ni lo más mínimo por la mirada de odio que Adair le dirigió.
A las pocas semanas, Adair fue capaz de levantarse de la cama y cojear por la habitación con la ayuda de un bastón. Como los costados le hacían aullar de dolor cada vez que levantaba los brazos, todavía no le era de ninguna utilidad a Marguerite, pero ya podía volver a ayudar al físico por las noches. Sin embargo, toda conversación entre ellos había cesado: el anciano mascullaba sus órdenes y Adair se escabullía de su vista en cuanto las había cumplido.
Después de un par de meses, con dosis regulares del ardiente elixir, Adair se había recuperado lo suficiente para ser capaz de acarrear agua y cortar leña. Podía correr, aunque no mucha distancia, y estaba seguro de que conseguiría montar a caballo si surgía la oportunidad. A veces, cuando recogía hierbas en el bosque y vagabundeaba hasta el borde de la colina, miraba el ancho valle verde y pensaba en intentar escapar de nuevo. Deseaba con todas sus fuerzas quedar libre del anciano, y sin embargo… Un escalofrío recorría su cuerpo al pensar en el castigo y, con ideas casi suicidas, regresaba a la torrecilla.
– Mañana irás a la aldea a buscar a una jovencita. Tiene que ser virgen. No debes pedir información a nadie, ni llamar la atención en modo alguno. Solo localiza a esa chica, vuelve y dime dónde vive.
El pánico le atenazó la garganta.
– ¿Cómo voy a saber si una chica está intacta? ¿Tengo que examinar…?
– Evidentemente, tienes que encontrar una que sea muy joven. Lo de examinar, déjamelo a mí -dijo el anciano en tono siniestro.
No dio ninguna explicación, y para entonces Adair no las necesitaba. Sabía que cualquier orden del físico era sin duda una petición diabólica, y él no estaba en situación de negarse. Por lo general, consideraba las visitas a la aldea como raros regalos, que le permitían participar del conocido bullicio de la vida familiar, aunque no fuera su propia familia, pero aquella visita en concreto no presagiaba nada bueno. Una vez en la aldea, Adair deambuló cerca de las casas lo más discretamente que pudo para espiar a los aldeanos, pero la aldea era pequeña y él no era desconocido. En cuanto se acercaba a un grupo de niños que jugaban o se ocupaban de alguna tarea, sus padres se los llevaban o amenazaban a Adair con miradas hostiles.
Temiendo la reacción del físico a sus noticias, tomó un camino que no conocía para volver a la torre, con la esperanza de que le trajera suerte. El camino llevaba a un claro donde, para su sorpresa, había varias carretas, carretas no muy diferentes de aquella en la que había vivido su familia. Una tribu de romaníes había llegado a la aldea, y el corazón de Adair se hinchó de esperanza, pensando que tal vez su familia había ido a rescatarlo. Pero al buscar entre los trabajadores nómadas, no tardó en darse cuenta de que no reconocía a un solo miembro de aquel grupo. Había, no obstante, niños de todas las edades, niños con mofletes colorados y niñas de caras dulces. Y como él era de su misma raza, podía moverse libremente entre ellos, aunque era un desconocido para ellos.
¿Podía hacer algo tan diabólico?, se preguntó con el corazón acelerado mientras echaba un vistazo, mirando rostro tras rostro. Estaba a punto de huir, dominado por el odio a sí mismo – ¿cómo podía él elegir quién iba a ser entregada a aquel monstruo?-, cuando se topó de pronto con una niña, una criatura que le recordaba muchísimo a su querida Katarina cuando se habían conocido. La misma piel blanca y suave, los mismos ojos oscuros y penetrantes, la misma sonrisa simpática. Era como si el destino hubiera tomado la decisión por él. El instinto de conservación triunfó.
El físico quedó encantado con la noticia y le ordenó que fuera al campamento gitano aquella noche, cuando todos durmieran, y le llevara la niña.
– Se lo merecen, ¿no crees? -dijo entre risitas, pensando que tal vez con aquello Adair se sentiría mejor a pesar de lo que iba a hacer-. Tu pueblo te rechazó, te entregó sin pensárselo dos veces. Ahora tienes tu oportunidad de vengarte.
En lugar de persuadir a Adair de que estaba en su derecho de raptar a la niña, aquello le hizo rebelarse.
– ¿Para qué queréis a esa niña? ¿Qué le vais a hacer?
– A ti no te toca pensar, solo obedecer -gruñó el anciano-. Ahora que justo empiezas a curarte… sería una pena tener que romperte otra vez los huesos, ¿no?
Adair pensó en rogarle a Dios que interviniera, pero en aquel momento las oraciones eran inútiles. Tenía toda clase de motivos para creer que él y la niña estaban condenados, y nada los salvaría, a ninguno de los dos. Así que aquella noche, ya tarde, volvió al campamento. Fue de carreta en carreta, mirando por las ventanas o por encima de las puertas holandesas abiertas hasta que encontró a la niña, que dormía acurrucada como un gatito en una manta. Conteniendo la respiración, empujó la puerta y se apoderó de la niña; casi deseaba que gritara y alertara a sus padres, aunque eso significara que lo atraparan. Pero la niña siguió dormida en sus brazos como si estuviera hechizada.
Adair no oyó nada a sus espaldas al huir: ni pisadas, ni ruidos reveladores de cualquier clase procedentes de la carreta de los padres, ni gritos para alertar del intruso al campamento. La niña empezó a despertarse y a moverse, y Adair no sabía qué hacer, excepto apretarla más contra su corazón, que palpitaba desbocado, con la esperanza de que aquello la tranquilizara. Por mucho que deseara tener valor para desobedecer las inquietantes órdenes del anciano, Adair corrió a través del bosque, llorando durante todo el camino.
Sin embargo, al acercarse a la torre, de pronto recobró el valor. Simplemente, no podía cumplir las órdenes del físico por muy importante que ello fuera para su propia seguridad. Sus pies se detuvieron por iniciativa propia, y a los pocos pasos había dado media vuelta. Para cuando llegó al borde del claro, la niña estaba despierta, aunque confiada y callada. La puso en pie y se arrodilló ante ella.
– Vuelve con tus padres. Diles que tienen que marcharse inmediatamente de esta aldea. Aquí hay mucha maldad, y habrá una tragedia si no hacen caso de esta advertencia -le dijo a la niña.
La pequeña extendió una mano hacia la cara de Adair y le tocó las lágrimas.
– ¿Quién les digo que les envía este mensaje?
– Mi nombre no importa -dijo Adair. Sabía que aunque los gitanos supieran su nombre y fueran a por él, con la intención de darle un escarmiento por haberse introducido en su campamento y raptado a una niña, no importaría. Para entonces estaría muerto.
Adair se quedó arrodillado en la hierba viendo cómo la niña corría hacia las carretas. Deseó poder correr también, ir a toda velocidad hacia el bosque que se abría ante él y seguir corriendo, pero sabía que no serviría de nada. Mejor sería que regresara a la torre y aceptara su castigo.
Cuando Adair empujó la puerta de la torre, el anciano estaba sentado ante su escritorio. La ligera ansiedad de la cara del físico se transformó rápidamente en la familiar expresión de desprecio y desagrado al ver que Adair llegaba solo.
El físico se levantó y de pronto pareció muy alto, como un árbol gigantesco.
– Veo que me has fallado. No puedo decir que me sorprenda.
– Puedo ser vuestro esclavo, pero no podéis convertirme en un asesino. ¡No lo haré!
– Todavía estás débil, mortalmente débil. Acobardado. Necesito que estés más fuerte. Si pensara que eres incapaz de esto, te mataría esta noche. Pero todavía no estoy convencido… Así que no te mataré esta noche, solo te castigaré.
El físico golpeó a su sirviente con tanta fuerza que este cayó al suelo y perdió el conocimiento. Cuando Adair volvió en sí, se dio cuenta de que el anciano le había levantado la cabeza y estaba empujando un vaso contra la boca de Adair.
– Bebe esto.
– ¿Qué es? ¿Veneno? ¿Así es como me vais a matar?
– He dicho que no te mataría esta noche. Eso no significa que no tenga otros planes. Bebe esto -dijo, con los ojos brillando implacables mientras Adair miraba el contenido del vaso-. Bebe esto y no sentirás dolor.
En aquel momento, Adair habría agradecido el veneno, así que tragó lo que el físico le metía en la boca. Una extraña sensación se apoderó rápidamente de Adair, no muy diferente del embotamiento provocado por los elixires curativos del anciano. Empezó con un hormigueo que iba creciendo en sus miembros, y se apoderó de él con rapidez. Incapaz de controlar sus músculos, Adair cayó flácido, con los párpados caídos a su pesar, respirando con dificultad. Cuando el hormigueo llegó a la base del cráneo, un zumbido entumecedor anunció que iba a ocurrir algo sobrenatural.
El anciano estaba de pie delante de su sirviente, observándolo de una manera fría e inquietante. Adair sintió que lo levantaban y transportaban, le pareció que caía con cada paso. Bajaron por la escalera, hasta el sótano donde nunca había estado, la habitación del anciano, y aquella certeza exacerbó su pánico. El sótano estaba húmedo y mal ventilado, era una verdadera mazmorra, y sucio. Había sabandijas que se arrastraban afanosamente en los rincones. El viejo dejó caer al muchacho sobre una cama, un viejo y pestilente colchón de plumas enmohecido. Adair quería huir arrastrándose, pero estaba atrapado en un cuerpo que no le respondía.
Sin inmutarse, el anciano se subió a la cama y empezó a desnudar a su cautivo, sacándole la túnica por encima de la cabeza, aflojando el ceñidor de su cintura.
– Esta noche has cruzado el último umbral que te quedaba. A partir de esta noche, no habrá nada que no pueda obligarte a hacer. Y te digo que también te entregarás a mí, sin absurdas ilusiones.
Le bajó los pantalones y echó mano a la prenda que cubría su entrepierna. Una vez más, Adair cerró los ojos mientras el físico buscaba con los dedos, hurgando entre el vello púbico. Adair se esforzó en no excitarse cuando el anciano manipulaba su pene. Después de lo que le pareció mucho tiempo, el anciano soltó su juguete, pero dejó que sus manos recorrieran el rostro de Adair. Sus dedos apretaron los pómulos de Adair y después la zona bajo los ojos. El joven luchó lo mejor que pudo en su estado narcotizado contra aquel horrible abuso.
– Ahora, chico tonto, te ahogaré si no me obedeces. Tienes que respirar, ¿no?
Cerró una mano sobre la nariz de Adair, cortando el paso del aire. Adair aguantó todo lo que fue capaz, preguntándose, en su estado de desorientación, si moriría o se desmayaría primero… Pero al final el reflejo se impuso y jadeó en busca de aire. En cuanto tuvo los labios abiertos, el viejo penetró en la laxa boca de su cautivo. Por fortuna, la droga nubló los sentidos de Adair, amortiguando el horror y la humillación, y lo último que recordaba era al anciano diciendo que estaba enterado de sus escarceos con Marguerite y que se iban a acabar. No permitiría que Adair gastara su energía y desperdiciara su semilla en otra persona.
Por la mañana, Adair se despertó en el piso de arriba, sobre su miserable jergón de paja, con las ropas revueltas. Destrozado por las náuseas y los restos de narcótico, recordaba la advertencia del anciano, pero no tenía ni idea de si se había tomado otras libertades. Le acometió el impulso de correr escalera abajo y apuñalar al viejo en su cama. La idea brilló en su mente durante un fugaz segundo. Pero sabía que allí estaba ocurriendo algo misterioso y sobrenatural. La fuerza y los poderes del anciano superaban toda expectativa razonable, y sería lo bastante fuerte para no dejarse matar en su propio cubil.
Se pasó el día intentando reunir valor para huir. Pero un miedo familiar encadenaba a Adair a aquel lugar, y el frío dolor en sus maltrechos huesos le recordaba el precio de la desobediencia. Y así, cuando el sol hubo atravesado el cielo y la oscuridad empezó a caer, Adair seguía sentado en un rincón, con la mirada fija en lo alto de la escalera.
Al anciano no le sorprendió encontrar todavía allí a su sirviente. Una sonrisa cruel cruzó su cara, pero no intentó acercarse a Adair. Se dedicó a sus asuntos como de costumbre, descolgando la capa del gancho.
– Esta noche voy al castillo, para una función especial. Si sabes lo que te conviene, estarás aquí cuando regrese.
Cuando se marchó, Adair se dejó caer junto al fuego, deseando tener valor para arrojarse a él.
Así continuó la vida durante incontables meses. Las palizas se convirtieron en algo rutinario, aunque el anciano no volvió a utilizar el atizador. Adair comprendió enseguida que era tan sumiso que no había motivos para que lo castigara. Las palizas servían tan solo para mantenerlo obediente, y por eso nunca terminarían. Los abusos continuaron, esporádicamente. El físico hacía que Marguerite drogara la comida o la bebida de Adair para facilitar aquellas sesiones, hasta que el joven se percató de su táctica y empezó a negarse a comer. Entonces, el viejo lo golpeaba y le obligaba a tragar narcóticos debilitantes hasta que se encontraba indefenso.
La depravación del físico se acentuó. Ya nada parecía refrenarlo; se había entregado a aquellos actos inmorales, y no había manera de pararlo. Aunque era posible que el anciano hubiera sido siempre así. Adair se preguntaba si el viejo habría matado a su último sirviente y había buscado a Adair para comenzar de nuevo. El conde empezó a enviar a una muchacha de vez en cuando para disfrute del anciano, alguna desdichada joven capturada por los hombres del conde durante sus incursiones en la campiña húngara. La joven era conducida al aposento del físico y encadenada a su cama. Los gritos de la muchacha llegaban a oídos de Adair durante el día, atormentándolo, castigándolo por no bajar a la guarida del físico para ayudarla a escapar.
A veces, cuando el viejo salía a sus vagabundeos nocturnos, Marguerite enviaba a Adair abajo con comida para la pobre prisionera. Adair recordaba la primera vez que había ido de mala gana al sótano y había visto a la pobre chica, desnuda bajo la ropa de cama, temblando de conmoción y miedo e incapaz de reconocer su presencia. Entonces no le había pedido al joven que la dejara libre. Paralizada por el miedo, no se había acercado a la comida. Adair se avergonzó al descubrir que se había excitado al mirar la delgada figura femenina que se adivinaba bajo la manta, el vientre liso que subía y bajaba con cada aterrada respiración. Su compasión por la apurada situación de la muchacha y sus propios y horribles recuerdos de lo que le había ocurrido a él en aquella cama no impidieron que lo dominara la lujuria. No se atrevió a forzarla, ya que era propiedad del anciano, así que, estremeciéndose de deseo, ni siquiera la tocó y se retiró escalera arriba.
Las muchachas solían morir en menos de tres días, y el anciano ordenaba a Adair que se deshiciera de ellas; retiraba sus cuerpos fríos de la cama y los llevaba al bosque. Las tumbaba en el suelo como estatuas derribadas y cavaba las tumbas, las enterraba, echaba cal encima y las cubría de tierra oscura. La muerte de la primera muchacha le llenó de vergüenza, odio a sí mismo y desesperación, tanto que no pudo mirarla mientras ella esperaba su anónima tumba.
Pero después de la primera, y la tercera y la cuarta, Adair descubrió que algo había cambiado dentro de él, y su deseo -que él sabía que era abominable- se impuso a su miedo a adentrarse en la lascivia. Le temblaban las manos cuando se rendía al deseo de tocar los pechos, ahora duros y faltos de vida, o acariciar los cuerpos curvilíneos. Cada vez que bajaba a una de ellas al suelo, se frotaba contra su vientre y se excitaba al notar el endurecimiento en su miembro. Pero nunca fue más allá, nunca cometió un acto que le resultaba más repulsivo que fascinante, y así los cadáveres se libraron de más abusos.
Así transcurrieron varios años. Las palizas y las violaciones disminuyeron, tal vez porque Adair había crecido y se había hecho más fuerte con el tiempo y eso hacía que el anciano se lo pensara. O quizá la razón era que había dejado de ser un muchacho y ya no atraía al físico.
Después de un invierno particularmente frío y riguroso, el anciano anunció que iban a viajar a Rumania para visitar sus tierras. Se envió un mensaje previo al vasallo que gestionaba la finca, para que pudiera poner en orden sus cuentas y lo preparara todo para la visita del físico. Se obtuvo el permiso del conde, y se adquirió un segundo caballo para que lo montara Adair durante el viaje. Cuando llegó la hora de partir, solo se empaquetaron unas pocas provisiones, algo de ropa y dos pequeños cofres cerrados. Partieron después de la puesta del sol, adentrándose en la noche rumbo al este.
Después de siete noches de viaje, estaban en pleno territorio rumano y habían atravesado un paso en las faldas de los Cárpatos para llegar a las tierras del anciano.
– Nuestro viaje ha terminado -le dijo el viejo a Adair, indicando con la cabeza una luz que brillaba débilmente en un castillo lejano.
El castillo era imponente, una fortaleza cuadrada con altos torreones en las esquinas, y resultaba claramente visible a la luz de la luna. El último tramo del camino los llevó a través de campos fértiles, viñedos pegados a la ladera de la montaña y ganado durmiendo en los prados. Los enormes portones se abrieron cuando la pareja se acercaba, y en el patio aguardaba una cohorte de sirvientes, con antorchas en alto. Un hombre mayor estaba a la cabeza del grupo, sosteniendo un abrigo de piel que colocó sobre los hombros del físico en cuanto el anciano desmontó.
– Confío en que su señoría haya tenido buen viaje -dijo con el afán complaciente de un sacerdote, mientras seguía al físico por los anchos escalones de piedra.
– Estoy aquí, ¿no? -le espetó el anciano.
Adair no perdía detalle de la fortaleza mientras entraban. El castillo era enorme, viejo pero bien conservado. Vio que los sirvientes tenían la misma expresión de terror que suponía que tenía él. Uno de los lacayos le cogió del brazo y lo condujo a la cocina, donde le sirvieron exquisitas carnes y aves asadas, y después lo llevaron a una pequeña habitación. Aquella noche, Adair se hundió en un auténtico colchón de plumas, abrigado con una manta con remates de piel.
Adair disfrutó de aquella temporada en el castillo, viviendo con más lujos de lo que jamás imaginó que pudiera vivir nadie, y mucho menos un muchacho campesino. Liberado de sus antiguas obligaciones, se pasaba la mayor parte de los días vagando por el castillo, ya que el físico estaba inmerso en la gestión de sus tierras y había perdido el interés por Adair.
El mayordomo, Lactu, le cogió aprecio a Adair. Era un hombre amable y parecía apiadarse de la pesada carga que soportaba el sirviente del físico. Como Lactu también hablaba húngaro, Adair pudo mantener una verdadera conversación por primera vez en todos los años que llevaba trabajando para el anciano. Lactu procedía de una familia de criados que habían estado al servicio del físico durante generaciones. Explicó que no le parecía extraño que este estuviera lejos de sus tierras la mayor parte del tiempo: los señores de aquel castillo habían sido terratenientes absentistas durante mucho tiempo, tradicionalmente al servicio del rey de Rumania. Según la experiencia de Lactu, el físico solo volvía cada siete años, más o menos, para atender cuestiones importantes.
Gracias al mayordomo, Adair pudo entrar en todas las estancias especiales del castillo. Vio la habitación donde se guardaban las vestimentas ceremoniales del anciano, dobladas en arcones, y la despensa, llena de jarros y más jarros de vino producido en las tierras. Pero lo más deslumbrante era la sala del tesoro, llena de botines de conquista de la familia Cel Rau: coronas y cetros, adornos con gemas incrustadas, monedas de extraño cuño. La visión de tantas riquezas y posesiones recordó a Adair las recetas alquímicas escritas: aquel castillo inmenso en una tierra lejana estaba desaprovechado. Era indecente tener tantos tesoros y no hacer buen uso de ellos.
Pasaron semanas en las que Adair rara vez veía al físico, aunque una noche este le hizo llegar la orden de que asistiera a una ceremonia en el gran salón. El joven observó cómo el anciano firmaba decretos que serían de cumplimiento obligado para todos los que vivían en sus tierras. Un pesado sello colgaba de un cordón alrededor del cuello del anciano. Lactu llevaba cada proclama, la leía en voz alta y después colocaba la hoja delante del físico para que la firmara. A continuación el mayordomo echaba unas gotas de lacre bajo la rúbrica del físico, y él estampaba el sello con el escudo de la familia: un dragón que empuñaba una espada. Más tarde, Lactu le explicó a Adair que el sello era el medio de transmisión del dominio de los Cel Rau: como muchos señores morían lejos de sus tierras sin que sus herederos se presentaran debidamente a las autoridades rumanas, y a veces ni al administrador, las firmas no servían para nada. El que tuviera el sello era reconocido como señor del feudo.
Las semanas se convirtieron en meses. Adair habría estado encantado de no volver jamás a Hungría. Disfrutaba del doble beneficio de ser tratado como un hijo privilegiado y, al mismo tiempo, de librarse de las atenciones del físico. En su tiempo de ocio, practicaba esgrima con los guardias, o recorría a caballo los caseríos para observar los hábitos de vida. Comentaba todo lo que veía con el mayordomo, y así aumentaba su conocimiento de la propiedad y sus muchos aspectos, como el cultivo de los campos, la producción de vino, la cría de ganado… Adair creía que Lactu le tenía aprecio, pero no se atrevía a contarle ningún detalle de la vida en la torre. Correspondía con creces al afecto de Lactu, pero no estaba seguro de qué pensaría de él si supiera qué le había hecho el físico o que le había ayudado en su práctica de las artes negras. Estaba deseando hablarle a Lactu de la naturaleza maligna de su amo, pero no se le ocurría ninguna manera de hacerlo sin implicarse él también, y no quería perder el afecto del mayordomo.
Una de las últimas noches en el castillo a Adair le despertó una presencia en su alcoba. Sabía, mientras encendía una vela, que no estaba solo, pero aun así le sorprendió ver al físico de pie a los pies de la cama.
El corazón le dio un vuelco al recordar los horrores de los que era capaz aquel hombre.
– Amo, me habéis sorprendido. ¿Necesitáis mis servicios?
– Hace mucho que no te veo, Adair, quería echarte un vistazo, pero te juro que casi no te reconozco -dijo con su voz ronca y áspera-. La vida te ha tratado bien. Has crecido. Eres más alto… y más fuerte.
Había una expresión en los ojos del anciano -un destello de la vieja tentación- que Adair no quería ver.
– He aprendido mucho desde que estoy aquí -dijo, pues quería hacer saber al físico que no había estado ocioso mientras andaba lejos de su mirada-. Vuestro castillo y sus tierras son magníficos. No entiendo cómo podéis soportar estar lejos de ellos.
– Aquí la vida es demasiado tranquila para mi gusto. Creo que también te lo parecerá a ti, con el tiempo. Pero por eso he venido esta noche, para decirte que no nos quedaremos mucho más. El verano está próximo, y me necesitan en Hungría.
Las palabras del anciano alarmaron a Adair. Sabía que aquel tiempo terminaría, pero de algún modo se había engañado soñando que duraría para siempre. Adair intentó evitar que el pánico se le reflejara en la cara. Mientras tanto, el anciano se deslizó junto a la cama de su sirviente, examinando sus rasgos. Alargó una mano y retiró la manta, dejando al descubierto el pecho y el abdomen de Adair. Este se tensó al pensar que lo tocaría, pero el anciano se limitó a mirar al joven, con evidente lujuria, y pareció darse por satisfecho con la visión del cuerpo de Adair. O tal vez la madurez de este hizo que se lo pensara mejor, porque después de un largo momento, dio media vuelta y salió de la habitación.
Al regresar a la torre del físico, Adair esperaba que la vida continuara como había sido antes, pero ya no era posible. Le habían ocurrido demasiadas cosas. Estaba dominado por una idea que no podía desterrar de su mente, sobre todo durante las horas del día, cuando el físico no estaba presente para acaparar sus pensamientos. Adair no podía olvidar lo que había visto en el castillo del anciano: la enorme fortaleza, los fértiles campos, el tesoro, los sirvientes, los siervos… Solo le faltaba un señor feudal, y lo único que se interponía en su camino eran dos cosas muy básicas: el sello, que estaba escondido en alguna parte de la torre, y la muerte del viejo.
El sello se podía encontrar con un poco de perseverancia. Matar al viejo era harina de otro costal. Adair había pensado en ello muchas veces durante sus años de cautiverio, le había dado vueltas a la idea y había considerado todos los detalles, pero al final lo había descartado como un sueño de locos. Cada vez que el anciano le había puesto las manos encima a Adair, ya fuera con ira o con lujuria, el sirviente había mitigado su humillación jurando que algún día haría pagar al físico por ello. Pero el recuerdo de aquella brutal agresión con el atizador y los meses de agónica recuperación le habían impedido actuar.
Sin embargo, habían pasado años desde aquella paliza, y Adair se había hecho un hombre. El físico ya no le levantaba la mano tan a la ligera y, aunque seguía mirando a Adair con deseo, sus acercamientos eran pocos y calculados. Y el odio de Adair por el viejo lo había acompañado tanto tiempo que ya era para él tan natural como respirar. Sus pensamientos se habían vuelto más precisos; la sed de venganza, más intensa e irrenunciable. No se había dado cuenta de lo mucho que había cambiado hasta una noche en que enterró a otra muchacha muerta. Miró su precioso cuerpo y comprendió que aquel último impedimento había caído. Podría abusar fácilmente de aquel cuerpo sin vida, pero lo que de verdad quería era violar el cadáver del físico antes de enterrarlo en la tierra húmeda. Y lo que es más, se alegraría de haberlo hecho. No sentía miedo ni repulsión. Había perdido el último jirón de su humanidad. Todos sus reparos habían sido extirpados capa a capa, como cuando un cazador metódico despelleja a un animal. Se había convertido en un digno rival del anciano, y esa certeza hizo feliz a Adair por primera vez en años.
El primer paso era conseguir ayuda. Adair necesitaba aliados, aldeanos que ya odiaran al físico, el cómplice de su opresor rumano. Debía encontrar hombres que tuvieran suficiente rencor a su señor feudal para descargar en masa su furia sobre el físico, que era un objetivo más fácil que el conde. Si podía demostrar que el físico había cometido crímenes contra los aldeanos, crímenes que el conde no pudiera justificar, entonces este último tendría que mirar hacia otro lado si su venganza culminaba en un asesinato. Era cuestión de encontrar a las personas apropiadas, elegir el crimen adecuado y presentar las pruebas necesarias.
Un día, Adair fue a la aldea en busca de las autoridades religiosas, que parecían una opción prometedora. Encontró a un joven monje que se había librado de los rigores del campo y era rosado de carnes como un recién nacido. El clérigo pareció sorprendido al hallar al sirviente del malvado físico en su puerta, pero cuando Adair se postró a sus pies, pidiéndole consejo, el joven monje no pudo negarse. Se sentaron juntos en la soledad de la abadía y escuchó mientras Adair expresaba su remordimiento por estar al servicio del opresor de la aldea. Explicó que se había visto obligado a servirle contra su voluntad. Sin extenderse en los detalles, manifestó su repulsión por servir a un déspota tan malvado e impío. Cuando el monje empezó a confortarle -vacilante al principio, pero cada vez con más soltura-, Adair supo que había encontrado el aliado que estaba buscando. Como toque final, Adair hizo alusión a oscuros pecados cometidos por el físico y el conde. El monje le aseguró que podía volver cuando quisiera a descargar su conciencia.
Y Adir lo hizo. La segunda vez que fue a ver al monje, le contó que el físico le había enviado a raptar a una niña. El monje se puso pálido y retrocedió como quien se topa con una víbora cuando Adair le describió la situación de las carretas de los gitanos, y el monje confirmó que los gitanos habían huido sin dar explicaciones.
– Supongo que pretendía utilizar a la niña para una de sus diabólicas pócimas, pero no puedo decir con qué propósito, con qué intención. ¿No tenía que ser obra del demonio, para necesitar un sacrificio humano? -preguntó Adair con tono de incredulidad, tan inocente y arrepentido como pudo aparentar.
En aquel momento, el monje le rogó que callara; se negaba a creer lo que le estaban contando.
– Juro que es verdad -dijo Adair, cayendo de rodillas-. Puedo traer pruebas. El pergamino en el que estaban escritos los hechizos… ¿sería prueba suficiente?
El monje, aturdido, solo pudo asentir con la cabeza.
Adair sabía que era tarea sencilla sacar los papeles de la torre durante el día, cuando el físico estaba dormido, pero al día siguiente, cuando fue a reunir sus pruebas, todavía le temblaban las manos al ir a cogerlas. «No seas tonto -se reprendió-. Han pasado los años. ¿Eres un hombre o todavía un muchacho asustado?» Harto de sentirse atormentado por el miedo y la humillación, se hizo con los papeles de un manotazo, enrollándolos bien apretados antes de metérselos en la manga. Sin decirle una palabra a Marguerite, salió hacia la abadía.
Los ojos del joven monje se abrieron de par en par cuando leyó las palabras borrosas escritas en el pergamino. Pidió disculpas a Adair por haber dudado de él, le devolvió los papeles y le dijo que los restituyera rápidamente a la torre y le avisara si el físico planeaba otro crimen sanguinario. No obstante, necesitaba tiempo para elaborar un plan para capturar al hereje, que era, después de todo, un aliado de su señor. Adair protestó: el físico estaba aliado con el diablo y no merecía ni un día más de libertad. Pero la resolución del monje se estaba tambaleando. Era evidente que le costaba hacer acopio de valor para un acto tan osado contra el conde. A fin de reforzar el arrojo del monje, Adair prometió volver con más pruebas de brujería.
Aquella noche, la compañía del físico se le hizo angustiosa. Adair se estremecía cada vez que el anciano le dirigía la más ligera mirada de soslayo, seguro de que el viejo podía sentir que le había tocado sus preciosos pergaminos. Mientras el anciano buscaba entre sus papeles el hechizo que necesitaba, Adair se consumía, convencido de que el físico encontraría algo anormal: una esquina doblada, una mancha, el olor a lavanda e incienso de la abadía. Pero el anciano continuó tranquilamente con su trabajo.
Poco después de la medianoche, el viejo levantó la mirada de su mesa de trabajo.
– ¿Todavía quieres aprender a leer, muchacho? -preguntó en un tono bastante agradable.
A Adair le pareció extraño que el viejo sacara a colación aquel asunto tan de repente. Aun así, si Adair declinaba el ofrecimiento, el anciano sabría que algo no iba bien.
– Sí, claro.
– Supongo que esta noche es tan buena como cualquier otra para empezar. Ven aquí y te enseñaré algunas de las letras de esta página.
El físico curvó un dedo hacia él. Con el pecho oprimido, Adair se levantó del suelo y se acercó al anciano.
El físico miró el pequeño espacio que quedaba entre ellos.
– Más cerca, chico, desde ahí no podrás ver el papel.
Señaló un punto en el suelo junto a él. En la frente de Adair brotó el sudor al acercarse más. En cuanto se situó al lado del anciano y se inclinó hacia el papel, el viejo alargó la mano y agarró el cuello de Adair con una zarpa de hierro. El joven no podía respirar, la garra del físico le apretaba la garganta.
– Esta noche va a ser muy importante para ti, Adair, mi buen muchacho. Muy importante -canturreó, levantándose de su asiento y alzando al joven en el aire por el cuello-. Nunca pensé que te tendría a mi servicio tanto tiempo. Había planeado matarte hace mucho. Pero a pesar de aquella única infracción grave, te he cogido aprecio. Siempre has tenido cierta belleza salvaje, pero también has sido más leal de lo que yo creía posible. Sí, te has portado mejor que lo que yo imaginaba aquella primera noche en que te vi. Por eso he decidido seguir teniéndote como sirviente… para siempre.
Aplastó a Adair contra la pared de piedra como si fuera un muñeco de trapo. La cabeza de Adair chocó contra las piedras. La fuerza abandonó su cuerpo. El anciano lo levantó y lo llevó una vez más escalera abajo, a la intimidad de la cámara subterránea.
Adair, tumbado en la cama, perdía y recobraba el conocimiento, consciente de las manos del anciano en su cara.
– Tengo un regalo precioso para ti, mi rebelde muchachito campesino. Creías que no podía verlo en tus ojos, pero claro que podía. -A Adair le entró el pánico al oír las palabras del anciano, temiendo que el físico pudiera leerle la mente y enterarse del pacto con el monje-. Pero cuando hayas recibido este regalo, nunca más podrás negarme nada. Este regalo nos unirá para siempre, ya lo verás…
El anciano se le acercó mucho y miró a su sirviente de un modo aterrador. Fue entonces cuando Adair se fijó en un amuleto que colgaba de un cordón de cuero en el cuello del físico. El anciano cerró su mano alrededor del amuleto y rompió el cordón, protegiendo el amuleto con las dos manos para que Adair no lo viera. Pero Adair lo había vislumbrado fugazmente a la pobre luz de la vela: era un frasquito de plata, decorado con diminutas filigranas y con un tapón en miniatura.
A duras penas, con sus ajados dedos, el físico se las arregló para destapar el frasquito, revelando una larga aguja que servía de fino tapón. Un fluido viscoso de color cobrizo salió pegado a la aguja, formando una gruesa gota en la punta.
– Abre tu indigna boca -ordenó el físico mientras sostenía el tapón sobre los labios de Adair-. Estás a punto de recibir un regalo precioso. Muchos hombres matarían por este regalo, o pagarían sumas inmensas. ¡Y yo voy a malgastarlo en un patán como tú! Haz lo que te digo, perro ingrato, antes de que cambie de parecer.
No sirvió de nada resistirse. La aguja era lo bastante fina para deslizarse entre los apretados labios de Adair y clavarse en su lengua.
Fue más el susto que el dolor lo que hizo que Adair forcejeara con el físico, el susto provocado por un extraño entumecimiento que se apoderaba de su cuerpo. El corazón del joven se paralizó de terror con la repentina sensación de que estaba en manos de algo demoníaco. Cuando descendió la tensión en su cuerpo, el corazón empezó a palpitar cada vez más deprisa, en un intento desesperado de bombear el menguante suministro de sangre a los sedientos miembros, el cerebro, los pulmones. Mientras tanto, el anciano lo apretaba contra la cama, pesado como una piedra, murmurando palabras ininteligibles, sin duda en el idioma del diablo, mientras realizaba otro extraño acto sobre él, esta vez con agujas y tinta. Adair intentó desembarazarse del anciano, pero no pudo moverlo, y al cabo de un minuto ya no tenía fuerzas para intentarlo. Se le vaciaron los pulmones y ya no podía aspirar aire. Convulsionado, asfixiándose, forcejeando con la manta, en el umbral de la muerte y poniéndose azul y frío… Adair se sintió como si lo estuvieran enterrando vivo, atrapado en un cuerpo que caía en espiral, desfalleciendo.
Una férrea voluntad dentro de Adair se resistía a la muerte. Si moría, el viejo nunca sería castigado y, por encima de todo, Adair quería ver aquel día.
El físico estudió las facciones de Adair al borde de la muerte.
– Qué fuerza. Tienes un deseo intenso de sobrevivir, y eso es bueno. Mírame con odio… Es lo que espero, Adair. Tu cuerpo va a pasar por las fases finales de la muerte, eso ocupará tu atención durante un rato. Quédate quieto.
Cuando el cuerpo de Adair ya no pudo salvarse, empezó a morir. Comenzó a ponerse rígido, atrapando en su interior la consciencia de Adair. Mientras él seguía tumbado, el físico contaba cómo se había sentido atraído por la alquimia -no esperaba que Adair, un campesino, comprendiera el atractivo de la ciencia-, cómo sus conocimientos de la ciencia le habían abierto la puerta. Pero, superando la alquimia, él se había convertido en uno de los pocos, los más sagaces, los que dejan atrás los secretos del mundo natural, pasando al mundo sobrenatural. Transformar los metales inferiores en oro era una alegoría. ¿Comprendía Adair aquello? Los verdaderos visionarios no pretenden transformar los materiales de la tierra en cosas más valiosas, sino cambiar la naturaleza misma del hombre. Mediante la purificación mental y dedicándose exclusivamente al conocimiento de la alquimia, el físico se había unido a las filas de los hombres más sabios y más poderosos del mundo.
– Puedo controlar el agua, el fuego, la tierra y el aire. Tú mismo lo has visto, sabes que es verdad -se jactó-. Puedo hacer invisibles a los hombres. Tengo la fuerza de mi juventud. Eso te ha sorprendido, ¿a que sí? En realidad, soy más fuerte que antes; a veces me siento tan fuerte como veinte hombres. Y también tengo poder sobre el tiempo. El regalo que te he dado… -Su rostro hizo gala de una horrible mueca de superioridad y satisfacción-. Es la inmortalidad. Tú, mi casi perfecto sirviente, jamás dejarás de servirme. Jamás me fallarás. Jamás morirás.
Adair oía las palabras mientras moría y confió en haberlas entendido mal. ¡Servir al físico eternamente! Rogó que la muerte se lo llevara. Estaba tan asustado que dejó de prestar atención a lo que el físico le decía, pero aquello no importaba.
Solo oyó un único fragmento más, antes de que las tinieblas lo reclamaran. El físico estaba diciendo que solo existía una manera de escapar de la eternidad. Solo había una forma de morir, y era a manos del que lo había transformado. A manos de su hacedor: el físico.
Cuando despertó, Adair vio que todavía estaba en la cama del físico, y que el anciano estaba tumbado a su lado, sumido en un sueño semejante a la muerte. Era como si todo hubiera cambiado mientras él dormía, pero no podía decir cómo exactamente. Algunas transformaciones eran evidentes: la visión, por ejemplo. Podía ver en la oscuridad. Vio ratas royendo en los rincones de la habitación, trepando unas sobre otras mientras corrían a lo largo de la pared. Podía oír cada sonido como si estuviera junto a la fuente de origen, cada ruido separado y distinto. Pero lo más dominante era el olfato: los olores llamaban su atención, y sobre todo algo dulce y suculento, con un toque de cobre, que flotaba en el aire. No pudo identificarlo, por mucho que le molestara.
A los pocos minutos, el físico se removió y se despertó de golpe. Se percató del estupor de Adair y se echó a reír.
– Eso es parte del regalo, ya ves. Es maravilloso, ¿a que sí? Tienes los sentidos de un animal.
– ¿Qué es ese olor? Lo huelo por todas partes. -Adair se miró las manos y miró la ropa de cama.
– Es sangre. Las ratas están llenas de ella, y se encuentran por todas partes. Marguerite, que duerme arriba. También puedes oler los minerales en las rocas, en las paredes que te rodean. La tierra dulce, el agua clara. Todo es mejor, más nítido. Es el regalo. Te eleva por encima de los hombres.
Adair se dejó caer de rodillas en el suelo.
– ¿Y vos? ¿Sois también como yo? ¿De ahí sacáis vuestros poderes? ¿Lo podéis ver todo?
El anciano sonrió misteriosamente.
– ¿Si soy igual que tú? No, Adair, yo no me he sometido a la transformación que tú has experimentado.
– ¿Por qué no? ¿No queréis vivir para siempre?
El viejo meneó la cabeza como si le estuviera hablando a un tonto.
– No es tan sencillo como conceder un deseo. Puede que esté más allá de tu comprensión. En cualquier caso, soy un hombre viejo y sufro las indignidades de la edad. No querría vivir toda la eternidad de esta forma.
– Si es así, entonces ¿cómo os proponéis retenerme ahora, anciano? Ahora que me habéis hecho fuerte, no habrá más palizas. Y Dios sabe que no habrá más violaciones. ¿Cómo esperáis retenerme en vuestra compañía?
El anciano echó a andar hacia la escalera, mirando de soslayo por encima del hombro.
– Nada ha cambiado entre nosotros, Adair. ¿Crees que te daría la clase de poder que te haría libre? Sigo siendo el más fuerte. Puedo apagar tu vida como la llama de una vela. Soy el único instrumento de tu destrucción. Recuérdalo. -Y el físico desapareció en la oscuridad.
Adair se quedó de rodillas, temblando, sin saber en aquel momento si creer lo que el viejo le había dicho, si creer en el extraño poder que recorría sus miembros. Miró el punto de su brazo donde había visto trabajar al físico con agujas y tinta, pensando que lo había soñado, pero no, allí había un curioso diseño: dos círculos bailando uno alrededor del otro. El dibujo le resultaba extrañamente familiar, pero no pudo recordar dónde lo había visto.
Tal vez el físico tuviera razón y Adair era demasiado estúpido para entender algo tan complejo. Pero la vida eterna… En aquel momento, eso era lo que menos le interesaba. Le daba igual vivir o morir. Lo único que quería era convencer al monje de llevar a cabo su plan, y no le importaba perder la vida en el empeño.
Adair encontró al monje rezando en la capilla a la luz de las velas. De pie ante la puerta, se preguntó si su condición aparentemente sobrenatural le impediría entrar en un lugar consagrado. Si intentaba cruzar el umbral, ¿sería rechazado por ángeles y se le negaría la entrada? Después de respirar hondo, pasó por el umbral de roble sin problema. Al parecer, Dios no tenía dominio sobre la criatura en que Adair se había convertido.
El monje lo vio y se acercó a toda prisa, lo cogió de un brazo y lo llevó de inmediato a un rincón oscuro.
– No te quedes en las puertas, donde pueden vernos juntos -dijo-. ¿Qué ocurre? Pareces alterado.
– Lo estoy. Me he enterado de algo aún más aterrador que lo que ya te he contado, algo sobre el físico que yo no sabía hasta anoche.
Adair se preguntó si estaría jugando con fuego. Aun así, estaba convencido de que era lo bastante listo para acabar con el físico sin incriminarse.
– ¿Peor que ser un adorador de Satanás?
– No es… no es humano. Ahora es una de las criaturas de Satanás. Se me ha revelado en toda su maldad. Tú has sido educado por la Iglesia, sabes de cosas que no son de este mundo… seres malignos azuzados contra los pobres mortales para diversión de Satanás y para nuestro tormento. ¿Qué es lo peor que puedes imaginar, fraile?
Adair vio con alivio que no había escepticismo en el rostro redondo del monje. El clérigo se había puesto pálido y contenía el aliento con miedo, tal vez recordando las terribles historias que había oído a lo largo de los años, las muertes sin explicación, los niños desaparecidos.
– Se ha convertido en un demonio, fraile. No puedes imaginar lo que es tener un mal así cerca de ti, pegado a tu cuello, con el hedor del infierno en su aliento y la fuerza de Lucifer en sus manos.
El monje alzó un dedo pidiendo silencio.
– ¡Un demonio! He oído hablar de demonios que se mueven entre los hombres, que adoptan muchas formas. Pero nunca jamás se ha enfrentado alguien a uno y ha vivido para hablar de ello. -Los ojos del monje se abrieron de par en par, destacando en su pálido rostro, y se apartó de Adair-. Y sin embargo, tú estás aquí, vivo. ¿Por qué milagro?
– Dijo que todavía no estaba listo para matarme. Dijo que aún me necesitaba como sirviente, igual que a Marguerite. Me advirtió que no huyera, que habría severos castigos si intentaba escapar, ahora que sé… -Adair no tuvo que fingir que se estremecía.
– ¡El diablo!
– Sí. Puede que sea el mismísimo diablo.
– ¡Tenemos que sacaros a Marguerite y a ti de esa torre al instante! ¡Vuestras almas están en peligro, por no hablar de vuestras vidas!
– No podemos correr ese riesgo mientras no tengamos un plan. Creo que Marguerite está a salvo. Nunca le he visto levantarle la mano. En cuanto a mí… Hay poco más que pueda hacerme que no me haya hecho ya.
El monje tomó aire.
– Hijo mío, puede quitarte la vida.
– Sería uno más entre muchos.
– ¿Arriesgarías tu vida para librar a la aldea de semejante demonio?
Adair enrojeció de odio.
– Lo haría encantado.
Brotaron lágrimas en los ojos del clérigo.
– Muy bien, hijo mío. Entonces, procedamos. Hablaré con los aldeanos… discretamente, te lo aseguro, y veré con quién podemos contar para actuar contra el físico. -Se levantó para acompañar a Adair a la puerta-. Pon atención a este edificio. Cuando estemos listos para actuar, ataré un trapo blanco al poste del farol. Ten paciencia hasta entonces, y sé fuerte.
Transcurrió una semana, y después dos. A veces, Adair se preguntaba si el monje habría perdido el valor y huido de la aldea, demasiado cobarde para enfrentarse al conde. Adair dedicaba todo el tiempo que podía a registrar la torre en busca del sello que había visto colgado del cuello del anciano. Después de la ceremonia parecía que se había desvanecido, pero Adair sabía que el físico no se arriesgaría a guardarlo lejos, donde no pudiera ponerle las manos encima cuando fuera necesario. Por las noches, cuando Marguerite se había acostado y el anciano había salido de la torre en sus excursiones nocturnas, Adair buscaba en todas las cajas, cestos y baúles, pero no encontró el pesado sello de oro con su fino cordón.
Justo cuando empezaba a temer que no podría contener más su impaciencia, llegó la noche en que el trapo blanco ondeó en el poste del farol de la iglesia.
El clérigo estaba en la entrada de la abadía, agarrado a una candelera como si fuera un arma. Había sufrido desde la última vez que Adair lo vio, y ya no era timorato. Sus mejillas, antes abultadas como las de una ardilla, ahora estaban secas. Sus ojos, sinceros y transparentes la primera vez que él y Adair se habían encontrado, estaban nublados y apesadumbrados por el conocimiento que poseía.
– He hablado con los hombres de la aldea y están con nosotros -dijo el clérigo, cogiendo a Adair por el brazo y conduciéndolo a las sombras del vestíbulo, con aire conspirador.
Adair procuró disimular su alegría.
– ¿Cuál es tu plan?
– Nos reuniremos mañana a medianoche y atacaremos la torre.
– No, no, a medianoche no -le interrumpió Adair, poniendo una mano en el brazo del clérigo-. Para sorprender al físico, lo mejor es llegar a mediodía. Como cualquier demonio, el físico está activo de noche y duerme de día. Atacando la torre a la luz del día tendréis más posibilidades.
El clérigo asintió, aunque la información pareció preocuparle.
– Sí, ya veo. Pero ¿y la ronda de guardia del conde? ¿No nos arriesgamos a ser descubiertos yendo a la luz del día?
– La ronda nunca se acerca a la torre. A menos que se haga sonar una alarma, no tenéis nada que temer de los guardias del conde.
Aquello no era del todo cierto. Los guardias habían visitado la torre varias veces durante el día, pero solo por una razón: para entregar una muchacha al anciano. Sin embargo, las entregas eran poco frecuentes. Era cierto que el conde no había enviado ninguna muchacha desde hacía tiempo, así que las probabilidades de éxito eran mayores, pero… Adair calculó que seguía siendo poco probable; no valía la pena mencionar ese riesgo, pues el monje podría utilizarlo como excusa para no actuar.
– Sí, sí -asintió el monje, con los ojos vidriosos.
«Se me está escapando», pensó Adair.
– ¿Y qué os proponéis hacer con el viejo cuando lo hayáis capturado?
El clérigo pareció afligido.
– No soy quién para determinar cuál debe ser el futuro de ese hombre…
– Sí, padre, es tu deber como representante de Dios. Recuerda lo que dice el Señor sobre las brujas: «No consentirás que vivan». -Mientras hablaba, le apretó el brazo con fuerza, como para infundir coraje en las venas del monje.
Tras un largo momento, el clérigo bajó los ojos.
– La multitud… No te garantizo que pueda controlar la ira de la multitud. Lo cierto es que son muchos los que odian al viejo físico… -dijo con la voz tensa por la resignación, -Es cierto -asintió Adair, siguiéndole la corriente-, No puedes ser responsable de lo que suceda. Es la voluntad de Dios.
Tuvo que contener la risa que amenazaba con estallar. ¡El odiado anciano se llevaría por fin su merecido! Puede que Adair solo no tuviera poder para vencer a un hombre con el diablo de su parte, pero seguro que el físico no sería capaz de defenderse de media aldea.
– Necesitaré otro día para informar a los hombres del cambio de planes, decirles que iremos a la torre a la luz del día -añadió el clérigo.
Adair asintió.
– Pasado mañana, pues, a mediodía. -El clérigo tragó saliva y se santiguó.
Un día. Adair tenía un día para encontrar el sello, o corría el riesgo de que los aldeanos lo encontraran y se lo apropiaran. Volvió a la torre, procurando ahuyentar el pánico. ¿Dónde estaría aquel chisme? Adair había registrado todos los estantes, todos los cajones, buscado en todas las prendas de ropa del físico, incuso había llegado a desdoblar todas las piezas de tela de los baúles para asegurarse de que no estaba escondido entre ellas. El fracaso acentuaba la desesperación de Adair, que vio cómo todos sus planes se venían abajo, uno tras otro. Jamás escaparía del físico, jamás viviría en el lejano castillo, jamás volvería a ver a su familia o a su amada Katarina. Mejor sería estar muerto, pensó. Tan completa era su frustración que le habría pedido al anciano que pusiera fin a su existencia por compasión si su odio al físico no hubiera sido tan intenso.
El anciano estaba en su escritorio cuando Adair regresó de su cita secreta y levantó la mirada cuando su sirviente entró en la habitación.
– Mañana tendré que ir a la aldea, a por avena para los caballos -le dijo Adair al anciano, y una fracción de segundo después germinó en su mente una idea, una posibilidad.
El viejo tamborileó con los dedos sobre la mesa.
– Tu recado tendrá que esperar un día. Voy a hacer una cataplasma que podrás llevarte para cambiársela al intendente por la avena.
– Pido disculpas, pero debido a mi falta de atención, las reservas de grano están agotadas. No se los ha alimentado en varios días, y la hierba es demasiado escasa para satisfacer más tiempo a los caballos. No puede esperar. Con vuestro permiso, compraré solo una pequeña cantidad, la suficiente para que los caballos aguanten esta semana, e iré a ver al intendente la semana que viene cuando hayáis tenido tiempo para hacer la cataplasma.
Adair contuvo el aliento, esperando a ver qué hacía el anciano; porque si se negaba, sería difícil encontrar otra manera, en tan corto espacio de tiempo, de engañarle para que revelara dónde escondía el dinero y los objetos de valor. El viejo meneó la cabeza ante la incompetencia de su sirviente, y después se levantó y bajó por la escalera. Adair no era tan tonto para seguirle, pero escuchó con la atención de un perro de caza, captando cada sonido, cada pista. A pesar del grueso suelo de madera, oyó cómo cavaba, y después el sonido de algo pesado que se movía. El tintineo de monedas, y luego otra vez el sonido de movimiento. Por fin, el anciano volvió a subir los escalones y arrojó sobre la mesa una bolsita de piel de ciervo.
– Suficiente para una semana. Asegúrate de que te hagan un buen precio -gruñó como advertencia.
Cuando el anciano salió de noche poco después, Adair corrió al sótano. El sucio suelo parecía intacto, y solo tras una meticulosa búsqueda Adair encontró el lugar donde había estado trabajando el anciano, junto a la pared, en un punto húmedo y mohoso cubierto de excrementos de rata. Había caído tierra de una de las piedras. Adair se arrodilló y agarró los bordes de esta con las puntas de los dedos, tirando hasta sacarla de la pared. En una pequeña oquedad pudo distinguir un bulto envuelto con arpillera, que sacó y desplegó. Había una abultada bolsa de dinero y, envuelto en un retal de terciopelo, el sello del reino de sus sueños.
Adair lo cogió todo y volvió a colocar la piedra en su sitio. Arrodillado en la tierra, se sentía henchido de éxito, feliz de haber encontrado el sello, feliz de haber logrado una victoria sobre su opresor, después de todas las injusticias que se habían cometido con él.
Adair debería haber matado a su padre en lugar de permitirle que pegara a su madre y a sus hermanos.
Tampoco debería haber permitido que lo vendieran como esclavo.
Debería haber aprovechado todas las oportunidades de escapar y no haber dejado nunca de intentarlo.
Debería matar al malvado conde. Merecía la muerte por ser enemigo del pueblo magiar y un pagano aliado de un emisario de Satanás.
Debería ayudar a Marguerite a escapar, llevarla con una familia bondadosa o a un convento, encontrar a alguien que cuidara de ella.
Tal como Adair veía la situación, aquello no era robar. El físico le debía a Adair su reino. Y el físico se lo daría a Adair, o moriría.
El día señalado, Adair observó el sol en lo alto tan atenta y codiciosamente como un halcón mira a un ratón de campo. El clérigo y su turba llegarían a la torre al cabo de una o dos horas. Para Adair, el dilema era si debía quedarse en el lugar y ser testigo de la destrucción del físico o no estar presente.
Quedarse era demasiado tentador. Observar cómo los aldeanos sacaban a rastras al anciano de su sucia cama a la luz del sol, con el miedo y la sorpresa reflejados en el rostro. Escuchar sus gritos cuando lo derribaran a golpes, lo aporrearan con palos, lo despedazaran con guadañas. Animarlos mientras registraban la torre, saqueaban sus baúles, estrellaban contra el suelo los frascos y tarros de preciosos ingredientes y pisoteaban sus contenidos, y quemaban la siniestra fortaleza hasta los cimientos.
Aunque tenía el sello en su poder, Adair no podía partir a caballo hacia el lejano castillo sin saber con seguridad que el físico no iría tras él. Pero había una buena razón para desaparecer antes de que llegara la muchedumbre: ¿y si de algún modo el viejo escapaba de la muerte? Si a la turba le fallaba el valor, o si el viejo se había conferido también poderes de inmortalidad (era una posibilidad, ya que el físico no había dicho claramente que no lo hubiera hecho), Adair podía verse implicado en el ataque si se quedaba. No habría manera de negárselo después al físico si se descubría su conspiración. Sería mucho más prudente mantener esa última sombra de duda.
Fue a buscar a Marguerite, que estaba lavando zanahorias en un cubo de agua, le quitó las zanahorias de la mano y trató de conducirla hacia la puerta. Ella se resistió, porque era muy cumplidora, pero Adair se impuso y la hizo esperar a su lado mientras ensillaba el viejo caballo de guerra del anciano. Llevaría a Marguerite a un lugar seguro en el pueblo. De este modo, ella no estaría presente durante el alboroto. Sería lo mejor. Él volvería para ver personalmente el resultado.
El sol se estaba poniendo cuando Adair deshizo su camino para volver a la torre. Se tomó su tiempo, dejando que el caballo deambulara con la rienda suelta por caminos poco conocidos a través del bosque. No tenía ganas de encontrarse con la partida de aldeanos que regresaban, ebrios de excitación y sedientos de sangre.
Adair observó una columna de humo negro en el horizonte, pero para cuando llegó cerca de la torre se había reducido a una neblina. Espoleó al caballo a través de la nube de humo de madera hasta que llegó al familiar claro ante la torre de piedra.
La puerta tenía el cerrojo arrancado y el suelo de delante estaba pisoteado. Habían derribado el corral y el segundo caballo había desaparecido. Adair se dejó caer del lomo del viejo corcel y se acercó cautelosamente a la puerta, negra y siniestra como la cuenca vacía de un cráneo.
En el interior, vetas de hollín corrían paredes arriba como si pretendieran escapar trepando. La devastación era como él se la había imaginado: por todas partes encontraba trozos de cristales y de cacharros de barro, calderos, cubos y cazuelas volcados, y el escritorio estaba hecho astillas. Y todas las recetas habían desaparecido, junto con los restos del anciano. A menos que… La sangre se le heló al instante al pensar que tal vez a la turba sí le había fallado el valor. Empezó a buscar entre los restos y los escombros, volcando muebles, mirando entre las ropas tiradas por el suelo y las pocas cosas que quedaban en los baúles saqueados. Pero no encontró nada del anciano, ni siquiera una oreja. Tendría que haber algún resto -un revelador trozo de hueso, un cráneo chamuscado- si los aldeanos habían conseguido llevar a término su propósito de destruirlo.
Entonces se le ocurrieron otras alternativas más inquietantes: tal vez el físico se las hubiera arreglado para escapar al bosque o esconderse en alguna parte de la torre. Al fin y al cabo, si había un pequeño escondrijo detrás de una piedra de la pared, ¿quién podía decir que no hubiera una cámara secreta más grande? O tal vez, y eso era aún más peligroso, se había transportado lejos por medio de un hechizo, o había sido salvado por el mismísimo señor de las Tinieblas, dispuesto a intervenir en favor de un fiel servidor.
El miedo le oprimía la garganta, pero Adair corrió escalera abajo, a la habitación del anciano. La escena del sótano era aún más espantosa que la de arriba. El aire todavía estaba cargado de humo negro -al parecer, el fuego principal se había encendido allí- y la habitación estaba completamente vacía, a excepción de un montón de cenizas humeantes donde habían estado la cama y el colchón del físico.
Pero Adair percibía el olor de la muerte oculto en las profundidades del humo, y se acercó al negro montón de ceniza, se agachó y escarbó entre los restos. Encontró trozos de huesos, astillas y fragmentos redondos, todavía calientes al tacto. Y por fin, la mayor parte del cráneo, con un trozo de carne achicharrada y pelos largos como alambres aún pegados en una zona.
Adair se puso en pie y se limpió el hollín de las manos lo mejor que pudo. Tardó un buen rato en abandonar la torre, mirando por última vez el lugar donde había vivido sus cinco años de sufrimiento. Era una lástima que no se hubieran podido quemar también las paredes de piedra. No se llevó nada más que la ropa que tenía puesta y, por supuesto, el sello y una bolsa de monedas en un bolsillo. Al final, salió por la puerta abierta de par en par, agarró las riendas del caballo de guerra y se dirigió hacia el este, a Rumania.
Adair pudo vivir en la heredad del físico durante muchos años, aunque el feudo no pasó directamente a él como había esperado. Cuando llegó al castillo solo, sin el físico, Adair se presentó al mayordomo, Lactu, y le dijo que el anciano había muerto. La esposa y el hijo habían sido invenciones, explicó Adair, un cuento que proporcionaba al físico una tapadera para la auténtica razón de su soltería: sus peculiares inclinaciones. Al no tener herederos, el físico le había legado el castillo y las tierras a su fiel sirviente y compañero, dijo Adair, y presentó el sello para que Lactu fuera testigo.
El rostro del mayordomo reflejaba sus dudas, y dijo que la reclamación tendría que presentarse ante el rey de Rumanía. No siendo Adair descendiente consanguíneo del físico, el monarca tenía derecho a decidir la asignación del feudo. La decisión del rey tardó años, pero al final no se resolvió a favor de Adair. Se le permitió permanecer en el castillo y ostentar el título familiar, pero el rey se quedó con la propiedad de las tierras.
Llegó un día en el que Adair ya no pudo seguir allí. Lactu y todos los demás habían envejecido y se habían ajado con el tiempo, mientras que Adair seguía igual que el día en que habría regresado al castillo sin el anciano. Así pues, para no despertar sospechas, había llegado el momento de que Adair desapareciera durante algún tiempo y no se dejara ver, tal vez para regresar algunas décadas después pretendiendo ser su propio hijo, con el sello de oro en la mano.
Decidió ir a Hungría, como le dictaba su corazón, para seguir el rastro de su familia. Adair estaba deseando verlos, aunque no a su padre, por supuesto, al que odiaba solo un poco menos que al físico. Para entonces, su madre debía de ser vieja y viviría con el hijo mayor, Petu. Los demás habrían crecido y tendrían hijos propios. Estaba ansioso por verlos y saber qué había sido de ellos.
Tardó dos años en localizar a su familia. Empezó en las tierras donde le habían separado de ellos y reconstruyó laboriosamente su ruta basándose en fragmentos de información de antiguos vecinos y propietarios. Por fin, cuando estaba comenzando el segundo invierno, llegó al lago Balaton y recorrió a caballo la aldea, buscando rostros que se parecieran al suyo.
Estaba junto a unas cabañas a las afueras de la aldea cuando tuvo la extraña sensación de que alguien que él conocía estaba muy cerca. Adair desmontó, se acercó en la oscuridad a las cabañas y miró por la ventana. Pegando un ojo a una ranura en las contraventanas, donde apenas se veía la luz de las velas, vio unas cuantas caras conocidas.
Aunque habían cambiado con el tiempo y estaban más gordos, arrugados y ajados, reconoció aquellas caras. Sus hermanos estaban reunidos en torno al fuego del hogar, bebiendo vino y tocando el violín y la balalaika. Con ellos había mujeres a las que Adair no reconoció, sus esposas, supuso, pero ni rastro de su madre. Por fin, distinguió a Radu, crecido, corpulento, alto… Cómo deseó Adair entrar corriendo en la cabaña, rodear con sus brazos a Radu y dar gracias a Dios por que aún estuviera vivo, por que se hubiera librado de todo el infierno y el tormento por el que Adair había pasado. Entonces se dio cuenta de que Radu parecía mayor que el mismo Adair, de que todos sus hermanos le habían sobrepasado en edad. Y entonces vio que una mujer se acercaba a Radu y sonreía, y Radu le pasaba un brazo por los hombros y la apretaba con fuerza. Era Katarina, ya una mujer hermosa y enamorada de Radu, el hermano que se parecía a Adair. Solo que más viejo.
Allí plantado en la oscuridad y el frío, Adair seguía ardiendo en deseos de ver a su familia, de abrazarlos y hablarles, de hacerles saber que no había perecido a manos del físico… cuando la terrible verdad cayó sobre él con todo su peso. Aquella iba a ser la última vez que los vería. ¿Cómo podía explicarles todo lo que le había ocurrido y lo que aún tenía por delante? Por qué nunca envejecería. Que ya no era mortal como ellos. Que se había convertido en algo que no podía explicar.
Adair fue a la parte delantera de la cabaña, sacó una bolsa de monedas del bolsillo y la dejó en la puerta. Era dinero suficiente para poner fin a su vida errante. Tardarían algún tiempo, pero empezarían a aceptar su buena suerte y agradecer a Dios su generosidad y misericordia. Y para entonces, Adair estaría a varios días de viaje hacia el norte, confundiéndose entre las multitudes de Buda y Szentendre, aprendiendo a adaptarse a su destino.
Al terminar la historia, me había apartado de los brazos de Adair y el narcótico efecto del humo se había disipado. No sabía si sentir reverencia o miedo.
– ¿Por qué me has contado esta historia? -pregunté, rehuyendo su contacto.
– Considéralo una moraleja -replicó él, enigmáticamente.
Frontera de Maine, en la actualidad
Luke sale de la autopista por un accidentado camino de tierra, y con la marcha reductora el todoterreno avanza dificultosamente siguiendo las rodadas. Cuando llegan a una curva, aparca justo al lado del camino de acceso, pero deja el motor en marcha. La vista es buena, debido a la desnudez de los árboles en invierno, y tanto él como su pasajera pueden ver a lo lejos el paso fronterizo entre Estados Unidos y Canadá. Parece una maqueta de juguete de una obra de construcción: un enorme despliegue de cabinas y dársenas llenas de camiones y coches, con el aire cargado de humo de los tubos de escape.
– Allí es adonde vamos -dice Luke, señalando hacia el parabrisas.
– Es enorme -replica la chica-. Pensé que iríamos a algún puesto fronterizo secundario. Dos guardias y un perro inspeccionando los coches con una linterna.
– ¿Seguro que quieres seguir con esto? Hay otras maneras de llegar a Canadá -apunta Luke, aunque no está seguro de que deba incitarla a quebrantar la ley más de lo que ya lo ha hecho.
La mirada que ella le lanza va directa al corazón, como la de una niña que busca seguridad en su padre.
– No, tú me has traído hasta aquí. Confío en que me ayudes a pasar la frontera.
Mientras se aproximan al puesto de control, a Luke empiezan a fallarle los nervios. El tráfico es poco denso, pero aun así, la perspectiva de hacer cola durante una hora resulta desalentadora. A esas horas ya debe de haber un aviso policial acerca de ellos, una sospechosa de asesinato fugada y un médico que la ayudó… Está a punto de salirse de la cola, pero se contiene, con las manos temblando sobre el volante.
La muchacha le mira, nerviosa.
– ¿Estás bien?
– Está tardando mucho… -murmura él, sudando a pesar del gélido aire de invierno que hay fuera del coche.
– Todo va bien -le conforta ella.
De pronto, una luz verde se enciende sobre una cabina en el carril de al lado y, con sorprendente rapidez, Luke gira el volante y acelera, lanzando el vehículo hacia el policía de fronteras que dirige tranquilamente el tráfico. Le corta el paso a un coche que estaba esperando dos puestos por delante en la cola, y la mujer que va al volante le hace un gesto obsceno con el dedo medio, pero a él no le importa. Frena de golpe delante del agente de fronteras.
– ¿Tiene prisa? -pregunta el agente, disimulando su interés con un aire de indiferencia mientras extiende la mano para que el doctor le entregue la documentación-. Por lo general, hacemos pasar a la primera persona de la cola cuando abrimos un nuevo carril.
– Lo siento -dice Luke bruscamente-. No sabía…
– Pues para la próxima vez, ya lo sabe, ¿vale? -responde el agente en tono amistoso, sin levantar siquiera la mirada mientras examina el permiso de conducir de Luke y el pasaporte de Lanny.
El agente es un hombre maduro, con uniforme azul oscuro y un chaleco con bolsillos de los que asoman walkie-talkies, bolígrafos y otros objetos. En las manos tiene una tablilla con sujetapapeles y un aparato electrónico que parece una especie de escáner. Su compañera, una mujer joven, recorre el perímetro del todoterreno con un espejo al extremo de un largo palo, como si esperara encontrar una bomba sujeta a los bajos del vehículo. Luke observa a la policía por el retrovisor, y le entra un nuevo ataque de ansiedad sin razón alguna.
Entonces cae en la cuenta: si le piden los papeles del vehículo, va a tener problemas. Porque no está registrado a su nombre. «¿Este vehículo no es suyo?», preguntará el agente.
La gente pide coches prestados todos los días, se dice Luke para tranquilizarse. No es ningún delito.
«Voy a tener que comprobarlo en el ordenador, para asegurarnos de que no es robado…» «No pidas los papeles, no pidas los papeles», piensa, como si dirigiendo este mantra al agente pudiera evitar que el guardia piense en ello. Si el nombre de Luke aparece en alguna base de datos -«buscado para interrogar»-, sus posibilidades de escapar serán muy escasas. Este fallo en sus planes pone a Luke aún más nervioso, porque nunca se ha metido en problemas, nunca, ni cuando era un chaval, y no está preparado para engañar a las personas con autoridad. Tiene miedo de ponerse colorado, de sudar, de parecer demasiado ansioso y…
– ¿Así que es médico? -pregunta el agente por la ventanilla, y Luke vuelve a prestarle atención de golpe.
– Sí. Cirujano. -«Idiota», se reprende. «A él no le importa tu especialidad.» Es su vanidad de médico, haciéndose notar como un niño mimado y aburrido que reclama atención.
– ¿Por qué razón viaja a Canadá?
Antes de que Luke pueda responder, Lanore se echa hacia delante, para que la vea el agente de fronteras.
– En realidad, me está haciendo un favor. He estado viviendo en su casa y ya es hora de que vaya a gorronearle al próximo pariente durante algún tiempo. Y en lugar de meterme en un autobús, ha insistido generosamente en llevarme.
– Ah, ¿y dónde vive el primo? -pregunta el agente, con una suave pulla oculta en la pregunta.
– En Lac-Benne -responde la chica como si nada-. Bueno, hemos quedado con él en Lac-Benne. En realidad vive más cerca de Quebec. -Se sabe el nombre de una población cercana, lo que le parece un milagro a Luke. El médico se relaja un poco.
El agente entra en la cabina y Luke le observa a través de la rayada ventanilla de plexiglás, encorvado sobre una terminal de ordenador, sin duda alimentando una base de datos. Es lo único que puede hacer para contenerse y no pisar a fondo el acelerador. No hay nada que pueda detenerlo, ninguna barrera automática a rayas, ninguna cadena de pinchos que le destroce los neumáticos e impida su huida.
De pronto, el agente aparece en su ventanilla, con el permiso de conducir y el pasaporte en la mano extendida.
– Aquí tienen. Que lo pasen bien -dice, haciendo un gesto para que sigan y mirando ya el siguiente coche de la cola.
Luke no consigue respirar de nuevo hasta que el puesto fronterizo se ve muy pequeño en el espejo retrovisor.
– ¿Por qué estabas tan preocupado? -Lanny ríe, mirando por encima del hombro-. No es que seamos terroristas o intentemos pasar cigarrillos de contrabando por la frontera. Somos solo buenos ciudadanos americanos que van a Canadá a comer.
– No, no lo somos -dice Luke, pero también está riendo, aliviado-. Lo siento, no estoy acostumbrado a estas situaciones de película de espías.
– Perdona. No pretendía reírme. Ya sé que no estás acostumbrado. Lo has hecho muy bien. -Y le aprieta la mano.
Se detienen en un motel a las afueras de Lac-Benne, un establecimiento discreto que no forma parte de una cadena. Luke espera en el vehículo mientras Lanore entra en la oficina. La ve charlar con el anciano caballero sentado tras el mostrador, que se mueve despacio, aprovechando su única oportunidad de hablar con una chica guapa esa mañana. Lanny vuelve a subir al todoterreno y conducen hasta un bungalow de la parte de atrás, con vistas a una franja de árboles y al extremo de un campo de béisbol vecinal. El suyo es el único vehículo en el aparcamiento.
Una vez en la habitación, Lanny es un torbellino de actividad, deshaciendo su equipaje, inspeccionando el cuarto de baño, quejándose de la calidad de las toallas. Luke se sienta en la cama, de repente demasiado cansado para mantenerse erguido. Se tumba sobre la colcha de poliéster, mirando al techo. A su alrededor, todo gira como un tiovivo.
– ¿Qué pasa? -Lanny se sienta en el borde de la cama, junto a él, y le toca la frente.
– Agotamiento, supongo. Cuando tengo el turno de noche, suelo meterme en la cama en cuanto llego a casa.
– Pues adelante, duerme un poco. -Le quita los zapatos al médico sin desatar los cordones.
– No, debería volver. Solo es media hora de viaje -protesta Luke, pero sin moverse-. Tengo que devolver el todoterreno…
– Tonterías. Además, dar la vuelta y regresar a casa de ese modo despertaría sospechas en el puesto fronterizo.
Lo cubre con una manta, y después busca en su bolsa y saca una bolsita hermética de plástico llena con los cogollos de marihuana más apetecibles que Luke ha visto en su vida.
Lanny se sienta en la esquina de la cama y se pone a trabajar. A los pocos minutos, ha liado con habilidad un generoso canuto, lo enciende y da una larga y ansiada calada. Cierra los ojos al exhalar el humo y su rostro se relaja de satisfacción. Luke piensa que le gustaría provocar alguna vez esa expresión en el rostro de esta mujer.
Lanny le pasa el porro. Tras vacilar un segundo, Luke lo coge y se lo lleva a los labios. Aspira y retiene el humo; siente cómo llega a los lóbulos de su cerebro, siente que los oídos se le taponan. Santo Dios, qué material más potente. Qué rápido.
Tose y le devuelve el canuto a Lanny.
– Hace mucho que no hago esto. ¿Dónde has conseguido esta hierba?
– En el pueblo. En Saint Andrew. -Su respuesta le alarma y sorprende un poco, le recuerda que existen otros mundos que no se ven y que están delante de sus narices. Se alegra de no haber sabido que ella llevaba ese cargamento cuando cruzaron la frontera, pues se habría puesto aún más nervioso.
– ¿Fumas esto muy a menudo? -Señala el canuto con la cabeza.
– No podría pasar sin ello. Tú no sabes los recuerdos que llevo en la cabeza. Vida tras vida de cosas que lamentas haber hecho, de cosas que has visto hacer a otros. Cosas de las que no puedes escapar… de no ser por esto. -Mira el canuto que tiene en la mano-. Hay ocasiones en las que he deseado quedarme inconsciente durante, digamos, una década. Echarme a dormir y que todo se detenga. No hay manera de borrar los malos recuerdos. Lo difícil no es hacer, sino vivir con lo que has hecho.
– Como el hombre de la morgue…
Ella aprieta un dedo contra la boca de Luke para impedirle que diga una palabra más. Ya habrá tiempo para eso más adelante, imagina él; en realidad, ella no tiene más que tiempo por delante para asimilar el acto irreversible que ha cometido con su amor verdadero, resonando en su cabeza cada minuto de cada día. No hay bastante marihuana en el mundo para hacer olvidar eso. El infierno en la tierra.
En comparación, las cosas que ha hecho él parecen insignificantes. Aun así, echa mano al canuto.
– Voy a volver -dice, como si tuviera que convencerla-. En cuanto eche un sueñecito. Será más seguro conducir si duermo un poco. Pero tengo que volver… cosas que hacer, me esperan… el todoterreno de Peter…
– Claro -dice ella.
Cuando el doctor despierta, la habitación del motel está bañada en gris. El sol se está poniendo, pero no se ha encendido ninguna de las lámparas. Luke está tumbado inmóvil, sin incorporarse, intentando orientarse. Durante un largo momento, siente la cabeza llena de algodón, que bloquea su capacidad de recordar dónde se encuentra y por qué todo le resulta desconocido. Está acalorado y sudoroso por haber estado tapado con la manta, y se siente como la víctima de un secuestro a la que han sacado a toda prisa de un coche, le han vendado los ojos, le han hecho dar vueltas y la han metido en una habitación de hotel, sin tener ni idea de dónde se encuentra.
Poco a poco, toda la habitación se hace más nítida. La desconocida está sentada en una de las duras sillas de madera que había ante la mesa, mirando por la ventana. Está absolutamente inmóvil.
– Hola -dice Luke para hacerle saber que se ha despertado.
Ella se vuelve con una ligera sonrisa.
– ¿Te sientes mejor? Te traeré un vaso de agua. -Se levanta de la silla y corre a la pequeña cocina, cruzando una puerta-. Es solo agua del grifo. He metido un poco en el frigorífico para que se enfriara.
– ¿Cuánto tiempo he estado dormido? -Luke extiende la mano hacia el vaso; lo siente deliciosamente frío y le dan ganas de apretárselo contra la frente. Está ardiendo.
– Cuatro o cinco horas.
– Dios, será mejor que me ponga en camino. Pronto estarán buscándome, si no lo están ya.
Aparta la manta y se sienta en el borde de la cama.
– ¿Qué prisa tienes? Dijiste que nadie te espera en casa -responde la muchacha-. Además, no tienes buen aspecto. Puede que esa hierba haya sido demasiado para ti. Es fuerte. Deberías quedarte tumbado un poco más.
Lanore coge su portátil del deteriorado aparador de contrachapado y se acerca a él.
– Mientras dormías, he descargado estas fotos de mi cámara. Pensé que te gustaría verlo. Bueno, ya sé que lo has visto, has visto su cadáver, pero a lo mejor te interesa…
A Luke le sobresalta esa macabra parrafada, no le agrada que le recuerden el cadáver del depósito y su relación con Lanny, pero coge el ordenador cuando ella se lo pasa. Las imágenes de la pantalla resplandecen en la triste penumbra de la habitación: es el hombre de la bolsa de cadáveres, pero no hay comparación. En las fotos está vivo, lleno de energía y entero. Los ojos y la cara animados, chispeantes de vitalidad.
Y es tan, tan hermoso que su visión pone a Luke extrañamente triste. La primera foto se debió de tomar en un coche, con la ventanilla bajada; su cabello más bien largo ondea alrededor de la cabeza y hay arrugas en los ojos porque se está riendo de la mujer que hace la fotografía, riéndose de algo que Lanny ha dicho o hecho. En la siguiente foto, está en la cama, la cama que debieron de compartir en Dunratty, con la cabeza sobre una almohada blanca, el pelo cayéndole de nuevo sobre la cara, las largas pestañas rozándole casi las mejillas, el toque perfecto de rosa en el borde superior del pómulo. Bajo un pliegue de la sábana blanca como la leche se vislumbra el cuello y el bulto prominente de las clavículas.
Después de un minuto de mirar foto tras foto, se le ocurre a Luke que la belleza del hombre de las fotos no está en la cualidad agradable de su rostro. No es su apostura. Es algo que hay en su expresión, una interacción entre el gozo de sus ojos y la sonrisa de su cara. Es que está feliz de hallarse con la persona que sostiene la cámara y hace las fotos.
A Luke se le hace un nudo en la garganta y le devuelve el ordenador a Lanny. No quiere seguir mirando.
– Ya sé -dice la muchacha, también acongojada, rompiendo a llorar-. Me mata pensar que ya no está. Que se fue para siempre. Siento su ausencia como un agujero en el pecho. Un sentimiento que he llevado conmigo durante doscientos años se ha hecho pedazos. No sé cómo podré seguir adelante.
Por eso te estoy pidiendo… Por favor, quédate conmigo un poco más. No puedo quedarme sola, me volvería loca.
Deja el portátil en el suelo y le coge la mano a Luke. La suya es pequeña y caliente dentro de la de él. La palma está húmeda, pero Luke no sabría decir si la humedad es suya o de ella.
– No sabes cuánto te agradezco lo que has hecho por mí -dice ella, mirando a través de los ojos de Luke, dentro de él, como si pudiera ver lo que se agita en lo más profundo de su ser-. Yo… Nunca… nunca nadie ha sido tan bueno conmigo. Nadie se ha arriesgado tanto por mí.
De pronto, su boca está sobre la de él. Luke cierra los ojos y se pierde en la cálida humedad de su boca. Cae hacia atrás en el lugar de la cama que acaba de abandonar, y sobre él cae el peso casi inmaterial de ella, y Luke siente que una parte de él se rompe en dos. Está horrorizado por lo que ha hecho, pero ha querido hacerlo desde el momento en que la vio. No va a volver a Saint Andrew, al menos todavía no. La seguirá, ¿cómo iba a marcharse? La necesidad que ella tiene de él es como un anzuelo clavado en su pecho, que tira de él y lo arrastra sin esfuerzo, y él no pude resistirse. Está saltando desde un acantilado a las aguas negras; no puede ver lo que le espera abajo, pero sabe que no hay fuerza en el mundo que pueda detenerlo.
Boston, 1817
Después de oír la historia de Adair, me retiré a mi habitación llena de miedo y autocompasión. Me arrastré a la cama y encogí las rodillas bajo la barbilla. Me daba miedo recordar las cosas que me había contado y procuraba apartarlas de mí.
Alejandro llamó a la puerta y, al no obtener respuesta, la empujó con el codo para poder pasar con una bandeja con té y galletas. Encendió varias velas -«No puedes estar sentada en la oscuridad, Lanore, resulta muy tétrico»-, y después colocó en silencio la taza y el plato a mi lado, pero yo no quería sus atenciones. Fingí que miraba por la ventana la tranquila callejuela de Boston, pero en realidad no veía nada, seguía cegada por la rabia y la desesperación.
– Querida, no estés tan triste. Sé que da miedo. Yo me asusté cuando me ocurrió, porque era… lo desconocido. Un misterio, un abismo, negro y profundo.
– Pero Alej, ¿qué somos? -pregunté, abrazando la almohada contra el pecho.
– Tú eres tú, Lanore. No formas parte del mundo mágico. No puedes atravesar las paredes como un fantasma, ni visitar a Dios en el cielo. Dormimos y nos despertamos, comemos y bebemos, pasamos el día como cualquier otro ser humano. La única diferencia es que otras personas pueden preguntarse, de vez en cuando, cuál será su último día. Pero tú y yo… Nuestros días nunca tendrán final. Seguimos adelante, siendo testigos de todo lo que nos rodea. -Dijo todo esto desapasionadamente, como si el interminable transcurrir de los días le hubiera quitado cualquier emoción-. Cuando Adair me explicó lo que me había hecho, quise morir. Deseaba escapar de ese mañana terrible y desconocido, aunque para ello tuviera que matarme… La única cosa que no podía hacer.
»Pero encima, perder a tu hijo… bueno, resulta demasiado terrible para pensar en ello. Pobrecilla Lanore. La tristeza se te pasará, ¿sabes? -Continuó hablando en su inglés cantarín, todavía con acento español-. Cada día, tu pasado se aleja más y más, y la vida con Adair se hace cada vez más familiar. Pasas a formar parte de su familia. Después, un día te acuerdas de algo de tu vida anterior… un hermano o una hermana, una fiesta, la casa en la que vivías, algún juguete que te gustaba mucho… y te das cuenta de que ya no lloras su pérdida. Es algo que te ocurrió hace mucho tiempo, que casi parece que no tiene nada que ver contigo. Entonces sabes que el cambio ya se ha completado.
Lo miré por encima del hombro.
– ¿Cuánto tiempo tarda en desaparecer el dolor?
Alejandro levantó un terrón de azúcar del cuenco con un par de pequeñas pinzas y lo dejó caer en su té.
– Depende de lo sentimental que seas. Yo soy muy tierno de corazón. Amaba a mi familia y los eché de menos durante siglos, después del cambio. Pero Dona, por ejemplo, seguro que nunca ha mirado atrás. No dejó nada precioso. Su familia le había abandonado cuando era niño, por ser afeminado -dijo Alejandro, bajando la voz al nivel de un susurro en las últimas palabras, aunque en aquella casa todos éramos sodomitas, y cosas peores-. Su vida estaba llena de privaciones e incertidumbres. Linchamientos, hambre, encarcelamiento. No, no debe de tener ninguna queja.
– No creo que mi dolor desaparezca nunca. ¡He perdido a mi hijo! Quiero que me devuelvan mi hijo. Quiero que me devuelvan mi vida.
– No puedes recuperar a tu hijo, eso lo sabes -dijo él con suavidad, y extendió la mano por el espacio que nos separaba para acariciarme el brazo-. Pero ¿por qué, querida, puedes querer volver a tu antigua vida? Por lo que me has contado, no tienes adónde regresar: tu familia te apartó de su lado; te abandonó cuando más la necesitabas. No veo nada que puedas lamentar haber perdido. -Y Alejandro me miró con aquellos ojos suyos, oscuros y dulces, como si pudiera conjurar la respuesta de mi corazón-. En tiempos de adversidad, muchas veces queremos volver a lo familiar. Eso dejará de importarte.
– Bueno, hay una cosa… -murmuré.
Se inclinó hacia delante, esperando ansioso mi confesión.
– Un amigo. Echo de menos a un amigo en particular.
Alejandro era, como había dicho, un alma tierna y dada a la nostalgia. Entrecerró los ojos como un gato sentado al calor del sol en un alféizar, deseoso de escuchar mi historia.
– Siempre son personas lo que más se echa de menos. Háblame de ese amigo.
Desde que salí de Saint Andrew, me había esforzado todo lo posible en no pensar en Jonathan. Por supuesto, estaba fuera de mis capacidades no pensar nada en él, así que solo me permitía breves respiros, unos pocos minutos antes de quedarme dormida, en los que recordaba la sensación de su cálida y sonrojada mejilla apretada contra la mía, el hormigueo que me recorría la espalda cuando rodeaba con sus manos mi encorsetada cintura, reclamándome para él. Ya me resultaba bastante difícil controlar las emociones cuando Jonathan era solo un fantasma en los márgenes de mi memoria; recordarlo directamente era doloroso.
– No puedo. Le echo demasiado de menos -le dije a Alejandro.
Alejandro se recostó en su silla.
– Ese amigo tuyo lo significa todo para ti, ¿verdad? Es el amor de tu vida. Era el padre de tu hijo.
– Sí -dije yo-. El amor de mi vida… -Alejandro esperó a que siguiera, y su silencio era como una cuerda que tiraba de mí, hasta que cedí-. Se llama Jonathan. He estado enamorada de él desde que éramos niños. La mayoría de la gente te dirá que era demasiado bueno para acabar a mi lado. Su familia es la dueña del pueblo en el que yo vivía. No es grande ni próspero, pero allí todos dependen de la familia de Jonathan para sobrevivir. Y luego está su gran belleza… -Me sonrojé-. Debes de considerarme una persona terriblemente superficial.
– ¡En absoluto! -dijo en tono amable-. Nadie es inmune al influjo de la belleza. Pero de verdad, Lanore, ¿tan guapo es ese hombre? Piensa en Dona, por ejemplo. Es tan atractivo que hechizó a uno de los más grandes artistas de Italia. ¿Es más guapo que Dona?
– Si conocieras a Jonathan, lo entenderías. A su lado, Dona parecería un adefesio.
Aquello hizo reír a Alejandro. A ninguno de nosotros le gustaba mucho Dona; era tan vanidoso que a veces resultaba insoportable.
– ¡Que Dona no te oiga decir eso…! Muy bien, de acuerdo. ¿Y qué me dices de Adair? ¿No es un tipo atractivo? ¿Has visto alguna vez unos ojos como los suyos? Son como los de un lobo…
– Adair tiene cierto encanto. -Un encanto animal, pensé, pero no lo dije en voz alta-. Sin embargo, no admite comparación, Alej. Créeme. Claro que… eso no importa. No lo volveré a ver.
Alejandro me palmeó la mano.
– No digas eso. No lo sabes… Podrías verlo.
– No puedo ni imaginar volver a casa ahora. ¿No sabes lo que le pasó a Adair con su familia? ¿Cómo iba a explicárselo a los míos? -me burlé.
– Hay maneras… No podrías vivir otra vez entre ellos.
No, eso es impensable, pero una breve visita… si solo te quedaras algún tiempo… -Jugueteó con su labio inferior, reflexionando.
– No me des esperanzas. Es muy cruel. -Los ojos se me arrasaron en lágrimas-. Por favor, Alejandro, necesito descansar. Tengo un dolor de cabeza terrible.
Me tocó la frente con los dedos.
– No tienes fiebre… Dime, ese dolor de cabeza, ¿lo sientes como una punzada constante en el fondo de tu mente? -Asentí-. ¿Sí? Pues bien, querida, será mejor que te acostumbres a ello. No es un dolor de cabeza: es parte del regalo. Ahora estás conectada a Adair.
– ¿Conectada a Adair? -repetí.
– Hay un vínculo entre vosotros dos, y esa sensación es un recordatorio de esa conexión. -Se inclinó hacia mí con aire conspirador-. ¿Recuerdas que te he dicho que solo has cambiado en un aspecto, que no eres mágica? Pues sí que somos un poco mágicos, solo un poquito. A veces pienso que somos como animales, ¿sabes? Habrás notado que todo parece un poco más brillante, que puedes oír el menor ruido, que todos los olores te pican con fuerza en la nariz. Forma parte del regalo: la transformación nos hace mejores. Nos hemos perfeccionado. Oirás una voz que procede de muy lejos y sabrás quién viene a visitarte, puedes detectar el aroma del lacre y saber que una persona lleva una carta oculta. Con el tiempo, dejarás de fijarte en esos poderes, pero a otros les parecerá que puedes leerles el pensamiento, que eres mágica.
»La segunda cosa que debes saber es que ya no sentirás dolor. Creo que tiene que ver con el poder de no morir. No sentirás el aguijón del hambre y la sed. Sí, el reflejo, la convicción de que tienes que comer y beber, tarda tiempo en desaparecer… Pero podrías ayunar durante semanas y no sentir el hambre royéndote el estómago, ni ponerte débil y desmayarte. Podría derribarte un caballo al galope y no sentirías más que una pequeña molestia allí donde tengas un hueso roto, pero el dolor desaparecerá en unos minutos, en cuanto el hueso se cure. Es como si ahora estuvieras hecha de tierra y viento, y puedes sanarte a voluntad. -Sus palabras me hicieron estremecer, pues ya me sentía así-. Y esta conexión con Adair, las punzadas en tu cabeza, es un recordatorio de ese poder, porque solo él puede hacer que seas otra vez como un mortal. A sus manos, y solo a sus manos, puedes sentir dolor. Pero cualquier daño que te haga sufrir será temporal, a menos que él decida otra cosa. Puede hacerte lo que sea con la voluntad: dolor, desfiguración, muerte. Por su mano e intención. Esas son las palabras que utiliza en el encantamiento. Son las palabras que te atan a él.
Me llevé una mano al abdomen. Tenía razón en lo del dolor. La palpitación sorda que había sentido en mi vientre purgado había desaparecido por completo.
– Él te lo habrá dicho. Créele: ahora es tu dios. Vives o mueres según su capricho. Y… -Su expresión se suavizó del todo por un momento, como si acabara de bajarse un escudo-. Debes tener cuidado con Adair. Te ha dado todo lo que un mortal podría desear, pero solo mientras esté contento contigo. No vacilará en quitártelo si le enfureces. No lo olvides nunca.
No tardé en darme cuenta de que, tanto si quería como si no, formaba parte de aquella extraña familia y me convenía encontrar mi lugar en ella. Mi vida había cambiado de manera irremediable, y no estaba segura de cómo sobrevivir en ella. Adair, en cambio, tenía cientos de años de experiencia. Los otros que él había elegido se habían quedado a su lado, probablemente por buenas razones.
También decidí que debía olvidar a Jonathan. Creía que nunca le volvería a ver, a pesar de lo que había dicho Alejandro. Mi antigua vida había desaparecido; ya nada era como antes: Boston era tan diferente de Saint Andrew como la nata del agua, y yo ya no era una pobre chica campesina que solo podía aspirar a un futuro miserable. Había perdido el niño, lo único que me habría mantenido unida al recuerdo de Jonathan. Era mejor dejarlo todo atrás de una vez.
A los pocos días, vi que la actividad y los horarios de la casa no se parecían en absoluto a los de mi pequeño y laborioso pueblo puritano. Para empezar, nadie en la casa, excepto los sirvientes, se levantaba antes del mediodía. Aun entonces, los cortesanos y sus invitados se quedaban en sus habitaciones hasta las dos o tres de la tarde, aunque se podían oír sonidos apagados detrás de las puertas, murmullos o un estallido de risa, o el roce de la pata de una silla que alguien arrastraba sobre el suelo. Alejandro me explicó que era la costumbre europea: las noches, la parte más importante del día, se dedicaban a la vida social -cenas, bailes, mesas de juego- y los días se pasaban preparándose para presentarse como era debido, con el cabello peinado y las ropas más favorecedoras. Habían llevado consigo de Europa a unos cuantos sirvientes imprescindibles, los más expertos en peinados y mantenimiento del guardarropa. Me pareció un modo de vida decadente, pero Alejandro me aseguró que era solo porque yo era una americana puritana que no sabía nada. Había habido buenos motivos, indicó, para que los puritanos dejaran Inglaterra en busca de un nuevo mundo.
Lo que me lleva a la segunda cosa extraña de la casa de Adair: nadie parecía tener un propósito en su vida. Delante de mí jamás se hablaba de asuntos de negocios o de finanzas. No se mencionaba el viejo país, no se rememoraban las vidas pasadas (como me dijo Alejandro: «Dejamos que los muertos descansen»). No llegaban cartas, solo tarjetas de miembros de la alta sociedad de Boston deseosos de conocer a aquel misterioso europeo de sangre real. La bandeja del vestíbulo estaba rebosante de invitaciones a fiestas, tertulias y meriendas.
El único tema que interesaba a Adair y a su séquito, la única actividad a la que se entregaban de verdad, lo que daba sentido a sus días, era el sexo. Cada miembro de la corte tenía un compañero de juegos, para pasar la noche o para toda una semana; podía ser un aristócrata conocido en una soirée o un atractivo lacayo reclutado para la noche. También había un constante desfile de mujeres por la mansión, prostitutas desaliñadas y también atrevidas jovencitas de la alta sociedad. Nadie de la familia dormía nunca solo. Aunque ni Alejandro ni Donatello parecían interesados en mí. Cuando le pregunté a Alej si no me encontraba atractiva, se echó a reír y me dijo que no fuera tonta.
La familia estaba entregada a buscar y a experimentar placer, así de sencillo. Todo lo que me rodeaba era la antítesis del modo en que había sido criada -por laboriosos inmigrantes escoceses y escandinavos, en un entorno duro y hostil- y, con el tiempo, su indolencia llegaría a disgustarme, pero al principio me dejé seducir por lujos que no tenía ni idea de que existieran. Saint Andrew había sido un pueblo de ropa de lino tejido en casa y toscos muebles de pino. Había pasado a vivir rodeada de exquisiteces, y cada nueva tentación era mejor que la anterior. Comía y bebía cosas de las que nunca había oído hablar, me ponía vestidos y conjuntos hechos por un sastre profesional con llamativos tejidos europeos. Aprendí a bailar y a jugar a las cartas, se me dieron novelas para leer que me abrirían los ojos a más mundos todavía.
A Adair le gustaban las fiestas y, como él todavía causaba sensación en Boston, íbamos a una casi todas las noches. Llevaba su séquito a todas partes, dejando que Alejandro, Dona y Tilde fascinaran a los bostonianos con sus modales continentales, sus extravagantes modas de París, Viena y Londres, y sus historias sobre la decadente aristocracia europea.
Pero lo que de verdad impresionaba a la alta sociedad era que Adair obligara a Uzra a acompañarnos. Salía a la calle envuelta en una tela color borgoña que la cubría de pies a cabeza. En cuanto estábamos entre los asistentes a la fiesta, dejaba caer la tela al suelo, y Uzra se mostraba con uno de sus trajes de fantasía, ceñido corpiño de organdí y una falda de velos, los ojos con una gruesa línea de kohl, adornos de cadenas de latón alrededor de su cintura desnuda, de sus muñecas y tobillos. Las sedas de brillantes colores eran preciosas, pero casi transparentes; prácticamente, iba desnuda en comparación con las demás mujeres, que llevábamos capas y capas de enaguas, corsés y medias. Los abalorios de Uzra tintineaban cuando andaba, con la vista baja, consciente de que la estaban devorando con la mirada como si fuera un animal de feria. Las mujeres se llevaban las manos a la boca, abierta en un gesto escandalizado. En cuanto a los hombres… El aire se cargaba del almizcle de su deseo, y las levitas se recolocaban apresuradamente para ocultar sus torpes erecciones. Más tarde, Adair se reía de las proposiciones que recibía, hombres que ofrecían enormes sumas de dinero por una hora con su odalisca. Renunciarían a sus almas si él les diera la oportunidad, decía después Adair, cuando regresábamos a nuestra casa después de la fiesta y nos sentábamos alrededor de la mesa de la cocina, junto al hogar todavía caliente, compartiendo una botella.
– Tú podrías hacer lo mismo -me dijo Adair en privado, mientras subíamos la escalera hacia nuestras alcobas, con una voz tan suave como el terciopelo-. El deseo de un hombre es una cosa poderosa. Puede reducir a la nada a un hombre fuerte. Cuando ve a una mujer que le fascina, lo daría todo por ella. Recuerda esto, Lanore: todo.
– ¿Darlo todo por mí? Estás loco. Ningún hombre ha dado nunca nada por mi compañía -me burlé, pensando en la incapacidad de Jonathan para entregarse por completo a mí. Presa de la autocompasión, sé que no estaba siendo justa con él, pero mi infiel amante me había herido, y aquello dolía.
Adair me dirigió una mirada de cariño contenido y dijo algo en lo que yo nunca había pensado.
– Es triste oír eso de cualquier mujer, pero es especialmente triste oírlo referido a ti. Tal vez se deba a que nunca has pedido nada a cambio de tu atención. No sabes lo que vales, Lanore.
– ¿Lo que valgo? Sé muy bien lo que valgo: soy una chica vulgar de una familia pobre.
Me cogió el brazo y lo metió bajo el suyo.
– No hay nada vulgar en ti. Tienes atractivo para ciertos hombres, que valoran la frescura discreta y desdeñan un vulgar despliegue de encantos femeninos. Demasiado pecho sobresaliendo de un corpiño, un busto demasiado prominente, demasiado voluptuoso… ¿entiendes?
Yo no le entendía: según mi experiencia, a los hombres parecían deslumbrarles precisamente aquellos atributos, y el hecho de que yo no los poseyera me había parecido una desventaja toda mi vida.
– Tu descripción de encantos femeninos «vulgares» me recuerda mucho a Uzra, y ella jamás deja de enloquecer de excitación a todo hombre que la ve. Y sin embargo, ella y yo somos como la noche y el día -dije, con la intención de provocar a Adair.
– No existe un único criterio de belleza, Lanore. A todo el mundo le encanta la rosa roja, y sin embargo, su belleza es muy corriente. Tú eres como una rosa dorada, una flor rara pero no por ello menos encantadora -dijo. Pretendía halagarme, pero yo casi me eché a reír.
Era tan delgada como un muchacho y tenía el pecho casi igual de plano. Mi pelo rubio y rizado estaba tan erizado como un cardo. Solo podía pensar que me estaba halagando con algún propósito, pero aun así sus dulces palabras resultaban agradables.
– Si confías en mí… deja que te guíe. Te enseñaré a tener poder sobre los hombres corrientes. Como Tilde, como Alej y Dona -dijo, acariciándome la mano.
Puede que aquel fuera el propósito de todos ellos, su misión. Parecían capaces de lograr que la mayoría de la gente -en especial, los hombres, que eran los que tenían poder- hiciera lo que ellos querían. Se las arreglaban para controlarlos, y aquello parecía una habilidad que valía la pena poseer.
– No basta con ser capaz de vencer a tus enemigos; para poder controlarlos, tienes que ser capaz también de seducirlos.
– Considérame tu alumna -dije, permitiendo que Adair me condujera a su alcoba.
– No lo lamentarás -prometió él.
Y así comenzó mi aprendizaje en el arte de la seducción. Empezó con veladas en el lecho de Adair. Después de aquella noche en la que me abrió los ojos, parecía empeñado en demostrarme que yo era digna de la atención de un hombre: él. Seguíamos yendo a fiestas, donde Adair hechizaba a los bostonianos, pero siempre volvía a casa conmigo del brazo. Me llevaba a su cama todas las noches. Me mimaba y me daba todo lo que le pedía. Encargó que me hicieran preciosas prendas interiores, corsés (aunque apenas los necesitaba para sujetar mis modestos pechos) y sujetadores de seda de colores con rebordes de cintas. Ligueros decorados con diminutas rosas de seda. Adornos sugerentes para que Adair los encontrara cuando me iba quitando la ropa. Me propuse convertirme en su rosa dorada.
Mentiría si dijera que no pensé en Jonathan durante ese tiempo. Al fin y al cabo, él había sido mi primer amante. Aun así, intenté aniquilar el amor que sentía por él recordando los malos momentos entre nosotros, las veces en que me hirió en lo más profundo. Las ocasiones en las que oí rumores de que tenía una chica nueva. Cuando estuve junto a él en la colina observando el entierro de Sophia, sabiendo que él estaba pensando en ella. Cuando besó a Evangeline delante de toda la congregación solo unos minutos después de que yo le informara de mi embarazo. Procuré ver mi amor por Jonathan como una enfermedad, una fiebre que hacía arder mi corazón y mi mente, y aquellos dolorosos recuerdos eran el remedio, la medicina.
Y las atenciones de mi nuevo amante iban a ser mi reconstituyente. Si comparaba mis experiencias con los dos hombres, me parecía que yacer con Jonathan me llenaba de tanta felicidad que sentía que iba a morirme. En aquellas ocasiones, apenas era consciente de mi cuerpo, habría podido flotar hasta el techo en sus brazos. Era sublime. Con Adair, todo era sensación, un ansia de carne y el poder de satisfacer esa necesidad. Por entonces no tenía miedo de aquel nuevo deseo que Adair creaba en mí. Me recreaba en él, y Adair, en lugar de juzgarme frívola e inmoral, parecía complacido de haber despertado aquello en mí.
Adair me lo confirmó una noche en su cama, prendiendo el narguile después de una sesión acrobática.
– Opino que tienes una disposición natural para los asuntos del placer -dijo, sonriendo obscenamente-. Me atrevería a decir que disfrutas de tus aventuras en la alcoba. Has hecho todo lo que te he pedido, ¿no es verdad? ¿Nada de lo que he hecho te ha asustado? -Cuando negué con un ligero movimiento de cabeza, él continuó-. Entonces, es hora de ampliar tus experiencias, porque el arte del amor es de tal naturaleza que cuantos más amantes expertos tenga uno, más experto se vuelve. ¿Entiendes? -Acogí aquella declaración con un fruncimiento de ceño, sintiendo que algo no iba bien. ¿Ya se había cansado de mí? ¿Era una ilusión el vínculo que se había establecido entre nosotros?-. No te enfades -dijo, pasando el humo narcótico de su boca a la mía con un beso-. Te he puesto celosa, ¿verdad? Debes combatir esa clase de sentimientos, Lanore. Ahora estás por encima de ellos. Tienes una nueva vida por delante, llena de ricas experiencias, si no tienes miedo.
No quiso explicarme más en aquel momento, pero lo descubrí a la noche siguiente, cuando Dona entró en la alcoba con nosotros. Y Tilde la siguiente noche. Cuando protesté, alegando que era demasiado tímida para gozar delante de otros, me vendaron los ojos. A la mañana siguiente, cuando miré un tanto turbada a Tilde al cruzarnos en la escalera, todavía deslumbrada por los placeres que ella me había proporcionado en la cama, gruñó «Solo fue una actuación, zorra estúpida», y se alejó a paso ligero, disipando toda duda de que hubiera sido algo más. Supongo que era una ingenua, pero los placeres de la carne eran nuevos para mí, y las sensaciones, abrumadoras. Muy pronto iba a acabar por volverme insensible a todo ello, insensible a lo que aquello le estaba haciendo a mi alma.
No mucho después de esto, ocurrió un suceso muy notable, aunque yo no me percaté de su importancia en aquel momento. Empezó con una conferencia sobre astronomía y artes de navegación a la que asistimos en la Universidad de Harvard. La ciencia estaba de moda en aquellos días, y a veces las universidades ofrecían conferencias públicas. Eran lugares en los que dejarse ver, como cualquier fiesta, una manera de demostrar que aunque fueras un personaje de la alta sociedad, todavía tenías un poco de cerebro, y Adair se propuso asistir. La conferencia de aquel día me interesaba más bien poco, así que me senté al lado de Adair y tomé prestados sus gemelos de teatro para mirar a los asistentes. Muchas caras me resultaban familiares, aunque no recordaba sus nombres, y justo cuando estaba pensando que aquella salida era una pérdida de tiempo, vi a Tilde charlando con un hombre en el extremo más alejado del auditorio. Solo podía ver una cuarta parte del rostro del hombre, casi todo lo que veía era su espalda, pero pude notar que tenía un físico impresionante.
Le pasé los gemelos a Adair.
– Parece que Tilde ha encontrado a un hombre nuevo -susurré, e indiqué con la cabeza en su dirección.
– Hummm, creo que tienes razón -dijo él, mirando por los gemelos-. Esta Tilde es una cazadora nata.
Era habitual reunirse con otros miembros de la buena sociedad después de la conferencia, en algún establecimiento público cercano. Pero aquella tarde Adair no tenía paciencia para charlar mientras tomábamos café y cerveza, y estaba vigilando la puerta. Al poco rato, entró Tilde, del brazo del joven que habíamos visto en la universidad. Era deslumbrante, con un rostro hermoso (quizá un poco delicado), una nariz pequeña y afilada, un hoyuelo en la barbilla y angelicales rizos rubios. Parecía aún más joven del sofisticado brazo de Tilde, y aunque nadie la habría confundido con su madre, la diferencia de edades era difícil de pasar por alto.
Se unieron a nosotros a nuestra mesa, y Adair se pasó todo el tiempo acribillándole a preguntas. ¿Era estudiante en Harvard? (Sí.) ¿Tenía familia en Boston? (No, era de Filadelfia y no tenía familia cerca.) ¿Qué estaba estudiando? (Le apasionaba la ciencia, pero sus padres querían que continuara con el negocio familiar, que era el derecho.) ¿Qué edad tenía? (Veinte.) Al oír esta última respuesta, Adair frunció el ceño, como si le disgustara la respuesta del joven, una respuesta burlona a una pregunta tan clara. Entonces Adair invitó al joven a cenar con nosotros aquella noche en la mansión.
No me andaré con rodeos: puede que el cocinero sirviera una pierna de cordero aquella noche, pero estaba claro que el plato principal era el joven de cabello dorado. Adair continuó haciéndole toda clase de preguntas personales (¿Tenía amigos íntimos en la universidad? ¿Una prometida?), y cuando el joven se desconcertaba, Alejandro intervenía y distraía a todos los comensales con anécdotas y chistes en los que se ridiculizaba a sí mismo. Corrió más vino que de costumbre, sobre todo en la copa del joven, y después de cenar se les sirvió a los hombres copas de coñac y todos nos dirigimos a la sala de juegos. Al final de una partida de faro, Adair declaró que no podíamos enviar al joven de vuelta a sus habitaciones en la universidad en semejante estado -sería reprendido por estar borracho si lo pillaban sus profesores- e insistió en que se quedara con nosotros a pasar la noche. Para entonces, el joven estudiante a duras penas se mantenía en pie sin ayuda, de modo que no estaba en condiciones de negarse.
Adair hizo que un lacayo le ayudara a subir la escalera mientras todos nos congregábamos a la puerta del dormitorio de Adair como chacales acicalándose antes de repartir la caza de la noche. Al final, Adair decidió que él y yo gozaríamos de la compañía del joven y despidió a los otros. A pesar de lo borracho que estaba, se desnudó hábilmente cuando se le ordenó y me siguió con entusiasmo a la cama. Y aquí viene la parte curiosa: mientras el muchacho se desnudaba, Adair le observaba con mucha atención, no con gozo (como yo esperaba) sino con una mirada cínica. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que el joven tenía un pie deforme; no era una deformidad muy notoria, y llevaba una bota hecha ex profeso que le ayudaba a andar sin apenas cojear. Pero era una deformidad, y al percatarse de ella, Adair pareció visiblemente desilusionado.
Adair se sentó en una silla y observó cómo el joven copulaba conmigo. Por encima del hombro del muchacho vi la decepción en el rostro de Adair, un desinterés por nuestro invitado que se esforzaba por vencer. Al final, Adair se quitó la ropa y se unió a nosotros, sorprendiendo al joven con sus atenciones, que no obstante fueron aceptadas (no se resistió en ningún momento, aunque gimió un poco cuando Adair se puso brusco con él). Y los tres dormimos juntos en la cama, nuestro invitado relegado a los pies del lecho, sucumbiendo a los efectos del alcohol y al resultado habitual de las efusiones amatorias de un hombre.
A la mañana siguiente, después de enviar de regreso al joven en un carruaje, Adair y Tilde tuvieron unas palabras acaloradas detrás de las puertas cerradas. Alejandro y yo estábamos sentados en la sala de desayunar y escuchábamos -o procurábamos no escuchar- mientras tomábamos té.
– ¿Qué es lo que ocurre? -pregunté, indicando con la cabeza en dirección a la amortiguada discusión.
– Adair nos ha dado órdenes tajantes de estar atentos a la aparición de hombres atractivos, pero solo los más atractivos. Tenemos que llevárselos. ¿Qué puedo decir? A Adair le gustan las caras bonitas. Pero solo le interesa la perfección, ¿sabes? Y por lo visto, el hombre que Tilde le trajo a Adair no era del todo perfecto.
– Tenía un pie deforme. -Yo no entendía qué podía importar aquello; su rostro era exquisito.
Alejandro se encogió de hombros.
– Ah, ahí lo tienes.
Se dedicó a untar de mantequilla una rebanada de pan y no dijo más, dejándome que removiera mi té y me preguntara por las extrañas obsesiones de Adair. El caso era que había penetrado a aquel muchacho como para castigarlo por haberle decepcionado de algún modo. Me resultaba incómodo pensar en ello.
Me incliné sobre la mesa y le cogí una mano a Alejandro.
– ¿Recuerdas la conversación que tuvimos hace unas semanas, acerca de mi amigo? ¿Mi amigo el que es tan guapo? Prométeme, Alejandro, que nunca le hablarás de él a Adair.
– ¿Crees que te haría eso? -dijo, dolido.
Ahora sé que su aire ofendido era fingido. Era un buen actor, aquel Alejandro. Todos teníamos que estar alrededor de Adair, pero aquella era la función de Alejandro en el grupo, la de tranquilizar a los afligidos o inseguros, aliviar y calmar a la víctima para que esta no viera venir el golpe. En aquella época, yo pensaba que él era el bueno, mientras que Tilde y Dona eran malos y crueles, falsos; ahora sé que cada uno tenía que desempeñar un papel.
Pero en aquel momento, le creí.
Empecé a sentir más curiosidad por mis compañeros de casa. Había empezado a verlos como una jauría que caza unida, cada uno con una función, cada uno interpretando su papel con una facilidad que se adquiere solo haciendo un trabajo muchas veces. Conseguir que salte la presa, distraerla, derribar a la infortunada víctima, ya se tratara del joven del pie deforme o de un incauto en una partida de cartas. Los tres eran como perros de caza, contenidos por sus correas y collares; Adair solo tenía que soltarlos y allá iban ellos, todos bien seguros de lo que tenían que hacer. Yo era el cuarto perro, nueva en la jauría e insegura de mi función. Y como ellos eran un conjunto de instrumentos bien afinados, se mostraban reacios a hacerme sitio, convencidos de que les estorbaría y perjudicaría su elegancia calculada y su eficiencia. A mí me daba lo mismo; no tenía deseos de unirme a ellos.
Esperaba una reacción de los otros a la preferencia de Adair por mí, y me sorprendió que no hubiera ninguna. Al fin y al cabo, seguro que yo había desplazado a alguno de ellos como favorita y confidente de Adair. Pero ninguno de ellos estaba molesto. No había ni una chispa de celos que caldeara el ambiente. La verdad era que, con excepción de Alejandro, se relacionaban poco conmigo. Los tres me hacían el vacío, pero sin malicia. Nos evitaban a mí y a Adair, excepto cuando íbamos a las fiestas y volvíamos, y en aquellas ocasiones había una atmósfera de jovialidad forzada flotando sobre nosotros como una neblina. Cuando Tilde y yo cruzábamos miradas, por ejemplo, a veces notaba que la severa expresión de su boca se combinaba con una ligera arruga en la frente, pero no parecía que se debiera a los celos. Los tres vagaban por la casa como fantasmas, hechizados e impotentes.
Una noche decidí preguntarle a Adair por ello. Al fin y al cabo, tenía más probabilidades de que él me dijera la verdad que de que me la dijeran ellos. Esperé a que Adair cogiera una botella de brandy y copas para llevarnos a la habitación, mientras las sirvientas me ayudaban a despojarme de mis faldas y mi corpiño y me quitaban las horquillas del pelo. Cuando Adair servía la bebida en nuestras copas, le dije:
– Tengo una duda que quería plantearte.
El tomó un largo trago de su bebida antes de pasarme una copa.
– Ya me lo esperaba. Últimamente has estado algo distraída.
– Son… los otros -empecé, insegura de cómo continuar.
– No me pidas que me deshaga de ellos. No lo haré. Puede que quieras que pasemos todo el tiempo juntos, pero no debo tenerlos vagando sueltos. Y además, es importante que nos mantengamos unidos. Nunca se sabe cuándo vas a necesitar que uno de nosotros acuda en tu ayuda, alguien que entienda sus obligaciones. Lo comprenderás algún día -se apresuró a decir.
– No quiero que te deshagas de ellos. Solo me pregunto, Adair, cuál de sus corazones se ha roto ahora que pasas todo tu tiempo conmigo. ¿Cuál de ellos siente con más fuerza la pérdida de tu atención? Los veo y me dan lástima… ¿Por qué te ríes de mí? No era mi intención hacerte gracia.
Había esperado que sonriera al oír mi pregunta, tal vez que me reprendiera por mi tonta sensibilidad y me asegurara que nadie estaba resentido conmigo, que cada uno de los otros había tenido su turno como favorito y sabía que ese placer no duraría para siempre, que la armonía de nuestra casa estaba intacta.
Pero no fue esa la reacción que obtuve de Adair. Su risa no era de apreciación: era de burla.
– ¿La pérdida de mi atención? ¿Crees que están arriba, llorando cada noche hasta dormirse, ahora que ya no son la niña de mis ojos? Permite que te diga algo sobre las personas con las que compartes casa. Tienes derecho a saberlo, ya que estás atada a ellos para la eternidad. Es mejor que estés siempre en guardia con ellos, querida. No van a velar por tus intereses, en ningún momento. No sabes nada de ellos, ¿verdad?
– Alej me ha contado un poco -murmuré, bajando los ojos.
– Apuesto a que no te ha contado nada importante y, desde luego, nada que te haga pensar mal de él. ¿Qué te ha dicho de sí mismo?
Empezaba a lamentar haber planteado el tema.
– Solo que viene de una buena familia española.
– Una familia muy buena. Los Piñeiro. Hasta se podría decir que una familia grande, pero ya no encontrarás a ningún Piñeiro en Toledo, España. ¿Sabes por qué? ¿Has oído hablar de la Inquisición? Alejandro y su familia fueron arrestados por la Inquisición, por el mismísimo Gran Inquisidor, Tomás de Torquemada. Su madre, su padre, su abuela, su hermanita… todos fueron a la cárcel. Se les dieron dos opciones: podían confesar sus pecados y convertirse al catolicismo… o seguirían en prisión, donde seguramente morirían.
– ¿Por qué no se convirtió? -exclamé-. Para salvar la vida, ¿tan terrible habría sido?
– Es que lo hizo. -Adair se sirvió más brandy y después se quedó de pie ante el fuego, con el rostro iluminado por una llama trémula-. Hizo lo que le pedían. Habría sido de idiotas negarse, dadas las circunstancias. La Inquisición se enorgullecía de su habilidad para quebrantar a un hombre: lo habían convertido en un arte. Lo encerraron en una celda tan pequeña que tenía que enroscarse para caber, y escuchaba los gritos y las oraciones de los otros presos hasta que salía el sol. ¿Quién no se volvería loco en tal situación? ¿Quién no haría lo que le dijeran para salvarse?
Durante un momento, no se oyó más que el crepitar y el siseo del fuego, y empecé a rogar en el fondo de mi ser que Adair no continuara. Quería conservar al Alejandro que conocía, dulce y considerado, y seguir ignorando el egoísmo del que era capaz.
Adair apuró lo que quedaba de su bebida y volvió a mirar las llamas.
– Les entregó a su hermana. Querían a alguien con quien dar ejemplo. El mal estaba entre ellos. Deseaban un pretexto para librar al país de los judíos. Así que les dijo que su hermana era una bruja, una bruja impenitente. A cambio de su hermana de catorce años, los inquisidores le dejaron libre. Y entonces fue cuando lo encontré, farfullando como un loco por lo que había hecho.
– Es horrible… -Temblando, me eché la manta de marta sobre los hombros.
– Dona entregó a su maestro a las autoridades cuando lo detuvieron por sodomita. El hombre que lo había sacado de la calle, que le alimentó y le vistió, que con sus facciones decoró las paredes de las casas de Florencia. Un hombre que le adoraba, que le adoraba de verdad, y Dona lo entregó sin vacilar un segundo. Yo sería un tonto si esperara mejor trato de él.
»Y luego está Tilde. Es la más peligrosa de todos. Procede de un país muy al norte, donde hay días en invierno en los que el sol solo sale unas pocas horas. Me encontré con Tilde una de aquellas gélidas noches, en un camino. Su propia gente la había empapado de agua y la había abandonado en la fría noche de invierno. Resulta que le había entregado el corazón a un hombre rico de la aldea vecina. Solo había un obstáculo en su camino: que ya estaba casada. ¿Y cómo decidió resolver su problema? Matando a su marido y a sus dos hijos. Los envenenó, pensando que nadie descubriría lo que había hecho. Pero la gente de su pueblo lo averiguó y la condenó a muerte. Tenía que morir de frío, y cuando yo la encontré, ya estaba medio congelada. Sus cabellos eran carámbanos de hielo, las pestañas y la piel estaban cubiertas de cristales de escarcha. Se estaba muriendo, y aun así se las arregló para mirarme con una expresión de puro odio.
– Basta -sollocé, enterrándome por completo bajo la pesada manta de piel-. No quiero oír más.
– La verdadera medida de un hombre es su modo de comportarse cuando la muerte está cerca. -Había un tono de burla en la voz de Adair.
– Eso no es justo. Una persona tiene derecho a hacer lo que sea para sobrevivir.
– ¿Lo que sea? -Enarcó una ceja y resopló-. En cualquier caso, me ha parecido que tenías derecho a saber que desperdicias tu simpatía con ellos. Bajo su máscara de belleza y de buenos modales, son monstruos, todos ellos. A cada uno lo elegí por una razón. Tienen su puesto en mis planes. Pero ninguno de ellos es capaz de amar, excepto a sí mismo. No se lo pensarían dos veces para traicionarte si ganaran algo con ello. Incluso es posible que olvidaran su obligación conmigo si pensaran que podían escapar después de su traición. -Se deslizó junto a mí en la cama, atrayendo mi cuerpo contra el suyo, y me pareció percibir una extraña ansiedad en su manera de tocarme-. Eso es lo que me resulta fascinante de ti, Lanore. Tienes una gran necesidad de amor y una enorme capacidad para amar. Estás deseando entregarle tu corazón a alguien, y cuando lo hagas, será con un compromiso increíble, con una lealtad inagotable. Creo que harías cualquier cosa por el hombre al que ames. Será muy afortunado el que un día se gane tu corazón. Me gustaría pensar que hasta yo podría tener esa suerte.
Me acarició el pelo durante un rato antes de quedarse dormido, y yo permanecí quieta, preguntándome cuánto sabría Adair sobre Jonathan, hasta qué punto podía leer mis pensamientos. Toda la conversación me había dado escalofríos; no veía qué sentido tenía otorgar la vida eterna a personas que tan poco la merecían, rodearse para siempre de cobardes y asesinos, sobre todo si lo que él buscaba era lealtad. Sus planes, y yo no dudaba de que los tuviera, se me escapaban.
Y la peor parte, la parte que no me atrevía a afrontar, era la cuestión de por qué me había elegido a mí para incorporarme a su perversa familia. Debía de haber visto algo en mí que le decía que yo era como los otros; tal vez pudiera leer en mi alma que era lo bastante egoísta para empujar a otra mujer a quitarse la vida para tener al hombre que amaba. En cuanto a su invitación a que lo amara a él, jamás habría pensado que alguien como Adair sintiera la necesidad de ser amado… ni que yo fuera la clase de mujer capaz de amar a un monstruo. Aquella noche la pasé temblando en brazos de Adair mientras él dormía como un niño.
¿Y qué decir de Uzra? No hacía falta ser mago para ver que ella no encajaba en el patrón de los otros miembros de la familia de Adair. Ella estaba al margen del resto del grupo. No era que los otros se olvidaran de ella, pero no hablaban de ella. No se esperaba que se quedara con nosotros cuando nos reuníamos para beber y charlar de madrugada, al volver de una fiesta; nunca se sentaba con nosotros cuando nos congregábamos alrededor de la mesa del comedor para cenar. Pero podíamos oír sus cuchicheos a través del techo o de las paredes, como si fuera un ratón trepando por las tablas.
De vez en cuando, Adair la llamaba a su alcoba, donde se unía a nosotros con los labios apretados y la mirada baja, dejándose hacer pero sin participar. Sin embargo, después me buscaba cuando yo estaba sola y me dejaba cepillarle el pelo o leerle algo, y yo interpreté que aquella era su manera de hacerme saber que no me consideraba responsable de lo que ocurría en la cama de Adair, o al menos que me perdonaba mi lealtad a él. Una vez, me senté muy quieta para que ella me maquillara al estilo de su país, con gruesas líneas de kohl alrededor de los ojos que se extendían hacia las sienes. Me envolvió en una de sus largas y ondulantes telas para que solo se me vieran los ojos, y debo decir que el maquillaje me daba un aspecto muy exótico.
A veces, me dirigía una mirada extraña, como si estuviera intentando comunicarse con mi alma, encontrar alguna manera de transmitirme un mensaje. Una advertencia. Yo no creía necesario que me advirtiera; sabía que Adair era un hombre peligroso y que me arriesgaba a graves daños en mi alma o mi cordura si me acercaba demasiado a él. Creía saber dónde estaba la línea de seguridad y pensaba que sería capaz de detenerme a tiempo. Qué estúpida era.
En ocasiones, Uzra venía a mi habitación y me abrazaba, como si me estuviera consolando. Unas cuantas veces me sacó de la cama, insistiendo en que la siguiera a uno de sus escondites. Ahora comprendo que lo hacía para que yo supiera adónde podía ir cuando llegara el día en que necesitara ocultarme de Adair.
Tilde, en cambio, no me dio ningún aviso cuando una tarde me cogió de la mano con un suspiro de irritación y, haciendo caso omiso de mis preguntas, me condujo por la fuerza a una habitación que casi nunca se utilizaba. Allí, en una mesita cerca del fuego, había un frasco de tinta, varias agujas dispuestas en abanico, y un pañuelo viejo y lleno de manchas. Tilde se sentó en una silla, se acomodó tras las orejas unos mechones rebeldes y no tuvo ni la más mínima consideración conmigo.
– Quítate el corpiño y la blusa -dijo con la mayor naturalidad.
– ¿Para qué? -pregunté.
– No te lo estoy pidiendo, zorra estúpida -dijo. Retiró el tapón del frasco de tinta y se limpió la mancha que le dejó en los dedos-. Son órdenes de Adair. Dame el brazo, desnudo.
Con los dientes apretados, hice lo que me decía, sabiendo que a Tilde le encantaba intimidarme, y después me dejé caer en un taburete frente a ella. Me agarró la muñeca derecha y tiró de mi brazo, torciéndolo para que fuera visible la cara interior, y después lo atrapó bajo el suyo, igual que un herrero sujeta la pezuña de un caballo entre sus rodillas para herrarlo. Miré con recelo cómo elegía una aguja, la mojaba en tinta y después me pinchaba la piel blanca y delicada de la cara interna del brazo.
Salté, aunque no sentí nada más que la presión del contacto.
– ¿Qué haces?
– Ya te he dicho que son órdenes de Adair -gruñó-. Te estoy grabando una marca en la piel. Se llama tatuaje. Seguro que nunca has visto uno.
Miré los puntos negros: tres, cuatro… Tilde trabajaba deprisa. Parecían lunares, formados cuando la tinta se extendía ligeramente bajo el pinchazo. Una hora después, más o menos, Tilde había terminado el contorno de un escudo del tamaño aproximado de una moneda de dólar, y estaba empezando una figura de un animal fantástico, parecido a una serpiente. Tardé un minuto en darme cuenta de que estaba dibujando un dragón. En aquel momento entró Adair. Inclinó la cabeza para ver el trabajo de Tilde, Pasó un pulgar por la zona, ahora bañada en tinta negra y sangre roja, para tener una visión más clara.
– ¿Sabes qué es esto? -me preguntó con cierto orgullo. Yo negué con la cabeza-. Es el escudo de mi familia. O más bien, el escudo de mi linaje adoptivo -se corrigió-. Es el emblema que hay en el sello del que te hablé.
– ¿Por qué me estás haciendo esto? ¿Qué significa? -pregunté.
Él cogió el pañuelo y limpió el tatuaje, para admirarlo mejor.
– ¿Tú qué crees que significa? Te estoy marcando… como mía.
– ¿De verdad es necesario esto? -Traté de torcer el brazo para liberarme de Tilde, lo que me valió un ligero palmetazo-. Supongo que les haces esto a todas tus criaturas. ¿Y el tuyo, Tilde? ¿Puedo verlo, para saber cómo quedará cuando…?
– Yo no tengo -dijo ella bruscamente, sin levantar la mirada de lo que estaba haciendo.
– ¿No tienes? -Clavé los ojos en Adair-. ¿Y por qué yo sí?
– Es algo especial que he elegido para darte. Significa que eres mía para siempre.
No me gustó el brillo de posesión que destelló en sus ojos.
– Hay otras maneras de transmitir esa intención a una muchacha. Un anillo, un collar, un objeto de tu devoción… Es el sistema tradicional, creo -dije en tono irritado.
Mi insolencia pareció complacerle.
– Eso no son más que prendas simbólicas, triviales y en absoluto definitivas. Un anillo puedes quitártelo. Con esto no podrás hacer lo mismo.
Miré la obra de Tilde.
– ¿Qué quieres decir? ¿Mi piel quedará manchada permanentemente?
Al oír esto, me dirigió la extraña sonrisa que yo había aprendido a esperar cuando estaba a punto de hacerme algo doloroso. De un tirón, soltó mi brazo de Tilde y lo sujetó bajo el suyo, respiró hondo, cogió una de las agujas y me la clavó en el centro del tatuaje, poniendo cuidado en pinchar justo en medio del dibujo. Un dolor agudo me recorrió de repente el brazo, y las punzadas de las agujas de Tilde cobraron vida todas a la vez. «Por mi mano e intención», dijo al aire como una proclamación, y la herida me escoció como si me hubieran frotado sal en la carne viva. Me retorció con fuerza el brazo para echar otro vistazo al tatuaje, y yo me estremecí hasta que me lo soltó.
– Lanore, me sorprendes -dijo Adair, con afectación-. Pensé que te agradaría saber que te valoro tanto que te reclamo para la eternidad.
Y el caso era que tenía razón: aquello agradaba a mi parte perversa, la que quería que un hombre me deseara tanto que marcara a fuego su nombre en mi piel. Aunque no estaba tan ciega para no alarmarme al ver que me trataba como si fuera ganado.
De esta manera pasaron semanas. La mayoría de los días, yo estaba contenta con Adair; era lo bastante atento, lo bastante amable, lo bastante generoso. Hacíamos el amor como dos locos desesperados. Pero había ocasiones en las que actuaba con crueldad, sin más motivo que su propio disfrute. En esos momentos, Alejandro, Tilde, Dona y yo misma nos convertíamos en bufones de su corte intentando apaciguar a aquel monarca rencoroso y tratábamos de engatusarlo para abstraerlo de su temible estado de ánimo. O procurábamos, al menos, evitar ser el objeto de sus crueldades. En ocasiones así, yo me sentía atrapada en un manicomio y deseaba desesperadamente escapar, solo que no pensaba que pudiera hacerlo. Los otros todavía seguían con Adair, incluso después de décadas de aquel tratamiento que alteraba los nervios. Me habían contado que Uzra había intentado huir de él incontables veces. Sin duda, si existiera una manera de escapar, ellos ya lo habrían hecho.
Además, a pesar de mi dedicación a Adair, Jonathan empezó a ocupar de nuevo mis pensamientos, cada vez más. Al principio, lo que sentía era culpa, porque había otro hombre en mi vida… ¡como si tuviera elección! No obstante, por mucho que intentara pensar en ello de modo lógico, por mucho que me empeñara en recordar lo mal que me había tratado, su insensibilidad, lo echaba de menos y sentía que le estaba siendo infiel. No importaba que Jonathan estuviera prometido a otra mujer y que hubiera renunciado a ser dueño de mi corazón. Dormir con un hombre mientras amaba a otro me parecía mal.
Y yo seguía amando a Jonathan. Un examen a fondo de mi corazón me lo reveló. Por mucho que me halagaran las atenciones de Adair, por mucho que me agradara que un hombre tan mundano me encontrara atractiva, en el fondo yo sabía que si Jonathan llegara al día siguiente a la ciudad, yo dejaría a Adair sin despedirme siquiera. Me estaba limitando a sobrevivir. La única esperanza que me quedaba era volver a ver a Jonathan algún día.
El tiempo fue pasando, imposible de medir. ¿Cuánto llevaba con Adair…? ¿Seis semanas, seis meses…? Había perdido la cuenta y estaba convencida de que no importaba; en mis nuevas circunstancias, el transcurso del tiempo dejaría de importarme. La eternidad se abría ante mí en toda su infinitud, como el océano la primera vez que lo había visto, demasiado grande para que pudiera abarcarlo con la mirada.
Una tarde de finales de verano, azul y dorada, llamaron a la puerta principal. Como casualmente me encontraba cerca y no vi sirvientes (estarían durmiendo una borrachera de clarete robado en la despensa, sin duda), abrí la puerta pensando que sería un vendedor o alguien que hacía una visita a Adair. Pero allí, en los escalones, con un maletín en la mano, se encontraba el carismático predicador de ojos enloquecidos de Saco.
Se quedó boquiabierto al verme, y su astuto rostro se iluminó de placer.
– Yo te conozco, señorita, ¿a que sí? Reconozco tu bonita cara porque una cara como la tuya no es fácil de olvidar -dijo, entrando en el vestíbulo sin invitación. Pasó rozándome con su polvorienta capa y se quitó el sombrero de tres picos de la cabeza.
– Yo también le conozco, señor -respondí horrorizada, retrocediendo, incapaz de imaginar por qué estaba allí.
– Bueno, pues no me dejes con la duda. ¿Cómo te llamas y cómo nos conocimos? -Todavía sonreía, pero de una manera deliberada para ocultar sus verdaderos pensamientos, intentando recordar dónde nos habíamos conocido y en qué circunstancias.
Así que en lugar de responderle, pregunté:
– ¿Para qué ha venido aquí? ¿Conoce a Adair?
Mi desconfianza pareció divertirle.
– Pues claro que lo conozco. ¿Por qué si no iba a presentarme en su puerta? Y apuesto a que lo conozco de la misma manera que lo conoces tú.
Así que era cierto… Aquel hombre y yo éramos iguales. Creaciones de Adair.
Y entonces se acordó, y su rostro se iluminó con ardiente gozo.
– ¡Ya me acuerdo! Aquel pueblecito de Maine, no muy lejos del asentamiento acadiano. ¡Allí te conocí! Sin el vulgar vestido marrón… con seda azul y encajes franceses, apenas se te reconoce. Es una transformación asombrosa, te lo aseguro. Dejaste a los puritanos sin pensártelo dos veces, ¿a que sí? Siempre son las modositas las que luego resultan más salvajes en el fondo -dijo. Entrecerró los ojos hasta que solo fueron dos ranuras, mirándome con deseo, probablemente imaginando que teníamos buenas posibilidades de terminar en la cama juntos. Lo único que tenía que hacer era pedírselo a Adair, y era poco probable que se lo negara.
En aquel momento, fuimos interrumpidos por la voz de Adair, que resonaba desde el descansillo por encima de nosotros.
– ¡Mira quién ha aparecido en mi puerta! Jude, ¿vienes a descansar de tus viajes? Pasa, pasa, hace mucho tiempo que no nos vemos -dijo, mientras trotaba escalera abajo. Después de abrazar a Jude cordialmente, se fijó en que este me estaba mirando con alegre anticipación, y preguntó-: ¿Qué pasa? ¿Os conocíais?
– Pues la verdad es que sí -dijo Jude, girando a mi alrededor, dando todo un espectáculo al mirarme-. Te escribí hace tiempo acerca de esta joven. ¿Recuerdas una carta en la que te describía a una prometedora belleza inmaculada con un lado oculto salvaje?
Me estiré con la barbilla bien alta.
– ¿Qué quiere decir con eso?
Pero Adair soltó una risita y me acarició la mejilla para apaciguar mi ira.
– Vamos, vamos, querida. Creo que está claro lo que quiere decir, y no estarías aquí, a mi lado, si no fuera cierto.
Los ojos del indeseado visitante casi me palparon, como las manos de un ama de casa al examinar una fruta.
– Bueno, apuesto a que ya no es inmaculada, ¿eh? Así que has convertido a esta fierecilla en tu esposa espiritual, ¿no? -preguntó Jude a Adair en tono burlón, y después se dirigió a mí-. Ha debido de ser tu destino, querida, venir a parar aquí, ¿no crees? Y tienes suerte, Adair, de no haber tenido que hacer todo el viaje hasta allí para conseguirla. Créeme, no es un viaje que yo le desee a nadie. Además, esta chica me ocasionó un pequeño problema cuando estuve allí. No me quiso presentar al tipo sobre el que te escribí.
Tenía que estar refiriéndose a Jonathan. Me mordí la lengua.
– Me gustaría que prescindieras de esas tonterías de «esposas espirituales», al menos cuando estés cerca de mí. No me interesa esa jerigonza religiosa -dijo Adair. Pasó un brazo por los hombros de Jude y lo condujo a la sala, donde nuestro visitante se fue derecho a las garrafas de vino-. Dime, ¿de quién me estás hablando? ¿Qué tipo?
El predicador se sirvió un vaso entero y echó un buen trago antes de responder, como si estuviera sediento por el viaje.
– ¿No leíste mis cartas? ¿Por qué me pides que te escriba contándote mis observaciones, si luego no les prestas atención? Estaba todo en mi informe, lo que encontré en aquella aldea dejada de la mano de Dios, perdida en el extremo norte del territorio. Esta última adquisición tuya… -Hizo un gesto hacia mí mientras tomaba otro trago de vino-. Ella me impidió conocer a un joven muy especial. Lo protegió celosamente, por lo que pude ver. Ese hombre es exactamente lo que tú andas buscando, si las historias que oí sobre él eran ciertas.
Se me erizó la piel; algo terrible iba a suceder. Me quedé paralizada de miedo.
Adair se sirvió un vaso de vino, sin ofrecerme nada a mí.
– ¿Es cierto, Lanore? -Yo no sabía qué responder y, en cualquier caso, el sentido común me abandonó en aquel momento-. Veo por tu silencio que sí. ¿Cuándo pensabas hablarme de él? -preguntó.
– Tu espía se equivoca. Ese hombre no merece tu atención -dije, palabras que jamás pensé que diría de Jonathan-. Es solo un amigo de mi pueblo.
– Ah, conque no merece mi atención… ¿Estamos hablando de Jonathan, el hombre del que te jactaste ante Alej? No te sorprendas. Por supuesto que Alejandro me lo ha contado. Sabe que no debe guardar secretos conmigo. Así que seamos claros. Ese tal Jonathan, ese dechado de belleza, ¿es el hombre al que amas? Me decepciona, Lanore, que te dejes seducir tan fácilmente por una cara bonita.
– ¡Mira quién habla! -dije, ofendida-. Si se trata de afición a la belleza, ¿quién es el que se rodea de criaturas hermosas como un coleccionista de arte? Si quien se siente atraído por la belleza es superficial, tú lo eres más que yo…
– Vamos, no te ofendas tan fácilmente. Solo te estoy picando. El hecho de que ese Jonathan sea el hombre al que crees amar es razón suficiente para que yo quiera conocerlo, ¿no te parece?
Jude levantó las cejas.
– Si no te conociera, Adair, diría que suenas un poquito celoso.
Presa del pánico, ansiosa por hacer cambiar de parecer a Adair, rogué:
– Deja en paz a Jonathan. Tiene una familia que depende de él. No quiero que lo metas en esto. En cuanto a amarlo… tienes razón, pero ha desaparecido de mi vida. Lo amé en otro tiempo, pero ya no.
Adair ladeó la cabeza y me escudriñó.
– Ay, querida, mientes. Si fuera como dices, ya habrías renunciado a él. Pero lo sigues queriendo, lo siento por aquí -dijo, tocándome el pecho por encima del corazón. Sus ojos centelleantes, teñidos con un toque de dolor, me taladraron-. Tráemelo. Quiero conocer a ese hombre de asombrosa belleza que ha fascinado a nuestra Lanore.
– Si pretendes llevártelo a la cama, no lo conseguirás. No es… como Alejandro o Dona.
Jude dejó escapar una risa tosca y después se tapó la boca con rapidez, y por un momento pareció que Adair, que rebullía de rabia, iba a golpearme.
– ¿Crees que ese hombre solo me interesa para copular con él? ¿Crees que eso es lo único que se me ocurre hacer con un hombre como tu Jonathan? No, Lanore, quiero conocerlo. Ver por qué merece tu amor. Tal vez seamos almas afines, él y yo. Me vendría bien un nuevo compañero, un amigo. Estoy harto de verme rodeado de aduladores serviles. Todos vosotros sois poco más que sirvientes: traicioneros, conspiradores, exigentes. Estoy harto de todos vosotros. -Adair dio un paso atrás y dejó de golpe su copa vacía sobre el aparador-. Además, ¿qué quejas puedes tener de tu vida aquí? Te pasas los días entre placeres y comodidades. Te he dado todo lo que puedas desear, te he tratado como a una princesa. He dado nuevas dimensiones a tu mundo, ¿no? He liberado tu mente de las limitaciones que impusieron en ella aquellos pastores y predicadores ignorantes, y te he revelado secretos que muchos eruditos pasan la vida buscando. Todo ello te lo he dado porque he querido, Lanore, ¿no es así? Francamente, tu ingratitud me ofende.
Me mordí la lengua, sabiendo que nada bueno ganaría indicándole lo mucho que me había hecho sufrir. ¿Qué podía hacer, sino agachar la cabeza y murmurar: «Lo siento, Adair»?
Él apretó y aflojó la mandíbula, y presionó los nudillos contra la mesa. Con su silencio me hacía saber que se le iba pasando la rabia.
– Si ese Jonathan es de verdad tu amigo, a mi juicio deberías compartir tu buena suerte con él.
Puede que aquella fuera la visión que tenía Adair de mi vida con él, pero solo demostraba hasta qué punto se engañaba. La verdad era más complicada. Aunque le estaba agradecida, también le tenía miedo y me sentía como una prisionera en su casa. Me había convertido en una prostituta y no quería que Jonathan me viera así, y mucho menos atraerlo a aquella situación conmigo.
Al salir de la habitación, Adair me dirigió una sonrisa fatua por encima del hombro.
– No creas ni por un momento que me engañas, Lanore. Protestas, pero en el fondo también deseas esto.
Yo no podía dejar que Jonathan sufriera la misma suerte que yo. Jamás.
– Jude no exagera: Jonathan vive lejos, muy lejos -insistí, haciendo caso omiso de aquellas acusaciones-. Tendrías que hacer un viaje de tres semanas, en barco y en carruaje, y todavía no encontrarías nada más que bosques y campos… y granjeros pobres.
Adair me miró fijamente durante un momento.
– Muy bien. Entonces, no haré ese viaje, si es tan fatigoso como dices. Irás tú y me lo traerás. Será una buena prueba de tu lealtad, ¿no crees?
Se me paró el corazón.
Durante su estancia en la mansión, Jude nos acompañó a todas las fiestas, pero al final de una noche de diversiones, cuando subíamos la escalera hacia nuestras respectivas habitaciones, en grupo, Adair impidió a Jude que nos siguiera a la alcoba, empujando la puerta con un hombro con una sonrisa fría y un alegre «buenas noches».
La estancia de Jude fue corta. Pasó una tarde a puerta cerrada con Adair en el despacho, después de lo cual vi a Jude guardando monedas en su bolsa; estaba claro que Adair le estaba compensando por algo.
El día en que Jude iba a dejarnos, vino a buscarme cuando yo estaba cosiendo en la sala de desayunar, aprovechando la brillante luz blanca. Se inclinó ante mí como si yo fuera la señora de la casa, con el sombrero en la mano.
– ¿Labores de costura? Me sorprende que todavía cojas la aguja y el hilo, Lanore. Seguro que tienes sirvientas que se encarguen de las tareas -dijo-. Aunque es buena idea practicar tus habilidades. La vida con Adair no será siempre así, ¿sabes? La gran mansión, sirvientes, riquezas al alcance de la mano… Habrá malos tiempos en los que tendrás que cuidar de ti misma, si mi experiencia sirve de algo. -Sonrió con amargura.
– Gracias por tu consejo -me limité a responder, para darle a entender que su presencia no me era grata-. Pero ya ves que estoy ocupada. ¿Tienes algún motivo para esta visita?
– No abusaré más de tu buena voluntad, señorita Lanore -dijo, casi con docilidad-. Me marcho hoy.
– ¿Mi buena voluntad? Mis sentimientos no influyen en que seas bienvenido o no en esta casa. Lo único que importa son los deseos de Adair.
El predicador soltó una risita al oír esto, rozándose la pierna con el sombrero.
– Lanore, seguro que sabes que Adair tiene en cuenta tus deseos en la mayoría de las cuestiones. Te tiene mucho afecto. Creo que debes de ser muy especial para él. No me importa confesarte que nunca le había visto portarse de este modo. Me atrevería a decir que nunca ha estado tan impresionado por una mujer.
Tengo que reconocer que me halagaron sus palabras, aunque mantuve la cabeza inclinada sobre mi labor y procuré que no se me notara.
Entonces, Jude fijó en mí su mirada de maníaco.
– También he venido a advertirte. Estás jugando a un juego peligroso. Hay una razón para que el resto de nosotros mantengamos cierta distancia con Adair, y hemos aprendido la lección por las malas. Pero ahora tú le has demostrado amor, y eso le ha hecho creer que merece tal devoción. ¿Alguna vez has pensado que tal vez lo único que mantiene controlado al demonio es que sabe cuánto se le desprecia? Hasta el diablo busca simpatía a veces, pero con ese sentimiento solo echarás más leña al fuego… Tu amor le hará más atrevido… y probablemente, de un modo que lamentarás.
Su advertencia me confundió y sorprendió. No había esperado algo así de él. Pero no dije nada, aguardando a que continuara.
– Tengo una pregunta para ti, y espero que seas sincera conmigo. ¿Qué ve una chica como tú en Adair? Sé que, en el fondo, tu corazón es salvaje y aventurero. Adair te ha introducido en el mundo de los placeres carnales y tú te has entregado a ellos como solo podría hacerlo una niña criada por los puritanos… lo cual le agrada mucho, debo añadir. Pero puede que tu valentía sea solo necedad, Lanore. ¿Has pensado en ello? Dale tu amor carnal a Adair, si ese es tu deseo, pero ¿por qué entregarle el corazón a un hombre que solo abusará de él? No es digno de tu lealtad, de tu amor. Estás siendo imprudente con tu corazón, Lanore. Creo que eres demasiado inocente para asociarte con personas como él. Perdona que diga lo que pienso, pero es por tu bien.
Sus palabras me dejaron estupefacta. ¿Quién era él para tacharme de necia? ¿Acaso no estaba atrapada como los demás, forzada a satisfacer a un amo tiránico para poder sobrevivir? No, en aquel momento yo consideraba que estaba haciendo lo mejor que podía en una situación terrible. Claro que ahora lo veo de diferente manera, y sé que me estaba mostrando insensata y que era incapaz de decirme la verdad a mí misma. Debería haber agradecido que Jude corriera el gran riesgo de advertirme en la propia casa de Adair, pero tenía demasiados recelos para fiarme de él, y en cambio intenté marcarme un farol para que pensara que yo sabía lo que hacía.
– Bueno, gracias por tu consejo, supongo, pero me perdonarás si digo que soy yo la que decido qué hago con mi vida.
– Ah, pero no se trata solo de ti, ¿verdad? -preguntó-. Vas a meter también en ello a tu Jonathan, el hombre al que dices amar tanto. El entusiasmo con que accediste a la proposición de Adair hace que me pregunte si tendrá razón. Quieres hacer lo que Adair te ordena, ¿a que sí? Quieres que tu amor caiga en la trampa de Adair porque eso significa que estará atrapado contigo.
– ¿Es que sabes lo que pienso? -dije, casi gritando, retirando la labor de mi regazo para ponerme en pie-. Tú no eres quién para darme consejos. Estás celoso. Quisiste traerle a Jonathan tú mismo, pero no pudiste. Yo tendré éxito donde tú fracasaste… -A pesar de mi vehemencia, no sabía lo que estaba diciendo; sin duda, yo ejercería más influencia sobre Jonathan que Jude, pero ¿con qué propósito? Jude lo sabía, pero yo no.
Meneó la cabeza y retrocedió un paso.
– Yo me aseguro de que la gente que le traigo a Adair se lo merezca de alguna manera. Y vienen a él por su propia voluntad. Y lo que es más, nunca le entregaría a alguien a quien yo dijera amar. Jamás.
Debería haberle preguntado qué quería decir. Pero como muchos jóvenes, me pareció mejor bravuconear que revelar que no sabía lo que estaba haciendo. Y además, no me fiaba de Jude; estaba mostrándome una cara completamente diferente y no sabía cómo interpretarlo. ¿Intentaba pillarme en un momento de deslealtad a Adair, un amo al que él había servido desde mucho antes de conocerme? Puede que aquel fuera su papel en la cuadrilla de Adair, el de infiltrado, el delator.
Forcé mi cara en una expresión hosca, pero estaba temblando, acobardada. Jude me había empujado hasta el límite de la compostura.
– Ya he oído bastante. Márchate ahora, antes de que le hable a Adair de tu traición.
Retrocedió, sorprendido, pero fue solo un momento y después bajó los hombros. Me hizo otra reverencia, en una burlona muestra de respeto mientras se disponía a salir de la habitación.
– Ya veo que me equivoqué por completo contigo, Lanore. No eres nada imprudente con tu corazón. Sabes exactamente en qué estás metida, ¿verdad? Espero que hayas hecho las paces con Dios por lo que estás a punto de llevar a cabo.
Intenté calmar mi respiración y mi acelerado corazón, y decirme que ninguna de sus palabras era verdad.
– Márchate -repetí, dando un paso hacia él, como si pudiera expulsarle de la casa-. Y espero no volverte a ver.
– Por desgracia, no son esos nuestros destinos. El mundo es un lugar pequeño, si tienes una eternidad, como ya comprobarás. Lo quieras o no, nuestros caminos volverán a cruzarse -dijo, y salió de la habitación.
Los preparativos para el viaje comenzaron de inmediato. Se me reservó pasaje en un barco carguero que zarpaba rumbo a Camden al cabo de cuatro días. Dona, encantado de verme marchar, me ayudó a elegir un par de resistentes baúles de viaje entre las docenas y docenas que habían llevado con ellos desde Europa. En uno metimos mis mejores ropas, y en el otro, regalos para mi familia: un rollo de seda de China; un juego de cuello y puños hechos de encaje belga, para añadir a un vestido; un collar de oro con incrustaciones de ópalos ligeramente rosados. Adair insistió en que llevara cosas con las que tentar a Jonathan, para mostrarle las maravillas que se podían conseguir en el mundo, fuera de los grandes bosques del norte. Le expliqué que mi amigo tenía una sola debilidad -las mujeres-, de modo que Dona rebuscó en las cajas y extrajo una baraja de cartas, con figuras en posturas obscenamente explícitas en lugar de los habituales rey, reina y sota de los diversos palos, con la reina de corazones en una pose particularmente atrevida; un libro de versos pornográficos (aunque Jonathan nunca había sido aficionado a la literatura; si algún libro podía convertir a Jonathan en un lector, tal vez fuera aquel); una figurilla de jade tallado, que dijo que procedía del Lejano Oriente, con tres personajes enzarzados en un acto sexual; y por último, un paño de terciopelo para guardar joyas, que, en lugar de pulseras o anillos, envolvía un juego de consoladores tallados, uno de madera, otro de marfil y el último de ébano.
Fruncí el ceño ante el último regalo.
– No creo que esto sea de su gusto -dije, levantando el de ébano, que era el más grande, para fijarme en los detalles.
– No son para que los use él -dijo Dona. Me quitó el consolador y lo enrolló con los otros en su funda de terciopelo-. Ya has dejado bastante claras sus inclinaciones. Esto se puede utilizar, por ejemplo, para entretener a sus damas, una novedad para estimular su deseo y ponerlas en un estado de ánimo juguetón. ¿Quieres que te enseñe cómo se usan? -preguntó, y después me miró de reojo, incrédulo ante mi falta de sofisticación sexual, pensando que tal vez yo no estaría a la altura de las circunstancias.
Mientras Dona buscaba en los baúles alguna chuchería que tendría en la cabeza, yo me entretuve desenvolviendo paquetes misteriosos, maravillándome con cuanto atesoraban en su interior (una caja de música con incrustaciones de piedras preciosas que tenía forma de huevo, un pájaro mecánico en miniatura que agitaba sus alas metálicas y cantaba…). Por fin, en un polvoriento baúl metido bajo los aleros en el rincón más alejado, encontré un artículo que me puso la carne de gallina. Un pesado sello de color dorado (pero sin duda de latón; un objeto de oro de aquel tamaño habría valido una fortuna), envuelto en terciopelo y guardado en una bolsa de piel de ciervo. ¿El sello del físico muerto hacía tiempo, del que Adair me había hablado? ¿Se lo había quedado como recuerdo?
– Aquí tienes. -Al oír la voz de Dona, cerré apresuradamente el baúl y lo empujé de nuevo a su sitio. Dona había envuelto los paquetes de Jonathan en un retal de seda roja y lo había atado con un cordón dorado. Los regalos para mi familia los envolvió en una tela azul atada con cinta blanca-. No confundas estos dos paquetes.
Es posible que aquellos preparativos me indujeran a sentir confianza. Adair estaba siendo tan complaciente con todos aquellos regalos, con los lujosos detalles del viaje, que empecé a preguntarme si, después de todo, no tendría allí una opción; si no sería aquella mi oportunidad de escapar de sus garras. Puede que no pudiera confiar en mí misma lo suficiente para considerar aquellas posibilidades de rebelión en presencia de Adair, tumbada en la cama a su lado, pero, sin duda, a cientos de kilómetros de él estaría segura. La distancia tenía que aflojar el lazo entre nosotros.
Aquel pensamiento me consolaba, tal vez incluso me volvía atrevida. Empecé a ver mi viaje como una oportunidad de escapar. Quizá hasta pudiera convencer a Jonathan de que dejara atrás a su familia y sus expectativas y se fugara conmigo.
Es decir, hasta la tarde siguiente.
Tilde y yo volvíamos de la sombrerería con un nuevo sombrero para Tilde cuando vimos a la muchacha. Estaba de pie en una bocacalle, mirando el tráfico. Por lo que pudimos ver de ella, era delgada y pálida, un ratoncillo vestido con harapos pringosos. Tilde se acercó a la chica, haciendo que ella se metiera más en la callejuela.
Estaba preguntándome si ir con Tilde y averiguar por qué se había acercado a la chica, cuando las dos echaron a andar hacia mí. A la precaria luz de la tarde, vi el lamentable estado de la muchacha. Parecía un trapo arrugado y tirado, y en sus ojos estaba grabada la certeza de que era así como se sentía.
– Ésta es Patience -dijo Tilde, apretando entre las suyas la pequeña mano de la muchacha-. Necesita un lugar donde alojarse, así que he pensado que podríamos llevarla a casa con nosotras. Darle una comida y un techo durante unas cuantas noches. No creo que a Adair le importe, ¿y tú?
Su sonrisa era zorruna y de triunfo, y me recordó inmediatamente cómo ella y los otros me habían encontrado a mí en las calles unos meses antes. El efecto fue el que ella pretendía. Al ver la inquietud reflejada en mi rostro, me dirigió una mirada de advertencia, y supe que no debía decir nada.
Tilde le hizo señas a un coche y ayudó a la chica a subir los peldaños delante de nosotras. La pequeña se sentó en el borde del banco, mirando por la ventanilla con los ojos muy abiertos cuanto se le mostraba de Boston. ¿Así había parecido yo, tan miserable, nada más que una presa para un depredador, una criatura que casi rogaba ser devorada?
– ¿De dónde vienes, Patience? -pregunté.
Ella me miró con cautela.
– Me escapé.
– ¿De tu casa?
Patience negó con la cabeza, pero no nos dio más explicaciones.
– ¿Cuántos años tienes?
– Catorce. -No aparentaba tener más de doce, y debía de saberlo, ya que sus ojos esquivaban mi inquisitiva mirada.
En cuanto llegamos a la mansión, Tilde la llevó a una de las habitaciones de arriba.
– Haré venir a una sirvienta con un poco de agua para que puedas lavarte -dijo, haciendo que la chica se llevara tímidamente la mano a su sucia mejilla-. También haré que te traigan algo de comer. Te buscaré algo de más abrigo que puedas ponerte. Lanore, ¿por qué no vienes conmigo?
Fue directa a mi habitación y empezó a revolver entre mis ropas sin pedir permiso.
– Creo que todas las cosas pequeñas te las dimos a ti. Seguro que tienes algo que le sirva a la chica.
– No entiendo. -Me planté delante de Tilde y cerré la puerta del armario-. ¿Por qué la has traído aquí? ¿Qué te propones hacer con ella?
Tilde sonrió, burlona.
– No finjas ser idiota, Lanore. Si alguien debería saber…
– ¡Es una niña! No puedes entregársela a Adair como si fuera un juguete.
A pesar de todas las cosas que Adair había hecho, sabía que nunca había abusado de una niña. No me sentía capaz de soportar aquello.
Tilde se acercó a un baúl.
– Puede que sea un poco joven, pero no es inocente. Me ha dicho que se había escapado de una casa de acogida a la que la habían enviado para dar a luz. Catorce años y con un hijo. Le estamos haciendo un favor -explicó, mientras se decidía por un ajustado corsé con prácticos lazos de algodón.
Me dejé caer en mi cama.
– Llévale esto y lávala un poco. -Tilde empujó la ropa hacia mí-. Yo iré a conseguirle algo de comer.
Patience estaba de pie ante la ventana, mirando la calle, cuando yo volví a su habitación. Se apartó de los ojos unos mechones sucios de pelo castaño y miró con codicia la ropa que yo llevaba en los brazos.
La extendí hacia ella.
– Vamos, ponte esto. -Me volví de espaldas mientras se desnudaba-. Tilde me ha dicho que vienes de una casa de acogida…
– Sí, señorita.
– … donde has tenido un niño. Dime, ¿qué ha sido de tu hijo? -Yo tenía el corazón desbocado. No era posible que hubiera huido abandonando al pequeño.
– Me lo quitaron -dijo ella a la defensiva-. No llegué a verlo, ni siquiera cuando nació.
– Lo siento.
– Ya es cosa pasada. Ojalá… -Se detuvo, tal vez pensando que no convenía contarles demasiadas cosas a aquellas damas sospechosas que la habían recogido en la calle. Yo sabía cómo se sentía-. La otra señora me ha dicho que aquí podría haber un trabajo para mí. ¿Tal vez para ayudar en la cocina?
– ¿Te gustaría eso?
– Pero me ha explicado que antes tengo que conocer al señor de la casa, para ver si da el visto bueno.
Escudriñó mi cara en busca de alguna señal de que yo estaba de acuerdo, de que no se le estaba tendiendo alguna extraña trampa. Tilde se equivocaba, la chica era todavía muy inocente. Me gustara o no, oía resonar en mis oídos las palabras de Jude… Patience era demasiado inocente para relacionarse con personas como Adair. No podía permitir que le ocurriera lo que me había ocurrido a mí.
Le cogí la mano.
– Ven conmigo. No digas una palabra ni hagas ruido.
Bajamos corriendo la escalera de atrás, la escalera de los sirvientes, que yo sabía que Tilde nunca utilizaba, y pasamos por la cocina en dirección a la puerta trasera. En la esquina del madero de cortar había un puñado de monedas, seguramente en espera de un repartidor. Recogí el dinero y se lo puse en la mano a Patience.
– Vete. Coge este dinero y quédate la ropa.
Me miró como si me hubiera vuelto loca.
– Pero ¿adónde voy a ir? Seguro que me castigarán si vuelvo a la casa de acogida, y no puedo volver a casa con mi familia…
– Pues sufre tu castigo o pide misericordia a tu familia. A pesar de toda la maldad que ya has visto, hay más de la que no tienes ni idea, Patience. ¡Vete! Es por tu bien -dije, empujándola por la puerta, que después cerré de golpe. En aquel momento entró una chica de la cocina que me miró con recelo, y volví a subir la escalera hasta el refugio de mi habitación.
Empecé a dar zancadas, fuera de mí. Si había echado a la chica por su propia seguridad, ¿qué excusa tenía yo para vivir allí? Sabía que lo que estaba haciendo con Adair estaba mal, que aquel era un lugar maligno y sin embargo… el miedo me había retenido. Y el miedo me espoleaba en aquel momento; era solo cuestión de tiempo que Tilde se enterara de que habían liberado a su presa, y entonces ella y Adair caerían sobre mí como dos leones. Empecé a meter ropa en una bolsa, porque todos mis sentidos me alertaban para que huyera. Debía huir o afrontar una ira terrible.
Antes de darme cuenta estaba en la calle y dentro de un coche, contando el dinero que había en mi bolso. No mucho, pero suficiente para irme lejos de Boston. El coche me dejó en la oficina de una empresa de diligencias y compré un billete para el siguiente coche de pasajeros que salía de Boston, rumbo a Nueva York.
– La diligencia no partirá hasta dentro de una hora -me dijo el empleado-. En la acera de enfrente hay una posada donde mucha gente espera hasta que llega la hora -añadió, solícito.
Me senté con una tetera delante de mí y la bolsa a mis pies, mi primera oportunidad de tomar aliento y pensar desde que había huido. A pesar de que el corazón me martilleaba de miedo, también me sentía curiosamente optimista. Estaba marchándome de casa de Adair. ¿Cuántas veces lo había deseado, pero me había faltado valor? Ahora lo había hecho a toda prisa y nada me hacía pensar que me hubieran descubierto. Seguro que no podrían encontrarme en una hora -Boston era una ciudad grande-, y después ya estaría en camino y no podrían seguir mi rastro. Rodeé la tetera de porcelana blanca con las manos para entrar en calor y me permití un leve suspiro de alivio. Puede que la casa de Adair hubiera sido una ilusión. Un mal sueño que solo parecía realidad cuando estabas inmerso en él. A lo mejor, allí no tenía poder para hacerme daño. Quizá, reunir el valor para salir por la puerta y huir era la única prueba. La cuestión en aquel momento, por supuesto, era adónde ir y qué hacer con mi vida.
Y entonces, de repente, fui consciente de la presencia de varias personas a mi lado. Adair, Alejandro, Tilde. Adair se agachó junto a mí y me susurró al oído:
– Ahora ven conmigo, Lanore, y no se te ocurra hacer una escena. Seguro que hay joyas en tu bolsa, y si pides ayuda, diré a las autoridades que robaste esos objetos valiosos de mi casa. Y los demás me apoyarán.
Su mano casi me descoyuntó el codo cuando me levantó del asiento. Sentía su ira irradiando hacia mí, como el calor de una hoguera. En el coche que nos llevó a casa, no pude mirar a ninguno de ellos; me quedé sentada, encerrada en mí misma, con los labios sellados del miedo que sentía. Apenas habíamos cruzado la puerta de entrada cuando Adair extendió el brazo y me cruzó la cara con fuerza, derribándome al suelo. Alejandro y Tilde pasaron a toda prisa detrás de mí y salieron del vestíbulo, como aves que en un campo echan a volar antes de una tormenta.
A juzgar por la cólera en los ojos de Adair, parecía que quería hacerme pedazos.
– ¿Qué creías que estabas haciendo? ¿Adónde ibas?
No pude articular ni una palabra, pero daba igual, porque él no quería respuestas. Solo quería golpearme una y otra vez, fuera de sí, hasta que caí a sus pies como una muñeca rota, mirándole con los ojos hinchados e inyectados en sangre. Su cólera no se había aplacado; se hizo evidente cuando, con los puños, empezó a ir de un lado a otro delante de mí.
– ¡¿Así es como pagas mi generosidad y mi confianza?! -gritó-. Te acojo en mi casa, en mi familia, te visto, te mantengo a salvo… En algunos aspectos sois como hijos para mí. Comprenderás, pues, lo decepcionado que estoy contigo. Te lo advertí: eres mía, lo quieras o no. Jamás me dejarás, jamás, hasta que yo te permita irte.
Entonces me levantó y me llevó a la parte de atrás de la casa, a la cocina y la zona de los sirvientes, aunque todos se habían escabullido como ratones. Me hizo bajar un tramo de la escalera, hasta las lúgubres bodegas; pasamos junto a cajas de vino, sacos de harina y muebles que no se usaban tapados con paños, recorrimos un estrecho pasadizo de paredes húmedas y frías, y por fin llegamos a una puerta de roble con profundos arañazos. La luz en la habitación era mortecina. Dona estaba de pie junto a la puerta, con una túnica ceñida a la cintura, encorvado como si estuviera enfermo. Algo terrible estaba a punto de ocurrir, si Dona -que normalmente se recreaba en la desgracia ajena- tenía miedo. De su mano colgaba una maraña de correas de cuero, como unos arneses de caballo, pero aquel artilugio no se parecía a ningún arnés que yo hubiera visto.
Adair me dejó caer al suelo. «Prepárala», le dijo a Dona, quien al instante fue despojándome de mis sudadas y ensangrentadas ropas. Detrás de él, Adair empezó a desvestirse. Cuando estuve desnuda, Dona comenzó a atarme el arnés. Era un ingenio de pesadilla que iba retorciendo mi cuerpo en una postura forzada que me dejaba totalmente vulnerable. Me ató los brazos a la espalda y tiró de mi cabeza casi hasta romperme el cuello. Dona dejó escapar un gemido al abrochar las correas, pero no las aflojó. Adair se irguió sobre mí, con gesto amenazador e intenciones claras.
– Ha llegado el momento de enseñarte a obedecer. Había tenido la esperanza, por tu bien, de que no fuera necesario. Parecía que estabas destinada a ser diferente… -Se detuvo, como si reflexionara-. Todos deben ser castigados una vez, para que sepan lo que les ocurrirá si vuelven a intentarlo. Te dije que jamás me abandonarías y, sin embargo, has tratado de escapar. Nunca más volverás a intentar huir. -Enredó los dedos en mi cabello y acercó su cara a la mía-. Y recuerda esto cuando estés en tu pueblo con tu familia y con tu Jonathan. No existe sitio alguno donde yo no consiga encontrarte. No puedes escapar de mí.
– La muchacha… -intenté decir a través de los labios sellados con sangre seca.
– Esto no tiene nada que ver con la muchacha, Lanore. Aunque deberías aprender a aceptar lo que ocurre en mi casa… y lo aceptarás, y formarás parte de ello. Esto es porque me has dado la espalda a mí, me has rechazado a mí. Y no pienso permitirlo. Y menos de ti, no esperaba que tú… -No añadió nada más, pero yo sabía lo que deseaba decir: no quería arrepentirse de haberme entregado un trozo de su corazón.
No te voy a contar lo que me ocurrió en aquella habitación. Permíteme esta pizca de intimidad, ahorrarte los detalles de mi degradación. Basta con que sepas que fue el trato más vejatorio que jamás he sufrido. No solo me torturó Adair; hizo participar a Dona, aunque evidentemente contra la voluntad del italiano. Probé el fuego del diablo, sobre el que me había advertido Jude, y aprendí que poner a prueba el amor del diablo es muy peligroso. Dicho amor, si se le puede llamar así, nunca es dulce. Con el tiempo, acabas experimentándolo como lo que es: es vitriolo, es veneno, es ácido vertido por tu garganta.
Apenas estaba consciente cuando terminaron. Entreabrí los ojos como pude y vi a Adair recogiendo su ropa del suelo. Brillaba de sudor y tenía el pelo pegado al cuello en rizos oscuros. Dona también se había puesto su túnica y se estaba arrastrando a gatas, pálido y tembloroso, como si fuera a vomitar de un momento a otro.
Adair se pasó las manos por el pelo mojado, y después hizo un gesto con la cabeza en dirección a Dona.
– Llévala arriba y que alguien la lave -dijo antes de salir de la habitación.
Me estremecí cuando Dona soltó las correas de cuero. Me habían agujereado la piel, dejando docenas de heridas que se volvieron a abrir cuando las correas despegaron la sangre seca. Apoyó el horrible artilugio en el suelo -las correas adoptaron la forma de una figura humana hueca- y me cogió en brazos, lo más tierno que le he visto hacer a Dona jamás.
Me llevó a la habitación con la bañera de cobre, donde aguardaba Alejandro con cubos de agua. Después, Alejandro me lavó con suavidad, limpiándome de sangre y fluidos, pero yo apenas podía soportar el contacto y no dejaba de llorar.
– Estoy en el infierno, Alejandro. ¿Cómo voy a continuar viviendo?
Él me cogió una mano y la frotó con un paño.
– No tienes más remedio. Tal vez te ayude saber que todos hemos pasado por esto, cada uno de nosotros. No debes avergonzarte de lo que te ha ocurrido, no entre nosotros.
Mientras me lavaba, mis heridas se iban curando, los pequeños cortes desaparecían, los moratones se ponían amarillos. Me secó y me envolvió en un albornoz limpio, y nos tumbamos juntos en la cama. Alejandro se acurrucó detrás de mí, sin dejar que me separara de él.
– Y ahora, ¿qué? -pregunté, entrelazando los dedos con los suyos.
– Nada. Todo volverá a ser como antes. Debes procurar olvidar lo que te han hecho hoy, pero no la lección. Nunca olvides la lección.
La noche anterior a mi partida de Boston fue angustiosa. Yo quería que me dejaran sola con mis preocupaciones, pero Adair insistió en llevarme a su cama. Ni que decir tiene que después de lo sucedido me aterrorizaba, pero él no prestó atención a mi cambio de conducta. Supongo que estaba acostumbrado a hacerlo con todos sus acólitos y esperaba que yo volviera a ser la misma, con el tiempo. O puede que no le importara haber hecho pedazos mi confianza en él. Recordé el consejo de Alejandro y me comporté como si nada hubiera ocurrido, procurando ser tan atenta como siempre con Adair.
Adair había bebido mucho -tal vez para borrar lo que había hecho para que yo le tuviera tanto miedo- y fumó en el narguile hasta que la habitación se llenó de nubes de humo narcótico. Aquella noche fui una compañera de cama ausente y abstraída; lo único en lo que podía pensar era en lo que haría con Jonathan. Iba a condenarlo a la eternidad con aquel loco. Jonathan no había hecho nada para merecer aquello… pero yo tampoco.
Todavía no había decidido lo que le diría a mi familia al regresar a Saint Andrew. Al fin y al cabo, había desaparecido de su vida cuando huí del puerto un año antes. Seguro que habían hecho indagaciones en el convento y con el responsable de la naviera, quien les habría dicho que llegué a Boston y desaparecí acto seguido. ¿Habrían abrigado esperanzas de que yo aún estuviera viva y hubiera huido por vergüenza y para quedarme con mi hijo? ¿Habrían acudido a las autoridades, instado a la policía a que me buscara hasta convencerse de que me habían asesinado? Me preguntaba si habrían celebrado un falso funeral por mí en Saint Andrew. No, mi padre no permitiría que se dejaran llevar por las emociones. Mi madre y mis hermanas llevarían a cuestas su pena como pesadas piedras cosidas bajo la piel, cerca del corazón.
Y Jonathan, por su parte, ¿qué pensaría que me había ocurrido? Era posible que me creyera muerta… si es que pensaba alguna vez en mí. Al instante se me llenaron los ojos de lágrimas. ¡Seguro que pensaba en mí de vez en cuando, en la mujer que más le amaba en el mundo! Pero tenía que afrontar el hecho de que estaba muerta para todos los de Saint Andrew. Los supervivientes llegan a aceptar el hecho de que un ser querido ha fallecido. Guardan luto durante un tiempo, semanas o meses, pero al final el recuerdo se arrincona en la memoria y solo se lo saca de allí de vez en cuando, como un viejo juguete que tanto te había gustado con el que te tropiezas en el desván, lo acaricias con cariño y después lo vuelves a dejar.
Desperté en las horas de media luz del amanecer, sudorosa y desgreñada por el sueño agitado. El barco iba a zarpar con la marea de la mañana y tenía que llegar al muelle antes de que saliera el sol. Cuando me incliné para buscar mi ropa interior entre la ropa de cama, me recreé con la visión de Adair, que tenía la cabeza sobre la almohada. Supongo que es cierto que hasta los demonios parecen ángeles cuando están dormidos, cuando el sosiego y la satisfacción se apoderan de ellos. Tenía los ojos cerrados, sus largas pestañas le rozaban las mejillas, el pelo le caía sobre los hombros en oscuros y brillantes rizos, y la barba pubescente de su rostro le hacía parecer un muchacho, no un hombre capaz de crueldades inhumanas.
Me dolía la cabeza a causa del narcótico que había inhalado durante toda la noche. Si yo me sentía tan mal, me figuré que Adair tenía que estar poco menos que inconsciente. Le cogí la mano y la dejé caer: era un peso muerto. Ni siquiera gruñó ni se movió bajo la manta.
Entonces tuve una idea perversa. Recordé el diminuto frasquito de plata que contenía el elixir de la vida, la gota de magia diabólica que me había cambiado para siempre. «Quítaselo -me decía la voz. Aquel frasquito era la raíz del poder de Adair. Era mi oportunidad de vengarme de él-. Róbale su poder y llévatelo a Saint Andrew.»
Con la pócima, podría conseguir que Jonathan quedara atado a mí, como yo lo estaba a Adair. La idea cruzó mi mente como un relámpago, pero se me revolvió el estómago. Jamás podría utilizarla. Nunca podría transformar a alguien en… lo que yo soy ahora.
«Cógelo para vengarte de Adair. Es la única magia que posee en el mundo. ¡Piensa en el pánico que le entrará cuando se dé cuenta de que no la tiene!»
Quería vengarme por lo que me había hecho en el sótano. Me repugnaba que me enviara a aquella misión, obligada a condenar a mi amado a una eternidad con aquel monstruo. Pero, más que nada, quería que Adair sufriera.
Prefiero pensar que estaba poseída por un poder mucho más fuerte que mi razón, porque salí con mucho cuidado de la cama, posando sin ruido los pies desnudos en el suelo. Mientras me ponía una de las batas de Adair, inspeccioné la habitación. ¿Dónde escondería el frasquito? Solo lo había visto aquel día, ni antes ni después.
Pasé a la antecámara. ¿Estaría en la bandeja de las agujas de coser, o en el joyero, metido entre los anillos y prendedores? ¿O tal vez oculto en la punta de una zapatilla que nunca usaba? Ya estaba de rodillas, palpando una fila de zapatos, cuando comprendí que Adair jamás guardaría un objeto tan valioso en un sitio donde un criado pudiera encontrarlo y quedárselo. Lo llevaría encima en todo momento -pero yo le había visto completamente desnudo en muchas ocasiones, sin rastro del frasco- o lo escondería en un lugar secreto, donde a nadie se le ocurriría buscarlo. Donde nadie se atrevería a buscarlo.
Con una vela en la mano, me escabullí de la habitación y bajé por la escalera de servicio que llevaba al sótano. Atravesé las húmedas estancias subterráneas que olían a agua estancada, palpando con una mano las gruesas paredes de piedra. Aminoré el paso al acercarme a la habitación en la que nadie entraba y que todos temían, empujé la arañada puerta y pisé el suelo de tierra apisonada en el que poco antes había estado tendida, sangrando.
Conteniendo el aliento, me acerqué de puntillas al solitario baúl colocado en el otro extremo de la habitación y levanté la tapa. Dentro estaba aquella cosa abominable, el arnés de pesadilla, con sus correas aún rígidas por mi sudor, todavía con la forma de mi cuerpo. Casi dejé caer la tapa al verlo, pero dominé el miedo al fijarme en un pequeño paquete que había en un rincón del baúl. Metí la mano y saqué un pañuelo de hombre doblado en forma de almohadilla.
Levanté una esquina del pañuelo y vi… el frasquito. A la luz de la vela, el pequeño recipiente de plata parecía un adorno de un árbol de Navidad, centelleando con el mismo tipo de brillo apagado. La luz titilaba de un modo inquietante, como si me enviara una especie de advertencia. Pero habiendo llegado hasta allí, no estaba dispuesta a echarme atrás. El frasquito era mío. Cerré el puño sobre él, lo apreté contra el pecho y salí del sótano sin hacer el menor ruido.
Provincia de Quebec, en la actualidad
Al otro lado de la ventana de la habitación del motel, el cielo se ha teñido de azul oscuro, del color de la tinta de un bolígrafo. Habían dejado levantada la persiana mientras se revolcaban juntos en la cama, y ahora que ha pasado la urgencia por descubrir el cuerpo del otro, Lanny y Luke están tumbados uno junto a otro, mirando las estrellas del norte a través de la ventana. Luke pasa el dorso de los dedos por el brazo desnudo de ella, maravillado por la luminosidad de su piel, por su perfección, cremosa y salpicada de tenues pecas doradas. Su cuerpo es una serie de curvas suaves de poca altura. Quiere deslizar las manos por ese cuerpo una y otra vez, como si al hacerlo pudiera llevarse una parte de ella. Se pregunta si la magia la habrá hecho más hermosa, realzando su aspecto natural.
No puede creer la buena suerte que ha tenido al llevársela a la cama. Al acariciar su cuerpo, se siente un poco como un viejo verde, ya que no ha abrazado a una mujer tan firme desde mucho antes de casarse. Desde que tenía veintitantos años, a decir verdad, pero no recuerda que el sexo fuera tan bueno, tal vez porque él y sus sucesivas parejas estaban demasiado cohibidos. Puede imaginar lo que dirían su ex mujer o sus amigos si vieran a Lanny; pensarían que Luke estaba sufriendo una crisis de la edad madura épica, ayudando a una mujer casi menor de edad a escapar de la policía a cambio de sexo.
Ella le mira con una sonrisa en su bello rostro, y Luke se pregunta qué puede encontrar de agradable en él. Siempre se ha considerado un hombre corriente: de estatura media, más bien delgado, pero no con una figura digna de admiración; pelo fuerte y ondulado, en la frontera entre castaño pajizo y rubio. Sus pacientes sospechan que es medio hippy, como algunos de los mochileros que se dejan caer por Saint Andrew en verano, pero Luke piensa que se han llevado esa impresión porque tiende al desaliño cuando no hay nadie cerca que lo acicale. Qué puede ver en él una mujer como esa, se pregunta.
Pero antes de que pueda responderse, algo llama su atención en la ventana, unas sombras se mueven al otro lado del cristal, lo que indica movimiento en el sendero. Luke apenas ha tenido tiempo de incorporarse cuando aporrean la puerta con insistencia y una voz ronca de hombre grita: «¡Abran! ¡Es la policía!».
Luke contiene el aliento, incapaz de pensar, de reaccionar, de hacer nada, pero Lanny sale de la cama de un salto, envolviendo su cuerpo en una sábana, aterrizando sin ruido como un gato. Se lleva un dedo a los labios y dobla la esquina que da a la pequeña cocina y el cuarto de baño. Cuando está fuera de la vista, él baja de la cama, enrollándose una manta a la cintura, y abre la puerta.
Dos agentes de policía ocupan el umbral y enfocan una linterna a la cara de Luke.
– Nos han llamado para denunciar que un hombre está manteniendo relaciones sexuales con una menor. ¿Puede encender una luz, señor? -dice uno de los policías, en tono exasperado, como si nada le pudiera gustar más que poner a Luke contra la pared, apretándole el cuello con una porra.
Los dos agentes miran el pecho desnudo de Luke y la manta sujeta a sus caderas. Luke presiona el interruptor más próximo, iluminando la habitación.
– ¿Dónde está la chica que se registró en esta habitación?
– ¿Qué chica? -consigue decir Luke, aunque tiene la garganta tan seca como la arena del desierto-. Debe de ser un error. Esta es mi habitación.
– O sea, ¿que se registró usted para ocupar esta habitación?
Luke asiente.
– Pues yo creo que no. El recepcionista dice que solo hay una habitación ocupada en este lado del edificio. Por una chica. Le dijo al recepcionista que la habitación era para ella y su padre. -Los policías abarcan todo el espacio de la puerta-. Una limpiadora afirma que ha oído como si estuvieran practicando sexo aquí, y como el recepcionista sabía que la habitación estaba ocupada por un padre y una hija…
El pánico se apodera de Luke, que intenta retractarse de su mentira.
– Ah, sí, eso es lo que les decía. La chica está conmigo, por eso les he explicado que esta es mi habitación… pero no es mi hija. No sé por qué le habrá dicho eso a alguien.
– Bien… -No parecen convencidos-. ¿Le importa que entremos a echar un vistazo? Nos gustaría hablar con la chica. ¿Está aquí?
Luke se queda inmóvil, escuchando. No oye nada que le haga pensar que Lanny se ha escapado. En los ojos de los policías, ve indignación apenas contenida; probablemente, nada les gustaría más que derribarlo y patearlo en el suelo en nombre de todas las hijas víctimas de abusos que han visto en sus carreras. Luke está a punto de balbucear una excusa cuando se percata de que los policías están mirando algo que hay detrás de él. Se vuelve, enroscándose la vulgar manta color melocotón alrededor de las piernas.
Lanny está de pie, con la sábana envolviendo todavía su cuerpo desnudo, bebiendo de un viejo vaso de plástico rojo, con una expresión de sorpresa y fingido embarazo en los ojos.
– ¡Ah! Me había parecido oír a alguien en la puerta. Buenas noches, agentes. ¿Pasa algo?
Los dos policías la estudian de pies a cabeza antes de responder.
– ¿Se registró usted para esta habitación, señorita?
Ella asiente.
– ¿Y este hombre es su padre?
Ella parece avergonzada.
– Dios mío, no. No… no sé por qué le dije eso al tipo de la recepción. Supongo que temía que no nos alquilara la habitación porque no estamos casados. Parecía… no sé, de los que juzgan a la gente. No creía que fuera asunto suyo.
– Ya. Van a tener que mostrarnos alguna identificación. -Están procurando ser objetivos, intentando disipar su justa indignación cuando ya no hay ningún pervertido al que llevar ante la justicia.
– No tienen derecho a investigarnos. Lo que hemos hecho ha sido con consentimiento mutuo -dice Luke, rodeando a Lanny con un brazo, atrayéndola hacia él. Quiere que la policía se marche ya, quiere dejar atrás esa embarazosa e irritante experiencia.
– Tenemos que ver pruebas de que no son… Ya sabe… -dice el más joven de los dos policías, agachando la cabeza y haciendo un gesto de impaciencia con su linterna.
No hay más remedio que dejar que los agentes miren el carnet de conducir de él y el pasaporte de ella, confiando en que los boletines policiales de Saint Andrew no hayan llegado a Canadá.
Luke no tarda en darse cuenta de que no debería haberse preocupado; los dos agentes están tan confusos y decepcionados que examinan su identificación de la manera más apresurada, posiblemente sin leer siquiera ninguno de los documentos, antes de retroceder arrastrando los pies hasta la puerta, con disculpas apenas audibles por las molestias. En cuanto se han marchado, Luke baja la persiana de la ventana que da al sendero.
– ¡Dios mío! -exclama Lanny antes de dejarse caer en la cama.
– Deberíamos marcharnos. Tendría que llevarte a una ciudad.
– No puedo pedirte que corras más riesgos por mí.
– Y yo no puedo dejarte aquí, ¿no crees?
Luke se viste mientras Lanny está en el cuarto de baño; se oye cómo corre el agua. Se pasa una mano por la barbilla, siente que raspa y cae en la cuenta de que hace unas veinticuatro horas que no se afeita, pero decide asegurarse de que el aparcamiento esté despejado. Engancha la persiana con un dedo y mira hacia fuera. El coche patrulla está aparcado junto al todoterreno.
Deja que la persiana vuelva a caer en su sitio.
– Maldita sea. Siguen ahí fuera.
Lanny levanta la vista de su equipaje.
– ¿Qué?
– Los dos polis, siguen ahí fuera. Comprobando la matrícula, supongo.
– ¿Tú crees?
– Puede que quieran saber si tenemos antecedentes. -Se frota el labio inferior, pensando. Probablemente no puedan tener respuesta inmediata acerca de matrículas o carnets de Estados Unidos. Seguramente tendrán que esperar a que lleguen las respuestas por algún tipo de sistema, servicios de conexión entre policías. Puede que aún haya algo de tiempo antes de que…
Luke agarra a Lanny.
– Tenemos que irnos ahora mismo.
– ¿No intentarán detenernos?
– Deja tu maleta, todo. Solo vístete.
Salen de la habitación del hotel cogidos de la mano y echan a andar hacia su vehículo cuando se baja la ventanilla del coche patrulla.
– ¡Eh! -les grita el policía sentado en el asiento del pasajero-. No pueden marcharse todavía.
Luke suelta la mano de Lanny para que esta pueda quedarse atrás mientras él se acerca al coche patrulla.
– ¿Por qué no podemos marcharnos? No hemos hecho nada malo. Les hemos enseñado nuestra documentación. No tienen motivos para seguir molestándonos. Esto empieza a parecer acoso.
Los dos oficiales ponen mala cara; no les gusta demasiado cómo suena la palabra «acoso».
– Miren -continúa Luke, abriendo las manos para mostrar que están vacías-. Solo salimos a cenar. ¿Parece que vayamos a escaparnos? Hemos dejado el equipaje en la habitación, tenemos pagada esta noche. Si todavía tienen preguntas cuando reciban las comprobaciones de antecedentes, vengan aquí después de cenar. Pero si no van a detenerme, creo que no pueden retenerme aquí. -Luke razona con calma, con los brazos abiertos como un hombre que intenta disuadir a unos ladrones de que le roben.
Lanny se sube al asiento delantero del todoterreno, lanzando una mirada ligeramente hostil a los policías. El la sigue, arranca el motor y sale con suavidad de la plaza de aparcamiento, echando un último vistazo para asegurarse de que el coche patrulla no los sigue.
Cuando se han alejado bastante por la carretera, Lanny saca el ordenador de debajo de la chaqueta y se lo coloca sobre las rodillas.
– No podía dejarlo. Contiene demasiada información que me relaciona con Jonathan, material que podrían utilizar como prueba si quisieran -explica; parece que se siente culpable por haber corrido el riesgo de salvar el ordenador. Un momento después, saca del bolsillo la bolsa de hierba como si estuviera sacando un conejo de la chistera de un mago.
Luke se sobresalta.
– ¿La hierba también?
– Me figuré que, en cuanto decidieran que no íbamos a volver, registrarían la habitación. Esto les daría un motivo para detenernos. -Vuelve a guardarse la bolsa en el bolsillo de la chaqueta, suspirando hasta vaciar los pulmones-. ¿Crees que estamos a salvo?
Luke vuelve a mirar el espejo retrovisor.
– No sé. Ahora tienen el número de matrícula. Si recuerdan nuestros nombres, mi nombre…
Tendrán que abandonar el todoterreno, y ese pensamiento hace que Luke se sienta fatal por haber pedido prestado el coche a Peter. Debe alejar de su mente ese pensamiento.
– Ahora no quiero pensar en ello. Cuéntame más de tu historia.