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—¡Oh, Dios!
—¿Cuántos?
—¿Dos mil?
—Tengo cincuenta y ocho. No viviré para ver mi cumpleaños número cincuenta y nueve. Tome, fúmese uno de estos.
Con manos temblorosas, le ofreció un diminuto tubo marfileño. Cerca de uno de los extremos se veía un monograma gótico —FXB— y una cápsula verde translúcida en el otro. Ella apretó la cápsula y surgió una flameante llama azul. Inhaló el humo.
—¿Qué es? —preguntó.
—Mi propia mezcla. Soma número cinco. ¿Le gusta?
—Estoy sucia —dijo—. Absolutamente sucia. ¡Oh, Dios!
Las paredes se movían. La nieve se había convertido en trozos de estaño. Un golpe instantáneo. El cuerpo tenía un halo dorado. Los signos del dólar se elevaban a la vista, como estigmas, sobre su frente surcada de arrugas. Nikki escuchó el estruendo de las olas, el rugido de la espuma. El puente oscilaba. Los mástiles se agrietaban. Mujer a bordo, gritó, y escuchó su voz inaudible, desapareciendo hacia abajo por un túnel de ecos, boing, boing, boing. Se agarró a los frágiles puños de él.
—¡Bastardo! ¿Qué me ha hecho?
—Soy Francis Xavier Byrne.
¡Oh! El millonario. Las Industrias Byrne, el gran conglomerado de empresas. Steiner le había prometido un multimillonario para esta noche.
—¿Va usted a morir pronto? —le preguntó Nikki.
—No creo que pase de pascua. Ahora el dinero no me sirve de nada. Soy una metástasis andante.
Se abrió la camisa arrugada. Algo brillante y metálico, como una cota de malla, cubría su pecho.
—Sistema vital auxiliar —le confió—. Me permite funcionar. Si me lo quitara durante media hora, estaría acabado. ¿Es usted capricorniana?
—¿Cómo lo sabía?
—Puede que vaya a morirme, pero no soy estúpido. Tiene usted el brillo de los de Capricornio en sus ojos. ¿Qué soy yo?
Ella dudó. Sus ojos también brillaban. Un hombre de los que se han hecho a sí mismos, un fantástico sentido para los negocios, energía, arrogancia. Capricornio, desde luego. No…, demasiado fácil.
—Leo —dijo.
—No. Vuélvalo a intentar.
Colocó otro tubo con monograma en su mano y se marchó. Ella no había regresado aún del todo del último, aunque los efectos más espectaculares ya se habían disipado. Los invitados a la fiesta giraban y flotaban a su alrededor. Ya no podía ver a Nicholson. La nieve parecía ir convirtiéndose en granizo, en pequeñas partículas duras que salpicaban los amplios ventanales, dejando unas raspaduras blancas. ¿O es que su percepción era ahora más aguda? El rugido de las conversaciones parecía ascender y decaer, como si alguien estuviera ajustando un control de volumen. Las luces fluctuaban con un ritmo contrastado. Se sintió mareada. Una bandeja de cócteles pasó junto a ella y preguntó:
—¿Dónde está el baño?
Al final del pasillo. Cinco extrañas salían arracimadas de él, hablando en susurros escamosos. Flotó a través de ellas, se agarró al frío borde del lavabo, adelantó la cabeza hacia el espejo oval cóncavo. Una cabeza de muerto, piel apergaminada, ojos de pesadilla. ¡No! ¡No!
Parpadeó, y volvieron a aparecer sus propios gestos. Temblando, hizo un esfuerzo por recobrarse. El armario de medicamentos contenía una tentadora colección de drogas, los remedios de Steiner para todos los males. Sin mirar las etiquetas, Nikki tomó un puñado de frascos y engulló pastillas tomadas al azar. Una roja y plana, una verde y ahusada, una suculenta cápsula amarilla de gelatina. Quizá se tratara de remedios contra el dolor de cabeza, quizá de alucinógenos. ¿Quién sabía? ¿A quién le interesaría? Nosotros, los capricornianos, no siempre somos tan precavidos como se pudiera imaginar.
Alguien llamó a la puerta del baño. Ella contestó y se encontró con el rostro redondo, blando y esperanzado de Martin Bliss, flotando cerca del techo. Los ojos se abombaban débilmente; las mejillas aparecían rojizas.
—Me dijeron que usted se sentía mal. ¿Puedo ayudarla en algo?
Tan amable. Tan dulce. Ella le tocó el brazo, rozó su mejilla con los labios. Más allá, en el vestíbulo, estaba un hombre de cuerpo ancho, de pelo rubio cortado al rape, de glaciales ojos azules, con un perfecto y rollizo rostro. Su sonrisa era intensa y brillante.
—Eso es fácil —dijo el hombre—. Capricornio.
—¿Puede adivinar mi… —se detuvo asombrada—…signo? —terminó de preguntar, con voz débil—. ¿Cómo lo hizo? ¡Oh!
—Sí. Soy ése.
Ella se sintió más que desnuda, desprendida de todo hasta los ganglios, hasta la sinapsis.
—¿Cuál es el truco?
—No hay truco. Escucho. Oigo.
—¿Oye usted pensar a la gente?
—Más o menos. ¿Cree usted que se trata de un juego de salón?
Él era hermoso, pero aterrorizador, como la espada de un samurai en movimiento. Ella le quería, pero no se atrevía. Tiene mi número, pensó. No tendré nunca ningún secreto con él. Y él dijo tristemente:
—No me importa eso. Sé que asusto a mucha gente. A algunos no les importa.
—¿Cómo se llama?
—Tom —contestó él—. Encantado de conocerla, Nikki.
—Siento mucha lástima por usted.
—No es eso, en realidad. Puede engañarse a sí misma si necesita hacerlo. Pero no puede engañarme a mí. En cualquier caso, no se acuesta usted con hombres por los que siente lástima.
—No me he acostado con usted.
—Lo hará —dijo él.
—Creí que sólo era capaz de leer la mente. No me dijeron que también hacía profecías.
Él se inclinó acercándose y sonrió. Aquella sonrisa la destruyó. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no caer.
—Tengo su número, muy bien —dijo él, en un tono de voz bajo y duro—. La llamaré el próximo martes —y, cuando ya se alejaba, añadió—. Se equivoca. Soy de Virgo, lo crea o no.
Nikki regresó, aturdida, hacia el salón.
—…la figura del mandala —estaba diciendo Nicholson; su voz era oscura, enfocada, como un cantante basso puro—. Lo esencial es que cada mandala tiene su centro: el lugar donde nace todo, el ojo de la mente de Dios, el corazón de la oscuridad y de la luz, el ojo de la tormenta. Muy bien: deben moverse hacia el centro, encontrar el vértice en los límites del Yang y del Yin, situarse justo en el punto central del mandala. Centrarse a ustedes mismos. ¿Siguen la metáfora? Centrarse ustedes mismos en el ahora, en el eterno ahora. Salirse del centro es moverse hacia la muerte, adelante, y hacia el nacimiento, atrás. Siempre con las fatales oscilaciones polares; pero si son capaces de situarse constantemente en el foco del mandala, justo en el centro, tendrán acceso a la fuente de la renovación, se convertirán en un organismo capaz de una autocuración constante, de una autorenovación constante, de una constante expansión hacia las regiones situadas más allá del yo. ¿Me siguen? El poder de…