123957.fb2 Juegos de capricornio - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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—¿Cómo puedo hacerlo?

—Yo le abriré el camino, si quiere que lo haga —los ojos glaciales brillan con un calor repentino y engañoso—. ¿Quiere?

—No estoy segura de querer.

—Está muy segura. Siente una curiosidad enorme. No me engañe. No juegue, Nikki. Usted quiere ver en su interior.

—Quizá —de mala gana.

—Quiere hacerlo. Créame, lo quiere. Venga aquí. Relájese, deje caer un poco los hombros, déjelos sueltos, sea receptiva y yo estableceré el lazo.

—Espere… —dijo ella.

Pero ya era demasiado tarde. Serenamente, el lector de mentes dividió su conciencia como si fuera un Moisés apartando las aguas del Mar Rojo, y apretó algo en su frente, algo espeso, pero insustancial, como una porra de niebla. Ella se estremeció y retrocedió. Se sintió violada. Fue como la primera vez que estuvo en la cama con alguien, durante ese momento en que desaparecía todo lo tonto que le rodea a uno, los besos, los mordiscos, las caricias y, de pronto, se encontraba con ese objeto profundamente introducido en su cuerpo. Nunca había olvidado aquella sensación de ser atravesada. Pero, desde luego, no sólo había sido una intrusión, sino también una fuente de éxtasis. Como lo era esto. El objeto que estaba dentro de ella era la conciencia de Nicholson.

Maravillada, exploró su superficie, rígida y curvada, marcada con una miríada de ablaciones de reentrada. Recorrió su bronceada aspereza con sus manos temblorosas. Permanecía fuera de ella. Tom, el lector de mentes, la empujó ligeramente. Vamos, vamos. Más profundamente. No te retraigas. Ella se plegó alrededor de Nicholson y penetró en él como ectoplasma filtrándose en la arena. De repente, perdió la compostura. Los límites discretos e impermeables que marcaban el final de sí misma y el principio de lo que empezaba a ser él, se confundieron. Resultaba imposible distinguir entre su experiencia y la de él, y tampoco podía separar las pulsaciones de su propio sistema nervioso de los impulsos que viajaban a lo largo del de él. Recuerdos fantasmagóricos la asaltaron, tragándosela. Se sintió transformada en un nudo de percepción pura, en un ojo aislado y frío que examinaba y registraba.

Las imágenes parpadearon. Estaba subiendo penosamente a lo largo de una deslumbrante cresta nevada, con puntiagudos colmillos del Himalaya colgando sobre ella en el cielo blanco, y la cálida y suave piel de yak arropándola. La acompañaba un pelotón de hombres pequeños, de piel atezada, ojos rasgados, pesados abrigos, gruesas botas. El olor de la manteca rancia, el borde cortante de un viento casi imposible de soportar… y allí, brillando a la repentina luz, un montón de enlucido amarillento, encendido por el sol, con mil ventanas parpadeantes: un edificio, una residencia de los lamas, extendida sobre la cresta de una montaña. El sonido nasal de cuernos y trompetas distantes. Los cantos roncos de los monjes. ¿Qué estaban cantando? ¿Om? ¿Om? ¡Om! Om, y unas moscas zumbaban alrededor de su nariz mientras ella permanecía encogida en una endeble canoa, descendiendo silenciosamente y a medianoche por un río, en el corazón del África, envuelta por la humedad. Hombres desnudos, con pieles de un negro púrpura, acercándose. Sudorosas frondas colgando de unos matorrales excesivamente exuberantes; los hocicos de los cocodrilos elevándose sobre las aguas oscuras como flores dentadas; grandes y nauseabundas orquídeas floreciendo alto en los árboles bordeados de tallos. Y en la orilla, cinco hombres blancos con vestidos isabelinos, sombreros de ala ancha con lazos y elegantes bucles, con cuellos sudorosos y ensortijadas barbas rojizas. Errol Flynn como Sir Francis Drake, con el trabuco descansando en el ángulo del brazo. Los hombres blancos riendo, llamando por señas, gritando hacia los hombres de la canoa. ¿Soy un esclavo, o un dueño de esclavos?

No hay respuesta. Sólo una nebulosa, y una nueva visión: hojas de otoño soplando a través de las puertas abiertas de cabañas con techo de paja, bueyes temblorosos encogidos en campos pelados y cubiertos de rastrojos, hombres de aspecto ceñudo y largos bigotes, con el pelo al rape, dirigiendo miradas hacia el horizonte. ¿Son cruzados? ¿O guerreros húngaros en marcha para enfrentarse con los terribles mongoles? ¿Defensores del reino anglosajón en peligro, que se dirigen contra los invasores normandos? Podrían ser cualesquiera de aquéllos. Pero siempre ese ojo frío y firme, esa inconmovible conciencia en el centro de cada escena. Él, eterno y perdurable.

Y entonces: el tren marchando hacia el oeste, envuelto en humo, las llanuras extendiéndose infinitamente, los grandes bisontes marrones de ojos fieros en manadas, a la derecha de la vía, y el hombre con pelo turbulento, hasta los hombros, riéndose, arrojando una moneda de oro de veinte dólares sobre la mesa, recogiendo su rifle —un Springfield calibre.50 con recámara—, apuntando casualmente a través de la puerta del tren en movimiento y lanzando un disparo y otro y otro. Tres cuerpos tumbados que se quedan atrás, mientras el tren sigue su marcha, haciendo sonar el silbato de modo estridente. Notando cómo su brazo y su hombro le hormiguean con el impacto de aquellos disparos.

Después: las orillas fétidas del agua, fardos de clavo y canela, hombres pequeños de piel morena con turbantes y con taparrabos, discutiendo bajo un sol terrible. Pequeñas e irregulares monedas de plata brillando en la palma de su mano. El chapurreo de algún dialecto de Malabar, contrapunteado con un fluido y burlón portugués. ¿Navegamos ahora con Vasco da Gama? Quizá. Y a continuación, una gris calle teutónica, barrida por el viento, medieval, rostros luteranos poco afables asomándose a las ventanas. Y a continuación la estepa de Gobi, con jinetes y fogatas de campamento y oscuras tiendas de campaña. Y la ciudad de Nueva York, la inconfundible ciudad de Nueva York, con automóviles negros y cuadrados corriendo a toda prisa entre los polvorientos rascacielos, como brillantes escarabajos, como una escena surgida de alguna película muda. Y entonces. Y entonces. En todas partes, en todo, en todos los tiempos, en todos los lugares, un fluir discontinuo de acontecimientos, siempre acompañados por esa claridad de visión, por esa percepción tan firme como una roca, por esa mente sólida situada en el centro, por esa inconmovible identidad, por ese yo incambiable…

…¿con quién estoy inextricablemente enredado?…

No había «yo», ni había «él»; sólo había un punto de vista perceptor de todo. Pero, bruscamente, percibió un cambio de foco, un efecto de distanciación, una separación de un yo y del otro, de modo que se encontró mirándole cómo él vivía sus muchas vidas, viéndole desde fuera, viéndole cambiar sencillamente de identidades como otros podian cambiar de ropas, dejándose crecer barbas y bigotes, afeitándolos, cortándose el pelo, dejándoselo crecer, adoptando nuevas posturas, aprendiendo lenguas, falsificando documentos. Le vio en todos sus mil años de disfraces y subterfugios; le vio real y unificado y centrado por debajo de todos aquellos camuflajes obligatorios…

…y le vio viéndola a ella…

El contacto se rompió instantáneamente. Ella se tambaleó. Unos brazos la sujetaron. Se apartó de la sonriente cara redonda, del hombre rubio, murmurando:

—¿Qué ha hecho? No me avisó que me mostraría a él.

—¿De qué otro modo puede producirse una unión? —preguntó el telépata.

—No me lo dijo. Tendría que habérmelo dicho.

Ahora, todo estaba perdido. No podía soportar encontrarse en la misma sala que Nicholson. Tom extendió un brazo hacia ella, pero Nikki pasó junto a él dando traspiés, tropezando con la gente. Todos la miraron. Alguien acarició su pierna. Ella se abrió paso por entre las molestias, tres mujeres y dos sirvientes, cinco hombres y un mantel. Una puerta de cristal, un brillante pomo plateado; empujó. Detrás de ella, débiles gritos sofocados, unos pocos gritos agudos, comentarios de extrañeza.

—¡Cierren eso!

Sola en la noche, a ochenta y ocho pisos de altura sobre la calle, se ofreció a sí misma a la tormenta. Su débil túnica no la protegía en absoluto. Los copos de nieve le quemaban contra los pechos. Los pezones se endurecieron y se elevaron como feroces faros, sobresaliendo contra el blando tejido. La nieve aguijoneó su cuello, sus hombros, sus brazos. Muy abajo, el viento agitaba los cristales recién caídos, convirtiéndolos en galaxias en espiral. La calle era invisible. Las confusiones termales hicieron surgir vientos en dirección ascendente que agarraron los bordes de su túnica y se la arrancaron del cuerpo. Partículas ferozmente frías de granizo volaron impulsadas contra sus pálidos y desnudos muslos. Permaneció de pie, de espaldas a la fiesta. ¿Alguien de los que permanecían adentro se daría cuenta de su presencia allí? ¿Pensaría alguien que estaba contemplando la idea del suicidio, y acudiría presuroso y galante a salvarla? Los capricornianos no cometían suicidios. Podían amenazar con él, sí, podían incluso decirse a sí mismos con toda seriedad que iban a hacerlo realmente, pero sólo se trataba de un juego, sólo un juego. Nadie acudió a ella. Y ella no se volvió. Agarrándose de la barandilla, luchó por tranquilizarse.

No sirvió de nada. Ni siquiera el amargo viento podía ayudarla. Había escarcha en sus párpados, nieve en sus labios. El medallón regalado por Byrne brillaba entre sus senos. El aire parecía blanco, con un ligero y estremecedor brillo verde. Le abrasó los ojos. Estaba descentrada y se debatía. Se sintió reverberando aún a través de los siglos, avanzando y retrocediendo por la órbita de la vida interminable de Nicholson. ¿Qué año era éste? ¿Es 1386, 1912, 1532, 1779, 1043, 1977, 1235, 1129, 1836? Hace tantos siglos. Tantas vidas. Y, sin embargo, siempre su verdadero yo, incambiado, incambiable.

Las resonancias fueron desapareciendo gradualmente. Las interminables épocas de Nicholson ya no llenaban su mente con terribles ruidos. Empezó a estremecerse, no por el miedo sino simplemente de frío, y se dio un estirón a la mojada túnica, tratando de cubrir su desnudez. La nieve fundida dejaba huellas calientes y pegajosas a través de su pecho y de su vientre. Un halo de vapor la rodeaba. Su corazón latía con violencia.

Se preguntó si lo que acababa de experimentar había sido un verdadero contacto con el alma de Nicholson, o más bien sólo un truco de Tom, una simulación de contacto. Después de todo, ¿era posible que Tom pudiera establecer una unión entre dos mentes no telepáticas como la suya y la de Nicholson? Quizá Tom lo había fabricado todo, utilizando imágenes tomadas de prestado del libro de Nicholson.

En tal caso, podía haber una esperanza para ella.

Un engaño, lo sabía. Una fantasía nacida del desesperado optimismo del desesperanzado. Pero, a pesar de todo…

Encontró el pomo, y regresó de nuevo a la fiesta. Una ráfaga de viento la acompañó, introduciendo nieve en el interior de la sala. La gente la miraba fijamente. Era como la muerte llegando al festín. Dócilmente, se sacudió los punzantes copos de nieve.

Sus ropas estaban empapadas y pegadas a la piel. Podría haber estado desnuda, y hubiera sido lo mismo.

—Pobre, está temblando —dijo una mujer.

Abrazó estrechamente a Nikki. Era la mujer de rostro agudo, la de ojos abultados nacida en una probeta, esposa de su propio padre. Sus manos se deslizaron rápidamente sobre el cuerpo de Nikki, acariciando sus pechos, tocándole las mejillas, el antebrazo, los muslos.

—Venga dentro conmigo —le dijo en voz baja—. La calentaré.

Sus labios buscaron los de Nikki. Una lengua juguetona buscó la suya. Por un momento, necesitada de calor, Nikki se entregó al abrazo. Después, se apartó.

—No —dijo—, en cualquier otro momento, por favor.

Librándose con un movimiento de serpenteo, comenzó a atravesar el salón. Un recorrido interminable. Era como cruzar el Sahara apoyándose en un bastón. Voces, rostros, risas. Una sequedad en su cuello. Entonces, se encontró frente a Nicholson.

Bueno. Ahora o nunca.

—Tengo que hablar con usted —le dijo.

—Desde luego.

Los ojos de él tenían una mirada despiadada. No había ira en ellos, ni siquiera desdén; sólo una paciencia increíble, más terrorífica que la cólera o el desprecio. Pero ella no se doblegaría ante aquella fría mirada.

—Hace unos minutos —le dijo—, ¿sintió usted una experiencia extraña, una sensación de que alguien estaba… bueno, mirando en su mente? Sé que parece tonto, pero…

—Sí. Sucedió —le llegó la serena respuesta.

¿Cómo podía estar él tan cerca de su propio centro? Ese ojo inamovible, esa personalidad únicamente autocontenida, percibiéndolo todo… la residencia de los lamas, el depósito de esclavos, el tren, todo, con todo el tiempo pasado, con todo el tiempo por venir… ¿cómo se las arreglaba para permanecer tan tranquilo? Ella sabía que no podría aprender nunca a mantener tanta serenidad. Y se daba cuenta de que él también lo sabía. Me conoce. Muy bien. Se encontró mirando las mandíbulas de él, su frente, sus labios. Pero no sus ojos.

—Tiene usted una imagen equivocada de mí —le dijo.

—No es una imagen. Lo que tengo es a usted misma.

—No.

—Vamos, Nikki, sea realista. Si puede imaginarse hacia dónde mirar.

Se echó a reír. Con suavidad. Pero ella se sintió destruida.

Y entonces, sucedió algo extraño. Se obligó a sí misma a mirarle a los ojos y sintió una brusca conciencia de pasar de un estado de ánimo a otro y él se convirtió en un anciano. Aquella máscara de incambiable y prematura madurez se disolvió, y ella vio los terribles y amarillentos ojos, el laberinto de arrugas y barrancos, las encías sin dientes, los babeantes labios, la garganta hueca, el yo que había debajo del rostro. ¡Mil años, mil años! Y cada uno de los momentos de aquellos mil años era bien visible.

—Es usted un viejo —susurró—. Me disgusta. No me gustaría ser como usted, ¡por nada del mundo! —y se volvió de espaldas, temblando—. Un hombre viejo, viejo, viejo. ¡Es usted una mascarada!