124185.fb2
—¿De modo que lo que hacen realmente es coger el cerebro de un hombre y mantenerlo vivo utilizando su propio cuerpo como una máquina de sostén vital? —comentaría la esposa con aire inteligente—. ¿No es eso? En vez de encerrarlo en una especie de caja, lo conservan en el interior de su propio cráneo y ponen toda la maquinaria dentro de su cuerpo…
Eso es. Exactamente. Más o menos. Sí más o menos…
Bekh no hizo caso de los musitados comentarios. Los había oído cientos de veces. En Nueva York y Beirut, en Hanoi y Knossos, en Kanyatta y París. ¡Qué fascinados se sentían todos! ¿Venían por la música o por ver al muerto que caminaba?
Se sentó en la banqueta ante el instrumento y apoyó las manos en las fibras de metal. Una profunda inspiración. Un viejo hábito, superfluo, irreprimible. Los dedos se agitaban ya. Los presores buscaban las teclas. Bajo el cabello gris, muy corto, las sinapsis funcionaban como una calculadora. Aquí. Ahora. La Novena Sonata de Timijián. Que empiece. Bekh cerró los ojos, puso en movimiento sus hombros y, del círculo de tubos que se alzaba por encima de él, surgió el sonido atronador. Ya está. Ya ha empezado. Con calma, con extrema ligereza, Bekh desarrolló los armónicos, hizo vibrar los tubos, construyó la textura del sonido. No había tocado la Novena desde hacía dos años, en Viena. ¿Cuánto tiempo son dos años? Le parecía que apenas habían transcurrido unas horas. Aún oía las reverberaciones. Y las duplicaba con exactitud. Su actuación no se diferenciaba en nada de la última, como un disco que jamás suena distinto de la vez anterior. Una imagen acudió a su mente un brillante cubo sónico sentado ante el instrumento en el lugar del hombre. ¿Para qué me necesitan? Si metieran un cubo en la ranura, obtendrían el mismo resultado con menos gastos. Y yo podría descansar, descansar… Adelante. La clave en los subsónicos. ¡Qué instrumento tan maravilloso! ¿Y si lo hubiera conocido Bach? ¿O Beethoven? Tener todo un mundo en las puntas de los dedos. Todo el espectro del sonido, y el de los colores también, y más aún, para alcanzar al público por todos sus sentidos a la vez. Por supuesto, la música es lo que importa. La música helada e inmutable. El esquema de sonidos, que surge ahora como siempre, como lo toqué en el estreno, en el año 19. La última obra de Timijián. Decibelio tras decibelio, una reconstrucción de mi propia actuación. Y mírales. Atónitos. Venerándome. Bekh sentió temblores en los codos. Estaba demasiado tenso, los nervios le traicionaban. Hizo los ajustes necesarios. Oyó el trueno que reverberaba desde el cuarto piso. ¿De qué trata esta música? ¿La entiendo yo en realidad? ¿Comprendería el cubo sónico la Misa en Clave Menor grabada en su interior? ¿Comprendería el amplificador la sinfonía que amplificaba? Bekh sonrió. Cerró los ojos. Los hombros erguidos, las muñecas ligeras. Dos horas más y me permitirán dormir de nuevo. ¿Hace quince años ya? Despertar, actuar, dormir. Y el público adorándome y adulándome. Y las mujeres, que sueñan con entregarse a mí. ¿Necrofilia? ¿Cómo pueden siquiera desear tocarme? La sequedad de la tumba en mi piel. En otro tiempo, hubo mujeres. ¡Oh, Dios mío, sí! En otro tiempo. Y hubo vida también. Bekh se echó atrás y adelante, esa inclinación del virtuoso que conquista al público. Que les produce un escalofrío. Ahora, el sonido avanza hacia el final del primer movimiento. Sí, así. Bekh abrió el banco superior de reverberaciones y percibió la respuesta del público, todos incorporándose a la vez a medida que el repentino estruendo llenaba el aire. El buen viejo Timi… ¡Qué maravilloso sentido de lo teatral! Arriba, arriba… Oblígales a sentarse de nuevo. Sonrió satisfecho por sus propios efectos. E inmediatamente, la sensación de vacío. El sonido por el sonido. ¿Es esto lo que significa la música? ¿Es esto una obra maestra? Ya no sé nada. ¡Qué cansado estoy de tocar para ellos! ¿Aplaudirán? Sí. Y silbarán de entusiasmo y se felicitarán por haber tenido la suerte de oírme esta noche. ¿Qué saben ellos? ¿Y qué sé yo? Estoy muerto. No soy nada. Nada. En un acorde demoníaco, dejó caer ambas manos sobre el teclado para la fuga final del primer movimiento.
Los programadores del tiempo habían dispuesto que hubiera niebla y, en cierto modo, eso se adecuaba al estado de ánimo de Rhoda. Ella y su acompañante se detuvieron en el paisaje de cristal que bajaba desde el Centro de Música. Jirasek le ofreció la pipa. Rhoda agitó la cabeza con aire ausente, pensado en otras cosas.
—Tengo una pastilla —dijo.
—¿Qué te parece si vamos a buscar a Inez y Treat para que nos acompañen a tomar algo?
No contestó.
—¿Rhoda?
—¿Quieres disculparme, Laddy? Deseo quedarme sola un rato.
Él se metió la pipa en el bolsillo y se volvió a mirarla. Rhoda miraba a través de él, como si fuera de cristal, igual que la escena que les rodeaba. Cogiéndole la mano entre las suyas, dijo:
—Rhoda, no lo comprendo. Ni siquiera me das tiempo para encontrar las palabras.
—Laddy…
—No. Esta vez diré lo que debo decir. No te vayas. No te retires a ese pequeño mundo tuyo, con tu sonrisa enigmática y tu aire ausente.
—Quiero pensar en la música.
—En la vida hay algo más que la música, Rhoda. Tiene que haberlo. He pasado tantos años como tú trabajando en mi interior, luchando por crear algo. Eres superior a mí, quizá superior a toda la gente que conozco. Tal vez serás incluso mejor que Bekh algún día. Eres una gran artista. ¿Pero es eso todo? Hay algo más. Es estúpido hacer del arte una religión, reducir a él toda tu existencia.
—¿Por qué me haces esto?
—Porque te amo.
—Eso es una explicación, no una excusa. Suéltame, Laddy, por favor.
—Rhoda, el arte no significa maldita cosa si sólo es habilidad, si sólo se trata de técnica y fórmulas. No significa nada si no hay amor tras él, y afecto, y entrega a la vida. Tú niegas todo eso. Hay algo en ti que anula la parte capaz de inflamar el arte…
Se detuvo bruscamente. No era ésta la clase de discurso que un hombre puede pronunciar sin comprender, de inmediato y con temor, lo pomposo y altisonante que resulta. Le soltó las manos.
—Estaré en casa de Treat si deseas verme más tarde.
Se volvió y se alejó de ella en la noche cubierta de niebla.
Rhoda le observó marcharse. Sospechaba que había cosas que debía haber dicho. Pero se había callado. Jirasek desapareció. Volviéndose, Rhoda contempló el edificio impresionante del Centro de Música y echó a andar lentamente hacia él.
«Maestro, estuvo exquisito esta noche», dijo la mujer pekinesa en el Saloncito Verde. «Fabuloso», añadió un sicofante de voz estruendosa. «Una maravilla. Yo lloré. De verdad que lloré», entonaron con sus voces de pájaro. Los fluidos nutritivos burbujeaban en su pecho. Podía sentir cómo se abrían y cerraban las válvulas. Inclinó la cabeza, movió las manos, repitió una y otra vez: «Gracias». Tras la frente, se iniciaba ya el retorno a la muerte. «Soberbio…» «Inolvidable…» Al fin se fueron todos y él quedó, como siempre, en manos de sus conservadores. El hombre de la corporación que era su propietario, el director de escena, los embaladores, el electricista.
—Quizá sea ya la hora —dijo el de la corporación, acariciándose ligeramente el bigote. Había aprendido a mostrarse delicado con el zombie.
Bekh suspiró y asintió. Entonces le desconectaron.
—¿Quieren comer algo primero? —preguntó el electricista.
Bostezó. Había sido una tournée muy larga, actuaciones hasta la madrugada, comidas rápidas en los aeropuertos, llegadas y salidas sin descanso.
El de la corporación asintió.
—De acuerdo. Le dejaremos aquí un rato. Le pondré en suspensión.
Tocó un botón. Las luces se apagaron en los pisos, una por una. Sólo quedaron las que permanecían encendidas toda la noche, para cuando volvieran el de la corporación y el electricista a recogerlo todo.
El Centro de Música ya estaba cerrado.
En las entrañas del sistema de mantenimiento, los aspiradores de polvo y otra docena de máquinas de limpieza cobraron vida, zumbando suavemente.
Por el cuarto piso, avanzó una sombra. Rhoda siguió su camino hacia la escalera, saliendo al pasillo central del patio de butacas, dio la vuelta al foso y subió al escenario. Se dirigió al ultracémbalo y dejó que sus manos descansaran un centímetro por encima de las teclas. Cerrando los ojos, conteniendo el aliento. Empezaré mi concierto con la Novena Sonata de Timijián para ultracémbalo, sin acompañamiento. Unos cuantos aplausos, más fuertes luego, hasta hacerse tempestuosos. La espera, los dedos que bajan al fin. Y el mundo que late con la música. Fuego y lágrimas, gozo y brillo. Todos prendidos en el encanto. Parece un milagro. ¡Qué maravillosamente toca! Miró hacia la oscuridad oyendo en su imaginación los ecos terribles del silencio. Gracias. Gracias. Los ojos húmedos. Se apartó del instrumento. Calló al fin su fantasía.
Se dirigió al camerino, pero se detuvo junto a la puerta para contemplar al otro lado del cuarto, el cadáver de Nils Bekh en su cámara de sostén vital, los ojos cerrados, el pecho inmóvil, las manos relajadas a ambos lados. Distinguía incluso el pequeño bulto en el bolsillo derecho de la chaqueta, donde estaban los guantes, muy finos y con los dedos doblados.
Se acercó a él, examinó su rostro, le tocó la mejilla. Nunca le crecía la barba. La piel era fresca y satinada, una textura más bien femenina. Aquel silencio, cosa extraña, le recordó la sinuosa melodía del Liebestod, el más exquisito de todos los lamentos, sin sentir la tristeza que le producía siempre aquél pasaje. En realidad, la dominaban la cólera, la frustración y la desilusión. La traición la ahogaba y la venció una oleada de violencia. Deseaba arañar aquella piel tan suave con las uñas. Y hubiera querido pegarle. Ensordecerle con sus gritos. Destruirle. Por la mentira. Por las muchas mentiras. Por la mentira que era su música, por la mentira que era su vida después de la muerte.
Su mano temblorosa bajó por un lado de la cámara. ¿Sería esto el conmutador?
Lo conectó.
Empezó a volver de nuevo. Los ojos cerrados. Alzándose en un universo del color del aluminio. ¿Así que otra vez? Otra vez. Pensó seguir un instante con los ojos cerrados, recogido en sí mismo antes de salir a escena. Cada vez le costaba más y más. La última había sido terrible. En Los Ángeles, en el edificio enorme, piso tras piso, miles de rostros en blanco, el ultracémbalo, una obra maestra de la construcción. Había iniciado el concierto con la Novena de Timi. Terrible. Una actuación monótona. Perfectas las notas, perfecto el tiempo. Sin embargo, vacía y hueca. Y esta noche ocurriría lo mismo. Saldría a escena vacilante, se pondría los guantes, repetiría toda la rutina de recrear la grandeza de Nils Bekh.
Su público, sus adoradores. ¡Cómo les odiaba! ¡Cómo deseaba volverse contra ellos, insultarles por lo que le habían hecho! Schabel descansaba ya. Horowitz descansaba. Joachim descansaba. Para Bekh, en cambio, no había descanso. No le habían permitido morir. Podía haberse negado a dejar que le conservaran, claro. Pero nunca había sido tan fuerte. Había tenido fuerza en aquellos años en los que vivía sólo para su música, sin luz y sin amor. Para eso siempre le había faltado tiempo. Desde luego, se precisaba fuerza para lo que tenía que hacer. Venir de donde él procedía, aprender cuanto había que aprender, conservar su habilidad una vez conseguida… Sí. Pero tratar con la gente, hablarles, promocionarse…, en resumen, tener valor… No, de eso había habido muy poco. Había perdido a Dorotea, había accedido a los planes de Wizmer, había soportado los insultos de Lisbeth, y de Neil, y de Cosh —¡ah, Cosh!, ¿viviría todavía?—, los insultos de que echaban mano para mantenerle ligado a ellos, para lo mejor o lo peor, siempre lo peor. De modo que les había acompañado y obedecido. Jamás había utilizado su fuerza —si es que había algo de fuerza en alguna parte de su ser—. Al final, incluso Sharon le había despreciado.
Así las cosas ¿cómo sería capaz de avanzar hasta el borde del escenario, mostrarse bajo todo el brillo de las luces y llamarles por su verdadero nombre? Vampiros. Vampiros egoístas. Tan muertos como él, aunque de un modo distinto. Sin sentimientos. Vacíos.
¡Si pudiera hacerlo! Si por una vez llegara a vencer al de la corporación, se adelantaría y gritaría…
Dolor. Un dolor punzante en la mejilla. La cabeza cayó hacia atrás y los delicados tubitos del cuello protestaron. El chasquido de carne contra carne despertó ecos en su mente. Abrió los ojos atónito. Una chica ante él. El color del aluminio en sus ojos. Un rostro joven. Enojado. Labios finos muy apretados. Las aletas de la nariz temblorosas. ¿Por qué está tan furiosa? Ahora levantaba la mano para abofetearle de nuevo. Alzó las suyas con las muñecas cruzadas, las palmas hacia afuera para protegerse los ojos. El segundo golpe cayó más fuerte que el primero. Algunas conexiones se rompieron en el interior de su cuerpo reconstruido.
¡La mirada de aquel rostro! Ella le odiaba.
Le abofeteó por tercera vez. La miró por entre sus dedos cruzados, asombrado ante la vehemencia de los ojos de la muchacha. Y sintió que el dolor le inundaba, y sintió el odio, y sintió una maravillosa y terrible impresión de vida por un instante. Pero le recordaba demasiadas cosas, de modo que la detuvo.
Al cogerle la mano, comprobó que la chica no podía comprender que aún le quedaran fuerzas. Un zombie, muerto hacía quince años, que sólo se había movido y vivido setecientos cuatro días en todo ese tiempo… Sin embargo, era perfectamente operacional, plenamente condicionado, con los músculos dispuestos.
La chica hizo una mueca. La soltó, rechazándola. Ella se frotó las muñecas y le miró en silencio, con gesto hosco.
—Si no le gusto —preguntó él—, ¿por qué me conectó?