124191.fb2 La chica mec?nica - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 36

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– ¿Quieres sentarte? Me estás poniendo nervioso con tantos paseos.

Hock Seng hace un alto en el deambular por el interior de su choza para fulminar con la mirada a Chan el Risueño.

– Soy yo el que paga por tus calorías, no al revés.

Chan el Risueño se encoge de hombros y sigue jugando a las cartas. Todos llevan los últimos días hacinados en la misma habitación. Chan el Risueño, Pak Eng y Peter Kuok suponen una compañía entretenida. Pero hasta la más entretenida de las compañías…

Hock Seng sacude la cabeza. Da igual. La tormenta se avecina. El baño de sangre y el caos se ciernen sobre el horizonte. Es la misma sensación que tuvo antes del Incidente, antes de que decapitaran a sus hijos y violaran a sus hijas hasta dejarlas sin conocimiento. Y él sentado en el ojo del huracán, voluntariamente ciego, diciéndoles a todos los que querían escuchar que los hombres de K. L. jamás permitirían que lo ocurrido en Yakarta se repitiera con el buen pueblo chino. Después de todo, ¿no eran leales? ¿No contribuían? ¿No tenía él amigos en todas las esferas del gobierno que le aseguraban que los pañuelos verdes no eran más que un farol político?

La tormenta rugía a su alrededor y él se había negado a aceptarlo… pero esta vez no. Esta vez está preparado. En el aire cargado de electricidad se intuye lo que está a punto de suceder. Es evidente desde que los camisas blancas cerraron las fábricas. Y ahora está a punto de desatarse. Pero está preparado. Hock Seng sonríe para sus adentros, examina el pequeño búnker, con sus reservas de dinero, gemas y alimentos.

– ¿Ha dicho la radio algo más? -pregunta.

Los tres hombres intercambian miradas. Chan el Risueño apunta a Pak Eng con un cabeceo.

– Te toca a ti darle cuerda.

Pak Eng frunce el ceño y se acerca a la radio. Es un armatoste caro, y Hock Seng empieza a arrepentirse de haberlo comprado. Hay más radios en los arrabales, pero apostarse junto a ellas llama la atención. De modo que se gastó el dinero en esta, sin estar seguro de si retransmitiría algo más que rumores, y sin embargo incapaz de negarse otra fuente de información.

Pak Eng se arrodilla junto al aparato y empieza a accionar la manivela con un chirrido que ahoga casi por completo los chasquidos con los que cobra vida el altavoz.

– ¿Sabes?, si dotaras a este trasto de un sistema de engranajes decente, sería mucho más práctico.

Todo el mundo hace oídos sordos y se concentra por entero en el diminuto altavoz: Música, saw duang

En cuclillas junto a la radio, Hock Seng escucha con atención. Cambia el dial. Pak Eng está empezando a sudar. Transcurridos treinta segundos se detiene, jadeando.

– Listo. Con eso debería tener para un rato.

Hock Seng mueve el dial de la máquina, escuchando los agüeros de las ondas de radio. Las emisoras se suceden rápidamente. Nada más que programas de entretenimiento. Música.

Chan el Risueño levanta la cabeza.

– ¿Qué hora es?

– Las cuatro, tal vez. -Hock Seng encoge los hombros.

– Tendría que haber muay thai. Deberían haber empezado ya con los rituales de apertura.

Todo el mundo cruza las miradas. Hock Seng continúa pasando emisoras. Únicamente música. Ningún noticiario. Nada… De pronto, una voz. Ocupando todas las emisoras, hablando como una sola voz y una sola emisora. Se acuclillan más cerca del aparato, para escuchar.

– Akkarat, creo. -Hock Seng calla un instante-. El somdet chaopraya ha fallecido. Akkarat culpa a los camisas blancas. -Recorre sus rostros con la mirada-. Ya ha empezado.

Pak Eng, Chan el Risueño y Peter observan a Hock Seng con respeto.

– Tenías razón.

Hock Seng asiente impacientemente con la cabeza.

– He aprendido.

La tormenta se aproxima. Los megodontes deben ir a la batalla. Es su sino. La división de poder del último golpe de Estado no podía durar eternamente. Las bestias deben enfrentarse hasta que una de ellas establezca su dominio definitivo. Hock Seng murmura una plegaria a sus ancestros, reza para salir con vida de esta vorágine.

Chan el Risueño se pone en pie.

– Al final tendremos que ganarnos el sueldo como guardaespaldas.

Hock Seng asiente con expresión grave.

– No será agradable para los que no estén prevenidos.

Pak Eng empieza a amartillar su pistola de resortes.

– Me recuerda a Penang.

– Esta vez no -dice Hock Seng-. Esta vez estamos preparados. -Les indica que se acerquen-. Venid. Es hora de recoger todo lo que podamos…

Unos porrazos en la puerta les hacen enderezar las espaldas.

– ¡Hock Seng! ¡Hock Seng! -Una voz histérica, seguida de más golpes en el exterior.

– Es Lao Gu. -Hock Seng abre la puerta y Lao Gu irrumpe en la estancia tambaleándose.

– Han detenido al señor Lake. Al diablo extranjero y a todos sus amigos.

Hock Seng se queda mirando fijamente al conductor del rickshaw.

– ¿Los camisas blancas le acusan de algo?

– No. Es el Ministerio de Comercio. He visto cómo Akkarat supervisaba el arresto personalmente.

Hock Seng frunce el ceño.

– No tiene sentido.

Lao Gu le pone una octavilla en las manos.

– Se trata de la chica mecánica. La que no dejaba de llevar a su piso. Es ella la que ha asesinado al somdet chaopraya.

Hock Seng lee la hoja rápidamente. Asiente para sí.

– ¿Estás seguro de lo de esa criatura mecánica? ¿Nuestro diablo extranjero estaba colaborando con una asesina?

– Solo sé lo que pone en la circular, pero estoy seguro de que se trata de la misma heechy-keechy, a juzgar por la descripción. La sacó de Ploenchit muchas veces. Hasta dejaba que pasara la noche con él.

– ¿Algún problema? -se interesa Chan el Risueño.

– No. -Hock Seng sacude la cabeza, permitiendo que una sonrisa aflore a sus labios. Saca un llavero de debajo del colchón-. Una oportunidad. Algo que no me esperaba. -Se vuelve hacia ellos-. Al final no hará falta que nos escondamos aquí.

– ¿No?

La sonrisa de Hock Seng se ensancha.

– Debemos ir a un último sitio antes de salir de la ciudad. Tengo que recoger una cosa. Algo que está en mi antiguo despacho. Reunid las armas.

Sorprendentemente, Chan el Risueño no hace más preguntas. Se limita a asentir y enfunda las pistolas, se cuelga un machete cruzado a la espalda. Los demás lo imitan. Juntos, desfilan por la puerta. Hock Seng echa la llave al salir.

Trota por el callejón detrás de sus hombres, con las llaves de la fábrica tintineando en la mano. Por primera vez en mucho tiempo, el destino juega a su favor. Ahora lo único que necesita es un poco de suerte y algo más de tiempo.

Más adelante, la gente habla a gritos de los camisas blancas y de la muerte del protector de su reina. Voces airadas, listas para la sedición. La tormenta está cada vez más cerca. Las fichas ocupan su puesto en el tablero. Una chiquilla pasa corriendo por su lado, dejándoles octavillas en las manos antes de seguir su camino. Los partidos políticos ya han empezado a actuar. El padrino de los arrabales no tardará en soltar a su gente en los callejones para incitar a la violencia.

Hock Seng y sus hombres salen del laberinto de pasadizos y llegan a la calle. No se mueve nada. Incluso los conductores de rickshaws independientes se han puesto a cubierto. Un grupo de tenderos se arracima en torno a una radio de manivela. Hock Seng indica a sus hombres que esperen y se acerca a los oyentes.

– ¿Qué noticias hay?

Una mujer levanta la cabeza.

– Radio Nacional dice que el protector…

– Sí, ya lo sé. ¿Qué más?

– El ministro Akkarat ha denunciado al general Pracha.

Está ocurriendo más deprisa de lo que esperaba. Hock Seng se incorpora y llama a Chan el Risueño y a los otros.

– En marcha. Se nos agotará el tiempo como no nos apresuremos.

Mientras se dirige a ellos, un camión enorme dobla la esquina con el motor revolucionado. El estruendo es increíble. Escupe nubes de gases de escape como una caldera de estiércol ilegal. Docenas de soldados de rasgos inexpresivos contemplan la calle desde la parte posterior mientras el vehículo prosigue su camino con un rugido. Hock Seng y sus hombres regresan al interior del callejón, tosiendo. Chan el Risueño vuelve a asomarse, sigue la trayectoria del camión.

– Funciona con diésel de carbón -musita extrañado-. Es el ejército.

Hock Seng se pregunta si se trata de partidarios del doce de diciembre, algún componente de los generales del nordeste que acude en ayuda del general Pracha para recapturar la Torre de Radio Nacional. O quizá sean aliados de Akkarat, apresurándose a asegurar las esclusas, los muelles o los amarraderos. O simples oportunistas que pretenden sacar partido del caos inminente. Hock Seng ve cómo desaparecen tras un recodo de la avenida. Heraldos de la tormenta, en cualquier caso.

Los últimos peatones buscan el refugio de sus hogares. Los tenderos están tapando sus escaparates desde dentro. El repicar y entrechocar de los candados se propaga por toda la calle. La ciudad sabe lo que está a punto de pasar.

Los recuerdos se agitan y se amontonan en la cabeza de Hock Seng. Callejones inundados de sangre. El olor del bambú verde en llamas, humeante. Busca la tranquilidad de la pistola de resortes y el machete. Es posible que la ciudad sea una jungla infestada de tigres, pero esta vez él no es ningún cervatillo indefenso huyendo de Malasia. Por fin ha aprendido la lección. Es posible prepararse para el caos.

Hace una seña a sus hombres.

– En marcha. Ha llegado el momento.