124201.fb2 La ciudad y las estrellas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 31

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Ni siquiera había sido cierto que el Hombre llegara a las estrellas. La totalidad de su pequeño imperio estaba limitado a las órbitas de Plutón y Perséfone, ya que el viaje interestelar había demostrado ser una barrera infranqueable para los poderes humanos, y como algo más allá de su alcance posible. Toda la civilización humana se había escondido y quedado encerrada alrededor del Sol, que todavía era muy joven cuando las estrellas le alcanzaron.

El impacto tuvo que haber sido terrible. A despecho de sus fracasos, el Hombre no había dudado nunca de que un día conquistaría las profundidades del espacio. Creyó también que si el Universo mantenía a sus iguales, no serían éstos superiores.

Ahora ya sabía que ambas creencias eran un error y que allá, entre las estrellas, — existían mentes mucho más poderosas que la suya. Por muchos siglos de duración, primero en las naves de otras razas y más tarde en máquinas construidas con conocimientos prestados, el Hombre había explorado la Galaxia. Por todas partes, encontró culturas que pudo comprender, pero no dominar, y aquí y allá, entre las vastas inmensidades del Cosmos, encontró mentalidades que le sobrepasaban mucho más allá de toda comprensión.

El choque fue tremendo; pero demostró la estructura de la raza y su hechura, su composición. Más triste e infinitamente más prudente, el Hombre había vuelto al Sistema Solar para retener y alimentar el conocimiento que había ganado. Tendría que aceptar así el desafío y lentamente fue dando forma a un plan que le iría proporcionando — esperanzas para el futuro.

Una vez, las ciencias físicas habían disfrutado del mayor interés por parte del Hombre. Ahora se volvió con más fuerza hacia la genética y al estudio de la mente. Fuera lo que fuera el costo que el plan supusiera, se conduciría a sí mismo hacia los límites extremos de su evolución.

El gran experimento había consumido todas las energías de la raza durante millones de años. Todos aquellos enormes sacrificios y luchas, se convirtieron sólo en un puñado de palabras en la narración de Callitrax. Aquello comportó para el Hombre sus más grandes victorias. Había barrido la enfermedad, podía vivir por cuanto tiempo deseara y dominando la telepatía había inclinado a su voluntad los más sutiles poderes de la mente.

Estaba ya dispuesto para salir de nuevo al exterior, confiando en sus propios recursos, y hacia los inmensos espacios de la Galaxia. Se encontraría entonces como de igual a igual con las demás razas de los mundos, de los cuales tuvo una vez que volver la espalda. Y jugaría así su papel completo en la historia del Universo.

Y así es como hizo tales cosas. Desde aquella edad, tal vez la más dilatada de toda la historia, llegaron las leyendas del Imperio. Había sido un Imperio de muchas razas; pero se había olvidado en el drama, demasiado tremendo, como una tragedia, en donde había llegado su fin.

El Imperio había durado cuando menos un millón de años. Tuvo que haber conocido sus crisis, tal vez incluso guerras, pero todo aquello fue perdido entre el devenir de las grandes razas caminando juntas hacia la madurez.

— Podemos estar orgullosos continuó Callitrax— de la parte que nuestros antepasados jugaron en la historia. Incluso cuando alcanzaron su cima cultural, nadie perdió la iniciativa. Ahora hemos de enfrentarnos con las conjeturas más que con los hechos probados, pero parece cierto que los experimentos que determinaron la caída del Imperio y su máxima gloria, fueron inspirados y dirigidos por el Hombre.

«La filosofía que se desprende de estos experimentos, parece haberse desarrollado así: el contacto con otras especies mostraron al Hombre qué profundamente la imagen del mundo para una raza dependía de su cuerpo físico y de los órganos sensoriales con los que estaba equipado. Se discutió que una imagen verdadera del Universo podría obtenerse, de ser posible, sólo por una mente que estuviese libre de tales limitaciones físicas… de hecho, una mentalidad pura. Esto siempre fue una concepción común entre los credos de las antiguas religiones de la Tierra, y parece extraño que una idea que no tiene origen racional, llegaría finalmente a ser una de las metas más grandes de la Ciencia.

«Jamás llegó a encontrarse una inteligencia desprovista de cuerpo en el universo natural; el Imperio se dispuso a crear una. Nosotros lo hemos olvidado, como tantas otras cosas, y no podemos imaginar la destreza y el conocimiento que pudo hacer eso posible. Los científicos del Imperio habían dominado todas las fuerzas de la Naturaleza, todos los secretos del Tiempo y el Espacio. De la misma forma que nuestras mentes son el producto subsiguiente de un intrincado arreglo y disposición de las células del cerebro, así lucharon para crear un cerebro cuyos componentes no fuesen materiales, sino modelos y pautas cincelados sobre el propio espacio. Tal cerebro, si se le puede llamar así, debería utilizar la energía eléctrica o incluso fuerzas más poderosas para su forma de operar y desde luego, verse por completo libre totalmente de la tiranía de la materia. Debería poder funcionar con muchísima mayor rapidez que cualquier inteligencia orgánica y perdurar en tanto que quedase un ergio de energía libre en el Universo, sin que sus poderes conociesen límites. Una vez creado, desarrollaría potencialidades que incluso sus creadores no podían predecir.

«Al igual que el resultado de la experiencia obtenida en su propia regeneración, el Hombre sugirió que la creación de tales seres debería ser intentada. Era el mayor desafío jamás lanzado a la inteligencia del Universo y tras siglos de debate, la idea fue aceptada. Todas las razas del conjunto galáctico se reunieron en común para su logro.

«Más de un millón de años separó al sueño de la realidad. Las civilizaciones se irguieron para caer después una y otra vez, poniendo en peligro el gigantesco proyecto; pero la meta propuesta y el fin deseado, nunca cayó en el olvido. Un día podemos conocer la historia completa de esto, del esfuerzo más grandioso que conoce la historia. Hoy sólo sabemos que su final fue un desastre que casi llevó a una catástrofe completa a toda la Galaxia.

«En todo este período, la mente de Vanamonde rehusó moverse. Existe una estrecha región de tiempo que aparece bloqueada para su mente; pero creemos que solamente se debe a sus temores personales, si así podemos llamarlo. En sus principios, podemos ver al Imperio en la cúspide de su gloria, preparado y tenso frente a la expectación del éxito que llegaba. En su fin, sólo unos pocos miles de años después, el Imperio aparece desintegrado y roto en mil pedazos y las estrellas oscurecidas como si hubieran perdido toda su energía. Sobre toda la Galaxia se extiende un manto de temor, un temor al que va unido un nombre: «La Mente Loca».

«Lo que tuvo que haber sucedido en ese corto período, no es difícil de imaginar: se había creado la mentalidad pura; pero o bien era algo insano, o, como parece más verosímil por nuestros propios recursos informativos, resultaba algo implacablemente hostil hacia la materia. Durante siglos vagó locamente por el Universo hasta poner bajo control fuerzas tales que no podemos ni suponer siquiera. Fuese cual fuese el arma que el Imperio utilizó en su extrema crisis, despilfarró los recursos de las estrellas; y de los recuerdos que tal conflicto produjo, surgieron algunos, aunque no todos, relativos a las leyendas de los Invasores. Pero de esto, tendré que deciros algo más.

«La Mente Loca no pudo ser destruida, ya que era inmortal. Fue conducida hacia un extremo de la Galaxia y allí aprisionada en forma que ahora no comprendemos. Su prisión la constituyó una estrella extraña y negra, conocida como el Sol Negro que aún subsiste en nuestros días. Cuando el Sol Negro muera, se verá libre de nuevo. A cuanta distancia en el futuro descansa este evento, es algo imposible de determinar por el momento.

Callitrax permaneció silencioso, como perdido en sus propios pensamientos, totalmente inconsciente del hecho de que los ojos de todo el mundo se hallaban fijos en él. En aquel largo silencio, Alvin fue mirando sobre la inmensa multitud existente a su alrededor, buscando la forma de leer en sus mentes conforme se enfrentaban con la revelación, y su desconocida amenaza que ahora reemplazaba al mito de los Invasores. En su mayor parte, los rostros de todos los ciudadanos aparecían como helados por la duda, luchaban por echar fuera de sí su falso pasado, sin poder aceptar todavía la tremenda realidad que lo había sobrepasado.

Callitrax comenzó a hablar nuevamente con voz tranquila segura conforme iba describiendo los últimos días del Imperio. Aquélla era la edad en— que Alvin tuvo que haber vivido, según se desprendía de las imágenes desveladas ante él, ya que un secreto instinto le llevaba con todas sus fuerzas a imaginarlo así. Entonces existía el gusto por la aventura y un soberbio y desprendido valor, el valor capaz de arrancar la victoria de los mismos dientes del desastre.

— Aunque la Galaxia había sido saqueada por la Mente Loca, los recursos del Imperio eran todavía enormes y su espíritu todavía permanecía coherente. Con un valor frente al cual sólo nos queda el poder maravillarnos, el gran experimento se convirtió en la gran búsqueda del tallo que había causado la catástrofe. Hubo entonces, por supuesto, muchos que se opusieron a la operación y predijeron más catástrofes; pero fueron arrollados. El proyecto continuó hacia delante y, con el conocimiento tan duramente adquirido, esta vez tuvo éxito.

«La nueva raza nacida tenía un intelecto potencial que no podía ni siquiera ser calculado. Pero, paradójicamente, era completamente infantil; no sabemos si esto era algo esperado por sus creadores; pero parece inverosímil que sabían que ello sería inevitable. Millones de años fueron precisos antes de que alcanzase su madurez y nada podía hacerse para acelerar su proceso. Vanamonde fue el primero de esos seres de mente pura; tiene que haber otros en cualquier parte de la Galaxia; pero creemos que debieron crearse muy pocos otros, ya que Vanamonde jamás ha encontrado a ninguno de sus congéneres.

«La creación de las mentalidades puras fue el más grandioso logro de la civilización de la Galaxia, y en ello el Hombre jugó un mayor y tal vez más dominante papel. No he hecho referencia a la propia Tierra, ya que su historia es un hilo diminuto en un enorme tapiz. Puesto que había sido casi siempre desprovista de sus más valiosos espíritus aventureros, nuestro planeta se convirtió inevitablemente en un mundo altamente conservador y al final, se opuso a los científicos que crearon a Vanamonde. Ciertamente, él no tomó parte alguna en el último acto.

«La tarea del Imperio se encontró ya terminada, los hombres de aquella época miraron a su alrededor a las estrellas que habían saqueado en su desesperado estado de peligro y tomaron su decisión. Dejarían el resto del universo a Vanamonde.

«Y aquí hay un misterio, un misterio que puede que jamás lo podamos resolver, ya que Vanamonde no puede ayudarnos. Todo lo que sabemos, es que el Imperio hizo contacto con… algo, muy extraño y muy grande, en las lejanías insondables de la curva del Cosmos, a la otra extremidad del propio espacio. Lo que ello pudiera ser, es algo que sólo podemos imaginar; pero su llamada tuvo que haber sido de una inmensa urgencia, y una inmensa promesa. Dentro de un corto periodo de tiempo, nuestros antepasados y las razas amigas habían hecho una jornada que no podemos seguir con la imaginación. Los pensamientos de Vanamonde parecen estar constreñidos por los confines de la Galaxia; pero a través de su mente hemos observado los principios de esta grande y misteriosa aventura. Aquí está la imagen que hemos reconstruido; pero para entenderlo en parte, es preciso que todos tratéis de volver a mil millones de años en el pasado…

Un pálido espectro de su gloria pasada, la rueda de la Galaxia lentamente girando y suspendida en la nada. A todo lo largo de su inmensidad, estaban las grandes riquezas vacías que la Mente Loca había saqueado… heridas que en las edades por venir, tendrían que ir sanando y completando las estrellas. Pero ellas nunca podrán jamás volver a reemplazar el esplendor que había desaparecido.

El Hombre estaba a punto de dejar su Universo, como tanto tiempo atrás había dejado su mundo. Y no sólo el Hombre, sino las miles de otras razas que habían trabajado con él para construir el Imperio. Se reunieron juntas, aquí en el borde de la Galaxia sumando sus potencialidades; pero separadas todas de la meta que ya no podrían alcanzar en edades por venir.

Reunieron una flota ante la cual falla toda imaginación. Sus naves insignias eran soles, sus naves más pequeñas, los planetas. Todo un enjambre globular con todos sus sistemas y todos sus mundos correspondientes, estaban a punto de lanzarse hacia el Infinito. La gigantesca línea de fuego se aplastó destruyendo el corazón del Universo, yendo de una a otra estrella. En un momento del Tiempo, un millar de soles habían muerto, alimentando con sus energías la monstruosa forma que había desgarrado el eje de la Galaxia, retrocediendo entonces hacia el abismo…

— Y así —siguió Callitrax— el Imperio abandonó nuestro Universo, para encontrar su destino en otra parte. Cuando sus herederos, las mentalidades puras, hubieran alcanzado su completo desarrollo, puede que vuelvan de nuevo. Pero ese día, puede hallarse aún muy lejano.

«Esto es, dentro de la más breve y resumida sinopsis y en sus perfiles más superficiales y generalizados, el relato de la civilización de la Galaxia. Nuestra propia historia, que tan importante nos parece a nosotros, no es más que un epílogo trivial y trasnochado, aunque tan complejo que no estamos capacitados para desentrañar sus detalles. Parece ser, que muchas de las más antiguas y menos aventureras razas, se negaron a abandonar sus hogares de origen y nuestros antepasados se encontraron entre ellas. La mayor parte de estas razas cayeron en la decadencia y ahora se han extinguido, aunque algunas otras pueden subsistir todavía. Nuestro propio mundo apenas si pudo escapar al mismo destino. Durante los Siglos de la Transición que continúa durando por millones de años, el conocimiento del pasado se ha perdido o tal vez deliberadamente destruido. Esto último, aunque duro de creer, parece más probable. El Hombre se hundió en un supersticioso, y con todo aún, científico barbarismo durante el cual ha distorsionado la historia para suprimir de ella su impotencia y su fracaso. Las Leyendas de los Invasores son completamente falsas, aunque la desesperada lucha contra la Mente Loca ha contribuido, indudablemente, a todo ello. Nada impulsó a nuestros antepasados a refugiarse en la Tierra, excepto la enfermedad de su propio espíritu.

«Cuando hicimos este descubrimiento, un problema, en particular, nos llenó de confusión en Lys. La Batalla de Shalmirane nunca tuvo lugar… así y todo, Shalmirane ha existido y existe hoy. Y lo que es más, fue una de las armas más grandes de destrucción jamás construidas.

«Nos llevó algún tiempo resolver este rompecabezas; pero la respuesta, una vez hallada, fue muy sencilla. Hace mucho tiempo, nuestra Tierra contaba con un solo satélite de gran tamaño, la Luna. Cuando entre la lucha terrible y la guerra entre las mareas y la gravedad, la Luna cayó al fin de su órbita y se hacía necesario destruirla, Shalmirane se construyó para tal propósito y a su alrededor se tejieron las leyendas que todos conocemos.

Callitrax sonrió ligeramente frente al inmenso auditorio.

— Hay muchas otras leyendas parecidas, en parte verdad y falsas en otra parte y otras paradojas en nuestro pasado que aún no han sido resueltas. Este problema, sin embargo, es más bien para los psicólogos que para los historiadores. Incluso los registros del Computador Central no pueden ser creídos en su totalidad y muestran una clara evidencia de haber sido manipulados intencionadamente en un remoto pasado.

— «Sobre la Tierra, sólo Diaspar y Lys sobrevivieron al período de decadencia; Diaspar gracias a la perfección de las máquinas, y Lys debido a su parcial aislamiento y a los poderes intelectuales, poco corrientes, de sus gentes. Pero ambas culturas, aun habiendo luchado para volver a sus antiguos niveles, fueron también distorsionadas por los temores y los mitos heredados.

«Esos temores no tienen ya por qué seguir hechizándonos. No es mi papel, como historiador, el predecir el futuro, solo observar e interpretar el pasado. Pero la lección está bastante clara y evidente; hemos vivido por demasiado tiempo fuera del contacto de la realidad, y creo que ya es llegada la hora de que reconstruyamos nuestras vidas».

CAPÍTULO XXV

Jeserac paseaba en silencioso asombro a través de las calles de una Diaspar que jamás había visto. Tan diferente era, ciertamente de la ciudad en la que había pasado muchas de sus vidas, que le costaba trabajo reconocería de nuevo. Sabía, por supuesto, que era Diaspar, aunque cómo lo sabía era algo que no se detenía a preguntar.

Las calles eran estrechas, los edificios más bajos y… el Parque había desaparecido. O más bien, había dejado de existir. Aquélla era la Diaspar anterior al cambio, la Diaspar que había sido abierta al mundo y al universo. El cielo tenía un azul pálido, moteado con la gracia de unas nubes pasajeras, que se retorcían y cambiaban de forma lentamente por los vientos que ahora soplaban a través de la superficie de aquella nueva Tierra, más joven.

Por encima de aquellas nubes y en la lejanía, se desplazaban los viajeros del cielo. Por millas de distancia por encima de la ciudad, enlazando los cielos con su silenciosa tracería, las naves aéreas que enlazaban a Diaspar con el resto del mundo exterior iban y venían en sus apresurados negocios. Jeserac se quedó mirando fijamente durante un cierto tiempo al misterio y a la maravilla del cielo abierto y por un momento el temor antiguo volvió a trastornarle el espíritu. Se sentía como desnudo y desprotegido, consciente de que aquella cúpula pacífica y azul por encima de su cabeza, no era más que la más delgada de las envolturas… y que más allá, se extendía el Espacio, con todo su misterio y sus amenazas.

El temor no fue tan fuerte como para paralizar su voluntad. En parte de su mente, Jeserac sabía que aquella experiencia era un sueño y un sueño no podía hacerle ningún daño. Se sintió arrastrado por el hechizo de la fantasía, saboreando cuanto podía darle, hasta despertar una vez más en la ciudad que tan bien conocía.

Estaba paseando en el corazón de Diaspar, hacia el punto donde en su propia edad se había levantado la Tumba de Yarlan Zey. Ya no había tumba alguna allí, en aquella vieja ciudad… solamente un edificio pequeño y circular con muchas arcadas que daban acceso a la construcción. Junto a una de aquellas arcadas, un hombre estaba esperándole.

Jeserac debería haberse sentido sobrecogido por el asombro; pero ya nada podía sorprendente. De alguna forma parecía correcto y natural que tuviera que encararse frente por frente con el hombre que había construido Diaspar.

— Me reconocerás, imagino — dijo Yarlan Zey.

— Por supuesto; he visto tu estatua millares de veces. Tú eres Yarlan Zey y ésta es la Diaspar de hace mil millones de años. Sé que estoy soñando y que ninguno de nosotros tiene nada que ver con la realidad presente.

— Entonces, no tienes por qué alarmarte por cualquier cosa que pueda ocurrir. Por tanto, sígueme y recuerda que nada te hará ningún daño, puesto que en cuanto lo desees puedes despertar en Diaspar… en tu propia edad.

Obedientemente, Jeserac siguió a Yarlan Zey al interior del edificio con su mente receptiva y falta de crítica como una esponja. Algún recuerdo, o el eco del recuerdo, le avisó de lo que iría a ocurrir a renglón seguido y sabía que una vez habría huido de aquello surgido en el horror. Ahora, sin embargo, no sintió temor alguno. No solamente se sintió protegido por el conocimiento de que aquella experiencia no era real, sino que la presencia de Yarlan Zey parecía un talismán contra cualquier peligro con el que tuviera que encararse eventualmente.

Había poca gente que se dirigía por los caminos deslizantes hacia el interior subterráneo y a las profundidades del edificio y que no tenían otra compañía cuando a poco, quedaron en pie junto al largo y rayado cilindro metálico, que les conduciría fuera de la ciudad en una jornada, que Jeserac una vez contempló con verdadero horror. Cuando su guía señaló hacia la puerta abierta, se detuvo sólo un instante en el umbral, para pasar inmediatamente al interior.

— ¿Lo estás viendo? — le dijo Yarlan Zey con una sonrisa —. Ahora, cálmate y recuerda que estás seguro de que nada podrá tocarte ni dañarte en lo más mínimo.

Jeserac le creyó. Oyó sólo el suave zumbido vibratorio de la máquina y una cierta aprensión al pasar la entrada del túnel ante él, mientras que la máquina ganaba rápidamente velocidad al ir discurriendo entre las profundidades subterráneas. Fuese cual fuese el temor que había tenido, todo quedó olvidado ante la idea de conversar animadamente con aquella figura, casi mítica, del pasado.

— ¿No te parece extraño comenzó a decir Yarlan Zey — que aunque los cielos estén abiertos para viajar por ellos, hemos tratado de enterrarnos a nosotros mismos en las entrañas de la Tierra? Es el principio de la enfermedad cuyo fin has visto en tu propia edad. La Humanidad está intentando ocultarse, está asustada de lo que se extiende por el espacio y pronto cerrará las puertas que conducen al Universo.

— Pero yo he visto espacionaves por el cielo de Diaspar — repuso Jeserac.