124201.fb2 La ciudad y las estrellas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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— Estamos en la Torre de Loranne — replicó Alvin —. Este es uno de los puntos más altos de Diaspar. Ven… te lo mostraré.

Tomó la mano de Mystra y la condujo fuera del salón. No había salidas visibles a la vista; pero en varios puntos las señales del suelo indicaban corredores laterales. Al aproximarse a los espejos en aquellos puntos, las reflexiones parecían fundirse en una arcada luminosa, pudiendo salir hacia otro pasaje. Mystra perdió toda traza consciente del camino seguido entre tanto retorcimiento y tanta vuelta hasta que al final emergieron en un túnel largo, perfectamente recto y a través del cual soplaba un viento frío y persistente. Se extendía horizontalmente por cientos de pies en cada dirección y su extremo lejano aparecía como un círculo luminoso.

— No me gusta este lugar — se quejó Mystra —. Hace frío.

Probablemente ella nunca había experimentado un frío real en toda su vida y Alvin se sintió en cierta forma culpable de la molestia de la joven. Tendría que habérselo advertido para que hubiese llevado una capa, y buena, ya que todas las ropas en Diaspar eran puramente ornamentales y completamente inútiles como protección.

Puesto que la incomodidad de la chica era completamente falta de Alvin, le entregó su capa sin pronunciar una palabra. No hubo en aquel gesto la menor traza de galantería; la igualdad de los sexos era desde hacía demasiado tiempo, completa en todos los aspectos, como para que tales gestos tuvieran que sobrevivir con algún significado especial. Mystra pudo a su vez haber hecho lo mismo y él la hubiera aceptado automáticamente.

No resultaba nada agradable caminar por el túnel con el viento soplando a la espalda, aunque pronto alcanzaron el extremo del mismo. Un amplio enrejado de filigrana en la piedra marcaba el final del camino, previniendo continuar hacia ninguna otra parte, lo que por lo demás, era preciso, ya que estaban en la frontera misma de la ciudad. Aquel gran aeroducto se abría a una de las caras de la torre y bajo ellos, caía a plomo una profundidad de más de mil pies. Se hallaban en la parte más alta de los aledaños de la ciudad y Diaspar se extendía bajo ellos en una forma como pocos de sus habitantes la habían visto nunca. La vista era el reverso de la observada por Alvin desde el centro del Parque. Mirando hacia abajo, se apreciaban las oleadas concéntricas de piedra y metal conforme iban descendiendo en escalones de una milla de anchura hacia el corazón de la ciudad. Lejos y en la distancia, en parte escondidos por las torres que interceptaban la vista, Alvin pudo mirar los campos distantes con sus árboles y el eterno río circundante. Todavía más allá en la lejanía, los remotos bastiones de Diaspar saltaban una vez más hacia el cielo.

Tras él, Mystra compartía aquel panorama con placer aunque sin mucha sorpresa. La joven había visto la ciudad incontables veces antes, desde otros puntos igualmente ventajosos y con mucha más comodidad.

— Este es nuestro mundo… todo él — dijo Alvin —. Ahora quiero mostrarte algo más.

Se apartó del enrejado y comenzó a caminar hacia el distante círculo de luz del extremo del túnel. El viento era frío contra su cuerpo apenas vestido; pero apenas si le dio importancia.

Había recorrido ya alguna distancia, cuando se dio cuenta de que Mystra no tenía la menor intención de seguirle. Ella había quedado plantada en el enrejado observándole, apretándose al cuerpo la capa prestada por Alvin y con una mano medio levantada hacia la cara. Alvin vio cómo se movían sus labios; pero no le llegaron sus palabras. Se volvió hacia ella asombrado al principio, después con impaciencia no desprovista de lástima. Lo que Jeserac había dicho era verdad. Ella no podía seguirle. La joven había calculado el significado de aquel remoto círculo de luz desde el cual el viento soplaba desde siempre al interior de Diaspar. Tras Mystra estaba el mundo conocido, lleno de maravillas y con todo, desprovisto de sorpresas, levantado como un brillante; pero cerrado como una burbuja que discurría por el río del tiempo. Delante de ella y a una distancia de unos cuantos pasos, se hallaba el vacío de lo extraño, el mundo del desierto… el mundo de los Invasores.

Alvin volvió a reunirse con ella y se sorprendió de encontrársela temblando.

— ¿De qué estás asustada? — le preguntó —. Seguimos estando seguros en Diaspar. ¡Ya que has mirado por esa ventana, podrías mirar también por aquella otra!

Mystra le estaba mirando fijamente como sí sé tratase de un extraño monstruo. Y en realidad, para sus formas de pensar y comportarse, lo era, ciertamente.

— No podría hacerlo dijo ella al fin —. Nada más que de pensarlo me da más frío que el de este viento. ¡No vayas más lejos, Alvin!

— Pero eso no tiene nada de lógico — protestó Alvin —. ¿Qué es lo que puede dañarte con llegar al final del corredor y mirar hacia el exterior? Hay algo de extraño y de solitario; pero no es nada horrible. De hecho, cuando más lo miro, más hermoso pienso que…

Mystra no permaneció hasta terminar de oír sus palabras. Se volvió sobre sus pasos y echó a correr a lo largo de la rampa que les había llevado hasta el piso del túnel. Alvin no hizo el menor intento de detenerla, ya que ello comportaba las malas formas de imponer la voluntad de una persona sobre otra. Sabía que Mystra no se detendría hasta reunirse con sus amigos. No existía peligro tampoco de que no volviera a encontrar el camino de vuelta por aquellos laberintos y pasajes. Una habilidad instintiva para salir de los más intrincados apuros, era uno de los mayores logros que el Hombre había aprendido desde que comenzó a vivir en las ciudades. La rata, extinguida ya hacía milenios, se había visto forzada a adquirir una similar destreza cuando abandonó los campos y se lanzó a vivir en masa junto a los seres humanos.

Alvin esperó un momento como si todavía esperase a medias que Mystra volviese. No se sorprendió de su reacción, sólo de su violencia y falta de racionalidad. Aunque lo lamentaba sinceramente, no pudo evitar el recordar que la joven le hubiera devuelto la capa al marcharse.

No solamente era el frío, era también difícil moverse contra el viento que soplaba a través de los pulmones de la ciudad. Alvin luchaba contra la corriente de aire y contra la que de cualquier forma desconocida mantenía su movimiento en la misma dirección. No pudo descansar hasta llegar hasta la rejilla de piedra y apoyarse allí con las manos. En la rejilla había suficiente espacio como para asomar la cabeza a través de la abertura, aun siendo ésta no muy grande ya que se hallaba algo restringida y reforzada contra las murallas de la ciudad.

Así y todo pudo ver bastante. A miles de pies bajo él, la luz del sol estaba a punto de esconderse por el lejano horizonte de aquel desierto sin límites. Los rayos de luz casi horizontales chocaron contra la rejilla y formaron una fantástica exhibición de sombras y luz dorada por el túnel. Alvin cerró los ojos contra el resplandor y miró hacia el terreno yacente bajo sus pies y que ningún hombre había hollado durante edades y milenios.

Es como si hubiera estado contemplando un mar eternamente helado. Milla tras milla, las dunas de arena se ondulaban hacia el oeste, con sus contornos exagerados por la inclinación y el efecto de la luz solar en el crepúsculo. Aquí y allá, el capricho del viento había tallado curiosos remolinos y barrancos en la arena, de tal forma, que a veces resultaba difícil creer que algunos de ellos no fuesen el resultado de alguna inteligencia humana. A una grandísima distancia, tan lejos que era poco menos que imposible juzgar su remoto emplazamiento, se apreciaba una larga hilera de colinas suavemente redondeadas. Aquello produjo en Alvin una especie de decepción; ya que le habría gustado ver surgir del suelo las imponentes montañas que había contemplado en los antiguos registros y en sus propios sueños.

El sol descansaba sobre el filo de las colinas con su luz rojiza por los cientos de millas de atmósfera que atravesaba hasta llegar a su retina. En su disco se apreciaban dos manchas negras; Alvin había aprendido en sus estudios que tales cosas existían, pero se encontró sorprendido al comprobar lo fácil que era verlo con sus propios ojos. Eran como un par de ojos escudriñándole, mientras permanecía en aquel agujero como un espía con el viento soplándole incesantemente en los oídos.

En realidad, no había crepúsculo. Con la puesta del sol, las grandes lagunas de sombra yacentes junto a las dunas se unieron inmediatamente para formar un vasto mar de sombras. El color del cielo fue apagándose; los cálidos rojos y dorados barridos de la vista, dejando un azul que se hacía más y más profundo en la noche. Alvin esperó hasta aquel momento maravilloso en que él solo entre todo el género humano hubo conocido… el momento en que comenzaron a brillar las primeras estrellas en el firmamento.

Hablan transcurrido muchas semanas desde que estuvo la última vez en aquel lugar y sabía que la disposición del cielo nocturno tuvo que haber cambiado mientras tanto. Aun así, no estaba preparado para su primera contemplación de los Siete Soles.

No podían tener otro nombre, la frase surgió espontánea de sus labios. Formaban un diminuto, muy compacto y sorprendente grupo simétrico contra el último resplandor del crepúsculo. Seis de aquellas estrellas aparecían dispuestas en una elipse aplastada pero que Alvin estaba seguro de que en realidad era un círculo perfecto, ligeramente inclinado hacia la línea de visión. Cada estrella era de un color diferente, y distinguió fácilmente el rojo, azul, oro y verde, aunque otros matices escaparon a sus ojos. En el mismo centro de aquella formación se hallaba una simple estrella gigante, la estrella más brillante de todo el cielo visible. La totalidad de la constelación tenía el aspecto de una pieza maestra de joyería, parecía como algo increíble y más allá de todas las leyes del azar, que la Naturaleza pudiese haber contribuido a una disposición tan perfecta.

Conforme sus ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad, Alvin pudo descubrir el grandioso y neblinoso velo que una vez fue llamado la Vía Láctea. Se extendía desde el cenit hasta el horizonte y los Siete Soles aparecían inmersos en sus encajes. Las otras estrellas que fueron apareciendo después y su disposición al azar sólo resaltaban el enigma de tan perfecta simetría. Era casi como si algún poder hubiese opuesto deliberadamente al desorden del universo natural, aquel signo sobre las estrellas.

La Galaxia había dado unas diez veces un giro completo sobre su eje desde que el Hombre hizo su primera aparición sobre la Tierra. A escala cósmica, aquello sólo representaba un momento. Y con todo, en tan corto tiempo, había cambiado completamente. Los grandes soles que una vez brillaron llenos de luz y calor en el orgullo de su juventud, se hallaban entonces caminando hacia su extinción. Pero Alvin no había visto los cielos en el esplendor de su antigua gloria y por tanto no pudo apreciar lo que de ellos se había perdido.

El frío que acabó calándole los huesos le hizo volver a la ciudad. Se frotó los miembros vigorosamente para hacer volver la circulación de su sangre a su cuerpo entumecido. Ante él, la luz que surgía de Diaspar era tan brillante que tuvo que cerrar los ojos por unos instantes. Al exterior de la ciudad existía el día y la noche; pero en su interior sólo había un día eterno. Conforme el sol descendía por el cielo de Diaspar, se iba llenando en su lugar con otra luz igual de tal forma que nadie podía apercibirse de que la iluminación natural se hubiera desvanecido. Incluso antes de que el hombre hubiese perdido la necesidad de dormir, ya habían barrido la oscuridad de sus ciudades. La sola noche que alguna vez cayó sobre Diaspar, era un raro e imprevisible oscurecimiento que a veces se producía en el Parque transformándolo en un lugar de misterio.

Alvin volvió lentamente al salón de los espejos, con la mente todavía llena de noche y de estrellas. Le hacía sentirse inspirado y al propio tiempo deprimido. Parecía no haber forma de escapar hacia aquella enorme extensión vacía… sin ningún propósito racional para llevarla a cabo. Jeserac había dicho que un hombre moriría muy pronto solo en el desierto, y Alvin le había creído siempre. Tal vez podría algún día descubrir alguna manera de salir de Diaspar; pero de hacerlo, sabía que pronto tendría que volver. Llegar al desierto podía ser un juego divertido, arriesgado y apasionante; pero nada más. Era un juego que no podía compartir con nadie y podría no llevarle a ninguna parte. Pero al menos valdría la pena de hacerlo si con aquello mitigaba la vehemencia y el anhelo de su alma.

Como si no quisiera volver al mundo familiar en que había nacido, Alvin se entretuvo entre los reflejos procedentes del pasado. Permaneció de pie frente a uno de los grandes espejos y observó las escenas que iban y venían mezcladas en sus profundidades. Sea cual fuese el mecanismo que producían aquellas imágenes, estaba controlado por su presencia física y en cierta medida por sus pensamientos. Los espejos aparecían siempre en blanco al llegar a la habitación, pero llenos de acción y movimiento tan pronto como cualquiera se movía ante ellos.

Le pareció hallarse en un ancho patio al descubierto que nunca había visto en la realidad; pero que probablemente existiese en algún lugar de Diaspar. Aparecía apretujado de gente fuera de lo corriente como si celebrase alguna especie de reunión. Dos hombres se hallaban discutiendo cortésmente sobre una plataforma que se elevaba a cierta altura del suelo, mientras que los reunidos les rodeaban interpelándoles de tanto en tanto. El silencio completo añadía más encanto a aquella escena, ya que la imaginación comenzaba inmediatamente a trabajar supliendo los sonidos que faltaban. ¿Qué estarían debatiendo? Tal vez no fuese una escena real ocurrida en el pasado; sino un episodio creado por algún artista. El cuidadoso equilibrio de las figuras y los movimientos levemente formales de sus componentes, hacían que toda aquella escena pareciese muy próxima a la misma vida.

Estudió los rostros de aquella multitud, en busca de alguno que pudiera reconocer. No había nadie reconocible; pero podría muy bien estar mirando a amigos que aún no conocería durante siglos en el futuro. ¿Cuántos modelos de fisonomía humana había allí? El número era enorme, casi infinito, especialmente cuando todos los faltos de estética habían sido eliminados.

La gente que se movía en aquel mundo del espejo continuó su discusión largamente olvidada, ignorando la imagen de Alvin que permanecía inmóvil entre ella. A veces resultaba difícil creer que Alvin no formara parte de la escena por sí mismo, ya que la ilusión era tan perfecta. Cuando uno de los fantasmas del interior del espejo pareció moverse detrás de Alvin, se desvaneció como pudiera haberlo hecho un objeto real y cuando otro se movía frente a él, era él precisamente el que se desvanecía eclipsado. Se estaba disponiendo a salir de allí cuando se dio cuenta de la presencia de un hombre vestido de una forma singular, de pie y ligeramente aparte del grupo principal. Sus movimientos, sus ropas, todo lo que a él concernía, parecía hallarse desfasado de aquella asamblea. Estropeaba el conjunto de aquella perfecta disposición; como Alvin, constituía un anacronismo.

Pero era algo más que aquello. Era real y se hallaba mirando a Alvin con una sonrisa ligeramente burlona.

CAPÍTULO V

En su corto espacio de vida, Alvin apenas si conocía a una milésima parte de los habitantes de Diaspar. No se sorprendió, por tanto, de que el hombre a quien tenía frente a sí, fuese un desconocido. Lo que le sorprendió fue el encontrar a cualquiera en aquella desierta torre, tan cerca a la frontera de lo desconocido.

Volvió la espalda al mundo del espejo y se encaró con el intruso. Antes de que pudiera hablar, el otro se dirigió a él.

— Tú eres Alvin, según creo. Cuando descubrí que alguien se dirigía aquí, me supuse que serías tú.

Aquellas palabras no tenían la menor intención de ser una ofensa, eran una sencilla declaración que Alvin aceptó como tal. Tampoco se sintió sorprendido de ser reconocido, tanto si le gustaba como si no, el hecho de su calidad de Único y sus potencialidades desconocidas aún, le hacían ser conocido por todos en la ciudad.

— Soy Khedrom continuó aquel extraño como si aquello lo explicase toda. Me llaman el Bufón.

Alvin no supo qué responder y Khedrom se encogió de hombros con un gesto de burlona resignación.

— Ah, así es la fama. Claro, tú eres joven y no ha habido bufones en tu vida. Tu ignorancia queda excusada.

Había algo de gracioso y nuevo, simpático y refrescante en aquel tipo singular. Alvin se rebuscó en la mente en busca del significado de aquella palabra «bufón», buceó en sus últimos y más profundos conocimientos y en su memoria; pero no pudo identificarla. Habla muchos títulos en la compleja vida social de la ciudad y con seguridad le llevaría muchísimos años el aprenderlos.

— ¿Viene usted aquí con frecuencia? — le preguntó Alvin, casi con cierta envidia. Alvin había crecido, considerando la Torre de Loranne como de su personal propiedad y se sintió ligeramente molesto de que alguien más pudiese conocer tales maravillas. Pero… ¿habría mirado Khedrom el desierto o visto las estrellas en el Oeste?

— No — repuso Khedrom, casi como respondiendo a sus pensamientos no expresados en palabras —. Nunca estuve antes aquí. Pero me produce un gran placer el ir aprendiendo las cosas que existen en la ciudad, fuera de lo normal y corriente y hace mucho tiempo desde que cualquier persona haya venido a la Torre de Loranne.

Alvin trató de suponer cómo Khedrom podría estar al corriente de sus anteriores visitas; pero rápidamente echó de lado la cuestión apartándola de su mente. Diaspar estaba llena de ojos y oídos y de otros sentidos más sutiles que mantenían a la ciudad alerta de todo cuanto sucediese dentro de ella.

— Entonces, si no es corriente para casi nadie el venir aquí —dijo entonces Alvin— ¿por qué está ahora interesado en hacerlo?

— Porque en Diaspar — repuso Khedrom— lo fuera de lo corriente es mi prerrogativa. Hacía tiempo que había reparado en ti, muchacho y sabía que cualquier día nos encontraríamos aquí. Aparte de mi aspecto, yo también soy un Único. Oh, no en la forma en que tú lo eres, esta no es mi primera vida. Yo he pasado ya un millar de veces por la Sala de la Creación. Pero en alguna ocasión, allá en el pasado y en los principios, fui escogido como el Bufón, y sólo existe un Bufón en cada vez en Diaspar. Mucha gente incluso cree que uno es demasiado.

En el discurso de Khedrom había una cierta ironía que dejó algo perplejo a Alvin. No era la mejor manera de conducirse el hacer preguntas directas; pero después de todo, Khedrom había sido el que comenzó el asunto.

— Lamento mi ignorancia — dijo Alvin —. Pero ¿qué es un Bufón, y qué es lo que hace?

— Tú preguntas «qué» — replicó Khedrom— por tanto, yo empezaré por decirte «por qué». Es una larga historia, pero creo que te interesará de veras.

— A mí me interesan todas las cosas — repuso Alvin con verdadera sinceridad.