124201.fb2 La ciudad y las estrellas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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— Muy bien. Los hombres — si es que fueron los hombres, lo cual pongo muchas veces en duda —, que diseñaron Diaspar tuvieron que resolver un problema increíblemente complejo. Diaspar no es solamente una gran máquina, ya sabes, es un organismo viviente, un organismo inmortal. Estamos tan acostumbrados a nuestra sociedad que no podemos apreciar qué extraño le hubiera parecido a nuestros antepasados. Aquí tenemos un mundo diminuto y cerrado que nunca cambia, salvo en pequeños detalles, y con todo, es perfectamente estable, edad tras edad. Así ha permanecido probablemente más tiempo que el resto de la historia humana y con todo en esa historia, hubo, así se cree, incontables millares de distintas culturas y civilizaciones que se sostuvieron durante cierto tiempo y después perecieron. ¿Cómo es que Diaspar logró esta extraordinaria estabilidad?

Alvin se quedó sorprendido de que alguien pudiera hacerse una pregunta tan elemental y sus esperanzas de aprender algo comenzaron de nuevo a desvanecerse.

— Pues a través de los Bancos de Memoria, por supuesto — replicó —. Diaspar está siempre compuesta de la misma gente, aunque sus actuales agrupaciones cambien como sus cuerpos, conforme vayan siendo creados o destruidos.

Khedrom sacudió la cabeza negativamente.

— Esa es sólo una parte muy pequeña de la respuesta, querido joven. Con exactamente la misma gente, se podrían construir muchas y diferentes clases de sociedad. No puedo probarlo, ni tampoco tengo una evidencia directa de ello; pero creo que es cierto. Los diseñadores de la ciudad, no se limitaron a fijar su población; fijaron y establecieron también las leyes que iban a gobernar su conducta. Nosotros apenas si nos damos cuenta de que tales leyes existen; pero las obedecemos. Diaspar es una cultura congelada, que no puede cambiar fuera de unos estrechos límites. Los Bancos de Memoria almacenan muchas otras cosas, aparte de los modelos y pautas de nuestros cuerpos y personalidades. Almacenan la imagen de la ciudad en sí misma, sosteniendo cada uno de sus átomos rígidamente contra todos los cambios que el Tiempo pueda implicar. Mira este pavimento… se construyó hace ya millones de años, y pisadas en número infinito de incontables criaturas vivientes han pasado por encima. ¿Puedes ver algún signo de desgaste? La materia desprotegida, aunque sea el diamante, habría sido ya reducida a polvo, haría ya muchísimos siglos. Pero en tanto que el poder o la energía que accione los Bancos de Memoria, en tanto en que las matrices que contienen todo pueden seguir controlando la configuración íntegra de la ciudad, con su completa estructura física, Diaspar jamás cambiará.

Pero han existido algunos cambios — protestó Alvin —. Muchos edificios han sido destruidos desde que se construyó la ciudad y se han erigido otros nuevos…

— Por supuesto que sí… pero sólo descargando la información almacenada en los Bancos de Memoria y disponiendo después nuevas estructuras. En cualquier caso, yo me limitaba a mencionarlo como un ejemplo de la forma en que la ciudad se preserva a sí misma físicamente. El punto que quería hacer resaltar, es que en la misma forma, existen máquinas en Diaspar, que preservan nuestra estructura social. Esas máquinas vigilan cualquier cambio y lo corrigen antes de que se haga demasiado grande. ¿Cómo lo hacen? No lo sé… tal vez seleccionando a aquellos que emergen de la Sala de la Creación. Quizá se produzca escudriñando secretamente nuestros propios modelos de personalidad; nosotros podemos creer y estar seguros de que tenemos una libre voluntad pero… ¿podemos estar seguros de que es así?

«De cualquier forma, el problema quedó resuelto. Diaspar ha sobrevivido y ha marchado adelante con seguridad a través de las edades, como una gran nave que condujese todo lo que quedó de la raza humana. Es un tremendo logro de la ingeniería social, aunque si tal logro ha valido la pena, es otra cosa distinta.

«Sin embargo, la estabilidad, no es suficiente. Conduce demasiado fácilmente al estancamiento, y de ahí a la decadencia. Los diseñadores de la ciudad, tomaron muy elaboradas precauciones para evitarlo, aunque esos edificios abandonados sugieren que no lo consiguieron del todo. Yo, Khedrom el Bufón, soy una parte de ese plan. Una parte muy pequeña, tal vez. Me gusta pensar de otra forma; pero nunca puedo estar seguro.

— ¿Y cuál es esa parte? — preguntó Alvin, todavía sumido en la incomprensión de todo aquello, volviéndose un tanto exasperado.

— Digamos que yo introduzco una cantidad calculada de antemano de desórdenes en la ciudad. Explicar mis actuaciones, sería destruir su efectividad. Júzgame por mis acciones, aunque sean pocas, más bien que por mis palabras, que son muchas.

Alvin jamás se había encarado antes con nada parecido a Khedrom. El Bufón era una personalidad real, un personaje que levantaba la cabeza y los hombros por encima de la generalidad de las gentes que conocía y se apartaba del nivel uniforme que era lo típico en Diaspar. Aunque parecía no poder tener esperanzas en descubrir precisamente cuáles eran sus obligaciones y cómo las llevaba a cabo, aquello era lo menos importante. Alvin sintió, que lo que importaba era que existía alguien a quien pudiese hablar, aprovechando un respiro en el monólogo, y a quien pudiera preguntar y de quien recibir respuestas de los problemas que le tenían confuso y embrollado desde hacía tanto tiempo.

Ambos volvieron a través de los corredores de la Torre de Loranne y emergieron junto al desierto camino móvil. Hasta que no se hallaron una vez más en las calles, no se le ocurrió a Alvin que Khedrom nunca le preguntó qué había estado haciendo al borde de lo desconocido. Sospechó que Khedrom lo sabía y que estaba interesado, pero no sorprendido. Algo le dijo que sería muy difícil sorprender a Khedrom.

Se intercambiaron sus números índices, al objeto de poder llamarse recíprocamente cada vez que lo necesitaran. Alvin se hallaba realmente ansioso de saber más cosas del Bufón, aunque supuso que su compañía le aburriría de ser demasiado prolongada. Antes de volverse a ver, Alvin deseó encontrarse con sus amigos y particularmente con Jeserac, para hablarle respecto a Khedrom.

— Hasta la próxima dijo Khedrom, desapareciendo prontamente de su vista.

Alvin se encontró en cierta forma molesto. Cuando se encuentra a alguien que no está presente en carne y hueso si no una mera proyección de sí mismo, era lo más cortés el haberlo puesto en claro desde el principio. Aquello le situaba por su ignorancia en una considerable desventaja. Probablemente, Khedrom había permanecido tranquilamente en su hogar todo el tiempo… dondequiera que su hogar pudiera hallarse. El número que le había dado aseguraba que cualquier mensaje le llegaría; pero no revelaba dónde vivía. Aquello al menos, estaba de acuerdo con las costumbres normales de la ciudad. Se podía dar el número índice a cualquier persona conocida o amiga; pero la verdadera dirección quedaba descartada y sólo a disposición de los íntimos amigos.

Mientras volvía hacia el corazón de la ciudad, Alvin estuvo sopesando las cosas que Khedrom le había dicho respecto a Diaspar y su organización social. Era extraño que nunca se hubiera encontrado con nadie que hubiera parecido insatisfecho con su modo de vivir. Diaspar y sus habitantes habían sido diseñados como parte de un plan grandioso; una y otros formaban una perfecta simbiosis. A través de sus dilatadas vidas, las gentes de la ciudad jamás parecían aburridas. Aunque su mundo fuese algo diminuto a escala comparada con el existente en edades pasadas, su complejidad resultaba abrumadora y sus riquezas, maravillas y tesoros, más allá de cualquier cálculo. Allí, el Hombre, había reunido todos los frutos de su genio, todas las cosas que habían sido salvadas de las ruinas del pasado. Todas las ciudades que habían existido sobre la Tierra, se decía, habían dado algo a Diaspar antes de la llegada de los Invasores, su nombre había sido conocido en todos los mundos que el Hombre había perdido. En la construcción de Diaspar se había vertido toda la destreza y todo el arte, en sus mil matices imaginables, del Imperio. Cuando los grandes días de esplendor llegaron a su fin, hombres de genio habían refundido la ciudad y le habían suministrado las máquinas que la hicieron inmortal. Cualquier cosa que pudiese haber sido olvidada, Diaspar la reviviría, sosteniendo a los descendientes del Hombre seguros y protegidos contra la corriente indefinible del Tiempo.

No habían logrado nada, salvo la supervivencia y con ello estaban contentos. Había millones de cosas en que ocupar sus vidas entre la hora en que surgían, ya completamente formados y adultos de la Sala de la Creación y la hora en que con sus cuerpos, ya carcomidos por la vejez, retornaban a los Bancos de Memoria de la ciudad. En un mundo en donde todos sus hombres y mujeres poseen una inteligencia que una vez marcó la altura del genio, no podía existir el peligro del aburrimiento. Las delicias de la conversación y sus argumentaciones, las intrincadas fórmulas de intercambio social, ello sólo era suficiente como para ocupar una gran porción de la duración de toda una vida. Aparte de aquello, y más allá, estaban los grandes debates formales en que la totalidad de Diaspar escuchaba fascinada a sus más altas inteligencias, reunidas en un combate incruento alcanzando las cimas más elevadas de la filosofía, nunca conquistadas del todo y cuyo desafío era un eterno aliciente.

No existía ningún hombre o mujer sin que tuviese algún interés intelectual absorbente. Eriston, por ejemplo, empleaba la mayor parte de su tiempo en prolongados soliloquios con el Computador Central, que virtualmente gobernaba la ciudad y que así y todo estaba dispuesto siempre a enfrentarse con discusiones simultáneas con cualquiera que deseara compulsar su sabiduría contra él. Durante trescientos años Eriston había estado intentando la construcción de paradojas lógicas que la máquina no podía resolver. No esperaba hacer serios progresos en tal sentido antes de haber gastado varias vidas.

El interés de Etania se inclinaba más por la naturaleza de lo estético. Diseñaba y construía, con la ayuda de organizadores de materia tridimensionales, entrelazando modo los de tan bella complejidad, que constituían problemas extremadamente avanzados en topología. Sus trabajos podían ser vistos por todo Diaspar, y algunas de sus creaciones habían sido incorporadas en los suelos de los grandes salones de coreografía, cuando eran utilizados como base de evolución de nuevos ballets y motivos sobre la danza.

— Tales ocupaciones podrían haber parecido algo árido a aquellos que no poseyesen el intelecto preciso para apreciar sus sutilezas. Pero no había nadie en Diaspar que no pudiese comprender algo, al menos, de lo que tanto Eriston como Etania trataban de hacer.

El atletismo y diversos deportes, incluyendo muchos de ellos que sólo eran posibles gracias al control de la gravedad, hacían las delicias de los primeros siglos de la juventud. Para la aventura y el ejercicio de la imaginación, las Leyendas proveían todo lo que cualquiera pudiese desear. Ellas constituían el inevitable producto final de aquel deseo de realismo que comenzó cuando los hombres empezaron a reproducir las imágenes en movimiento y a registrar los sonidos, y después a usar las técnicas para entresacar y revivir escenas de la vida real o producto de la imaginación. En las Leyendas, la ilusión era perfecta porque todas las impresiones de los sentidos implicados eran alimentados directamente en la mente y cualquier sensación de conflicto era descartada. El fascinado espectador, era apartado de la realidad mientras duraba la aventura; era como si viviese un sueño y con todo, creyendo hallarse despierto.

En un mundo de orden y estabilidad, que en sus grandes perfiles no había cambiado por mil millones de años, no era quizás sorprendente el hallar un absorbente interés en los juegos del azar. La Humanidad siempre estuvo fascinada por el misterio del resultado de unos dados tirados al aire, la vuelta de una carta de baraja, el giro de una ruleta. En su más bajo nivel, el interés estaba basado sobre la mera concupiscencia, siendo una emoción que no podía tener lugar ni sitio en un mundo donde todo el mundo poseía todo cuanto podía necesitar razonablemente. Incluso cuando esta cuestión fue dispuesta y estatuida, no obstante, la pura fascinación de la suerte permanecía para seducir las mentes más sofisticadas. Máquinas que se comportaban en una forma puramente azarosa, acontecimientos cuya aparición nadie podía predecir, sin importar qué información pudiesen implicar, de todo ello el filósofo y el jugador podían obtener una distracción y un gozo parecido.

Y allí seguían permaneciendo, para compartirlo entre todos los hombres, los mundos eslabonados del Amor y el Arte. Unidos por un eslabón y encadenados, porque el Amor sin el Arte es simplemente el desahogo del deseo y el Arte no puede ser gozado a menos que no se tenga una aproximación con el sentimiento del Amor.

Los hombres habían buscado la belleza de mil maneras distintas, en secuencias de sonido, en líneas escritas sobre el papel, en los movimientos del cuerpo humano, en la superficie de la piedra, en los colores esparcidos por el espacio. Todos esos medios seguían sobreviviendo en Diaspar y en el curso de las edades, se habían ido añadiendo otros más. Nadie estaba cierto de que todas las posibilidades del Arte hubieran sido descubiertas, o de sí tenía algún significado fuera de la mente del Hombre.

Y lo mismo era respecto al Amor.

CAPÍTULO VI

Jeserac estaba sentado inmóvil en medio de un torbellino de números. El primer millar de números primos, expresados en la escala binaria que había sido utilizada para todas las operaciones aritméticas desde que fueron inventados los computadores electrónicos, marchaban en perfecto orden ante él. Filas sin fin de unos y ceros pasaban en constante desfile, trayendo a los ojos de Jeserac las secuencias completas de todos aquellos números que no poseían factores, excepto ellos mismos y la unidad. Había un misterio en los números primos que siempre había fascinado al Hombre y continuaba sosteniéndose en su Imaginación.

Jeserac no era un matemático, aunque a veces le gustaba creerlo así. Todo lo que podía hacer era investigar entre el infinito agrupamiento de primos en busca de las relaciones y reglas que muchos hombres de talento podían incorporar en leyes generales. Él podía hallar cómo se comportaban los números; pero sin poder explicar el por qué. Para él constituía un placer sumergirse en la intrincada jungla de la aritmética y a veces descubría maravillas que otros investigadores más diestros, habían errado.

Dispuso la matriz de todos los posibles números enteros y puso en marcha su computador esparciendo los números primos por su extensión en la forma en que se disponen las cuentas en las intersecciones de una malla. Jeserac había hecho aquello cien veces antes, sin que le hubiera enseñado nada. Pero estaba realmente fascinado en la forma en que los números que estudiaba se hallaban esparcidos, sin ninguna ley aparente, a través y a lo ancho del espectro de los números enteros. Conocía las leyes de distribución que ya habían sido descubiertas; pero siempre esperaba descubrir algo más.

Apenas si tuvo tiempo de quejarse de la interrupción sufrida. De haber deseado permanecer aislado sin que nadie le molestase habría dispuesto su anunciador adecuadamente. Mientras que el suave zumbido sonaba en sus oídos, los dígitos se disiparon conjuntamente y Jeserac volvió al mundo de la simple realidad.

Reconoció al instante a Khedrom, lo que no le gustó mucho. Jeserac no se preocupaba habitualmente por ser interrumpido de su ordenada forma de vivir, pero Khedrom representaba lo imprevisible. Sin embargo, saludó a su visitante bastante cortésmente ocultando cualquier traza de disgusto.

Cuando dos personas se saludaban en Diaspar por primera vez e incluso por la centésima, era cosa de costumbre educada el emplear una hora más o menos en el intercambio de cortesías, antes de entrar de lleno en el objeto de su conversación o sus negocios, de haberlos. Khedrom ofendió de cierta forma a Jeserac, al saltarse a la torera aquellas formalidades en sólo quince minutos, para después y a renglón seguido, decirle sin otro preámbulo.

— Me gustaría hablarle sobre Alvin. Usted es su tutor, según creo, ¿no es cierto?

— Es verdad — replicó Jeserac —. Aún le veo varias veces en la semana… tan frecuentemente como él lo desea.

— Y… ¿diría usted que ha sido un discípulo apto?

Jeserac meditó sobre aquello, era una pregunta difícil de contestar. La relación tutor — discípulo era extremadamente importante y constituía, ciertamente, uno de los fundamentos de la vida de Diaspar. Por término medio, diez mil nuevas mentes surgían a la vida en la ciudad cada año. Sus antiguas memorias, permanecían aún en estado latente y durante los primeros veinte años de su existencia, todo lo que les rodeaba resultaba nuevo y extraño. Tenían que ser enseñados a utilizar las miríadas de máquinas y dispositivos que formaban la base y el fondo de la vida diaria, teniendo que aprender a conducirse por sí mismos a través de la más compleja sociedad que el Hombre jamás hubiera construido.

Parte de aquella instrucción, procedía de la pareja escogida para ser los padres de los nuevos ciudadanos. La selección se confiaba a la suerte y los deberes no resultaban onerosos. Eriston y Etania habían dedicado devotamente no más de una tercera parte de su tiempo en la educación de Alvin y habían hecho en ello todo cuanto se podía esperar de tales personas.

Los deberes de Jeserac se confinaban a los aspectos más formales de la educación de Alvin, se asumía que sus padres le enseñarían cómo conducirse en sociedad y de presentarle en un círculo creciente de amistades. Eran los responsables del carácter de Alvin y Jeserac, de su mente.

— Encuentro más bien difícil responder a esa pregunta — replicó Jeserac —. Ciertamente no hay nada equivocado o que vaya mal en la inteligencia de Alvin; pero la mayor parte de las cosas que deberían importarle, parecen ser una cuestión de completa indiferencia. Por otra parte, muestra una morbosa curiosidad respecto a cuestiones que nosotros no discutimos generalmente.

— ¿El mundo que hay al exterior de Diaspar, por ejemplo?

— Si… pero ¿cómo lo sabe usted?

Khedrom vaciló unos instantes, queriendo estar seguro de hasta qué límite podría conceder su confianza a Jeserac. Sabía que Jeserac era amable y bien intencionado; pero a su vez también sabía que Jeserac estaba ligado y esclavo de los mismos tabúes que controlaban a todo el mundo de Diaspar; a todos, excepto a Alvin.

— Lo había imaginado, simplemente.

Jeserac se hundió más confortablemente en el sillón que ocupaba y que acababa de materializar bajo él. Aquella resultaba una situación interesante y deseó analizarla tan completamente como le fuese posible. No había mucho que tuviese que aprender, por supuesto, a menos que Khedrom estuviese dispuesto a cooperar.

Tenía que haberse imaginado que algún día Alvin se encontraría con el Bufón, con todas sus consecuencias imprevisibles. Khedrom era la única persona en la ciudad a quien podía llamársele un excéntrico, pero incluso aquella excentricidad de carácter tuvo sin duda que haber sido diseñada y dispuesta por los que planearon la ciudad. Hacía ya mucho tiempo que se había comprobado y descubierto que sin algún crimen, alteración o desorden, la Utopía pronto se convertiría en una pesada losa de plomo insoportable de conllevar. El crimen, sin embargo, de la naturaleza de las cosas, no podía ser garantizado para que permaneciese al óptimo nivel que exigía una sociedad como aquella. Se le dispensaba, reglamentaba y regulaba, cesando, por tanto, de ser un crimen.

El oficio del Bufón era la solución: a primera vista ingenuo y con todo, de hecho, profundamente sutil, y a quien los diseñadores de la ciudad habían dado vida. En toda la historia de Diaspar hubo menos de doscientas personas cuya herencia mental encajase para desempeñar aquel papel tan peculiar. Disfrutaban de ciertos privilegios que les protegían de las consecuencias de sus acciones, aunque habían existido Bufones que habían sobrepasado la racha marcada y habían tenido que purgar las penalidades que Diaspar tuvo que imponerles como castigo, tal como el ser barridos del futuro antes de que su corriente encarnación hubiese concluido.

En raras e imprevisibles ocasiones, el Bufón había vuelto la ciudad de arriba abajo por algún disparate que no podía ser considerado más que una gran broma o él haberse interpuesto en la vida corriente de cualquier ciudadano temporalmente, con alguna intriga pasajera. Consideradas todas las circunstancias, el nombre de «Bufón» era el más apropiado para aquella ocasión. En tiempos antiguos de pasadas épocas, hubo hombres con similares deberes, y actuando con las mismas licencias, en los días en que había reyes y cortes.

— Sería de mucha ayuda — dijo Jeserac— si somos francos el uno con el otro. Ambos sabemos que Alvin es un Único, y que nunca ha experimentado ninguna vida anterior en Diaspar. Quizá pueda usted imaginar, mejor que yo, lo que esto implica. Dudo mucho de que todo lo que sucede en la ciudad haya dejado de ser previamente planeado, por tanto, tiene que haber existido un propósito en su creación. Si alcanza lo que se propone, sea lo que fuere, es algo que desconozco. Tampoco sé si será bueno o malo. No entiendo imaginar qué es, en realidad.

Supongamos sin mala intención que concierne al exterior de la ciudad…

Jeserac sonrió pacientemente; el Bufón estaba ya metido con sus bromas, como era de esperar.