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Creo que ya lo ha visto — dijo Khedrom en voz baja, más bien para él que para que le oyese Jeserac.
— Creo que Alvin no es feliz continuó Jeserac —. No ha formado adhesiones reales y es duro ver cómo sufre con tales obsesiones. Pero después de todo, Alvin es muy joven todavía. Puede superar esta fase y convertirse en un elemento natural y constitutivo de la ciudad.
Jeserac hablaba como para asegurarse a sí mismo; y Khedrom creía estar seguro de que no creía en lo que estaba diciendo.
— Dígame, Jeserac — preguntó Khedrom inopinadamente —. ¿Sabe Alvin que él no es el primer Único?
Jeserac pareció sorprendido y después un tanto desafiante.
— Tuve que haberlo imaginado — dijo en tono disgustado —. Usted tenía que saberlo. ¿Cuantos Únicos han existido en toda la historia de Diaspar? ¿Tantos como diez?
— Catorce — repuso Khedrom sin vacilar —. Sin contar con Alvin.
— Usted dispone de mejor información al respecto. Tal vez pudiera decirme lo que ocurrió con esos otros Únicos…
— Desaparecieron.
Gracias, eso ya lo sabía. Por esa causa dije tan poco a Alvin respecto a sus predecesores: le habría servido de muy poco en su presente estado de ánimo. ¿Puedo tener confianza en su cooperación?
— Por el momento… sí. Quiero estudiarlo por mí mismo; los misterios me han intrigado siempre y hay demasiado pocos en Diaspar. Además, creo que el Destino puede estar disponiendo alguna sorpresa en la que todos mis esfuerzos serán muy modestos, desde luego. En tal caso, quiero estar seguro de hallarme presente cuando llegue el clímax.
— Es usted muy aficionado a expresarse en acertijos — se quejó Jeserac —. Exactamente… ¿qué es lo que está usted anticipando?
— Dudo de que mis suposiciones sean mejores que las de usted. Pero creo esto: ni usted ni yo, ni nadie en Diaspar será capaz de detener a Alvin cuando haya decidido hacer lo que desea. Tenemos por delante unos cuantos siglos muy interesantes que ver.
Jeserac siguió sentado inmóvil durante bastante tiempo, con sus matemáticas olvidadas, una vez que la imagen de Khedrom se hubo desvanecido de su vista. Un extraño presentimiento pesó sobre él como nunca lo había experimentado antes. Durante unos instantes pensó en haber solicitado una audiencia en el Consejo… pero ¿no resultaría algo ridículo dar un paso semejante y crear un problema para nada? Quizá todo aquello no era más que una complicada y oscura broma de Khedrom, aunque no pudo discernir por qué le había escogido a él como blanco de tal broma.
Permaneció durante bastante tiempo considerando el asunto cuidadosamente, examinando el problema desde todos los ángulos posibles. Tras poco más de una hora, tomó una decisión característica en él.
Esperaría a ver lo que pasaba.
Alvin no perdió el tiempo aprendiendo todo cuanto pudo de Khedrom. Jeserac, como de costumbre, era su principal fuente de información. El anciano tutor le proporcionó un cuidadoso y detallado relato de su conversación con el Bufón, y añadió que por lo demás, sabía muy poco respecto a la forma de vida de éste. Hasta donde era posible en Diaspar, Khedrom era un recluso: nadie sabía dónde vivía o cualquier cosa respecto a su forma de vivir. La última broma a la que había contribuido había sido más bien una jugarreta infantil que tuvo como consecuencia una paralización general de los caminos rodantes móviles. De aquello había pasado quince años. Un siglo antes había dejado suelto un dragón particularmente revoltoso que había errado por toda la ciudad comiéndose cuanto existía en especies de trabajos del más popular escultor de la ciudad. El propio artista justificadamente alarmado ante la dieta única de la bestia, huyó a esconderse y no reapareció hasta que el monstruo desapareció tan misteriosamente como había aparecido.
Una cosa resultaba evidente de aquellos relatos. Khedrom precisaba tener un profundo conocimiento de las máquinas y poderes que gobernaban la ciudad y podía hacerles obedecer a su voluntad en formas que nadie más era capaz de hacerlo. Presumiblemente, debía existir cierto control sobre aquella persona de tal forma que pudiese prevenir cualquier disparate de un Bufón demasiado ambicioso al causar un daño permanente e irreparable a la compleja estructura de Diaspar.
Alvin tomó buena nota de aquella información e hizo lo posible por tomar contacto con Khedrom. Aunque tenía muchas preguntas que hacer el Bufón, su obstinado deseo de independencia — tal vez la más realmente única de todas sus cualidades— le hizo tomar la determinación de descubrir todo lo que pudiera por sus propios esfuerzos, sin ayuda de nadie. Se había embarcado en un proyecto que podría mantenerle ocupado durante años; pero mientras que se iba aproximando a su objetivo se sentía era feliz.
Como cualquier viajero de los antiguos constructores de mapas en una tierra desconocida, había comenzado la sistemática exploración de Diaspar. Empleó días y semanas a través de las torres solitarias, en el borde de la ciudad, con la esperanza de que en alguna parte pudiese descubrir una salida hacia el mundo exterior de la ciudad. Durante el curso de su investigación, encontró una docena de grandes ventanales conductores de aire, abiertos en lo más alto cara al desierto; pero todos estaban protegidos con barrotes. Aunque no hubiera sido por la presencia de semejante obstáculo, la caída a pico de un millar de pies de altura ya habría sido suficiente obstáculo.
No encontró otras salidas, aunque exploró un millar de corredores y diez mil cámaras vacías. Todas aquellas construcciones se hallaban en tan perfecta condición y estado, que las gentes de Diaspar tenían como cosa segura que formaban parte del orden normal de las cosas. A veces, Alvin se encontró con algún robot aislado y errante, sin la menor duda dando una vuelta de inspección, y nunca dejó de hacer preguntas a la máquina. No pudo sacar nada en claro, porque las máquinas que encontró al paso no estaban programadas para responder al discurso ni al pensamiento humano. Y aunque se daban perfecta cuenta de su presencia, ya que cortésmente se echaban de lado para dejarle pasar, rehusaban sistemáticamente comprometerse en ninguna clase de conversación.
Había veces en que Alvin no se encontraba un solo ser humano durante días enteros. Cuando sentía apetito, no tenía más que ir a su apartamento y ordenar una comida. Máquinas milagrosas de cuya existencia raramente sé apercibía Alvin y a las cuales apenas si le dedicaba un pensamiento, despertaban mágicamente para atenderle al punto en sus necesidades. Los programas de acción que tenían insertos en sus memorias, bordeaban la misma realidad organizando y dirigiendo la materia que controlaban. Y así, una comida preparada por un jefe de cocina cien millones de años antes, podía ser solicitada a su existencia real para delicia del paladar o sencillamente para satisfacer el apetito.
La soledad de aquel mundo desierto — la cáscara vacía que contorneaba el corazón de la ciudad— no deprimió a Alvin. Se había acostumbrado a la soledad, incluso cuando se hallaba entre los que él llamaba sus amigos. Aquella ardiente exploración, absorbiendo toda su energía e interés, le hicieron olvidar por el momento el misterio de su herencia y la anomalía que le separaba del resto de sus otros compañeros.
Había explorado ya una centésima parte del borde de la ciudad, cuando decidió que estaba malgastando su tiempo. Su decisión, no fue el resultado de la impaciencia, sino de un agudo sentido común. Si fuese preciso, estaba dispuesto a volver y a terminar la tarea aunque ello le llevara lo que le quedaba de vida. Había visto bastante, sin embargo, para convencerse de que si había un camino de salida de Diaspar, no sería encontrado tan fácilmente en aquella forma. Podría estar gastando siglos enteros en una búsqueda infructuosa, a menos que no se ayudase con la asistencia de hombres más sabios.
Jeserac le había dicho claramente que no conocía de ningún camino para salir de la ciudad, y que dudaba que pudiera existir. Las máquinas informativas, cuando Alvin las había consultado, habían rebuscado en vano sus memorias casi infinitas. Podían suministrarle cualquier detalle de la historia de la ciudad, yendo hacia atrás en el tiempo y desde sus principios, hasta llegar a la barrera en que las Edades del Amanecer yacían escondidas y pérdidas para siempre. Pero ninguna pudo responder ni a una sola de las preguntas de Alvin. Tal vez algún poder más alto les había prohibido hacerlo así…
Tendría que ver de nuevo a Khedrom.
Te llevaste tu tiempo… — le dijo Khedrom— pero sabía que me llamarías más pronto o más tarde.
Aquella confianza molestó a Alvin; no le gustaba en absoluto pensar que su conducta pudiera ser predicha tan agudamente. Incluso se imaginó si el Bufón no habría observado todas sus búsquedas infructuosas y sabía exactamente qué es lo que estaba haciendo.
— Estoy tratando de encontrar una salida de la ciudad — le dijo lisa y llanamente —. Tiene que haber alguna, y espero que usted me ayude en esta tarea que me he propuesto.
Khedrom permaneció silencioso por un momento. Aún había tiempo, si lo deseaba, de volver la espalda al camino que se extendía ante él y que conducía a un futuro más allá de todos sus poderes de profecía. Ninguna persona más hubiera vacilado, ningún otro hombre en la ciudad se hubiese atrevido a perturbar los fantasmas de una edad que había permanecido muerta por millones de siglos. Tal vez no hubiese peligro, quizás nada podría alterar el perpetuo estado de cosas incambiables de Diaspar. Pero si existía algún riesgo o algo extraño y nuevo que tomase carta de naturaleza en el mundo, aquélla podía ser la última ocasión de conjurarlo.
Khedrom estaba contento con el orden de las cosas, tal y como eran. Cierto que podía trastornar aquel orden de tanto en tanto pero sólo en muy pequeña medida. Él era un crítico, no un revolucionario. Sobre la placidez del fluir de la corriente del tiempo, deseaba a veces arrojar unas piedrecillas para producir algún pequeño efecto de diversión. El deseo de aventuras, aparte del de la mente, había sido eliminado de él tan cuidadosa y totalmente como del resto de los demás ciudadanos de Diaspar.
Aun así, todavía poseía, aunque casi ya estaba extinguida, la chispa de curiosidad que una vez fue el mayor don del Hombre. Todavía se hallaba preparado para correr un riesgo.
Miró a Alvin y trató de recordar su propia juventud, sus propios sueños de quinientos años atrás. Cualquier momento de su pasado le parecía todavía claro y agudo cuando volvía su atención concentrada hacia él. Como las cuentas de un rosario, su vida y todas las anteriores transcurridas en edades pasadas, se entrelazaban a lo largo del tiempo, y podía sopesarías y reexaminarías una a una cuando lo deseaba. La mayor parte de aquellos otros Khedrom, pasados, le parecían ahora extraños; la pauta básica era la misma; pero el peso de la experiencia le separaba de sus otras encarnaciones en un bache insalvable. De haberlo deseado, podía dejar su mente limpia de sus anteriores encarnaciones, cuando llegase la próxima vez en que atravesara la Sala de la Creación para dormir en vida latente hasta que la ciudad le volviese de nuevo a la vida. Pero aquello sería como una especie de muerte, y aún no estaba dispuesto todavía para aquello. Todavía se hallaba en condiciones de ir recogiendo todo lo que la vida podía ofrecerle, como un caracol encerrado en su concha añadiendo pacientemente nuevas células a su espiral en lenta expansión.
En su juventud, no había sido diferente de sus compañeros. No fue sino hasta que le llegó la edad de sus recuerdos latentes, cuando comenzó a experimentar las sensaciones y las disposiciones para desempeñar el papel para el que había sido elegido en tiempos pretéritos. A veces sentía una especie de resentimiento contra la inteligencia que había hecho de Diaspar lo que era, con tal infinita destreza, y que había dispuesto que tuviera que vivir como una marioneta por toda la duración de su vida adulta. Allí, tal vez, existía una oportunidad de obtener una venganza tan largamente demorada. Un nuevo actor había hecho acto de presencia y que podía levantar el telón por última vez en una comedia que ya había visto con demasiados actos una y otra vez repetidos.
La simpatía hacia uno cuya soledad tenía que ser seguramente mayor que la suya propia, el aburrimiento producido por edades enteras de repetición y un cierto impulso de divertirse, dado su carácter, fueron los discordantes factores que empujaron a Khedrom a actuar.
— Podría estar en condiciones de ayudarte — le dijo a Alvin— o puede que no. No quiero que te hagas falsas esperanzas. Encuéntrate conmigo dentro de media hora en la intersección del Radio 3 y el Anillo 2. Si no puedo hacer otra cosa, al menos puedo prometerte pasar una interesante jornada.
Alvin acudió a la cita con diez minutos de adelanto, aunque se hallaba al otro lado de la ciudad. Aguardó con impaciencia, mientras que la vía rodante pasaba y pasaba eternamente junto a él, conduciendo a la plácida gente de la ciudad hacia sus negocios de tan poca trascendencia. Al fin distinguió la alta figura de Khedrom aparecer en la distancia y un momento más tarde, se hallaba junto a la física presencia del Bufón. Aquella no era una imagen proyectada; cuando se tocaron las palmas de las manos, a la antigua usanza de saludo, Khedrom era efectivamente un ente real de carne y hueso.
El Bufón se sentó en una de las balaustradas de mármol y miró a Alvin con curiosa intención.
— Quisiera saber lo que estás pidiendo, y si de veras sabes lo que significa. Y también lo que harías sí lo consiguieras. ¿Es que realmente imaginas que podrías salir de la ciudad, en el caso de hallar una salida?
— Estoy bien seguro de ello — replicó Alvin con aplomo, aunque Khedrom pudo notar alguna incertidumbre en su voz.
— Entonces, déjame decirte algo que puede que ignores todavía. ¿Ves aquellas torres de allá? —Y Khedrom apuntó a las torres gemelas de la Central de Energía y de la Sala del Consejo, una frente a otra a través de un espacio de una milla de distancia —. Supongamos que yo tendiese una pasarela perfectamente lisa y firme entre ambas torres… pero que sólo tuviese seis pulgadas de anchura. ¿Te atreverías a cruzarlas a pie?
Alvin vaciló.
— No sé… contestó. No me gustaría intentarlo.
— Estoy completamente seguro de que no lo harías. Te marearías y caerías de cabeza antes de andar una docena de pasos. Pero si esa pasarela estuviera sobre suelo firme, estarías en condiciones de atravesarla sin la menor dificultad.
— Bien… ¿y qué prueba eso?
— Una sencilla cuestión que quiero hacerte resaltar. En los dos experimentos que he descrito, la pasarela sería exactamente la misma en ambos casos. Uno de esos robots con ruedas que alguna vez encuentras por la ciudad, podría cruzaría tan fácilmente, tanto si hacía de puente entre aquellas torres, como estando firmemente asentada en el suelo. Nosotros, no podríamos hacerlo, porque sentirnos temor a las alturas y padecemos el vértigo. Esto podría parecer irracional; pero es demasiado fuerte como para ser ignorado. Es algo que está inserto en nosotros, nacemos con ello. En idéntica forma, sentimos temor al espacio. Muestra a cualquier hombre de Diaspar un camino fuera de la ciudad, un camino que puede ser uno igual al que ahora tenemos frente a nosotros… y no podría de ningún modo seguirlo. Tendría que volverse, como tú volverías si comenzases a cruzar la pasarela tendida entre aquellas torres.
— Pero… ¿por qué? Tuvo que haber existido un tiempo…
— Ya sé, ya sé —le interrumpió Khedrom —. Los Hombres viajaron una vez por todo el mundo e incluso saltaron a las estrellas. Algo les hizo cambiar radicalmente y les dio ese temor con que ahora nacen. Tú te crees que no tienes miedo. Bien, lo veremos. Voy a llevarte a la Sala del Consejo.
El Ayuntamiento era uno de los mayores edificios de la ciudad y estaba casi entregado por completo a las máquinas que eran en realidad, las verdaderas administradoras de Diaspar. A poca distancia de su cúspide se hallaba la cámara donde el Consejo se reunía en aquellas infrecuentes ocasiones cuando existía algún importante asunto que discutir.