124206.fb2 La costa m?s lejana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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13. La Piedra del Dolor

Cuando Arren despertó, una niebla gris ocultaba el mar y las dunas y las colinas de Selidor. Las rompientes emergían de la niebla murmurando en un trueno contenido y se retiraban siempre murmurando. Había marea alta, y la playa era mucho más angosta que cuando llegaran allí por primera vez: las últimas espumas de las olas lamían la mano izquierda extendida de Ged, que yacía de cara sobre la arena.

Tenía las ropas y los cabellos empapados, y las ropas heladas se le pegaban al cuerpo, como si una ola al menos hubiese caído sobre él. Del cuerpo sin vida de Araña no había rastros. Tal vez el oleaje lo había arrastrado al mar. Pero detrás de Arren, cuando volvió la cabeza, el cuerpo de Orm Embar, enorme y borroso en la niebla, se alzaba como una torre en ruinas.

Arren se levantó, tiritando; a duras penas podía mantenerse en pie, a causa del frío, del entumecimiento, y de esa debilidad y ese mareo que se sienten cuando uno ha estado acostado largo tiempo. Se tambaleaba como un borracho. En cuanto pudo mover las piernas, se acercó a Ged, y consiguió arrastrarlo un poco más arriba, fuera del alcance de las olas, pero eso fue todo cuanto pudo hacer. Muy frío, muy pesado le pareció el cuerpo de Ged; había cruzado con él en brazos la frontera de la muerte hacia la vida, aunque tal vez en vano. Puso el oído contra el pecho de Ged, pero no pudo dominar el temblor de sus propios miembros y el castañeteo de sus dientes. Se levantó otra vez, y trató de patear con fuerza para darse un poco de calor; y finalmente, temblando y arrastrándose como un viejo, partió en busca de las alforjas. Las habían dejado a la orilla de un arroyuelo que bajaba desde la cresta de las colinas, mucho tiempo atrás, cuando descendieron hasta la casa de huesos. Era el arroyo lo que estaba buscando, porque no pensaba en otra cosa que en agua, en agua dulce.

Antes de lo que esperaba llegó al arroyo, allí donde descendía hacia la playa serpeando laberíntico y se ramificaba como un árbol de plata para volcarse en la orilla del mar. Allí se dejó caer de bruces y bebió, con la cara y las manos sumergidas en el agua, sorbiendo el agua con la boca y con la mente.

Se irguió al fin, y en ese momento vio del otro lado del arroyo, enorme, un dragón.

La cabeza —color de hierro, moteada como por una herrumbre rojiza alrededor de los ollares, las órbitas y la quijada— colgaba frente a él, casi sobre él. Las zarpas se hundían profundamente en la blanda arena húmeda de la orilla del arroyo. Las alas, replegadas y visibles en parte, eran como velas, pero el largo cuerpo oscuro se perdía en la bruma.

No se movía. Podía haber estado agazapado allí hacía horas, años, o siglos. Estaba tallado en hierro, modelado en piedra… pero los ojos, esos ojos que Arren no se atrevía a mirar, los ojos como de aceite girando sobre agua, como un humo amarillo detrás de un vidrio, esos ojos opacos, profundos y amarillos observaban a Arren.

No había nada que pudiera hacer; de modo que se levantó. Si el dragón quería matarlo, lo mataría; y si no, iría y trataría de socorrer a Ged, si aún era posible socorrerlo. Se levantó y echó a andar cuesta arriba por la orilla del riacho, en busca de las alforjas.

El dragón no hizo nada. Acurrucado e inmóvil, observaba a Arren. Arren encontró las alforjas, llenó los dos odres en el arroyo, y a través de la arena volvió al sitio en que dejara a Ged. Apenas se hubo alejado unos pocos pasos del arroyo, el dragón desapareció en la espesura de la niebla.

Le dio agua a Ged, pero no consiguió reanimarlo. Yacía inerte y frío, la cabeza pesada en el brazo de Arren. El rostro cetrino tenía un color grisáceo, y la nariz, los pómulos y la antigua cicatriz parecían sobresalir en la cara, inflamados. Hasta el cuerpo estaba quemado, y enflaquecido, como consumido en parte.

Arren permaneció sentado sobre la arena húmeda, la cabeza de su compañero sobre las rodillas. La niebla era una esfera vaga y flotante alrededor de ellos, más ligera sobre sus cabezas. En medio de esa niebla, en alguna parte, estaba el dragón muerto, Orm Embar, y el dragón vivo esperando a la orilla del arroyo. Y en algún lugar, en la orilla opuesta de Selidor, estaba la barca Miralejos, vacía de provisiones, en otra playa. Y más allá el mar, hacia el este. Trescientas millas quizá hasta cualquier otra isla del Confín del Poniente; mil hasta el Mar Interior. Una larga travesía. «Tan lejos como Selidor», solían decir en Enlad. Las viejas historias que se contaban a los niños, los mitos, comenzaban así: «Había una vez, en tiempos tan remotos como la eternidad, y en tierras tan lejanas como Selidor, un príncipe…».

Él era el príncipe; pero en los viejos cuentos, eso era el comienzo; y esto parecía ser el fin.

Sin embargo, no estaba abatido. Aunque muy cansado, y afligido por su compañero, no sentía la más mínima amargura, ningún pesar. Sólo que ya no había nada más que hacer. Estaba todo hecho.

Tan pronto como recobrara las fuerzas, pensó, probaría suerte en la pesca de aguas bajas con la línea que llevaba en la alforja; porque una vez saciada la sed, había empezado a sentir la mordedura del hambre, y los víveres, excepto un paquete de pan duro, se habían agotado. Y ese pan él no lo tocaría, porque si lo remojaba y lo ablandaba en agua, podría tal vez conseguir que Ged comiese un poco.

Y eso era todo cuanto le quedaba por hacer. Más allá, no veía nada: lo cercaba la bruma.

Buscó a tientas en sus bolsillos, allí, acurrucado junto a Ged en la niebla, para ver si tenía algo que pudiera serle útil. En el bolsillo de la túnica encontró un objeto duro, de bordes afilados. Lo sacó y lo miró, perplejo. Era una piedra pequeña, negra, porosa y dura. Estuvo a punto de tirarla. Luego sintió en la mano las aristas filosas, ásperas y quemantes, sintió el peso, y supo qué era: un trocito de roca de las Montañas del Dolor. Se lo había metido en el bolsillo mientras trepaba o cuando se arrastraba con Ged a cuestas hacia el borde del desfiladero. La sostuvo en la mano, esa cosa inmutable, la Piedra del Dolor. Cerró la mano, y la apretó. Y sonrió entonces, una sonrisa que era a la vez sombría y jubilosa, conociendo, por primera vez en su vida, allá en el confín del mundo, a solas, y sin nadie que lo alabara, el sabor de la victoria.

Las nieblas se disipaban y dispersaban. A lo lejos, a través de ellas, vio brillar el sol sobre la Mar Abierta. Las dunas y las colinas aparecían y desaparecían, incoloras y agrandadas por los velos de niebla. La luz del sol brilló de pronto sobre el cuerpo de Orm Embar, magnífico en la muerte.

El dragón de hierro negro continuaba agazapado, inmóvil en la otra orilla del arroyo.

Pasado el mediodía, el sol brilló más luminoso y cálido, ahuyentando los últimos celajes de bruma. Arren se quitó las ropas mojadas, las puso a secar, y caminó desnudo, llevando sólo el cinto y la espada. Puso a secar también las ropas de Ged, pero aunque un baño agradable y reparador de calor y de luz caía sobre él, Ged no reaccionaba.

Se oyó un ruido, como de metal frotado contra metal, el chasquido de espadas que se cruzan. El dragón color de hierro se había levantado sobre las patas combadas. Se puso en marcha y cruzó el arroyo, arrastrando el largo cuerpo por la arena con un suave siseo.

Arren vio las arrugas de las articulaciones de la escápula, la malla de los flancos desgarrados y escarados como la armadura de Erreth-Akbé, y los largos dientes romos y amarillentos. En todo esto, y en los movimientos seguros, mesurados, y en la calma profunda y aterradora que envolvía a la criatura, Arren adivinó los signos de la edad: una edad inmemorial, incalculable. Así pues, cuando el dragón se detuvo a pocos pasos de donde yacía Ged, Arren, de pie entre los dos, dijo en hárdico, porque no conocía el Habla Arcana: —¿Eres tú, Kalessin?

El dragón no respondió, pero pareció sonreír. Luego, bajando la enorme cabeza y estirando el cuello, miró a Ged, y dijo su nombre.

La voz del dragón era enorme, y suave, y olía como una fragua.

Habló otra vez, y una vez más; y a la tercera, Ged abrió los ojos. Al cabo de un momento intentó incorporarse. Arren se arrodilló y lo sostuvo. Entonces Ged habló. —Kalessin —dijo—, ¡senvannisai'n ar Roke! —Y quedó sin fuerzas; apoyó la cabeza en el hombro de Arren y cerró los ojos.

El dragón no contestó. Volvió a agacharse, inmóvil como antes. La niebla reapareció, velando el sol que descendía hacia el mar.

Arren se vistió y envolvió a Ged en el capote. Tenía la intención de llevar a su compañero un poco más arriba, hasta el suelo más alto y seco de las dunas, pues la marea, que se había retirado a lo lejos, refluía otra vez, y él empezaba a recobrar las fuerzas.

Pero cuando se inclinaba para levantar a Ged, el dragón extendió una enorme pata acorazada hasta casi tocarlo. Las zarpas de esa pata eran cuatro, con un espolón trasero, como la pata de un gallo, pero éstos espolones eran de acero, largos como guadañas.

—¡Sobriost!—dijo el dragón, como un viento de enero a través de cañaverales.

—Deja en paz a mi señor. Salvándonos a todos, ha consumido sus energías, y quizá su vida misma. ¡Déjalo en paz!

Así habló Arren, vehemente e imperioso. Estaba harto de temores y terrores. Los había sufrido en demasía y no los soportaría nunca más. El dragón lo enfurecía, su enormidad lo exasperaba, su fuerza bestial, esa ventaja injusta. Él había conocido la muerte, el sabor de la muerte: ya ninguna amenaza tenía poder sobre él.

El viejo dragón Kalessin lo espió con un ojo rasgado, terrible, dorado. Había siglos, eones, en ese ojo de mirada insondable que albergaba la aurora del mundo. Y aunque Arren no lo miraba, sabía que la criatura lo contemplaba con una profunda y mansa hilaridad.

Arw sobriost —dijo el dragón, y los herrumbrados ollares se le dilataron, y el fuego contenido y sofocado chisporroteó.

Arren, que sostenía a Ged por las axilas, y que se disponía a levantarlo cuando el movimiento del dragón lo detuvo, sintió que la cabeza de Ged giraba lentamente, y oyó su voz: —Eso significa: montad aquí.

Por un instante Arren no se movió. Todo aquello era descabellado. Pero ahí estaba la enorme pata con sus zarpas, posada delante de él como un escalón; y más arriba, la curvatura del codo; y más arriba aún la protuberancia de la escápula y la musculatura del ala, allí donde emergía de la clavícula: cuatro peldaños; una escalera. Y allí, entre el nacimiento de las alas y la primera púa de hierro del acorazado espinazo, en el hueco de la nuca, había sitio suficiente para que un hombre se sentase a horcajadas, o dos hombres. Si estaban locos, y desesperados, y dejaban de pensar.

—¡Montad! —dijo Kalessin en la Lengua de la Creación.

Y Arren se irguió y ayudó a su compañero a mantenerse en pie. Ged levantó la cabeza, y guiado por los brazos de Arren subió aquellos extraños escalones. Los dos se sentaron a horcajadas en el áspero y acorazado hueco de la nuca del dragón, Arren atrás, listo para sostener a Ged en caso necesario. Los dos sintieron que un calor entraba en ellos, un calor benéfico como el del sol. La vida ardía como fuego bajo aquella armadura de hierro.

Arren advirtió que la vara de tejo del mago había quedado enterrada a medias en la arena; el mar trepaba hacia ella y se la llevaría. Intentó apearse para ir a buscarla, pero Ged lo retuvo. —Déjala. He consumido en ese seco manantial toda mi magia, Lebannen. Ya no soy mago ahora.

Kalessin volvió la cabeza y los miró de soslayo. La antigua risa persistía en la mirada del dragón. Si era macho o hembra, nadie podía decirlo; lo que Kalessin pensaba, nadie podía saberlo. Lentamente desplegó las alas. No eran doradas como las de Orm Embar, sino rojas, oscuras, como la herrumbre o la sangre o como la seda púrpura de Lorbanería. El dragón alzó las alas, con cuidado, para no golpear a los minúsculos jinetes, y tomó impulso irguiéndose sobre las grandes ancas, y saltó al aire como un gato, y las alas se abatieron y los transportaron por encima de la niebla que flotaba sobre Selidor.

Batiendo con esas alas purpúreas el aire del anochecer, Kalessin giró por encima de la Mar Abierta, y se volvió hacia el este, y voló.

Cierto día de verano, sobre la isla de Ully, se vio volar a poca altura un enorme dragón, y más tarde en Usidero, y en el norte de Ontuego. Aunque los dragones son temidos en el Confín de Poniente, pues los pobladores los conocen demasiado bien, después que éste hubo pasado, y cuando los aldeanos salieron de sus escondites, quienes lo habían visto decían: —No han muerto, como creíamos, todos los dragones. Tal vez tampoco los hechiceros. En ese vuelo había por cierto un gran esplendor, quizá fuera el Patriarca.

Dónde Kalessin se posaba cuando bajaba a tierra, nadie lo sabía. En las islas lejanas hay junglas, hay colinas agrestes que pocos hombres han visitado alguna vez, y en las que hasta el descenso de un dragón puede pasar inadvertido.

Pero en las Noventa Islas hubo gritería y alboroto. Los hombres cruzaban en sus barcas los canales entre las pequeñas islas, hacia el oeste, gritando: —¡Escondeos! ¡Escondeos! ¡El Dragón de Pendor ha roto el juramento! ¡El Archimago ha perecido y el Dragón viene a devorarnos!

Sin posarse, sin mirar hacia abajo, la enorme culebra color de hierro voló sobre las pequeñas islas, las aldeas y las alquerías, sin molestarse siquiera en echar un eructo de fuego por tan poca cosa. Así pasó sobre Geath y sobre Serd, y cruzó los estrechos del Mar Interior, y llegó a la vista de Roke.

Jamás en la memoria humana, y casi nunca en la memoria de la leyenda, había desafiado un dragón los muros visibles e invisibles de esa bien defendida isla. Éste, sin embargo, no vaciló, y con un batir de alas lento, acompasado, sobrevoló la costa occidental de Roke y las aldeas y los prados, hasta la colina verde que se alza en el centro del burgo de Zuil. Allí descendió al fin, lentamente, y alzó las alas rojas y las replegó, y se posó en la cima del Collado de Roke.

Los muchachos salieron corriendo de la Casa Grande. Nada hubiera podido retenerlos. Pero fueron menos rápidos que sus Maestros, y no los primeros en alcanzar el Collado. Cuando llegaron, ya estaba allí el Maestro de Formas, que había venido del Boscaje, los rubios cabellos brillantes al sol. Con él estaba el Transformador, que había regresado dos noches antes bajo el aspecto de una gaviota, con un ala caída y exhausto; largo tiempo sus propios encantamientos lo habían tenido aprisionado en la forma de esa ave marina, y no pudo recobrar la suya hasta que entró en el Boscaje, la noche en que se restableció el Equilibrio y lo que estaba roto volvió a unirse. El Invocador, frágil y demacrado, que había abandonado el lecho el día anterior, también estaba allí, junto con el Portero. Y los otros Maestros de la Isla de los Sabios.

Vieron desmontar a los jinetes, uno ayudando al otro. Vieron cómo miraban alrededor con una extraña expresión de contento, de desazón y asombro. El dragón agachado permaneció como una piedra mientras ellos bajaban del lomo y se detenían a un lado. Volvió un poco la cabeza cuando el Archimago le habló, y le respondió brevemente. Los que asistían a la escena vieron la mirada oblicua del ojo amarillo, fría y risueña. Los que comprendían le oyeron decir: —He traído al joven rey a su reino, y al anciano a su tierra.

—Todavía falta un poco, Kalessin —replicó entonces Ged—. Yo no he llegado aún adonde tengo que ir.

Miró un momento, allá abajo, los tejados y las torres de la Casa Grande a la luz del sol, y pareció que una sonrisa le asomaba a los labios. Luego se volvió hacia Arren, que estaba de pie, alto y esbelto, las ropas gastadas y no del todo seguro sobre sus piernas, fatigado tras la larga cabalgata y desconcertado por todo lo que había ocurrido. A la vista de todos, Ged se arrodilló ante él, las dos rodillas en tierra, e inclinó la encanecida cabeza.

Luego se levantó y besó al joven en la mejilla diciendo: —Cuando llegues a tu trono en Havnor, mi señor y amado compañero, gobierna por muchos años, y bien.

Miró de nuevo a los Maestros y a los jóvenes hechiceros y a los muchachos y a la gente de la villa congregada en las laderas y al pie del Collado. Tenía una expresión serena y en sus ojos brillaba algo semejante a la risa de los ojos de Kalessin. Dando media vuelta, montó otra vez por la pata y la escápula del dragón, y se sentó en el arzón sin riendas, entre las grandes crestas de las alas, sobre la nuca del dragón. Las alas rojas se alzaron con un tamborileo, y Kalessin, el Patriarca, saltó hacia el aire. Un fuego le brotó de las fauces, y batió las alas con un ruido de trueno y viento huracanado. Voló otra vez alrededor de la colina, y se alejó volando, hacia el norte y el este, hacia la región de Terramar donde se alza la isla montañosa de Gont.

El Portero, sonriendo, dijo: —Ha concluido su tarea. Vuelve a casa.

Y todos siguieron con la mirada el vuelo del dragón entre la luz del sol y el mar hasta que se perdió de vista.

Cuenta la Gesta de Ged que el que fuera Archimago asistió a la Coronación del Rey de Todas las Islas en la Torre de la Espada de Havnor, en el corazón del mundo. Dice el Cantar que cuando la ceremonia de la coronación concluyó, y comenzaron los festejos, se alejó del bullicio de las gentes y se encaminó a solas al puerto de Havnor. Allí, sobre las aguas, castigada por las tempestades y carcomida por la intemperie de los años, se mecía una barca; no tenía vela y estaba vacía. Ged la llamó por su nombre, Miralejos, y ella acudió a la llamada. Bajando a la barca desde el muelle, Ged volvió la espalda a la tierra, y sin viento ni vela ni remo la barca se hizo a la mar, alejándolo del abrigo protector del puerto, hacia el oeste por entre las islas, hacia el oeste a través del mar; y nada más se supo de él.

Pero en la Isla de Gont narran la historia de otra manera, diciendo que el mismo Rey Lebannen fue en busca de Ged para llevarlo a la coronación. Mas no lo encontró en Gont ni tampoco en Re Albí. Nadie supo decirle dónde podía estar, sólo que había partido a pie hacia los bosques de la montaña. Lo hacía con frecuencia, dijeron, y no volvía en muchos meses, y ningún hombre conocía los caminos de su soledad. Algunos ofrecieron ir a buscarlo, pero el Rey lo prohibió, diciendo: «Él gobierna en un reino más grande que el mío». Y se fue de la montaña, y embarcó en una nave, y regresó a Havnor para ser coronado.