124208.fb2 La Doncella de nieve - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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— Esa no es la razón.

Un día en particular, me preguntó:

—¿Tienes una foto de ella?

—¿De quién? — quise saber.

— De la chica que te espera en casa.

— No hay nadie esperándome.

—¡Eso no es verdad! — dijo terminantemente. Podía ser terriblemente dogmática a veces, especialmente cuando no creía en algo. Por ejemplo, no creía en las cosas color de rosa.

—¿Por qué no me crees?

La Doncella no contestó.

Las nubes que se cernían sobre el mar ocultaron el sol, y las olas cambiaron su color, tornándose frías y grises, aunque las aguas cercanas a la costa permanecieran verdes. La Doncella no podía conciliar su estado de ánimo con sus pensamientos. Cuando estaba de buen humor, sus ojos eran azules, incluso violetas. Sin embargo, cuando estaba triste, sus pupilas se oscurecían inmediatamente, tornándose grises.

El día que abrió sus ojos por primera vez a bordo de nuestra nave, estaba muy dolorida. No debería haber mirado sus ojos en esa ocasión. Sus pupilas eran negras e insondables, y nosotros no podíamos hacer nada por ella hasta no equipar el laboratorio de acuerdo a sus necesidades. ¡Qué manera de apresurarnos para finalizar el trabajo! Parecía como si la nave estuviera a punto de estallar. Y ella permanecía en silencio. Sólo al cabo de tres horas fuimos capaces de transferirla al laboratorio. El médico permaneció con ella, y la ayudó a quitarse su casco.

A la mañana siguiente, sus ojos eran límpidos lagos violetas, brillantes de curiosidad. Pero se habían oscurecido imperceptiblemente al percibir mi mirada…

Bauer entró más temprano de lo acostumbrado, mostrándose demasiado feliz. La Doncella le sonrió, diciéndole:

— El acuario está a sus órdenes.

— No entiendo qué quieres decir, Doncella — dijo Bauer.

— Quiero decir un acuario que contiene un pez que puedes disecar.

— Yo diría un exótico pez dorado que puedo admirar — Bauer no se desconcertaba fácilmente. Los estados de ánimo «de ojos grises» de la Doncella se repetían cada vez con mayor frecuencia. ¿Era sorprendente eso, en alguien confinado durante semanas en un cuarto de tres metros por cuatro? Su analogía con un acuario me parecía perfectamente válida.

— Debo irme ahora — le dije. Pero la Doncella no respondió con su acostumbrada demanda de que volviera pronto.

Sus ojos grises contemplaron a Gleb con angustia. Yo traté de analizar mi estado emocional, consciente de lo poco realista que era… tanto como enamorarse de un retrato, el de María, Reina de Escocia, o de un busto de Nefertiti. Quizás no fuera en definitiva más que lástima por una criatura solitaria, cuya dependencia de nosotros había, de una manera sorpresiva, convertido nuestra vida en algo mucho más placentero. Había introducido algo delicado en nuestras existencias cotidianas que nos obligaba, como un muchacho después de su primera cita, a esmerar la apariencia personal, y a desplegar una mayor bondad y generosidad. La obvia desesperanza de mi amor platónico despertaba en mis compañeros de tripulación un sentimiento a mitad de camino entre la compasión y la envidia, tan incompatible como esos mismos sentimientos pueden serlo entre sí. Algunas veces hasta deseaba que alguno se burlara de mí, que hiciera algo como para conseguir enojarme y hacerme estallar, pero nunca ninguno de ellos se tomó semejantes libertades. Mis camaradas me veían como un tonto embelesado, y eso me apartaba y me aislaba de ellos.

Esa mañana, el doctor Streshny me llamó por el intercom:

— La Doncella está preguntando por ti.

—¿Algo anda mal?

— Nada; no te preocupes.

Corrí hacia la enfermería, donde la Doncella me esperaba en la escotilla.

— Discúlpame que te moleste — dijo— pero repentinamente se me ocurrió que si muriera, no te vería ya más.

— Pavadas; tú no te estás muriendo — masculló el doctor.

Mi mirada se deslizó involuntariamente hacia los diales del equipo.

— Quédate un momento conmigo — me pidió la Doncella, y el médico inventó una excusa para dejarnos a solas.

— Deseo tocarte — manifestó ella—. ¡No es justo que no pueda tocarte sin quemarme!

— Sería más fácil para mí —dije estúpidamente—. Yo sólo me congelaría.

— Ya casi hemos llegado, ¿verdad?

— Sí, dentro de cuatro días.

— No quiero regresar a casa, porque mientras estoy aquí puedo imaginarme que estoy tocándote. Y allí no te tendré a ti. Pon la palma contra el panel.

Obedecí. La Doncella apoyó su frente contra el cristal, y yo imaginé que mis dedos penetraban la transparente masa de vidrio, acariciándola.

La Doncella levantó su cabeza y trató de sonreír:

—¿Se congelaron tus dedos?

— Debemos encontrar un planeta neutral — manifesté yo.

—¿De qué tipo?

— Uno intermedio. Entre los dos. Con una temperatura constante de cuarenta grados bajo cero.

—¡Eso es demasiado caluroso!

— Muy bien, entonces menos cuarenta y cinco. ¿Puedes soportar eso?

— Por supuesto — afirmó ella—. Pero esa no será una manera agradable de vivir, siempre incómodos, apenas tolerando nuestro medio ambiente.

— Sólo estaba bromeando.

— Ya lo sé.

— Ni siquiera seré capaz de escribirte — expliqué yo—. Necesitaría un papel especial, que no se deshiciera con el frío, y además ese olor…

—¿Cómo huele el agua? ¿No huele para ustedes? — preguntó ella.

— No, para nada.

—¡Qué asombroso!

—¿Ves? Ahora ya estás de mejor humor — dije.

—¿Me hubiera enamorado de ti, si nuestras sangres fueran iguales?