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— Gracias.
La Doncella estaba muy excitada el último día, y aunque dijo que no podía imaginarse separándose de nosotros — de mí—, sus pensamientos volaban velozmente, fluctuando fugazmente de un tema a otro. Más tarde, cuando me encontraba empacando sus pertenencias en el laboratorio, me confesó que temía el fin del viaje más que a ninguna otra cosa. Se sentía dividida entre mí, a quien debería dejar atrás, y todo un mundo que la esperaba.
Una nave patrulla de su mundo nos escoltaba desde hacía ya media hora, y el traductor del puente de mando crepitaba constantemente, procesando su lenguaje con dificultad. Bauer entró al laboratorio, anunciando que ya nos estábamos aproximando para efectuar un aterrizaje en uno de sus espacio-puertos. Trató de leer su nombre, y la Doncella corrigió su pronunciación; luego le preguntó si había controlado convenientemente su traje espacial.
— Lo haré ahora mismo — comentó Gleb—. ¿De qué tienes miedo? No tienes más que treinta pasos que dar.
— Quiero estar segura de darlos — contestó ella, sin comprender que había ofendido a Gleb. Luego se volvió hacia mí—. ¿Quieres revisarlo de nuevo?
— Voy enseguida — repliqué.
Gleb se encogió de hombros y salió. Tres minutos más tarde, volvió y colocó el traje espacial sobre la mesa. Los tanques golpearon suavemente sobre el plástico, y la Doncella se sobresaltó como si la hubieran golpeado. Luego golpeó suavemente en la pequeña puerta de la cámara estanca:
— Dame el traje. Lo controlaré yo misma.
El muro que había surgido de pronto entre nosotros me aplastó; sentía mi cabeza como si estuviera apretada en una morsa. Sabía que nos estábamos separando, pero creía que no debíamos hacerlo así.
El aterrizaje fue suave. La Doncella ya se encontraba equipada con su traje espacial. Yo pensaba que debía haber dejado el laboratorio antes, pero ella no quiso arriesgarse hasta que oyó la voz del capitán a través del intercom:
— Destacamento de desembarco, colóquense los trajes espaciales. Afuera la temperatura es de menos de cincuenta y tres grados.
Se abrió la escotilla, y todos los que deseaban despedirse nuevamente de la Doncella de Nieve, se alinearon a su lado. Mientras hablaba con el doctor, me acerqué a ella, y salimos a la cubierta, en dirección a la rampa.
Bajas formaciones de nubes se deslizaban sobre nosotros, cubriendo el extraño planeta. Un rechoncho coche amarillo se detuvo a unos treinta metros de nosotros, y varias personas se pararon a su lado sobre unas gruesas baldosas de granito. Por supuesto, no llevaban trajes espaciales. ¿Por qué habrían de hacerlo en su propio hogar? El pequeño comité de bienvenida parecía perdido en la vastedad de la interminable pista del espacio-puerto.
Otro coche se detuvo para dejar descender a sus pasajeros. Oí a la Doncella acercarse a mí, y me volví para mirarla. Los demás se alejaron y nos dejaron solos.
La Doncella no me miraba. Sus ojos registraban la multitud en busca de un rostro familiar. Repentinamente reconoció a alguien, y levantó su mano, agitándola. Una mujer se separó de la muchedumbre, y corrió hacia la rampa por sobré las planchas de granito. La Doncella se apresuró a bajar a reunirse con ella.
Me quedé parado allí, pues era el único en la nave que no había dado su último adiós a la Doncella. Además, sostenía el bulto de sus pertenencias. Finalmente fui incluido en el grupo de desembarco, y debí acompañar a Bauer en sus negociaciones con las autoridades del espacio-puerto. No podíamos entretenernos demasiado: debíamos volver a zarpar en una hora. La mujer dijo algo a la Doncella, quien rió y se desembarazó de su casco, que cayó al suelo, rodando sobre las baldosas. La muchacha pasó la mano por sus cabellos, acomodándolos. Contemplé cómo la mujer presionaba su mejilla contra la de la Doncella, y pensé que probablemente ambas las sintieran cálidas al contacto. La Doncella habló brevemente con la mujer, y repentinamente echó a correr de regreso a la nave. Mientras ascendía la rampa, me miró y se quitó los guantes.
— Perdóname — dijo—, no me había despedido de ti. — No se trataba de su propia voz, sino la del traductor automático colocado sobre la escotilla, que alguno de los miembros de la tripulación había encendido previsoriamente. Pero también pude oír su voz.
— Sácate tu guante — me pidió—. Hay sólo cincuenta grados bajo cero aquí. Comencé a quitarme el guante, y nadie intentó impedírmelo, aunque el capitán y el médico habían oído y comprendido sus palabras.
No sentí el frío, ni en ese momento, ni cuando ella tomó mi mano y la presionó contra su mejilla por un instante. Cuando comprendí, traté de retirar mi palma, pero era demasiado tarde. Mi mano había dejado marcada una silueta púrpura en su abrasada mejilla.
— Está bien — dijo la Doncella, agitando sus brazos para aliviar el dolor—. Ya se pasará. Y si no se pasa, mucho mejor.
—¿Has perdido el juicio? — pregunté.
— Ponte el guante… tus dedos van a congelarse — dijo ella. Me miró directamente, y sus ojos azul oscuros, casi negros, estaban completamente secos.
La Doncella de Nieve retornó hacia la mujer, y juntas se encaminaron hacia el coche; al llegar, la muchacha se detuvo y levantó su mano, enviando un último saludo para mí y el resto de la tripulación.
El doctor se volvió hacia mí:
— Pasa por la enfermería más tarde. Te pondré alguna pomada en esa mano, y la vendaré.
— Pero no duele — le aseguré.
— Luego dolerá —afirmó el médico.
FIN