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– Una toma -repitió-. Una toma. Tal vez su toma siga aún en su propio tiempo ¿Quién sabe? Ni siquiera yo sé muy bien cómo funciona esto. El tiempo es como una botella de ginebra: dejé caer un poco, y ahora me alegra haberle podido recoger -Extendió la mano-. No se ofenda. Wacek. Sólo quería ayudarle a probar sus fuerzas, es algo que siempre sirve. Quizá haya crecido algo y ahora sea usted un poco más sabio. No se irrite con un viejo.
– No estoy irritado -dije-. Simplemente, no comprendo.
– Ni tiene por qué. Sólo tiene que pensar que le gasté una broma. Hay biomas muy estúpidas. -Suspiró y, sin decir adiós, se marchó, pasando junto a peatones que habían aparecido de algún sitio. Como nosotros, debían haber estado esperando a que cesase el repentino aguacero, y ahora se apresuraban a seguir sus caminos.
Pero yo no me apresuré, sino que traté de aclararme acerca de lo que había pasado. ¿Había sido un sueño? Pero no había estado dormido ni adormecido, aunque hubiera perdido el conocimiento. ¿Hipnosis? Jamás había oído hablar de esa forma de hipnosis. Además, ¿era posible? Seis diferentes alucinaciones instantáneas en una milésima, quizá incluso en una millonésima de segundo. ¿Y podía una alucinación producir una quemadura? Me alcé la manga, y vi claramente la marca azul púrpura dejada por el cigarrillo de Woycekh, y el despellejamiento de los nudillos de mi mano izquierda: otra señal de mis encuentros con Woycekh. ¿Y la medalla? ¡Naturalmente, allí estaba! La saqué de mi bolsillo y la contemplé a la luz. No era una medalla fantasmagórica, no era ilusoria, sino que se trataba de una verdadera medalla de bronce viejo. El grabado de Poniatowski con la corona de laurel sobre su frente y la inscripción que la rodeaba: «Vivió para su patria, murió por su honor…» Todo aquello no era fantasmal, ilusorio. Podía palpar cada letra.
Y el volumen de Mickiewicz estaba en su sitio. No lo saqué, simplemente palpé el perfil repujado en la portada. Así que todo había pasado realmente. No era una alucinación, ni un sueño, ni una visión hipnótica. La pitillera de Leszczycki había tocado su escala para mí, y me había hecho vivir media hora o una hora, cada vez de una forma distinta. Realmente había yacido con el pecho perforado por las balas, había corrido para salvar mi vida en una loca carrera automovilística, había luchado por el honor de Elzbeta, me había convertido en el propietario de las cartas cuya publicación aterrorizaba tanto a los emigrantes blancos.
La medalla, el libro de Mickiewicz y las cartas eran visitantes de otro tiempo. Quizá en el nuestro tuvieran sus contrapartidas, pero ¿cambiaba eso algo? Ziga deseaba llevar las cartas a la embajada, y yo prometí ayudar a Elzbeta en eso ¿Había pasado todo en un mismo tiempo, o había pasado en realidad? Lo importante era que ahora yo era dueño de mi propio tiempo.
Sin dudar, sin detenerme a pensarlo, caminé con determinación, cruzando la calle hacia la muy familiar puerta que había enfrente.