124210.fb2
A la mañana siguiente, antes de irse de la torre, Dorcas se cortó el pelo casi como un muchacho y prendió una peonía blanca al casquete que lo confinaba. Yo trabajé con documentos hasta la tarde, luego le pedí la chilaba de paisano a un sargento de mis clavígeros y salí con la esperanza de encontrarla.
El libro marrón que llevo conmigo dice que no hay nada más extraño que explorar una ciudad totalmente diferente de las que uno conoce, porque hacerlo es explorar una identidad segunda e insospechada. Yo he descubierto algo más extraño: explorar esa ciudad después de haberla habitado un tiempo sin aprender nada de ella.
No sabía dónde estaban los baños de que había hablado Dorcas, aunque de conversaciones oídas en el tribunal había inferido que existían. No sabía dónde quedaba el bazar donde ella compraba la ropa y los cosméticos, y ni aun si había más de uno. No conocía nada, en resumen, más que lo que se veía desde la tronera, y la breve ruta desde la Vincula hasta el palacio del arconte. Quizá tuviera demasiada confianza en mi capacidad de orientación en una ciudad tanto más pequeña que Nessus; de todos modos, tomé la precaución de cerciorarme de vez en cuando, mientras andaba por las retorcidas calles que bajaban penosamente el risco entre casas-gruta excavadas en la roca y casas- garganta que brotaban de ella, de que seguía viendo la forma familiar de la atalaya, con su portal fortificado y su gonfalón negro.
En Nessus los ricos viven en el norte, donde el agua del Gyoll es más pura, y los pobres al sur, donde es sucia. Aquí en Thrax no había esa costumbre, tanto porque el Acis fluía con tal rapidez que el excremento de los que vivían río arriba (y eran, claro está, mil veces menos numerosos que los que vivían en las márgenes superiores del Gyoll) apenas afectaba la corriente, porque era agua tomada del embalse previo a la catarata la que llegaba por acueductos a fuentes públicas y hogares pudientes, de modo que no hacía falta recurrir al río salvo cuando —para la fabricación o el lavado en gran escala— se requerían grandes cantidades.
Así, en Thrax la división se establecía por niveles de altura. Los más ricos vivían en las faldas más bajas y cercanas al río, con comercios y oficinas públicas a su alcance, a pocos pasos de muelles desde donde podían recorrer la ciudad de punta a punta en caiques impulsados por galeotes. Los no tan adinerados tenían sus casas más arriba; la clase media en general vivía más arriba aún, y así hasta los más pobres, que moraban justo debajo de las fortificaciones del acantilado, a menudo en chozas de adobe y cañas, sólo accesibles mediante largas escalerillas.
Luego me tocaría ver algo de esas barracas miserables, pero por el momento me mantuve en el barrio comercial vecino al río. Las callejuelas estaban tan atestadas de gente que al principio creí que se festejaba algo, o acaso que la guerra —tan remota mientras yo permanecía en Nessus, pero progresivamente más inmediata a medida que con Dorcas habíamos marchado hacia el norte— estaba lo bastante cerca como para que los que huían de ella colmaran la ciudad.
Nessus es tan extensa que tiene, he oído decir, cinco edificios por cada habitante vivo. Esta proporción se invierte en Thrax, sin duda, y aquel día hubo momentos en que me pareció que había cincuenta individuos por cada techo. Además, Nessus es una ciudad cosmopolita, así que aunque se vean muchos extranjeros, y ocasionalmente incluso lleguen naves con cacógenos de otros mundos, uno siempre tenía conciencia de que eran extranjeros, gente que estaba lejos de su tierra. Aquí las calles bullían de humanidad diversa, pero no reflejaban sino la diversidad natural del territorio montañoso, de modo que si yo veía, por ejemplo, un hombre con una gorra de pellejo de pájaro, y con las alas por orejeras, o uno con una tosca chaqueta de cuero de kaberú, o uno con la cara tatuada, a la vuelta de la esquina podía encontrarme otros cien de la misma tribu.
Esos hombres eran eclécticos, descendientes de los colonos del sur que se habían unido a los rechonchos, oscuros autóctonos que habían adoptado algunas de sus costumbres y las habían mezclado a su vez con otras adquiridas de los anfitriones de más al norte, y en algunos casos de pueblos aún más ignotos, mercaderes y razas aldeanas.
Muchos de estos autóctonos prefieren unos cuchillos curvos —o, como se los llama a veces, doblados— que constan de dos secciones relativamente rectas y un codo hacia la punta. Se afirma que esta forma permite atravesar más fácilmente el corazón si la puñalada se da bajo el esternón. La hoja es rígida, con nervadura central, y de dos filos que se mantienen muy templados; no hay guarda, y por lo común el mango es de hueso. (He descrito detalladamente estos cuchillos porque son tan característicos de la región como lo que más, y porque es de ellos que Thrax toma otro de sus nombres: la Ciudad de los Cuchillos Curvos. Hay además una similitud entre el plano de la ciudad y la hoja de ese instrumento: la curva del desfiladero corresponde a la de la hoja; el río Acis, a la nervadura central; el castillo de Acies, a la punta, y el Capulus, a la línea en que el acero desaparece en el mango.)
Uno de los guardianes de la Torre del Oso me dijo una vez que no existe animal más peligroso o más salvaje e incontrolable que el híbrido que resulta del apareamiento entre un perro de combate y una loba. Estamos acostumbrados a considerar feroces las bestias del bosque y la montaña, y salvajes a los hombres que en apariencia brotan de esos suelos. Pero la verdad es que (como bien sabríamos si no estuviéramos tan hechos a su compañía) hay una violencia más cruel en ciertos animales domésticos, por bien que comprendan el lenguaje humano y a veces hablen incluso unas palabras; y hay un salvajismo más profundo en los hombres y mujeres cuyos ancestros han vivido en ciudades y poblados desde el alba de la humanidad. Vodalus, por cuyas venas corría la sangre incorrupta de un millar de exultantes —exarcas, etnarcas y estarostes—, era capaz de una violencia inimaginable para los autóctonos que transitaban las calles de Thrax, desnudos bajo sus capas de guanaco.
Como los perros-lobo (que nunca vi, pues eran demasiado perversos para ser útiles), aquellos eclécticos tomaban de su ascendencia mixta todo lo que en ella había de más cruel e ingobernable; como amigos o seguidores eran hoscos, desleales y pendencieros; como enemigos, feroces, desdeñosos y vengativos. Esto al menos había oído yo a mis subordinados de la Víncula, pues eclécticos eran más de la mitad de los prisioneros.
Cada vez que conocí hombres de lenguaje, vestimenta o costumbres extraños, nunca dejé de preguntarme cómo serían sus mujeres. Siempre hay un vínculo, puesto que ambos son producto de la misma cultura, como las hojas de un árbol, que uno ve, y el fruto, que uno no ve porque las hojas lo ocultan, son productos de un mismo organismo. Pero el observador que se arriesgue a predecir la apariencia y el sabor del fruto por el contorno de unas pocas ramas frondosas vistas (por así decir) desde lejos, deberá saber mucho sobre hojas y frutos si no quiere hacer el ridículo.
Hombres aguerridos pueden nacer de mujeres lánguidas, y tener hermanas casi tan fuertes como ellos y más decididas. Y así yo, mientras paseaba entre multitudes compuestas en su mayor parte por esos eclécticos y por gentes de la ciudad (que no me parecían muy distintos de los ciudadanos de Nessus, salvo porque las ropas y maneras eran aquí algo más rudas), me encontré especulando sobre mujeres de ojos oscuros y piel oscura, mujeres con lustroso pelo negro, grueso como las colas de las pintadas cabalgaduras de sus hermanos, mujeres de rostro que yo imaginaba fuerte pero delicado, mujeres dadas a la resistencia feroz y la rápida entrega, mujeres que podían ser ganadas pero no compradas…, si es que tales mujeres existen en este mundo.
De sus brazos mi imaginación viajó a los lugares donde tal vez se las encontrase, solitarias cabañas acurrucadas junto a manantiales de montaña, ocultas yurtas aisladas entre pastizales altos. Pronto la idea de las montañas llegó a intoxicarme tanto como una vez, antes de que el maestro Palaemon me revelara la localización correcta de Thrax, me había intoxicado la idea del mar. Qué gloriosos son ellos, los impertérritos ídolos de Urth, tallados con herramientas inexplicables en una edad inconcebiblemente antigua, lúgubres cabezas que aún se alzan sobre el contorno del mundo coronadas con mitras, tiaras, diademas rociadas de nieve, cabezas de ojos enormes como ciudades, figuras de hombros envueltos en bosques.
Así, disfrazado con la insípida chilaba de un burgués, me abrí camino a codazos por calles atiborradas de humanidad y rezumantes de olor a estiércol y a cocina, con la imaginación llena de visiones de piedra colgante, de arroyos de cristal como collares.
Pienso que Thecla habrá sido llevada al menos a las estribaciones de esas cumbres, sin duda para escapar al calor de algún verano particularmente tórrido; pues muchas de las escenas que me brotaban en la mente (por voluntad propia, al parecer) eran de cariz notablemente infantil. Vi plantas enamoradas de la roca cuyas flores virginales se me presentaban con una inmediatez que ningún adulto alcanza sin ponerse de rodillas; abismos que parecían no sólo pavorosos sino chocantes, como si su existencia desafiara las leyes de la naturaleza; picos tan altos que parecían literalmente no tener cima, como si el mundo entero hubiera estado cayendo eternamente de un cielo inimaginable, que aún no había soltado esas montañas.
Al fin llegué al castillo de Acies, tras haber recorrido casi toda la ciudad de un extremo a otro. Allí revelé mi identidad a los guardianes de la puerta trasera y se me permitió entrar y subir a lo alto de la torre principal, tal como una vez había subido a nuestra Torre Matachina antes de separarme del maestro Palaemon.
Aquella vez, al subir allí a despedirme del único lugar que había conocido, había estado en uno de los puntos más encumbrados de la Ciudadela, que a su vez descansa en la cumbre de una de las elevaciones más altas de toda el área de Nessus. La ciudad se había extendido ante mí hasta los límites de la visión, atravesada por el trazo del Gyoll, como el rastro verde de una babosa en un mapa; yo había divisado incluso la Muralla en algunos puntos del horizonte, y en ninguna parte yo había estado a la sombra de alguna cumbre muy superior a la mía.
Aquí la impresión era muy diferente. Estaba montado sobre el Acis, que corría hacia mí saltando en una serie de escalones rocosos, todos dos o tres veces más altos que un árbol grande. Pulverizado en una blancura espumosa que centelleaba bajo el sol, desaparecía por debajo de mí para reaparecer como una cinta de plata que corría a través de una ciudad tan limpiamente contenida en su hendedura como una de esas aldeas de juguete que yo (pero era Thecla) recordaba haber recibido dentro de una caja en un cumpleaños.
Y sin embargo, por así decir, estaba en el fondo de un tazón. Por todos lados se alzaban muros de piedra, de modo que mirar uno cualquiera era creer, por un momento al menos, que mediante la multiplicación de números imaginarios algún hechicero había tergiversado la gravedad doblegándola en ángulo recto, y la altura que yo veía era en realidad la superficie rasa del mundo.
Durante una guardia o más, creo, estuve contemplando esas paredes, y recorrí las delgadas líneas de las cascadas que en limpio y atronador romance se precipitaban a reunirse con el Acis, y miré las nubes atrapadas que parecían apretarse blandamente contra esas laderas inflexibles como ovejas aturdidas y consternadas entre rediles de piedra.
Luego acabaron por fatigarme la magnificencia de la montaña y mis sueños de cumbres; o, más que fatigarme, me marearon hasta que la cabeza me dio vueltas, y tuve la impresión de ver las cimas aun con los ojos cerrados, y sentí que aquella noche, y muchas noches más, caería en sueños por sus precipicios, o me aferraría con dedos ensangrentados a las desesperantes paredes.
Luego me volví con ahínco hacia la ciudad y me tranquilicé con la visión de la atalaya de la Víncula, ahora un cubo muy modesto, cementado a un risco que era poco más que una arruga entre las incalculables olas de piedra que lo rodeaban. Observé los cursos de las calles principales, buscando (como en un juego, para despejarme tras la larga contemplación de las montañas) identificar aquéllas por las que había pasado para llegar al castillo, y observar desde la nueva perspectiva los edificios y mercados que había visto en el camino. Saqueé con la mirada los bazares, y descubrí que había dos, uno a cada lado del río; y marqué de nuevo los mojones familiares que había aprendido a reconocer desde la Vincula: el coliseo, el panteón y el palacio del arconte. Luego, cuando todo lo que había visto desde el suelo quedó confirmado desde el punto panorámico, y sentí que comprendía la relación espacial del lugar en donde estaba con lo que ya conocía del plano de la ciudad, empecé a explorar las calles secundarias, atisbando los tortuosos senderos que subían a los peñascos superiores y sondeando estrechos callejones que a menudo no parecían sino meras bandas de oscuridad entre edificios.
Siguiéndolos, mi vista volvió a dar con las márgenes del río, y empecé a estudiar los sitios de desembarco y, los depósitos, y hasta las pirámides de toneles y cajas y fardos que esperaban ser embarcados en alguna nave. Ahora el agua ya no tenía espuma, salvo cuando los muelles la obstruían. Era casi de color añil, y como las sombras de color añil que se ven al anochecer en un día de nevada, parecía resbalar silenciosamente, sinuosa y glacial; pero el movimiento de los presurosos caiques y las cargadas falucas mostraba cuánta turbulencia escondía la superficie lisa, pues las embarcaciones más grandes movían los baupreses como esgrimidores inquietos, y a veces todas giraban poniéndose de lado mientras los remos luchaban contra los rápidos remolinos.
Cuando agoté todo lo que había río arriba, me incliné sobre el parapeto para observar el trecho de corriente más cercano y un embarcadero que no estaba a más de cien pasos de la puerta posterior del castillo. Mirando a los estibadores que se afanaban por descargar una de las angostas barcas, vi cerca de ellos, inmóvil, una diminuta figura de pelo brillante.
Al principio creí que era una niña, tan pequeña parecía comparada con los corpulentos peones casi desnudos; pero era Dorcas, sentada justo al borde del agua con la cara entre las manos.