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Segunda Parte – EL CERDO

23

El Presidente estaba mirando al "Cerdo" -nombre en código del proyecto albanés-. Tenía una expresión de desagrado absoluto. Como granjero, pensaba que el nombre que los militares le habían puesto era un insulto a todos los cerdos decentes.

– Se tiene la sensación de que hay que contener el aliento, -dijo-. Tendría que apestar. Algunos de los mecanismos deberían de estar preparados para oler como lo que son. Tanto los nuestros como los de ellos.

Después de conversar con los rusos, salió de la cabina de control; en ese momento se detuvo en la sección seleccionadora de objetivos. En todos los países del mundo había por lo menos veinte modelos en pequeña escala de situaciones de máxima prioridad. En su mayor parte eran plantas experimentales y laboratorios químicos. El "Cerdo" albanés era una luz roja colocada en la parte superior del tablero electrónico color verde que cubría toda una pared y que aportaba los cálculos teóricamente más importantes de las situaciones estratégicas y políticas diarias. Las prioridades las determinaba la computadora CG -Cálculos Generales-, más conocida por "Joe", para luego ser transmitidas a todos los comandos operativos del mundo. El Presidente nunca se iba a la cama sin haber verificado antes el panorama general de las prioridades operativas, las que, a menudo, cambiaban brusca y sorpresivamente, según el "humor" de la computadora CG.

Hacía más de seis semanas que el "Cerdo" albanés estaba instalado irreverentemente en el lugar prioritario de los cálculos de objetivo. A menudo, en la mitad de la noche, insomne, el Presidente bajaba esperanzado a mirar el tablero. Pero el "Cerdo" estaba siempre allí.

Los profesores Skarbinski y Kaplan, el general Franker, y dos técnicos en detectación de objetivos, Russel Elcott y el nuevo jefe de CÍA, Dean Rexell, junto con el Presidente miraban al nuevo modelo en pequeña escala que estaba sobre una mesa de madera de forma cuadrada. El "Cerdo" tenía la apariencia de un museo de arte moderno: una estructura chata y baja, con una cúpula color blanco completamente circular apoyada sobre las cortas y gordas patas.

– Parece una especie de templo -dijo el Presidente. ¿Cómo andamos con la réplica?

– Más abrasados que los rusos -le contestó el profesor Kaplan-. Dios sólo sabe la cantidad de espías que tienen en Albania.

– ¿A quiénes tenemos?

– Una chica norteamericana -respondió Russel Elcott-. La muchacha de Mathieu.

– Bendito sea su trasero -agregó el Presidente.

– Y el reconocimiento diario -añadió el general Franker.

– Bendito también -subrayó el Presidente.

– Todavía faltan algunos elementos -comentó Kaplan-. Tenemos ocupados a los mejores cerebros y, por única vez, los franceses están ayudando mucho. Hay dos franceses que desde el principio del proyecto han estado trabajando con Mathieu. Pero falta el elemento principal, y sospecho que es el mismo Mathieu. Lo podemos hacer, pero Mathieu ha encontrado una especie de atajo para llegar. Y no podemos calcular el poder de explosión, una vez que se ha obtenido la desintegración. Estamos construyendo una computadora que estará en condiciones de hacer lo que Mathieu parece lograr con un pedazo de tiza en la mano. Pronto estaremos en condiciones de hacer un cálculo exacto.

– ¿Cuándo?

– Dentro de uno o dos meses.

– Allí puede ver algo, señor Presidente -le dijo el general Franker.

Señaló en el mapa la zona del objetivo que estaba ubicado arriba del modelo, sobre la pared.

– El "Cerdo" está justo en el medio de una zona densamente poblada. Hospitales, hogares de ancianos y otros por el estilo. "Por supuesto, son los que producen el trabajo y la energía. Una tremenda concentración de energía. La pregunta es: ¿Cómo es posible que en la zona puedan llevar a cabo una fantástica explosión sin destruirse a sí mismos? Pero, por supuesto, es pensar usando convencionalismos. Pensar con mentalidad de bomba nuclear, lo que es obsoleto. Usted recordará, señor, que la fuerza exha es una fuerza ascendente. Esencialmente es un fulgor como el del laser, que sale disparado hacia arriba con velocidad y fuerza increíbles, hacia el cosmos…

– No me dirán que los albaneses están apuntando hacia Dios, -dijo el Presidente.

El general Franker sonrió.

– Bueno, no exactamente. Necesitarían una fuerza mucho mayor para causar algún daño.

– Gracias a Dios.

– Empero esto explica cómo es posible llevar a cabo la prueba en una zona tan densamente poblada. Por otro lado, pueden orientar el fulgor de otro modo. Si se mira el mapa, se advierte que entre el lugar y la frontera yugoslava no hay nada, a pesar de que si se continúa hacia el Oeste se llega a todos los países capitalistas europeos, sin contar Yugoslavia -y no tengo que recordarles que la Yugoslavia socialista está considerada por la Albania de En ver Hoxha de la misma manera que los soviéticos lo están por China. Luego, si se continúa la proyección, llegamos a Europa occidental y a Washington…

– Gracias -contestó el Presidente-. Ahora pienso dormir bien durante toda la noche. ¿Cuándo empezará a apestar este pedazo tan especial de mierda?

– Los rusos le dan dos meses, mas no están dispuestos a correr ningún riesgo con sus propios cálculos.

El Presidente se quedó mirando al "Cerdo" durante unos segundos más, con una especie de odio absoluto.

– Muy bien, hagan entrar al pueblo…

El término "pueblo" era su expresión favorita cuando se refería a los miembros del Congreso, y lo empleaba con un acento solemne, como el de "Padre de la Nación". En los últimos tiempos había empezado a sonar un tanto vacío y hasta había adquirido un tonito ligeramente irónico.

Entraron, y se lo dijo. Los castigó duro con el asunto de Albania. Empleó unas pocas palabras, desgastadas y simples. Usó como blanco sus principios cristianos. Se sentía confundido e inseguro, preocupado y asqueado. Aún estaba encarando la decisión que tomaría y no sabía qué hacer, por lo que se esforzó en parecer calmo, seguro y decidido.

– Y bien, amigos, las cosas son así. Lo consiguieron dividir. Desintegrarlo. No les extrañará enterarse de que es el arma más devastadora que uno pueda imaginar.

Estaban de pie rodeándolo, junto al verde mapamundi que centelleaba y tenía todas las bases norteamericanas encendidas en amarillo y la señal de "preparados para escuchar". Las pantallas televisivas de circuito cerrado los contemplaban vacías.

Russel Elcott miraba al Hombre y a los Mayores. Por su mente cruzó la palabra "babilónico", seguramente a causa del "Cerdo". Parecía como si fuese un templo pagano obsceno dedicado al culto del poder. Sólo faltaban los sacerdotes científicos y el olor a incienso. Los Mayores eran hombres de aspecto común, vestidos con trajes grises, y se preguntó qué harían los Giottos y los Miguel Ángel del futuro con las ropas amarillentas, con los anteojos de monturas de asta y con las caras vulgares suponiendo que volviese a existir un Renacimiento…

Siguió contemplando al grupo de los Mayores y al Presidente; escuchó al profesor Skarbinski que trataba de explicar la tecnología del "Cerdo" de la manera más simple posible, aunque cualquier universitario clásico lo podía haber hecho mucho mejor. Miró las pantallas de televisión vacías, que estaban esperando tragarse el próximo o el último pedacito de la historia y se preguntó en qué capítulo y bajo qué nombre describirían la escena las Escrituras del futuro.

Tiempo atrás había visto una copia de la Biblia traducida al inglés y tuvo la sensación de que el profesor Skarbinski estaba traduciendo en términos científicos un capítulo de la Biblia futura.

Se preguntó si en los siglos venideros los santos de los iconos, las figuras humanas de los frescos y las imágenes religiosas se pintarían sobre las pantallas verdes de las televisiones. Sería el equivalente de las colinas florentinas de los primitivos italianos. Después del Renacimiento el primer arte que aparecería, sería probablemente más severo que el de los italianos. Más parecido al arte primitivo bizantino del siglo quince.

Exvoto… El primer atisbo de renacimiento espiritual sería ingenuo e inseguro, salido del corazón del arte primitivo, un recuerdo de la era de la depravación tecnológica.

Se dirigió a la sala de sonidos donde se encontró con los ojos cansados y profundos del ingeniero de sonido. Se grababa cada palabra. Esta vez, las Escrituras no serían una cuestión de tradición oral de lo que se ha oído o presenciado. Surgirían de las palabras aún vivas, cuidadosamente grabadas y preservadas, enterradas más profundamente que los silos de Minutemen.

Por el micrófono reconoció la voz del senador Bolland.

– No se preocupe por la jerga científica, profesor… Lo que en realidad está diciendo es que el arma devastadora es la propia alma destructiva del hombre…

– Senador, no es mi especialidad. Es retórica, metáforas, elocuencia. Estoy hablando como científico.

– Y a esta hora tardía el Presidente nos informa que los albaneses están al borde de desatar sobre el mundo la monstruosa energía destructiva… Que el país más fanáticamente stalinista, que sufre de un agudo complejo de inferioridad y manía de persecución, el día de mañana se encontrará, si no es hoy, en posesión del arma absoluta…

– Senador, estoy hablando en lenguaje de cantidades físicas. Esto se remonta al trabajo de Einstein en 1917, aunque en aquella época nadie podía imaginarse las consecuencias. El laser es esencialmente el control total de la luz…

– Usted lo ha dicho, profesor. De nuestra luz interior…

– Desde el trabajo original del francés Kastler sobre el laser, éste continuó siendo considerado como una imposibilidad teórica, hasta el punto que Maiman tuvo que publicar su descubrimiento fuera de los Estados Unidos, en la revista inglesa Nature. Ninguna revista seria de cualquier país se lo hubiera publicado. Luego, el Japón tuvo éxito provocando el "rayo" laser… dentro de un rubí… Pero, entonces, lo que teníamos era un poderoso rayo que se desvanecía en seguida, o una continua descarga muy baja de energía… Luego el Círculo de Erasmo…

Russel Elcott silenció el micrófono. Sobre el piso había varias latas herméticamente selladas que contenían bandas magnéticas grabadas.

– Escucha, Steve, queremos que cada media hora se archiven bajo tierra las grabaciones. Por supuesto, ya lo sabes.

El ingeniero lo miró.

– ¿Por qué? ¿Qué esperan? ¿El fin del mundo? Hace mucho tiempo que sucedió. Éste es un mundo nuevo.

– Steve, todos seremos juzgados. Por todo lo que aquí se ha decidido y se ha dicho. La historia requerirá todas las pruebas necesarias. No queremos que los manuscritos del mar Muerto vuelvan a perderse… si te das cuenta de lo que quiero decir.

– ¿Escrituras nuevas? ¿Astronautas de otros mundos que ahonden para saber qué sucedió y qué anduvo mal?

– En los siglos venideros habrá mucha curiosidad, Steve.

Se dirigió al baño de hombres y se encontró entre el Presidente y el general Franker. El Presidente le dirigió un guiño amistoso.

– ¿Sorprendido de verme, hijo?

– No, señor.

Nada puede impedir que un Presidente orine. Es un deseo vital, puramente animal, para seguir viviendo. El hombre prevalecerá, como diría el senador Bolland…

– Hace el efecto, señor, de que el hombre se está volviendo rápidamente obsoleto.

– ¿Qué quiere decir?

– Por unos pocos miles de años el hombre ha sido convencional, convencional en el sentido de cuando hablamos sobre armas "convencionales". Necesitamos un hombre nuevo. Un hombre nuevo que salve al espíritu. O si no…

El Presidente había terminado de aliviar su vejiga.

– ¿O si no?

– No lo sé, señor. Un derrumbe total de la civilización tecnológica, aunque esto significase un mostruoso holocausto. Debemos alejar la ciencia de la paranoia del poder y devolvérsela al hombre. La ciencia está en el proceso de convertir al hombre en un ser absoluto sin concederle ninguna oportunidad de transformarse en un hombre nuevo…

Por un momento, el Presidente se quedó mirando a su asistente; luego se dirigió al general Franker.

– ¿Ha notado, Phil, que a nuestra edad, a pesar de sacudirla mucho, la última gota siempre cae en los pantalones? Pueden desintegrar nuestra alma y transformarla en una bomba, pero no pueden impedir que la maldita última gota se quede dentro de los pantalones… ¡Imposible señor!… ¿Algunas sugerencias, hijo?

Russel Elcott conocía el juego familiar defensivo del Presidente: resguardarse detrás del sentido del humor seudofolklórico, como la tortuga debajo del caparazón. El procedimiento que había adoptado para la higiene mental…

– Señor, lo que estoy diciendo es que parecería que estamos alcanzando un punto en que la destrucción de las tres cuartas partes de la humanidad constituye la única salvación para los otros…

Ahora el Presidente miraba al joven con atención. Russel Elcott no era un fanático. Entre la gente que rodeaba al Presidente no había lugar para fanáticos ni extremistas, de izquierda o de derecha, ni lugar para los halcones o las palomas. Solamente para pájaros prudentes, grises y vigilantes.

– ¿Dar una nueva oportunidad a Adán y Eva? No, gracias. Siempre será la misma envejecida oportunidad.

– Algún día este país puede ser destruido durante el sueño sin ninguna advertencia previa -dijo el general Franker-. Y con ese temor en la mente de todos uno u otro está destinado a golpear primero. Mejor que seamos nosotros. Ya no podemos seguir aceptando el riesgo de lo desconocido.

– Pensamiento de computadora -respondió el Presidente.

– Sí, señor, así es. Con las computadoras hay una sola cosa equivocada: Que se equivocan muy pocas veces.

El presidente sonrió.

– Espero que el baño no esté conectado con los grabadores. Si lo estuviese, asegúrese de que todo lo que acaba de decirse aquí desaparezca…

– No hay problemas, señor. Ningún micrófono.

– Bueno, parece que el único ruido que hago no será juzgado por la posteridad… Lo que usted realmente está diciendo es que debemos golpear primero y matar cientos de millones de gente para destruir la civilización pagana de los adoradores de la energía y así asegurar la supervivencia espiritual del hombre… El único problema con este modo de pensar es que escudándose en la supervivencia espiritual del hombre, habría cientos de millones de cadáveres que significarían su muerte espiritual.

Hubo un silencio, y luego el rumor de las cascadas de agua provenientes de las paredes azulejadas que los rodeaban…

– Ahora bien, sobre el asunto albanés -dijo el Presidente.

– Sí, señor.

– Quiero que olvidemos a Albania. Seamos conservadores… en un lapso de seis semanas debe borrarse del mapa.

– Sí, señor, -repitió el general Franker.

– Iremos con los rusos. Una invasión de comando, como nos lo sugieren. Si no podemos hacerlo en silencio, bueno, "en silencio" es aquí un comentario muy relativo, tendremos que borrar de la tierra a toda la zona. Ningún ultimátum: nada. Como se eliminó a Pearl Harbor de la existencia. Borrarla. No importa lo que se diga. Seré un Judas. ¡Por lo que me importa!… Y, de ahora en adelante, quiero, sobre la zona, un alerta "púrpura" alrededor del reloj, una fuerza máxima de choque. Consulten con los yugoslavos.

– Hay muchas probabilidades de poder hacerlo en forma discreta -aseguró el general Franker.

– Lo dudo. Pero no tenemos otra alternativa…

"Durante todo este tiempo, ha estado tomando decisiones", pensó Russel Elcott.

– Tendremos que hacer algo con respecto a la ciencia -afirmó el Presidente-. Se está escapando de las manos. Recibo cualquier sugerencia. Saben, muchachos, no quisiera parecer bíblico o blasfemo; pero necesitamos una especie de nueva computadora, de tipo espiritual, para que el Presidente pueda mirarla todas las noches antes de irse a la cama y saber, de un solo vistazo, si está caminando con Judas o con Cristo. Bueno, creo que me voy. Y recuerden, a toda costa quiero que esta cosa albanesa desparezca del mapa. Les doy seis semanas.

24

El Valle de las Águilas: era el nombre que le habían dado los turcos seis siglos antes, mas desde que en el área se había construido la estación energética, que tenía miles de exhaladores que alimentaban la energía de los obreros de Albania, le habían cambiado el nombre por el de Valle del Pueblo.

Mathieu estaba sentado en el balconcito de madera de su casa bebiendo la peor cerveza del mundo y mirando hacia el lugar de la construcción, que tenía abiertas heridas color marrón en la tierra desnuda, aún visible entre las plantas y las estaciones alimentadoras.

Quedaban muchos problemas técnicos por resolver. Eran menores, pero molestos.

Empezando porque la calidad de los materiales que habían puesto a su disposición era pobre. No había nada malo con el rendimiento personal del pueblo albanés. Su exhalación latía al ritmo normal de noventa y siete a noventa y ocho que tienen los combustibles de gran poder energético, pero algunos de sus componentes, particularmente la estalinita usada en los mismos generadores como también en los tanques de almacenamiento y en los envases, eran deficientes. La aleación era "sucia" faltándole la elasticidad necesaria, tenía desagradables efectos secundarios que sobrepasaban lo moral. La exhalación se filtraba de un modo inconcebible, como si cayera. El índice de enfermedades nerviosas y mentales era muy elevado en el valle, y aumentaba cada día. La gente sufría horripilantes ilusiones, alucinaciones y visiones espirituales de naturaleza occidental, llamada decadente, debido, por supuesto, al actualmente bien conocido escape de efectos culturales de la exhalación. No había dudas de que la concentración excesiva de exhaladores dentro de un área relativamente pequeña tenía una influencia dañina sobre la mente y el sistema nervioso de la gente que vivía allí. El Comité Cultural local del Partido Comunista se quejaba constantemente a la Policía de Seguridad de que en la zona "alguien tocaba decadente música occidental, de compositores como Bach y Haendel". Por supuesto, nadie la tocaba, pero no se podía negar que la música se escuchaba ocasionalmente proviniendo de las estaciones de energía (ocultamente, por decirlo de alguna manera). Los sabuesos del partido estaban tras Mathieu constantemente preguntándole qué era lo que se podía hacer. Algunos viejos campesinos ortodoxos griegos se quejaron de haber visto en el valle "iconos que caminaban", y hasta denunciaron a la policía los nombres de dos santos que habían identificado, San Cirilo y San Antonio, a los que tomaron por agentes norteamericanos disfrazados. En la hora de mayor consumo se producía una extraordinaria brillantez de colores; todo parecía fulgurar; la luz del cielo, de pronto, alcanzaba una intensidad dorada, casi irresistible para los ojos. Muchos declararon que en las alturas, veían toda clase de cosas.

Mathieu les aseguró a las autoridades que el problema se resolvería en el momento oportuno. Que solamente era una cuestión de mejorar la tecnología del uso de componentes más "limpios", y, también, de reeducación, de rehabilitación psicológica. La gente seguía todavía teniendo en el subconsciente gran cantidad de basura dejada por el obscuro pasado cultural. Hasta que la educación y la firmeza ideológica aseguraran el triunfo de un hombre nuevo y genuinamente marxista-leninista, impermeable a la decadente propaganda cultural de Occidente, se debería mantener al pueblo albanés en una bienaventurada ignorancia respecto de la verdadera naturaleza del sistema energético de la zona. Estaban orgullosos de que, con la ayuda fraternal de los técnicos chinos y con la energía del pueblo y los recursos naturales, su territorio se hubiese transformado en un país industrializado.

Uno de los problemas que Mathieu no había conseguido resolver era el límite de cincuenta metros para la alimentación. Podían construirse apresadores más potentes, pero eran imposibles de controlar, cosa que los chinos, tres años, atrás, habían comprobado obteniendo desastrosos resultados. Por lo tanto, los exhaladores debían colocarse lo más cerca posible de los alimentadores que les habían sido destinados convirtiéndose así en otro elemento obligado de todos los nuevos edificios del valle. Lo mismo ocurriría con las cañerías. Y la gente que, por supuesto, lo ignoraría, se sentaría alrededor de los monstruos blancuzcos y metálicos que boqueaban, esperando, de la misma manera que en el pasado se sentaban alrededor del fuego en el hogar. Se les había dicho que el mecanismo era un recuperador de calor, que volvía a absorber para utilizarlo nuevamente.

Sobre las cimas de las montañas, más de cien grandes edificios estaban habitados por los obreros, que eran ancianos y jubilados. Había centros culturales, clubes, bibliotecas y la comuna entera era un modelo de prolijidad y eficiencia. Todavía había lugar para muchos progresos. Durante las últimas semanas, los técnicos chinos habían estado tan nerviosos y agitados que empezaron a tomar el aspecto de algunos franceses excitables que padecieran de ictericia. Mathieu tuvo que soportar interminables sesiones de pizarrón. Estaban tratando de "controlarlo", y los condujo hasta las mayores profundidades del laberinto de las matemáticas. Reprodujo una enorme satisfacción contemplar las caras tensas y desesperadas que trataban de seguirlo y concluían desorientadas. Le pedían que recomenzara y permanecían allí, sentados, en silencio, mirando él pizarrón con aspecto suicida, como si estuvieran cometiendo una falta contra el gran partido de Lenin, Stalin y Mao. Les era imposible seguirlo. Necesitaban tiempo y computadoras. No había ni tiempo ni computadoras, por lo cual lo odiaban, y Mathieu los invitaba a compensar la falta de conocimientos con la lectura de las obras inmortales del gran amado maestro Mao Tse-tung. El consejo era irónico a medias. Aunque a regañadientes, Mathieu siempre había admirado a la figura más descollante de la época: su prudencia, su astucia, su intuición de proyectos colosales que no tenía tiempo ni paciencia para compartir con otros y, a pesar de todo, poseedor de una voluntad de hierro en la lenta persecución de una cosecha socialista, como correspondía a un heredero de cien generaciones de campesinos. En cierto modo era una pena que actualmente Mao fuese un Buda rojo, paralítico y moribundo, sin siquiera poder advertir que estaba vivo. Lo habían reemplazado nombres nuevos del partido, que maniobraron en busca del poder, inseguros y por lo tanto peligrosos, mediocres y por lo tanto implacablemente ambiciosos. Estaban ansiosos por usar a los albaneses sin tener que correr mucho riesgo. Si el experimento salía bien, serían ellos quiénes construirían la bomba exha, creyendo así que habían superado a su fundador.

Mathieu sacudió la cabeza complacido. La idea de que alguna nación, algún estado, alguna entidad industrial, militar o política del Este o del Oeste hubiesen podido utilizarlo para lograr el dominio del mundo era realmente halagador, un tributo a su habilidad. Pero tenía que jugar la mano con mucho cuidado.

La maratón de las sesiones en el pizarrón a menudo se prolongaban hasta horas avanzadas de la noche. Marc y May se mudaron de la casa que les habían edificado en lo alto del pueblo, a una nueva que les habían construido. May odiaba el nuevo alojamiento y permanecía despierta durante la noche escuchando las palpitaciones de la exhalación dentro del acumulador central.

– Parece un corazón que late. Nunca lo había oído hacer tanto ruido.

– Es porque está concentrado y comprimido. Ya no es ni uno, ni dos, ni tres, muchacha. Son miles y decenas de miles. Además, es mucho menos sofisticado y refinado que nuestros mecanismos occidentales. Es más burdo. La misma cosa que ocurre con los aparatos espaciales rusos. No se los construye de buena calidad. Mientras funcionen, les basta.

Actualmente el generador central alcanzaba una capacidad de ciento setenta y cinco mil exha, almacenados en cuatro tanques de concentración compresora en el lugar de la desintegración. Los enormes tanques, parecidos a una columna un tanto arqueada, estaban colocados bajo la cúpula esférica donde se producía el bombardeo de las partículas de "meta".

Antes de haberse conocido la decisión del mariscal Hoxha para proseguir con la prueba, Mathieu tuvo una sesión particularmente agotadora con dos científicos chinos que habían sido enviados a Albania por avión para mantener una discusión final. Eran los famosos hermanos Mung, ex ciudadanos de los Estados Unidos que habían retornado a China en 1962. Los hermanos Mung eran mellizos y, por alguna razón, Mathieu pensaba que esto los hacía aparecer como especialmente comunistas. Era imposible distinguir a uno del otro.

El escuchar a los mellizos chinos y comunistas hablar con un marcado acento norteamericano resultaba realmente indecente. Repugnante.

– No podemos seguir con usted, señor Mathieu. Es evidente que hay un elemento desconocido. Sin una computadora, llevaría cien años. Antes de que sigamos con la prueba, debemos verificar todo su "efecto limitado" y la teoría del control. Desde luego, toda la teoría de la "implosión". Según nuestro punto de vista, una inversión de la dirección es aquí una posibilidad evidente, y puede significar toda la diferencia entre la "implosión" controlada y otra totalmente imprevisible en sus efectos explosivos. No existe ni el matemático ni el físico que puedan decir con entera convicción, de acuerdo a sus cálculos, cuál es el volumen crítico. ¿Cuál es aquí el límite de la concentración de la energía? ¿Qué sucede con la posibilidad de la reacción en cadena? Antes de darle la luz verde necesitamos más información.

– Bueno, ¿y por qué no le piden la información al Partido? Tiene todas las respuestas.

Sonrisas en forma de muecas, hastiadas, pacientes. Parecían dos viejas manzanas doradas llenas de arrugas.

– Señor Mathieu, por favor.

– Bueno, entonces no lo hagan. Consientan que los imperialistas occidentales estén delante de ustedes. Sigan y quédense detrás de ellos. Será el funeral. Pero le aclararé al mariscal Hoxha, que a su vez le aclarará al presidente Mao, que ustedes se asustaron como gallinas. Torcidas sonrisas de pesar, de dolor de muelas.

– Usted recordará, señor Mathieu, que en China tuvimos un error previo de consecuencia desastrosa. No queremos que vuelva a suceder. Todo lo que queremos saber es cómo ha llegado usted a la conclusión del "efecto limitado". En las fórmulas no es evidente. Por supuesto, la última fórmula es muy satisfactoria -señala un rayo director vertical- pero, ¿cómo llegó a ella? Aquí usted debe de tener algún atajo.

– Y luego, ¿qué me sucede si se lo digo? No me necesitarán más.

– Tenemos que saberlo.

Mathieu golpeó la mesa con el puño.

– Escuchen, bastardos verdes…

Las dos manzanas arrugadas se convirtieron en dos limones agrios.

– Señor Mathieu, por favor, ninguna conversación racista.

– No he dicho bastardos amarillos; he dicho verdes.

– El color de la piel de una persona no tiene nada que ver con…

– Me retracto de la palabra "verde". Si ustedes, bastardos, no confían en mí, ¿por qué no me reemplazan? Sin embargo, veré lo que puedo hacer por ustedes…

Tomó la tiza y se volvió hacia el pizarrón. Luego les demostró. Les demostró que la ciencia estaba llegando a un punto culminante y que se hacía necesario el genio para controlar a otro genio. Era el final de la democracia.

Luego los llevó con él a volar mucho más alto, sobre cimas que ningún otro hombre había podido jamás escalar, y duró siete horas, e insistió para que estuviera presente el ideólogo más representativo del partido.

Los mellizos y otros once expertos estaban allí sentados bajo la mirada del partido y, entonces, hicieron lo que siempre habían hecho cuando el partido los vigilaba: presentaron un informe optimista.

Cuando Mathieu dejó la tiza y los miró, ambos asintieron.

¿Qué diablos podía significar la democracia, si solamente el genio podía controlar al genio?

Cuando hubo terminado y borró todos los números, tomaron una decisión ideológica, no una científica. Le dijeron que continuara.

Dentro de la casa hubo una irrupción de luz rosada que luego se puso azul, roja, y, antes de desvanecerse, brilló blanca.

– No lo hagas -gritó Marc.

Saltó de la silla y corrió hacia el interior. May estaba otra vez en lo mismo. De pie en la sala. Tenía el aspecto de estar muy orgullosa de sí misma. Sobre la mesa, uno de los tres envases que Marc había traído para el consumo de la casa brillaba con un hermoso color rosado, más suave que la tez de la Madonna de Rafael.

– No puedes hacerlo aquí. La luz puede verse desde una distancia de una milla. ¿Qué pasa si la policía se entera? ¿Te das cuenta de lo que significa dejar a la exhalación suelta? Sabotaje. Dan tres años de trabajos forzados. Es malgastar deliberadamente los "recursos naturales" del país; daño voluntario al patrimonio del gobierno. Es actuar en contra de los intereses del Estado, y Dios sabe cuántas cosas más. Estás destruyendo lo que es propiedad de todos.

– Sólo la estoy dejando en libertad -respondió May. Desde que Mathieu había ideado un modo fácil y simple para liberar la exhalación- cuando se la bombeaba y se la dejaba en libertad se producía un máximo de combustión, un empuje de energía, un impulso hacia adelante, una liberación, creando así las condiciones ideales para la desintegración, desde entonces, May había estado jugando a la Pimpinela Escarlata; soltaba la exhalación de todos los apresadores que le caían en las manos.

– ¿Por qué lo haces?

– Me gustan los colores. ¡Son tan bonitos cuando se escapan! Hay algo muy artístico, ¿no es así? ¿Te imaginas lo que hubiese hecho con esto el hombre que vimos en España?

– ¿Goya? Ya lo había hecho. May, quédate quieta. Es un derroche tremendo. Si la policía te ve haciéndolo…

Pero era inútil. Allí estaba, de pie, sonriente, convencida de haber liberado a un alma humana la que, ahora, volaba feliz hacia el cielo. Marc tenía que vérselas con algo que ni siquiera sabía que existía: una norteamericana primitiva. Una especie de Douanier Rousseau de la fe cristiana.

– En un país comunista no puedes hacerlo. Está contra la ley. Con lo que acabas de dejar escapar se puede hacer marchar para siempre una aplanadora. La gente está tratando de construir algo. Necesitan toda la energía que les es posible obtener. -Mándalos a la mierda, querido.

– Muy bien, si te sientes tan malditamente puritana, dime: ¿no sabes que el individuo que estaba ahí adentro lo único que deseaba era dar lo mejor de sí mismo para la implantación del socialismo? Acabas de destruirlo. Tal vez el sueño de toda una vida. Se supone que se siente complacido y orgulloso de estar dentro del exhalador, orgulloso y encantado de trabajar y sudar para siempre a fin de conseguir una sociedad sin distinción de clases. Y lo dejas volar. ¿Cómo crees que se siente? Como un pedo asqueroso; así es como se siente.

– No me importa cómo se siente, querido. Sé lo que le conviene.

– ¿No es algo cruel hacérselo a un obrero?

– Le ha de haber encantado poder salir y sentirse libre, si no no hubiese producido un color tan bonito. ¿Viste el color que produjo cuando salió? Rosa, naranja, azul, blanco… precioso. Casi se lo oía decir gracias.

– Es un fenómeno totalmente natural, como el arco iris.

– Claro, claro que sí. También hice algo natural. La libertad es un fenómeno natural.

– Bueno, no lo vuelvas a hacer. Te arrastrarán hasta la corte del pueblo. Sabes que es una conducta antisocial. Te darán diez años.

– No me importa lo que aquí me den, querido. Más adelante recibiré bendiciones.

– Jesús, ahora una santa. Era todo lo que faltaba. Una nueva santa norteamericana, Santa May de Albania. Casi puedo ver al icono.

May sonreía frente al espejo mientras se sujetaba el pelo hacia atrás.

– ¿Qué aspecto crees que tendría como icono?

– Muy sexual.

– ¿Entre los iconos no hay rubias?

– Demasiado frívolas. Además, aquí la mayoría son musulmanes, o, por lo menos, lo fueron antes. De todos modos, no vuelvas a hacerlo. El otro día liberaste a un generador de treinta exha. Apresaron a una cantidad de chiquillos. Rufianismo, lo llamaron.

– ¡Pero fue tan hermoso! -contestó-. Estallaban en colores. ¿Y sabes algo? Estaban cantando.

– ¿Qué cantaban?

– El Ave María. Lo escuché clarito.

– Por supuesto. ¿Qué otra cosa? Es una obra musical que seguramente conoces.

– Fue una maravilla.

– Escucha, hembra artística, no tienes derecho a expresarte a espaldas de la gente.

– ¿Y tú?¿Qué tal? Tú lo haces. Te expresas científicamente a espaldas de la gente. Como los médicos de Auschwitz. Todos los pobres y cansados obreros allí sentados frente a las cañerías exhaladoras. Es bestial. Alguien debería decírselo.

Pensó que era una suerte que May no hablase albanés. Pero lo estaba aprendiendo. Se pasaba horas con los libros de texto albaneses, aprendiendo el idioma y la historia del país, que llevaba siglos de luchas contra los invasores turcos y la opresión.

– En cuanto pueda hablarles, se lo diré.

– Pensarán que eres un agente norteamericano más haciendo propaganda occidental.

May le dio la espalda.

– ¿Cuánto tiempo estaremos aquí, Marc?

– Todavía no lo sé. Unos pocos meses más. El miércoles que viene estará aquí Enver Hoxha y todo el gobierno albanés. Banderas. Discursos.

– Cuando esté terminado, ¿quién va a apretar el botón? ¿Enver?

– Es sólo una prueba en pequeña escala, May. Se quedará en el espacio. Por favor, no te preocupes.

Marc le tomó la mano y se la besó. Cuando levantó los ojos otra vez, notó una imperceptible marca blanca en el cielo. Los aviones de reconocimiento norteamericanos sobrevolaban el valle dos veces al día.

– Mira -dijo-. La sombra de las cinco de la tarde.

May no miró.

– Prométeme que nunca me odiarás -le dijo con una voz extraña, grave, casi quebrada.

25

El campo de entrenamiento estaba situado en la República Soviética de Latvia, a unas pocas millas del mar Báltico. Era típico de la burocracia rusa haberlo ubicado allí. El cuerpo de comando necesitaba escalar montañas y allí no había montañas; en cambio estaba entrenado para nadar en el helado Báltico y caminar entre los pinos y los abetos sobre arenas blandas.

A Starr le encantaba el lugar. El aire de mar, el murmullo de los pinos, el silbido del pasto sobre las dunas, el paisaje suavemente ondulante de arena, bosque y olas, las nubes de lluvia grises y salvajes que acudían presurosas a reunirse con alguna tormenta… Repentinamente aparecía algún perro errante a la carrera, husmeando el piso, buscando las libélulas del estanque de agua verde y de los lirios, y aparecía la primera estrella en el primer instante del crepúsculo, y sonaba un silbido distante y nostálgico de alguna vieja máquina de vapor rusa que se abría camino hacia el Norte. El viento tenía un efecto extrañamente promisorio y calmante, como si una amante mano le acariciase a uno la frente. Y sin embargo, no era nada más que poesía y, tal vez, Dios fuese el mejor poema escrito por el hombre. Pero Starr tenía confianza en el resultado, como si en la misma naturaleza de la exhalación hubiese algo que contenía una certidumbre regocijante de victoria.

Eran siete. El francés Caulec era un hombre tenso de treinta y tantos años, de estatura mediana y de una resistencia física notable. De ojos obscuros y pensativos, de barba corta a lo gascón, era el experto francés más famoso en explosivos. Les mostró una cámara en miniatura, más pequeña que un dedo pulgar, la que, al mismo tiempo que fotografiaba, podía disparar una dosis mortal de perdigones de cianuro, a una distancia de veinte metros. Resultaba muy útil, tres commode, les explicó, para averiguar posteriormente si se había matado a la persona indicada.

Uno de los dos rusos, el mayor Grigoroff, tenía una cara bonita, rosada y abierta, el pelo rubio ondulado y los ojos celestes. Starr pensó que era la mejor cara que podía tener un agente saboteador. Era franco, abierto, alegre, e inspiraba simpatía y amistad.

Stanko, el yugoslavo, era un apuesto servio, alto y ancho de hombros, de manos enormes, de nariz aguileña, espeso pelo negro y ojos estrechos de tirador. Despreocupado, de voz muy fuerte, propenso a cantar canciones gitanas y a la risa fácil, este coronel había llegado a ellos con la mejor de las recomendaciones como asesino. Desde muy jovencito, a los catorce años, había sido guerrillero en las montañas de Bosnia, había ascendido hasta tener una posición de comando en el KOS en Yugoslavia. El otro ruso, Komaroff, era un siberiano de cara alargada que tenía rastros de sangre tártara; Starr conocía de memoria el legajo que incluía el asesinato de dos agentes norteamericanos en Berlín. Le contó a Caulec que uno de ellos había sido el mejor agente que hubiese trabajado jamás bajo sus órdenes y, mientras se lo decía, miraba a Komaroff con admiración como si se deleitase en saber que le había reemplazado uno que era mejor. Profesionalismo. Hablaban inglés y el acento norteamericano de Grigoroff era tan impecable que a Starr no le quedó ninguna duda de quién había sido el espía soviético en los Estados Unidos que nunca había conseguido ser identificado.

El hombre más extraño del grupo era el polaco. Su nombre era Mnisek que era el de una antigua y aristocrática familia polaca.

Después de nadar largamente en el Báltico, mientras salían de una ola envolvente, Starr golpeó con el hombro las costillas del francés.

– ¿Ve usted lo que estoy viendo?

Sentado en cuclillas sobre la arena, el capitán Mnisek se frotaba la cabeza con una toalla.

Alrededor del pescuezo, colgaba una cadena con una cruz de oro.

– ¿Qué tal para un comunista ferviente? -preguntó Starr.

Caulec miraba el crucifijo.

– Y, bueno, los polacos son seres conocidamente complicados -dijo.

Starr siguió pensando en ello.

– No lo comprendo -murmuró-. Si el partido lo ha elegido para nuestro operativo (y los rusos tienen que haberlo investigado) tiene que ser un comunista h… de p… en un ciento por ciento. Ahora, escuche: anoche lo pude ver a través de la ventana. ¿Sabe qué hizo? Se arrodilló, y tenía un rosario en las manos, y rezó.

El francés chupaba la pipa.

– Et bien, coronel, creo que esta operación que se supone que debemos llevar a cabo y la naturaleza del blanco que debemos desintegrar, son excusa suficiente para hacer que unas cuantas personas recen de rodillas.

– No un comunista a toda prueba.

– Nadie está probado a tal punto. ¿Por qué cree que los gobiernos interesados insisten en mantener tanto secreto? Si este asunto se supiera, tendría un efecto psicológico destructivo sobre el pueblo. La desintegración del alma humana, etc…

– Sucede constantemente -le dijo Starr- y a nadie le importa un bledo. Apuesto a que este Mnisek ha sido un maníaco religioso toda la vida. ¿Pero cómo encaja en uno de los principales agentes saboteadores comunistas? Los polacos dicen que nos han dado a su mejor hombre. Y resulta ser un aristócrata y un católico devoto. No tiene sentido. Escuche, Pierre, lo que nos han encomendado es una tarea infernal. Se supone que formemos un equipo. Significa que entre nosotros tenemos que entendernos.

– ¿Por qué no va y se lo dice? ¿Por qué no se lo pregunta?

Starr lo hizo.

El capitán Mnisek no se mostró sorprendido por la pregunta, ni tampoco indignado por la curiosidad que despertaban su pasado y sus creencias.

Su cara era larga y angosta y tenía una mandíbula prominente; la nariz quebrada sobre los labios finos y sonrientes, y ojos obscuros, ardientes, perturbadoramente insistentes. Escuchó la pregunta de Starr, luego la sonrisa fue aun más delgada.

– Sí, coronel, desciendo de una antigua y profundamente católica familia de Polonia. Y soy un católico ferviente.

– Pero, entonces… -murmuró Starr.

– Pero, entonces, sí…

El polaco levantó una mano aristocrática.

– Pero entonces, como usted recordará. Norteamérica, Inglaterra y el resto de ustedes, caballeros occidentales, traicionaron a Polonia en Yalta. Entonces yo tenía diecisiete años y desde esa época he sido un fervoroso agente comunista. He trabajado con total devoción por la victoria comunista en Occidente. El partido lo sabe. Les he dado… ¡oh! muchas pruebas de mi celo, si no, no estaría aquí, como puede imaginarse. Ustedes vendieron a la católica Polonia de la misma manera que Judas vendió a Jesús. He consagrado mi vida a esta inminente destrucción. Espero que la explicación lo haya satisfecho por completo. ¿Un cigarrillo?

Abrió y extendió una cigarrera de plata.

– Gracias -dijo Starr, y salió de la habitación sintiéndose un poco revuelto.

El séptimo miembro del grupo era Lavro, un hombre ya en el final de la cincuentena, dominante, calvo y de barba, una larga, espesa y grisácea barba que tenía manchas de un brillo naranja como el tabaco. Una figura enigmática, silenciosa, obscura y de cejas espesas que parecía un monje ortodoxo griego del monte Athos. Había sido uno de los secuaces de mayor confianza de Stalin en Macedonia y había estado al frente de los guerrilleros que pelearon contra los alemanes y los Ustasi bajo el nombre legendario de Vladika. Había sido amigo de Tito y también había perdido esta amistad cuando éste rompió lanzas con Stalin. Conocía mejor que nadie las montañas, desde Albania hasta Bosnia, desde Salonia hasta Zagreb. Starr encontraba que la presencia de esta figura, severa y monástica, era muy apropiada para la naturaleza del cometido que tenían entre manos. Agregaba a la misión un toque físico de cristianismo ortodoxo griego arcaico y feroz. Le era fácil representárselo como a un futuro icono.

Era posible que después de haber sido salvada la desintegración del "alma" del hombre por un puñado de asesinos profesionales, probablemente, entonces, se convertirían en futuros santos y apóstoles.

El 17 de agosto los habían llevado a Inglaterra por avión, instalándolos en un campamento en Gales. Allí tenían todas las montañas que necesitaban; pero durante varios días no recibieron ni entrenamiento ni órdenes, lo que les hizo adivinar fácilmente la confusión y las divergencias que se estarían suscitando en el más alto nivel. El sexto día, llegó a buscarlos en una camioneta el comandante, un capitán de grupo muy estirado y descontento, que era obvio que ignoraba en qué consistía la misión y que, fuera como fuese, la misma no lo entusiasmaba en absoluto. Los condujo hasta una pequeña construcción vigilada por una patrulla de la RAF. Antes de entrar fueron concienzudamente identificados. Luego, fueron recibidos por un civil inglés que tenía un aspecto indescriptible, dos coroneles norteamericanos y tres rusos. Los llevaron a una salita y se los invitó a sentarse. El inglés indescriptible se dirigió al pizarrón y de pronto empezó a parecer cada vez menos indescriptible. Tenía pelo rojizo, un bigote corto y espeso de color jengibre y ojos intensamente azules cuya principal característica parecía consistir en que una vez que se fijaban en uno, no se desprendían más. La piel de su cara tenía manchas rosas y blancas producidas por quemaduras y las orejas parecían talladas. No había manera de describir al trabajo de encaje exquisitamente artístico de los lóbulos almenados. Ante la vista tenían al famoso mayor Little, el que durante los últimos veinticinco años, después de haberse escapado de los japoneses, había estado llenando el vacío nostálgico dejado por Lawrence de Arabia en Chipre, en Malaya y en el Estado de Dhofar.

De pie delante de los mapas de Yugoslavia y de Albania los observó un rato; luego se aclaró la garganta:

– Perdonen, caballeros, que los haya estado mirando así. No ha habido ninguna intención de dramatizar; empero como seré parte de la expedición… en realidad, estoy a cargo… la confirmación de las órdenes por escrito está aquí, dentro de este sobre, firmada por sus respectivos superiores… trataba de ponerme un poco al tanto, de estudiar la situación…

El tono era ligeramente de disculpas, casi de prescindencia, entrecortado por muchos murmullos y clarificación de garganta, mas Starr conocía demasiado bien a los ingleses como para caer en la trampa. En los círculos "profesionales" Little era conocido como uno de los oficiales en actividad más importante, más desconsiderado y más duro. Durante los tres días que siguieron, Starr bombardeó los cuarteles generales con cables de prioridad que podían considerarse pálidos al lado de las quejas enfurecidas por haber sido relegado al segundo lugar en el comando del grupo. La razón por la que la elección había caído sobre un inglés explicaba, también, las demoras y la ausencia de órdenes en Latvia. Tanto los rusos como los franceses insistían en poner al frente a su propio hombre, y los polacos proponían a los rusos.

El mayor Little miró y se disculpó del error.

– Parece haber habido algunas discusiones en los altos mandos respecto a quién debe ejercer la comandancia. La respuesta es que soy yo. Lo siento. Parece que me han elegido por una especie de acuerdo. No exactamente por lo que yo llamaría el haber elegido el mejor, ¿eh?

Toda esta autoparodia, los murmullos y los carraspeos eran una provocación pura, pensó Starr mientras miraba los ojos firmes, fríos, desdeñosos y de color aguamarina de Little.

– Ahora, respecto de lo que tenemos en las manos… Como ya probablemente lo sabrán, estamos frente a una nueva fisura nuclear, la fisura de un subelemento que hasta ahora había pasado inadvertido, y que había sido completamente desdeñado y malgastado. El nuevo mecanismo explosivo ha sido logrado, no por la desintegración del átomo como un todo, sino por lo que se ha llamado la partícula raíz, el elemento básico fundamental que, desde la primera bomba, todos han estado buscando. La producción de energía es fantástica, sus efectos devastadores y su alcance no se puede predecir. Por lo tanto, tenemos que destruir esta nueva arma absoluta -las cosas cada día se están volviendo más absolutas- antes de que se la haga funcionar. Se preguntarán qué es lo que se ganará con este operativo. Bueno, ganaremos tiempo, señores. O nos dará la tregua para restablecer el equilibrio del poder construyendo nuestro propio "Cerdo", o un arma de defensa, un "Cerdo" anti "Cerdo". Aún no es imposible determinar la extensión del peligro, el alcance del mecanismo, la amenaza exacta. El hombre que fue a trabajar para nuestros amigos, el señor Mathieu, parece que puede controlar el estallido y haber conseguido un destello de explosión controlado; pero nuestros científicos no están seguros… Estamos fabricando una computadora especial para calcular el alcance del "Cerdo" y el poder destructivo, lo que nos permitirá valorar lo que estamos enfrentando, y Riego, si fuere necesario, actuar… radical y permanentemente. En el momento actual, quisiéramos evitar un ataque abierto costra Albania, y no deseamos minar aun más la fibra moral del mundo revelando la noticia y desencadenando amenazas de destrucción sobre los pueblos. Las cosas, por el solo hecho de existir, tienen un efecto devastador. Una especie de asesinato moral y psicológico. De acuerdo con las informaciones que obran en nuestro poder, los albaneses necesitan tres meses más para tener al "Cerdo". Para llevar a cabo la desintegración necesitan todo el rendimiento de energía nacional que consigan obtener, un equivalente a algo como ciento veinte mil exha lo que resulta bastante extraño…

Se aclaró la garganta con evidente desagrado. Por supuesto este asunto era el más antiinglés que jamás se le presentó en la vida. Y Starr pensó que el hijo de perra estaba gozando cada minuto del mismo.

– …pues es el equivalente del índice total de mortalidad de Albania en un año y medio. Y bien, en la habitación contigua tenemos un modelo del blanco. Caballeros…

Sobre una mesa había un enorme relevamiento montañoso que rodeaba la zona del blanco, estaban señalados los pueblitos que tenían casas de techos de tejas blancas y coloradas, y en el medio se veía al propio "Cerdo". Parecía un templo pagano que tenía una verdadera estructura de cerdo, una especie de esfera redonda que se apoyaba sobre cuatro patas cortas. El mayor levantó la parte superior de la esfera.

– El corazón del asunto -dijo. Dentro no había nada.

– Nada visible, por supuesto. Energía. Inmaterial. Ahora bajemos…

Sacó la parte de la cúpula que quedaba. En su interior el "Cerdo" tenía un aspecto general de entrañas electrónicas muertas, de cañerías y fuelles retorcidos, tortuosos e infinitamente entremezclados y bocas devoradoras que tenían aspecto usual de voracidad de un tiburón. Debajo había una nueva trama de cables lisos de color verde y rojo que rodeaban unas cien pelotitas blanco-perladas, luminosas esferas similares a la gran cabeza que tenían arriba, aunque muchísimo más pequeñas.

– Como todo buen comunista aquí presente sabe -¡ah!, ¡ah!- en cuanto se produce una merma de presión, la energía, cualquiera sea su naturaleza, sube rápidamente con un impulso irresistible para conseguir liberarse y el resultado es una explosión devastadora. Es por lo tanto dudoso que el "Cerdo" pueda ser destrozado desde el aire sin una explosión que supere a la de las bombas que le han sido arrojadas. Por el momento esto es sólo una especulación, pero todo lo que tenemos que tomar en cuenta es que en esta etapa no es aconsejable el empleo de explosivos, salvo como un último recurso. Lo que tenemos que hacer es entrar y liberar la energía mediante un proceso controlado, vaciando al "Cerdo", para explicarlo así. La energía es controlable, puede soltarse y sabemos cómo hacerlo; en muy pequeña escala hemos hecho muchos experimentos de este tipo. Los controles están en la sección central, aquí donde ustedes ven los diales y las palancas… y solamente para soltar la energía existen setenta y dos operaciones diferentes. Sin embargo, no es todo. La exha del pueblo albanés está almacenada aquí, dentro de la parte superior es donde tiene lugar la fisura, separación o desintegración. Esta cosa que tiene forma de torpedo que apunta verticalmente hacia la esfera -pueden ver la nariz aplastada que la toca- es un mecanismo nuclear que trabaja como cohete. Es chino. Su función es comparable a la del gatillo de la bomba atómica usado para la explosión de los aparatos a propulsión de hidrógeno. Al apretar el gatillo la energía sale disparada hacia la esfera, tiene una velocidad de ascenso mayor que la de la luz y desintegra la única exhalación que se encuentra esperando allí. Es una clase de proceso auto destructivo, un poco pecaminoso,…¡ah! ¡ah!, ¡ah!… Figurativamente hablando, la exhalación se hiere a sí misma, vieja historia de la desintegración en el campo de la ética, pero bastante nueva en el de la física. Parecería que estamos llegando a una feliz unión entre la ética y la ciencia. Perdonen mi digresión.

Para esbozar la operación en términos estrictamente militares, lo que haremos es: a) entrar; b) soltar la energía que está en las patas del "Cerdo"; c) sacar al cohete nuclear y d)… bueno, aquí tenemos un dolor de cabeza. Está el aspecto principal de la operación. La exhalación que se encuentra en la cabeza del "Cerdo" no puede escaparse. Está allí para siempre. Sellada y encerrada herméticamente; podríamos decir que la cabeza del "Cerdo" está pegada a la exhalación con fines de desintegración y de una explosión muy anhelada. Tenemos que "matarla". Al menos, así parece, porque un… informante muy especial, ya hace un mes que nos hizo saber que Mathieu está ideando un mecanismo de liberación. En dos o tres días sabremos exactamente dónde nos hemos detenido. Pero supongamos que no habrá ningún cambio de último momento y que tendremos que "matarlo".

Permítanme que el profesor Kaplan, aquí presente, se lo explique en la misma forma que me lo explicó ayer -admirablemente, señor- si me permiten expresar mi opinión. El proceso de reversión de Mathieu es conocido por todos los grandes físicos debido a la información que brindó voluntariamente hace unos pocos años. Consiste en convertir la energía en materia. En este caso, es lo que en el habla familiar, se conoce como matarla. Significa transformar a nuestra amiguita aquí dentro, a la exhalación, en materia, por supuesto materia muerta. Nuestros físicos aún no consiguen desintegrar la exhalación; no obstante, han tenido bastante éxito convirtiéndola en materia pura. Lo consiguen constantemente, y, muy pronto, todos los escolares aprenderán a hacerlo. Será parte de la tarea para la casa. De aquí que la parte más importante de nuestro ejercicio es "matar" la exhalación allí contenida y que espera ser desintegrada. Cuando la operación esté terminada morirá instantáneamente -hay treinta y siete métodos diferentes- y se convertirá en materia. Muy triste. Como ustedes sabrán, circula una teoría post Hoyle sobre la naturaleza del universo y de la creación. Asegura que la materia fue creada durante el proceso mismo, solamente en una escala cósmica -un "asesinato" cósmico de la exhalación- en una especie de transformación del espíritu en materia muerta. A los ojos de algunos, significaría que el universo físico fue creado porque un partido opositor o un anti-Dios "mató" la exhalación de Dios con la subsiguiente creación de la materia animada e inanimada, de planetas, hombres y animales. Para aquellos de entre ustedes que tengan inclinación por la meditación sería interesante especular sobre la idea de que algún día Dios podría desintegrar al universo ya toda la materia viva y muerta que la habita y tratar a la humanidad como si fuese una especie de "Cerdo" a fin de recuperar su exhalación perdida, es decir su propio "Yo". ¡Ja!, ¡Ja!, ¡Ja! Otra vez les pido disculpas. ¿Alguna pregunta?

– ¿En dónde demonios consiguieron a este hombre? -murmuró Caulec formulando una apreciación casi artística-. Nada más que por su acento podría ganar algún premio; y por el pelo ralo de color jengibre; el horrible bigotito que parece cerda y que acaricia constantemente; la cara de manchas rojizas; los ojos que debieron ser azules y que nunca lo consiguieron enteramente.

El francés pensó que los ingleses habían perdido todo su pasado, junto con el Imperio.

– Incidentalmente, profesor Kaplan, ¿es que mi breve disertación le ha parecido aceptable? He tratado de hacerlo lo mejor que pude. Pero no tengo antecedentes científicos. La verdad que ninguno. ¡Ja! ¡Ja!

El científico, que estaba sentado en un rincón y tenía las piernas cruzadas, mientras, sosteniendo el codo, fumaba una pipa, tenía el aspecto de un hombre algo enojado.

– Su… presentación en forma de diálogo es correcta, mayor. A las connotaciones filosóficas las tomo como una especie de broma.

Little pareció satisfecho.

– La intención fue ésa -dijo-. Nada mejor que un poco de humorismo, profesor. Purifica el aire. Levanta la moral, o algo por el estilo. Repito, ¿alguna pregunta?

– Sí -dijo Caulec-. Si el objetivo es hacer explotar una energía tan destructiva, ¿cómo es posible que los albaneses hayan construido el "Cerdo" en una zona tan poblada? ¿Una explosión dirigida hacia el cielo?

– Teóricamente sí. Pero no podemos estar seguros. Y a último momento siempre puede haber un cambio de dirección.

Señaló el mapa con el bastón.

– Sobre este chiquero hay muchas cosas que desconocemos, y precisamente queremos barrerlo de la superficie de la tierra… Ahora, dos cosas más.

Con la punta del bastón se acarició pensativamente el bigote. Concluye, viejo, pensó Starr. No es necesario ningún adorno. Sucede que sé porqué eres un bastardo militar tan distinguido; se que detrás de tu culo no están ni Eton ni Sandhurst; que saliste de las filas, antiguo NCO, hijo de un sargento de la Guardia de Instructores y de la estación de Paddington… en fin, de una mujer. Debes saber que todos conocían que era pederasta, igual que tú. Lo haces muy bien, así que no te extralimites.

– Primero, por alguna razón que me es totalmente desconocida, se nos recomienda que no nos dejemos matar, en lo posible, dentro de un radio de distancia de unos cincuenta metros de los tanquecitos que parecen pozos de petróleo… o de las patas del "Cerdo"…

Con el bastón señaló las columnas blanco-perladas y la torre en forma de obelisco marcando sobre la zona dentro y fuera del pueblo las casas y los techos rojos.

– Aparentemente sería un final poco digno para un cabellera y para un oficial. Así que recuerden, no se dejen matar dentro del límite de distancia de cincuenta metros. Se lo considera extremadamente peligroso.

– Un momento -estalló Stanko indignado-. ¿Qué diablos quiere decir? ¿Qué es lo enormemente peligroso? ¿Que nos maten? ¿Qué clase de novedad es esta?

Se rió. Y de repente a Starr se le ocurrió que el hombre no sabía. No le habían dicho nada. Miró a los dos rusos, a Mnisek, a Lavro. Pero no se enteró de nada. Caras profesionales. Completamente cerradas.

– No, no dejarse matar, lo de costumbre -dijo tranquilamente el inglés-. Aparentemente, se verán envueltos en una especie de… complicación póstuma. ¡Ja, ja! Lo siento. Lo que quiero decir es que el dejarse matar allí puede acarrear algún dolor suplementario. Así que cuidado.

– Gracias -dijo el yugoslavo-. Una gran ayuda.

– En realidad, ninguno tiene por qué morirse -dijo Little-. Llevamos un buen blindaje para protegernos. La coraza, por supuesto, no estará allí para protegernos sino para que el operativo tenga éxito. Sobre esto hablaremos después. Pero tengo entendido que nos han dado una ayuda grande allí mismo. Quiero decir, en el interior de Albania. Creo que el coronel Starr, aquí presente, sabe todo sobre esta persona admirable. Hemos estado recibiendo una corriente constante de información, mapas, dibujos, y micropelículas, así que todo lo que tenemos que hacer ahora es estudiarlos.

26

A la semana siguiente volaron en avión a Yugoslavia y un camión del ejército los llevó directamente a Dviga, a seis kilómetros de la frontera con Albania. Durmieron en el camión. Starr tuvo un sueño que denominó ortodoxo griego, porque había santos que tenían cara de asesinos, de color verde y de barba, e inscripciones cirílicas sobre los halos dorados. Todos tenían el rostro de Lavro. El "antecesor" comunista, como llamaban al antiguo residente, se había hecho amigo de él y le hablaba constantemente de las montañas de Macedonia con un tono de amor en la voz; hablaba como si durante siglos hubiese estado pisando la tierra de los Balcanes. Su cara era obscura, salvaje como un paisaje barrido por el viento, corroída interiormente por una pasión fantástica que parecía reclamar la compañía de lobos y de águilas.

A las cuatro de la mañana entraron en Albania a pie, adentrándose por las montañas salvajes en el Este de Stopiv, caminando detrás de Lavro hasta llegar al lugar señalado, dentro del territorio enemigo. Allí recibirían por radio, desde Belgrado, las últimas instrucciones. La fila india culebreaba entre rocas grises que tenían aspecto de haber sido arrojadas desde lo alto aunque sólo el cielo los cubría. Starr tenía una extraña sensación de haber llegado tarde, doscientos años tarde; el comando debía de haber cumplido su cometido mucho tiempo atrás, entre los olivares de Judea. Cada uno cargaba sobre la espalda cincuenta kilos de equipaje, pero el problema mayor era el equilibrio y no el peso. Era notable lo bien que se conducía el profesor Kaplan, y en ese momento, Starr se dio cuenta de que el científico era por lo menos diez años menor que cualquiera, exceptuando a Grigoroff. En el cielo había algunas águilas, o tal vez siempre los seguía la misma. De pronto, hacia el Sur se abría una montaña dejando ver el mar calmo y azul, y luego volvía a cerrarse; era la luz de Grecia, pero las ruinas que los rodeaban eran obra de Dios. Abajo se divisaban algunos bosques, manchas de color verde espinaca, y algunas veces el verde más obscuro del lago. Desde que habían emprendido la marcha, Lavro no había abierto el mapa y apenas se molestaba en mirar hacia adelante. Cuando la luz se hizo más intensa, a Starr le llamó la atención la alegría que reflejaba la cara de Lavro. Estaba como en su casa. Habían avanzado demasiado rápido y tuvieron que hacer un alto de diez minutos para mantenerse dentro del horario. Por alguna razón, Starr no podía dejar de mirar la cara de Lavro. Mostraba tal ansiedad, tal orgullo y una traza de humor tan sardónico y cruel, que Starr se sintió incómodo. Siempre sospechaba del profesional que mostraba regocijo mientras trabajaba, en general esto lo hacía descuidarse. La larga barba marrón grisácea recibió el primer rayo de color naranja. El parecido que tenía con los viejos iconos bizantinos era tan marcado, que Starr esperaba encontrar manchas de desgaste sobre el oro y la plata. Starr se rió.

– ¿Qué sucede? -preguntó el francés Caulec.

– Nos dirigimos derecho hacia la historia, hacia la mitología, hacia la leyenda y, quién sabe, tal vez hacia la santidad -contestó el norteamericano-. Si tenemos éxito, el hecho de que seamos asesinos profesionales será ahogado por el amor y la gratitud de la humanidad.

Sin embargo, alrededor de las cabezas no había ningún halo, salvo el de la luz de la mañana. Pero en todas las iglesias del futuro se prepararían nichos para los que habían salvado a la cristiandad. Miró a sus compañeros en busca de la actitud que tendrían cuando estuvieran allí, inmóviles.

El capitán Mnisek estaba pelando una banana y Starr se sorprendió cuando vio que dejaba la parte blanca de la fruta y se comía la negra y podrida. Bueno, pensó Starr, en literatura tengo el mismo gusto.

Stanko tarareaba una melodía, mirando hacia el cielo en busca de águilas o de buitres.

Grigoroff, el pelo rubio sobre la cara, miraba el tambor de su revólver Sten, sonriéndole casi amorosamente, como si su madre se encontrara dentro. Caulec estaba tirado de espaldas, tenía las manos debajo de la cabeza y una brizna de pasto entre los labios.

El mayor Little descansaba. Lo hacía con empeño. Reservando fuerzas para lo que le esperaba.

Respecto de él mismo, estaba muy ocupado odiando el valor de Little.

El profesor Kaplan, en su interesante estilo de Harpo-Arthur Rubinstein-Einstein, de electrizados cabellos, -probablemente este detalle tenía alguna relación con el aire de montaña- chupaba la pipa vacía y admiraba el paisaje.

Komaroff estaba sentado y miraba como si hubiera perdido su caballo.

Lavro comía un pedazo de queso de cabra, tenía el cuchillo en la mano y hablaba. -Aquí tuve algunas peleas muy buenas -estaba diciendo, mientras señalaba las montañas con el cuchillo-. Nos encontraron cien asesinos secuaces de Ante Pavelic Ustasi que vinieron a buscarnos. Nos encontraron, sí, pero no sólo les arrancamos los ojos de las órbitas como hicieron ellos con los guerrilleros que tomaron prisioneros, sino que les dejamos los ojos a los buitres. He oído decir que ahora Ante Pavelic vive cómodamente en Estados Unidos. ¿Cómo lo explica usted, coronel Starr?

– La vida en los Estados Unidos es muy agradable; así lo explico -dijo Starr-. Me alegro de que ustedes, los comunistas, empiecen a darse cuenta.

Todos rieron. Humor profesional.

– ¿Alguien quiere un pedazo de queso de cabra?

Starr se sirvió un poco.

Avanzaron. Después de media hora de escalar las rocas, divisaron el lugar señalado y a las cinco siluetas que los aguardaban. Eran el general Popovic, un coronel yugoslavo, un capitán que llevaba un transmisor laser, un muchachito bien parecido y vestido con ropa de escalador de montañas y un individuo indescriptible que vestía un traje común y que podía haber pertenecido a cualquier gestapo del mundo. Excepto el general, todos estaban armados. Diez minutos antes había llegado la confirmación de Belgrado para que se llevara a cabo el operativo. El pronóstico metereológico era bueno; los últimos informes de los avances en Ziv no indicaban ningún cambio de rutina militar en la zona del "Cerdo". Durante unos instantes hablaron inclinados sobre el mapa. Los primeros puestos y patrullas albaneses estaban unos cuarenta kilómetros al Este, a la altura de Brada.

En el aire no había tensión ni señal premonitoria, y esta vez, a Starr le falló el sexto sentido, lo mismo que a Lavro.

Apenas se alejaron por el sendero, con Lavro encabezando el grupo, la ametralladora que estaba en las manos del hombre indescriptible repicó. Herido de muerte, Lavro se enderezó un momento, y lo miró, y sus ojos altivos casi le devolvieron los disparos con un rencor que se adivinaba en las espesas y enruladas cejas. Luego la muerte descendió sobre su rostro.

Nadie se movió; Little se aclaró la garganta en forma de reproche.

– Supongo que tendrá una buena razón, señor, pues disparar en las montañas no es muy prudente. Las montañas, el aire liviano… el eco ¿sabe?

– No hay nadie en decenas de millas a la redonda -dijo el general yugoslavo-. No tuvimos otra alternativa.

Dirigió la mirada al cuerpo de Lavro y se encogió de hombros: -El hombre de Pekín.

Starr pensó que era una manera graciosa de decirlo. El Hombre de Pekín era uno de los padres de la humanidad, tenía una antigüedad de medio millón de años y Teilhard de Chardin había desenterrado esos huesos fosilizados en la década del treinta.

– Era un agente albanés -dijo Popovic-. Nos enteramos cuando estábamos en Tirana haciendo una última verificación de la gente. En un tiempo fue stalinista y siempre continuó siéndolo.

– Si los norteamericanos no podemos ni siquiera confiar en un buen comunista -dijo Starr-, entonces, ¿en quién podemos confiar?

Al general yugoslavo no le gustó la broma.

– Como usted sabe, coronel, en el mundo comunista existen ciertas tensiones temporarias -aclaró.

– Me da mucha lástima -replicó Starr.

– Al llegar la primera cosa que hubiera hecho es entregarnos a los albaneses. Gracias a Dios que lo descubrimos a tiempo.

"Gracias a Dios" no significa nada, era sólo una expresión, pensó Starr. Hasta los rusos la usaban.

Por última vez miró al viejo icono ortodoxo griego que yacía sobre la tierra. Recordó cuando Lavro miraba el reloj diciéndole que avanzaban demasiado hacia el lugar de la cita, y luego cómo comía el queso de cabra empuñando el cuchillo. Deseó que el queso de cabra hubiese estado sabroso, que fuera el mejor queso de cabra que el viejo asesinado jamás comiera.

– Este yugoslavo lo reemplazará -dijo Popovic-. Conoce bien las montañas.

Little miró al muchacho. -Pero, ¿qué más sabe?

– Recibirá órdenes.

– Lo siento, general, no es suficiente. Mis hombres han sido especialmente seleccionados, se los ha entrenado e instruido; todos son profesionales, los mejores que teníamos a mano. Es imposible confiarle un octavo de la responsabilidad del éxito del operativo a alguien que llega a último momento y que solamente recibirá órdenes.

– Sin un guía, no pueden arreglarse -aseguró Popovic.

Los ojos del jovencito reían. Una buena cara, pensó Starr, del tipo viril y obscuro de los turco-eslavos, de pelo crespo, los rasgos agudos y la sonrisa de suficiencia de quien nunca ha tenido que probarse a sí mismo. Le habían quitado la ropa electrónica al cadáver de Lavro y se la estaba poniendo. Los agujeros de bala cubiertos de sangre coincidían con el lugar del corazón.

– Bien -dijo en inglés, y cargó el equipo sobre la espalda.

La cara de manchas rojizas de Little dejó traslucir una helada desaprobación.

– Esto es improvisación -dijo-. No creo que sea suficientemente bueno para la tarea. Necesito la confirmación del cuartel general.

– No hay tiempo.

Se notaba que el general yugoslavo estaba furioso. Todo lo que sabía era que estaban saboteando un mecanismo atómico en Albania. La verdadera naturaleza del "Cerdo" le era completamente desconocida.

– Me hago responsable -contestó con firmeza-. Ha estado allí varias veces. Habla el libanes. Su madre es albanesa. Es mi hijo.

– Bien -dijo Little-. Supongo que será útil, siempre que sea el primero en caer muerto. Una especie de disminución de nuestras pérdidas.

Saludó al general con elegancia y señaló con el bastón hacia adelante.

– Bien. En marcha.

– Hágame un favor, mayor -pidió Starr cuando habían empezado a moverse-. Me gustaría que alguna vez dijera "O.K." en vez de "Bien", nada más que por amistad y cortesía. Adivine quién fue el típico caballero inglés de la escena y de la pantalla.

– No existe el típico caballero inglés de la escena y de la pantalla -respondió Little-. Es sólo un actor.

– Leslie Howard, un judío húngaro. ¿Qué diablos es exactamente usted? ¿Irlandés? -OK, en camino.

Estuvieron subiendo durante tres horas, y esta vez sí que fue una verdadera escalada; no había sendero, y Starr pensó que si alguna vez había pasado por allí alguna cabra montañesa debió haber muerto de hambre cien mil años atrás. Una hidalguía torpe y desnuda, un caos gris. Entre el punto de destino y ellos había dos valles y dos grupos de montañas por cruzar, el último, por la noche, para esquivar los puestos de guardia albaneses. La luz era escasa; el aire olía a rocas calcinadas; no había ni un centímetro de superficie llana bajo los pies; y los cuerpos se sentían nuevos, incómodos. Con el peso sobre las espaldas luchaban por restablecer el equilibrio.

A mediodía llegaron a la cima del macizo del Goro y esperaron que llegara la obscuridad.

El equipo sonoro y el "ojo" infrarrojo recién llegado de Vietnam les brindaban el máximo de seguridad para moverse en la obscuridad. La noche era rojiza: montañas rojas, el cielo y la luna rojos. También podían oír lo que pasaba en una milla a la redonda. Durante el entrenamiento habían conseguido escuchar suspiros de las parejas que hacían el amor en los bosques a una distancia de más de mil metros. En los audífonos, sus propios pasos retumbaban como truenos. Cada caída de una piedra; el ruido de una marmota en el valle; cada sonido de un insecto; todo se proyectaba con una nueva dimensión de un mundo magnificado. Constante traición de la presencia más secreta de la naturaleza. A menudo llegaba hasta los desacostumbrados oídos una especie de música bárbara, sin melodía ni significado. En un momento dado, todos pudieron escuchar un lamento desgarrante, como si algún infantil monstruo prehistórico acabase de morir en algún lugar recóndito de la tierra. No era nada más que un águila soñando dentro del nido. Luego, cuando se detuvieron para consultar el mapa -medio kilómetro hacia el Este había un puesto de ametralladoras y de patrulleros- escucharon una sucesión de suspiros, completamente desconocidos y de un terror paralizante, y entonces, la tierra entera se puso a crujir y a gruñir.

– Un guardia albanés que se ríe -dijo Little. Bajó el volumen del sonido. La risa se hizo humana y pudieron oír las conversaciones de los albaneses; los sonidos más tranquilizadores y amistosos que Starr oyera jamás. Y así siguieron caminando, a través del mundo de color sangre, mirando sin ser vistos, y sin ningún otro esfuerzo nervioso excepto el causado por algún estallido repentino de técnica misteriosa.

Bajo los pies el mar color rojo se juntaba con las rosadas estrellas que flotaban sobre las cabezas como flores en la superficie de un mundo hundido en sangre. Eran ocho mortales que caminaban hacia un fondo rocoso.

27

En la mesa preparada para el almuerzo, bajo las banderas albanesas y chinas, en el nuevo cuartel general del partido, construido apresuradamente del otro lado de la calle donde estaba la planta energética, había veintitrés personas. En el lugar persistía el olor a cemento y a humedad, a pesar de la calefacción intensa de los últimos días. Era la segunda vez que el líder de Albania viajaba al valle con el propósito de inspeccionar los avances del trabajo. Mathieu miraba los rasgos altivos de la cara ceñuda y pétrea del caudillo. André Gide escribió que los líderes comunistas siempre parecían posando para los carteles donde estaban representados. Con su total ausencia de expresión daban la impresión de ayudar a los malos artistas. El mariscal Enver Hoxha estaba sentado a la cabecera de la simple y larga mesa de madera que formaba parte de todas las "Últimas Cenas" de la historia, que está llena de últimas cenas. Mathieu se encontraba a su izquierda, y a la derecha estaba el general Tchen-Li, quien estaba al frente de las tropas chinas y de los técnicos del valle.

El fuerte olor a cemento fresco impregnaba la comida. El sistema de calefacción libraba una gran batalla contra la humedad. El calor era suministrado por la nueva planta de energía que funcionaba desde hacia más de seis meses. La exhalación del pueblo albanés daba lo mejor para calentar los pies y los traseros de los líderes del partido. Sin duda, ambas partes se sentían bien y orgullosas -dando y recibiendo- y los slogans que se veían por todo el valle, debajo de las banderas albanesas, decían la verdad: "Deseamos brindarnos por completo al partido maternal de Lenín, de Stalin y de Enver Hoxha. ¡Hip, hip, hurra!" Aunque parezca un gesto sentimental, cuando en el valle se construyeron los hospitales y los asilos de ancianos, que suministrarían energía para todas las plantas de la zona, se les dio prioridad a los viejos miembros moribundos del partido. Su exhalación trabajaba con afán en cada centímetro de alambre retorcido, en cada cañería, era absorbida por todos los artefactos eléctricos, pulsante y burbujeando dentro de cada generador. Hacía varios meses que el excedente de energía era cuidadosamente almacenado en lo que Mathieu denominaba colmenas, cientos de estructuras blanco-perladas que parecían pilares en forma de obeliscos de mármol fosforescente que por la noche tenían un resplandor placentero. El espectáculo que ofrecían era verdaderamente agradable. Se necesitaba la acumulación de energía para el proceso de desintegración dentro del "conservador de paz" o el "impedidor", como denominara Mathieu al mecanismo durante las conversaciones con los oficiales albaneses, conforme con el vocabulario de terror que mantenía el equilibrio entre Oriente y Occidente. Era cierto que ninguna de las "abejas" que zumbaban y trabajaban dentro de las arterias del sistema de la poderosa energía estaba al corriente de la contribución que la exhalación póstuma aportaba para la implantación del socialismo. La erradicación total de las tendencias irracionales era un largo proceso educativo-ideológico. Respecto de la utilización póstuma de la restitución no estaban mejor informados que los judíos cuando los nazis los apretujaban en vagones sellados para enviarlos a los campos de concentración. A los que transportaban la exhalación en el valle se les había dicho que el sistema energético funcionaba con una nueva fuente de energía subnuclear, descubierta por científicos chinos bajo la conducción paternal de Mao Tse-tung, padre y madre de todo logro y de toda belleza.

Como un gran físico, Mathieu estaba satisfecho de estar en este lugar. La ciencia es un esfuerzo totalmente racional, desprovisto de sentimentalismo. Era una actividad completamente lógica, libre de toda mancha de idealismo podrido. Resultaba históricamente apropiado y un indicio de soberbia confianza con respecto al futuro que la acusación de sentimentalismo fuese la condena más dañina que emanara de la pluma de cualquier crítico norteamericano o chino. En todas las revistas norteamericanas que Mathieu había tenido oportunidad de leer, lo mismo que en el "Peking Daily", la palabra "sentimentalismo" constituía la última condenación y eliminación de un escritor, y cualquier intelectual occidental u oriental preferiría caerse muerto antes de usar la palabra "alma". Estaban en la era de la frialdad científica y del racionalismo, y esto significaba comer mierda en el caso de que tuviera vitaminas.

Había venido a Albania en un esfuerzo final para suprimir de sí mismo el viejo y medieval gusano Erasmo del humanismo y del idealismo. Sin embargo, el gusano Erasmo parecía ser tan poderoso como la misma exhalación, y durante años se movía -¡oh, cuan suavemente!- en algún lugar dentro del "corazón", si aún podía emplearse un término tan asquerosamente gastado. Actualmente, el gusano Erasmo estaba comiéndoselo vivo.

Miró a May. Le gustaba la manera como se recogía el cabello luminoso en un rodete. Adoraba la manera como los labios de May se apoyaban sobre sus ojos cada vez que él soñaba.

May le envió un beso desde el asiento, una señal discreta y perceptible sólo para él. Las estatuas que lo rodeaban eran incapaces de reconocer la señal aunque la hubiesen visto. Era demasiado tierna. Sólo sabían reconocer al acero y al granito.

Las ventanas bajas permitían que se tuviera una buena vista del pueblo, que tenía un minarete que señalaba el cielo y, a la derecha, las ruinas de una capilla ortodoxa griega. Actualmente la mezquita era un museo antirreligioso. Las pocas casas antiguas que quedaban estaban diseminadas a ambas márgenes del arroyo, rodeadas por alambre de púas. Las rutas militares convergían en el lugar de los ensayos, un kilómetro al Norte del valle, y había cientos de apresadores blanco-perlados muy parecidos a lápidas funerarias. Mathieu había querido decorar con alegres colores tradicionales de Albania estos obeliscos un tanto siniestros, como para dar una apariencia de regocijo folklórico a la energía acumulada de los campesinos albaneses. Pero el Partido lo había considerado frívolo, un derroche de dinero.

Los exhaladores del Valle de las Águilas, que señalaban el cielo, tenían un aspecto rígido, frío y desnudo, y sólo por la noche, cuando brillaban placenteramente con una especie de difusa fosforescencia, satisfacían los ojos acostumbrados a la contemplación de las obras de arte.

Mathieu miraba a un viejo musulmán de la secta de Bektashi, que entre los exhaladores montaba un asno, llevando un sombrero blanco en la cabeza, una piel de cordero rosada, y una larga y bíblica barba blanca. Nada mejor que una frase muy repetida: el viejo mundo al encuentro del nuevo. Alrededor de la baja y achatada estructura de la planta de energía que descansaba sobre las cuatro patas del "Cerdo" el valle entero era un laberinto de caños y cables transmisores retorcidos y serpenteantes, los que conducían la energía al lugar de la desintegración, y eran particularmente gruesos en las proximidades del hospital y de los hogares de ancianos. Los caños parecían desagües, cloacas o incineradores de basura. Su aspecto no le hacía justicia al restablecimiento del pueblo albanés. Producían la fuerte impresión de que todo era un sistema de cañerías, y provocaban que uno se cuidase de la forma de respirar, como si existiese alguna pestilencia. La exhalación carecía de olor, por supuesto, y el vago rastro de olor desagradable en el aire era producido por el envase de estalinita. Pero en su cautiverio provocaba un ligero sonido de pulsación y zumbido, que se traducía en un leve temblor de la aguja del contador de argonne. El valle palpitaba noche y día por esta pulsación rapsódica, que a su vez constituía una música para los oídos de todos los amantes de la productividad y de la energía.

El líder tomaba mucho vodka. Por esa causa se rumoreaba que Enver Hoxha sufría de una enfermedad de los riñones. El mariscal lucía la acostumbrada túnica militar gris de los viejos bolcheviques en el estilo de "los diez días que conmovieron al mundo", y no tenía ninguna condecoración. Sus rasgos eran redondeados y tenían algo de perfección juvenil; tenía una boca sensual, llena y pueril. Pero los ojos se encargaban de todo cuanto podía haber pasado por una afabilidad oriental. Obscuros, de una frialdad de lagartija con matices amarillentos alrededor de las pupilas; ojos que estaban destinados a vigilar más que a mirar. Era una cara turca. Hablaba un francés fluido; aunque no había habido ninguna conversación: solamente agudas preguntas a las respuestas de Mathieu. Quería saber si el ensayo de la nueva arma podía tener lugar en el término de una semana como Mathieu lo había prometido, porque los técnicos chinos que estaban colaborando parecían un poco confundidos sobre algunos de los problemas teóricos. No disponían de una computadora adecuada y, en el informe que habían presentado esa misma mañana, habían pedido más tiempo.

– Tonterías -respondió Mathieu-. Saben que técnicamente lo pueden hacer, y si tienen que verificar todos los aspectos matemáticos, sólo puedo decirle que los norteamericanos llegarán antes. Y, entonces, ¿qué? El ensayo puede tener lugar dentro de unas pocas semanas y espero que usted esté presente.

– También desean estar seguros de que la población local no correrá ningún peligro -agregó el mariscal-. Cuando hicieron un experimento similar, hace dieciocho meses, en China, ya sabe cuáles fueron los desastrosos resultados locales.

– La situación es completamente diferente. Desde entonces hemos avanzado mucho.

El mariscal asintió. Pinchaba las arvejas grasosas con el tenedor. Mathieu no había conseguido nunca comprender porqué cuanto más pobre era un país, más suculenta y grasosa era la comida.

– Entonces, con toda claridad, ¿por qué eligió usted trabajar para nosotros, señor Mathieu? Usted no es comunista -le espetó Enver Hoxha.

Para librarme del gusano Erasmo, pensó Mathieu.

– Me gusta la forma racional y realista con que ustedes encaran el problema del hombre fuerza -le respondió-. Además, vuestro país es muy pequeño y yo ya estaba harto del imperialismo norteamericano y del ruso.

Luego el mariscal quiso saber con qué rapidez, en la opinión de Mathieu, Estados Unidos podría convertir sus industrias a la nueva fuente de energía.

– Los especialistas están trabajando aún; pero se necesitan muchas palabras nuevas, un nuevo vocabulario, una jerga técnica tranquilizadora. Tienen que vendérselo al pueblo y no han encontrado el ángulo apropiado para la campaña de persuasión. Pero allí está. Justamente aquí tengo algunas nuevas muestras norteamericanas. Las recibí por intermedio de Suiza.

Levantó el portafolio del suelo y lo abrió. Siempre le había causado gracia el respeto que le tenían los comunistas a la tecnología norteamericana. Un pedazo de maquinaria bien concebida y lograda, que prendía en los ojos la misma clase de luz que se encendía en los ojos de un hombre del Renacimiento cuando veía la Virgen de Miguel Ángel. La cara de Enver Hoxha dejó traslucir una expresión de placer cuando Mathieu le alcanzó el aparato. Era un lustrador de zapatos. En los Estados Unidos se "vendía en quince dólares con noventa y siete centavos, y Mathieu señaló la inscripción de la etiqueta y la leyó en voz alta: "Permanentemente lubricada; para siempre…"

El mariscal empujó la silla hacia atrás, se agachó y aplicó el cepillo a los zapatos. Se deslizaba suavemente, haciendo un zumbido agradable y amistosamente norteamericano. La cara de Enver Hoxha expresaba una intensa satisfacción.

– Funcionará eternamente -manifestó Mathieu-, o por lo menos hasta que duren los componentes metálicos. La pila se puede sacar para ser usada con otro propósito.

Como el lustrador, lo abrió y les mostró el mecanismo minúsculo, apenas un poquito más grande que una cabeza de alfiler.

El mariscal examinó detenidamente la pila.

– ¿Negro? -preguntó.

Al principio Mathieu no le entendió.

– ¿Negro o vietnamés? -insistió el mariscal.

– No, no lo creo -dijo Mathieu con una sonrisa simpática-. Pienso que es un buen cristiano, la exhalación de un blanco norteamericano. Lo llaman AVISPA. La mejor calidad.

Mathieu volvió a hacerlo funcionar y el mariscal lo aplicó nuevamente con fruición a los zapatos.

28

Los rusos entraron en onda a las 13.30, hora norteamericana. Al Presidente se le había dado apenas un aviso de cinco minutos, y no había habido ningún indicio de emergencia procedente de Moscú ni de Yugoslavia. El comando operativo responsable de la situación en Albania se encontraba en Belgrado, y durante las veinticuatro horas se había mantenido el contacto con el personal de guardia. Todo parecía caminar de acuerdo con los planes y el contacto había resultado solamente una rutina técnica. La operación podía tener éxito o fallar, y esto último significaría un abierto ataque desde el aire contra el "Cerdo", pero, según las informaciones del Servicio de Inteligencia y los reconocimientos aéreos, el ensayo de fisión del exha no se realizaría antes de dos semanas.

El primer indicio de una llamada "en rojo" de Moscú se produjo a las 13 cuando el Presidente estaba sentado frente a un vaso de "bourbon" y un plato de queso casero. Apenas tuvo tiempo de convocar al "equipo": Dean Rexell, el director de CÍA; el secretario de Defensa, a quien hubo que sacar del hospital donde se estaba recuperando de un ataque cardíaco; el general Maxwell Robert, jefe del Estado Mayor Conjunto, que acababa de hacerse cargo el día anterior. Las llamadas automáticas a todo el personal de "alarma uno" todavía se estaban realizando en todas las direcciones. El general Franker, asistente personal del Presidente para los asuntos de seguridad nacional, estaba en Belgrado con Russel Elcott, y como había una situación de frialdad entre el Presidente y su secretario de Estado, se lo dejó durmiendo un sueño reparador. Al Vicepresidente se lo dejó a cargo de los miembros del Congreso. El Presidente llamó también a Dean Edwafds, que estaba en la Casa Blanca en calidad de huésped, y que, si bien no era experto en nada, era una persona de confianza y un verdadero amigo.

Los primeros minutos en la Sala de Control estuvieron dedicados al acostumbrado mal humor que se apoderaba del Presidente cada vez que lo hacían esperar. Su primer comentario al bajar fue un malhumorado:

– Bueno, cuando no es una cosa, es otra.

Luego, sin ninguna razón aparente, pensó en Harry Truman, la vieja mula. Ésa era la clase de ánimo típicamente norteamericana que necesitaba en el momento: un obstinado, tenaz y empeñoso afán por la supervivencia. Sabía que la "emergencia roja A", en la clave de la semana, significaba algo de una enorme importancia inmediata.

Hacía mucho tiempo que el Presidente había llegado a la conclusión de que en la cima de la responsabilidad mundial lo que se necesitaba, sobre todas las cosas, no era genio, ni intelectualidad sobresaliente, sino un fuerte y terrenal sentido común de granjero prudente y un sentido de decencia. El resto era posible alquilarlo o pedirlo prestado. En la cumbre, las cosas se volvían extrañamente elementales y, cada vez más, las decisiones estaban dictadas, no por pensamientos originales, sino por un obstinado y claro atenerse a lo fundamental que empezaba por el dos más dos son cuatro, sucediese lo que sucediese. En los asuntos de vida o muerte que afectaban a billones de seres humanos, el único requisito absoluto que debía tener en cuenta quien ejercía el poder total, era el de desconfiar totalmente del poder.

Como siempre le ocurría en las ocasiones en las que normalmente debía sentirse ansioso e incluso asustado, no siendo el Presidente de los Estados Unidos, y siéndolo exactamente lo mismo, se sentía de un humor pésimo, enojado y agresivo, y como se conocía a sí mismo empezó a concentrarse para controlar su carácter.

Por alguna razón que nada tenía que ver con las informaciones que se había estado recibiendo respecto de los progresos del operativo en Albania, sabía que en unos pocos minutos el "Cerdo" estaría mirándole la cara una vez más, haciendo una mueca particularmente horrible, sucia e históricamente desdeñosa.

Cuando aparecieron los rusos en la pantalla, el Presidente experimentó una sensación extraña, completamente nueva: un sentimiento de alivio, como si estuviera nuevamente entre amigos de confianza. El sentimiento llegó tan inesperadamente y fue tan fuerte que, deliberadamente, reaccionó en contra; no tenía por qué esperar que lo tranquilizaran. Su fuerza se encontraba ahí, alrededor de él. Era el pueblo norteamericano. Una mirada al rostro de los rusos, y supo que se trataba de algo malo y urgente. No tenían cara de asustados sino de desamparados. La expresión de la cara del mariscal Grechko era la de un hombre que acaba de comerse a su perro y está sufriendo de indigestión y de remordimiento. Brezhnev, Suslov, Kosygin -y esta vez también había otras caras de expertos y consejeros -todos parecían haber perdido el control de sus facciones. Primeramente el Presidente pensó en la derrota y, una vez más, se encontró preguntándose a sí mismo por qué sentía tanta aprensión ante la sola idea de que el liderazgo comunista fuese desplazado. De pronto se sintió como si estuviera en presencia de una comisión investigadora de actividades antinorteamericanas- La impresión de desamparo llegó con tal fuerza, que el Presidente tuvo que volver a reaccionar sólo porque necesitaba recuperar el equilibrio. Era el tipo de persona a la que la proximidad del fin del mundo le provocaba la violenta exigencia de tomar café. Pidió uno y también sandwiches.

– Sí, señor Brezhnev.

– Señor Presidente, hace unas pocas horas que hemos conseguido calcular con exactitud la fuerza de la próxima explosión albanesa…

El Presidente se dio cuenta de que en la quinta pantalla de la derecha había una cara nueva, una cara muy joven. La séptima pantalla de televisión estaba vacía.

– El profesor Yuri Kapitza aquí presente…

– Por favor, profesor Skarbinski -llamó el Presidente.

El científico se acercó.

– ¿Quién es esa persona?

– El sobrino de Peter Ka…

– No interesa de quién es sobrino.

– El que está a cargo del proyecto soviético del exha -balbuceó Skarbinski.

El Presidente conectó el círculo exterior.

– Ahora, aclárenmelo -reclamó el Presidente.

– No es solamente una explosión, señor Presidente -respondió el joven Kapitza-. Es una reacción en cadena.

El Presidente estaba empezando a perder la paciencia.

– Señor…¡Eh! Lo siento pero mi generación estaba acostumbrada a regresar del colegio en un coche tirado por caballos. ¿Es que no se puede tener aquí algún vocabulario claro y honesto?

Ambos científicos conversaron por espacio de dos minutos y el Presidente no los escuchó. Miraba la cara de Skarbinski. Estaba de color ceniza. No necesitaba saber más. Comprendía el lenguaje de inmediato.

– ¿Cuáles son las malas noticias? -preguntó secamente el Presidente.

Ahora los rusos se mantuvieron callados.

– Es una reacción en cadena, señor Presidente, -repitió Skarbinski.

– Ya lo he oído. En la práctica, ¿qué diablos quiere decir?

– La aniquilación -dijo Skarbinski-. No física. Psicológica, mental, espi…

– La conozco -aulló el Presidente.

– Los albaneses o el mismo Mathieu han cometido un error de cálculo. Aparentemente es imposible desintegrar la exhalación sin provocar una reacción en cadena, es decir, sin desintegrar el exha humano en todos lados donde se encuentre. Aparentemente hay una especie de unidad…

– Suprima el "aparentemente", hijo -sugirió el Presidente.

– El profesor Kapitza asegura que éste es un hecho indiscutible. Es el resultado que les ha dado la nueva computadora.

– ¿Y qué pasa con nuestra computadora? -preguntó el Presidente-. Al menos es cristiana.

Skarbinski lo miró, como si lo que había oído hubiese sido una broma, mala y fuera de lugar.

– Es lo que quise decir -confirmó el Presidente-. ¿Qué sucede con nuestra computadora? Se supone que estábamos trabajando con toda dedicación.

– Todavía no está terminada, señor -contestó Skarbinski.

– Sería interesante saber lo que tendrá que decir cuando esté terminada -replicó el Presidente-, y a quién se lo dirá. Supongo que para entonces no estaremos ninguno de nosotros. Profesor, quiero una respuesta directa. ¿Es que esto significa la destrucción total?

– No lo creo, señor.

– ¿Sí o no? -vociferó el Presidente.

Skarbinski estaba apoyado contra la mesa. Era un hombre joven -treinta años-, y parecía no tener que esperar para ser desintegrado. De pronto, el Presidente sintió odio por su valor. Era uno de los más grandes científicos norteamericanos, y el Presidente hubiese querido llevarlo junto con todos sus colegas internacionales a dar un paseo hasta el Potomac, en un carruaje tirado por caballos, donde los estarían esperando la cantidad necesaria de bolsas de cemento.

– La destrucción exactamente, no, señor Presidente. Es la especie de desintegración interna, señor, como las que tuvieron lugar en China y durante la explosión accidental de Merchantown, que atrapó a la gente que aún estaba viva y la redujo a un estado animal.

– Pues, hijo, qué esperanza me está usted dando ahora -comentó el Presidente con calma.

La sensación de estar enfrentando algo que le era imposible de controlar y que ni siquiera podía empezar a comprender, lo puso en tal estado de furia que no tenía parangón con ninguno de los que había presenciado anteriormente su círculo doméstico.

– Lo que quiero saber, y esto lo pienso seguir hasta el fin, y a usted se lo digo, -chilló- es ¿por qué no está terminada nuestra computadora? ¿Se da cuenta de que me encuentro en una situación en la que debo confiar en una maldita computadora comunista?

No se molestó en desconectar el otro circuito.

– Quiero que me presenten todos los motivos sobre la demora y quiero saber quién es el responsable -vociferó el Presidente-. Una vez más me agarran sin los pantalones…

La voz del intérprete casi se ahogaba. Mientras luchaba por encontrar palabras hubo un silencio, y después llegó el relato pálido y discreto característico de los norteamericanos.

– Ustedes han puesto a los contribuyentes norteamericanos en la situación de tener que confiar ciegamente en una computadora comunista respecto de una situación que involucra (corríjanme si estoy equivocado) la existencia misma del alma cristiana… ¡eh! y de la judía. Les pregunto, ¿qué clase de situación es?

– Señor Presidente -dijo Kosygin con voz clara, pero temblorosa-. Esto es un asunto puramente técnico, científico, pero no una cuestión ideológica. Las computadoras no están orientadas políticamente.

– Señor Kosygin -gritó el Presidente-, ¿es que su computadora cree en Dios? Quiero decir, ¿con qué tipo de información la han alimentado?

Ante este exabrupto hubo un silencio mortal, y los iconos rusos se miraron entre sí.

– Bueno, nuestra computadora, sí, -agregó el Presidente-. O se hará. Si no responde o no quiere este tipo de información, lo haremos igual. Si no, señor Kosygin, no quiero saber nada más. Y es por esto que no creo en los resultados de la computadora de ustedes. Ninguna computadora comunista vendrá a enseñarme que la desintegración de nuestra alma humana está en nuestras manos, porque el alma pertenece a Dios. En lo que a mí concierne, señor Kosygin, su maquinaria es una porquería, y no sabe lo que está diciendo, porque los científicos comunistas le han escatimado una parte muy importante de datos (de su "Cerdo", quiero decir) y este dato, al que me refiero, es la existencia de algo tan importante como es la existencia del poder de Dios. Se han abstenido de alimentarla con una información tan capital y necesaria, hecho que debe ser tenido en cuenta ya que concierne a la desintegración de nuestra alma humana, a la de nuestro espíritu. Esta omisión no es nadie más que Dios, caballeros, y para la información científica, se pronuncia "DIOS".

Los iconos rusos tenían el aspecto de haber estado tratando de hablar con un visitante de otro planeta. Ahora el Presidente tenía la sensación satisfactoria de haber borrado a los rusos del mapa. Era una satisfacción puramente moral pero, ante las circunstancias, ayudaba.

En un cálculo poco hábil de la oportunidad operativa, éste fue el momento que eligió Dean Edwards para entrar llevando una bandeja con café y sandwiches, y nuevamente las caras de los rusos demostraron que estaban mirando algo que no tenía precedentes. El Presidente se apoderó de una taza de café y se quemó. Dirigió una mirada prudente hacia las pantallas.

– Señores, siento no poder ofrecerles una taza de café y un sandwich -dijo-. Pero aún hay un límite en lo que la ciencia puede darnos.

Volvió a tomar la taza y sorbió un trago.

– Señor Presidente -dijo Skarbinski- el mayor peligro es…

– Sí, sí, ya lo sé. Usted ya me dio el cuadro, ahora no necesita ponerle el marco.

Levantó los ojos hacia los iconos comunistas.

– Señor Kosygin -dijo con tranquilidad-, no creo en nada de esto.

– Señor Presidente, la computadora…

El Presidente dejó la taza.

– A la mierda con la computadora -tronó el Presidente de los Estados Unidos, y se produjo un silencio tremendo desde una punta del mundo a la otra.

El Presidente se tranquilizó. Tuvo la sensación gratificante de que acababa de decir algo que el país esperaba que dijera.

– Debe de haber algún error.

– Por supuesto, señor Presidente. Lo cometieron los albaneses. Han estado trabajando con un apuro muy grande. Es el mismo error que hicieron los chinos hace dos años, sólo que muchísimo más peligroso. Parecería que no se dan cuenta y además son empecinados. Hemos estado en contacto constante con ellos durante las últimas dos horas. Se niegan a escuchar. Se niegan a retractarse. Escucharon todo lo que tuvimos que decirles y nos informaron que no se doblegarán ante nuestro esfuerzo de "intimidación". Piensan seguir adelante con el proyecto, señor Presidente.

– ¿Destruyéndose también ellos mismos? -dijo el Presidente-. Tiene sentido.

Luego dijo algo inesperado:

– Suena a Medio Oriente. Señor Kosygin, como le dije antes, y me están grabando, no confío en vuestra computadora. No hay nada personal en esto. No subestimo vuestra ciencia, y sé que están trabajando bien, pero le repito, creo que existe un poder más grande aun. Pero admito que es un palpito, una adivinanza, y en mi situación no puedo permitirme un palpito. Por lo tanto daré órdenes de bombardear desde el aire sin tardanza. ¿Dentro de cuánto tiempo puede hacerse?

– Veinte minutos, señor, -le dijo el general Rexell.

– No podemos hacerlo, señor Presidente, -replicó Brezhnev con suavidad-. En cuanto el radar señale la proximidad de nuestra aviación, harán funcionar el mecanismo inmediatamente.

De pronto, el Presidente se dio cuenta de que la séptima pantalla de televisión estaba vacía. Se quedó mirándola… y esperando. El Presidente no se hubiese sentido sorprendido en lo más mínimo si Dios hubiese aparecido en la pantalla para decirle lo que tenía que hacer. Sin embargo, todo lo que sabía era que la pantalla estaba vacía, vacía de la manera más elocuente, casi apremiante. No sucederá, pensó, o la pantalla de televisión no estaría vacía en este momento.

– Bueno -dijo-, ¿Cuánto tiempo tenemos?

– De acuerdo con nuestra última información el contador regresivo puede empezar a funcionar en cualquier momento.

– ¿Qué tiempo lleva hacer funcionar al "Cerdo"?

– Deben efectuarse setenta y dos operaciones distintas; pero no han de llevar más de veinticinco minutos.

– ¿Y qué están esperando?

– Enver Hoxha ya partió de Tirana para estar presente -contestó Kosygin-. Salió hace una hora. Probablemente estará aterrizando en este momento.

– Según los cálculos, ¿cuánto tiempo tenemos en total?

– Señor Presidente, no creo que desde aquí podamos jugar con el tiempo -dijo el general Rexell-. Nuestra fuente informativa en Albania indica que lo que ha sido llamada la "ceremonia", tendrá lugar mañana a las 11, hora de Albania. Sin embargo, no podemos correr ningún riesgo. Sugiero un bombardeo al instante.

– Lo único que he dicho es que desconocemos cuáles pueden ser las consecuencias -replicó Brezhnev.

– No creo que tengamos muchas alternativas, ¿no es así? -observó el Presidente-. Tenemos que decidirnos y tirar la bomba. Es todo.

Pero enseguida tuvo la sensación de que la pantalla de televisión vacía lo estaba mirando.

– Muy bien, corramos el riesgo -respondió. El comando atacará mañana al amanecer. Además, agregaremos una fuerza de bombarderos norteamericanos… y rusos, que estarán listos en el aire, lo más cerca de la frontera con Albania. ¿Qué distancia hay entre la frontera y el "Cerdo"?

– Desde Turquía, aproximadamente siete minutos -explicó el general Rexell.

– ¿Es posible ponerse en contacto con el comando?

– Sí, señor, por supuesto, por intermedio de Belgrado.

– Me gustaría hablar -dijo el Presidente-. ¿Qué clase de gente tenemos allí?

– Todos profesionales -subrayó el general Rexell-. Los mejores que ha sido posible conseguir.

– De existir la más mínima dificultad o duda de cualquier clase, reduciremos a polvo a todo el maldito lugar -recalcó el Presidente-. No veo qué otra cosa podríamos hacer, señor Brezhnev.

– Sugiero, señor Presidente, que nos mantengamos en contacto hasta que todo esté terminado -propuso Kosygin.

– Le aseguro que no tengo ninguna intención de abandonar esta sala. Con el permiso de ustedes hablaré con los hombres…

– No podemos conectarnos directamente -explicó el general Rexell-. En Belgrado recibirán el mensaje y lo transmitirán sin dilación…

El Presidente grabó el mensaje para el comando y Brezhnev agregó algunas palabras dirigidas a los rusos. En ese momento eran las 14,46, hora norteamericana.

29

Con los últimos fulgores del sol, estaban descansando entre las rocas, esperando la llegada de la obscuridad para ponerse en camino y recorrer el último tramo que los separaba de la zona del blanco, cuando la voz grabada del Presidente, y luego la de Brezhnev les llegaron desde Belgrado. Escucharon, y luego se dibujó en la cara del mayor Little una expresión de desaprobación estudiada, mezclada con un ligero disgusto. Decididamente no es un partido de cricket, pensó Starr. ¡El soldado cockney, señores, está abusando de su "Majestad Real", la "Reina"! Starr se había quitado las botas para inspeccionarse los doloridos pies. Pies de cuartel, pensó con tristeza.

– Y bien, mayor, ¿por qué no dice algo apropiado? -le preguntó al inglés-. Es usted quien está aquí a cargo de la moral de la tropa. Escuchemos sus palabras. Little se acarició el bigote color zanahoria.

– Éste será nuestro mejor momento -afirmó.

– Así es. Nunca he visto a nadie tan totalmente fiel a una caricatura.

El mayor lo miró con frialdad.

– Coronel Starr, comprendamos algo con claridad. El equipo aquí presente es una convención multinacional de bastardos. Solamente puede funcionar si cada uno conoce bien al otro, y no ha habido tiempo para conocerse realmente, por lo que será mejor atenerse a los moldes seguros y bien conocidos de las características de cada nacionalidad. La nuestra, como usted sin duda sabrá, consiste en decir menos de lo que se piensa. La reserva, la Reina y la patria, una estupidez superficial que esconde una mente militar de primer orden, una apariencia exterior de timidez, y un desprecio por los norteamericanos reprimido con tacto pero que es igualmente perceptible. Todas estas cosas me son totalmente ajenas, pero es lo que ustedes han aprendido a esperar de un oficial británico, por lo que me conformo con la imagen, para que ustedes puedan sentirse sobre terreno conocido y así ayudar para que el operativo continúe sin inconvenientes.

– Lo siento, señor, -le dijo Starr con seriedad.

– La única cosa que usted no me oirá decir es "mi viejo", -prosiguió el inglés-. Sé que de mí se espera esto, pero todo tiene límite. En cuanto al discursito para levantar la moral de su presidente, que acabamos de oír con tanta emoción, todo el palabrerío sobre la "desintegración", la "reacción encadenada del mal para destruir el espíritu inmortal del hombre", el "alma", la "libertad", y todos los acostumbrados ingredientes de esta clase de exhortaciones -ya que se me ha pedido que haga un comentario- aprovecharé la oportunidad para recordarles que aquí no tenemos nada que ver con la política.

Todos miraron al inglés con humilde sorpresa.

– ¿La política? -inquirió Caulec amablemente-. Perdóneme, señor… ¿he escuchado bien? ¿Reducir a los seres humanos al estado de bestias y destruir las características humanas? ¿Es política?

– Cochina política, así la llamo, señor, -dijo Little con énfasis, con un estallido repentino e irresistible de acento "cockney"-. Han dicho lo mismo de los nazis, de los japoneses, de los rojos y de los norteamericanos en Vietnam, de los comunistas y de los fascistas. Política. Tenemos que encontrar y destruir, un maldito objetivo, y es exactamente lo que vamos a hacer y luego escapar lo más ligero posible. Estamos detrás de un objetivo infernal y no en busca de una metáfora.

Ahora rugía con un acento cockney declarado y franco, no pronunciando las h y repartiéndolas por todo el lugar. Sus ojos grandes y helados de perro de Staffordshire tenían un brillo de porcelana, y el bigote amarillo estaba endurecido por la indignación.

– ¿Y qué pasa con Jesucristo? -preguntó Starr.

– No estoy interesado en un acontecimiento local político que sucedió hace dos mil años en alguna colonia mal administrada -estalló el inglés…

Lo miraron con respeto. Stanko, el yugoslavo, tomó un trago largo de slivovitz de la cantimplora, aspiró profundamente y se puso de pie.

– Señor, -dijo-, en calidad de camarada oficial que depende de usted y tiene cierto rango, me permito decirle que en lo que acaba de decir hay un cierto aire de grandeza.

Saludó al inglés con elegancia. Little le devolvió el saludo.

– Muchas gracias. Descansen.

Los dos oficiales rusos discutían las palabras que Brezhnev les había dirigido. Starr pudo oír la expresión novoie svinstvo, que tenía un sentido general de "una nueva clase de mierda", Era evidente que Brezhnev había caído en el carcomido léxico de Khrushchev.

El francés Caulec recibió las últimas noticias alentadoras de Washington con una chispa de ironía en sus alegres ojos de color castaño.

– La Civilización al Objetivo Fuerza Uno: SOS, -dijo-. El Objetivo Fuerza Uno a la Civilización: ¿está todavía allí?

Para Starr, la reacción más típica fue la del profesor Kaplan. El científico, que durante el ascenso había demostrado tener notable resistencia física y gran agilidad, mientras escuchó la breve efusión emotiva del Presidente, continuó fumando la pipa con expresión soñadora, y cuando terminó la transmisión, se mostró francamente complacido. No había otro modo de describir su aire presumido y satisfecho. A Starr le llevó apenas unos segundos para encontrarle una razón plausible a esta satisfacción. Era evidente que el físico estaba deduciendo unos cuantos pensamientos agradables del hecho de que un colega de la magnitud y fama de Mathieu hubiese cometido un error garrafal.

– Profesor -preguntó Starr-, ¿es cierto que su colega Mathieu no era muy popular en el círculo más elevado del sacerdocio científico?

Kaplan asintió.

– Si alguna vez existió un advenedizo, Mathieu es el más arrogante de todos -respondió-. Me refiero a la manera injuriosa como despliega los tesoros intelectuales. Sus actitudes pseudo moralizadoras, pseudo idealistas y pseudo humanitarias son una transferencia sin garantías de un científico… bueno, usemos la palabra "genio", a otros campos de la ciencia. Cualquiera sea la brillantez de un científico, en los asuntos políticos, ideológicos y éticos su voz no tiene mayor autoridad que la de un gran pintor, la de un arquitecto o la de un carpintero. Un talento específico, como el del físico, no es transferible de un campo tan específico como el de la física, a otro como la sociología o la ideología. Precisamente Mathieu ha sido constantemente culpable de esto.

– ¿Y qué pasa con su equivocación?

Kaplan estaba llenando la pipa nuevamente. La encendió.

– Me atrevo a decir que será corregida por otros a su debido tiempo.

Starr tragó con fuerza.

– ¿Qué quiere decir?

– Que puede fabricarse una bomba exha perfectamente controlable y limitada en sus efectos -dijo Kaplan con calma-. Los albaneses y Mathieu han fabricado una bomba defectuosa.

– Una bomba defectuosa -repitió Starr casi con timidez.

– Así es. Una vez que se encuentre el error y se corrija, podremos construir una buena.

– Una buena bomba -repitió Starr.

– Una en la que se pueda confiar sobre sus resultados; limitada y predecible en sus efectos. Ahora bien, si erramos y se produce la reacción en cadena, no habrá bombas nunca más. No existirá más la civilización.

– No existirá más la civilización -dijo Starr haciéndole eco. -Si se deshumaniza y se reduce a un estado animal a toda la población del mundo, por medio de una especie de mortífera reacción, psicológica encadenada, ondas que conmuevan y cosas por el estilo, por supuesto la ciencia no existirá más. Sólo quedará una bestialidad atroz.

– Bestialidad -repitió Starr mientras se calzaba las botas. Stanko estaba recostado sobre la espalda, bebiendo malhumorado el slivovitz. Era obvio que algo lo perturbaba profundamente. Al instante se puso de pie y los miró.

– Escuchen, muchachos, -dijo en su duro inglés, haciendo vibrar las erres como si fueran piedras en las cuerdas vocales-. Escuchen camaradas, he estado pensando…

– No piense, señor, -le rogó Little-. No queremos más problemas de los que ya tenemos.

Bajo los rizos indómitos la cara de gitano del yugoslavo mostraba señales de una profunda lucha interna.

– Todo este palabrerío que acabamos de oír, ¿qué significa? Significa que nosotros salvaremos al mundo. ¿Es así?

– No somos nosotros quienes decidimos si está bien o no salvar al mundo -le advirtió Little con firmeza-. Tenemos que salvarlo sin importarnos las consecuencias.

Bueno, lo salvaremos -prosiguió Stanko- Grandes palabras. Supervivencia espiritual. Salvar al alma humana de la desintegración.

– Es la rutina acostumbrada cada vez que alguien quiere salvar al mundo -le recordó Little-. Se la denomina "consecuencia retórica".

– De acuerdo, entonces, -continuó Stanko-. Volvamos a llamar al Presidente. Salvaremos a la humanidad de la desintegración espiritual; pero exijamos ocho millones de dólares depositados en una cuenta en Suiza.

Todos lo miraron. Y hubo un silencio.

– La ética -murmuró Starr.

– Bien, no digo nada -balbuceó Stanko humildemente-. Fue un chiste malo.

No obstante, para Starr lo más difícil de tolerar fue la reacción del capitán polaco. No conseguía entenderlo. El mismo Mnisek le había contado con orgullo que era un católico devoto y, sin embargo, después que habían llegado de Belgrado las noticias de amenaza de extinción de todo cuanto Jesús representaba, la actitud del polaco había sido triunfadora, casi solemne en una tranquila y conformista apariencia de satisfacción íntima y pacífica. Parecía que de las mismas razones que le debían de haber sumido en la desesperación sacaba una fuerza profunda y una gran tranquilidad. Y cuando la luz empezó a declinar y las estrellas aparecieron, y el sol ya hubo caído, dejando algunos fulgores rojizos sobre las rocas que empezaban a obscurecerse, Mnisek se puso de pie, su elegante y esbelta figura vestida con un traje electrónico color kaki se alejó unos pasos del grupo y se quedó parado en el límite con el cielo. Luego hundió la mano en un bolsillo del que extrajo un rosario. El polaco se puso a rezar. Starr cerró los ojos. Nada tenía sentido.

Sentada sobre una roca, la silueta recortada contra el azul del cielo, los brazos alrededor de las rodillas, el jovencito albanés silbaba suavemente. Después del mensaje recibido, había formulado varias preguntas y Little le explicó todo lo que estaba al alcance de comprender. El inglés había agregado que todas las palabras altisonantes que tenían una vibración emotiva y dramática, pertenecían a la retórica acostumbrada en los asuntos de importancia nacional, y que no debía de tomarlas demasiado al pie de la letra. No eran más que metáforas. No se trataba sino de una nueva bomba muy potente e imperfecta, y había que impedir la explosión. El muchacho pareció pensativo; luego se encogió de hombros. Era puro dientes, blancos y brillantes que se destacaban en su morena hermosura.

– Todo lo que tienen que hacer es contárselo al pueblo -dijo el muchacho-. Se rebelarán. No permitirán que esto ocurra. Conozco a mi pueblo albanés. Son águilas.

– ¿No estás un poco asustado, petit? -le preguntó Caulec.

El muchacho rió.

– No. Porque no he traído a mi alma conmigo. La dejé en Belgrado. Es muy bella. Y allí está muy bien, ¿no es así?

– Claro que sí -mintió Starr.

– Pero alguien tiene que decírselo al pueblo albanés. Se alzarán en son de protesta y destruirán de una vez por todas al "Cerdo" de la energía. Iré a decírselo.

– Sí, algún día lo harás -le dijo Starr.

Durante la noche recorrieron los últimos cuatro kilómetros del viaje, siguiendo al muchacho albanés y al resguardo de la luna que iluminaba el camino. Encima de las cabezas millones de centellantes ojos amarillos hablaban de años luminosos y de ausencia.

En el receptor escuchaban voces de soldados albaneses; los ruidos amplificados de insectos que escarbaban; de piedras que caían; de pájaros que soñaban y los de sus propios pasos. Todo colmaba el mundo de terremotos, de oleajes y de montañas que estallaban. Cada vez que desconectaban el aparato, el silencio caía sobre ellos con una sordera total. Los rayos infrarrojos transformaban la tierra en un planeta rojo. Parecía como si caminasen hacia su destino a través de una historia de sangre a través de la sangre necesaria para que esto pudiese suceder.

A las dos de la madrugada, Starr escuchó un grito desgarrante que lo hizo lanzar un juramento de terror antes de apagar el receptor. Muy, muy lejos, cantaba un gallo. Les llevó más de una hora antes de poder ver cómo las estrellas brillaban desde tierra: era el pueblo de Ziv. Siguieron los riscos hacia el Sur y, de pronto a sus pies apareció el valle entero que tenía miles de pilares que brillaban en la noche con un fulgor blanco. -Descanso de diez minutos -ordenó Little. Starr se acostó boca arriba, cerró los ojos y sintió sobre la frente una mano suave y dulce. Se despertó: era la brisa del mar. La noche se apoyaba sobre él con toda su multitud rutilante, y mientras permanecía por unos segundos más, acostado, mirando la estrella del Pastor, el norteamericano pensó con tristeza que de haber tenido unos pocos hombres bien entrenados, dos mil años atrás, en Judea, nunca se habría llegado a esto…

30

La besó y cerró los ojos, mientras apretaba la frente contra su pecho. Era el mejor y el único lugar en el mundo donde se podía cerrar los ojos con confianza. La suavidad y el hálito de la vida, la tibieza… El término de la búsqueda.

– Por favor, Marc, apaga la luz.

Obedeció.

– Odio esta luz.

– ¿Por qué?

– Es gente.

– Energía humana.

– El pueblo albanés.

– La están usando en todas partes. Es la menos costosa.

Afuera la noche refulgía. Un ruido lento y profundo llenaba el valle. Había momentos en los que se sentía preocupado. La concentración y la presión de la energía eran tales que era casi imposible pensar que, a pesar de toda la potencia de los compresores de estalinita, la fuerza de ascenso quedase cautiva y no consiguiese liberarse. Hacía tiempo que se había logrado el punto de saturación, pero esto daba lugar a un amplio margen de seguridad. Sólo unas pocas horas más. Entonces… Sonrió. Y después, por fin, la inocencia.

– Buscando estoy el rostro que tenía antes de que el mundo fuese creado…

– ¿Por qué dices esa frase, Marc? Te la he oído repetir a menudo. ¿Qué significa?

– Es un poema de Yeats.

– ¿De qué trata?

– De la inocencia.

– ¿Qué inocencia? ¿La inocencia de quién, Marc?

– La inocencia anterior a la creación del mundo. Antes de que nosotros lo hiciéramos, May. Se nos había dado la posibilidad y se desperdició. Antes, la inocencia existía.

– ¿El Jardín del Edén? ¿El pecado original?

Otra vez puso la cabeza contra la tibieza de May. Un nuevo comienzo. De regreso en el reino animal Sonde, tal vez, exista otra oportunidad, un nuevo ser, una nueva creación, un hombre compasivo…

– Marc.

– Sí.

– Es para mañana, ¿no es así?

– Ya sabes que es para mañana, May. Lo sabes todo: hace meses que estás tomando fotografías microfílmicas de cada pedazo de papel, de cada diagrama. He tenido que vigilarte constantemente, o la Seguridad te hubiera atrapado. Eres tan condenadamente descuidada. Hasta escondes un transmisor laser en miniatura dentro de tus zapatos.

Sintió que el cuerpo de May se endurecía en sus brazos.

– Está bien -le dijo-. Lo supe siempre. Está muy bien, Santa May de Albania tratando de salvar, al alma inmortal de la desintegración.

El corazón de May latía con fuerza contra la frente y le besó, el lugar.

– ¿Por qué no me lo dijiste, Marc?

– Convenía a mis planes. Quería que los grandes bastardos lo supieran.

– ¿Por qué?

– Por que puede hacerles recobrar los sentidos. Está en sus manos. Todo lo que tienen que hacer es detenerse en el acto donde están actualmente y tomar una nueva dirección. Destruir las acumulaciones nucleares. Abolir los bloques de energía. Crear estados pequeños, infrasociedades. Suprimir los estados poderosos, las combinaciones colectivas múltiples reduciéndolas a un mínimo de poder y a un nivel de responsabilidad ética máxima. Descender de lo nacional a unidades culturales interdependientes. Existen soluciones, todos los estudiantes de sociología las conocen. Concluir con la grandeza del poder y empezar una nueva senda dirigida hacia la grandeza del hombre.

– No lo harán.

– Entonces tendrá lugar la reacción en cadena y por fin habrá un poco de inocencia.

– Sólo embrutecimiento.

– El embrutecimiento es una cosa que sólo conoce el hombre; los animales, no.

En la obscuridad May buscó la mano de Marc.

– Eres tan… tan estudiante, realmente, -le dijo-. Igual que todos los estudiantes de París en el mes de mayo, haciendo barricadas…

Apretó la mano de él contra la mejilla; la besó.

– ¿Entonces no es un error? ¿No ha habido ningún error de cálculo, no has cometido ninguna equivocación? ¿Lo has sabido siempre?

– Por supuesto.

– ¿Sabías verdaderamente que iba a suceder una reacción en cadena?

– Desde el principio de la ética, May, todo el mundo lo ha sabido. No existe, no puede haber algo como la "deshumanización limitada". No puede haber un límite, digamos, para los nazis, para Stalin, o para My Lai en Vietnam. En la exhalación hay una unidad fundamental. No puedes desintegrar locamente la exhalación, sin envilecer lo que ella es en sí. Sólo que en el pasado era un concepto de moral religiosa. Ahora, la ciencia lo ha logrado. No puedes desintegrar una exhalación, Santa May de Albania. Continúa extendiéndose siempre. Existe una unidad básica.

– Y mañana, ¿lo harás?

– No. Lo harán ellos mismos.

– Pero eres tú…

– No. Aceptarán hacerlo. Lo dispararán ellos mismos. Sólo se necesita una explosión nuclear.

– No lo saben y ya es demasiado tarde para hacérselo saber -sostuvo May.

– Ellos lo saben. Lo han sabido todo el tiempo. No obstante lo harán igual. No querrán perder el poder. Saben cómo evitarlo, pero prefieren destruir al mundo antes que perder el poder. Está en sus manos. Tirarán la bomba. Lo saben, May, y hace dos días yo le envié otro mensaje a Pablo VI.

A esa hora del crepúsculo en la que la luna y las estrellas mitigan el cansancio de los ojos con el azul y la frialdad plateada del infinito, y la tierra aún conserva el último hálito de tibieza del día, el Santo Padre se encontraba de pie en la gruta de olivos de la residencia veraniega de Castel Gandolfo.

En la belleza de la noche; en el silencio de los pájaros y de las hojas; en la quietud y la fragancia de los árboles; en la quieta indiferencia de la naturaleza no había nada que pudiera haberse tomado por una señal de preocupación o de piedad por el hombre, como si lo que la humanidad se estaba haciendo a sí misma no encontrara ningún eco en sus viejos compañeros. Sin embargo era una falta de fe ver indiferencia y alejamiento, aquí en toda esta belleza serena e inmaculada, pues también podía implicar una intención, un mensaje de confianza.

El Pontífice escuchaba al profesor Gaetano:

– …y por supuesto, en algún lugar detrás de todo esto, hay por fin una teoría de unificación. Una idea de Galli que ahora comparte el mismo Altman. Lo que este trágico joven llama la exhalación tiene su fuente en algún lugar del universo y representa la energía elemental de la creación, tanto de la vida como de la materia. Mathieu mismo había llegado lo más cerca posible a esta formulación, mas se había mantenido alejado de un punto de vista tan revolucionario. Lo habían detenido el peso de los últimos siglos; el obscurantismo; el poderío reaccionario del pensamiento convencional. Aun así ya se notaba la armonía en el mundo subatómico, y la transmutación de la materia -es decir, las partículas descomponiéndose en otras partículas cuando se bombardea el núcleo por un proceso de aceleración- ya hace varios años que marcha hacia una especie de fuente única, de unidad, en ambos polos del micro y del macrocosmos. A la búsqueda de la unidad subatómica se le dio el nombre de "caza del quark". Luego surgió un elegante patrón matemático y, es muy cierto, que los descomunales aceleradores norteamericanos de Brookhaven consiguieron obtener la partícula menos omega… Desde entonces, las tablas periódicas súbnucleares han encontrado una expresión satisfactoria, que abarca la relatividad. Y actualmente, lo que Crespi llama la "sospecha matemática" de que la exhalación tiene una fuente que él describe como "total", hace que la física nuclear se fusione con la cosmología. La energía es fantástica. Los mismos rayos cósmicos son lo que Mathieu denominó usando las palabras de Balzac, les cousins pauvres, los parientes pobres de la energía. Y, sin embargo, los mismos nombres, salvo pocas excepciones, todavía emplean con entera confianza el lenguaje del ateísmo del siglo diecinueve, al hablar con toda tranquilidad de "descomposición de la energía en vida y materia". Para ellos, todas las formas de la vida y de la creación espirituales -el arte, la música, la poesía- son simplemente una "respuesta irracional a un principio dinámico creador". Y no se admiten discusiones… Es un conservadurismo reaccionario de la especie más burguesa, sí, capitalista: el capital allí es el dogma positivista. Cuando se lo pregunto directamente, me dicen que soy una víctima de la brecha que se abre entre el progreso de la ciencia y los medios lingüísticos que están a nuestra disposición para volcar los logros y descubrimientos científicos en un vocabulario que, básicamente, es el de los humanistas griegos. Así se reduce a considerar como una simple crisis del vocabulario lo que constituye la crisis más grave de nuestra civilización y su punto culminante…

El Santo Padre empezó a caminar nuevamente por el sendero de cipreses. El aire estaba saturado con la fragancia de las rosas, que a ambos lados del camino, crecían en espesos arbustos. Bajo sus pies, las sombras tenían la inmovilidad de una noche sin viento. El cardenal Zalt se apoyaba con fuerza sobre el bastón.

– Probablemente la situación más extraordinaria de la historia -murmuró-. Todos se dirigen en la misma dirección, pero dándose la espalda.

– Toda la basura y los escombros pesan fuerte sobre ellos y retardan sus progresos -dijo el profesor Gaetano. El Pontífice miró hacia el cielo que se ensombrecía.

– Cuando veníamos ayer en el auto -dijo-, me di cuenta de que el chofer estaba nervioso. Me aseguró que era la hora más peligrosa sobre la ruta, la hora del crepúsculo, antes de que el día se extinga, y cuando la obscuridad aún no está presente. En ese momento el día ya no es suficiente para ver sin faros y aún es demasiado temprano para que los faros tengan alguna utilidad. Éste es el instante peor para la ciencia, cuando la luz no alcanza hasta donde se necesita.

– Existen pocos científicos que tienen interés en la búsqueda -afirmó el doctor Gaetano-. Sólo les interesa la investigación.

Oyeron pasos detrás de ellos y vieron acercarse una delgada y blanca figura que se agitaba como un pájaro: era monseñor Domani.

– Parecería que este jovencito ya no puede caminar -acotó el Santo Padre-, ahora vuela. Es prematuro.

Cuando los alcanzó, monseñor Domani ya casi no podía respirar. Durante las últimas semanas estaba viviendo acosado por la idea constante de que un minuto perdido podía significar que ya era demasiado tarde, lo que lo torturaba doblemente, pues este temor podía interpretarse como una falta de fe. Una vez que hubo encontrado al Santo Padre, se quedó allí, sin resuello, e incapacitado de hablar. Luego recuperó la voz y le dijo al Pontífice que había un nuevo mensaje de la Embajada Italiana de Albania.

31

El descenso hasta el escollo terminaba en un caos rocoso de unos mil metros, que tenía una caída vertical de casi doscientos metros. Era el acceso más difícil al valle, aunque el único al abrigo de las luces que, iluminaban desde abajo cada metro cuadrado de roca.

A mitad de camino alivianaron los equipos mientras que Grigoroff y el albanés seguían bajando. No obstante cuando llegaron al final del descenso, la nariz de Grigoroff sangraba, y estaba en cuclillas, curándose los dedos.

– Soukin syn -murmuró-. El h… de p…

– Hable, hombre, -aulló Little-. ¿Dónde está?

– Se fue -le dijo Grigoroff-. Se fue allí abajo…

Señaló con un gesto hacia las luces que estaban debajo de ellos. Ni siquiera se atrevieron a preguntarle. Si el albanés era un traidor, todo estaba terminado. Los atraparían en pocos minutos.

– No -dijo Grigoroff, sacudiendo la cabeza-. No es así. Se fue para alertar a su pueblo, como nos dijo que haría. Quiere que se rebelen en contra… de esta cosa. El estúpido piensa que si lo saben,-se alzarán en protesta y liberarán a la… energía. Traté de detenerlo, pero…

Se limpió la sangre que le salía de la nariz.

– Un soukin syn vigoroso. Tiene buenos puños.

– Es un maldito aficionado -dijo Little con un fuerte acento cockney que parecía resurgir cada vez que el mayor se sentía furioso-. Nunca confíe en un aficionado; siempre lo repito. Idealismo. Así es como se pierden las guerras. En marcha.

Llegar hasta el camino les llevó casi tres horas y quince minutos, es decir, casi treinta minutos más que el tiempo que habían calculado durante el adiestramiento, pues ahora tenían que cargar el equipo del albanés que contenía partes del cohete del caparazón nuclear que equivalía a una bomba regular de cinco kilos. La última hora no había sido más que un esfuerzo desenfrenado por llegar a la cueva antes del amanecer, y consiguieron ganarle al sol por unos pocos minutos. En el momento oportuno, Starr escribió en el informe que cuando iban descendiendo por el acantilado, colgados de los ganchos, pensó en las famosas palabras de Winston Churchill, después de la batalla de Inglaterra: "Nunca antes en la historia de la humanidad, tanta gente debió tanto a tan pocos". Sólo era una pobre comparación con lo que literalmente cargaban sobre la espalda. "Normalmente no me dejo guiar por lo que se denomina 'el sentido de la historia' escribió el coronel Starr, "pero, de todas maneras, en ese momento, las circunstancias no podían llamarse normales". "Por un instante tuve una imagen muy clara de toda la humanidad, suspendida allí conmigo, cargando sobre la espalda los museos, los Beethoven, las bibliotecas, los filósofos y las instituciones democráticas. En cierta forma era un sentimiento bastante apropiado, puesto que si el coronel Starr del ejército norteamericano se rompía la crisma, quizá fuera menos probable que ello ocurriese, si la crisma hubiera pertenecido a toda la humanidad. De repente mi pescuezo se convirtió en lo más importante desde la creación del mundo, lo que resultaba muy alentador".

A un kilómetro al Este de la cueva, en el sendero, detrás de una gran piedra, dejaron a Caulec. A través del "ojo" rojo alcanzaban a divisar a seis soldados albaneses que montaban guardia detrás de una ametralladora, unos cuantos metros más abajo, sobre el camino. De acuerdo con el plan previsto Caulec debía entregarse a los albaneses a las cinco de la madrugada.

– Ahora, coronel, -sugirió Little-, asegúrese de que haya suficiente luz. Tiene que haber bastante. Por favor, camine hacia ellos llevando las manos bien en alto, y no se les acerque demasiado, quédese allí, de pie manteniendo las manos levantadas o de lo contrario sospecharán alguna emboscada. Quédese sin moverse, y grite que usted es un saboteador norteamericano que ha decidido entregarse.

– Estamos perdiendo tiempo, mayor, -respondió Caulec-. Conozco mi trabajo.

– Pierre, trate de no hacerse matar, -añadió Starr-. Siempre es un error. Si lo matan, nos veremos en el Ritz, allá arriba.

– Y bien, señores, en acción -dijo Little.

La BBC y Eton, otra vez, pensó Starr al escuchar la voz del inglés. Todo está bajo control.

En cuanto estuvieron dentro del refugio, la noche, imperceptiblemente, fue cambiando los colores.

Según las informaciones que poseían, una patrulla militar inspeccionaba la cueva cada dos horas. En el descenso habían perdido cuarenta minutos. Ahora no tenían tiempo suficiente para armar el caparazón nuclear anticipándose a la llegada de la patrulla de las cuatro de la mañana. La tarea les llevaría quince minutos y eran las 3,45. Tenían que esperar. Se tiraron sobre la roca, postrados, casi inconscientes, con el sudor que se convertía en una especie de helada melaza, agazapados detrás de piedras lo suficientemente grandes como para protegerlos de la vista de quienquiera que, desde la entrada, mirara distraídamente hacia adentro; sin embargo, si los soldados cumplían al pie de la letra la inspección, estaban obligados a inspeccionar la cueva entera hasta el fondo. Matarlos silenciosamente no era un problema, pero si una patrulla desaparecía significaba una inspección en el término de pocos minutos. En tal caso la demora en el descenso podía significar el desastre. Little se enderezó apoyándose sobre el codo e inspeccionó con atención los ojos de sus acompañantes.

Conocía de memoria los antecedentes personales de cada uno y, de todos modos, a esta altura tenía que dar por sentado la eficiencia, el auto control y el criterio. La mirada era solamente rutina, una marca que le había dejado la vida de ex sargento de guardia de cuarteles, años y años de botas, de cinturones y de botones de bronce, de escupir y luego de lustrar antes de la inspección. Salvo alguna tensión congelada en los rasgos y la señal de fatiga, ninguno de los hombres mostraba síntomas de nerviosidad. La responsabilidad que pesaba sobre sus hombros no significaba otra cosa que la supervivencia individual, además el profesional no se juega más que por su vida. Y por suerte, la grandeza de la "causa" no los llenaba de espanto. Eran bastardos, pensó Little, lo que constituía un pensamiento reconfortante en un momento de peligro, porque significaba que no estarían inspirados aunque tampoco paralizados, ni tampoco desequilibrados por un excesivo temor del significado que tenía todo el asunto. El único idealista, el muchachito albanés había sido incitado por el idealismo típico de un improvisado. Es decir "liberar a las almas cautivas del pueblo albanés", que, en el manual de Little, significaba simplemente que les faltaba un hombre.

Grigoroff estaba muy ocupado aflojando y ajustando el cable electrónico que unía el traje con el interruptor, cosa de poder tener más libertad de movimientos. Little pensó que tenían cierto parecido con los hombres ranas. El aspecto del ruso era sólo de concentración. El indómito pelo rubio color paja, apenas cubierto por el casco, colgaba en rizos casi femeninos sobre la cara que Little, cada vez que la miraba, encontraba notablemente hermosa. Era tan alto que, incluso sentado, tenía que agachar la cabeza para no golpearse con las rocas. El mayor suspiró y se esforzó en mirar hacia otro lado. Komaroff verificaba cuidadosamente las dos granadas que le colgaban del cinturón aunque, considerando la fuerza explosiva de la coraza que llevaban como protección, tenía las granadas sólo para agregar un poco de suerte. Stanko se había desprendido el traje y efectuaba una profunda exploración de su ingle.

– No tienes por qué culpar a tu chica -le dije Komaroff en ruso-. Puedes pescártelas en un autobús o en un cine.

El montenegrino se rió, la nariz de gancho que casi le llegaba al labio superior sobre el bigote negro, y los dientes le brillaron en las sombras. Cuando sacó la mano tenía varios cigarrillos quebrados y una caja de fósforos; los atuendos electrónicos carecían de bolsillos. Starr le dio un cigarrillo y fuego, y advirtió la inspección pensativa que los ojos de Little llevaban a cabo sobre todos ellos.

– ¿No nos dirigirá un pequeño discurso, mayor? -le preguntó Starr-. A la manera tradicional inglesa: "Espero que cada hombre cumpla con su deber…" Algo nuevo desde el fondo del corazón.

– Vete al c… -replicó Little, y Starr se quedó contento.

– Es la primera vez que ha dicho algo amistoso, -respondió.

Little fue uno de los que sobrevivió al operativo, y más tarde expresó la siguiente opinión sobre Starr: "Como sucede a menudo con el soldado norteamericano", -escribió- "el coronel Starr estaba acostumbrado a usar 'comentarios hirientes'. Los yankis lo hacen para relajar los nervios. Supongo que es bastante apropiado para liberarse de la tensión y no debe tomarse como señal de nerviosidad. Sin embargo, debo admitir que este oficial abusaba de mi paciencia. De ninguna manera esto significa una reconvención sobre la magnífica contribución del coronel Starr en el operativo; es solamente un comentario sobre cierto aspecto del militar norteamericano que debe tenerse en cuenta en cualquier futuro operativo multinacional".

Starr vaciaba el termo de bolsillo: un elemento no previsto en el equipo.

– ¿Sabe algo, mayor? Nunca me había dado cuenta de que para ser un grosero, primero hay que ser un caballero. Tiene que ser bien nacido. Ningún h… de p… de obrero puede ser un grosero. Tiene que ser un caballero neto.

Little miró el reloj. Las 4,45.

– ¿Qué me quiere decir?

– Quiero decir que usted nunca será un grosero, así haga los esfuerzos necesarios.

– A mí, tampoco me gusta usted- recalcó Little.

El informe al Pentágono, del coronel Starr, dirigido al Departamento de Operaciones Espaciales, contenía los siguientes comentarios:

"Siempre tuve la sensación de que el mayor mérito del ex sargento de cabellera cardosa y de bigote de puro jengibre consistía en tener que mantener el acento educado que había adquirido con gran esfuerzo; y que la mímica de la voz, la postura y la calma helada y dominante requerían tanta concentración que no daban lugar a un combate normal. Supongo que esto se conoce como volver a caer en la tradición militar". En ese momento el polaco estaba sentado y se apoyaba contra una roca, y aunque entonces Little no advirtió nada especial, más tarde recordaría con claridad extraordinaria la sonrisa apretada, desdeñosa y casi venenosa que se dibujaba en los labios del capitán Mnisek.

La entrada de la cueva dejaba entrever el cielo. Starr notó el hilo blanco de una cascada de la montaña, visible a través de la bruma del alba al otro lado del valle, más allá de la estructura rectangular de ladrillos rojos del hospital. También notó que la cueva era un lugar civilizado: estaba llena de basura. Botellas rotas, ropa sucia, excrementos secos.

Antes de verlos, oyeron a los albaneses que hablaban y se reían. Luego tres soldados aparecieron en la mancha de luz grisácea y pasaron junto a la cueva sin mirar dentro. Little ya estaba sacando el silenciador de la pistola, cuando reapareció uno de los soldados y entró. El mayor esperó que el albanés se acercara para matarlo, porque así los otros dos, cuando lo buscaran, tendrían que caminar hasta el fondo de la cueva. El soldado dio unos pasos, se detuvo, se agachó llevando la pistola Skoda en la mano y miró con atención alrededor de él. Little le apuntó entre los ojos. El soldado dejó la Skoda sobre el suelo, les dio la espalda, se desabrochó el cinturón, se bajó los pantalones y se puso en cuclillas, mientras silbaba suavemente. Sólo le llevó un minuto. Después se fue.

– Ha sido la cagada con más suerte que nadie jamás haya logrado en la vida -comentó Starr.

32

A las 21.50, Brezhnev, que estaba hablando con Kosygin, recibió un papel de parte de Grechko, y el Presidente tuvo la impresión definida de que la reacción en cadena ya había alcanzado a la Unión Soviética y que el liderazgo de ésta se desintegraba entre las manos.

– Señor Presidente…

La voz era ronca y apenas inteligible. Hubo un silencio.

– Señor Presidente, aquí tenemos un mensaje de Albania. Enver Hoxha ha dado las órdenes de llevar a cabo la prueba a las seis del día de hoy, es decir diez días antes de lo previsto. Presumo que como resultado de su intervención.

El Presidente miró el reloj.

– ¿Qué hora es en este momento? -preguntó.

– Las cuatro de la madrugada, señor, -contestó de inmediato el general Rexell.

– Manden los bombarderos.

– Sí, señor.

El general Hollok miraba a los rusos.

– ¿Qué sucede, general? -gritó el Presidente-. ¿Está esperando una orden de los rusos?

– Que vayan, general, que vayan, -rugió el mariscal Grechko-. Ya he impartido las órdenes.

La cara del general Hollok estaba cenicienta. Bajo los ojos del Presidente estaba ejecutando la señal en la caja GE. El único pensamiento que tenía en la cabeza era que él, un general norteamericano, le había causado al Presidente de los Estados Unidos la impresión de estar esperando una orden comunista.

– Vuelva a llamar al comando -ordenó el Presidente.

– Ya no podemos comunicarnos, señor. Están fuera de línea, camino hacia el "Cerdo".

De pronto el Presidente se puso pálido; era la primera vez que le sucedía desde que todos lo conocieran.

– Los matarán nuestras propias bombas. -Así es, señor.

La palidez ya había desaparecido.

– Bueno, son profesionales -dijo el Presidente con calma. Volvió a mirar la pantalla de televisión vacía. Nunca, en toda la vida, había visto una pantalla de televisión más vacía.

33

Little no apartaba los ojos del reloj pulsera. Las 4.50. El cálculo del tiempo preveía que Caulec se entregaría a los albaneses a las 5.00. Se sorprendió esperando oír un tiro, una ráfaga de ametralladora. Si el francés se dejaba matar, tenía que mandar a otro hombre y en ese caso tendría que ser él mismo. Starr lo reemplazaría. Habían armado la coraza del interruptor y se parecía a una tortuga gris verdosa dada vuelta sobre la tierra y conectada a los trajes electrónicos; un impacto de bala en cualquier lugar de los cuerpos provocaría una explosión de una fuerza de veinte megatones.

– Es lo que se llama una verdadera confraternidad, -observó Starr-. Nosotros desaparecemos, y ellos también. Espero que cada bastardo de ustedes tenga por delante una larga y útil vida por delante.

Las 5.05.

En ese momento, Caulec caminaba, llevando las manos en alto en un gesto de rendición, hacia el nido de las ametralladoras. Vio nítidamente emplazar la boca de las ametralladoras en dirección de él. Se detuvo levantando las manos lo más alto que pudo. Esperó el momento decisivo. No llegó como un disparo sino como gritos de los soldados, y murmuró Merci, teniendo conciencia de los gestos nerviosos de su cara. Cuando los soldados se le acercaron y lo rodearon, se presentó usando las palabras albanesas que le habían enseñado, diciendo que era "un saboteador norteamericano que quería rendirse". Lo hicieron prisionero y, pocos minutos después, se encontró de pie en el HQ del Comando del Ejército, una barraca de madera que pudo haber servido de cuartel en alguna guerra de los Balcanes cincuenta años atrás. Su declaración calma, cuidadosamente expresada en albanés, surtió inmediatamente un efecto devastador: en el acto el comando se llenó de bravos hombres profundamente silenciosos, cuyos ojos taladraban a Caulec con una extraña mezcla de odio y curiosidad. Tenían algo de napoleónico. En parte, se debía a las grandes chaquetas militares color gris, y también a la juventud de los "mariscales" revolucionarios. Apenas había empezado a hablar cuando se abrió la puerta y apareció Enver Hoxha, en persona.

El impacto de la personalidad del dictador albanés tuvo un efecto curioso. Fue como si la presencia de los otros hombres se hubiera reducido a la mitad. Era asombrosa la sensación de energía, y de impulso interior que emanaba de uno de los dos últimos jefes comunistas que aún eran fieles a la línea dura de Stalin. Al enfrentarse con el dictador, el francés no tuvo ninguna duda de que la exhalación del individuo suministraría una energía de un poder cien veces mayor que la del resto de sus congéneres. Caulec trató de reprimir una sonrisa. Ante la presencia de esta energía superior no podía dejar de pensar en un viejo aviso de las estaciones de servicio: "Hay un tigre en su tanque".

El mariscal lo escuchaba en silencio. Era evidente que se había vestido apurado. Llevaba una camisa blanca, tenía el cuello desprendido, pantalones grises de fajina, y un pesado capote militar le cubría los hombros. Junto a él, estaban el general Tchen-Li, comandante de los técnicos chinos, vestido con uniforme albanés y el coronel Cocuk, sobrino y aparente sucesor de Enver Hoxha, un joven cuyos rasgos se remontaban a Genghis Khan y a todas las invasiones que habían presenciado los Balcanes durante su sangrienta historia.

El francés les mostró en el mapa el lugar de la cueva, manteniendo la misma tranquilidad que hubiese empleado para dictar una conferencia en laÉcole de Guerre de París. Mientras hablaba, la cara de Enver Hoxha mostraba un vacío total, una ausencia absoluta de expresión. Era velo protector de un confabulador perpetuo. Poseía un control total de sí mismo y de todos los demás. Todo era pura energía en él. El hombre no era ciertamente un Volkswagen. Caulec explicó:

– Estamos transportando una bomba nuclear en miniatura de veinte megatones. Protegidos caminamos hacia el objetivo y lo destruiremos. Tengo que pedirle ahora que ordene a todos los soldados de la zona que no disparen. La bomba está conectada a los trajes electrónicos que usamos. Una bala o una pinchadura producirá la explosión, y no quedará ninguno de ustedes, caballeros, ni nada en la zona, incluyendo las instalaciones, todas las reservas energéticas y, naturalmente, una buena parte del país será destruido también. Estoy seguro de que si consideran la situación desde un punto de vista militar, se tienen que dar cuenta de que no pueden hacer absolutamente nada que nos impida llevar a cabo el operativo. Sugiero que se impartan las órdenes enseguida. A todos los generales presentes también les ruego, incluyendo al mismo mariscal, que me acompañen hasta la cueva para asegurarse personalmente de que nadie debe disparar un solo tiro y que el operativo efectivamente se está realizando. Tendrán que acompañarme sin pérdida de tiempo. Ahora son las 5.25 y si no estoy de regreso junto a mis compañeros a las 5.45, provocarán la explosión. Son profesionales, lo que significa que ustedes pueden estar seguros de que harán volar todo a las 5.45 exactamente, por supuesto, incluyéndose a sí mismos. Ahora son las 5.27.

5.27.

Starr estaba pensando que matarse mediante una bomba de veinte megatones era una de las últimas cosas que un viejo soldado hubiese querido soportar. Sin embargo, todavía quedaban dieciocho minutos para partir, y con cada minuto que transcurría, las posibilidades a su favor aumentaban rápidamente. No había habido ningún tiro, ninguna ráfaga de ametralladora, y era probable que Caulec estuviera a salvo en las manos del comando albanés. Starr no tenía la sensación de que estaba por morir. No se fiaba de su suerte personal. Su suerte era la de dos billones de hombres. Era agradable saber que uno no está solo.

– ¿Puedo decirle algo, mayor?

Era el polaco. Estaba de pie, a la izquierda de Little, a una distancia de unos cuatro metros, y sonreía. "Sonreía. Una sonrisa apretada, superior, de zorro y de fanático. Supongo que lo que me salvó fue el haber estado siempre a la espera de algo así. Era posible que en un grupo como éste hubiese un psicópata. Éste era el último de quien hubiera sospechado, tan condenadamente religioso y devoto. Si usted me lo pregunta, señor, me hubiese inclinado por el yanqui". Dos días después, Little le confesó esto al general MacGregor, agregado militar británico en Belgrado.

– Caballeros, les debo una explicación.

– ¿No puede esperar? -preguntó Little con calma.

El polaco levantó la voz, todos lo miraron.

– Una vez uno de ustedes me preguntó cómo, conservando mis creencias religiosas, pude haberme convertido en un agente comunista de confianza… Le contesté que, desde que Occidente había destruido no solamente a Polonia, sino también a la cristiandad, el único castigo que merecía era la destrucción…

Mnisek apuntaba a la "media" electrónica que estaba alrededor de la bomba y no le falló. Un segundo después, el polaco yacía muerto sobre la tierra y Little volvía a colocar la pistola dentro de la cartuchera.

En un silencio sepulcral, salvo el inglés, todos miraban la coraza. Luego Starr consiguió hablar.

Señalaba el arma. -Cómo pudo…

– No se disparó -dijo Grigoroff pausada y suavemente-. No sirve.

– Es muy buena -aseguró Little-. Tiene un doble mecanismo de seguridad. Lo hice funcionar.

– ¿Por qué no nos lo dijo, bastardo? -bramó Starr.

– Bueno, se lo digo ahora -dijo Little débilmente-. Es un inconveniente. Ahora tenemos dos hombres menos.

Las 5.40.

Little miraba a los hombres con frialdad.

– ¿Hay alguien más que se esté poniendo un poco neurótico? -preguntó.

Las 5.42.

El sol estaba sobre la montaña y la entrada de la cueva resplandecía de luz.

Las 5.43.

Little se inclinó sobre la coraza y dejó sin efecto el mecanismo de seguridad. Luego le apuntó con la pistola.

– Bueno, aquí volamos -afirmó-. Hasta la vista.

…Por la carretera oyeron el ruido de camiones pesados, de frenos, de voces que daban órdenes.

Little miró el reloj.

– Bien. Vengan, caballeros. Cárguenlo.

Así lo hicieron y salieron de la cueva lentamente hacia la luz.

34

Hacía once horas que los jefes rusos y norteamericanos estaban en contacto. Brezhnev conversaba con alguien que se encontraba fuera de la pantalla mientras sostenía una taza de té. Kosygin, Gromyko, Grechko dejaron las pantallas vacías; luego regresaron. El Presidente no podía oír las voces, lo habían desintonizado. A pesar de que actuaba de la misma manera, cada vez que quería que los rusos no escucharan lo que estaba diciendo a sus consejeros, siempre le molestaba que sucediera esto. Y estaba preocupado por el problema que se les acercaba: era probable que el asunto de Albania incidiera en la condenada tregua de coexistencia pacífica y en la opinión pública mundial. Tendrían que decir la verdad. La UN enviaría una comisión a Albania para inspeccionar las cenizas.

Los segundos goteaban uno a uno en los relojes colocados en lo alto del mapa transparente de Albania, que tenía seis puntos colorados y azules que convergían en el "Cerdo", en dirección de Este a Oeste.

Finalmente la pantalla vacía de la televisión de la derecha cobró vida.

Se produjo la acostumbrada vibración electrónica, y el Papa Pablo VI apareció en la pantalla.

El Presidente había convocado esta reunión; pero en las horas subsiguientes de trajín y tensión lo había olvidado por completo. Ahora miró fijamente la imagen, tratando de recordar la manera de dirigirse a él.

Luego el Papa desapareció. La blanca y menuda figura reapareció inmediatamente; mas ya fuera porque la transmisión era mala o porque al hombre le sucedía algo, el caso es que durante medio minuto el Papa siguió apareciendo y desapareciendo de la pantalla, en una sucesión acelerada de fogonazos, manteniendo los brazos desplegados en alto, cabalmente revoloteando como un pájaro atrapado del que se ha apoderado el pánico. Luego intervino alguien, y, en la Sala de Control, se vio a Pablo VI en pie, los brazos aún en alto y abiertos, como si fuese una cruz blanca y viva.

– Señor Presidente, le suplico que apele sin dilación ante el gobierno de Albania…

– Su Serenidad… -empezó a decir el Presidente.

Algo le dijo que no era la manera correcta de dirigirse al hombre; pero, ¡qué diablos!

– Su Serenidad, lo hemos intentado, sin ningún resultado… Sí, conocemos la amenaza de la reacción encadenada. La llamaron "extorsión". Se negaron a rendirse e, incluso, decidieron adelantar la hora de la explosión en diez días, y después, nuevamente, en cinco horas…

– Señor Presidente, le imploro que detenga este horror…

– Es exactamente lo que estamos haciendo…

Casi dijo "Señor Papa", pero sólo se limitó a tragar.

– Si no queremos vernos reducidos al estado de monos debemos hacer desaparecer esta cosa de la tierra.

Los ojos ardientes que parecían contener milenios de sufrimiento humano estaban fijos en él. "Parece un judío" -pensó el Presidente.

– Señor Presidente: le imploro que nos demuestre su confianza en Dios y en su misericordia haciendo regresar de inmediato los aviones, y pidiéndoles a los rusos que hagan lo mismo…

Luego el Presidente dijo algo espantoso. No fue en absoluto lo que tuvo intención de decir. Lo único que quiso significar fue que no tenía ningún derecho a delegar las responsabilidades.

– No puedo permitir que otro tenga en las manos el destino del pueblo norteamericano, porque soy el Presidente de este país. No puedo dejarlo en otras manos.

Pablo VI lloraba. En la pantalla del otro lado del mundo, sus lágrimas eran perfectamente visibles. Luego el Presidente se dio cuenta de que en efecto había dicho que no tenía la intención de dejar el destino del pueblo norteamericano en las manos de Dios. Abrió la gran boca para decir que sus palabras no tenían este significado, pero otra vez algo anduvo mal en la transmisión y el Papa nuevamente empezó a saltar, a volar y a sacudirse, casi como si bailara. En la opinión del Presidente, fue un espectáculo espantoso, como si la reacción en cadena ya hubiera comenzado y la cabeza de la cristiandad se estuviera desintegrando ante sus ojos.

– ¡Que alguien arregle esto! -rugió. En ese momento reparó que el general Hollok, Rexell, el profesor Skarbinski y, prácticamente, todos, le estaban hablando.

– Señor Presidente, estamos de acuerdo con los rusos… No había escuchado qué dijeron los rusos. Jesús, pensó. No tenía por qué hacer intervenir al Papa en este asunto de guerra.

– Tenemos que hacer volver de inmediato a los aviones -le estaba diciendo el general Hollok-. Los rusos ya han dado la orden y yo también, pero tiene que estar confirmada por usted, ya lo sabe…

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Pero, señor Presidente, usted acaba de oír…

Todos lo estaban mirando.

La voz de Brezhnev sonaba en forma de una vibrante y rápida explosión, que fue reemplazada por la endurecida y lánguida voz del intérprete.

– Señor Presidente… El proceso de desintegración comenzará inmediatamente después de la explosión de cualquier arma nuclear en cualquier parte del mundo…

El Presidente continuó mirando la pantalla.

– Arreglen este condenado aparato -repitió enfurecido.

Recuperó su compostura; sabía que los rusos lo estaban mirando. No tenía por qué estar allí, sin moverse, perdiendo la cabeza. Era la cabeza del pueblo norteamericano.

– Bien. Y ahora, ¿adonde nos dirigimos?

La cara del mariscal Grechko casi irrumpía en la sala desde la pantalla.

– Hice regresar a los aviones. Apúrese, Presidente.

– Tenemos siete minutos solamente -agregó el general Hollok.

El Presidente miraba a todos, con un profundo odio. Era el fin de la democracia. Si decisiones de este tipo era cuestión de minutos… tendrían que votar una computadora para el cargo.

– No lo comprendo. ¿Tendría alguien la amabilidad de explicarle todo al Presidente de este país? No me interesa cuan escaso es el tiempo que nos queda. Hasta que no conozca íntegramente todo, y hasta que no lo comprenda, no haré que regresen, los aviones.

Los ojos clavados en el reloj, Skarbinski apenas conseguía recobrar los pedacitos de su voz quebrada.

– Señor… Mathieu… el mecanismo de Mathieu… o su planteo… no era exactamente lo que habíamos pensado… Una explosión nuclear en cualquier lugar, a cualquier distancia del "Cerdo", provocará la desintegración en cadena… la computadora…

– No hagan intervenir a la computadora -vociferó el Presidente.

– Solamente seis minutos, señor, -dijo el general Hollok con calma.

– Bueno, ahora examinemos -dijo el Presidente. Se dirigió a los rusos.

– ¿Qué pasa si nuestro comando lo hace, señor Brezhnev? ¿Y qué sucede si fallamos?

– Señor Presidente -aulló Brezhnev-, ¡tiene que hacer regresar a los aviones!

– ¿Y si fallan? En tal caso los albaneses pondrán el "Cerdo" en funcionamiento y tendrá el mismo resultado que nuestro bombardeo.

– ¡Señor Presidente! ¡SEÑOR PRESIDENTE!

– Espere un segundo. Hay algo más. Los hombres llevan una bomba nuclear como protección. Como una coraza, digamos. Si cualquier soldado sordo llegara a disparar, se producirá una explosión nuclear y…

Estaba mirando el reloj.

– En otras palabras, cualquier soldado albanés sordo puede provocar con un disparo de su fusil la reacción en cadena…

Miró al mariscal Grechko, y luego a Hollok. Nunca pensó que sería capaz de sentir tanto odio.

– Un plan militar perfecto -agregó-. Grandioso. ¿Hay alguna otra computadora por aquí?

– Cinco… cinco minutos -dijo el general Hollok-. Por favor, señor…

– Ocho hombres, -dijo el Presidente-. Todo está en manos de ocho profesionales… No, ni siquiera está en sus manos. Todo está en manos de algún desconocido soldado albanés sordo. Por eso hemos fabricado la más poderosa máquina militar que el mundo jamás viera… Un gasto de cuarenta billones de dólares en pantallas de radar… Billones de dólares en Minutemen que están esperando en los silos subterráneos…

Se acercó a la caja roja y la abrió.

– Cara o cruz -dijo-. Cara o seca. Buena suerte, Norteamérica.

Hizo la señal de llamada.

Luego se sentó.

Miró a los generales. A los rusos y a los norteamericanos. Rusos, norteamericanos. Los míos, los vuestros. Napoleones de mierda.

Se miró los pies.

El "Cerdo" estaba en todas partes, no solamente en Albania.

Después recordó las caras de sus nietos.

Un signo tranquilizador, porque demostraba que aún no había comenzado la deshumanización total.

– Los aviones están regresando, señor, -dijo el general Hollok.

No se molestó en mirar el mapa electrónico.

En la séptima pantalla hubo un relampagueo de luz, y se pudo ver al Papa Pablo VI de rodillas, tenía la cabeza baja y las manos unidas en oración.

Lo miró satisfecho. Así que finalmente habían reparado el televisor.

Un fusil en las manos de algún desconocido soldado albanés sordo.

Levantó el teléfono y llamó a su familia.

Por suerte, su nieto de siete años levantó el auricular.

Entonces los dirigentes de la Unión Soviética, la cabeza espiritual de la cristiandad y todos los que estaban presentes en la Sala de Guerra escucharon al Presidente de los Estados Unidos conversar con un niño de siete años sobre un paseo en bicicleta y sobre el comportamiento del gato Skip que había robado medio kilo de carne de la cocina.

El Presidente dejó el receptor.

Condenado gato, pensó el Presidente. Se trepaba por las cortinas y desde arriba miraba a los humanos burlonamente. Al menos se podía sacar una conclusión de la situación: los gatos tienen razón.

35

Cuando salieron de la cueva había una fila de soldados a ambos lados de la carretera, inclinados bajo el peso de armamentos. "Lea hemos de haber parecido seis hombres ranas cargando un torpedo color verde sobre la espalda. Además el peso resultaba aplastante porque nos faltaban dos hombres, escribió tiempo después Starr en el informe. Dentro de un auto abierto estaba Caulec de pie junto al conductor y detrás de él dos oficiales albaneses. Adelante, desde un auto blindado, vociferaba órdenes el general Cocuk y detrás, en un Mercedes color negro, estaban el mariscal Hoxha, el comandante de los técnicos chinos y el general Tchen-Li. Desde una "limousine" Zis que seguía a la del dictador stalinista, pudieron echarle una ojeada a todos los jefes políticos del país cuyas caras habían estudiado durante la instrucción, entre ellos Karz el ministro de Industrias y Batk, el ministro de Defensa. Alrededor del auto corrían oficiales albaneses, llevando las ametralladoras apuntadas hacia sus propios soldados. Probablemente era la primera operación comando de sabotaje llevada a cabo bajo la protección del enemigo.

Comenzó en cuanto se encontraron en la carretera.

Lo primero que notaron fue que la carretera estaba sembrada de pájaros muertos y de insectos. "Vimos pájaros muertos que caían desde el aire", escribió Little, "y millones de mariposas e insectos podridos sobre tierra. Lo vimos con nuestros propios ojos y en cuanto a mí respecta, no puede seguir negándose la contaminación causada por esta energía ni sus efectos sobre la naturaleza. Cada planta que nos rodeaba estaba o muerta o moribunda, los árboles estaban desnudos y, sin embargo, -creo que tendría que tener una inteligencia mayor que la que tengo para explicar esta contradicción- también había flores nuevas que florecían a través de las rocas estériles y del asfalto que teníamos debajo de los pies, y cada uno de nosotros experimentó una extraña obstinación, un sentimiento de regocijo, como si nada fuera imposible y nada pudiera poner límites a las acciones humanas.

Little que caminaba al frente, seguido por el norteamericano y por Grigoroff, tenía un fuerte dolor en el brazo derecho, ocasionado por el peso. De pronto escuchó que Starr reía.

– ¡Qué diablos…!

– Apesta -dijo el norteamericano-. ¿Lo huelen?

– Son los pájaros y los insectos muertos.

– No, señor. Apesta, le aseguro.

– Es la aleación.

– Es la exha, señor. ¡Apesta hasta el cielo!

Little se entregó a un acceso de furia, en forma de una vehemente indignación inglesa. Era el final de la decencia.

– No es así, señor, -rugió-. Y si así fuera, es por la forma como la han llevado.

– ¿La historia?

– ¡La comprensión y la opresión, maldito! -aulló el mayor Little-. ¡El procesamiento y la concentración! Antes de la exudación tiene que abrirse camino a través de toda clase de porquerías tecnológicas, químicas, ideológicas, lo que queda, el subproducto, y cuando sale lo hace rebajada, manchada, quebrantada, arrastrándose, caída, sí, señor, caída…

– ¡Bueno, de todos modos no son rosas!

– ¡Cállese! -rugió Little-. ¿Alguna vez ha olido su auténtico "ser" norteamericano, coronel?

– ¡Bueno, hombre, qué fertilizante! Envenena y también hace que las rocas florezcan. No tiene más que hundirle en la mugre, y crecerá cualquier cosa. ¿Se da cuenta de qué es lo que vendrá?

– Cállese. Se lo ordeno.

Ahora fue el turno de Grigoroff de mostrar signos de una extraña obstinación, de una intoxicación. Little oyó que detrás de él el ruso se reía como un idiota.

– ¿A que no sabe en qué me hace pensar? -chilló Grigoroff alegremente, aunque la coraza los abrumaba con una fuerza que era casi insoportable. Quiero decir, la manera como nos hacen transportar esta cosa sobre los hombros, observados por todos los soldados como si no pudiesen creer en lo que están viendo. Me recuerda al mejor momento de mi vida, cuando transportaron el ataúd de Stalin por la Plaza Roja.

– Música -dijo el profesor Kaplan.

– ¿Qué?-gruñó Little.

Estaba completamente harto de todas las condenadas mentes extranjeras.

– ¿Qué dijo, profesor?

– Estoy escuchando música.

– Tiene un agotamiento nervioso judío -le aseguró Little.

– Mayor, escucho música en forma bien clara.

– Guarde compostura. Lo necesitamos.

– ¿Qué le sucede, mayor? -le preguntó Starr-. ¿Acaso tiene miedo?

– El h… de p… está escuchando coros celestiales -gritó enojado Little.

– No he dicho eso -corrigió el profesor Kaplan con la voz tranquila de un hombre que está en sus cabales-. No he dicho nada sobre coros celestiales. He dicho que oía música. Y lo sigo diciendo. La estoy escuchando.

La exhalación cantaba.

Ahora Little la podía oír con claridad. Llegaba de todas partes y no valía la pena discutir.

– Malditos transistores -murmuró Little.

– Bach -confirmó el profesor Kaplan.

– Es una ilusión óptica -aseguró acaloradamente Little.

– ¿Óptica?

– No sea idiota, entiende perfectamente lo que quiero decir -gritó el inglés-. Un conocido efecto extravagante del calor: las rocas cantan, etc… Es una especie de guerra psicológica, señores, cuidado.

– También la oigo -anunció Komaroff-. Bellísima.

– Jesucristo -musitó Starr.

– Cállese -ordenó Little-. Era todo lo que necesitábamos.

Con calma informaría: "Era bastante obvio que todo el valle estaba lleno de la 'transpiración' abyecta, si así se la puede denominar, a falta de un término mejor. Era probable que nos estuviéramos hundiendo hasta las rodillas. 'La energía se fugaba' de los mecanismos bastante primitivos de los albaneses".

– ¿Saben una cosa, compañeros? Si esta cosa canta, tal vez es porque se siente triste de haber llegado a esta situación después de tantos miles de años. Y tal vez sabe que la podemos salvar y que están por desintegrarla. No miren ahora, pero en el cielo, sobre nuestras cabezas, hay un Miguel Ángel pintado.

– Que se caiga muerto -manifestó Little-. Usted es una vergüenza para su país y para su bandera. Saben, esto es como si estuvieran tratando de quebrantar nuestra fibra moral. No toleraré ninguna conversación derrotista en este grupo.

Luego sucedió algo que aún fue más desagradable.

Stanko, que hasta ese momento había resistido los efectos del escape mejor que los otros, se quedó inmóvil.

– ¿Quién es el campesino? -preguntó con una voz cortante y abrumada.

– ¿Qué campesino? -gruñó Little.

Ahora estaba decidido a no ver nada, ni siquiera a "Su Majestad", la Reina.

– Aquel paisano, allí, el que lleva una cruz -musitó Stanko.

Entonces Little cometió un error garrafal. Miró.

– Un campesino cualquiera -aseguró mientras la cara se le tornaba grisásea, convencido de que estaba perdiendo la razón.

– ¿Por qué está arrastrando la cruz tan pesada sobre las espaldas? -Stanko deseaba saber.

Estaba descalzo y caminaba junto a ellos, doblado por el peso de una gran cruz de madera. Una punta de la cruz descansaba sobre el hombro, casi de la misma manera que la bomba nuclear se apoyaba sobre ellos. Tenía el cuerpo cubierto por una sábana blanca y toda su apariencia era tan familiar que se tenía la impresión de haber encontrado a un viejo compañero de escuela.

El inglés se aclaró la garganta y se recobró. Sólo existía un escape cultural; ilusiones producidas por el bien conocido efecto alucinante de la exhalación. Les habían prevenido que podía suceder. Escape cultural, no era más que eso. Música. Arte. Sinfonía. Museos. Poesía. Esa clase de cosas. Pero no había tiempo para hilar fino.

– ¿Qué les sucede, señores? -aulló-. Un campesino albanés perfectamente honesto que lleva la cruz al trabajo.

– ¿QUÉ? -rugió Starr.

– ¿Por qué tendría un campesino albanés que llevar una cruz al trabajo?-Stanko deseaba saber.

– Bueno, parece que aquí lo hacen así, y no hay más que eso, -gritó Little-. Probablemente no tienen suficientes tractores.

– Sobre la cabeza lleva una corona de espinas -aseguró Stanko.

– ¿Qué corona? Allí no hay ninguna corona -les explicó Little-. Espinas completamente comunes. Es todo.

– ¿Por qué?

– Una costumbre local -gritó el inglés.

– Mayor, -dijo rápidamente Starr-. Está llorando.

– No lo puedo evitar. Todos tenemos nuestros problemas.

– ¿Y qué pasa con la cruz? -insistió Stanko.

– Escúcheme, hombre, esta bomba de por sí ya es demasiado pesada. No voy a ayudar a un campesino albanés a llevar la cruz adonde sea que la lleve.

Se irguió un tanto, mirando hacia adelante. Nunca en la vida Starr había visto a un hombre tan indignado.

– Caballeros, considero terminado este incidente.

– ¿Incidente? -musitó Stanko-. ¿Terminado? ¿Se da cuenta, señor, de lo que está diciendo?

– Cállese. Se lo ordeno. El incidente está terminado.

Pero no lo estaba.

Durante casi todo el tiempo que estuvieron tambaleándose bajo el peso de la bomba, mientras se dirigían hacia el lugar de la desintegración, el "campesino" les hizo compañía, llevando la gran cruz que abarcaba todo el cielo. Entonces los organismos empezaron a acostumbrarse al efecto secundario de la exhalación, cosa que había sucedido durante la historia de la humanidad, sobreviniendo el acostumbramiento de la conciencia y de la sensibilidad. El escape cultural perdía su fuerza y su impacto, y los seis profesionales se encontraron otra vez solos, sin nadie junto a ellos, entre dos filas de soldados de ojos asesinos que empuñaban las armas.

El "Cerdo" ahora estaba a una distancia de pocos metros y Starr se sorprendió al ver que no tenía ningún parecido con el dibujo estructural que, tan a menudo, había estudiado en las fotografías de reconocimiento. "Llámeme un puritano norteamericano, señor, pero la idea de que el h… de p… le había dado la forma del Partenón al mecanismo donde sería desintegrada la exhalación, me llenó de furia y, de alguna manera, por primera vez desde que se me había asignado el trabajo, hizo que todo el asunto alcanzara un nivel de hombre a hombre. Me aparto mucho de la índole que corresponde a la redacción de este informe, pero en ese momento, cuando me tambaleaba bajo el peso de la bomba en dirección al objetivo, al levantar los ojos hacia el "Cerdo", vi que Mathieu le había dado la forma del Partenón y, en mi profundo cansancio, de lo único que me di cuenta fue del sentimiento agudo que experimenté, como si hubiese recibido un insulto personal, aunque entonces no entendí el porqué. El hombre pensaba desintegrar la exhalación y consumar nuestra deshumanización final, empleando un mecanismo que tenía la forma de la cuna de la esperanza y de la libertad que fueron el nacimiento de la civilización. Creo que, tal vez, fue otro efecto secundario del escape cultural, una alucinación, porque luego, al acercarnos más al "Cerdo", éste se convirtió en algo que no difería mucho de nuestros centros de energía".

Caulec, de pie, dentro del auto descubierto, había mirado miles de veces el modelo de la desintegración durante el tiempo que duró la instrucción del operativo. Sin embargo, nunca se había dado cuenta de que Mathieu le había dado al mecanismo la forma casi idéntica de la catedral de Chartres. El profesor Dalls, en un informe que había preparado para el gobierno francés, compararía los efectos secundarios del así llamado escape espiritual de la exhalación, con las alucinaciones místicas y artísticas que eran producidas por algunos hongos mejicanos.

En la entrada del "Cerdo" había tres puestos de control y Caulec respiró aliviado al ver que el comando pasaba, mientras que los oficiales albaneses les abrían paso a los saboteadores. Toda la zona que rodeaba al "Cerdo" se parecía a las fotografías de los campos de exterminación nazis rodeados por alambres de púa, y algunos de los exhaladores eran utilizados también como torres de control. Tenían nidos de ametralladoras construidos en la parte superior sobre plataformas de madera. "Tal vez el aspecto más desagradable", escribió Starr, "era el sistema de circulación, es decir, la red de caños por donde pasaba la exhalación hasta la cámara de desintegración. Los canales retorcidos, intricados y de aspecto torturado, estaban instalados por todo el valle alimentando al 'Cerdo'. Producían un efecto profundamente deprimente, pues brindaban una imagen casi gótica del martirologio como la que los artistas cristianos han impreso en nuestras mentes desde el medioevo.

Caulec bajó del auto. No era un momento propicio para curiosidades personales o de orden psicológico, pero no pudo evitar fijar la mirada en la cara de Enver Hoxha.

Era granito puro, materia, Gran Energía. El hombre merecía gobernar un país infinitamente más grande que Albania. Era evidente su total impermeabilidad a los efectos secundarios culturales del escape de la exhalación.

En toda la vida profesional Starr nunca se había sentido más descansado y seguro. Oficiales y NCO habían formado una pared protectora alrededor de ellos, enfrentando a sus propios soldados, llevando ametralladoras en la mano y dispuestos a disparar ante la más mínima señal de desobediencia.

Entre los albaneses, el único hombre cuya cara demostraba alguna reacción era el general Cocuk. Se la veía hinchada, roja de odio, y era reconfortante saber que tenía algo de humano.

En el cielo, por encima del valle, se veían águilas o buitres describiendo círculos, sin poder diferenciar de cuál de los dos pájaros se trataba.

36

Estaban detenidos en la entrada del "Cerdo", el blindaje en el suelo, junto a ellos, las obscuras cuerdas electrónicas enrolladas sobre la tierra como si estuvieran unidos al arma por serpientes, en una monstruosa transfusión mortal. Alrededor, dos mil soldados los vigilaban. En un automóvil, el alto comando albanés constituía una masa inmóvil de hombros, charreteras, pechos, medallas, cuellos gordos y caras solemnes, severas y rígidas. Un desfile del Día de la Primavera, pensó Starr mientras esperaba que Kaplan se desenredara del cable; luego entraron en el "Cerdo". Según el diagrama, el "cerebro" debía encontrarse en el fondo del túnel, a la derecha. Mientras caminaban acompañados por los ansiosos albaneses que les mostraban el camino, Starr experimentó una aguda, profunda y casi insoportable sensación de miseria y de angustia y emitió un juramento silencioso, furioso consigo mismo por haber sido una presa tan fácil del efecto depresivo de la exhalación. En las patas del "Cerdo" la concentración era aplastante. Tiempo después, el profesor Kaplan le dijo que el medidor del combustible marcaba ciento setenta mil unidades, aproximadamente un rendimiento casi el doble del escape final anual. Como efecto psicológico debía de ser agobiante. En cada máquina que los rodeaba se escuchaba el ruido acelerado y regular de la exhalación, y la aleación de pascalita -allí la llamaban estalinita -brillaba en el fantasmagórico color blanco-perlado. Una vez que se soltara la exhalación, dado el relativamente bajo índice de mortalidad de los albaneses, Occidente dispondría de una tregua de veinte meses, tiempo suficiente para conseguir un nuevo entendimiento con China.

Cuando uno de los oficiales albaneses abrió la puerta, Starr vio a la chica. Estaba sentada en una silla, tenía los brazos cruzados, y después que lo miró, sonrió.

– Hola -le dijo.

Mathieu estaba de pie de espaldas a la puerta. A Starr le llevó unos cuantos segundos comprender lo que veían sus ojos. Había momentos en que tenía que luchar contra la sospecha de que nada de esto estaba sucediendo y que todo el horror no era más que una consecuencia del escape cultural de la propia exhalación.

Mathieu estaba pintando un icono.

Era un icono que representaba a May. Ingenuo, improvisado, casi infantil en su carencia de habilidad, tenía un halo dorado alrededor de la cabeza y las palabras "Santa May de Albania" escritas en caracteres cirílicos mal hechos.

– Profesor Mathieu… -empezó a decir Kaplan.

Mathieu retrocedió un paso y miró al icono con severidad. Después miró al intruso y no le quedó ninguna duda al respecto: el individuo sonreía complacido.

– Santa May de Albania, la Salvadora, -dijo.

– Profesor Mathieu… -repitió Kaplan.

– Estos halos son terriblemente difíciles de hacer, sabe, -les dijo Mathieu-. Ahora veamos… Pienso que andaría bien con un poco más de dorado aquí… Sólo una pincelada… No te muevas, May.

May lo miraba con tal amor, que si esto hubiese podido contribuir en algo, el icono hubiese resultado ser una obra de arte.

– Quieta, muchacha… Quiero decir, no te muevas para nada. Tengo que darle más luz al halo.

– ¿Por qué no me puedo mover? No tengo un hald, así que no importa. ¿Puedo fumar?

– No mientras trabajo en el halo. Trata de ayudar.

– Profesor Mathieu -le gritó Kaplan repentinamente-. ¡Usted se ha equivocado!

Mathieu lo miró, y luego otra vez al icono.

– ¿Dónde me he equivocado? ¿Demasiado oro? Bueno, tiene que irradiar luz, sabe. ¿Cómo pintaría usted un halo?

– ¿Quiere hacer el favor de dejar de odiarnos por unos segundos, profesor? -le encareció Starr suavemente-. Todos somos una porquería. Usted ha estado trabajando en la porquería durante años. Lo que pasa es que no puede terminarla sin ponerle final a las otras cualidades de la exhalación, si se puede decir así. Usted termina con la porquería, y ya no habrá más belleza, profesor. No más halos dorados. Tenemos un pequeño artefacto nuclear y si algún albanés nervioso aprieta el gatillo…

– ¡Profesor Mathieu, usted se ha equivocado! -seguía gritando Kaplan.

– ¿Quién? ¿Yo? Ninguna equivocación.

– La desintegración de la exhalación provocará una reacción en cadena…

Mathieu lo miró.

– ¿Usted hizo todo el trayecto hasta aquí para repetirme las palabras de Jesucristo?

– Una reacción en cadena, profesor. Una total desintegración espiritual…

– San Mateo -agregó de pronto May.

– ¿QUÉ? -vociferó Kaplan.

– Está repitiendo palabras de San Mateo -le dijo May con simpatía.

Starr se rió. Fue una risa falsa, un horrible gruñido, y se quedó en silencio.

– Mathieu -tronó Kaplap, los pelos erizados que brillaban mediante una exhalación estática-. Mathieu, no quedará nada de lo que hace que el ser humano sea un ser humano…

Mathieu pareció escandalizado. Estaba limpiando su pincel y lo dejó.

– Escuchen, idiotas brillantes, ¿cuánto creen ustedes que queda de lo que se necesita para hacer de un ser humano un ser humano?

– Bueno, profesor, no sea antipático -le dijo Starr-. Los museos, por ejemplo. Acaban de pagar un millón de dólares por un Velázquez.

– No me refiero a lo que queda fuera. Hablo de dentro -le replicó Mathieu.

– Perdóneme, mi estimado colega, no es el momento de emplear metáforas…

– Eso es lo que quiero decir -dijo Mathieu-. Si esto no es más que una metáfora, entonces usted no es un ser humano.

Uno de los oficiales albaneses empezó a gritar. Señalaba hacia la puerta y gritaba.

Kaplan se puso blanco.

– ¿Qué diablos está tratando de decirnos? -preguntó Starr.

– Que nos apuremos; no puede estar seguro de que algún soldado nervioso…

Starr se sorprendió.

– ¿Usted entiende el albanés? ¿Desde cuándo?

– No necesito hablar el albanés para…

Starr empezaba también a preocuparse por los nervios de los albaneses.

– Allons, enfants de la patrie -entonó en el mejor francés-. Una bomba nos está esperando.

– ¡Metáforas! -murmuró Mathieu-. ¿Qué es lo que hace que un ser humano sea un ser humano? ¿Me quieren decir cuánta gente es la que tiene el privilegio de saber "qué es lo que hace que un ser humano sea un ser humano"? Si nosotros destruimos todos los escapes, todos los efectos secundarios, todos los museos, salas de conciertos y bibliotecas, el noventa y nueve por ciento de la población del mundo no notará la diferencia… ¡Y hablan de metáforas!

Afuera, Little miró el reloj. Habían calculado la liberación de la exhalación en veinte minutos, pero en el interior había dos intelectuales brillantes, el profesor Mathieu y el profesor Kaplan, lo que significaba que se demorarían más tiempo. De pronto, le asaltó un pensamiento extraño.

– ¿Algún pedazo de ladrillo de ustedes sabe si el francés Mathieu es judío?

– ¿Por qué? -preguntó Stanko.

– Malditos idealistas, -masculló Little.

Caulec estaba de pie junto al auto del comando. Hoxha estaba sentado mirando hacia adelante y tenía un aire de total indiferencia. Su cara estaba tan vacía que por la espina dorsal del francés corrió frío. Todo lo que pasaba por la mente de esta máscara era fácil de adivinar: visiones de interminables horas de viejos refinamientos; de torturas turcas aplicadas a los saboteadores imperialistas. Las perspectivas fueron aparentemente tan apreciadas por el dictador estalinista que, de pronto, se decidió a adoptar una nueva precaución. Le habló a un oficial albanés. Instintivamente, Caulec sacó la pistola y la apuntó en dirección al mariscal. Un gesto totalmente innecesario, pero necesitaba relajar la tensión. El oficial albanés sacudió la cabeza.

– Paz, paz, -dijo rápidamente en inglés.

Luego transmitió a las tropas las órdenes de Enver; los soldados depositaron las armas a los pies.

– Ha cometido un terrible error en los cálculos, Mathieu, -estaba diciendo el profesor Kaplan-. Una equivocación tremenda.

– Sí, me he equivocado -contestó Mathieu-. Me importó.

La voz le tembló un poco y la muchacha pareció preocupada.

– Por favor, Marc. Todo andará bien, lo sabes. Ahora nada será como antes. Todo cambiará. Todo será diferente. Marc, has realizado algo maravilloso. Has ayudado al mundo a recuperar la cordura y a darse cuenta.

Mathieu la miró amorosamente.

– Cállate, Santa May de Albania. Lo único que he logrado es un horrible icono más. Ahora, Kaplan, escucha. ¿Conoces lo que actúa como disparador en el proceso de desintegración psicológica, o, digamos "espiritual"? Se enseña en el jardín de infantes.

– Un aparato nuclear.

– Bien. Mi única contribución es que la bomba nuclear no necesita construirse dentro de la estructura. Cualquier explosión nuclear sobre la tierra, no importa dónde, ni cuan lejos esté de aquí, hará que se inicie el proceso de desintegración. Está en manos de ustedes. Dejen caer una sola bomba y nada humano quedará en ustedes. No importa cuan lejos de aquí la tiren o sobre quién.

– ¡Imposible!

– Así es, profesor. Y es típico. Como acaban de decir, es solamente una metáfora. Y porque es la manera como todos ustedes piensan; porque ustedes creen que es solamente un mecanismo literario y porque no se sienten obligados respecto de los museos, de la literatura, de la poesía y de las metáforas -es decir, de la propia cultura- han hecho que esto sea factible y por eso es que no habrá más metáforas, ni más cultura, únicamente materialismo y el término de los sueños.

– ¡Imposible! -gritó Kaplan frenéticamente-. No se puede obtener una ola de sacudida ilimitada menos gama de ningún mecanismo nuclear…

"Mientras los escuchaba", escribió Starr, "pensé que la única equivocación en la que Mathieu había incurrido era el haber imaginado que se necesitaba el "Cerdo" para despojarnos de nuestra exhalación. En eso estaba completamente equivocado. El "Cerdo" no era nada más que un sobrante de guerra"

– Apúrese -le dijo a Kaplan-. No tenemos la eternidad… al menos, espero sinceramente que así sea.

Todo el equipo científico chino estaba quieto en el túnel, mientras que un capitán albanés mantenía el orden. Pero la ametralladora que sostenía en las manos no era necesaria. Nadie pensaba que los saboteadores tuvieran la idea de hacer explotar la coraza para así convertirse en la nada junto con la zona que los circundaba. "En ese momento, sin embargo, el odio experimentado por Enver Hoxha ha de haber sido de una naturaleza tan devastadora," escribió Little, "que lo único que salvó al mundo de la deshumanización total fue la ignorancia del dictador albanés respecto de las consecuencias de la explosión de la coraza. Junto con todos mis compañeros, salvo, por supuesto, Starr y el profesor Kaplan, lo ignorábamos beatíficamente. Porque, simplemente, el blindaje, según la explicación de Mathieu, no servía para nada. De no haberlo ignorado, Enver Hoxha nos hubiese tenido a su merced, no sólo a nosotros sino también al mundo entero. Las cartas hubieran estado en su mano y hubiese dictado las condiciones, amenazando con el exterminio a la tierra entera".

Cada uno de los hombres del comando llevaba consigo un diagrama del "Cerdo" y había practicado más de cien veces el proceso completo de liberación. A Kaplan lo habían llevado por si se presentaba algún problema técnico de último momento. Pero mirando las caras "de ansiedad, de nervios y de terror de los chinos, Starr se dio cuenta de que era allí donde encontrarían una cooperación inmediata. Harían el trabajo a las mil maravillas. "Admito que había empezado a sentir una cierta obstinación, un sentimiento agradable de poder absoluto", escribió. Les ordenó que liberasen la exhalación del pueblo albanés; tomó del brazo a Mathieu y a Kaplan y los condujo afuera. Ambos seguían discutiendo. Starr se detuvo en la puerta y miró hacia atrás.

– May -llamó suavemente.

May estaba mirando el enredado laberinto de retorcidas cañerías. La exhalación respiraba dentro, pulsando y latiendo.

Adelantó la mano y tocó el sistema suavemente. Sonreía.

– Ahora estarás bien -dijo amorosamente, habiéndole a solo Dios sabía quién o qué. Pero lo que fuese se podía arreglar muy bien con un poco más de amor.

– Ven, Santa May de Albania -llamó Starr-. Regresas a casa.

37

Estaban esperando.

El blindaje nuclear estaba en tierra. Con las articulaciones flexibles parecía un gigantesco escarabajo prehistórico color verde botella, que había salido arrastrándose de las eternas tinieblas para que lo matara la luz. El "Cerdo", agazapado pesadamente sobre las arqueadas y gruesas columnas, estaba allí descansando, semejante a un templo pagano, digiriendo a los sacerdotes, al incienso y a los sacrificios humanos. Babilónico, pensó Starr.

Las tropas, las manos vacías, estaban diseminadas alrededor en forma de media luna.

En el automóvil, Enver Hoxha estaba sentado completamente inmóvil, desdeñoso e impasible, testigo del inminente despilfarro de la energía del pueblo albanés. Lo expelido durante dieciocho meses por el pueblo de Albania estaba a punto de irse por un desagüe.

Volvieron a conectarse con el blindaje.

Mathieu y Kaplan permanecían callados. La muchacha tomó la mano de Mathieu y Starr, que los estaba mirando, sintió una aguda punzada de celos. Luego volvió a levantar los ojos hacia el templo pagano de la energía.

– Mayor -llamó Starr suavemente.

– ¿Sí? -murmuró Little.

– ¿Quién diablos fue el que dijo: "Que la luz se haga"?

– Er… ¿Cómo es el nombre?… Einstein -contestó Little.

– Lenin en 1917 -lo corrigió Grigoroff.

Little trató de mejorar los puntos.

– Edison -profirió-. El hombre que inventó las bombitas eléctricas.

Alzaban los ojos hacia la cabeza del "Cerdo". Conocían la tarea de memoria. Había que vaciar las patas completamente en la cámara de desintegración, que se encontraba en la cabeza del "Cerdo". Luego había que disminuir progresivamente la resistencia de la cabeza hasta que la estalinita alcanzara el nivel de gravedad del cero neutral.

– ¿Qué sucede si algo anda mal? -preguntó Stanko.

– Nada puede salir mal -respondió Little con displicencia-. Es científico.

– Quiero decir, más arriba.

– ¿Usted se refiere a allá arriba, arriba, arriba?

– Sí, allá arriba, arriba, arriba. Quiero decir que ahora está contaminado. Es de segunda mano.

– Entonces no sé lo que puede pasar -le contestó Little-. Misericordia, supongo, una cosa así. Pienso que allá arriba tendrán su rutina propia. Nosotros cuidemos nuestro propio culo.

Starr verificó que en la cámara de desintegración había ahora ciento setenta mil unidades de exha albanesa. Era mucho gas. La última teoría post-Hoyle -la ley de Bachman- decía que una "implosión", que hacerla estallar, crearía en algún lugar del cosmos un mundo de materia dos veces mayor que el tamaño del sistema solar. El paso siguiente sería un universo creado por el hombre. Cuando este pensamiento le pasó por la cabeza, por primera vez desde que el operativo había comenzado, Starr se sintió enfermo de horror.

Habían pensado que la liberación de la exhalación, como todas las liberaciones, estaría rodeada de algo muy bello. Incluso habían discutido extensamente la forma en que se produciría los efectos secundarios, el escape cultural. Kaplan creía que surgirían derivados artísticos de la exhalación: Miguel Ángel; un resurgimiento de toda la pintura del Renacimiento; o algo por el estilo. Starr, en cambio, se inclinaba por una nube en forma de hongo, por algo verdaderamente desagradable si se tenía en cuenta que los odios y la violencia y también los sufrimientos eran inherentes a la naturaleza humana. Todos estaban de acuerdo en esperar luz y color. Los rusos creían que tenía que ser roja, y Caulec, mostrando más ironía de la que corresponde a un soldado, pensó Little, estaba dispuesto a apostar por el azul, el blanco y el colorado -en una palabra el tricolor, ya que no la "Marsellesa"- pues, después de todo, era un momento de libertad. Pero ninguno estaba preparado para lo que sucedió, y por el resto de sus días nadie pudo decir que seguía siendo el mismo, el mismo hombre que antes de la liberación, cuando la esfera blanca perlada se desvaneció ante las miradas y, sobre el valle, todo el cielo pareció abrirse y el mismo sol, enceguecido por la luz humana que se levantaba de la tierra, desapareció en un remolino de colores fulgurantes. Alrededor de ellos el mundo vibraba con tal brillo, tal pureza y armonía, que durante los pocos segundos en que la conciencia se mantuvo firme, antes de dar paso a un sopor que arrastró todos los pensamientos, Starr tuvo que reconocer que nada de lo que hasta entonces le había parecido hermoso, podría seguir mereciendo el calificativo. Por primera vez después de la creación, hombres que habían vivido estaban buscando la última liberación.

Se volvieron locos. Ninguno de ellos pudo recordar la reacción, porque la sola fuerza del escape cultural fue tan anonadante que perdieron el sentido total de la realidad. No duró mucho tiempo -la velocidad de ascenso fue fabulosa- y Starr, fue el primero en recuperarse. En la recuperación de su sobriedad tuvo la ayuda del cuadro que constituyó la curiosa reacción de Komaroff respecto de lo que sus ojos habían visto. Levantando el puño por encima de la cabeza, a la manera del viejo saludo del Frente Popular, poniendo cara de demente, en un heroico gesto de negación comunista a la sola sugerencia de una belleza extraterrena, se puso a cantar la "Internacional" como una autodefensa y actitud de protesta, una especie de reflejo de Pavlov.

El que se mostró menos impresionado fue Little. Con ojos de desaprobación, miraba el cielo que aún brillaba. No había duda de que consideraba los acontecimientos como algo totalmente no inglés. Durante las interminables discusiones que fueron el resultado de lo que cada uno vio -y era evidente que las características personales y los antecedentes culturales tenían un papel decisivo- el mayor permanecía deliberadamente al margen. Cuando Starr le preguntó directamente qué había visto y sentido en el momento, Little murmuró "chocante" y no dijo más, pero ante las indagaciones indignadas de los otros, hizo un comentario tan arrogante que los dejó mudos:

– He llegado a la conclusión de que Mathieu es un gran pintor -y todos lo miraron con un dejo de reverencia.

La cara de Enver Hoxha estaba de color ceniza y todos los oficiales y soldados albaneses se quedaron anonadados. Starr pensó que tendría que pasar bastante tiempo hasta que las tropas que habían presenciado la liberación pudiesen recuperarse y ser de alguna utilidad. Era probable que el partido tuviese que reeducarlas siempre.

Ahora la esfera era negra de un negro carbón ordinario y común. La exhalación la había abandonado y en el mecanismo sólo quedaba el genio del hombre.

38

En el camión blindado se llevaron la estatua del mariscal Enver Hoxha. Un monumento de granito. Era la única manera de describir la carencia total de emoción demostrada por el dictador mientras estaba sentado entre ellos, ya que tampoco se la podía llamar dignidad o fortaleza, pues sólo estaba basada en veinticinco años de poder absoluto. Igualmente, era un monumento impresionante, pensaba Starr, una buena y sólida obra de artífice, y no podía haber dudas sobre cómo lo extrañarían en el desfile del Día de Stalin, en la Plaza Roja de Tirana.

La bomba, de aspecto horrible y deforme, estaba en el camión abierto junto a ellos. Se notaba que los albaneses cumplían estrictamente las órdenes que se les habían dado y no daban ninguna señal de compañerismo. Estaban solos en la ruta militar que conducía a la frontera, y las montañas que se alzaban hacia el sol. Ahora la única protección era el rehén, si querían evitar la captura y sobrevivir.

Mathieu, sentado junto a la muchacha, la sostenía rodeándole los hombros; la cabeza de May descansaba sobre su hombro. Tenían el aspecto de todos los enamorados que se han olvidado del resto del mundo y cuya única ocupación es la felicidad personal.

– ¿Dándose por vencido, monsieur le professeur? -preguntó Starr enojado, pues siempre es irritante para un profesional austero sorprenderse en una actitud de envidia y de amargura ante el espectáculo del amor.

– ¿Por qué?

– Se lo ve feliz. ¿Y qué sucede con el mundo?

– No creo que dure mucho tiempo, a menos que el arma que está aquí tenga un buen sistema de seguridad.

Little se inclinó hacia adelante y puso en marcha el seguro, musitando disculpas, como si fuese un escolar que hubiera olvidado cumplir con sus deberes y que con ello hubiese acarreado el fin de la civilización.

Luego Starr consideró que el momento era oportuno para una broma y abrió la cantimplora.

– Bueno, soldados -dijo-. Valía la pena probar.

Todos miraron al norteamericano y los ojos sospechosos de Little se fijaron en él lentamente.

– ¿Puedo preguntar qué es lo que quiere decir exactamente? -le preguntó con un acento marcadamente nasal.

Starr vació la cantimplora y la tiró. Luego se quedó en silencio, mirando al cielo, manteniendo los brazos unidos detrás de la cabeza.

Mathieu les dio el mensaje.

– Creo que sé qué es lo que piensa el amigo de ustedes -les dijo-. El de ustedes, messieurs, ha sido un fracaso valiente, aunque, a pesar de ser verdad, no están en condiciones de darse cuenta. La bomba había sido disparada hace mucho tiempo, el proceso de desintegración se había iniciado y estaba terminado. Nos hemos deshumanizado, y la característica fundamental de este hecho es que ya no tenemos lo que necesitamos para darnos cuenta de que así es.

Todos rieron como correspondía a hombres verdaderos, a realistas endurecidos y lúcidos sin paciencia para las finezas intelectuales. Sin embargo, el alegre Stanko encontró la respuesta correcta que llegó a través de dientes relucientes.

– Se equivoca, profesor. Es suficiente ver la manera como usted sostiene a la chica en los brazos y la forma en que ambos se miran para saber que hemos salvado lo que vinimos a salvar, y que aún somos bien humanos, tan humanos como humanamente es posible serlo y que por esta acción heroica (quiero decir el seguir siendo humanos, contra todos los obstáculos) nos merecemos una admiración enorme juntamente con una medalla especial al valor.

– La única pregunta sería: ¿Cuántas veces más puede salvarse a la civilización sin que la misma sea destruida durante el proceso? -musitó Caulec.

– Bueno, bueno, caballero -intervino Little-. No nos metamos en esta clase de conversación francesa. Aún nos quedan varios problemas serios por delante.

Hasta ese momento Grigoroff había estado conduciendo; luego lo reemplazó Little. En un rincón del camión, el profesor Kaplan estaba malhumorado. Se encontraba abiertamente resentido y fastidiado; Starr pensó que sabía el motivo. El egocentrismo del científico había sido herido. Le habían robado el momento del triunfo: al fin y al cabo, Mathieu no había cometido un error.

A lo largo de la ruta todavía no había soldados. Los albaneses se atenían a los términos que habían aceptado. Admirado, Starr seguía mirando a Enver Hoxha: gracias a Dios por el culto personal.

Starr deseaba saber cómo Occidente y los rusos se harían cargo de la "opinión pública mundial". Pero por supuesto ni Albania ni China dirían una sola palabra, pues hubiesen tenido que decir demasiado. La liberación de la exhalación y la tentativa de desintegración eran cosas que no querrían dar a publicidad. Habían mantenido a los pueblos beatíficamente ignorantes de la nueva y terminante manera de capturar para siempre la energía de las vidas, así como de la misma existencia de los "réditos inmortales". Un paso hacia adelante tan gigantesco, en el camino de la energía y de la productividad, requeriría condicionar las ideologías y la psicología, o "indoctrinados", como decían, en una escala sin paralelo. El hecho de que la conducción política y científica había cometido un terrible error de cálculos, tenía poca probabilidad de figurar en la nueva edición del Libro Rojo de Mao.

Bueno, las cosas estaban mejorando; había habido una leve sacudida en el proceso de la destrucción del mundo.

– Apuesto a que los chinos se limitarán a ser prudentes ahora -estaba diciendo Caulec-. Saben que esto puede significar el final de la carrera por el poder supremo y una tentativa de una especie de nuevo entendimiento. Ahora tienen que saber que no hay manera de ganar el equilibro del poder. Tendrán que retroceder hacia la paz.

A ambos lados de la ruta, los blancos obeliscos del sistema energético les hacían compañía. Pero habían perdido el brillo fosforescente y parecían pilares de un plástico cualquiera.

– La electricidad, eh, -murmuró Starr-. Mayor, su ignorancia debe implicar una especie de orgullo. Si empiezan a bombearla otra vez, les llevará dos años. Para entonces, creo que los científicos habrán logrado una antiexhalación o algo parecido. Pero todos saben lo que desencadenaría un disparo nuclear, y por lo tanto ahora hay una nueva esperanza.

Había águilas en el cielo, y en la ebriedad de la victoria, aceptaron alegremente esta compañía.

– Águilas -observó Starr. Stanko miró hacia arriba.

– Buitres -replicó.

– Me pregunto qué le habrá pasado al encantador muchacho albanés -comentó Little pensativo.

– Estará sentado en alguna taberna, comiendo ajo -aclaró Caulec.

– No -dijo Stanko-. Se fue a decirles la verdad a los habitantes del valle. Debe estar en algún lugar allí abajo, recorriendo los pueblos y diciendo la verdad. Conozco a los albaneses. Son muy valientes. Tienen una exhalación muy buena y muy fuerte. La mejor. Mucho coraje, mucha libertad… Montañeses, sabe.

Escucharon una ráfaga de ametralladora a la distancia. El camino se enredaba en la montaña cada vez más arriba y ahora estaban en el borde occidental del valle, sobre el pueblo de Berz. Una práctica de tiro, pensó Starr esperanzado.

– No es una práctica de tiro -dijo Grigoroff enfurecido, como si le hubiese leído los pensamientos.

– Muy bien, entonces una práctica de matanza, -comentó Starr-. Una especie de vietnamización local albanesa.

Ahora se oía el eco de alguna ametralladora a través de las montañas en un constante redoble de airadas explosiones. Little detuvo el camión.

El pueblo de Berz estaba justo debajo de ellos. Era el último pueblo del valle.

Little alzó los gemelos.

– Jesucristo -dijo con calma-. El muchacho albanés cumplió su palabra. Los habitantes del valle estaban tratando de escaparse de los exhaladores.

Trataban de guardar la distancia de cincuenta metros de las bocas inhaladoras del sistema de energía.

Empezamos otra vez, pensó Starr cerrando los ojos. El gheto de Varsovia se levantaba. Katyn. Babi Yar. Budapest. Gradour. Lidice. Praga. Yan Palach. El aliento humano, el "rédito" humano contra el sistema de energía. Los cristianos, los judíos, los armenios, los negros… Última menudencia: el aliento humano. El muro de Berlín y los chiquillos tratando de escapar, tratando de cruzar los pocos metros que los separan de la libertad… y conseguir sólo la muerte.

– Es una distancia corta -se oyó decir a sí mismo con voz seca y entrecortada-. Nada más que cincuenta metros. Luego podrán morir libres.

Miró a Enver Hoxha. Le pareció que la estatua estalinista había recuperado un poco de vida. Sus ojos se revolvieron ligeramente y estaban llenos de odio.

– No es verdad -manifestó-. Propaganda occidental. Provocadores imperialistas que se hacen matar. Mentiras. Calumnias. Las últimas gotas de veneno de los lacayos capitalistas.

Las ráfagas de ametralladora habían aminorado; los estallidos eran más aislados.

– ¿Por qué? ¿Por qué los están matando? -se lamentó el profesor Kaplan.

– Acaba de oírlo, -respondió Starr-. Propaganda occidental. No quieren que la propaganda se extienda y matan a sus portadores. Todo albanés que ha presenciado la liberación, es un elemento potencialmente peligroso, subversivo, reaccionario…

– Mi Dios… -susurró Kaplan.

– Es también propaganda occidental -le informó Starr.

– ¿Significa que los matarán a todos?

– ¡Propaganda occidental! -aulló Enver Hoxha.

– Bueno, no, no lo creo -comentó Caulec-. A los que sigan hablando sobre la verdadera naturaleza del sistema de energía y sobre el exha liberada, simplemente los encerrarán en instituciones para enfermos mentales, de la misma manera que lo hacen en Rusia Soviética.

– ¡Es un comentario antisoviético del tipo de Solzhenitsyn! -rugió Grigoroff-. ¡Protesto!

– No estoy dispuesto a tolerar esta clase de conversaciones entre los que integran el equipo -les previno Little-. Mayor Grigoroff, le pido disculpas por los insultos del coronel Starr. Es evidente que todavía sigue bajo la influencia del efecto secundario cultural de la energía… La U.R.S.S. es un jardín de libertad floreciente…

– Amante -corrigió Starr.

– Perdóneme, la U.R.S.S. es un país amante de la libertad. También lo es U.S.A. Así lo son todos los malditos países aquí representados bajo mis órdenes. Si China y Albania estuvieran de nuestro lado, también serían países amantes de la libertad. Mientras yo esté en el mando no admitiré otra cosa que malditos países amantes de la libertad. Profesor Mathieu, ¿se encuentra bien?

– Sí -dijo Mathieu sorprendido-. ¿Por qué?

– Porque podemos necesitarlo -respondió Little-. Tal vez hayamos cometido un error. Tal vez después de todo deberíamos haber permitido la desintegración. Como oficial y como caballero, no creo que merezcamos nada mejor.

Ahora el valle estaba en silencio.

Little puso en marcha el camión.

39

Sólo les quedaban tres kilómetros por recorrer. A ambos lados las montañas habían retrocedido y la carretera corría derecho entre el desierto rocoso de la llanura de Kinjal. Las únicas señales de civilización eran los peces y últimos exhaladores que administraban la energía a los puestos militares de avanzada y a las granjas de la zona. Pero aquí también se había cortado la energía y los relevadores vacíos tenían la pátina grisácea de la materia muerta. Toda la planicie parecía un vasto lecho de río que se ha secado y que está cubierto por rocas.

Al frente del camión blindado Caulec, Stanko y los dos rusos rodeaban a Enver Hoxha. Cuatro ametralladoras apuntaban de todos lados al rehén. El Stalin de Albania era ahora el único lazo con la supervivencia. "En un intento de verosimilitud -escribió Starr en el informe-, el grupo estaba sobre dramatizando un poco, pero no había duda de que nuestro destino durante los momentos cruciales dependía enteramente de la filosofía personal del mariscal Enver Hoxha, respecto de tan insondables problemas como son la vida y la muerte… Habíamos subestimado tanto al hombre como al carácter nacional albanés".

El único anhelo de Little era conseguir atravesar la frontera llevando el caparazón. Era la maldita pieza delatora, y durante el entrenamiento, se les había advertido que abandonar el arma nuclear que llevaban para chantajear y agredir, constituiría un "suicidio ético" para la opinión pública mundial.

Las condiciones presentadas a los albaneses exigían una frontera abierta y el retiro de todas las tropas. Delante de ellos había marchado un destacamento de soldados para despejar el camino y esperar la liberación del mariscal Hoxha. Little miró el reloj: faltaban cinco minutos para estar a salvo. Por primera vez desde el comienzo de la operación, tuvo conciencia de su físico, las manos apretadas contra el volante, la sequedad de la garganta, la tensión muscular en los hombros y en la parte posterior del cuello, el sudor que le caía por la cara… No servirá, pensó. Es el momento más peligroso de todos: el del relajamiento de la tensión nerviosa, que contiene una amenaza de descuido.

Mathieu descansaba la cabeza sobre las rodillas de la muchacha y Starr continuaba mirando a la pareja con la frustrada amargura de un hombre que, a la edad de cuarenta y un años, aún seguía reducido a mirar al amor en forma irónica. El modo más antiguo de sentirse privado, condenado a pensar en términos de vidas ajenas; de la suerte de otros. May estaba maternalmente inclinada sobre el francés, sosteniéndose con los brazos. Su pelo flotaba y danzaba alrededor de ella dando pinceladas salvajes de luz. La simple eternidad de este desperdicio emocional perpetuándose a través de las épocas, sin haber sido tocado por el progreso, hizo que Starr tuviera un sobresalto de desagrado y que mirara hacia otro lado, no sin haber experimentado una breve y aguda punzada de tristeza, porque hay algunas visiones que no son para los ojos de los solitarios. Sin embargo, en los días venideros el recuerdo de los breves momentos que precedieron a la salida, continuaron persiguiéndolo. En la última mirada, los rasgos del francés le recordaron a los del joven Bonaparte: la obscura mata de pelo, la nariz grande y arrogante, el aspecto ávido, casi violento del conquistador. Pero las palabras que dijo tuvieron el sonido festivo de los que regresan a casa después de un buen día de labor.

– Sabe, esto puede ser el final de la prehistoria. A los gigantes nucleares les hemos presentado algo demasiado grande para la grandeza, demasiado supremo para la supremacía, demasiado temible para la valentía, demasiado destructivo para la destrucción… La ciencia ha demostrado que es demasiado poderosa para una política de poder y demasiado grandiosa para el fanatismo.

La luz del cielo era enceguecedora; empero todavía podía ver en forma clara la calle de París, el 20 de mayo de 1968; la pared de la Sorbona y el estudiante que escribía torpemente con un pincel que goteaba las palabras que se le grabaron para siempre y que leyó en voz alta:

TERMINEMOS CON EL CRECIMIENTO ILIMITADO

DESCENDAMOS DE LOS ESTADOS NACIONALES A

LAS ENTIDADES DE INTERDEPENDENCIA CULTURAL.

ADELANTE HACIA LA MULTIPLICIDAD,

HACIA LAS INFRASOCIEDADES Y LOS GRUPOS MINORITARIOS.

– Sí, bajo fuerte control militar -murmuró Starr.

– No hay alternativa para las superpotencias. Tienen que reducirse. Habrá un lento acuerdo; una transición durante la que andarán a tientas; luego una fragmentación acelerada, una crisis de los bloques de poder y un principio de unidades culturales… El Círculo Erasmo mediante sus trabajos ha hecho que la supervivencia sea imperativa. Hemos puesto punto final al proceso de deshumanización.

May sacudió la cabeza.

– Vamos, Marc. Casi nos has destruido a todos simplemente porque no puedes evitar hacer lo mejor que puedes. El impulso creador. El resto es racionalización. Los científicos son tan indulgentes con su propia búsqueda, realmente, son…

Mathieu se rió y le tomó la mano apoyándola sobre la mejilla.

– Muy bien, muy bien, buscaré otra manera de expresarme a mí mismo.

– ¿Cómo qué?

– Tú.

Starr cerró los ojos. Todo el pegajoso "Te amo" de un soneto de mierda del siglo dieciséis junto a una bomba nuclear en miniatura perfectamente bien diseñada, una obra de arte, un triunfo de la mente y de la mano de obra inspiradas, era un insulto para el genio del hombre.

Llegaron al lugar donde se podía divisar el punto de reunión en la frontera, que tenía la bandera roja de Albania flameando sobre el pequeño edificio gris. Little disminuyó la marcha y se valió de los gemelos. Atravesando la carretera había dos escuadrones de soldados que les dieron el paso en cuanto vieron el camión y se quedaron a ambos lados de la carretera poniendo los fusiles en tierra. El oficial a cargo estaba guardando la pistola dentro de la cartuchera.

En ese momento la distancia entre los soldados y el camión era aproximadamente de, unos doscientos metros.

– Allí vamos -dijo Little con calma y apretó el acelerador. Entonces algo anduvo mal en el motor del camión. Para darle más fuerza Little había accionado el elevador de energía; alrededor de la cubierta apareció un resplandor de luz rosada y blanca; el motor se sacudió y se ahogó; el camión detuvo su marcha.

– ¡Jesús! -prorrumpió Little-. Se ha vaciado. Es defectuoso. ¡Porquería de material!

Miró alrededor de él.

– ¿No podemos cargarlo con uno de los exhaladores que están afuera?

– No -respondió Kaplan-. Están vacíos. No tienen energía.

– Tendremos que caminar; es todo -murmuró el inglés-. Significa que tendremos que conectarnos otra vez con el blindaje… a menos que…

Se puso de pie y miró al rehén.

– ¿Quiere hablarles, señor? Dígales que nos den algo para transportar la carga a menos que prefiera acarrear esta… cosa. Se trata también de su vida con el debido respeto.

Stanko le alcanzó el altoparlante al mariscal. "El motivo de este error", informaría Little más tarde, "consistió en nuestra ignorancia respecto a esta tierra, a su historia y a sus características nacionales, llámese orgullo, valentía o, según las palabras de ellos, 'el espíritu heroico del puebla albanés'. Habíamos subestimado el exha del mariscal Enver Hoxha. Ninguno de nosotros se había molestado en pensar qué estaría pasado por su mente. En el valle estaba indefenso y no tuvo más remedio que aceptar nuestras condiciones, pero sabía que la bomba ahora era inútil, y que tan cerca de Yugoslavia no podíamos hacerla estallar, aunque estuviéramos dispuestos a volar nosotros también. Nuestro único blindaje, en ese momento era él y no podía aceptar tal humillación. Llegado a este punto, todo lo que le interesaba al viejo sobreviviente de tantas batallas por el poder, era el propio orgullo albanés".

Con mucha calma el mariscal tomó el micrófono de las manos de Stanko y dijo unas pocas palabras. En seguida los ojos se le ensancharon, irguió la cabeza y toda su actitud se convirtió en la de un hombre que está frente a un pelotón de fusilamiento y al que se le ha dado el privilegio de dirigir su propia ejecución. Gritó algunas palabras, pronunciando la de "Albania" con un sonido orgulloso y fuerte; levantó el puño cerrado y lanzó una orden.

Los soldados se pusieron en líneas, atravesando la carretera frente al camión, y abrieron fuego.

– ¡Deténganse! -rugió Little, mientras los proyectiles de las pistolas Sten del comando llovían detrás de él-. ¡Detengan el fuego, muchachos! ¡Un maldito desperdicio de energía! ¡Están demasiado lejos!

Los soldados todavía estaban a más de cien metros de distancia. El mayor deseaba que estuvieran más cerca, mucho más cerca. Quería que trajesen el combustible lo más cerca posible del motor del camión. No tenía confianza en la mano de obra local. Todo lo que sabía era que el apresador del camión no llegaría a funcionar ni siquiera dentro de la distancia prevista de cincuenta metros.

– ¡Vengan, muchachos, disemínense detrás de las rocas! ¡Déjenlos acercarse más! ¡El tanque está vacío y tenemos que cargarlo! ¡Maldición!

Starr y Grigoroff corrían, agazapados, en dirección al exhalador, donde las rocas eran más altas. El ruso recibió un balazo y cayó a media distancia entre el camión y el exhalador, Starr se tiró a su lado, sobre la tierra.

– ¿Es grave? -le preguntó sin mirarlo.

– Plokho -murmuró el ruso-. Grave.

Los albaneses caminaban en fila lentamente con rumbo hacia el camión.

Little bajó los gemelos. A simple vista, la distancia era de unos sesenta metros. No podía arriesgarse con el apresador de la máquina. Cuarenta metros, treinta y cinco…

– ¡Ahora! -rugió.

Protegiéndose de los disparos de los Stens, Caulec y Stanko estaban agazapados junto al lado izquierdo del camión; los disparos de Starr fueron lanzados por la derecha.

Los tres primeros soldados cayeron a tierra.

El motor del camión se puso en marcha inmediatamente.

Los albaneses corrían a refugiarse detrás de las rocas; pero no las alcanzaron hasta que Starr no hubo obtenido dos cargas más de energía. Un superávit.

– ¿Dijo algo la Convención de Ginebra sobre los reglamentos de guerra en tiempo de paz? -quiso saber Stanko, mientras se arrastraba de regreso al camión.

– Absolutamente nada -le aseguró Caulec-. Las normas de guerra son para aplicarse en tiempo de guerra. En tiempo de paz todo es permitido.

El motor del camión funcionaba suavemente; no obstante en cuanto Little tiró del elevador de energía el motor volvió a detenerse.

– ¿Qué clase de combustible tienen los malditos albaneses? -gritó con furia Little-. ¡No produce ninguna energía!

– ¡No tiene nada que ver con el combustible! ¡Idiota! -le gritó Kaplan-. Lo que sucede es que no conoce el auto. Cada vez que tira del acelerador deja que la energía se escape. No la aumenta sino que la suelta. ¡Qué clase de auto ha estado conduciendo, pedazo de pitecántropo!

Little susurraba excusas. Parecía como si lo hubieran hecho retroceder de las playas de Normandía.

Tratando de ayudar al ruso, Starr se arrastraba hacia el camión. Grigoroff se estaba muriendo. Tenía los ojos clavados en el exhalador. Ahora la distancia era menor que treinta metros. El ruso no hablaba, mas tenía los ojos abiertos con una expresión de horror. Los ojos seguían midiendo la distancia que lo separaba del exhalador. Starr consiguió acercarlo al camión.

– Gracias, Johnny, -murmuró el ruso-. Has salvado mi… no sé qué has salvado… -Sonrió-… Pero la has salvado.

– Olvídate.

El ruso rió.

– Lo haré -dijo.

De la boca le brotó sangre y murió.

Starr por un momento se sintió avergonzado.

No estaba tratando de librar al ruso del exhalador.

Estaba tratando de acercarlo al camión para que el maldito motor arrancase nuevamente.

Ésta había sido exclusivamente una operación de reabastecimiento.

Pero el "rendimiento" de Grigoroff lo había abandonado demasiado temprano y se había desperdiciado. Todos se dieron cuenta de que la última posibilidad ya estaba jugada.

Little se levantó del asiento del conductor entre las balas que volaban alrededor de él, y Starr, que estaba preparado para cumplir un último acto de arrojo respecto del camión, esperó confiado. "No podía dejar de admirar al veterano" comentaría más tarde después de beberse una segunda botella de slivovitz en los cuarteles generales de Belgrado. "Un hombre que está dispuesto a dar la vida en aras del esnobismo es algo bien raro que se denomina un creyente verdadero. Este h… de p… de los barrios bajos de Londres estaba dispuesto a revivir la vida transformándola en, una caricatura: la de un soldado inglés modestamente heroico. Recuerdo haber experimentado indignación y admiración, aguijoneado por el odio que todo buen soldado profesional siente por lo que significan las posturas heroicas y los sacrificios nobles. Mas a pesar de todo, admiré al payaso que esperaba impacientemente que su energía cargase el tanque. Cuando un hombre está dispuesto a morir por un modelo, es el fin de los modelos y el principio de la autenticidad. ¿Qué diablos es lo que hace que el hombre sea un hombre, sino su dedicación a una actitud libremente elegida y asumida? Este esnob de baja extracción social estaba dispuesto a pagar con su vida el precio para ser admitido en el club inglés más exclusivo y elegante de todos: el del desaparecido Imperio Británico de Kipling, lleno de cruces de la Reina Victoria, de sufrimientos inútiles y de oficiales que se excusan corteses.

'Oh, le pido que me perdone' cuando están derramando su sangre sobre los pies de alguien. Allí estaba quieto, esperando la bala apropiada que haría que su exha cargase el tanque y, como no le acertaban, hizo algo aun más cómico, algo aun más auténtico respecto del papel que había decidido representar hasta el final. Del traje electrónico extrajo un monóculo -sí señor, lo juro por Dios- y se lo colocó en el lugar. Luego miró alrededor de él con ojos críticos".

– Los muchachos son muy malos tiradores. Demasiado malos.

"Un juicio público a seis saboteadores, prisiones, las confesiones y la nueva bomba en miniatura en manos de los albaneses", -pensó Starr…

Stanko se agachó, quitó el cierre de seguridad de la bomba y apuntó el Sten hacia la red electrónica. Luego hizo un gesto dirigido a Enver Hoxha para que descendiera.

– Retroceda unos metros, mariscal, -le dijo burlón-. Puede ser que lo hieran…

No miraban a Mathieu aunque sabían que había sido alcanzado por una bala cuando la chica gritó. May no hubiese gritado en tal forma si la hubiesen alcanzado a ella.

Lo sostenía en los brazos.

– Mon amour, mon amour…

En el paroxismo de la desesperación total Starr pensó como autodefensa en la buena pronunciación y acento de la muchacha. Estaba tratando de salvarlo. Si un beso pudiese salvar a un individuo, este h… de p… sería inmortal.

Bajo la cascada de pelo dorado, apenas se veía la cara del francés.

– Dentro de un momento te estaré extrañando, fillette -le dijo.

Su voz aún era firme. Pero Starr podía ver el lugar donde había entrado la bala y se dio cuenta de que Mathieu estaba moribundo. Esperanzado miró hacia el marcador de combustible, pero fue solamente un reflejo profesional y bajó las pestañas avergonzado. Simple decencia.

Esperaron. Enver Hoxha estaba de pie en el medio de la carretera. Napoleónico. Imperial. Heroico.

A la distancia, detrás de ellos, podían ver con claridad que del sendero de la montaña surgían, bajo una nube, todas las fuerzas armadas de Albania. Starr levantó el Sten y apuntó hacia Enver.

– ¡Mayor, no tiene más que decir la palabra! -gritó-. Energía buena. ¡La mejor!

Luego alguien le quitó la pistola dando un puntapié y vio que todos miraban a Mathieu. En la cara del francés, la última traza de vida fue una sonrisa y, en el momento que alzaba a medias la mano para tocar la cara de la muchacha, murió.

El motor del camión arrancó de inmediato.

Mathieu yacía muerto en los brazos de la muchacha, y tenía los ojos abiertos.

Little condujo el camión a toda velocidad a través de la frontera.

Starr miró hacia atrás.

El espectáculo lo descompuso.

– ¡Detengan el camión! -gritaba May-. ¡Deténganlo, deténganlo! ¡Déjenlo salir!

Little seguía conduciendo.

Starr no podía soportarlo más. No podía soportar el movimiento del camión. Ni siquiera se tomaba el trabajo de esquivar las balas. Debieron alcanzarlo un par de veces, pero no sintió ningún dolor físico.

– ¡Deténganse! ¡Déjenlo salir! ¡Déjenlo liberarse!

Con toda el alma, Starr hubiese deseado estar en el lugar del individuo. Aunque no era más que el cansancio de la batalla.

Luego, al reclinarse contra el costado del camión, tuvo valor para darse vuelta otra vez y mirar a la muchacha. Por la expresión de la cara pudo pensar en una sola palabra, y ésta fue "victoria".

La bala debió alcanzarla cerca del corazón. May se irguió hasta conseguir la estatura completa, toda la estatura de una chica norteamericana alta, el pelo arremolinado, sonriendo triunfante. Luego el cuerpo vacío se desplomó sobre el de Mathieu.

Kaplan sollozaba. Luego hizo algo digno de un escapado de Auschwitz y nada científico: empezó a cantar El Maleh Rachamim, la plegaria hebrea dedicada a los muertos. "Regresando al molde, -pensó Starr tirado sobre el piso del camión".

Durante unos segundos más prosiguieron la marcha a toda velocidad hasta divisar la fila de soldados yugoslavos diseminados por toda la carretera. Little detuvo el camión lentamente.

Saltaron hacia afuera y en cuanto pudieron se quedaron de pie alrededor de la máquina. Ninguno se molestó en mirar los cadáveres vacíos.

Sólo miraban el motor.

– ¡Muy bien, que venga alguien! -gritó Little con voz fuerte y desgarradora-. El botón de liberación está aquí… Vengan… ¡Déjenlos salir! Tengo la mano aplastada.

Starr se encargó de hacerlo.

Fue la luz más hermosa del mundo.