124236.fb2 La isla - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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— Después de la Cuarta Iniciación — especificó Murugan —. Mi madre…

— ¡Querido! — La rani se había llevado un dedo a los labios. — Estas son cosas acerca de las cuales no se habla.

— Lo siento — dijo el joven. Se produjo un largo y embarazoso silencio.

La rani cerró los ojos, y Mr. Bahu, dejando caer su monóculo, la imitó reverentemente y se convirtió en la imagen de Savonarola en silenciosa oración. ¿Qué sucedía detrás de esta máscara austera, casi descarnada, de recogimiento? Will lo contempló y se hizo la pregunta.

— ¿Puedo preguntar — dijo al cabo — cómo llegó, señora, a encontrar el Sendero?

Durante uno o dos segundos la rani no respondió; no hizo más que quedarse sentada, con los ojos cerrados, sonriendo su sonrisa de Buda de misteriosa bienaventuranza.

— La Providencia lo encontró para mí — respondió finalmente.

— Es cierto, es cierto. Pero debe de haber habido una ocasión, un lugar, un instrumento humano.

— Se lo diré. — Los párpados se estremecieron y se abrieron, y una vez más se encontró Will bajo el brillante e inmóvil resplandor de los ojos saltones.

El lugar había sido Lausana; la época, el primer año de su educación en Suiza; el instrumento elegido, la querida y pequeña Madame Buloz. La querida y pequeña Madame Buloz era la esposa del querido y anciano profesor Buloz, y el anciano profesor Buloz era el hombre a cuyo cuidado, después de minuciosas investigaciones y muchas ansiosas meditaciones, fue entregada ella por su padre, el extinto sultán de Rendang. El profesor tenía sesenta y siete años de edad, enseñaba geología y era protestante de una secta tan austera, que, aparte de beber un vaso de clarete en la cena, decir sus oraciones dos veces por día y ser estrictamente monógamo, habría podido ser incluso un musulmán. Bajo tal tutela una princesa de Rendang resultaría intelectualmente estimulada, a la vez que se mantendría moral y doctrinariamente intacta. Pero el sultán no había tenido en cuenta a la esposa del profesor. Madame Buloz tenía sólo cuarenta años de edad, era regordeta, sentimental, efervescentemente entusiasta y, aunque en forma oficial pertenecía a la secta protestante de su esposo, era una teósofa recién convertida e intensamente ardiente. En una habitación de la parte superior de la elevada casa situada cerca de la Place de la Riponne tenía su Oratorio, al cual, cada vez que encontraba tiempo para ello, se retiraba en secreto para realizar ejercicios respiratorios, practicar la concentración mental y educar a Kundalini. ¡Esforzadas disciplinas! Pero la recompensa era trascendentalmente grande. Muy avanzada una calurosa noche de verano, mientras el querido y anciano profesor roncaba rítmicamente dos pisos más abajo, tuvo conciencia de una Presencia: el Maestro Koot Hoomi estaba junto a ella.

La rani hizo una pausa impresionante.

— Extraordinario — dijo Mr. Bahu. Extraordinario — repitió Will debidamente.

La rani reanudó su narración. Irreprimiblemente dicho, Madame Buloz no pudo guardar su secreto. Dejó escapar misteriosas insinuaciones, pasó de las insinuaciones a las confidencias, de las confidencias a una invitación al Oratorio y a un curso de instrucción. En muy poco tiempo Koot Hoomi concedía a la novicia mayores favores que a su maestra.

— Y desde entonces hasta hoy — concluyó —, el Maestro me ha ayudado a ir Hacia Adelante.

Ir hacia adelante, se preguntó Will, ¿hacía adonde? Eso sólo podía saberlo Koot Hoomi. Pero fuese cual fuese el lugar hacia el cual ella había avanzado, a Will no le gustaba. Había en ese rostro obeso y rubicundo una expresión que le resultaba particularmente desagradable… una expresión de calma autoritaria, de serena e inconmovible estima de sí misma. Le recordaba, en cierta forma curiosa, a Joe Aldehyde. Joe era uno de esos dichosos magnates que no sienten remordimientos de conciencia, sino que se regocijan, sin inhibición, por el dinero que poseen y por todo lo que el dinero les puede comprar en forma de influencia y poderío. Y allí — aunque envuelta en telas blancas, mística, maravillosa — había otra de la progenie de Joe Aldehyde: un magnate femenino que había monopolizado el mercado, no de soya o de cobre, sino de la Pura Espiritualidad y de los Maestros Elevados, y ahora se frotaba las manos dichosa por la hazaña.

— He aquí un ejemplo de lo que Él hizo por mí — prosiguió la rani —. Hace ocho años, para ser exacta el 23 de noviembre de 1953, el Maestro vino a mi Meditación matinal. Vino en Persona, vino en Gloria. «Es preciso lanzar una gran Cruzada», dijo, «un Movimiento Mundial para salvar a la Humanidad de la autodestrucción. Y tú, hija mía, eres el Instrumento Designado». «¿Yo? ¿Un movimiento mundial? Pero esto es absurdo», respondí. «Jamás he pronunciado un discurso en toda mi vida. Jamás he escrito una palabra para ser publicada. Nunca he sido dirigente u organizadora.» «Sin embargo», dijo Él y me lanzó una de esas sonrisas indescriptiblemente hermosas, «sin embargo eres tú quien lanzará esta Cruzada… la Cruzada Mundial del Espíritu. Se reirán de ti, te llamarán tonta, chiflada, fanática. Los perros ladran, la caravana pasa. Con su comienzo minúsculo, risible, la Cruzada del Espíritu está destinada a convertirse en una Poderosa Fuerza. Una fuerza para el Bien, una fuerza que a la postre Salvará al Mundo». Y con eso me abandonó. Me dejó anonadada, perpleja, aturdida. Pero no había otro remedio; tenía que obedecer. Y obedecí. ¿Y qué sucedió? Pronuncié discursos, y Él me dio elocuencia. Acepté la carga de la jefatura y, porque Él caminaba invisible a mi lado, la gente me siguió. Solicité ayuda y el dinero acudió a raudales. — Extendió las regordetas manos en un gesto de modestia y esbozó una sonrisa mística. Una cosa sin importancia, parecía decir, pero no es mía… sino de mi Maestro, Koot Hoomi. — Y aquí estoy — repitió.

— Aquí, gracias a Dios — dijo Mr. Bahu devotamente —, está usted.

Después de un intervalo decente, Will preguntó si la rani había mantenido siempre las prácticas tan providencialmente aprendidas en el oratorio de Madame Buloz.

— Siempre — respondió ella —. Me sería tan difícil vivir sin Meditación, como sin Alimento.

— ¿No le resultó un tanto difícil después de que se casó? Quiero decir antes de volver a Suiza. Debe de haber habido muchas obligaciones oficiales fatigosas.

— Para no mencionar las extraoficiales — dijo la rani en un tono que sugería volúmenes enteros de comentarios desfavorables acerca del carácter, la weltanschauung y las costumbres sexuales de su extinto esposo. Abrió la boca para aclarar algo más del tema, volvió a cerrarla y contempló a Murugan —. Querido — llamó.

Murugan, absorto, se lustraba las uñas de la mano izquierda en la palma abierta de la derecha, y levantó la vista con un sobresalto culpable. — ¿Sí, madre?

Haciendo caso omiso de las uñas y de la evidente despreocupación por lo que había estado diciendo, la rani le dedicó una sonrisa seductora.

— Sé bueno — dijo — y vé a buscar el coche. Mi Vocecita no me ha dicho nada acerca de volver caminando al bungalow. Son nada más que unos pocos centenares de metros — explicó a Will —. Pero con este calor y a mi edad…

Sus palabras exigían algún tipo de refutación aduladora. Pero si hacía demasiado calor para caminar, también hacía demasiado calor, le pareció a Will, para reunir la considerabilísima cantidad de energía necesaria para una convincente exhibición de falsa sinceridad. Por fortuna estaba cerca un diplomático profesional, un cortesano experimentado, para compensar las deficiencias del tosco periodista. Mr. Bahu lanzó una alegre carcajada y luego pidió disculpas por su júbilo.

— ¡Pero es que en realidad fue demasiado gracioso! «A mi edad» — repitió y volvió a reír —. Murugan apenas tiene dieciocho años, y resulta que yo sé qué edad tenía, cuan poca edad, la princesa de Rendang cuando casó con el raja de Pala.

Entre, tanto Murugan se había puesto obedientemente de pie y besaba la mano de su madre.

— Ahora podemos hablar con más libertad — dijo la rani cuando el joven salió de la habitación. Y libremente (con el rostro, el tono, los ojos saltones, todo el tembloroso cuerpo expresando la más intensa desaprobación) se lanzó al ataque.

De mortuis… No quería decir nada acerca de su esposo, salvo que, en ciertos sentidos, era un palanés típico, un verdadero representante de ese país. Porque la triste verdad era que la suave y brillante piel de Pala ocultaba las más horribles podredumbres.

— Cuando pienso en lo que trataron de hacer con mi Niño, hace dos años, cuando me encontraba en mi gira mundial en pro de la Cruzada del Espíritu. — Con un tintineo de brazaletes levantó las manos horrorizada. — Fue para mí una tortura tener que separarme de él durante tanto tiempo; pero el Maestro me había enviado en una Misión, y mi Vocecita me dijo que no estaría bien que llevase a mi Niño conmigo. Había vivido demasiado tiempo en el extranjero. Ya era hora de que conociese el país que debería gobernar. De modo que decidí dejarlo aquí. El Consejo Privado designó una comisión de tutela. Dos mujeres con hijos propios en edad de crecimiento y dos hombres… uno de los cuales, lamento tener que decirlo — dicho más en tono de pena que de cólera —, era el doctor Robert MacPhail. Bien, para abreviar, en cuanto me encontré fuera del país, los maravillosos tutores a quienes había encomendado mi Niño, mi Único Hijo, se dedicaron a trabajar sistemáticamente, sistemáticamente, Mr. Farnaby, para socavar mi influencia. Trataron de destruir todo el edificio de Valores Morales y Espirituales que tan laboriosamente había levantado a lo largo de los años.

Con cierta malicia (porque, por supuesto, sabía a qué se estaba refiriendo la mujer), Will expresó su asombro. ¿Todo el edificio de valores morales y espirituales? Y sin embargo nadie habría podido ser más bondadoso que el doctor Robert y los otros, ningún buen samaritano fue jamás más sencilla y eficazmente caritativo.

— No niego la bondad de ellos — dijo la rani —. Pero en fin de cuentas la bondad no es la única virtud.

— Es claro que no — convino Will, e hizo una lista de todas las cualidades de las que la rani parecía carecer notablemente —. Está también la sinceridad, para no hablar de la veracidad, la humildad, la abnegación….

— Y se olvida usted de la Pureza — dijo la rani con severidad —. La Pureza es fundamental, es el sine qua non.

— Pero aquí, en Pala, supongo, no opinan lo mismo.

— Por cierto que no — afirmó la rani. Y continuó explicándole cómo su pobre Niño había sido deliberadamente expuesto a la impureza, incluso activamente estimulado a dedicarse a ella con una de esas muchachas precoces y promiscuas que en Pala existían en abundancia. Y cuando descubrieron que no pertenecía al tipo de jóvenes que seducen a una muchacha (porque ella lo había educado de modo que considerase a la Mujer como esencialmente Sagrada), incitaron a la muchacha a que hiciese lo posible para seducirlo a él.

¿Lo habría conseguido? se preguntó Will. ¿O Antinoo ya era un joven a prueba de muchachas, gracias a sus amiguitos de su propia edad, o, aun más eficazmente, gracias a un pederasta más anciano, experimentado y autoritario, algún precursor suizo del coronel Dipa?

— Pero eso no fue lo peor. — La rani bajó la voz hasta convertirla en un horrorizado susurro teatral. — Una de las madres de la comisión de tutela, una de las madres, fíjese, le aconsejó que siguiese un curso de lecciones.

— ¿Qué tipo de lecciones?

— De lo que ellos eufemísticamente denominan Amor. — Frunció la nariz como si hubiese olido aguas cloacales. — Lecciones, dése cuenta — y el disgusto se convirtió en indignación —, de una Mujer de Más Edad.

— ¡Cielos! — exclamó el embajador.

— ¡Cielos! — repitió Will debidamente. Era visible que esas mujeres de más edad resultaban competidoras mucho más peligrosas, en opinión de la rani, que incluso las muchachas más precozmente promiscuas. Una madura instructora de amor podría ser una madre rival, que gozase de la ventaja monstruosamente injusta de la libertad de llegar a los límites del incesto.

— Enseñan… — vaciló la rani —. Enseñan Técnicas Especiales.

— ¿Qué tipo de técnicas? — preguntó Will.

Pero ella no pudo obligarse a entrar en los repugnantes detalles. De cualquier manera no era necesario. Porque Murugan (bendito su corazón) se había negado a escucharla. Lecciones de inmoralidad impartidas por alguien de edad suficiente como para ser su madre… la idea, el sólo pensar en ello lo había enfermado. No era de extrañar. Se lo había criado para que reverenciase el Ideal de Pureza.

— Brabmacharya, si sabe lo que quiere decir.

— En efecto — dijo Will.

— Y este es otro de los motivos de que su enfermedad fuese una bendición encubierta, un verdadero regalo de Dios.

No creo que yo hubiese podido educarlo de esa manera en Pala. Aquí existen demasiadas malas influencias. Fuerzas que trabajan contra la Pureza, contra la Familia, incluso contra el Amor Materno.

Will aguzó los oídos.