124236.fb2 La isla - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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Sí, solo. Completamente solo en la enorme joya del mar. — Y siempre será así.

Después de lo cual, ni qué decirlo, sucedió aquello contra lo cual lo habían prevenido todos los marinos cautelosos y experimentados. La negra turbonada salida de ninguna parte, el repentino e insensato frenesí del viento y la lluvia y las olas…

— Ahora y aquí, muchachos — entonó el pájaro —. Ahora y aquí, muchachos.

Lo realmente extraordinario era que estuviese ahí, reflexionó, bajo los árboles, y no allá, en el fondo del estrecho de Pala, o, peor aun, hecho pedazos al pie de los arrecifes. Porque incluso después de que logró, por puro milagro, llevar el yate semihundido a través de las rompientes y encallarlo en la única playa de arena de todos los kilómetros de costa rocosa de Pala, aun entonces no había terminado todo. Los riscos se erguían sobre él, pero en la boca de la cueva había Una especie de barranco por el cual descendía un pequeño torrente en una sucesión de delgadas cascadas, y entre las paredes de caliza gris crecían árboles y arbustos.

Ciento ochenta o doscientos metros de ascensión en la roca… con zapatos de tenis y todos los puntos de apoyo resbaladizos por el agua. Y después, ¡Dios! las serpientes. La negra, enroscada en la rama de la cual se sostenía para subir. Y cinco minutos después, la verde, enorme, en el saliente a que se disponía a trepar. El terror había sido reemplazado por un terror infinitamente más grande. La visión de la serpiente lo sobresaltó, lo obligó a retirar el pie con violencia, y ese movimiento repentino e impremeditado le hizo perder el equilibrio. Durante un largo y enfermizo segundo, con la espantosa conciencia de que ese era el fin, se tambaleó en el borde. Luego cayó. La muerte, la muerte, la muerte. Y entonces, con el ruido de madera astillada en los oídos, se encontró aferrado a las ramas de un arbolillo, el rostro arañado, la rodilla derecha magullada y sangrante, pero vivo. Reinició penosamente la ascensión. Experimentaba un dolor insoportable en la rodilla, pero siguió trepando. No había otra alternativa. Y entonces empezó a disiparse la luz. Al final ascendía casi en la obscuridad, movido por la fe, por la desesperación pura. — Ahora y aquí, muchachos — gritó el pájaro. Pero Will Farnaby no estaba allí ni en ese momento. Estaba en la pared de roca, estaba en el terrible momento de la caída. Las hojas secas crujieron bajo su cuerpo; tembló. Violenta, incontrolablemente, tembló de pies a cabeza.

II

De repente el ave dejó de hablar y rompió a gritar. Una aguda vocecita humana dijo «¡Mynah!», y luego agregó algo en un idioma que Will no entendió. Hubo un ruido de pasos sobre hojas secas. Luego un gritito de alarma. Después, silencio. Will abrió los ojos y vio a dos exquisitos niños contemplándolo con los ojos enormemente abiertos de asombro y de fascinado horror. El más pequeño era un chiquillo de cinco o quizá seis años, ataviado sólo con un taparrabos verde. A su lado, llevando un cesto de frutas en la cabeza, había una niña cuatro o cinco años mayor Tenía unas faldas color carmesí que le llegaban casi hasta los tobillos; pero por sobre la cintura estaba desnuda. A la luz del sol, su piel brillaba como un cobre pálido teñido de rosa. Will los contempló. ¡Cuan hermosos eran, y cuan perfectos, cuan extraordinariamente elegantes! Como dos pequeños potrillos de raza. Un potrillo rotundo y robusto, con un rostro de querube… así era el niño Y la chiquilla era otro tipo de animalito de raza, delicado, de carita más bien larga, grave, enmarcada por dos trenzas de cabello negro.

Hubo un chillido más. Encaramado en el árbol muerto, el pájaro se agitaba, nervioso; después, con un chillido final, se zambulló en el aire. Sin apartar la mirada del rostro de Will, la niña tendió la mano en un gesto de invitación. El pájaro aleteó, se posó, agitó alocadamente las alas, encontró su equilibrio, plegó las alas y comenzó a hipar. Will observaba sin sorprenderse. Todo era posible ahora… todo. Incluso los pájaros parlantes que se posaban en el dedo de un niño. Trató de sonreírles, pero los labios le temblaban aún, y lo que estaba destinado a ser un signo de amistad debe de haber parecido una mueca aterradora. El chiquillo se ocultó detrás de su hermana.

El pájaro dejó de hipar y empezó a repetir una palabra que Will no entendió. «Runa»… ¿Era así? No, «Karuna». Sí, decididamente «Karuna».

Levantó una temblorosa mano y señaló las frutas del redondo cesto. Mangos, bananas… La boca reseca se le hacía agua.

— Hambre — dijo. Luego, intuyendo que en esas exóticas circunstancias la niña podía entenderlo mejor si imitaba a un chino de comedia musical, especificó: Mí muy hambliento.

— ¿Quiere comer? — preguntó la niña en perfecto inglés.

— Sí, comer — repitió él — Comer.

— ¡Vuela, mynah! — La chiquilla retiró la mano. El ave lanzó un graznido de protesta y volvió a su percha del árbol muerto. Elevando los delgados bracitos en un gesto que era como el de una bailarina, la niña levantó la cesta sobre la cabeza y la depositó en el suelo. Eligió una banana, la peló y, entre temerosa y compasiva, avanzó hacia el desconocido. En su incomprensible lenguaje, el chiquillo lanzó un grito de advertencia y se aferró de sus faldas. Con una palabra tranquilizadora, la niña se detuvo, fuera de peligro, y tendió la fruta.

— ¿La quiere? — preguntó.

Temblando aún, Will Farnaby extendió la mano. Con suma cautela, la chiquilla se adelantó, volvió a detenerse y, acuclillándose, lo observó con atención. — Rápido — pidió Will en una agonía de impaciencia. Pero la niña no quería correr riesgos. Con la vista clavada en su mano, para anticiparse a toda señal de un movimiento sospechoso, se inclinó hacia adelante y extendió el brazo con cautela. — Por amor de Dios — imploró él. — ¿Dios? — repitió la niña con repentino interés —. ¿Qué Dios? — inquinó —. Hay muchos.

— Cualquier condenado Dios que te plazca — contestó él con impaciencia.

— En realidad no me place ninguno — replicó ella —. Me gusta el Compasivo.

— Entonces sé compasiva conmigo — suplicó Will —. Dame esa banana.

La expresión de la niña cambió.

— Perdón — dijo, disculpándose. Se irguió, dio un rápido paso hacia adelante y dejó caer la fruta en la mano temblorosa del hombre.

— Ahí tienes — dijo, y, como un animalito que elude una trampa, saltó hacia atrás, fuera del alcance de él.

El chiquillo aplaudió y lanzó una carcajada. La niña se volvió y le dijo algo en su incomprensible lenguaje. Él movió afirmativamente la redonda cabeza, dijo «Muy bien, jefa» y se alejó trotando, por entre una cortina de mariposas azules, y sulfúreas, hundiéndose en las sombras del rincón más lejano del claro.

— Le he dicho a Tom Krishna que vaya a buscar a alguien — explicó la niña.

Will terminó de comer la banana y pidió otra, y luego una tercera. A medida que disminuía la urgencia de su hambre, experimentaba necesidad de satisfacer su curiosidad.

— ¿Cómo es que hablas tan bien en inglés? — preguntó.

— Porque todos hablan en inglés — respondió ella.

— ¿Todos?

— Quiero decir, cuando no hablan en palanés, — Como el tema no le resultaba interesante, agitó una manita morena y silbó.

— Ahora y aquí, muchachos — repitió el pájaro una vez más, y bajó aleteando de su percha en el árbol muerto y se posó en el hombro de la niña. Esta peló otra banana, entregó dos tercios a Will y ofreció el resto al mynah.

— ¿El pájaro es tuyo? — preguntó Will.

Ella meneó la cabeza.

— Los mynah son como la luz eléctrica — declaró —. No pertenecen a nadie.

— ¿Por qué dice esas cosas?

— Porque alguien se las enseñó — respondió la chiquilla con paciencia. ¡Qué burro! parecía insinuar su tono.

— ¿Pero por qué le enseñan esas cosas? ¿Por qué «Atención»? ¿Por qué «Ahora y aquí»?

— Bien… — Buscó las palabras correctas para explicar lo evidente a ese extraño imbécil. — Eso es lo que uno siempre ¿olvida, ¿no es así? Quiero decir, uno olvida de prestar atención a lo que sucede. Y eso equivale a no estar ahora y aquí.

— Y los mynah vuelan de un lado a otro recordándolo… ¿es eso?

La niña asintió. Por supuesto, era eso. Hubo un silencio.

— ¿Cómo te llamas? — preguntó ella. Will se presentó.

— Yo me llamo Mary Sarojini MacPhail. — ¿MacPhail? — No era muy admisible. — MacPhail — aseguró la chiquilla. — ¿Y tu hermanito se llama Tom Krishna? — Ella asintió. — ¡Bueno, qué me dices! — ¿Llegaste a Pala por avión? — Vine por el mar. — ¿Por el mar? ¿Tienes un barco? — Lo tenía. — Will recordó las olas rompiendo sobre la embarcación encallada, oyó, con el oído interior, el estrépito de su impacto. Bajo el interrogatorio de la niña, le relató lo que había sucedido. La tormenta, la varadura del bote, la larga pesadilla de la ascensión, las serpientes, el horror de la caída… Comenzó a temblar de nuevo, con más violencia que antes.

Mary Sarojini escuchó con atención y sin hacer comentarios. Luego, cuando la voz de él vaciló y finalmente se quebró, se adelantó, y, con el pájaro todavía encaramado en su hombro, se arrodilló junto a él.

— Escucha, Will — dijo, poniéndole una mano en la frente —. Tenemos que librarnos de eso. — Su tono era profesional y serenamente autoritario.

— Ojalá supiera cómo — respondió él, castañeteando los dientes.

— ¿Cómo? — repitió la niña —. Pues en la forma acostumbrada, por supuesto. Vuelve a hablarme de esas serpientes, y de cómo te caíste.

— No quiero — dijo él, meneando la cabeza.

— Es claro que no quieres — dijo ella —. Pero tienes, que hacerlo. Escucha lo que dice el mynah.

— Ahora y aquí, muchachos — continuaba exhortando el pájaro —. Ahora y aquí, muchachos.

— No puedes estar ahora y aquí — continuó la niña — hasta que te hayas librado de esas serpientes. Díme.

— No quiero, no quiero. — Estaba casi al borde de las lágrimas.

— Entonces jamás te librarás de ellas. Se arrastrarán toda la vida dentro de tu cabeza. Y te lo tendrás merecido — agregó Mary Sarojini con severidad.