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— Nunca duermo durante el día — le aseguró Will con cierta perversa satisfacción.

VII

Jamás había podido dormir durante el día; pero como debía mirar el reloj, eran las cuatro y veinticinco, y se sentía maravillosamente descansado. Tomó las Notas sobre qué es qué, y reanudó su lectura interrumpida.

Danos hoy nuestra Fe cotidiana, mas líbranos, querido Dios, de la Creencia.

Hasta allí había llegado esta mañana, y ahora comenzaba una nueva sección, la quinta.

Yo como creo que soy y yo como soy en realidad; en otras palabras, la pena y el final de la pena. Una tercera parte, más o menos, de toda la pena que la persona que creo ser debe soportar, es inevitable. Es la pena inherente a la condición humana, el precio que debemos pagar por ser organismos sensibles y conscientes de sí mismos, aspirantes a la liberación, pero sometidos a las leyes de la naturaleza, y sometidos a la orden de continuar marchando, a través del tiempo irreversible, a través de un mundo absolutamente indiferente a nuestro bienestar hacia la decrepitud y la certidumbre de la muerte. Los dos tercios restantes de toda la pena son caseros y, por lo que se refiere al universo, innecesarios.

Will volvió la página. Una hoja de papel de carta cayó flotando sobre la cama. La recogió y le echó una mirada. Veinte líneas de pequeña escritura clara, y al final de la página las iniciales S.M. Evidentemente no se trataba de una carta; un poema, y por lo tanto de propiedad pública. Leyó:

En algún lugar, entre el silencio bruto y losmil trescientos sermones del domingo pasado;en algún lugar entreCalvino sobre Cristo (¡Dios nos ampare!) y los lagartos;en algún lugar entre ver y hablar, en algún lugarentre nuestra sucia y grasienta circulación de palabrasy la primera estrella, las grandes mariposas que aleteanentre los fantasmas de las flores,se encuentra el claro lugar dónde yo, ya no yo,recuerdo sin embargola nocturna sabiduría del amor de la otra costay, escuchando el viento, recuerdo tambiénaquella otra noche, la primera de la viudez,insomne, con la muerte a mi lado en la obscuridad.¡Mía, mía, toda mía, mía inevitablemente!Pero yo ya no soy yo;en este claro lugar entre mi pensamiento y el silencioveo todo lo que tuve y perdí, angustias y alegrías,brillantes como gencianas entre el césped alpino,azules, imposesas y abiertas.

«Como gencianas» repitió Will para sí, y pensó en esas vacaciones estivales en Suiza, cuando tenía doce años; pensó en los prados, muy arriba de Grindelwald, con sus flores desconocidas y maravillosas mariposas no inglesas; pensó en el cielo azul obscuro y en el sol, y en las gigantescas montañas relucientes del otro lado del valle. Y lo único que su padre pudo decir era que parecía un anuncio de chocolate de leche de Nestlé. «Ni siquiera verdadero chocolate — había insistido con una nota de disgusto —: chocolate de leche.» Después de lo cual hubo un irónico comentario sobre la acuarela que pintaba su madre… tan mal pintada (¡pobrecita!) pero con cuidado tan amoroso y concienzudo. «El anuncio de chocolate de leche que Nestlé rechazó.» Y ahora le tocaba a él. «En lugar de estar cabizbajo, con la boca abierta, como el idiota de la aldea, ¿por qué no haces algo inteligente alguna vez? Trabaja un poco con tu gramática alemana, por ejemplo.» E introduciendo la mano en la mochila había extraído, de entre los huevos duros y los sandwiches, el aborrecido librito color castaño. ¡Qué hombre detestable! Y sin embargo, si Susila tenía razón, debería ser posible verlo ahora, después de todos esos años, resplandeciente como una genciana — Will volvió a mirar la última línea del poema — «azul, imposesa y abierta».

— Bien… — dijo una voz familiar.

Se volvió hacia la puerta.

— Hablando del diablo — dijo —. O más bien leyendo lo que el diablo ha escrito. — Y levantó la hoja de papel de carta para que ella la inspeccionase.

Susila le echó una mirada.

— Oh, eso — dijo —. Si las buenas intenciones fuesen suficientes para hacer buena poesía… — suspiró y meneó la cabeza.

— Estaba tratando de imaginarme a mi padre como a una genciana — continuó él —. Pero lo único que consigo ver es la persistente imagen de una enorme bola de excremento.

— Incluso las bolas de excremento — aseguró ella — pueden ser vistas como gencianas.

— Pero sólo, supongo, en el lugar acerca del cual escribía usted… el claro lugar entre el pensamiento y el silencio.

Susila asintió.

— ¿Cómo se llega allí?

— No se llega. El lugar viene a uno. O más bien el lugar está realmente aquí.

— Habla usted como la pequeña Radha — se quejó él —. Repite de memoria lo que el Viejo Raja dice al principio de este libro.

— Si lo repetimos — afirmó ella —, es porque es la verdad. Si no lo repitiésemos, estaríamos haciendo caso omiso de los hechos.

— ¿Los hechos de quién? — inquirió él —. Por cierto que no los míos.

— No por el momento — convino ella —. Pero si hiciese las cosas que el Viejo Raja recomienda podrían ser también los suyos.

— ¿Tuvo usted alguna vez problemas con sus padres? — preguntó él luego de un breve silencio —. ¿O siempre pudo ver las bolas de excremento como gencianas?

— A esa edad, no — respondió ella —. Los niños tienen que ser dualistas maniqueos. Es el precio que todos debemos pagar por aprender los rudimentos de conversión en seres humanos. El ver el excremento como gencianas, o más bien el ver las gencianas y el excremento como Gencianas, con G mayúscula… esta es una hazaña posterior a la graduación.

— ¿Qué hacía usted, entonces, con sus padres? ¿Sonreía y soportaba lo insoportable? ¿O es que su padre y su madre eran soportables?

— Soportables por separado — repuso ella —. En especial mi padre. Pero en todo sentido insoportables juntos… insoportables porque no se soportaban el uno al otro. Una mujer vivaz, alegre, amante de la vida al aire libre, casada con un hombre tan irremediablemente introvertido, que ella lo irritaba continuamente…. incluso, sospecho, en la cama. Jamás dejó de mostrarse comunicativa, y él jamás empezó a serlo. Con el resultado de que a mi padre le parecía que ella era somera e insincera, en tanto que ella creía que él no tenía corazón, que era despectivo y carecía de sentimientos humanos normales. — Cualquiera habría supuesto que ustedes tienen la suficiente sensatez como para no meterse en ese tipo de trampa.

— La tenemos — le aseguró ella —. A los jóvenes y a las muchachas se les enseña específicamente qué deben esperar de las personas cuyo temperamento y físico son muy distintos de los propios. Por desgracia, a menudo sucede que las lecciones parecen no tener mucho efecto. Para no mencionar el hecho de que en algunos casos la distancia psicológica entre las personas involucradas es demasiado grande como para ser franqueada. De cualquier manera, sigue en pie el hecho de que mi padre y mi madre jamás lograron solucionar ese problema. Se habían enamorado el uno del otro… Dios sabe por qué. Pero cuando tuvieron que estar cerca el uno de la otra, ella descubrió que era constantemente herida por la inaccesibilidad de él, en tanto que la afabilidad carente de inhibiciones de ella hacía que él casi se encogiera de turbación y disgusto. Mis simpatías estaban siempre de parte de mi padre. En el plano físico y temperamental le soy muy afín, no me parezco en modo alguno a mi madre. Recuerdo, incluso cuando era muy pequeña, cómo solía apartarme de la exuberancia de ella. Era como una permanente invasión de la intimidad de uno. Y sigue siéndolo.

— ¿Tiene que verla muy a menudo?

— Muy poco. Tiene sus propias ocupaciones y sus propios amigos. En nuestra parte del mundo, «madre» es estrictamente el nombre de una función. Cuando la función ha sido debidamente cumplida, el título desaparece; el ex hijo y la mujer que podía ser denominada «madre» establecen un nuevo tipo de relaciones. Si se entienden bien, continúan viéndose a menudo. Si no, se separan. Nadie espera de ellos que se aferren el uno al otro, y ese aferrarse no es un equivalente del amor… no es considerado como algo particularmente digno de mérito.

— Por lo tanto, ahora todo está bien. ¿Pero y entonces? ¿Qué sucedía cuando usted era una niña, cuando crecía entre dos personas que no podían franquear el abismo que las separaba? Yo sé lo que quiere decir eso… el cuento de hadas que termina al revés: «Y vivieron desdichados por siempre jamás.»

— Y no me cabe duda alguna — dijo Susila — de que si no hubiésemos nacido en Pala, habríamos vivido desdichados por siempre jamás. Pero en realidad nos las arreglamos, teniéndolo todo en cuenta, notablemente bien. — ¿Cómo se las arregló para hacer eso? — No nos las arreglamos; nos fue arreglado. ¿Ha leído lo que dice el Viejo Raja acerca de librarse de los dos tercios de pena casera y gratuita? Will asintió.

— Estaba leyéndolo cuando usted entró. — Bien, en los viejos tiempos malos — continuó ella —, las familias palanesas podían ser tan victimarias, tan productoras de tiranos y creadoras de embusteros como pueden serlo hoy las de ustedes. En rigor, eran tan espantosas, que el doctor Andrew y el Raja de la Reforma decidieron que era preciso hacer algo en este sentido. La ética budista y el comunismo primitivo de aldea se utilizaron hábilmente para servir a los fines de la razón, y en una sola generación todo el sistema de familia se modificó en forma radical. — Vaciló durante un instante. — Permítame que explique — continuó —, en términos de mi propio caso particular… el caso de una hija única de dos personas que no podían entenderse y que estaban siempre en pugna o riñendo. En los tiempos antiguos, una niña criada en ese ambiente habría terminado siendo una ruina, una rebelde, o una conformista resignada e hipócrita. Con las nuevas reformas, no tenía que sufrir innecesariamente, no me convertí en una ruina ni me vi obligada a rebelarme ni a resignarme. ¿Por qué? Porque desde el momento en que pude hacer pinitos, me vi libre para huir.

— ¿Para huir? — repitió él —. ¿Para huir? — Parecía demasiado bueno para ser cierto.

— La fuga — explicó ella — está incorporada al nuevo sistema. Cuando el Hogar Dulce Hogar paterno se torna demasiado insoportable, se permite al niño, se le estimula activamente, y todo el peso de la opinión pública respalda ese estímulo, a emigrar a uno de sus otros hogares.

— ¿Cuántos hogares tiene un niño palanés?

— Más o menos unos veinte, término medio.

— ¿Veinte? ¡Dios mío!

— Todos pertenecemos — explicó Susila — a un CAM: un Club de Adopción Mutua. Todos los CAM están compuestos por quince a veinticinco parejas. Novios y novias recién elegidos, veteranos con niños en crecimiento, abuelos y bisabuelos… todos los miembros del club se adoptan entre sí. Aparte de nuestras propias relaciones consanguíneas, tenemos nuestra cuota de madres, padres, tíos y tías por delegación, hermanos y hermanas por delegación, hijos pequeños y adolescentes por delegación.

Will meneó la cabeza.

— Constituyen veinte familias donde antes sólo existía una.

— Pero lo que antes existía era su tipo de familia. Las veinte son todas de nuestro tipo. — Y como si leyera instrucciones de un libro de cocina, continuó —: «Tómese un esclavo asalariado sexualmente inepto, una mujer insatisfecha, dos o (si se prefiere) tres pequeños adictos a la televisión, hágase un encurtido con una mezcla de freudismo y cristianismo diluido; luego envásese herméticamente en un departamento de cuatro habitaciones y cocínese durante quince años en el jugo.» Nuestra receta es más bien distinta. «Tómese veinte parejas sexualmente satisfechas, con sus descendientes; agréguese ciencia, intuición y humorismo en cantidades iguales; embébase en budismo tántrico, y hiérvase indefinidamente en una olla abierta, al aire libre, sobre una viva llama de afecto.»

— ¿Y qué surge de esa olla abierta? — preguntó él.

— Un tipo completamente distinto de familia. No excluyente, como las familias de ustedes, y no predestinada, no compulsiva: Una familia incluyente, impredestinada y voluntaria. Veinte parejas de padres y madres, ocho o nueve ex padres y madres, y cuarenta o cincuenta niños de todas las edades.

— ¿La gente se queda toda la vida en el mismo club de adopción?

— Por supuesto que no. Los niños crecidos no adoptan sus propios padres o sus propios hermanos. Adoptan otro grupo de mayores, un diferente grupo de pares y dé menores. Y los miembros del club los adoptan a ellos y, a su debido tiempo, a los hijos de ellos. La hibridación de microcultivos: así llaman nuestros sociólogos a ese proceso. Es benéfico, en su nivel, como la hibridación de las diferentes cepas de maíz o gallinas. Se producen relaciones más saludables en grupos más responsables, simpatías más amplias y comprensiones más profundas. Y las simpatías y las comprensiones son para todos los integrantes de los CAM, desde los niños pequeños hasta los centenarios.

— ¿Centenarios? ¿Cuál es el promedio de vida de ustedes?

— Uno o dos años más que el de ustedes — replicó ella —. El diez por ciento de nosotros llegamos a más de sesenta y cinco años. Los ancianos reciben pensiones, si no pueden ganarse la vida. Pero es evidente que las pensiones no bastan. Necesitan hacer algo útil y estimulante; necesitan personas a quienes puedan cuidar y que las quieran a su vez. Los CAM llenan esas necesidades.

— Todo esto — declaró Will — se parece sospechosamente a la propaganda de una de las nuevas comunas chinas.

— Nada — le aseguró ella — podría parecerse menos a una comuna que un CAM. Un CAM no es dirigido por el gobierno, sino por sus miembros. Y no somos militaristas. No nos interesa crear buenos miembros del partido; sólo nos interesa crear buenos seres humanos. No inculcamos dogmas. Y por último, no alejamos a los niños de sus padres; por el contrario, les concedemos otros padres, y a los padres otros hijos. Eso significa que incluso en el cuarto de los niños gozamos de cierto grado de libertad; y nuestra libertad aumenta a medida que crecemos, y podemos encarar una gama más amplia de experiencias y adoptar mayores responsabilidades. En tanto que en China no existe libertad alguna. Los niños son entregados a domesticadores oficiales, cuya ocupación consiste en convertirlos en obedientes sirvientes del Estado. Las cosas son bastante mejores en la parte del mundo de donde proviene usted; mejores, pero aun así bastante malas. Ustedes pueden eludir a los domesticadores de niños designados por el Estado, pero la sociedad los condena a trascurrir la infancia en una familia excluyente, con un solo grupo de hermanos menores y padres. Les son endosados por predestinación hereditaria. No pueden librarse de ellos, no pueden tomarse vacaciones de ellos, no pueden ir a ninguna parte para cambiar de ambiente moral y psicológico. Es libertad, si así le parece; pero libertad en una cabina telefónica.

— Encerrado — agregó Will — (y ahora pienso en mí) con un bravucón despectivo, una mártir cristiana y una chiquilla que había sido aterrorizada por el bravucón y extorsionada por la mártir, que apelaba a sus buenos sentimientos, hasta llevarla a un estado de estremecida imbecilidad. Ese fue el hogar del cual, hasta que tuve catorce años y mi tía Mary se mudó a la casa de al lado, jamás pude escapar.