124236.fb2 La isla - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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— Autodeterminación. Alias Control del Destino.

— ¿Control del Destino? — Will enarcó las cejas.

— No, no — le aseguró ella —, no somos tan tontos como usted parece creer. Sabemos muy bien que sólo una parte de nuestro destino es controlable.

— ¿Y se lo controla oprimiendo uno sus propios botones?

— Oprimiendo los propios botones y luego imaginando lo que queremos que suceda.

— ¿Pero sucede?

— En muchos casos, sí.

— ¡Sencillísimo! — Había una nota de ironía en su voz.

— Maravillosamente sencillo — convino ella —. Y sin embargo, por lo que sé, somos las únicas personas que enseñamos sistemáticamente el A.D. a sus hijos. Ustedes no hacen más que decirles lo que se supone que deben hacer y dejan las cosas tal como están. Lo único que hacen es ofrecerles disertaciones estimulantes y castigos. Pura y simple idiotez.

— Idiotez pura y sin aditamentos — admitió él, y recordó a Mr. Crabbe, el director de su escuela, hablando sobre el tema de la masturbación; recordó las palizas y los sermones semanales, y el Servicio de Conminación en el Miércoles de Ceniza. «Maldito el que peca con la esposa de su vecino. Amén.»

— Si sus niños toman la idiotez en serio, crecen y se convierten en miserables pecadores. Y si no la toman en serio, crecen y se convierten en miserables cínicos. Y si reaccionan del cinismo desdichado, lo más probable es que se conviertan en papistas o marxistas. No es extraño que tengan ustedes esos millares de cárceles e iglesias y células comunistas.

— En tanto que en Pala, supongo, tienen ustedes muy pocas.

Susila meneó la cabeza.

— Aquí no hay ningún Alcatraz — dijo —. No hay un Billy Graham, ni un Mao Tse-tung, ni Madonas de Fátima. No hay infiernos en la tierra, ni pasteles cristianos en el cielo, ni pasteles comunistas en el siglo XXII. Nada más que hombres y mujeres con sus hijos, tratando de aprovechar lo mejor posible ahora y aquí, en lugar de vivir en ninguna otra parte, como lo hace la mayoría de ustedes, en algún otro tiempo, en algún otro universo imaginario de habitación casera. Y en realidad no tienen la culpa. Están casi obligados a vivir como viven, debido a que el presente es tan frustrador. Y es frustrador porque jamás se les ha enseñado a franquear la brecha existente entre la teoría y la práctica, entre sus resoluciones de Año Nuevo y su conducta real.

— «Porque el bien que querría hacer — citó él —, no lo hago; y el mal que no quiero hacer, lo hago.»

— ¿Quién dijo eso?

— El hombre que inventó el cristianismo: San Pablo.

— Ya ve — dijo ella —, los ideales más elevados posibles, y ningún método para realizarlos.

— Salvo el método sobrenatural de hacer que los realice Algún Otro.

Echando hacia atrás la cabeza, Will rompió a cantar.

Hay una fuente llena de sangre,sacada de las venas de Emanuel,y los pecadores que se sumergen bajo este torrentequedan purificados de todas sus manchas.

Susila se había cubierto los oídos con sus manos.

— Es realmente obsceno — dijo.

— El himno favorito del director de mi escuela — explicó Will —. Solíamos cantarlo una vez por semana, durante todo el tiempo que pasé en la escuela.

— ¡Gracias a Dios — exclamó ella — que jamás hubo sangre alguna en el budismo! Gautama vivió hasta los ochenta años y murió por ser demasiado cortés para rechazar malos alimentos. La muerte violenta siempre parece exigir más muerte violenta. «Si no quieres creer que serás redimido por la sangre de mi redentor, te ahogaré en la tuya propia.» El año pasado seguí un curso en Shivapuram, de historia del cristianismo. — Susila se estremeció ante el recuerdo. — ¡Qué horror! Y todo porque ese pobre hombre ignorante no supo cómo llevar a la práctica sus buenas intenciones.

— Y la mayoría de nosotros — dijo Will — seguimos en el mismo viejo bote. El mal que no queremos hacer, lo hacemos. ¡Y de qué manera!

Reaccionando imperdonablemente ante lo imperdonable, Will Farnaby lanzó una carcajada burlona. Rió porque había visto la bondad de Molly, y luego, con los ojos abiertos, había elegido la alcoba rosada y, con ella, la desdicha de Molly, la muerte de Molly, su propia y corrosiva sensación de culpabilidad y luego el dolor, desmesuradamente desproporcionado en relación con su causa baja y en esencia farsesca, el dolor torturante que experimentó cuando Babs, a su debido tiempo, hizo lo que cualquier tonto habría sabido que haría inevitablemente: lo expulsó de su paraíso infernal iluminado por la ginebra, y tomó otro amante.

— ¿Qué ocurre? — preguntó Susila.

— Nada. ¿Por qué lo pregunta?

— Porque no es usted muy competente para ocultar sus sentimientos. Está pensando en algo que lo hizo desdichado.

— Tiene usted una mirada muy penetrante — replicó Will, y apartó la vista.

Hubo un largo silencio. ¿Debía decírselo? ¿Debía hablarle acerca de Babs, sobre la pobre Molly, sobre sí mismo, hablarle de todas las cosas penosas e insensatas que jamás, ni siquiera cuando estaba ebrio, le había contado siquiera a sus más antiguos amigos? Los antiguos amigos sabían demasiado acerca de uno, demasiado acerca de las otras personas involucradas en el problema, demasiado acerca del grotesco y complicado juego que (como un caballero inglés que era también un bohemio, y también un poeta en cierne y también — por pura desesperación, porque sabía que jamás sería un buen poeta — un periodista empedernido y el agente privado, muy bien pago, de un hombre rico a quien despreciaba) siempre jugaba tan complicadamente. No, los antiguos amigos no sirven para eso. Pero de esta pequeña y morena extranjera, de esta desconocida a quien ya debía tanto y con quien, aunque no sabía nada de ella, tenía tanta intimidad, no surgirían conclusiones prefabricadas ni sucios ex parte; de ella surgiría, quizá, se sorprendió abrigando esa esperanza (¡él que se había adiestrado el no abrigar jamás ninguna!), algún esclarecimiento inesperado, alguna ayuda positiva y práctica. (Y, Dios lo sabía, necesitaba ayuda… aunque Dios también sabía demasiado bien que jamás lo diría, que jamás descendería tanto como para pedirla.)

Como un muecín en su minarete, uno de los pájaros parlantes comenzó a gritar desde la elevada palmera que se erguía más allá de los árboles de mango: «Aquí y ahora, muchachos. Aquí y ahora, muchachos.»

Will decidió zambullirse, pero hacerlo en forma indirecta… hablando primero, no de sus problemas, sino de los de ella. Sin mirar a Susila (porque eso, le pareció, sería indecente), comenzó a hablar.

— El doctor MacPhail me dijo algo acerca de… acerca de lo que le sucedió a su esposo.

Las palabras clavaron una espada en el corazón de ella; pero eso era de esperar, eso era correcto e inevitable.

— El próximo miércoles se cumplirán cuatro meses — dijo.

Y luego, meditativamente, continuó, después de un pequeño silencio —: Dos personas, dos individuos separados… pero juntos constituyen algo así como una nueva creación.

Y de pronto la mitad de esta nueva criatura es amputada; pero la otra mitad no muere… no puede morir, no debe morir.

— ¿No debe morir?

— Por tantas razones: los hijos, una misma, toda la naturaleza de las cosas. Pero ni hace falta decir — agregó con una sonrisita que no hacía más que acentuar la tristeza de sus ojos —, no hace falta decir que las razones no aminoran el golpe de la amputación, ni hacen que las consecuencias posteriores sean más soportables. Lo único que ayuda es lo que estábamos diciendo hace un momento… el Control del Destino. Y aun eso… — meneó la cabeza: —. El CD puede proporcionarle un parto completamente indoloro. Pero un sufrimiento completamente indoloro… no. Y por supuesto, así tiene que ser. No sería correcto que se pudiese eliminar todo el dolor de la desaparición de un ser querido; en ese caso se sería menos que humano.

— Menos que humano — repitió él —. Menos que humano… — Tres breves palabras; ¡pero cuan completamente lo resumían todo! — Lo terrible de verdad — dijo en voz alta — es cuando uno sabe que la otra persona ha muerto por culpa de uno.

— ¿Estuvo usted casado? — preguntó ella.

— Durante doce años. Hasta la primavera pasada…

— ¿Y ahora ella ha muerto?

— Murió en un accidente.

— ¿En un accidente? ¿Entonces cómo pudo usted tener la culpa?

— El accidente ocurrió porque… bien, por el mal que yo no quise hacer pero hice. Y ese día todo llegó a su fin. El dolor la aturdió y la anonadó, y yo la dejé irse en el automóvil… la dejé irse, hacia un choque brutal y de frente.

— ¿La amaba?

Él vaciló un instante y luego meneó lentamente la cabeza.

— ¿Había alguna otra persona… alguien a quien usted amaba más?