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— Tres meses después del día de nuestra boda. La primera vez fue con una de las secretarias de la oficina. ¡Cielos, qué aburrimiento! Después de eso hubo una joven pintora, una muchachita judía de cabellos rizados a quien Molly había ayudado con su dinero mientras estudiaba en el Slade. Solía ir a su estudio dos veces por semana, de cinco a siete. Pasaron casi tres años antes de que Molly se enterase de ello.
— Y, supongo, le molestó.
— Mucho más de lo que jamás habría creído.
— ¿Y qué hizo usted entonces? «Will meneó la cabeza.
— Aquí es donde todo comienza a complicarse — respondió —. Yo no tenía intención de abandonar mis horas del cóctel con Rachel; pero me odiaba por hacer tan desdichada a Molly. Al mismo tiempo la odiaba por ser tan desdichada. Me molestaba su sufrimiento y e¡ amor que la había hecho sufrir; me parecía que ambas cosas eran injustas, una especie de extorsión para obligarme a abandonar mi inocente diversión con Rachel. Al amarme de tal modo y al ser tan desdichada en cuanto a lo que hacía — en cuanto a lo que ella realmente me obligaba a hacer —, me presionaba, trataba de restringir mi libertad. Pero al mismo tiempo era auténticamente desdichada; y aunque la odiaba porque me extorsionaba con su desdicha, me sentía lleno de piedad hacia ella. Piedad — repitió —, no compasión. Compasión es sufrir con, y lo que yo quería a toda costa era ahorrarme el dolor que el sufrimiento de ella me causaba, y evitar los dolorosos sacrificios por medio de los cuales podía poner fin a su sufrimiento. La piedad era mi respuesta, el tenerle lástima desde afuera, si entiende lo que quiero decir… el tenerle piedad como espectador, como esteta, como connoisseur en tormentos ajenos. Y esta piedad estética mía era tan intensa cada vez que la desdicha de ella llegaba a su punto culminante, que casi pude confundirla con amor. Casi, pero no del todo. Porque cuando expresaba mi piedad en forma de ternura física (cosa que hacía porque era la única forma de terminar temporariamente con la desdicha de ella y con el dolor que su desdicha me infligía), la ternura se frustraba siempre antes de que pudiese llegar a su consumación natural. Se frustraba porque, por temperamento, ella era sólo una Hermana de Caridad, no una esposa. Y sin embargo, en todos los planos que no fuese el sensual, me amaba con una entrega total… una entrega que existía, una entrega que exigía una entrega similar por mi parte. Pero yo no quería entregarme, quizás auténticamente no me era posible. De modo que en lugar de estar agradecido por su abnegación, me molestaba. Me formulaba exigencias que yo me negaba a reconocer. Y así estábamos al final de cada una de las crisis, de vuelta al comienzo del antiguo drama: el drama del amor incapaz de una sensualidad autoentregada a una sensualidad incapaz de amor y que provocaba reacciones extrañamente mezcladas, de culpa y exasperación, de piedad y resentimiento, a veces de verdadero odio (pero siempre con un matiz de remordimiento), y todo ello acompañado por un contrapunto, una sucesión de noches furtivas con mi pequeña pintora de cabellos rizados.
— Espero que por lo menos fuesen placenteras — dijo Susila.
Él se encogió de hombros.
— Sólo moderadamente. Rachel jamás podía olvidar que era una intelectual. Tenía cierta forma de preguntarle a uno qué pensaba de Piero di Cosimo en los momentos más inoportunos. El verdadero goce, y por supuesto la verdadera tortura… jamás los experimenté hasta que apareció Babs en escena.
— ¿Cuándo fue eso?
— Hace más de un año. En África.
— ¿África?
— Había sido enviado allí por Joe Aldehyde.
— ¿El hombre que es dueño de los periódicos?
— Y de todo lo demás. Estaba casado con la tía Eileen de Molly. Un hombre de familia ejemplar, si puedo agregarlo. Por eso está tan completamente convencido de su propia rectitud, incluso cuando se dedica a las más nefastas operaciones financieras.
— ¿Y usted trabaja para él?
Will asintió.
— Este fue su regalo de bodas a Molly… un trabajo para mí en los periódicos Aldehyde, con un salario de casi el doble del que había estado recibiendo de mis empleadores anteriores. ¡Principesco! Pero es que realmente quería a Molly.
— ¿Cómo reaccionó él cuando el asunto de Babs?
— No la conoció nunca… jamás supo que existiese algún motivo para el accidente de Molly.
— ¿De modo que continúa empleándolo en nombre de su esposa muerta?
Will se encogió de hombros.
— La excusa — dijo — es que tengo que mantener a mi madre.
— Y, por supuesto, a usted no le gustaría ser pobre.
— Por cierto que no.
Se produjo un silencio.
— Y bien — dijo Susila al cabo —, volvamos al África.
— Fui enviado allí para hacer una serie sobre el nacionalismo negro. Para no mencionar cierto negocito privado para el tío Joe. Fue en el avión de vuelta de Nairobi. Me encontré sentado al lado de ella.
¿Al lado de la joven que difícilmente habría podido gustarle menos?
— Difícilmente habría podido gustarme menos — repitió él —, o haberla desaprobado más. Pero si uno es adicto a las drogas necesita seguir consumiéndolas… la droga que de antemano sabe que lo destruirá.
— Es curioso — dijo ella, reflexiva —, pero en Pala apenas tenemos adictos.
— ¿Ni siquiera adictos al sexo?
— Los adictos al sexo son también adictos a las personas. En otras palabras, son amantes.
— Pero incluso los amantes odian a veces a las personas que aman.
— Por supuesto. El hecho de que siempre tenga el mismo nombre, la misma nariz y los mismos ojos, no significa que sea siempre la misma mujer. El reconocimiento del hecho y la reacción sensata ante él… eso forma parte del Arte de Amar.
En forma tan sucinta como le fue posible, Will le narró el resto de la historia: era la misma historia, ahora que Babs había aparecido en escena, que la anterior… la misma, pero en mucho mayor escala. Babs había sido Rachel elevada, por así decirlo, a una potencia superior… Rachel al cuadrado, Rachel a la enésima. Y la desdicha que, a causa de Babs, infligió a Molly, fue, en proporción, mayor que cualquier otra cosa que hubiese tenido que sufrir por causa de Rachel. Proporcionalmente mayor, también, fue la exasperación de él, y el sentimiento resentido de ser extorsionado por ti amor y el sufrimiento de ella, su propio remordimiento y piedad, su propia decisión, a pesar del remordimiento y la piedad, de continuar obteniendo lo que deseaba, lo que se odiaba por desear, aquello de lo que decididamente se negaba a prescindir. Y entre tanto Babs se había vuelto más exigente, exigía cada vez más y más de su tiempo… tiempo, no sólo en la alcoba color de rosa, sino tiempo afuera, en los restaurantes, en los clubes nocturnos, en las fiestas de sus horribles amigos, en los fines de semana en el campo. «Sólo tú y yo, querido — decía —, solos y juntos.» Solos y juntos en un aislamiento que le concedía a él la oportunidad de sondear las profundidades casi insondables de su carencia de espíritu y su vulgaridad. Pero a pesar de todo su aburrimiento y desagrado, de toda su repugnancia moral e intelectual, el ansia persistía. Después de uno de esos espantosos fines de semana, era tan desesperadamente adicto a Babs como lo había sido antes. Y por parte de ella, en su propio plano de Hermana de Caridad, Molly había seguido siendo, a pesar de todo, no menos desesperadamente adicta a Will Farnaby. Desesperadamente en lo que a él se refería…. porque el único deseo de él era que lo amase menos y le permitiese irse al infierno en paz. Pero por lo que se refería a la propia Molly, la inclinación era siempre irreprimiblemente esperanzada. Jamás había dejado de esperar el trasfigurador milagro que lo convertiría en el bondadoso, abnegado y amante Will Farnaby a quien (a pesar de todas las evidencias, de todas las repetidas desilusiones) insistía empecinadamente en considerar su verdadero yo. Sólo durante la última entrevista fatal, sólo cuando (ahogando su piedad y dando rienda suelta a su resentimiento contra la desdicha extorsionadora de ella), anunció su intención de abandonarla y de ir a vivir con Babs… sólo entonces la esperanza cedió finalmente lugar a la desesperación. «¿Lo dices en serio Will, lo dices realmente en serio?» «Lo digo en serio.» Desesperada, ella se dirigió al coche; en absoluta desesperación, se alejó bajo la lluvia… hacia la muerte. Durante el funeral, cuando el ataúd descendió a la tumba, él se prometió que jamás volvería a ver a Babs. Nunca, nunca, nunca jamás. Y esa noche, mientras estaba sentado ante su escritorio, tratando de escribir un artículo sobre «Qué sucede con la juventud», tratando de no recordar el hospital, la tumba abierta y su propia responsabilidad por todo lo sucedido, lo sobresaltó el agudo zumbido del timbre de la puerta. Un tardío mensaje de condolencia, sin duda… Abrió la puerta y allí, en lugar del telegrama, estaba Babs… dramáticamente sin cosméticos y vestida de negro.
— ¡Mi pobre, pobre Will!
Se sentaron en el sofá, en la sala, y ella le acarició el cabello, y ambos lloraron. Una hora más tarde se encontraban desnudos, en la cama. Tres meses después, como cualquier tonto habría podido prever, Babs comenzó a cansarse de él; al cabo de cuatro meses un hombre realmente maravilloso de Kenia apareció en una fiesta. Una cosa condujo a la otra y cuando, tres días después, Babs volvió al» hogar, fue para preparar la alcoba para un nuevo inquilino y para dar el preaviso al antiguo.
— ¿Lo dices de veras, Babs?
Lo decía de veras.
Hubo un susurro entre los arbustos del otro lado de la ventana, y un instante más tarde el pájaro parlante gritó, en voz sorprendentemente alta y muy poco melódicamente: «Aquí y ahora, muchachos.»
— ¡Cállate! — gritó Will a su vez.
— Aquí y ahora, muchachos — repitió el mynah —. Aquí y ahora, muchachos. Aquí y…
— ¡Cállate!
Se produjo un silencio.
— Tuve que hacerlo callar — explicó Will — porque, por supuesto, siempre tiene absoluta razón. Aquí, muchachos; ahora, muchachos. Allí y entonces carecen en absoluto de sentido. ¿O no es así? ¿Y qué me dice de la muerte de su esposo, por ejemplo? ¿Tiene eso sentido?
Susila lo contempló durante un instante en silencio, y luego asintió lentamente con la cabeza.
— Dentro del contexto de lo que tengo que hacer ahora… ¡sí, carece por completo de sentido! Esto es algo que he tenido que aprender.
— ¿Aprende uno a olvidar?
— No se trata de olvidar. Lo que hay que aprender es a recordar y, al mismo tiempo, estar libre del pasado. Hay que aprender la forma de estar allí, con el muerto, y al mismo tiempo estar aquí, en este lugar, con los vivos. — Le lanzó una sonrisita triste y agregó —: No es fácil.