124236.fb2 La isla - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

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— ¿Puedo preguntarle por qué?

Will vaciló. Como agente secreto de Joe Aldehyde y periodista con una desesperada pasión por la literatura, tenía que quedarse el tiempo suficiente para negociar con Bahu y ganarse su año de libertad. Pero había otras razones más confesables.

— Si no le molestan las observaciones personales — dijo —, se lo diré.

— Adelante — respondió el doctor Robert.

— El hecho es que, cuanto más los conozco a ustedes, más me gustan. Quiero conocerlos más a fondo. Y entre tanto — agregó mirando a Susila —, quizá descubra algunas cosas interesantes acerca de mí mismo. ¿Cuánto tiempo se me permitirá quedarme?

— Normalmente lo haríamos irse en cuanto estuviese en condiciones de viajar. Pero si le interesa seriamente Pala, y por encima de todo le interesa seriamente usted mismo… bien, quizá podamos estirar un poco el plazo. ¿O puede que no debamos estirarlo? ¿Qué dices tú, Susila? En fin de cuentas, trabaja para lord Aldehyde.

Will estaba a punto de protestar nuevamente que su trabajo se vinculaba con el departamento de pulpa de madera, pero las palabras se le atascaron en la garganta y no dijo nada. Trascurrieron varios segundos. El doctor Robert repitió su pregunta.

— Sí — respondió por último Susila —, correríamos cierto riesgo. Pero personalmente… personalmente estoy dispuesta a correrlo. ¿Hago bien? — preguntó a Will.

— Bueno, creo que puede tenerme confianza. Por lo menos abrigo la esperanza de que pueda. — Rió, tratando de convertirlo en una broma, pero, para su disgusto y turbación, sintió que se ruborizaba. ¿Se ruborizaba por qué, preguntó, resentido, a su conciencia? Si alguien estaba siendo traicionado, era la Standard de California. Y una vez que hubiese intervenido el coronel Dipa, ¿qué importancia tendría quién obtuviese la concesión? ¿Por quién prefieres ser comido: por un lobo o por un tigre? Por lo que respecta al cordero, la elección no tiene importancia. Joe no sería peor que sus competidores. De todos modos, deseó no haberse apresurado tanto a enviar esa carta. ¿Y por qué, por qué no podía esa espantosa mujer haberlo dejado en paz?

A través de la sábana sintió una mano sobre su rodilla sana. El doctor Robert le sonreía.

— Puede quedarse un mes aquí — dijo —. Yo cargaré con toda la responsabilidad. Y haremos lo posible para enseñarle todo.

— Le quedo muy agradecido.

— Cuando tengas alguna duda — dijo el doctor Robert —, actúa siempre sobre la base de la suposición de que la gente es más honrada de lo que uno puede imaginarse según todos los motivos coherentes. Ese fue el consejo que me dio el Viejo Raja cuando yo era un joven. — Se volvió a Susila. — Veamos — dijo —, ¿qué edad tenías cuando murió el Viejo Raja?

— Ocho.

— De modo que lo recuerdas bastante bien.

Susila rió.

— ¿Puede alguien olvidar alguna vez la forma en que solía hablar de sí mismo? «Comillas 'Yo' (cierra comillas) gusto de tomar el té azucarado.» ¡Qué hombre tan encantador!

— ¡Y qué gran hombre!

El doctor MacPhail se puso de pie y, dirigiéndose a la estantería que se encontraba entre la puerta y el ropero, sacó del estante de abajo un grueso álbum rojo, sumamente estropeado por el clima tropical y los insectos.

— Aquí, en alguna parte, hay una foto de él — dijo mientras volvía las páginas —. Helo aquí.

Will se encontró contemplando la descolorida instantánea de un pequeño hindú anciano, de gafas y taparrabos; dedicado a vaciar el contenido de una salsera de plata sumamente complicada sobre una pequeña y gruesa columna.

— ¿Qué está haciendo? — preguntó.

— Ungiendo con manteca derretida un símbolo fálico — respondió el doctor —. Era una costumbre que mi pobre padre jamás pudo convencerlo de que abandonase.

— ¿Desaprobaba su padre los falos?.

— No, no — replicó el doctor MacPhail —, mi padre era partidario de ellos. Lo que desaprobaba era el símbolo.

— ¿Por qué el símbolo?

— Porque le parecía que la gente debía tomar su religión directamente de la vaca, si entiende lo que quiero decirle. No descremada, o pasterizada, u homogeneizada. Y sobre todo, no envasada en ningún tipo de recipiente teológico o litúrgico.

— ¿Y el raja tenía cierta debilidad por los recipientes?

— No por los recipientes en general, sino por este determinado recipiente de hojalata. Siempre había sentido un apego especial por el símbolo fálico de la familia. Estaba hecho de basalto negro, y tenía por lo menos ochocientos años de antigüedad.

— Entiendo — dijo Will Farnaby.

— La unción del símbolo fálico de familia… era un acto de piedad, expresaba un hermoso sentimiento relativo a una idea sublime. Pero incluso las ideas más sublimes son totalmente distintas del misterio cósmico que supuestamente representan. Y los hermosos sentimientos vinculados con la idea sublime… ¿qué tienen en común con la directa experiencia del misterio? Nada en absoluto. Ni hace falta decirlo, el Viejo Raja sabía todo esto a la perfección, mejor que mi padre. Había bebido la leche tal como salía de la vaca, él mismo había sido en realidad la leche. Pero la unción de los símbolos fálicos era una práctica devocional, que no podía soportar abandonar. Y ni necesito decirle que no habría debido pedírsele que la abandonara. Pero en lo referente a los símbolos, mi padre era un puritano. Había enmendado a Goethe: Alies vergangliche is NICHT ein Gleinchnis. Su ideal era la ciencia experimental pura en un extremo del espectro, y el misticismo experimental puro en el otro. La experiencia directa en todos los planos, y luego afirmaciones claras, racionales acerca de esas experiencias. Los símbolos fálicos, las cruces, la manteca derretida y el agua sagrada, los sutras, los evangelios, las imágenes, los cánticos: le habría agradado abolirlos todos.

— ¿Y dónde habrían aparecido entonces las artes? — inquirió Will.

— No habrían aparecido en modo alguno — respondió el doctor MacPhail —. Y ese era el punto más ciego de mi padre: la poesía. Decía que le gustaba, pero en realidad no le agradaba. La poesía por sí misma, la poesía como universo autónomo, exterior, ubicada en el espacio entre la experiencia directa y los símbolos de la ciencia… eso era algo que sencillamente no podía entender. Busquemos su fotografía.

El doctor MacPhail volvió las páginas del álbum y señaló un huesudo perfil de enormes cejas.

— ¡Qué escocés! — comentó Will.

— Y, sin embargo, su madre y su abuela eran palanesas.

— No se ve ni una huella de ellas.

— En tanto que el abuelo, que había nacido en Perth, habría podido pasar casi por un rajput.

Will contempló la antigua fotografía de un joven de rostro alargado y largas patillas negras, que apoyaba el codo en un pedestal de mármol, sobre el cual, boca arriba, se encontraba su sombrero de copa desmesuradamente alto.

— ¿Su bisabuelo?

— El primer MacPhail de Pala. El doctor Andrew. Nacido en 1822 en el Royal Burgh, donde su padre, James MacPhail, era dueño de una cordelería. Cosa adecuadamente simbólica, porque James era un devoto calvinista, y, convencido de que él mismo era uno de los electos, encontraba una profunda y ardiente satisfacción ante el hecho de todos los millones de sus congéneres que atravesaban la vida con el dogal de la predestinación en torno del cuello, mientras que el Viejo que Está en lo Alto contaba los minutos que faltaban para abrir la escotilla.

Will rió.

— Sí — convino el doctor Robert —, parece bastante cómico, pero entonces no lo era. Entonces era serio… mucho más serio de lo que es hoy la bomba H. Se sabía con certidumbre que el noventa y nueve coma, noventa y nueve por ciento de la raza humana estaba condenado al azufre eterno. ¿Por qué? O bien porque jamás habían oído hablar de Jesús, o bien porque, si habían oído hablar de él, no podían creer con la suficiente energía que Jesús los había salvado del azufre. Y la prueba de que no creían con suficiente energía era el hecho empírico observable de que sus almas no se encontraban en paz. La fe perfecta es definida como algo que produce la perfecta tranquilidad de espíritu; pero la perfecta tranquilidad de espíritu es algo que prácticamente nadie posee. Por lo tanto, nadie posee prácticamente la fe perfecta. Por lo tanto, prácticamente todos están predestinados al castigo eterno. Quod erat demonstrandum.

— Una se pregunta — dijo Susila — por qué no enloquecieron todos.

— Por suerte la mayoría de ellos creía con la parte superior de su cabeza. Con esta parte. — El doctor MacPhail se golpeó la calva. — Con la parte superior de la cabeza estaban convencidos de que era la Verdad, con la V más grande posible. Pero sus glándulas y sus entrañas sabían que no era así… sabían que todo eso era una pura tontería. Para la mayoría de ellos la Verdad sólo era cierta los domingos. Y entonces, sólo en un sentido estrictamente pickwiquiano. James MacPhail sabía todo esto y estaba decidido a que sus hijos no fuesen simplemente creyentes del sábado. Debían creer cada una de las palabras de las sagradas tonterías incluso los lunes, incluso en las tardes de asueto. Y deberían creerlo con todo el ser, y no sólo con la parte superior. La perfecta fe y la perfecta paz que la acompaña tendrían que serles metidas por la fuerza. ¿Cómo? Haciéndoles conocer ahora el infierno, y amenazándoles con el infierno en el más allá. Y si, en su endemoniada perversidad, se negaban a abrigar la fe perfecta y a sentirse en paz, habría que darles más infierno y amenazarlos con fuegos más ardientes. Y entre tanto decirles que las buenas acciones son como trapos sucios a los ojos de Dios. Pero castigarlos ferozmente por cada trasgresión. Decirles que por naturaleza son en todo sentido depravados, y luego castigarlos por lo que inevitablemente son.

Will Farnaby volvió al álbum.

— ¿Tiene usted una fotografía de este delicioso antepasado suyo?

— Teníamos un cuadro al óleo — respondió el doctor MacPhail —. Pero la humedad fue demasiado para el lienzo, y luego los insectos se metieron en él. Era un magnífico ejemplar. Como un grabado de Jeremías hecho en el último período del Renacimiento. Ya sabe usted: majestuoso, con mirada inspirada y el tipo de barba profética que cubre una multitud de pecados fisonómicos. La única reliquia de él que conservamos es un dibujo a lápiz de su casa.

Volvió otra página y se lo mostró.

— Granito sólido — continuó —, con barrotes en todas las ventanas. ¡Y adentro de esta cómoda y pequeña Bastilla familiar, qué inhumanidad sistemática! Inhumanidad sistemática, ni falta hace decirlo, en el nombre de Cristo y de la rectitud. El doctor Andrew dejó una autobiografía inconclusa, de modo que estamos enterados de todo ello.