124236.fb2 La isla - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 28

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— Cuando uno mira hacia atrás — respondió el doctor MacPhail — se sorprende ante las cosas que realizaron esos dos hombres. El médico escocés y el rey de Pala, el calvinista convertido en ateo y el piadoso budista mahayana. ¡Qué extraña pareja! Pero, muy pronto, uña pareja de amigos firmísimos; más aun, una pareja de temperamentos y talentos complementarios, con filosofías complementarias y acopio de conocimientos complementarios; cada uño de los dos compensaba las deficiencias del otro, estimulaba y fortalecía las capacidades innatas del otro. El raja tenía una mentalidad aguda y sutil, pero desconocía el mundo que se extendía más allá de los límites de su isla, desconocía la ciencia física, la tecnología europea, el arte europeo, el pensamiento europeo. No menos inteligente, el doctor Andrew, por supuesto, no sabía nada de la pintura, la poesía y la filosofía indias. Tampoco sabía nada, como fue descubriéndolo poco a poco, de la ciencia de la mente humana y del arte de vivir. En los meses posteriores a la operación cada uno de los dos se convirtió en el alumno y el maestro del otro. Y es claro que eso no fue más que el principio. No eran simples ciudadanos preocupados por su mejoramiento individual. El raja tenía un millón de súbditos y el doctor Andrew era virtualmente su primer ministro. El mejoramiento personal sería el preliminar del mejoramiento público. Si el rey y el médico se enseñaban ahora mutuamente a aprovechar al máximo lo mejor de los dos mundos — el oriental y el europeo, el antiguo y el moderno —, era a fin de ayudar a toda la nación a hacer lo mismo. A aprovechar lo mejor de ambos mundos…, ¿qué estoy diciendo? A aprovechar lo mejor de todos los mundos… de los mundos ya realizados dentro de las distintas culturas y, más allá de ellos, de los mundos de potencialidades no realizadas aún. Era una ambición enorme, una ambición totalmente imposible de cumplirse; pero por lo menos tenía el mérito de acicatearlos, de hacerlos precipitarse hacia el lugar en que los ángeles temían pisar… con resultados que a veces, para asombro de todos, demostraban que no habían sido tan tontos como parecían. Es claro que jamás lograron aprovechar lo mejor de todos los mundos, pero a fuerza de intentarlo con osadía, aprovecharon lo mejor de muchos más mundos de lo que una persona simplemente prudente o sensata habría soñado con poder reconciliar y combinar.

— «Si el tonto persiste en su tontería — citó Will de Los proverbios del infierno —, se convertirá en un sabio.»

— Precisamente — convino el doctor Robert —. Y la tontería más extravagante de todas es la descrita por Blake, la tontería que pensaban encarar el raja y el doctor Andrew: la enorme tontería de realizar un casamiento entre el infierno y el cielo. ¡Pero si se insiste en esa enorme tontería, qué enorme recompensa! Por supuesto, siempre que se persista con inteligencia. Los tontos estúpidos río llegan a ninguna parte; sólo llegan los listos y avisados, cuya tontería puede hacerlos sabios o producir buenos resultados. Por fortuna esos dos tontos eran listos. Lo bastante, por ejemplo, para embarcarse en su tontería en una forma modesta y atrayente. Comenzaron con los mitigadores del dolor. Los palaneses eran budistas. Sabían en qué forma el dolor está vinculado a la mente. Uno se aferra, ansia, pugna por afirmarse… y vive en un infierno casero. Se desapega, y vive en paz. «Te muestro la pena, había dicho el Buda, y te muestro el final de la pena.» Bien, pues ahí estaba el doctor Andrew, con un tipo especial de desapego mental, que por lo menos terminaba con una clase de dolor, a saber: el físico. Con el propio raja o, para las mujeres, la rani y su hija actuando como intérpretes, el doctor Ándrew dictó lecciones sobre su flamante arte a grupos de parteras y médicos, de maestras, madres e inválidos Parto sin dolor… y a partir de ese momento todas las mujeres de Pala se pusieron, entusiasmadas, del lado de los innovadores. Operaciones indoloras de cálculos, cataratas y hemorroides… y conquistaron la aprobación de todos los ancianos y achacosos. De golpe, más de la mitad de la población adulta se convirtió en sus aliados, se puso de parte de ellos, se mostró amistosa por anticipado, o por lo menos tolerante, en relación con la reforma siguiente.

— ¿A qué terreno pasaron, después del dolor? — inquirió Will.

— A la agricultura y al lenguaje. Mandaron buscar a un hombre en Inglaterra para establecer Rothamsted de los Trópicos, y se dedicaron a trabajar para dar un segundo idioma a los palaneses. Pala tenía que seguir siendo una isla prohibida, porque el doctor Andrew estaba en todo sentido de acuerdo con el raja en que los misioneros, plantadores y traficantes eran demasiado peligrosos como para ser tolerados. Pero a la vez que no se podía permitir que entrasen los subversivos extranjeros, había que ayudar a los nativos a salir… si no física, por lo menos mentalmente. Pero su lenguaje y su arcaica versión del alfabeto brahmi eran una cárcel sin ventanas. No era posible escapar de ellos, echar un solo un vistazo al mundo exterior, hasta que hubiesen aprendido el inglés, hasta que supieran leer un texto escrito en alfabeto latino. Entre los cortesanos, las proezas lingüísticas del raja ya habían creado una moda. Las damas y los caballeros salpicaban su conversación con retazos de cockney, y algunos de ellos incluso mandaron buscar a Ceilán maestros de habla inglesa. Lo que había sido una moda fue convertido entonces en una política. Se establecieron escuelas de inglés y se importó de Calcuta un equipo de impresores bengalíes, con sus prensas y sus juegos de tipos Caslon y Bodoni. El primer libro inglés que se publicó en Shivapuram fue una selección de Las mil y una noches; el segundo, una traducción de El sutra del diamante, que hasta entonces sólo existía en sánscrito y en manuscrito. Para los que querían leer sobre Simbad y Maruf, y para los que estaban interesados en la Sabiduría de la Otra Orilla, había ahora dos motivos coherentes para aprender inglés. Ese fue el comienzo de un largo proceso educacional que a la postre nos convirtió en un pueblo bilingüe. Hablamos el palanés cuando cocinamos, cuando contamos chistes, cuando hablamos acerca del amor o lo hacemos. (De paso, tenemos el más rico vocabulario erótico y sentimental de todo el sudeste de Asia.) Pero cuando se trata de negocios, o de ciencia, o de filosofía especulativa, por lo general hablamos en inglés. Y la mayoría de nosotros preferimos escribir en inglés. Todos los escritores necesitan una literatura como marco de referencia; un grupo de modelos a los cuales adaptarse o de los cuales separarse. Pala poseía buenas pinturas y esculturas, una espléndida arquitectura, maravillosas danzas, una música sutil y expresiva… pero no una verdadera literatura, ni poetas o dramaturgos o cuentistas nacionales. Apenas bardos que recitaban mitos budistas e hindúes; apenas un puñado de monjes que predicaban sermones y discutían por minucias metafísicas. Al adoptar el inglés como nuestra madrastra, nos dimos una literatura dueña de uno de los pasados más antiguos y, por cierto, el más amplio de los presentes. Nos dimos un trasfondo, un rasero espiritual, un repertorio de estilos y técnicas, una fuente inagotable de inspiración. En una palabra, nos dimos la posibilidad de ser creadores en un campo en el que hasta entonces no habíamos tenido creadores. Gracias al raja y a mi bisabuelo, ahora existe una literatura anglo-palanesa… de la cual, si se me permite mencionarlo, Susila es una luminaria contemporánea.

— En el aspecto más opaco — protestó ella.

El doctor MacPhail cerró los ojos y, sonriendo, comenzó a recitar:

Así Desaparecida al Así Desaparecido, con una mano de Budaofrezco la flor no arrancada, el soliloquio de la ranaentre las hojas de loto, la boca manchada de lechejunto a mi pecho henchido, y amor, y, como el cielosin nubes que hace posibles las montañas y el cuartomenguante de la luna, este vacío que es el útero del amor,esta poesía de silencio.

Volvió a abrir los ojos.

— Y no sólo esta poesía de silencio — dijo —. Esta ciencia, esta filosofía, esta teología de silencio. Y ya es hora de que se duerma. — Se puso de pie y se dirigió hacia la puerta. — Iré a traerle un vaso de jugo de frutas.

IX

«El patriotismo no basta. Pero tampoco es suficiente ninguna otra cosa. La ciencia no es suficiente, ni lo es la religión, ni el arte, ni la política y la economía, ni el amor, ni el deber, ni acción alguna, por desinteresada que fuere, ni la contemplación, por sublime que sea. Nada sirve, como no sea el todo.»

— ¡Atención! — gritó un pájaro lejano.

Will miró su reloj. Las doce menos cinco. Cerró sus Notas sobre qué es qué y, tomando el bastón alrano de bambú que otrora había pertenecido a Duguld MacPhail, se dirigió a la cita que tenía con Vijaya y el doctor Robert. Por el atajo, el edificio principal de la Estación Experimental estaba a menos de quinientos metros del bungalow del doctor Robert. Pero el día estaba opresivamente caluroso, y había dos tramos de escalera que recorrer. Para un convaleciente con la pierna derecha entablillada, era un viaje de consideración.

Lenta, penosamente, Will recorrió el serpenteante sendero y subió los escalones. En la cima del segundo tramo se detuvo para recobrar el aliento y enjugarse la frente; luego, manteniéndose pegado a la pared, donde todavía había una estrecha franja de sombra, siguió avanzando hacia un letrero en el que se leía LABORATORIO.

La puerta de debajo del letrero se encontraba entreabierta; la abrió y se encontró en el umbral de una habitación larga, de cielo raso alto. Había en ella las habituales mesas de trabajo y fregaderos, los habituales armarios con puerta de vidrio, llenos de frascos e instrumental, los habituales olores de sustancias químicas y ratones enjaulados. Durante el primer momento Will pensó que la habitación estaba desierta; pero no… Casi oculto de la vista por una estantería de libros que se proyectaba en ángulo recto respecto de la pared, el joven Murugan se encontraba sentado a una mesa, leyendo con atención. Tan silenciosamente como le fue posible — porque siempre resultaba divertido sorprender a la gente —, Will se internó en la habitación. El zumbido de un ventilador eléctrico cubrió el sonido de sus pasos, y Murugan sólo advirtió su presencia cuando se encontraba a unos centímetros del anaquel. El joven se sobresaltó, como un culpable de algo, metió el libro, con apresuramiento lleno de pánico, en una cartera de cuero y, tomando otro volumen, más pequeño, que yacía abierto sobre la mesa, al lado de la cartera, lo atrajo hacia sí. Sólo entonces se volvió para hacer frente al intruso, Will le lanzó una sonrisa tranquilizadora. — Soy yo.

La expresión de colérico desafío fue reemplazada, en el rostro del joven, por otra de alivio.

— Creí que era… — Se interrumpió, dejando la frase inconclusa.

— Creyó que era alguien que lo reprendería por no hacer lo que se supone que tiene que estar haciendo; ¿no es así?

Murugan sonrió y asintió con la rizada cabeza.

— ¿Dónde están todos los demás? — preguntó Will.

— En los campos… podando o polinizando o algo por el estilo. — Su tono era despectivo.

— Y en consecuencia, como los gatos no están, los ratones se dedican a jugar. ¿Qué estudiaba con tanto apasionamiento?

Con inocente insinceridad, Murugan levantó el libro que ahora fingía leer.

— Se llama «Ecología elemental» — dijo.

— Ya veo — respondió Will —. Pero yo le pregunté qué leía.

— Ah, eso. — Murugan se encogió de hombros. — No le interesaría.

— Me interesa todo lo que los demás traten de ocultar — le aseguró Will —. ¿Era pornografía?

Murugan abandonó la ficción y se mostró auténticamente ofendido.

— ¿Por quién me toma?

Will estuvo a punto de decir que lo tomaba por un joven normal, pero se contuvo. Al hermoso amiguito del coronel Dipa, «joven normal» podía parecerle un insulto o una insinuación. Hizo una reverencia de fingida cortesía.

— Pido perdón a Su Majestad — dijo —. Pero sigo con curiosidad — agregó en otro tono —. ¿Me permite? — Posó una mano sobre la abultada cartera.

Murugan vaciló un instante; luego lanzó una carcajada forzada.

— Adelante.

— ¡Qué tomo! — Will extrajo de la cartera el grueso volumen y lo depositó sobre la mesa —. Sears, Roebuck & Co, Catálogo de Verano y Primavera — leyó en voz alta.

— Es del año pasado — dijo Murugan disculpándose —. Pero no creo que hubiera muchos cambios desde entonces.

— En ese sentido — le aseguró Will —, se equivoca. Si las modas no cambiaran por completo todos los años, no habría motivos para comprar cosas nuevas antes de que las viejas se gastaran. No entiende los principios fundamentales del consumidorismo moderno. — Abrió el catálogo al azar. — «Zapatos de Hormas Anchas con Plataformas Mullidas.» — Abrió en otro lugar y encontró la descripción y la imagen de un Corpiño color Rosa Susurro, de Dacrón y Algodón de Pima. Volvió la página, y allí, memento morí, estaba lo que la compradora de corpiños usaría veinte años más tarde: Pechera con Tirantes, Ahuecada para Sostener el Vientre Caído.

— En realidad no resulta interesante — dijo Murugan — hasta cerca del final del libro. Tiene mil trescientas cincuenta y ocho páginas — agregó entre paréntesis —. ¡Imagínese! ¡Mil trescientas cincuenta y ocho!

Will se salteó las setecientas cincuenta siguientes.

— Ah, esto está mejor — exclame —. «Nuestros Famosos Revólveres y Automáticas calibre 22.» — Y allí mismo, un poco más adelante, estaban los Botes de Fibra de Vidrio, los Motores de Alta Potencia, un Fuera de Borda de 12 HP por sólo 234,95 dólares… con Tanque de Combustible incluido. — ¡Esto es extraordinariamente generoso!

Pero resultaba evidente que Murugan no era un marino. Tomando el libro, lo hojeó, impaciente, pasando unas veinte páginas más.

— ¡Vea esta Motoneta de Tipo Italiano! — Y mientras Will la contemplaba, Murugan leyó en voz alta —: «Esta aerodinámica motoneta da hasta cuarenta y cinco kilómetros por litro de combustible.» ¿Se da cuenta? — Su rostro normalmente hosco estaba radiante de entusiasmo. — Y se puede llegar a cincuenta kilómetros por litro incluso con esta motocicleta de 14,5 HP. ¡Y está garantizada para hacer ciento veinte kilómetros por hora… garantizada!

— ¡Notable! — prorrumpió Will. Y luego, con curiosidad —. ¿Este glorioso libro, se lo envió alguien de Norteamérica? — preguntó.

Murugan sacudió negativamente la cabeza.

— Me lo dio el coronel Dipa.

— ¿El coronel Dipa? — ¡Qué extraño regalo de Adriano a Antinoo! Volvió a mirar el grabado de la motocicleta, y luego contempló de nuevo el rostro encendido de Murugan. Se hizo la luz en su cerebro; se reveló el propósito del coronel. La serpiente me tentó y comí. El árbol del centro del jardín se llamaba Árbol de los Bienes de Consumo, y para los habitantes de todos los edenes subdesarrollados, el más leve regusto de su fruta, y aun la visión de sus mil trescientas cincuenta y ocho páginas, tenía el poder de hacerles reconocer avergonzados, que, hablando en términos industriales, se encontraban completamente desnudos. El futuro raja de Pala estaba siendo obligado a entender que era el gobernante descamisado de una tribu de salvajes.

— Debería — dijo en voz alta — importar un millón de estos catálogos y distribuirlos, a título gratuito, por supuesto, como los anticonceptivos, a todos sus súbditos.

— ¿Para qué?

— Para aguzarles el apetito de poseer cosas. Entonces empezarán a pedir Progreso á gritos: pozos petrolíferos, armamentos, Joe Aldehyde, técnicos soviéticos.

Murugan frunció el entrecejo y meneó la cabeza.

— No serviría.

— ¿Quiere decir que no se dejarían tentar? ¿Ni siquiera por Motonetas Aerodinámicas y Corpiños color Rosa Susurro? ¡Pero eso es increíble!