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— Eso dígaselo a los sacerdotes — replicó Will —. Continuamente nos reprochan que somos unos groseros materialistas.
— Groseros — convino el doctor —, pero groseros precisamente porque son unos materialistas tan inadecuados. Un materialismo abstracto: eso es lo que profesan. En tanto que nosotros nos preocupamos de ser materialistas concretos: materialistas en el plano sin palabras de la visión, el tacto y el olfato, de los músculos en tensión y las manos sucias. El materialismo abstracto es tan malo como el idealismo abstracto; torna casi imposible la experiencia espiritual inmediata. Probar distintos tipos de trabajo como materialistas concretos es el primer paso, el indispensable en nuestra educación para la espiritualidad concreta.
— Pero aun el materialismo más concreto — especificó Vijaya — no lo llevará muy lejos si no tiene plena conciencia de lo que está haciendo y experimentando. Tiene que tener plena conciencia de los trozos de materia que maneja, de las habilidades manuales que practica, de la gente con la cual trabaja.
— Muy cierto — dijo el doctor —. Tendría que haber aclarado que el materialismo concreto no es más que la materia prima para una vida plenamente humana. Por medio de la conciencia, y de la conciencia constante, las trasformamos en espiritualidad concreta. Tenga plena conciencia de lo que hace y el trabajo se convierte en el yoga del trabajo, el juego se convierte en el yoga del juego, la vida cotidiana se trasforma en el yoga de la vida cotidiana.
Will pensó en Ranga y en la pequeña enfermera.
— ¿Y qué me dice del amor?
El doctor Robert asintió.
— También eso. La conciencia lo trasfigura, convierte el amor en el yoga del amor.
Murugan hizo una imitación de su madre cuando se escandalizaba.
— Medios psicofísicos para un fin trascendental —«Vijaya, levantando la voz para cubrir el chirrido de primera velocidad a que había pasado —: eso son en lugar todos estos yogas. Pero son algo más: son para hacer frente a los problemas del poder. — Pasó a una velocidad más silenciosa y bajó la voz a su tono menor. Los problemas del poder — repitió —. Y uno se encuentra a ellos en todos los planos de la organización… los planos, desde los gobiernos nacionales hasta los de los niños y las parejas en luna de miel. Porque trata simplemente de hacer que las cosas resulten difíciles para los Grandes Líderes. Hay, además, millones de perseguidores en pequeña escala, están todos los ingloriosos Hitler, todos los Napoleones de Aldea, los Calvinos y Torquemadas de la familia. Para no hablar todos los bandidos y bravucones lo bastante estúpidos para conseguir que los condenen como criminales. ¿Cómo se puede canalizar el enorme poder que engendra esa gente, para hacerlo funcionar en forma útil… o por lo menos para impedir que haga daño?
— Eso es lo que quiero que me diga — respondió Will —. ¿Por dónde empiezan?
— Empezamos por todas partes a la vez — dijo Vijaya —. Pero como no se puede decir más de una cosa por vez, comencemos hablando de la anatomía y fisiología del poder. Háblele de su enfoque bioquímico del tema, doctor Robert.
— Todo ello — dijo éste — empezó hace casi cuarenta años, cuando yo estudiaba en Londres. Comenzó con las visitas a las cárceles los fines de semana y la lectura de libros de historia cada vez que tenía una noche libre. Historia y cárceles — repitió —. Descubrí que tenían una estrecha vinculación. El registro de los delitos, las locuras y las desdichas de la humanidad (eso es Gibbon, ¿verdad?) y el lugar en que los crímenes y las locuras que no han tenido éxito son castigados por un tipo especial de desdicha. Mientras leía mis libros y conversaba con mis presidiarios, me sorprendí formulando preguntas. ¿Qué tipo de personas se convertían en delincuentes peligrosos: los grandes delincuentes de los libros de historia, los pequeños de Pentonville? ¿Qué tipos de personas son movidas por el apetito de poder, la pasión de la bravuconería, la dominación? Y los implacables, los hombres, los que saben lo que quieren y no tienen escrúpulos en matar a fin de obtenerlo, los monstruos que hieren, no por ganancia alguna, sino gratuitamente, porque herir y matar son cosas tan divertidas… ¿quiénes son?
Hay que discutir estos problemas con los expertos: médicos, expertos en ciencias sociales, maestros. Dalton había pasado de moda, y la mayoría de mis muertos me aseguraban que las únicas respuestas válidas a esos interrogantes eran respuestas en términos de cultura, de condicionamiento precoz y de ambientes traumatizantes. Yo sólo me sentí convencido a medias. La madre, el adiestramiento en las costumbres del cuarto de baño, toda esa tontería del ambiente: resultaba evidente que se trataba de cosas importantes. ¿Pero eran absolutamente importantes? Durante mis visitas a las cárceles había comenzado a ver pruebas de cierto tipo de esquema integrado… o más bien de dos tipos de esquemas integrados, porque los delincuentes peligrosos y los enredadores amantes del poder no pertenecen a una sola especie. La mayoría de ellos, como iba advirtiendo ya entonces, pertenecen a una de dos especies distintas y disímiles: Los Musculosos y los Peter Pan. Yo me he especializado en el tratamiento de los Peter Pan.
— ¿Los chicos que nunca llegan a crecer? — interrogó Will.
— «Nunca» es una palabra errónea. En la vida real los Peter Pan siempre terminan creciendo. Lo único que sucede es que crecen demasiado tarde… crecen, en términos fisiológicos, más lentamente de lo que crecen en términos de cumpleaños.
— ¿Y qué sucede con los Peter Pan femeninos? — Son muy raras. Pero los jóvenes son tan comunes como el pasto. La norma es de un Peter Pan por cada cinco p seis chicos de sexo masculino. Y entre los niños problema, entre los chicos que no saben leer, no congenian con uno y por último se lanzan hacia las formas más violentas de la delincuencia, siete de cada diez, si se les saca una radiografía de los huesos de la muñeca, resultan ser otros tantos Peter Pan. Los demás son en su mayoría Hombres Musculosos de uno u otro tipo.
— Estoy tratando de recordar — dijo Will — un buen ejemplo histórico de un Peter Pan delincuente.
— No necesita ir muy lejos. El más reciente, así como el mejor y el más grande, fue Adolf Hitler.
— ¿Hitler? — El tono de Murugan era de escandalizado asombro. Resultaba evidente que Hitler era uno de sus héroes. — Lea la biografía del Führer — dijo el doctor Robert —. Un Peter Pan, si es que alguna vez hubo uno. Un caso irremediable en la escuela. Incapaz de competir o de colaborar. Envidiaba a todos los chicos normalmente exitosos… y, como los envidiaba, los odiaba, y para sentirse mejor, los despreciaba porque eran seres inferiores. Y luego llegó la época de la pubertad. Pero Adolf era sexualmente atrasado. Otros jóvenes hacían insinuaciones a las chicas, y éstas les respondían. Pero Adolf era demasiado tímido, demasiado inseguro de su virilidad. Y al mismo tiempo era incapaz de un trabajo continuado, y sólo se encontraba a sus anchas en el compensatorio Otro Mundo de su imaginación. Allí por lo menos era Miguel Ángel. Aquí, por desgracia, no podía dibujar. Sus únicos dones eran el odio, una baja astucia, un juego de infatigables cuerdas vocales y un talento para hablar interminablemente, a voz en cuello, desde las profundidades de su paranoia peterpánica. Treinta o cuarenta millones de muertos y Dios sabe cuántos miles de millones de dólares: ese es el precio que el mundo tuvo que pagar por la maduración retardada del pequeño Adolf. Por fortuna la mayoría de los chicos que crecen con demasiada lentitud nunca consiguen una oportunidad de convertirse en algo más que en delincuentes de poca monta. Pero aun los delincuentes menores, si existen en suficiente cantidad, pueden cobrar un precio bastante considerable. Por eso tratamos de cortarlos en capullo… o más bien, ya que estamos hablando de los Peter Pan, por eso tratamos de hacer que sus capullos congelados se abran y crezcan.
— ¿Y lo consiguen?
El doctor Robert asintió.
— No es difícil. En especial si se empieza desde muy temprano. Entre los cuatro años y medio y los cinco todos nuestros niños son objeto de un minucioso examen. Análisis de sangre, pruebas psicológicas, estomatotipia; luego les sacamos radiografías de las muñecas y les hacemos un electroencefalograma. Todos los bonitos y pequeños Peter Pan son descubiertos de modo inevitable, y en seguida se comienza el tratamiento adecuado. Al cabo de un año prácticamente todos son normales. Una cosecha de fracasados y criminales en potencia, de tiránicos y sádicos en potencia, de misántropos y revolucionarios por el placer de la revolución, también en potencia, es trasformada en una cosecha de ciudadanos útiles que pueden ser gobernados adandena asatthena: sin castigos y sin una espada. En la parte del mundo en que viven ustedes la delincuencia sigue siendo confiada a los sacerdotes, los trabajadores sociales y la policía. Sermones interminables y terapéutica de apoyo; sentencias carcelarias a carradas. ¿Y con qué resultados? La tasa de delincuencia sigue en constante aumento. Y no es extraño. Las palabras sobre la rivalidad entre los hermanos menores y el infierno y la personalidad de Jesús no son sustitutos de la bioquímica. Un año en la cárcel no cura a un Peter Pan de su desequilibrio endocrino, ni ayuda a un ex Peter Pan a librarse de las consecuencias psicológicas de dicho desequilibrio. Para la delincuencia peterpánica lo que hace falta es el diagnóstico precoz y tres cápsulas rosadas, todos los días, antes de las comidas. Dado un ambiente tolerable, el resultado será una dulce razonabilidad y una buena proporción de las virtudes cardinales, en el término de dieciocho meses. Y no hablemos de una probabilidad equitativa, donde antes no había posibilidad alguna, de la eventual prajnaparamrta y karuna, de eventual sabiduría y compasión. Y ahora haga que Vijaya le hable sobre los Musculosos. Como quizás haya observado, él es uno de ellos. — Inclinándose hacia adelante, el doctor Robert dio un golpecito en la ancha espalda del gigante. — ¡Carne sólida! — Y agregó —: ¡Qué suerte tenemos nosotros, pobres camarones, de que el animal no sea salvaje!
Vijaya retiró una mano del volante, se golpeó el pecho y lanzó un ruidoso y feroz rugido.
— No molesten al gorila — dijo, y rió bonachonamente. Y a continuación dijo a Will —: Piense en el otro gran dictador; piense en José Visariónovich Stalin. Hitler es el ejemplo supremo del Peter Pan delincuente. Stalin es el ejemplo supremo del Musculoso delincuente. Predestinado por su contextura, a ser un extravertido. No uno de esos, rotundos y parlanchines extravertidos que se dan por el gregarismo indiscriminado. No… el extravertido que todo lo pisotea, que empuja a todo el mundo; se siente obligado a Hacer Algo y jamás siente inhibición de las dudas o los remordimientos de conciencia, de la simpatía o la sensibilidad. En su testamento, Lenin aconsejaba a sus sucesores que se libraran de Stalin: el hombre tenía demasiada apetencia de poder, demasiada propensión a abusar de él. Pero el consejo llegó demasiado tarde. Stalin se encontraba ya tan firmemente atrincherado, que no era posible expulsarlo. Trotski había sido apartado; todos sus amigos, eliminados. Y ahora, como un Dios entre los ángeles del coro, se encontraba solo, en un cielo pequeño y cómodo, poblado sólo por adulones y hombres que a todo decían que sí. Y durante todo el tiempo se encontraba implacablemente atareado, liquidando a los kulaks, organizando granjas colectivas, construyendo una industria armamentista, desplazando a hostiles millones de personas de las granjas a las fábricas. Trabajando con una tenacidad, una lúcida eficiencia de la cual el Peter Pan alemán, con sus fantasías apocalípticas y sus talantes fluctuantes era absolutamente incapaz. Y en la última fase de la guerra, compare la estrategia de Stalin con la de Hitler. Un frío cálculo frente a los ensueños compensatorios, un realismo práctico frente a la tontería retórica en la que Hitler finalmente había llegado a convencerse de que debía creer. Dos monstruos, iguales en delincuencia, pero profundamente distintos en temperamento, en motivación inconsciente y, por último, en eficiencia. Los Peter Pan son maravillosamente competentes para iniciar guerras y revoluciones; pero hacen falta los Musculosos para llevarlas hasta su exitosa conclusión. He aquí la selva — agregó Vijaya en otro tono, agitando la mano en dirección de un gran risco de árboles que parecía impedirles todo ascenso posterior. Un momento más tarde habían abandonado el resplandor de la ladera desnuda para hundirse en un estrecho túnel verde que zigzagueaba entre muros de follaje frondoso, las trepadoras pendían de las arqueadas ramas y entre roncos de árboles gigantescos crecían helechos y rodoendros de hojas obscuras, con una densa profusión de arbustos y matas que a Will, mientras miraba en torno, le resultaron desconocidos y carentes de nombre. El aire estaba asfixiantemente húmedo, y había un olor caliente, acre, de lujuriosa vegetación y de ese otro tipo de vida que es la decadencia. Ahogado por el espeso follaje, Will escuchó el distante tintineo de hachas, el rítmico chirrido de una sierra. El camino viró una vez más y de pronto la verde obscuridad del túnel dejó su lugar a la luz del sol. Habían entrado en un claro del bosque. Altos y de anchos hombros, media docena de leñadores casi desnudos estaban dedicados a cortar las ramas de un árbol recién derribado. A la luz del sol, cientos de mariposas azules y color amatista revoloteaban, persiguiéndose unas a las otras, elevándose en una interminable danza casual. Ante una fogata, al otro lado del claro, un anciano revolvía lentamente el contenido de un caldero de hierro. Cerca de él, un cervatillo domesticado, de delicados miembros y elegante piel moteada, pastaba con tranquilidad.
— Viejos amigos — dijo Vijaya, y gritó algo en palanés. Los leñadores le respondieron, también a gritos, y agitaron la mano. Luego el camino volvió a virar bruscamente y se encontraron trepando de nuevo por el verde túnel, entre los árboles.
— Hablando de los Musculosos — dijo Will cuando se alejaron del claro —. Esos eran ejemplares realmente espléndidos.
— Ese tipo de físico — dijo Vijaya — es una permanente tentación. Y sin embargo entre todos esos hombres — y he trabajado con veintenas de ellos — no encontré nunca un solo bravucón, un solo amante del poder, peligroso en potencia.
— Lo que es otra forma de decir — interrumpió Murugan, despectivo — que nadie aquí tiene ambición alguna. — ¿Cuál es la explicación? — pregunto Will. — Muy sencilla, por lo que respecta a los Peter Pan. Jamás se les concede una oportunidad de que se les despierte el apetito de poder. Los curamos de su delincuencia antes de que haya tenido tiempo de desarrollarse. Pero los Musculosos son distintos. Aquí son tan musculares, son arrolladoramente extravertidos como entre ustedes. ¿Y por qué no se convierten en Stalin o Dipa, o por lo menos en tiranos domésticos? En primer lugar, nuestro orden social les ofrece muy pocas oportunidades de amedrentar a los miembros de sus familias, y nuestro orden político hace que les resulte prácticamente imposible dominar a nadie en gran escala.
En segundo término, adiestramos a nuestros Musculosos para que sean hombres conscientes y sensibles, les enseñamos a gozar con las cosas vulgares de la existencia cotidiana. Esto significa que siempre tienen una alternativa — innumerables alternativas — en cuanto al placer de ser el amo. Y por último trabajamos en forma directa con el amor al poder y al dominio que siempre acompaña a ese tipo de físico en casi todas sus variaciones. Canalizamos ese amor al poder y lo desviamos… lo apartamos de la gente y lo dirigimos hacia las cosas. Les hacemos ejecutar toda clase de tareas difíciles… tareas esforzadas y violentas, que les ejercitan los músculos y satisfacen sus ansias de dominación… pero que las satisfacen a expensas de nadie, y en formas que son inofensivas o positivamente útiles.
— De modo que esas espléndidas criaturas derriban árboles en lugar de derribar personas; ¿es eso?
— En efecto. Y cuando se cansan del bosque, pueden ir al mar, o dedicarse a la minería, o tomar las cosas con calma, hablando en términos relativos, en los arrozales. Will Farnaby lanzó una repentina carcajada. — ¿Dónde está el chiste?
— Estaba pensando en mi padre. Un poco de trabajo de leñador habría podido salvarlo… aparte de que hubiera sido la salvación de su desdichada familia. Por desgracia era un caballero inglés. La tala de árboles estaba fuera de cuestión.
— ¿No tenía ninguna válvula de escape física para sus energías?
Will negó con la cabeza.
— Además de ser un caballero — explicó —, mi padre creía ser un intelectual. Pero un intelectual no caza ni juega al golf; no hace más que pensar y beber. Aparte del coñac, las únicas diversiones de mi padre consistían en amedrentar a los demás, en jugar al bridge contrato y en dedicarse a la teoría de la política. Se consideraba una versión del siglo XX de lord Acton… el último y solitario filósofo del liberalismo. ¡Tendría que haberlo oído hablar sobre las iniquidades del Estado moderno omnipotente! «El poder corrompe. El poder absoluto corrompe absolutamente. Absolutamente.» Después de lo cual trasegaba otro coñac y volvía, con renovado placer, a su pasatiempo favorito: pisotear a su esposa e hijos.
— Y si el propio Acton no se comportó de esa manera — dijo el doctor Robert — fue simplemente porque era un hombre virtuoso e inteligente. No había en sus teorías nada que pudiese impedir que un Musculoso delincuente o un Peter Pan no curado pisoteasen a cualquiera que se pusiese al alcance de sus pies. Esa fue la debilidad fatal de Acton. Como teórico político fue, en general, admirable. Como psicólogo práctico, fue casi una nulidad. Parece haber creído que el problema del poder podía ser solucionado por medio de buenas medidas sociales, complementadas, por supuesto, con una sólida moral y un poco de religión revelada. Pero el problema del poder tiene sus raíces en la anatomía, en la bioquímica y en el temperamento. El poder tiene que ser frenado en los planos legal y político, eso es evidente. Pero también es evidente que tiene que existir prevención en el plano individual. En el plano del instinto y la emoción, en el plano de las glándulas y las vísceras, los músculos y la sangre. Si alguna vez encuentro el tiempo necesario, me gustaría escribir un librito sobre la fisiología humana en relación con la ética, la religión, la política y la legislación.
— La legislación — repitió Will —. Estaba a punto de preguntarle sobre ella. ¿No tienen ustedes ningún castigo, ninguna espada? ¿O todavía necesitan jueces y policías? — Aún los necesitamos — respondió el doctor —. Pero no necesitamos tantos como ustedes. En primer lugar, gracias a la medicina preventiva y la educación preventiva, no cometemos muchos crímenes. Y en segundo término, la mayoría de los pocos delitos que se cometen son tratados por el CAM del criminal. La terapia de grupo, dentro de una comunidad que ha asumido la responsabilidad del grupo en lo referente al delincuente. Y en los casos difíciles la terapia de grupo se complementa con el tratamiento médico y con un curso de experiencias con la medicina moksha, dirigida por alguien que posea un grado excepcional de discernimiento.
— ¿Y dónde aparecen los jueces?
— El juez escucha las pruebas, decide si el acusado es culpable o inocente, y en este último caso lo envía a su CAM y, cuando ello resulta aconsejable, al grupo local de expertos en medicina y en micomística. A determinados intervalos, los expertos y el CAM se presentan al juez para informar. Cuando los informes son satisfactorios, el caso se archiva.
— ¿Y si no son nunca satisfactorios?
— A la larga siempre lo son — replicó el doctor Robert.
Hubo un silencio.
— ¿Alguna vez trepó a una montaña? — preguntó Vijaya de pronto.
Will rió.
— ¿Cómo le parece que me fracturé la pierna?
— Esa fue una ascensión forzada. ¿Trepó alguna vez por diversión?
— Bastantes — respondió Will — para convencerme de que no era muy competente.
Vijaya miró a Murugan.