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El joven se ruborizó intensamente y meneó la cabeza.
— No se puede hacer ninguna de esas cosas — masculló —, si se tiene tendencia a la tuberculosis.
— ¡Qué lástima! — exclamó Vijaya —. Habría sido tan bueno para usted…
— ¿La gente trepa mucho en estas montañas? — preguntó Will.
— La ascensión es parte integral del programa escolar.
— ¿Para todos?
— Un poco para todos. Con trabajos más avanzados de ascensión para los Musculosos absolutos… es decir, uno de cada doce jóvenes y una de cada veintisiete muchachas, pronto veremos a algunos jovencitos en su primera ascensión poselemental.
El verde túnel se ensanchó, se tornó más luminoso, y de pronto se encontraron fuera del chorreante bosque, en un amplio reborde de terreno casi llano, cercado por tres lados por rocas rojizas que se erguían seiscientos y más metros hacia arriba, en una sucesión de crestas dentadas y pináculos aislados. Había frescura en el aire, y cuando pasaron del sol a la sombra de una isla flotante de cúmulos, casi sintieron frío. El doctor Robert se inclinó hacia adelante y señaló, a través del parabrisas, un grupo de blancos edificios situados en un pequeño otero, cerca del centro de la meseta.
— Esa es la Estación de Altura — dijo —; a dos mil cien metros sobre el nivel del mar, con más de dos mil hectáreas de buena tierra llana, en la que podemos plantar prácticamente todo lo que crece en Europa oriental. Trigo y cebada, arvejas y coles, lechuga y tomates; grosellas blancas y frambuesas, avellanas, ciruelas verdales, duraznos, damascos. Más todas las valiosas plantas nativas de las altas montañas en estas latitudes… incluso los hongos que nuestro amigo desaprueba con tanta violencia.
— ¿Ese es el lugar a que nos dirigimos? — inquirió Will.
— No, vamos más arriba. El doctor Robert señaló el último puesto avanzado de la cordillera, una montaña de roca color rojo obscuro desde la cual la tierra caía sobre un costado de la selva y, por el otro, trepaba vertiginosamente hacia la cumbre invisible, perdida entre las nubes. — Hasta el viejo templo de Siva al que los peregrinos solían ir todos los equinoccios de primavera y otoño. Es uno de mis lugares favoritos en toda la isla. Cuando los niños eran pequeños, solíamos subir. Lakshmi y yo, casi todas las semanas. ¡Cuántos años hace de eso! — En su voz había aparecido una nota de tristeza. Suspiró y, recostándose contra el respaldo del asiento, cerró los ojos.
Se apartaron del camino que iba hacia la Estación de Altura y siguieron ascendiendo.
— Entramos en el último tramo, el peor — dijo Vijaya —. Siete recodos cerrados y medio kilómetro de túnel sin ventilación.
Pasó a primera velocidad y la conversación se hizo imposible. Diez minutos más tarde habían llegado.
Moviendo con cautela su pierna inmovilizada, Will salió del coche y miró en torno. Entre los rojos picachos y los insondables descensos en todas las direcciones, la cresta de la montaña había sido nivelada, y en el centro de la larga y estrecha terraza se encontraba el templo: una gran torre roja de la misma sustancia que las montañas, maciza, cuadrilátera, con acanaladuras verticales. Una cosa simétrica, en contraste con las rocas, pero regular no como lo son las abstracciones euclideanas; regular con la geometría pragmática de una cosa viva. Sí, de una cosa viva, porque todas las superficies de rica textura del templo, todos sus contornos perfilados contra el cielo se curvaban orgánicamente hacia adentro, estrechándose a medida que ascendían hacia un anillo de mármol, por encima del cual la piedra roja volvía a hincharse, como la cápsula germinal de una planta en florecimiento, convirtiéndose en una cúpula achatada, de múltiples nervaduras, que coronaba el conjunto.
— Construido unos cincuenta años antes de la conquista normanda — dijo el doctor Robert.
— Y parece — comentó Will — como si no hubiese sido construido por nadie… como si hubiera crecido de la roca, surgido como el capullo de un agave, en la punta de un ascenso por un tallo de tres metros y un estallido de flores.
Vijaya le tocó el brazo.
— Mire — dijo —. Está descendiendo un grupo de Elementales.
Will se volvió hacia la montaña y vio a un joven de botas claveteadas y ropas de alpinista que descendía por una grieta, al borde del precipicio. En un lugar en que la grieta ofrecía un lugar conveniente de descanso, se detuvo y, echando la cabeza hacia atrás, lanzó un enérgico grito alpino en falsete. Quince metros por encima de él apareció un joven por detrás de un baluarte de roca, descendió del reborde en que se encontraba y comenzó a bajar por la grieta.
— ¿No lo tienta? — preguntó Vijaya volviéndose hacia Murugan.
Murugan se encogió de hombros, sobreactuando en exceso el papel del adulto sofisticado y aburrido que tiene ocupaciones más importantes que contemplar el juego de unos cuantos niños.
— En lo más mínimo. — Se apartó y se sentó en una antiquísima talla de un león; sacó del bolsillo una revista norteamericana con carátula de vivos colores y comenzó a leer.
— ¿Qué es eso? — inquirió Vijaya.
— Ficción científica. — En la voz de Murugan había un matiz de desafío.
El doctor Robert rió.
— Cualquier cosa, con tal de eludir los Hechos.
Murugan fingió no haberlo escuchado; volvió una página y continuó leyendo.
— Es muy competente — dijo Vijaya, que había estado contemplando los movimientos del joven escalador —. En cada extremo de la cuerda tienen un hombre de experiencia — agregó —. Al principal no se lo puede ver. Está detrás de esa roca, en una grieta paralela, a diez o quince metros más arriba. Allí hay permanentemente un jalón de hierro, al que se puede amarrar la cuerda. Todo el grupo podría caerse y no pasaría nada.
Esparrancado entre puntos de apoyo de ambas paredes de la estrecha grieta, el jefe del grupo gritaba continuamente órdenes y voces de estímulo. Luego, cuando el joven se acercó, le dejó su lugar, trepó otros diez metros y, deteniéndose, volvió a lanzar el grito alpino. Ataviada con botas y pantalones, una joven de elevada estatura, con el cabello peinado en trenzas, apareció por detrás de la roca y se introdujo en la grieta.
— ¡Excelente! — exclamó Vijaya, con tono aprobatorio, cuando la vio.
Entretanto, de un bajo edificio situado al pie del risco — versión tropical, evidentemente, de una choza alpina —, un grupo de jóvenes había salido para ver qué ocurría. Pertenecían, se le dijo a Will, a otros tres grupos de escaladores que habían pasado por su prueba poselemental ese mismo día, más temprano.
— ¿El mejor equipo gana un premio? — preguntó Will.
— Nadie gana nada — respondió Vijaya —. Esto no es una competencia. Más bien es una prueba.
— Una prueba — explicó el doctor Robert — que constituye la primera etapa de su iniciación en la adolescencia, el abandono de la infancia. Una prueba que los ayuda a entender el mundo en que tendrán que vivir, los ayuda a comprender la omnipresencia de la muerte, la precariedad esencial de toda la existencia. Pero después de la prueba viene la revelación. Dentro de unos minutos estos jóvenes y muchachas recibirán su primera experiencia de la medicina moksha. La tomarán todos juntos y habrá una ceremonia religiosa en el templo.
— ¿Algo así como un servicio de confirmación?
— Sólo que esto es algo más que una jerigonza teológica. Gracias a la medicina moksba, incluye una verdadera experiencia de la cosa real.
— ¿La cosa real? — Will meneó la cabeza. — ¿Existe eso? Ojalá pudiese creerlo.
— No se le pide que lo crea — dijo el doctor Robert —.
La cosa real no es una proposición; es un estado del ser. No enseñamos credos a nuestros chicos ni los excitamos por medio de símbolos con carga emocional. Cuando les llega el momento de aprender las verdades más profundas de la religión los hacemos subir por un precipicio y luego les administramos cuatrocientos miligramos de revelación. Dos experiencias de primera mano en materia de realidad, de las cuales cualquier muchacha o joven razonablemente inteligente puede extraer una buena idea sobre qué es qué.
— Y no olvide el viejo y querido problema del poder — dijo Vijaya —. El escalamiento de roca es una rama de la ética aplicada; es otro sustituto preventivo de la bravuconería.
— De modo que mi padre habría tenido que ser un escalador, además de leñador.
— Puede reírse — dijo Vijaya, riendo él mismo —. Pero sigue en pie el hecho de que eso funciona bien. Funciona. Antes que nada, tuve que trepar para salir de veintenas, literalmente veintenas de las más feas tentaciones de hacer sentir mi fuerza… Y como mi fuerza es considerable — agregó —, las tentaciones eran correspondientemente considerables.
— En apariencia hay un solo defecto — dijo Will —. Mientras uno trepa para salir de las tentaciones, puede caer y… — Se interrumpió, al recordar, de pronto, lo que le había sucedido a Dugald MacPhail.
Fue el doctor quien terminó la frase.
— Puede caer — dijo con lentitud — y matarse. Dugald trepaba solo — continuó luego de una pequeña pausa —. Nadie sabe qué ocurrió. Lo encontraron al día siguiente. — Hubo un prolongado silencio.
— ¿Y sigue creyendo que eso es una buena idea? — interrogó Will, señalando con su bastón de bambú las figuritas que trepaban tan laboriosamente por la vertiginosa desnudez de la roca.
— Sigo creyendo que es una buena idea.
— Pero la pobre Susila…